Lo he pensado mucho, y la verdad es que no encuentro mejor definición: ésta fue, por donde se la tome, culo y cabeza sobre todo, una historia de mierda, y por consiguiente no me será nada fácil contarla desde adentro, como se suele decir. Empiezan a terminárseme además las páginas de mi querido cuaderno azul. Increíble. Con lo grueso que es pensé que me cabrían algunos años más de vida exagerada, pero acabo de darme cuenta de que voy a tener que correr, incluso, para llegar con Inés al aeropuerto y la escena todo-lo-contrario-de-un-final-feliz que le tengo prometida, sabe Dios desde cuándo, al pobre lector. Luego añadiré unas cositas más, un epílogo, por ejemplo, para atar algunos cabos, descansaré un tiempo porque empiezo a sentir ya los primeros efectos de un largo y minucioso trabajo literario, y después saldré en busca de un cuaderno rojo, porque sobre Octavia sólo se puede escribir en un cuaderno rojo. Nuestra relación, tan candente como exagerada, justifica esta elección. Y también el nivel de intimidad que me gustaría crear con ella a lo largo de todo mi trabajo. Sería muy agradable, porque Octavia fue la encarnación de la ternura y de la coquetería. El lector se preguntará por qué digo fue y no es la encarnación. Yo mismo no lo sé aún. Resulta en efecto imposible averiguar estas cosas antes de haberse metido cuerpo y alma en el alma de una novela (será la segunda que escribo), porque la ficción le sale a uno de pronto con leyes tan sorprendentes como variables, y porque en algunos casos la novela se anticipa a la vida y en otros sucede todo lo contrario. Escribir es llegar a saber, o por lo menos tratar de. En fin, no quiero insistir más en estas verdades de perogrullo.
La verdad de mierda, ahora. A principios de abril Inés logra sonreír cuando le cuento que José Luis acaba de autorizarme a reducir la dosis, ya que mis cartas revelan mejoría. Nos sentamos a conversar un buen rato, como viejos amigos, y mientras le voy contando que para junio seré un hombre nuevo, un hombre modernizado y reconstruido, ella vuelve a sonreír, y yo empiezo a pensar si esta sonrisa se debe a:
1. Mi mejoría.
2. Inés pensando: Martín está mejor = pronto podré irme.
Le otorgo el beneficio de la duda, porque si no la vida en ese momento de paz y contento sería en realidad una mierda, y seguimos conversando como viejos amigos mientras yo me veo constantemente obligado a apoyarme sobre un brazo del sillón, de tal manera que más de medio culo pueda quedar en el aire porque otra vez me está picando y necesito rascarme. Hace unos días también me va ardiendo cada vez un poquito más. La conversación de los viejos amigos sigue y yo estoy esperando que Inés termine de contarme que Mocasines se fue a Lima hace dos meses, que de allá han llegado noticias de que ha cambiado mucho y de que hasta ha entrado a trabajar a un ministerio. No suelto sarcasmo alguno porque aún atravieso un período en que este tipo de asuntos qué importan, allá ellos, y en cambio aprovecho la confianza de la que me ha dado prueba mi vieja amiga al contarme estas cosas, para decirle me jodí, Inés, tengo hemorroides, con lo cual rompo por completo el encanto de una larga amistad: en cosa de segundos, Inés se vuelve a casar conmigo, recorre uno por uno los mil episodios de nuestra vida conyugal, y llega por fin al presente, acompañada de una impresionante bizquera.
—¡Eso sí que no, Martín! ¡No te me vas a enfermar de nuevo!
¡Estoy harta de tus enfermedades! ¡Cada una es más ridicula que la otra!
Semejante explosión, en pleno remanso de paz, revela en Inés una profunda tensión subyacente. Me apoyo sobre el brazo del sillón, levanto más de medio culo, me vuelvo a rascar porque me pica de nuevo, y comprendo hasta qué punto me he equivocado por no aplicar aquello de que en la duda abstente, y por no confiar en mi vieja y maldita intuición de mierda.
Digamos que ésos fueron los preámbulos. Y que ahora estoy viviendo nuevamente con mi esposa Inés, con dos Anafraniles al día, algunos efectos secundarios, pastillas, gotas e inyecciones para controlarlos, y unas flamantes hemorroides a las que no debo otorgarles el derecho a la existencia. Sobran las razones:
1). Conseguí ser viejo amigo de Inés desde que el monstruo empezó a tenerme tanto respeto como a ella y pude utilizar normalmente el ascensor. A este nivel, debo agregar que las tres salidas semanales con la máquina de escribir en la mano fueron de asombrosa eficacia, aunque confieso que nunca me atreví a contarle a Inés por qué a menudo partía, máquina de escribir en mano: era capaz de decirme tarado el paciente y tarado el médico, algo así.
2). Es macanudo correr donde una monjita, dejarse inyectar una buena dosis de fe, y regresar corriendo al departamento para hacer el amor con una vieja amiga.
3). Perdidas estas conquistas vitales, que son algo realmente vital para mí, la tendencia es a la tristeza suma y a la depresión con cara de recaída.
4). Ocultándole a Inés las hemorroides, y saliendo, por ejemplo, a rascarme en la terraza cuando ya no doy más, puedo recuperar a mi vieja amiga, gozar de esa liberalidad tan suya que le permite hacer el amor con tipos como yo, y de esta manera recuperar también posibilidades de paz y contento, evitando al mismo tiempo que se repitan los efectos señalados en el punto 3.
Ésta fue la primera etapa, y antes que rectal o anal, debería llamarla asnal. Asnal de asno, de burro. Porque hay que ser muy burro, porque hay que ser realmente una bestia para andar rascándose a escondidas por los rincones, UN MES ENTERO, en vez de pensar que, si bien podía ocultarle mi nueva ridiculez a Inés, no tenía por qué ocultarme una nueva enfermedad a mí mismo, ni mucho menos por qué ocultarle mis flamantes hemorroides a un médico especializado. Aquí, la única circunstancia atenuante es mi vieja y maldita intuición de mierda. No sé por qué demonios tenía tanto miedo de que me tocaran el culo. Pronto lo sabremos todos.
El primer médico que me examinó, sin que lo hubiese buscado ni nada, merece párrafo aparte. Con las hemorroides no tenía nada que ver, no eran su especialidad ni mucho menos. Con la medicina tampoco tenía mucho que ver, en vista de que durante los últimos años la había abandonado por completo en el Brasil, su tierra natal, para consagrarse de lleno a la política. A París había llegado tras una espantosa odisea de izquierda, lo cual no le había quitado ni su excesiva vitalidad, ni una gran persistencia en el optimismo y la generosidad. Exagerada, eso sí, y bastante, cuando bebía, porque en los restaurants acariciaba las nalgas a las espantadas muchachas que lo atendían, en las fiestas buscaba una mujer que midiera el doble que él, algo muy fácil de encontrar en su caso, se le colgaba de los hombros, sacaba al máximo una lengua enorme, y se perdía en delicias por el escote hasta que la muchacha lograba arrojarlo de espaldas contra un sofá. Permanecía allí un buen rato con los ojos cerrados, lamiendo despatarrado el escote que acababa de expulsarlo, y después se te acercaba a mostrarte una lengua aún llena de los más sabrosos recuerdos del último saltito.
Luego, como quien pega un nuevo saltito, pero éste en el tiempo, pasaba a narrar el horror de una tortura en su país, el infierno de un amigo asesinado ante sus ojos por la policía, y la buena y mala suerte que significó para él refugiarse en Lima. Allá lo habían acogido muy, muy bien unos poetas completamente locos, unos tipos geniales, excelentes para el trago y los chistes, y siempre rodeados de unos escotazos… Lo alojaron, lo alimentaron, lo ayudaron incluso a ganarse unos cobres. Ésa fue la parte buena, gente muy generosa. La parte horrible fue que eran unos monstruos del humor negro, unos compadres tan alegres como sádicos, unos dráculas de la broma que se metían a cada rato a su cuarto, él dormía aún, y de pronto el grito ¡la policía!, seguido por la feroz carcajada que ahogaba su alarido, que ridiculizaba el espantoso salto en busca de la pistola. Los peruanos son unos jodidos y los poetas peruanos más jodidos todavía, se dijo un día, y tras una buena borrachera de despedida, se vino a París… Nunca pude saber si reía o lloraba mientras contaba estas cosas. Para mí fue el hombre que lloró riéndose siempre, y que lloraba a mares sobre todo cuando reía a carcajadas. Y su manera de estar tranquilo era mirar con cara de risa y de llanto, de súplica y de entrega.
Alguien lo conectó con el Grupo, y por ahí encontró el camino a casa, Chico Pinheiro. O, mejor dicho, lo había encontrado ya gracias a la seguidilla de bofetadas que le pegó Inés tras uno de sus famosos saltitos. Chico se enteró que había ido a dar en el escote de una camarada, casada con un ex camarada cuya depresión tarahereditaria lo obligaba a abstenerse a menudo de las fiestas, y soltó el más arrepentido de sus llantos carcajadas. Fue perdonado, pegó varios saltitos más durante la noche, Inés encontró el asunto divertidísimo siempre y cuando se tratara de otros escotes, y le dijo que pasara un día por casa a tomarse un café.
Inés había salido aquella tarde en que apareció por casa el heraldo de mi vía crucis rectal. Yo andaba en plena secuencia hemorroidal, nada horrible por el momento, y en el fondo tal vez sólo un desahogo, aprovechando la ausencia de mi vieja amiga, cuya presencia en el departamento toda la mañana me había obligado a practicar durante horas los más profundos y masoquistas ejercicios de autosugestión, no me pica-no me arde-no me pica-no me arde, en fin, una de esas interminables cadenas mentales a las que a menudo me sometía con una abierta sonrisa en los labios y un dedo escondido en el culo, en mi afán de obtener permiso para correr donde la monjita en busca de un poco de fe. No, Inés nunca sabrá lo que hice por retenerla. Debía estarme repitiendo una frase como ésta, aunque en presente del indicativo, claro, porque a Chico Pinheiro lo recibí con lágrimas en los ojos. Nada en comparación a lo suyo, sin embargo, porque a él le bastó con verme para alegrarse tanto que, de golpe, nuestra mutua presentación se convirtió en una inexplicable escena de sonrisas y lágrimas. Una hora más tarde terminó con la historia que Inés ya me había contado, la de su horrible vía crucis político, como puedo llamarla hoy, agregando con increíble optimismo y generosidad que había entrado a trabajar a un gran hospital parisino, pues deseaba recuperar su destreza de traumatólogo para luego ponerse al servicio del pueblo vietnamita en su lucha contra el imperialismo yanqui. Tenía ya iniciadas las gestiones y soñaba con enrolarse y partir al Vietnam. Lo escuché con toda la atención que exigía la intensidad de sus músculos faciales, me conmoví profundamente, y pensando si Inés se entera no va a decir nada porque éste es un médico de izquierda, le hablé de mis hemorroides con la intuición completamente apagada por tanto optimismo y generosidad.
—Quítate el pantalón y ponte boca abajo sobre la cama —me dijo.
Obedecí a ciegas. A ciegas también acababa de dar el primer paso realmente grave de mi vía crucis rectal.
—¿Qué ves? —le pregunté.
—Hemorroides.
—Bueno, eso ya lo sé, pero ¿qué más ves?
—Bastante irritadas porque no te las has tratado, y porque te has rascado con demasiada violencia.
—Es que cuando Inés no está, aprovecho para rascarme de una vez pa' todo un año…
La puerta de abajo, los pasos de Inés en la escalera, nada que hacer.
—Dile por favor, Chico, que tengo hemorroides.
Nunca supe si se lo dijo riendo o llorando, pero Inés suspiró como quien se resigna a postergar la fecha de un viaje, aunque luego declaró enfáticamente que las hemorroides eran mías y que no estaba dispuesta a alterar sus planes por culpa de una nueva enfermedad. Esta última palabra la pronunció con pinzas y entre comillas, por supuesto.
—Esto lo curan en un instante en el hospital donde yo trabajo —dijo Chico, riendo o llorando, nunca supe.
—¿Me puedes recomendar algún médico?
—Pero claro, un gran especialista. Ahora mismo llamamos y todo se arregla.
Inés nos miró con ojos de permiso, y Chico y yo salimos corriendo en busca de un teléfono. Pésimas noticias: el médico sólo podía recibirme dentro de quince días. Mierda, habrá que esperar hasta el primero de junio, Chico.
—No te preocupes, Martín. Vamos a una farmacia: conozco una pomada excelente. Después buscamos una juguetería…
—¡Una juguetería!
—Mi hermano, tenga confianza en la vida, por favor, mi hermano. Lo que tenemos que comprar es una de esas llantitas que usan los niños para flotar en el mar. La inflas sin que quede muy dura, y puedes vivir sentado tranquilamente encima de ella. No hay nada más práctico, el recto se queda al aire y no toca nunca una superficie dura.
La llantita fue un éxito, la pomada otro, y el primero de junio llegué aterrado donde el famoso especialista, era capaz de darme de gritos porque mis hemorroides habían desaparecido por completo. Pero, en fin, Chico me había recomendado tanto, no tenía por qué alarmarme, qué más quiere un médico que el enfermo le llegue ya sano al consultorio. No estaba tan sano, sin embargo. Era un caso benigno de hemorroides, y lo mejor era aplicarle su inyección a cada venita inflamada, para irlas esclerotizando poco a poco.
—¿Serán varias inyecciones, doctor?
—Sólo una en junio, porque mañana parto de vacaciones.
—Yo parto de vacaciones en julio, doctor…
—Entonces esperamos hasta agosto para la segunda inyección. Ya le digo, no es nada grave, y le voy a recetar una pomada para evitar cualquier peligro de inflamación. Bien, la inyección, ahora.
Lo que normalmente se llama jeringa era un aparato que parecía remontarse a la Edad Media, como el hospital, el médico y el consultorio. Pero un hospital tan famoso, un especialista tan célebre, qué sabía yo acerca de la esclerotización de hemorroides, además. Ha sido un momento desagradable y punto, me dije, mientras iba poniéndome el pantalón, aunque pensando siempre en la pieza de anticuario que se utilizaba para esclerotizar hemorroides. Bah, olvídate del asunto hasta agosto. Me despedí del doctor, fui a buscar un rato a Chico para darle las gracias, y no sé por qué empecé otra vez a sentirme intranquilo. Pero al llegar al departamento todo quedó en olvido. Me esperaba una carta de José Luis: Bravo, muchacho, las noticias que me das son muy buenas, aunque ya déjate de jugar con las hemorroides y anda a ver a un médico. Te noto mucho más animado, y con el coraje suficiente para enfrentarte al problema de Inés. Me parece, incluso, que estás llevando las cosas con verdadera calma. Puedes reducir la dosis a una sola pastilla para consolidar un poco el tratamiento, y creo que con ello desaparecerán por completo los efectos secundarios…
Mi vieja amiga estaba en casa o sea que le conté todo menos lo referente al problema de Inés, recalcándole al mismo tiempo que había cumplido con mi juramento de estar sano en junio, que la pastilla que aún tenía que tomar estaba destinada únicamente a consolidar el tratamiento, y que de hemorroides ni una palabra más hasta el mes de agosto, mi pomadita cada mañana y ya está… Puse cara de tarea-cumplida, y ella suspiró como alguien que finalmente no ha tenido que postergar la fecha de un viaje. Pero, lo que dijo fue: Martín, ¿no te provoca regresar a España este verano? Le solté un ¡qué! y un ¡repite!, tan asombrados y sinceros, que no tuvo más remedio que repetir su increíble frase, sí, tengo ganas de volver a España y qué.
—Yo más bien creí que íbamos a festejar la fecha de tu partida —me atreví a bromearle, de puro sano y feliz que andaba.
Su mirada de odio fue una delicia. Me obligó a salir disparado en busca de la monjita, nunca se sabe, a lo mejor no le funciono tampoco con una pastilla, no es el momento para andar experimentando. Y mientras corría iba pensando en esa mujer de firmes convicciones e implacables decisiones que ahora, de pronto, empezaba a suspirar en un sentido y a soltarle a uno luego todo lo contrario… La segunda inyección de esta mañana… hummm… Volví a pensar en la extraña pieza de anticuario que me habían clavado un rato antes. No, ni hablar, estaba feliz. Y a mi famosa intuición qué se le iba a ocurrir que en el culo empezaba ya a juguetearme el diablo.
No se interrumpe a un hombre feliz, era mi divisa en los primeros días de junio. No se interrumpe a un hombre cuya vieja amiga le ha pedido partir de vacaciones conyugales, a un hombre en pleno período de consolidación, a un ex enfermo que con unas cuantas pastillitas más habrá logrado ponerle punto final a un largo período de reconstrucción y modernización, asentado sobre sólidas bases morales y una sana y optimista mirada al mundo en que vivimos. E incluso, a un nivel más bajo, el de las hemorroides, a ese hombre podrá vérsele sentado y asentado sobre sólidas sillas y sillones como los de todo el mundo, una pomadita antiinflamatoria bastará y sobrará, adiós boyita de mierda, adiós llantita de niño que me mantenías el recto en el aire y la moral por los suelos, jamás se interrumpe a un hombre feliz.
Desgraciadamente, hacia el diez de junio tuve que asumir, en secreto y con gran pena, que era un hombre interrumpido. Me ponía la pomadita, y en vez de desinflamarme me dolía. Cagaba y me dolía mucho más que cuando me aplicaba la pomadita. Me ponía la pomadita después de cagar y resultaba doliéndome más que cuando cagaba. Y ahí, en ese cuartucho de la terraza, en cuclillas sobre el hueco que era mi wáter, mi excusado, mi retrete, y mi última esperanza, meditaba perdido entre dolientes soledades: No podía hacerle eso a Inés, qué iba a pensar de mí, le había jurado estar sano para junio, junio lo había empezado sano, España nos esperaba conyugalmente, allá podría salvarse un matrimonio, allá, años atrás, Inés había reflexionado, había puesto en la misma balanza a un pretendiente brasileño y a mí. Yo pesé más, fue un triunfo del amor, y allá en España este verano podía volver a reflexionar junto a su Martín sano, sereno, serio, allá podría decirse más vale malo conocido y mirarme y besarme y volver a triunfar el amor. No, definitivamente yo no tenía hemorroides para Inés, y además, en España todo se arregla siempre, bueno, claro, recuerda aquella vez… Al diablo con aquella vez, dos voluntades unidas por un solo deseo lograrían arreglarlo todo en España, bastaría con cruzar la frontera, el amor conyugal renacería, y en estrecha colaboración con la Madrepatria me dejaría para siempre con un recto totalmente sano, sereno y serio.
Desgraciadamente, hacia el doce de junio, tuve que asumir que si las cosas seguían por ese camino, podía incluso morir de dolor antes de haber emprendido el camino de España. Cagué con dolor, aprovechando que Inés se hallaba ausente, me eché la pomadita, me dolió más que el cagar, y al cabo de un momento empecé a dar alaridos de dolor. Fue una media hora espantosa y al día siguiente fueron tres cuartos de hora espantosos y con las justas no me pesca Inés en plena crisis. No podía fallarle, habíamos incluso hablado de itinerarios, de unos amigos de los Feliu que vivían en Laguardia, un maravilloso pueblecito cercano a Logroño, estaban locos por conocernos y por llevarnos a recorrer la Rioja alavesa, tierra de excelentes vinos. No le voy a fallar a Inés, sería como fallarme a mí mismo, además. Una solución, no me quedaba más que una solución. ¿Sería capaz de ponerla en práctica?
Fui capaz de todo y partí feliz a España tras haber cumplido veinticinco días sin cagar. La crisis del 13 de junio me había convencido plenamente que era lo único que me quedaba por hacer. Me di de cabezazos contra las paredes, en presencia de Chico Pinheiro, que sufría atrozmente a mi lado, que repetía incluso los mismos gestos desesperados de dolor, aunque como siempre, con una impresionante cara de estar matándose de risa. No lograba creerlo, Chico: yo hablaba de dolor, las hemorroides pican, arden, y hasta le incendian a uno el culo, pero eso de doler, Martín.
—No sé, viejo, pero lo cierto es que a mí me han picado, ardido, incendiado, y que últimamente sólo me duelen, después de cagar. Acabas de comprobarlo, Chico: estoy bien, voy al baño, me duele mucho, y cuando salgo del baño el asunto se vuelve insoportable. Dura como una hora.
—¿Qué hacemos? Tu médico vuelve a fin de mes.
—Y yo parto, Chico, parto y no vuelvo a cagar más hasta agosto. No es el momento apropiado para contarte la historia de mi vida, pero créeme que tengo razones muy profundas para dejar por completo de cagar.
Chico se me puso a llorar a carcajadas, no lograba hablar, no podía controlar sus nervios, y su extrema bondad lo obligaba a sufrir tanto como yo. Parecía esos selváticos que se meten a dar de alaridos en una hamaca mientras su mujer va dando a luz, se había revolcado de pena y dolor mientras yo me daba de cabezazos contra las paredes y se habla dado de cabezazos contra las paredes mientras yo me revolcaba en la cama. Y cuando le anuncié que era la última cagada hasta agosto, por lo menos, se dio tal trompada en el mentón que casi se noquea solito: no podía soportarlo, él era culpable, él me había llevado donde un médico que me dejó por partir de vacaciones, sin tomar precaución alguna.
—No te preocupes, Chico —le dije una vez más, al despedirnos—, mientras no cague no pasa nada y no pienso cagar por lo menos hasta agosto. Además es inútil acudir donde otro médico, no hay tiempo, imagínate si quiere operarme o algo así.
Al cabo de dos meses tenía una impresionante barriga y la piel como que se me iba poniendo marrón, hasta la cara la tenía medio marrón, aunque siempre me repetía que eso era efecto del sol, de las horas que habíamos pasado en la playa. La verdad es que no habían sido tantas y que Inés no estaba tan marrón como yo, pero no, no iba a ser lo otro, no puede ser, sería demasiado ya. Me consolaba pensando que cada día me era más fácil no cagar, el terror al dolor me estreñía, más la costumbre, claro, el hombre es un animal de costumbres. Y me consolaba también orinando. Desaparecidos casi por completo los efectos secundarios del tratamiento, lograba mear muy fácilmente y era una delicia redescubrir ese viejo placer que en los últimos tiempos se había convertido para mí en fuente de mil incomodidades y en uno de los medios más logrados para perder o matar el tiempo, según el caso, o para llegar tarde a todas partes. Pensándolo bien, al cabo de unas semanas en España, recorriendo primero la Costa Brava con los Feliu, y bañándonos luego Inés y yo solos en San Sebastián, era un hombre nuevo, feliz, y secretamente heroico. Me lo debía todo a mí, al coraje con que había asumido mis decisiones, a mi creciente barriga, al colorcito ese medio marrón, en fin, a todas aquellas ligeras molestias que una mañana, en San Sebastián, me dieron el valor y el derecho a preguntarle a Inés en qué etapa de nuestras relaciones andábamos. Porque la verdad es que hacía tiempo que no nos llevábamos tan bien.
—No sé, Martín —me dijo—; para mí, más que una etapa, es una sensación extraña. Vivo como si ya no viviera contigo, y sin embargo me da mucha alegría descubrirte a mi lado a cada rato.
Jamás me he sentido tan incapaz de comentar una frase, como aquella mañana en San Sebastián. O no la entendía, no la quería entender, o simple y llanamente no había nada que entender. Y existía además la posibilidad de que estuviese cargada de contenido y de que fuese facilísima de entender. Pero, en fin, los hombres que no han cagado en dos meses son hombres felices y no se interrumpe a un hombre feliz. Olvidados los dolores de junio, desde el catorce de ese mes, había vuelto a hacer mía aquella divisa, aunque no sin darme cuenta de alguna oscura manera de que los hombres barrigonamente felices prefieren la ignorancia a la felicidad. Bah, Inés estaba reflexionando, sus reflexiones la mantenían contenta, mi presencia la alegraba en vez de molestarla, no tenía por qué preocuparme tanto: España estaba operando el milagro, y los amigos que nos esperaban en aquel hermoso pueblo de la Rioja alavesa servirían para consolidar el tratamiento reflexivo al que se había sometido Inés este verano.
Llegó guapísima a Laguardia. Qué lindo pueblo, fue lo primero que dijo, explicándole luego a nuestros simpatiquísimos anfitriones que no sabía qué demonios me estaba ocurriendo a mí en las últimas semanas, Martín era un hombre flaco, ahora cualquiera diría que está a punto de dar a luz, mírenle esa barriga. Hubo risa general, y felizmente ningún comentario acerca del color de mi piel. Pasamos, nos mostraron nuestra habitación, nos dijeron que ya acomodaríamos las cosas más tarde, y que viniéramos rápido a picar algo al salón, debíamos estar muertos de hambre después del viaje. Qué maravilla, pensé al entrar y ver todo lo que había estado contraindicado durante meses, quesos, embutidos, deliciosas botellas de jerez, whisky, ginebra y, en un rincón, una maravillosa discoteca llena de música latinoamericana, los mismos tangos que a mí me gustaban, el gran Carlitos Gardel, boleros de Los Panchos, toneladas de rancheras. No esperaba encontrar esas cosas en casa de un notario, pero ahí estaban, y ellos, Rafael y Nena, felices de compartir sus gustos con nosotros y yo más feliz que nadie porque la pastilla la tomaba por la mañana y por las noches podía tomar licor sin peligro alguno.
Al día siguiente, nadie pudo recordar a qué horas nos habíamos acostado. Ni mucho menos cómo. Fue una borrachera genial, con una pareja tan encantadora como los Feliu, con los más deliciosos vinos, con los cuatro malcantando tangos y rancheras en coro, y conmigo recordando al despertarme que me había acostado con ganas de cagar. Ahí estaban las mismas ganas, cuando abrí los ojos y empecé a desperezarme. Y ahí estaba también la vieja idea de que España me solucionaba todos los problemas. Más el hecho de que seguía un poquito borracho todavía. Más el hecho de haber pensado que con tanto licor todo debía habérseme licuiflcado adentro y que cagar, esta vez, cagar en España esta vez, podía resultarme tan fácil y agradable como mear.
Fui. El espejo del baño me mostraba sonriente y optimista. Me acerqué. Miré sonriente y optimista el primer wáter de taza en el que iba a cagar en siglos. Procedí muy de a pocos, unito primero, no vaya a ser que. Y una feroz punzada rayo y relámpago que partió del recto y terminó en el cerebro fue el principio del fin, pero si apenas he… Dicen que nunca se han escuchado alaridos tan espantosos en ese pueblo. Yo, en todo caso, jamás había visto a Inés bizquear de esa manera.
La distancia más larga que he recorrido en mi vida son los quince kilómetros de alaridos que pegué entre Laguardia y Logroño, rumbo al consultorio del único médico que Nena y Rafael conocían por esos pagos. Nada menos que un urólogo ahora que ya orinaba con gran placer y tanta facilidad, pero qué se iba a hacer, cualquier cosa con tal de que me calmen las molestias que estoy ocasionando donde una gente que acabo de conocer. Había dicho perdonen, por favor perdónenme, detesto molestar, de saber que me iba a pasar esto no vengo, ha sido un exceso de optimismo, y como quien termina de pronunciar sus últimas palabras había insistido en que realmente detestaba molestar. En seguida decidí volverme loco un rato, a ver si lograba hacérmele el loco al dolor entre esa gente hasta llegar al consultorio, más que nada por no molestar.
A Culo, por lo pronto, le expliqué por qué me había arrodillado en el asiento delantero (sabía tan bien como yo por qué no me senté), y de espaldas a Logroño, ciudad a la que Rafael nos estaba llevando fierro a fondo. A Culo le hice saber que eso me permitía contarle cómo íbamos dejando atrás la dolorosa Laguardia, mientras él, animado por tan buenas noticias, podía ir calculando cuánto faltaba para llegar, basta con que le preguntes de rato en rato a Rafael en qué kilómetro estamos, qué velocidad llevamos, luego haces las divisiones, sumas, o restas que sean necesarias, porque es imprescindible mantener la mente ocupadísima en estos casos, Culo. A su vez, puesto que viajaba mirando hacia adelante, él sería el que gritaría ¡tierra!, y que era América, me avisas, por favor, Culo, fíjate que te he cedido el mejor lugar y que las estoy pasando pésimo por culpa de Inés que va sentada ahí atrás, que se me mete un dedo a la boca o se come una uña, no llego a distinguir bien por el dolor, y mira por la ventana o voltea a responderle algo a Nena y cuando lo hace pega la bizqueada padre en el instante en que sus ojos pasan por la zona que ocupo en el auto, ay Culo, si supieras que viajo aferrado de dolor al espaldar del asiento porque aferrarse de dolor a Inés es imposible y por más que hago no logro crear ni sentir ni imaginar siquiera que este espaldar es Inés, nada es Inés, Culo, lo peor de todo es que por más que te hablo hace horas que todavía recién estamos saliendo de Laguardia… Dicen que nunca se han escuchado alaridos tan espantosos entre Laguardia y Logroño.
Un urólogo y su enfermera, un notario y su esposa, y la bizquera de Inés, no podían creerlo: era un infección tan espantosa como mis alaridos, y poco o nada tenía que ver con las hemorroides. Chico Pinheiro, pensé, bastante aliviado por la inyección con que me habían dado la bienvenida en el consultorio, me jodiste, Chico Pinheiro, algo muy malo presentí en tu hospital cuando me clavaron aquella pieza de anticuario, ya ves, estaba sucia, hace más de dos meses que se me está pudriendo el mundo entero ese del aparato digestivo, intestinos, tubos, recto, ano, culo, qué sé yo, y ahora quién me opera, quién me desinfecta, quién acaba de una vez por todas con todo.
—Doctor —dije, recordando lo bien que iban las cosas con Inés hasta el alarido de Laguardia—, póngame por favor en manos de alguien que acabe de una vez por todas con todo.
—Lo de las hemorroides puede esperar un poco, señor Romaña.
—No, doctor, hoy mismo.
—Yo sería más bien partidario de unos antibióticos fuertes. La infección…
—Hoy mismo, doctor: antibióticos, infección, hemorroides y todo. Hoy mismo. Déme, por favor, la dirección y el teléfono del mejor especialista en hemorroides. Y el más limpio también, por supuesto.
—En todo Logroño sólo hay un proctólogo, señor Romaña.
—¿Sólo hay un qué? —intervino Inés, mirando preciosa al doctor. La gente nunca sabrá hasta qué punto se descomponía al mirarme a mí.
—Un proctólogo, señora.
—Un urólogo del culo, Inés —le expliqué, sonriendo optimista bajo los efectos de su belleza y bajo los efectos de la inyección calmante.
—Ya lo sé —cortó ella, despertándome a la realidad con la mirada descompuesta que nuevamente me respondía—; lo que pasa es que no oí bien.
Luego se puso linda otra vez, para preguntarle al de las vías urinarias en cuánto tiempo podría ese proctólogo acabar con todos mis problemas, qué horror, por un instante temí que se le escapara que en cuánto tiempo podría acabar conmigo. Por favor, Martín, me dije, cuidado con los delirios, no es para tanto, un poco de escepticismo, si quieres, sí. Y hasta mucho, también, porque mira lo linda que se pone Inés al hablar con el médico, pero después te mira a ti y todo se vuelve qué fue de tu belleza, mujer, qué fue de tu hermosura. Sí, enorme escepticismo sí, Martín Romaña, te pasas la vida contemplando instantáneos desembellecimientos. Y sin embargo… Y sin embargo siente, siente cómo la adoras, Martín Romaña… En fin, ya estaba a punto de pensar, como Quevedo, polvo seré pero polvo enamorado, cuando escuché que el urólogo prefería no recomendarnos al proctólogo y decidí intervenir enfático, optimista, agresivo, y hasta oftalmólogo, porque si impongo mi opinión, a lo mejor a Inés se le serena la bizquera, a lo mejor me repite incluso la frase aquella de la playa de San Sebastián: Vivo como si ya no viviera contigo, Martín, y sin embargo me da mucha alegría descubrirte a mi lado a cada rato. Que ella viva sin mí, por qué no, pobrecita, su desastre le molesta tanto, mírenme nomás ahora tirado, podrido sobre esta especie de cama en Logroño, lindas vacaciones, pobrecita, y todavía tiene la bondad de decirme que le da mucha alegría descubrirme a su lado. ¡Demonios!, ¡qué importa que ella no viva ya conmigo!, ¡mucho peor sería que yo viviera sin ella!
Pacta, Martín, lucha, júrate que esta misma noche estarás tirado en otra cama, en la del proctólogo, operado y hasta sin culo si es necesario, convence, Martín, agrede dentro del mejor estilo de ese gran psiquiatra que es José Luis Llobera, hazlo por él, sí, claro, pero a él le encantaría que lo hicieras también por su esposa, hazlo pues por María Teresa, por José Luis y por Inés… No, tal vez por Inés antes que por nadie, en fin, Martín, habla, basta con que alteres el orden, las mujeres primero, y a Inés le podrás siempre explicar que pusiste a María Teresa antes por una simple cuestión de edad, de cortesía, Inés, ¡habla, mierda!, estás temblando de nervios y no te vas a quedar toda la vida tirado bajo los efectos de una inyección…
—Doctor, no tiene usted por qué recomendarnos a nadie. Díganos a qué hospital dirigirnos y yo asumo todas las responsabilidades del caso. No quiero seguirle arruinando este verano a nuestros amigos y a mi esposa. Ni quiero tampoco arruinármelo yo. Para mí no hay otra alternativa, doctor: proctólogo en Logroño y hoy mismo.
Ésa, ni el más grande de los oftalmólogos. Automáticamente en su sitio, perfectos, al mismo tiempo y con precisión de cronómetro suizo, los ojos con que me miró y me seguía admirando mi bellísima, mi otrora, y a lo mejor… Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma, dulcísima paloma… Resultado: la primera gran erección espontánea desde el Anafranil, la primera sin monjita, sin inyección, sin ayuda de nadie. Era feliz, por fin era feliz, ahí estaban juntas y revueltas la mirada de Inés y la serpiente encantada…
Nuestra civilización me impidió sin embargo dar rienda suelta a tanta felicidad en el consultorio de un urólogo. No podía pedirle a la gente tan buena que se fuera, que me dejara solo con Inés, por favor, no podía decir tú quédate, Inés, ven y ven y ven, Inés, no, no podía. Pero sí podía postergar esa felicidad por unos días, dejar el culo en manos de un proctólogo en Logroño para que acabara de una vez por todas con todo, y por primera vez en mi vida serle a Inés lo que siempre quise serle a Inés: moderno, reconstruido, y suyo.
Seamos breves. Dijo la filosofía popular del tango, que no sé si es más popular por acertada o por popular, CONTRA EL DESTINO NADIE LA TALLA. O sea, pues, que la última vez en mi vida que vi a Inés mirarme sin bizquear, fue ésa. Y ésa fue también la última vez en mi vida que tuve una erección, con o sin monja, delante de Inés.
El hospital del proctólogo logroñés Fermín Garmendia no era hospital sino algo que no había oído mencionar aún en mi vida: un operatorio. Un camal es lo que era, en realidad, y a él ingresé en el excelente estado anímico que describo hasta llegar a lo del tango y su filosofía. ¿Cómo salí? Todos los tangos del mundo juntos no lograrían decir cómo salí. Pero vamos por partes. El carnicero de Logroño, hasta entonces doctor Fermín Garmendia, se daba el lujo de tener consultorio además de operatorio. En el consultorio se lo palabreaba a uno, y nadie más palabreable que yo, en ese momento, le probaba a uno lo urgente que era pasar ipso facto al operatorio, y nadie más operable que yo, en ese momento, porque.
Porque ¡aaaaaaaaayyyyyyyyyyyyyyyy!, a las seis y cinco estaba fatal. Porque ¡aaaaaayyyyyyyyy!, a las ocho y diez también estaba fatal. Porque ¡aaaaaaayyyyyyyyyyyy!, a las nueve y cuarenta y cinco no podía estar peor. Y así sucesivamente mientras yo iba dando alarido tras alarido, hasta que las cosas quedaron por fin bien claras. Sí, así fue. Había entrado al consultorio con Inés, Nena y Rafael, y el doctor Fermín Garmendia nos había recibido amabilísimo, asiento, asiento, por favor, señores. Y después, que me desnudara, que me preparara, por favor, y que sólo mi esposa podía acompañarme, en la salita de espera estarán cómodos, por favor, señores, sólo la esposa en estos casos, por favor. Porque el doctor Fermín Garmendia empleaba, para examinar las hemorroides en Logroño, la postura de ponerlo a uno calato y en cuatro patas sobre una mesa, delante de su esposa y en Logroño, alce y saque lo más que pueda el culo, por favor, con las piernas bien separadas, por favor, que se vea bien claramente la esfera, por favor, mientras la esposa de uno debía estar bizqueando como nunca. Porque el doctor Fermín Garmendia ponía en práctica, en Logroño, la proctológica teoría del reloj, mantenga el culo bien levantado, por favor, que consistía en detectar los puntos más delicados de unas hemorroides hundiéndole a uno el dedo en las horas y minutos más atroces de la esfera anal. Se me había pasado ya el efecto de la inyección del urólogo, y di de alaridos a las seis y cinco, a las ocho y diez, y a las nueve y cuarenta y cinco. Con el ¡aaaaaaaaaayyyyyyyyyyyyy! de medianoche, Nena y Rafael entraron despavoridos, y a nadie le cupo la menor duda: de cabeza al operatorio. Miré a Inés: estaba también como para operatorio, y sentí que me hubiera gustado aprender a bizquear. A bizquearme a mí mismo, si eso existe.
—El operatorio queda aquí nomás en la esquina —dijo el doctor Fermín Garmendia.
Lo tenía previsto todo, podía haber casos tan urgentes como el mío, para qué tenerse que atravesar media ciudad, aquí basta con caminar un minuto. Y en un cuarto de hora, la operación, ya verán, y en media hora estaría saliendo como nuevo del quirófano. Que fuéramos, que lo esperáramos allá un ratito mientras las enfermeras lo iban preparando todo, él iba a darles instrucciones por teléfono porque aún tenía un caso rápido que atender.
—Doctor —dije, asumiendo mis heroicas responsabilidades—, hace más de dos meses que no voy al baño; el dolor…
—¡Qué bien que me lo haya dicho usted! ¡Le daremos una habitación con baño! Y ya verá usted como mañana o pasado ni dolor, ni miedo, ni nada. Voy a dar instrucciones: habitación con baño para el amigo del señor notario don Rafael.
Cómo no ibas a estar así de barrigón, me dijo Inés, no bien salimos a la calle y empezamos a caminar con Nena y Rafael hacia el operatorio. Traté de explicarle por qué me había abstenido tanto tiempo, pero la acusación tan severa que me hizo, minutos antes de la operación, de seguir tomando siempre las decisiones más infantiles, me desconcertó lo suficiente como para dejarme sin tener nada que decir. Y al entrar al operatorio no me quedó más remedio que reírme con todos cuando Inés, cambiando súbitamente de tono, dijo que hacía tiempo que le venían preocupando las dimensiones de mi barriga, qué horror, qué tal tonto, Martín, cuándo dejarás… Mírenlo, cualquiera diría que está embarazado.
Maldita premonición la de Inés al decir esas cosas. Maldita operación la del carnicero de Logroño. Y maldita la mala suerte que, en efecto, me llevó más tarde a una especie de cesárea en el culo para extraerme una monstruosidad de caca y de dolor. Todo empezó, o siguió, mejor dicho, esa misma noche, en el preciso instante en que me durmieron y me hicieron sabe Dios qué, para sacarme el dinero del turista despistado que el carnicero de Logroño imaginaba en manos del amigo de un notario. La bestia esa tenía realmente la manía del reloj: prometió que dentro de un cuarto de hora me operaba, que dentro de media hora ya estaría operado, y treinta minutos después fui transportado profundamente dormido a mi habitación con baño.
Desperté a la mañana siguiente, y empecé a notar cosas de lo más extrañas en mi habitación con baño. A cada rato un tipo en pijama o en camisón de enfermo golpeaba suavemente a mi puerta, entraba, me sonreía, como quien dice permiso, giraba a la derecha y se instalaba a cagar en mi baño. Cerraban, por lo menos, pero la mitad superior de la puerta era de vidrio, y la vista desde mi cama era la de caras satisfechas, caras atentas a la lectura de un periódico, o las que pone la gente que tiene la costumbre de fumarse el primer cigarrillo del día cagando. Y yo ahí viendo todo eso, qué hacer, por qué se metían en mi baño. El doctor no tenía cuándo visitar a su operado de anoche, Inés, Rafael y Nena habían regresado a dormir a Laguardia y no vendrían antes del mediodía. Estaba a punto de tocar el timbre, cuando apareció amabilísimo el hijo de puta de Fermín Garmendia.
Me encontró perfecto, no podía estar mejor, ahora un buen régimen de pura fruta y legumbres para que se le afloje el estómago, un laxante incluso, y con sólo ver a la gente que entra a su baño empezará usted a sentir ganas…
—Doctor, pero yo no quiero que cada cinco minutos…
—El reglamento, mi querido amigo…
—¿Qué reglamento, doctor?
—El reglamento, mi querido amigo: el único que hay. Ya pasaré más tarde a ver cómo sigue esto.
Me enteré por la señorita que vino trayéndome un desayuno helado, sucio y pésimo: mi habitación no era una habitación con baño, era la habitación con baño, la única habitación con baño de todo el operatorio. Y eso era lo que el carnicero de Logroño llamaba el reglamento, claro, el único reglamento que hay. Desde mi cama, según ese sinvergüenza, tenía que irme animando a cagar, a punta de ver a los demás meterse a mi cuarto y a mi baño. Inés, Nena y Rafael vinieron a acompañarme a almorzar. La comida les dio asco, lo del baño lo encontraron infame, nos habían hecho creer todo lo contrario, no sabían qué hacer, con razón que el urólogo…
—Es el tipo de cosas que le suceden siempre a Martín y sólo a Martín —soltó de golpe Inés, desconcertándome hasta a mí, porque era la primera vez que le bizqueaba también el tono de voz: se le quedó a medio camino, y completamente indeciso entre el odio por el médico que me había puesto en semejante situación, y aquel otro odio mucho más complejo que sentía contra el odio y el hartazgo que algún día fueron ternura, y que hoy era lo que brotaba en ella al no poder ni siquiera echarme la culpa de estar ahí y así.
—Me van a dar laxantes, además de estas frutas y verduras medio podridas, Inés. Ten la seguridad de que mañana voy al baño y de que muy pronto nos largamos de aquí.
Pero al día siguiente me encontraron dormido. Y desde entonces casi siempre me encontraban dormido, me imagino, porque en todo caso yo nunca los veía o a veces a duras penas lograba intuirlos entre el placentero sueño que me producían las inyecciones. Pedía unas doce al día. Sí, más o menos, cada dos horas me despertaba el dolor, y mañana, tarde y noche, llamaba a la monjita para que me pusiera otra de las inyecciones que le había indicado el médico. O sea que eran unas doce cada día. Empecé a ponérmelas la segunda mañana después de la operación. Me había despertado al amanecer, dispuesto a cagar y a largarme de ahí. El recuerdo de los dolores pesaba mucho y también el hecho de estar recién operado. Sabía lo que podía llegar a ser ese dolor, y ahora con la operación, a lo mejor… Pero triunfaron el deseo de salir de ahí lo antes posible, y la convicción cada vez más profunda de que Inés había venido una vez más a reflexionar en España. Odiaba al médico, pero más me odiaba a mí porque metiéndome siempre en esos líos la hacía sentir odio por sí misma. Vamos, Martín, me dije, apúrate, no tarda en entrar alguien y te gana el baño. No te vas a pasar la vida tirado en una cama y viendo a los demás cagar… El alarido más fuerte que se había escuchado jamás en ese operatorio empezó pero no acabó: me recogieron desmayado y con el culo bañado en sangre.
Desperté con el carnicero al lado diciéndome que no tenía por qué preocuparme, todo iba muy bien, pronto, muy pronto, defecaría, había quedado por ahí un poquito de infección y nada más, habría que ponerme un pequeño dren y nada más. Y en cambio tenía las inyecciones: ahora mismo la madre le va a poner una, y cada vez que sienta usted la menor molestia, pida otra y se la traen inmediatamente… La menor molestia de la que hablaba la bestia esa era un espantoso dolor que me despertaba aterrado cada dos horas. Pegaba un grito, y la monja llegaba corriendo con la inyección lista. Desde el principio fue igual: un hincón bastaba para que el dolor ya se hubiera ido, un sueño delicioso se me venía encima, una sensación muy agradable me envolvía mientras empezaba a adormecerme, no debía durar más de algunos instantes pero yo sentía que duraba horas y horas.
Catorce días después los Feliu aparecieron en Laguardia, dijeron que a ellos la cosa les parecía un poco extraña, bastante larga, en todo caso, y antes de juntarse al trío que me visitaba mientras dormía o dormitaba, cada día, esperando que las cosas vuelvan solas a su cauce normal, según palabras del doctor Fermín Garmendia, pidieron cita para hablar con él. Se la dio a la una en punto, en mi habitación, y ahí me encontraron todos sentado, sonriente, inmundo, y jurando que no volvía a cagar en el resto de los días de mi vida.
—Fue sólo una ligerísima complicación —dijo el carnicero de Logroño.
—¿Cuánto tiempo más se tiene que quedar? —preguntaron impacientes Mario y Josefa Feliu.
—Una semana. Es sólo una cuestión de seguridad e higiene; basta con que cada día desinfecte un poco…
—¿Y entonces por qué no va al baño? —preguntó Inés.
—Eso pregúnteselo a él, señora. No defeca porque el otro día se asustó…
—No, doctor —intervine—; no se trata del otro día, sino de que el otro día además de bañarme en sangre, me desmayé de dolor…
—Se lo he repetido mil veces, señor Romaña, fue un pequeño accidente y ya pasó.
—Yo estoy seguro de que no ha pasado.
—Señor Romaña, usted mismo me ha dicho que cada día le duele menos, cuando han transcurrido las dos horas de la inyección.
—Doctor —intervino Josefa—, si usted dice que no necesita más que una ligera desinfección, cada mañana, ¿no piensa que podríamos llevarlo a Laguardia y traerlo cada día para que lo examine?
—Como ustedes deseen, señora.
—Nos lo llevamos —dijo Inés.
—Bueno —dije—, pero que primero me pongan una inyección. Tengo miedo de que duela con el movimiento del carro.
—Madre —llamó el carnicero de Logroño.
Me estaba quedando dormido cuando le escuché decir que les iba a entregar la cuenta, también los calmantes y las medicinas que podrían hacerme falta, y que viajaría más tranquilo a Laguardia bajo los efectos de esa inyección. Me despertaban a medias, al vestirme, y hubo un momento en que escuché a los Feliu dar de gritos porque al fin habían aparecido mis zapatos, ¡olvidados dos semanas en el quirófano!, ¡quién limpia esto!, ¡por eso hemos decidido sacarlo!, ¡la calidad de la comida!, ¡la inmundicia del lugar! Y en algún momento Inés les estuvo explicando que las cosas habían ocurrido demasiado rápido, era cierto que el urólogo lo había desaconsejado, pero ahí quién entendía nada de nada y yo había insistido tanto, no hubo más remedio. Me despertaba a cada rato en el camino a Laguardia, y era muy extraña la sensación aquella de escucharlos hablar de mí como si no estuviera en el auto, la mala suerte que tenía, qué me habían hecho esta vez, me pasaba cada cosa… Inés me cogió la mano y yo sentí el efecto de una inyección bajo el efecto de otra inyección, por nada del mundo abrí los ojos, ¿y si la encontraba bizqueándome al haberme tomado la mano? Fue una delicia quedarse dormido así.
Y una gran tranquilidad despertarse llamando a la monjita. Pero entró Inés y me confundí mucho con eso de estamos en Laguardia y debes haber estado soñando con la monja, Martín, ¿te duele?
—No, no me duele, pero por favor dile a la madre que venga rápido.
—Pero si no te duele, Martín…
—No te metas en lo que no te importa, Inés. Llama a la madre y dile que me ponga la inyección en el acto.
—¿Estás bromeando o qué, Martín?
Entonces yo le dije que por favor no bromeara porque me estaba poniendo muy nervioso y le mostré mis manos temblando peor que mi cuerpo.
—Apúrate, Inés, porque si sigues en ese plan voy a tener que llamar a Josefa para que avise a la madre.
Total que llamé a Josefa y nada de monjita porque, al igual que Inés, estamos en Laguardia, Martín, pero dinos qué quieres y te lo traemos inmediatamente. Pedí que llamaran a Nena para que ella llamara a la monjita.
—Pero si aquí estoy, Martín —dijo de pronto, Nena—: aquí estoy y no hay ninguna monjita ni ninguna enfermera. Estamos en mi casa, muchacho.
Y entonces aparecieron Rafael y Mario también con cara de estar ocultándome a la monjita y también la puerta de la habitación, como si quisieran encerrarme, y no tuve más remedio que decirles nerviosísimo y ya sollozando, porque detesto molestar, más la pena horrible que aumentaba la angustia y el frío espantoso, miren, o me llaman a la monja en el acto o voy a buscarla yo.
En realidad, esta última parte fue una sarta de alaridos que di al pasar incontenible entre el grupo aterrado, ya ni buscaba a la monjita, buscaba los muebles que encontraba a mi paso para irlos destrozando y destrocé el vidrio de una enorme ventana y había un ómnibus abajo, rugiendo en el camino que entraba en subida al pueblo, no me dolió caer contra el ómnibus y seguí buscando a gritos por los campos de la Rioja alavesa que atravesaba en pijama, gateando como loco a cada rato porque se me caían los pantalones y me enredaba y rasgaba la tierra con mis manos cuando me revolcaba semidesnudo. Comí barro. Salí disparado a comer barro más lejos porque tirado en los campos vi que me seguía la pareja de guardias civiles del pueblo. Y por otro lado veía mucha más gente que también decidí matar a punta de unos alaridos muy profundos y negros en cuyo fondo relampagueaba a veces una monjita poniéndome una inyección imposible en París y otra monjita poniéndome una inyección imposible en Logroño y otra monjita poniéndome una inyección imposible en Laguardia y como todo era imposible yo iba a matar y ellos se acercaban porque yo continuaba tropezándome por culpa del pantalón y por eso me lo quité, así desnudo se lucha mejor, aunque se me caían una tras otras la piedras que trataba de arrojar. En cambio la palabra cacanacas era enorme y tenía toda la fuerza del mundo. Jamás me agarrarán, el alarido cacanacas no se me cae por nada del mundo y tiene toda la fuerza del mundo.
—¡Cacanacas! ¡Cacanacas!
Me despertaba sobre un sofá. Lo que estaban haciendo Rafael y Mario eran mil llamadas telefónicas. Hablaban de mí en voz baja. Era la sala, en la casa de Laguardia. Me despertaba sobre un sofá y estaba viendo a la tristeza primero sobre una alfombra, en unas copitas de cognac más arriba, después en dos sillas y un sillón a mi lado, con mucho silencio y miradas. Estaba viendo a la tristeza en unos zapatotes de guardia civil sobre una alfombra. Subí por las piernas sucias de tierra de los campos de la Rioja alavesa en los dos uniformes y llegué hasta los brazos. Me detuve en la fuerza con que golpeaban unos puños que descansaban ahora en unas copitas de cognac. De qué me valía entender. Detuve mi mirada en la tristeza de la silla de enfrente, una punzada antigua y misma bizquera de Inés siempre.
—No te abandonaremos nunca, Martín —dijo, de pronto, Nena, tan triste en su sillón.
Fue espantosa la pena que me causó. Pero para llorar, ese día, para el balance de lo de Inés, de lo que me estaba ocurriendo y de lo que me iba a ocurrir, pues ya sabía lo que me iba a ocurrir, cualquier cosa, escogí la tristeza que había en la ternura que había en la mirada que había en el silencio de Josefa. Siempre sentí predilección por su alegría y la dulzura de su voz. Hoy me tocaba, pues, sentir predilección por su tristeza y su silencio. Los guardias civiles se retiraron, y cosas como saber si se han ido con las copitas de cognac en la mano, o no, no se imaginan la fuerza con que ahondaban el infinito estar llorando en ese sofá, en ese salón. Por fin me habían capturado, no me mataron por ser amigo del notario, no me maté al saltar por una ventana del segundo piso porque la casa de Nena y Rafael daba al camino que subía al pueblo y yo caí sobre un ómnibus que llegaba y en el techo reboté, amortiguando así el golpe. La versión oficial, anunciada por el alcalde, el cura, y la pareja de guardias civiles, fue la que el mismo pueblo inventó: el extranjero había bebido mucho, a lo cual no tiene costumbre, porque en estas tierras el vino es muy bueno, y resulta que después enloqueció porque su señora esposa se negó a acostarse con él en ese estado. Todo se iba cocinando en Laguardia mientras tú me acariciabas la cabeza, Josefa, y Rafael por fin había encontrado un psiquiatra en Logroño y yo te lloraba infinitamente porque me había despertado viendo a la tristeza, yo que siempre sentí predilección por tu voz, por tu alegría…
En Logroño me tendrán que perdonar, pero aparte de aquel caballeroso urólogo, que debió de ser un poco menos caballero y decirme bien claro que el proctólogo de Logroño, de carnicero todo pero de proctólogo nada, no logré conocer un solo graduado de Facultad de Medicina que la acertara conmigo. Y en cambio cuando fallaban, por poco no me fallaba la vida.
Yo seguía llenando los mares con mi llanto cuando llegó un psiquiatra que dicen que era el mejor psiquiatra de Logroño, cosa que él dejaba decir mejor que nadie. Llegó vestido dentro de la elegancia que él creía que era la mejor, y yo la peor, algo con mucho azul tipo cielo de película de Vincente Minnelli, al atardecer. Llegó al atardecer y con muchas sienes plateadas, un poco porque eso le gustaba y otro poco porque aunque seguía creyéndose el mejor buenmozo de Logroño, también él entraba en el atardecer de la vida. Pero él sentía que entraba mejor de azul.
Ustedes se preguntarán: ¿Pero cómo hace Martín Romaña, que anda tirado ahí tan mal, para fijarse en todo esto? ¿Y cómo hace para contárnoslo de pronto así? Es que ustedes no saben hasta qué punto este personaje interrumpió mi llanto infinito. Nadie mejor que él para secarle a uno regiones enteras de pantanos interiores, de tristeza y ríos profundos. Se descuida uno y le enjutan, de enjuto, el alma. Verlo nomás era una ofensa contra mi venerado José Luis Llobera. Era un tipo con feroz tendencia al fondo azul, ropa azul por todas partes, y exceso de equipaje en los zapatos blancos. Él se sentía no sólo bien sino mejor así, pero mejor no se hubiera vestido. Y mejor no hubiese venido tampoco. Verlo entrar era una ofensa contra mi venerada María Teresa, esposa de ese gran psiquiatra José Luis venerado. María Teresa jamás le hubiera perdonado tanta falta azul de elegancia. Era un cretino blu dipinto di blu y nunca se había sentido mejor siempre.
—Ha llegado el psiquiatra —bizqueó Inés, anunciosa, y como si a mí el llanto me impidiera enterarme de ciertas cosas que años más tarde podrían serme útiles para escribir un libro así.
Más azul no podía estar que había llegado el psiquiatra. Pero ustedes saben también hasta qué punto detesto molestar. Además, afuera estaba bien instalada la pareja de guardias civiles, con tendencia a golpear en campos de la Rioja alavesa. Me era pues imposible aceptar los cuidados de Mejor. Él empezó tocándome una muñeca y yo recibiendo tremenda descarga eléctrica con muchísimos nervios, secreción en chorro de adrenalina, y renovada tendencia a salto por la ventana, según pude observar, en el interior de mi angustia. Era como entrenarse en el inconsciente, inconscientemente, porque detesto molestar.
—Detesto molestar —me dije, en voz alta, pero para mis adentros.
—¿Cómo? —preguntó Mejor, interesadísimo por las buenas reacciones que su buenmozía operaba en sus pacientes.
—Siga azul —le dije, en voz alta, para mis adentros, en los que acababa de instalar una silla de director de cine de tela roja y madera color madera.
Él me seguía explicando muchísimas cosas, pero yo era Vincente Minnelli, porque Vincente Minnelli era la última novedad en materia de no molestar a nadie y de soportar tanta tortura echado en un sofá bajo una mirada que sale de entre un montón de sienes plateadas. Lo malo es que el ecrán como que empezaba a crecer, se me acercaba, y de pronto hasta me estaba tocando. Vincente Minnelli abandonó angustiosamente su silla roja y yo me quedé sin fondo azul, luna de plata, música de fondo, Edward G. Robinson, y un montón de efectos secundarios de primerísima necesidad. Empecé a temblar, a pensar mucho en la monjita, y a no creer en la existencia de la Guardia Civil. Hice lo posible, para mis adentros. Me concentré incluso a fondo en la monjita de París y en una inyección para erecciones, pero otra vez se me metió por los palos la angustia ventanal.
—Ya no aguanto más otra vez —dije, tratando de explicitar la mayor cantidad de angustia sin monja posible.
Jalisco nunca pierde, debió pensar el Danubio azul de Logroño, porque ipso facto anunció un tratamiento Mejor que estar preguntándome cojudeces al atardecer. Hipnosis. Anunció nada menos que hipnosis. Pidió que me quitaran los zapatos y calcetines de reojo, para que la angustia no se fuera a dar cuenta, y le explicó a Inés lo Mejor que pudo cómo debería ir frotando en rodajitas el maléolo derecho y el maléolo izquierdo de su respectivo esposo, que resultaron ser unos huesitos que me enseñaron en tercero de secundaria, pero no le explicó a la señora tan guapa y tan sudamericana cómo se sucumbía por él en Logroño, porque eso la joven señora ya lo tenía que haber notado y azul. Las rodajitas frotativas sudamericanas instaurarían en mis pies una paz complementaria a la que él, rodajeándome los párpados cerrados, iría conquistando en la región más elevada del ser humano, sudamericanos incluidos, en este caso más bien el culo que el cerebro, perdón colores patrios, con bandera de expedición española en nevada cumbre andina y todo. Cerré los ojos, pero sólo para mis adentros. Y para los efectos de este libro ahí están un psiquiatra huevón y la bizquera de Inés frota que te frota. Hasta que lograron ponerle los nervios de punta a la angustia.
—¡Barcelona! !José Luis! ¡En el acto! —aullé, arrasando en mi autopista a la ventana íntegro el azul de Mejor, que después cobró un ojo de la cara por el daño que yo le hice a él. ¡Qué tal concha!, yo que tan sólo había logrado ponerle un ojo azul con una noqueada que ni siquiera me desahogó de la que me infligiera Bryce Echenique.
Rumbo a la ventana, aterré también a Inés. La aterré con bizquera y todo, fíjense ustedes jamás se me habría ocurrido, jamás me habría sentido capaz de algo semejante, y a estas alturas de la vida, Martín Romaña. Pero no la toqué. Que conste que no la toqué. Que me perdone el Movimiento de Liberación de la Mujer, pero no la toqué porque yo a las mujeres no les pego ni con una flor. Es parte de mi conducta general en este mundo que es así. Detesto molestar, y pegarle a una mujer, en el supuesto caso de que tuviera una flor y una mujer, sería como molestarme yo mismo a mí mismo, o sea varias veces molestar. No, eso jamás. E incluso, en los peores momentos de nuestra crisis conyugal, que fueron todos, yo más bien sentí toneladas de instinto paternal procreador.
—Inés, tengamos un bebe —le decía, lleno de pasión, le rogaba llenecito incluso de inyección erectiva—. Nadie más maternal que tú, Inés.
Y pensaba, pero claro que no se lo decía: ¿Qué mejor ejemplo quieres que yo, mi amor? Ni pantalones logro llevar. Sigo en pañales.
Y nunca sentí celos de que otro niño pudiera ocupar el lugar preferencial donde tan mal pasaba las crisis que eran todas. Ya ven, mejor esposo no se podía ser en un caso como éste de fracaso total, pero Inés erre con erre de Cabreada en Castilla la Vieja terca.
—Déjate de sentimentalismos, Martín. Un bebe no cabe en una mochila en ningún tipo de lucha marxista-leninista por el poder.
Esto último es tan sólo una manera de contar las cosas, pero de gran utilidad si se desea ser muy breve, por la gran cantidad de connotaciones que trae. Lo explica todo. En fin, el bebe nunca llegó a París, y yo me he quedado pensando para siempre, cuando bebo —de bebe— el quinto whisky de la tarde, en punto, que juntando todas, todas las cualidades mil de Inés, con mis innumerables defectos incorregibles, habríamos logrado tener un bebe incluso más hermoso que ella, de ser verdad tanta belleza, y no digo más porque detesto las generalizaciones y aquí no estamos en la página 515 de un tratado de marxismo.
Pero volviendo al Movimiento de Liberación de la Mujer y de las flores, yo siempre que puedo le regalo un clavel a una mujer, lo cual es una de las cosas más difíciles que hay, porque en los restaurants siempre le cae a uno una florista llena de rosas y sin ningún clavel. Y las mujeres no me entienden cuando les explico que en la familia Romaña tiene que ser un clavel, en memoria de un ingrato recuerdo muy elegante. Me miran como si fuera un avaro, lo que es peor, y como si fuera poco romántico, lo que es mucho peor, cuando yo lo único que trato es de mantener despierto el espíritu de familia para tener una bonita anécdota que contar.
Cuento, pues. Yo a las mujeres les regalo siempre que puedo un clavel (sonrisa de la chica aunque algo forzada porque la florista sigue esperando con la mirada llena de rosas). Les regalo siempre que puedo un clavel en el ojal porque tuve un abuelo, de aquellos que usaron mis abuelos, pero que se arruinó de presidente de país latinoamericano (incredulidad histórica de la chica). Tan tremenda excepción a la regla, siempre lo he pensado, merecería ser bajada del árbol genealógico y más bien colocada en el árbol que le corresponde, por animal. (Aquí se sonríe hasta la florista llena de rosas impacientes). Entre otras cosas inútiles para la economía del país, el elegante abuelo mandó traer, no sé de dónde, los primeros claveles que se usaron en las historias latinoamericanas de cuando no había Movimiento de Liberación de la Mujer, historias en las que se podía ser valiente, cortés y quitado (muchas floristas se van, a estas alturas, pensando que he bebido demasiado y pobre chica). Por eso yo, siempre que obsequio un clavel, derramo una lágrima al pagarlo, y me aterro al imaginar que terminaré tan en ruina que me declararán patrimonio nacional en el Perú.
Bueno, me fui un poco por las ramas, entre claveles y abuelo, pero esto ha dado tiempo para que Mario se comunique con José Luis Llobera y le cuente que yo acabo de arrojarme por segunda vez a la Rioja alavesa, aunque ahora con un pijama nuevecito, prestado, limpio, de pantalones muy bien amarrados, y por una ventana en la que me esperaban ansiosos con tendencia represiva, cuatro brazos beneméritos y ninguna copita de cognac, ante la sorprendida mirada de los bueyes que andaban de paso por aquellos campos.
Me asfixiaron a muerte y me colocaron en el mismo sofá de siempre, no sin antes haber desalojado a Mejor, azul y algo noqueado aún, que se estaba quejando bastante poco para lo que me hubiera gustado, de un hematoma blu entre muchísimas sienes plateadas con un whisky en la mano.
—Quédese callado que están hablando por su bien con un médico de Barcelona —me explicó un benemérito, desasfixiándome un poco, y metiendo las cuatro en lo que se refiere a Mejor de Logroño, porque el pobre no había logrado hacerme bien alguno, y sí mucho daño, pero tampoco había por qué decírselo tan delante de su hematoma y en pleno whisky con hielo y sin agua.
Mario habló.
—Pregunta José Luis que si al salir del operatorio le han entregado las inyecciones que lo calmaban…
—Sí —contestó el coro femenino de la tristeza.
—Sí, se las han entregado con el resto de los medicamentos —confirmó Rafael, por la larga distancia médica que tanto conmovía a uno de los beneméritos. Escuchó un instante más, y dijo que fueran a ver qué inyecciones eran.
Las tres mujeres se pelearon por ir a ver con gran cariño. Tanto, que tuve que rogarle a Josefa que se quedara para acariciarme la cabeza porque temía quedarme sin tristeza, ya que la angustia corría a manos de la Benemérita, como hemos visto.
—Dolantina. Se llaman Dolantina —dijo Inés, de regreso, bizqueándole a una cajita blanca y roja como la bandera del Perú, que traía en la mano.
Rafael repitió Dolantina y José Luis empezó a dar de gritos en Barcelona. Se le oía clarito en Laguardia. Estaba furioso, pero uno es tan egoísta que aun así era un verdadero placer escucharlo al cabo de tanto tiempo. Escuchaba palabras como ¡Estupefacientes! ¡Drogado! ¡Morfina! Algunas me han resultado de gran utilidad para este libro. Recuerdo, por ejemplo, ¡Carnicero!, y ¡de Logroño!
Se requiere de poca imaginación, en las vidas exageradas. Incluso a veces ambas cosas son una sola, casi, y la gente las confunde y después lo confunde a uno toditito con las cosas que uno imagina durante su vida, y entonces lo difícil que resulta vivir en un mundo con una falta de imaginación tan exagerada.
Los teléfonos colgaron, los beneméritos ya no me asfixiaban pero ni un poquito siquiera, y Mejor de Logroño se me acercaba con la cajita rojiblanca como la bandera del Perú emocionante. Yo continuaba echado en el sofá al que solía traerme la Guardia Civil, pero con la facilidad de los viejos tiempos había decidido volverme loco un rato para calmar la angustia anterior al efecto de la Dolantina, linda palabra que merecía figurar en la poesía al lado de otras como clementina, que no me suena a nada pero me gusta, argentina, que con minúscula es una forma muy rubendarío de tener la voz, entre las mujeres, y con mayúscula es sinónimo de che, palabra esta tan útil, cuando uno no sabe qué decirle a un argentino y quiere caer bien. Dolantina, analgésica y espasmolítica, con receta especial de estupefacientes, en doce ampolletas al día, cuando a uno le quedan mínimo doce para el día siguiente, cada día, debería, creo, en la lengua española, reemplazar a la horrorosa palabra brillantina, de la que se abusó en una cierta Argentina, en la que Libertad Lamarque cantaba en el cine, bueno, yo sólo la vi en el cine, con voz argentina. Existe también Armandina, pero no. No hay voz armandina ni quiere decir tampoco mujer de Armando, puesto que el mundo no ha llegado a esos extremos de falocracia masculina. Perdonen, pero en la vida exagerada de Martín Romaña todo será posible y hace rato que decidí volverme loco un rato y por algo será que he hablado de falocracia masculina como si existiera una falocracia femenina. Recuerde el lector dormido, avive el seso y despierte, que por ahí se descolgó ya Inés con algo de eso y mucha premonición cuando habló de mi barriga, que sigue llena de cacanaca, parece de 9 meses de embarazo 9. Because baby is coming. Existe, pues, Armandina, y debe figurar en todo viejo álbum familiar con la cara de tía bisabuela y pelo alto recogido en moño enternecedor. Entre mi familia, sin embargo, hay una tía llamada solamente Armandita, lo cual no hace efecto con Dolantina, o sea que hay que descartarla, y en cambio la pobre Armandina no figura en álbum familiar alguno y siempre está en la cocina aguantándole capricho y medio a mi madre y preparando los mejores tomates rellenos del mundo y unos biftecs apañados al máximo arte de ahorrar para el whisky de la señora.
Me hincaron y le saqué la lengua al hematoma azul, para mis adentros, porque andaba muy feliz y cada vez me sentía más hincado, rápidamente. José Luis había gritado que a mí con doce inyecciones al día, a lo largo de dos semanas, me habían puesto el brazo de oro, y que me trajeran en el primer avión que saliera de donde fuera a Barcelona, y que mientras tanto me pusieran tantas inyecciones cuantas ventanas había en la casa. Ya en el Frenopático de Barcelona él se encargaría del resto. Me hincaron varias veces más, porque no había avión hasta el día siguiente a las doce meridiano. Fue así como volé hasta esa palabra tan frenopática y tan increíble que quiere decir un manicomio enorme en Barcelona.
Inés me miraba aterrada, durante el vuelo, por la cantidad de ventanas que había en el avión. Ya nadie confiaba en mí. Puede ser tan agradable el que nadie confíe en uno. Me acariciaban Inés, Nena y Josefa, cada una un ratito, para que no me fuera a hartar de tanta caricia con solista, era muy capaz de concentrarme nuevamente en las ventanas, qué nervios, por Dios. Inés había venido a acompañarme aterrada, porque antes de partir le pedí llorando que se pusiera los anteojos negros, tan negros que no pueda verte la bizquera más que por los costados o haciéndolos trizas, mi amor. Nena y Josefa habían venido aterradas para acompañar a Inés y para acariciarme cuando me cansaba del turno anterior. Mario era el hombre fuerte. Nos llevábamos perfecto. Me había explicado durante el largo camino al aeropuerto que tenía que portarme bien si quería llegar a Barcelona. Me habían hincado lo suficiente. Tenía que poder disimular. Fuerza, muchacho, me decía, yo le respondía con un llanto bajito, lento e intenso, en forma de resaca de todo lo vivido. Rafael se había quedado en Laguardia, cubriendo la retaguardia. A él le tocaba ver que sólo circulara la versión oficial del incidente. Gracias a Dios que los notarios dan y reciben fe, porque en el pueblo no faltó un envidioso para exclamar en plena plaza ¡qué amigos los que se gasta el señor notario!
La aeromoza se me acercó a ofrecerme un trago, e Inés me acarició la cabeza como loca. No había manera de mantenerse bien peinado con tanta mujer acariciándole a uno la raya un poco a la izquierda delante de una señorita de Iberia con su bandeja. Me acordé de cuando nada de esto me iba a suceder nunca, en mi temprana adolescencia: cada vez que sacaba a una muchacha a bailar, literalmente imaginaba una vida entera con ella. Por eso, cuando la aeromoza me invitó a bailar, leí con profunda emoción en su mirada su incontenible deseo de vivir toda una vida conmigo. Entera. Porque la pobre no sabía en lo que se metía con un tipo como yo, era mi obligación decírselo, terminaría destrozada. No encontré mejor manera que arrancarle los anteojos negros a Inés.
—Mire, mire señorita cómo la he puesto. Cuánto me gustaría poderla complacer cuando Inés me abandone, pero mire esa bizquera, a usted no le gustaría, a quién le puede gustar. Gracias, gracias sin embargo…
La abracé por las caderas con profundo llanto porque el cinturón de seguridad no me dejaba llegar más arriba. Creo que pude haber llegado un poquito más arriba, pero tres pares de caricias me cayeron en la cabeza hundiéndome en una tristeza infinita por esa especie de ensayo general de Octavia de Cádiz, que hace tiempo que no se me aparecía.
Me dio una pena sin nombre que Octavia de Cádiz no estuviera en su playa ahí en el avión con sus piernas que a mí me divertían tanto, pero quise portarme lo mejor posible con mis amigos y opté por preguntarles a qué hora llegamos, por favor, porque ya está empezando otra vez la cosa esta que no es la emoción más triste.
—Ahora mismo, Martín —dijo Mario.
Y ahora mismo habíamos llegado, yo llorando, pero buenísimo, a un pabellón muy blanco, con muchas monjitas muy blancas, en lo que parecía ser un Frenopático muy blanco. Tuve sed y me la adivinaron, pero no me adivinaron el color. El amarillo del jugo de naranja iba pésimo con el color blanco Frenopático. El amarillo en el Frenopático era blanco de todas mis angustias, y de pronto tuvo una mosca que, pataleando negrita entre las olas tembleques, se burlaba como loca de mí en pleno color amarillo.
Empotré a una monja en un armario, hice desaparecer a Inés, Nena, Mario y Josefa, e hice aparecer a los mastodontes que se encargan de los locos furiosos en las bocas de lobo sin monjitas de todos los Frenopáticos. Eran un poco como los de la Benemérita, pero el uniforme tiraba más a carnicero y estaban mucho mejor equipados. La fuerza bruta era más o menos la misma, aunque aquí con más judo, y además con unas camisas de fuerza marca Houdini que lo anulaban a uno por completo con dolor. A su lado uno no era más que un bulto por el camino con Inés mordiéndose todas las manos llenas de dedos y horrible espanto. Aterrada en un rincón Inés bizqueaba cada vez más lejos y yo aullaba cada vez más fuerte, como si eso nos acercara…
¡Culo culo culo!, aullaba, pensando que nada ni nadie podía seguirse portando de esa manera conmigo. ¡Silencio silencio silencio!, le aullaba al terror que vi en Inés de abandonar a un muerto en vez de abandonar a un vivo. ¡Culo culo culo!, le aullaba a que hubiese venido conmigo porque ella habría preferido irse sin mí. ¡Silencio silencio silencio!, le aullaba al terror que se me venía encima con Inés, porque a punta de no querer verme se le habían dado vuelta los ojos. Aullaba, aullaba mientras me ataban de pies y manos en un calabozo al que nadie que llega sabe nunca por dónde llegó, quién lo trajo, por qué, en qué momento. No se sabe, Culo, no lo sabía bien ni al cabo de tres días, cuando me soltaron la primera mano y le pedí un cigarrillo a la confianza de un carcelero que me había oído gritar contra España, contra Franco, creyendo que me iban a soltar, a favor de Franco, a favor de España, creyendo que me iban a soltar.
En nuestro mundo, Culo, no sueltan a nadie. Y cuando te traen un cigarrillo de la confianza te están sometiendo a una prueba, y uno se reencuentra en hebras de recuerdos de viajes de locura en vida exagerada: a mí se me ha confundido el culo con las témporas, Culo, y es increíble lo humano muy humano que puede ser uno hasta cuando sufre como un animal, Culo: odiarte por el horror que me haces vivir, por todo lo que aún tendrá que venir, porque nunca más volveré a cagar, Culo, y agradecerte al mismo tiempo porque me has ayudado a aterrar a Inés siquiera una vez en la vida, Culo, porque me has prestado un poco de esa agresividad de la que tanto está hablando José Luis Llobera…
…No. No es que José Luis esté hablando de agresividad. Es uno. Es uno que ha estado tres días atado en un calabozo, es decir tres días tratando de desatarse en un calabozo, y de pronto le han soltado también las piernas y el otro brazo y cómo duele todo ahora que uno ya podría incorporarse, imposible además traer el cigarrillo hasta los labios. Entonces uno sigue ahí tirado sin saber muy bien si está viendo cosas y personas y nuevamente dormita de agotamiento total pero de pronto vislumbra y empieza a ver y está viendo la figura de José Luis Llobera y con él a un hombre rubio.
José Luis habló, con voz muy baja.
—No sé si aún tendrás confianza en mí, Martín. Pero muchacho… Muchacho, créeme que no había otra solución. Y ésta no ha sido más que la primera parte, además.
José Luis habló, con su voz de siempre.
—Yo nunca te he mentido. Hay que desintoxicarse por completo y eso puede durar algún tiempo. Pero antes tiene que examinarte un proctólogo.
Dije que no. Lenta y rotundamente fui diciendo que no con la cabeza porque había comprendido que el hombre rubio que lo acompañaba era otro proctólogo.
José Luis habló, alzando el tono de voz.
—No puedes seguir sin cagar, Martín. Llevas meses sin cagar. He hablado con Inés y me lo ha contado todo. ¿Adonde te vamos a encontrar la agresividad a ti?
Le pregunté entonces:
—¿Lograste hablar con Inés? ¿Cómo está?
José Luis habló, alzando mucho el tono de voz.
—Nunca te he mentido, Martín. Tú decías que bizqueaba… Pues yo te anuncio que está completamente ciega.
Después volvió a hablar con su tono normal de voz, me tocó la frente, y me dejó con el doctor Raset.
—Es mi gran amigo, Martín. Desconfiar del doctor Raset es desconfiar de María Teresa y de mí juntos.
José Luis desapareció y el doctor Raset se quedó mirándome encantado de la vida con el piropo que le acababan de soltar en un calabozo. Era una especie de Frankenstein rubio, de tamaño natural, pero sin duda alguna con una historia personal bastante lograda, no sólo en lo profesional sino también en lo personal, a diferencia del otro. A éste se le habían cumplido todos sus deseos, lo cual le había permitido incluso desarrollar un agudo sentido del humor negro. Y así, lo primero que hizo, al ver que yo estaba a punto de matarlo con dolor, porque me dolía íntegro el cuerpo, fue sorprenderme con un agudo hincón a través del pijama y en pleno culo confundido con las témporas.
—Parece Dolantina pero no lo es —me anunció, mirándome todavía encantado de la vida con el piropo.
Extrajo tanta agudeza, mirándome para siempre encantado de la vida, por las mismas razones, lo guardó todo en un maletín que me había pescado desprevenido, y procedió a mostrarme la más sincera predisposición al diálogo muy bien intencionado. No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué darse cuenta de que a mí se me habían logroñizado el cuerpo médico y el mundo, y que en ese calabozo se había topado con una caso en el que ni las paredes oyen.
—Esta inyección me permitirá examinarlo sin que usted se dé cuenta, siquiera.
Yo seguía con cara de caso omiso.
—Pálpese usted mismo. Ya verá como no siente nada.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué darse cuenta del tipo de metamorfosis que yo venía viviendo, del lugar diferente que en mi cuerpo ocupaba el culo, y continuaba convencido de que me había anestesiado el cerebro.
—Va usted a sentirse muy tranquilo —me decía el muy bruto—. Recuperará la confianza en la Medicina —decía el muy bruto.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué haber leído a Franz, no tenía por qué saber lo que era Praga, ni mucho menos Logroño. No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset simplemente no tenía por qué inspirarme la más mínima predisposición al diálogo. Y el muy bruto trataba además de ganarse mi confianza en pleno calabozo.
—Esta inyección me permitirá examinarlo sin que usted se dé cuenta, siquiera.
Me pareció haber escuchado esa misma frase antes en algún lugar, mientras él seguía bastante Frankenstein, rubio, logrado en la historia del cine y en la vida privada, mirándome encantado de la vida para siempre por las mismas razones, y examinándome por completo.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no entendió nada cuando yo dije en voz alta, para mis adentros, burocracia, totalitarismo, pesadilla, proceso, y no sabes cuánto te entiendo, Franz. Cerró en cambio el maletín que me había vuelto a pescar desprevenido, y me pescó completamente desprevenido con la palabra Fe-ca-lo-ma, dicha en voz alta, para mis adentros. Repitió Fecaloma siempre para mis adentros, y yo lo miré haciéndole caso omiso porque no era psiquiatra como José Luis Llobera, y lo más probable era que estuviese completamente equivocado. Sí, tenía que estarlo. Kafka no era el autor. ¿Fecaloma? Frankenstein se ha equivocado.
—Habrá que operar.
Me pareció haber escuchado esa misma frase antes en algún lugar.
—Enfermera —me pareció haber escuchado.
Después vi cómo el doctor Raset, desplegando todo su agudo humor negro, disponía las cosas de tal manera que su maletín me volviera a pescar desprevenido. Repitió para ello el cuadro en que el último Inca del Perú le está enseñando a medir oro a Francisco Pizarro, en casos de suma urgencia. Pizarro contempla asombrado lo alto que llega el brazo de Atahualpa, pero como es analfabeto, Marqués de la Conquista, una de las varias calaveras de Pizarro que se han encontrado en la catedral de Lima, y antes criaba cerdos en Extremadura, grita, por medio de intérprete:
—¡Cojones! ¡Que se deje de falsas modestias! ¡Esto es un rescate! ¡Grítale que se empine!
El doctor Raset hacía de último Inca, la enfermera de Pizarro, y yo iba interpretando las oscuras palabras que pronunciaba con el brazo empinado.
—Señorita, ¿hay un cuarto en el Frenopático que no sirva para nada?
—En estos edificios tan grandes y viejos nunca falta un cuarto abandonado.
—Pues bien. Que lo preparen en el acto. Lo voy a llenar hasta aquí de caca.
—¿Fecaloma, doctor?
—El más importante de mi carrera, señorita. Mírele la barriga. Son como nueve meses de embarazo.
Me pareció haber oído esa frase antes en algún lugar, mientras el doctor levantaba la sábana y Francisco Pizarro observaba con maternal ternura.
—Baby is coming —dije en voz alta, para mis adentros.
—¿Cómo? —preguntó Francisco, como desconcertado.
—La anestesia que le está haciendo efecto —dijo Atahualpa. Pensé que me había vuelto a coger desprevenido con su maletín de mierda.
—Al tercer día despertó de entre los locos pero seguía en el manicomio —dije, en voz alta, para que me oyeran.
—¿Cómo? —preguntó el doctor Raset.
—La anestesia del vía crucis que me está haciendo efecto —le respondí, viendo pasar paredes y ventanas que me iban dejando atrás en su camino hacia la improvisada sala de operaciones.
—No tiene nombre lo que le han hecho —dijo el doctor Raset, bajando el brazo del rescate, bajo el efecto de la anestesia.
A quién se le habría ocurrido pensar en el Perú que nuestro último Inca y Frankenstein se parecían tanto.
—La vida… —empecé a decir, pero no acabé y por eso nadie me entendió, entre paredes y ventanas que seguían pasando.
Desperté por segunda vez, al tercer día, en un cuarto muy amplio, muy blanco, de paredes y ventanas ampliamente blancas, y que por fin se estaban quietas. Grande fue mi desconsuelo al comprobar que aquella habitacioncita dentro de mi habitación de recién operado, en manicomio, había sido concebida nada menos que para cagar.
Pero creo que antes de proseguir debo explicarles qué demonios es un fecaloma. Nadie más empapado que yo en esta materia, puesto que fui el fecaloma más importante en la carrera del doctor Raset (véase más arriba). Las vidas exageradas son pocas, sobran los dedos de una mano para contarlas, y por ello creo que muchos de ustedes no saben qué quiere decir esta palabra. Hasta los diccionarios se han olvidado de ella. Consulten, si lo desean. Sus autores simplemente no se pusieron en mi caso. Claro, ellos se disculparán diciendo que en toda la lengua de Cervantes, Cervantes tampoco se puso en mi caso. Fecaloma. Busqué la palabra en cuanto diccionario pude mirar. Nada. La encontró, por fin, un amigo chino que miró por mí en un diccionario llenecito de ideogramas. Me tradujo, mientras yo pensaba en cosas como tortura china o que tras la gran muralla hay tantos centenares de millones que las posibilidades de casos excepcionales exageradísimos aumentan, facilitando así la existencia de una palabra tan escasa en nuestros diccionarios que sólo llega hasta fecal, salvo excepciones que yo no he encontrado. Mi amigo agarró la palabra con pinzas, sonrió con la sonrisa oficial del cuerpo diplomático chino, parapetándose más todavía tras unos lentes tan culo de botella que lo dejaban a uno completamente miope cuando trataba de adivinar qué se piensa al otro lado de la gran muralla, todo en vista de que yo había sido el fecaloma más importante de una vida profesional en Occidente, y tradujo:
—Nudo o bloque de excrementos, je…
Se me hizo un nudo en la garganta al pensar que había sido el bloque de excrementos más importante en la carrera de Frankenstein. Era natural, creo, que tanta y tamaña importancia se me hubiese subido a la cabeza, como sucede con las copas. Fui, pues, literalmente el as de copas de la vida profesional del doctor Raset.
Volvamos ahora a mi habitación. Por más que abro y cierro los ojos, creo que me voy a volver loco, porque ahí sigue la habitación concebida nada menos que para cagar, como si uno fuera a volver a cagar en la vida, cuando resulta tan fácil que cada nueve meses el doctor Raset, que para eso sí está bien que sea proctólogo y no psiquiatra como José Luis Llobera, venga con su señorita enfermera, observe lo importante que soy en su historial médico, y me traslade de fecaloma entre anestesias, paredes y ventanas que me van dejando atrás. Inútil. Vuelvo a abrir los ojos y la habitacioncita sigue en su lugar. No tengo más remedio que empezar con mi vida de loco.
Era una vida conmovedora, profundamente conmovedora, y ni que decir de lo aleccionadora que era. Esto último suena casi a lugar común, pero eso a los locos qué les importa. Tienen cosas mucho más interesantes en que pensar y por eso siempre están como idos y como pensando en otra cosa. Uno cree incluso que los va a sorprender siempre así, pero a la larga son ellos los que terminan haciéndonos pensar que ahí nadie está en el manicomio salvo a las horas en que llegan las visitas. Y así vivía yo, sonriente, bastante ido, y sumamente conmovido, en un pabellón sin el lujo de aquel otro lleno de monjitas, en el que sólo hice un breve debut con jugo de naranjas, pero con un confort y una libertad enormes si lo comparamos con el lugar ya descrito, en el que a uno lo amarraban vivo.
Hasta que un día me tropecé con un jebecito constante. Me dirigía al comedor para locos que había en el manicomio y ahí estaba en mi camino, estiradísimo. Y por más que me aguanté, para no estallar en un período tan conmovedor de mi vida, uno de los locos que servía la mesa porque era loco de condición humilde, es decir igual nomás que diferente, un poco como en el pueblo de Inés todos eran pobres pero le tenían un respeto loco ya no sé a qué, bueno, o mejor dicho malo para mí: el loco que vino a servirme el desayuno ese día era nada menos que el famoso abogado Quinteros, el de la descomunal oreja, el de mi peor espanto durante el período más anafranil de mi vida. Me controlé temblando, dije que no tenía hambre, tartamudeé que prefería regresar muy rápido a mi cuarto, y partí la carrera en punta de pies y muy despacito para no ofender al señor Quinteros, que felizmente servía la mesa pensando en otra cosa.
Cuando quiero llorar siempre puedo. Así me encontró José Luis Llobera, presa del gran desconsuelo que me causaban tanta desintoxicación y el tener en plena habitación de paredes y ventanas ampliamente blancas y quietas, una habitación concebida nada menos que para cagar. Más el loco humilde de condición que era el famoso abogado Quinteros, ahora. José Luis me lo había advertido, pero como muy pronto empezó a gustarme tanto el Frenopático, hasta me agradó la noticia de que una recaída de la enfermedad anterior era prácticamente inevitable y podía prolongar las cosas. Me equivoqué. Jamás pensé que llegaría al extremo de la descomunal oreja y en un lugar tan seguro como es un manicomio. Habían vuelto las oscuras golondrinas. Habían vuelto hasta las no previstas en el poema de Bécquer, las increíbles, las imposibles, todas las oscuras golondrinas.
—¿Anafranil, José Luis? —le pregunté.
—Anafranil.
—¿La misma dosis?
—La misma dosis.
—¿Y otra vez la monjita y sus inyecciones en París?
—Otra vez, Martín, pero para eso falta mucho todavía. Habrán aumentado enormemente tus defensas cuando llegue ese momento.
—¿Y detrás de quién voy a correr con la inyección puesta cuando Inés me haya abandonado?
Volví a bañarme en lágrimas, con renovados bríos, pero ni por ésas se me apareció Octavia de Cádiz con su playa llena de Barojas y Hemingways y con sus piernas tan divertidas ahí en el manicomio.
—Cada cosa en su momento, muchacho, por favor. Por ahora lo importante es continuar con la desintoxicación. Además, tienes que volver a cagar. De ello te va a hablar más extensamente el amigo Raset.
—¿Otra vez Raset? —protesté.
—A partir de mañana podrás recibir visitas —me interrumpió José Luis, agregando que tenía que marcharse corriendo porque cada día había más locos fuera del manicomio.
Lo acompañé hasta la puerta de mi habitación. Allí nos abrazábamos conmovedoramente cada mañana, desde que Culo me permitió caminar. Pero ese día la escena fue un poco más desgarradora que de costumbre, debido al pésimo efecto que había tenido en mí la descomunal oreja en el comedor. Tras haberme explicado que no se trataba de la descomunal oreja del abogado Quinteros, que seguía ejerciendo serenamente en Barcelona, sino de la de un loco de condición humilde, es decir igual nomás que diferente, José Luis me juró que no la volvería a encontrar. Había tres turnos para cada comida, y bastaba con cambiar al loco de turno para que yo recuperase esa sensación de seguridad, esa serenidad que tan bien me hacía dormir en el manicomio.
Recuperé el hambre. Volvería al comedor como todos los días. Abracé como nunca a José Luis, y gocé nuevamente con mi secreto: basta con negarme a cagar para siempre y nadie me saca jamás de aquí porque qué mejor lugar que éste para que me agarre el abandono de Inés… Jamás había abrazado tanto a José Luis. Jamás me había conmovido tanto verlo partir, me parecía increíble que se atreviese a correr el riesgo de salir de un lugar tan seguro. Porque aparte de esa oreja que me iban a cambiar de turno, quién podía hacerle daño a uno ahí. Sólo gente como el doctor Raset, claro.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no pudo escoger peor momento para aparecer en mi habitación. Por tercera vez, venía a hablarme de lo mismo. Era imprescindible operarme nuevamente. En Logroño me habían masacrado. Él no me aseguraba nada, desde el punto de vista estético, de cualquier manera eso no es lo más importante en estos casos, je, je, pero sí me aseguraba que una nueva operación dejaría bastante restaurada aquella zona, y sería el primer paso para que yo volviera a defecar con amplitud, comodidad y olvido.
—Se lo digo de todo corazón, señor Romaña. A usted este asunto se le ha convertido en un verdadero problema mental.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué imaginar hasta qué punto me estaba cagando en su presencia. Ni mucho menos lo que gozaba imaginándome para el resto de la vida en esa cama, en esa habitación, en ese pabellón, en ese manicomio.
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset se comportó cobardemente. Como un traidor, como un hijo de puta. Aunque a la larga resultó ser un santo, y bastante psicólogo, además, porque todo formaba parte de un complot organizado a medias con José Luis. Pero por ahora andamos en la cronología. El doctor Raset se retiró consternado, y yo logré pasar el resto del día bastante tranquilo, tratando como siempre de molestar lo menos posible a los demás locos, de acuerdo con las características generales de mi carácter, que son las mismas dentro y fuera de los manicomios. Me dieron los siete mil remedios contra la intoxicación, para desintoxicarme, y los dejé actuar llevado como siempre de mi terror a los estados de carencia, que después se vuelven de emergencia, y lo amarran vivo a uno. Me dieron también los diarios laxantes antifecalómicos, pero a éstos en cambio no los dejé actuar, porque para eso había proctólogos en el mundo. Nunca los dejaba actuar. Ejercía sobre ellos un implacable control psicológico, base y fundamento de mi secreto: vivir para siempre en un lugar tan seguro, que a lo mejor soportaba hasta el apagón que iba a significar en mi vida la partida de Inés, luz de donde el sol la toma.
Por eso lo que me hizo el doctor Raset fue indigno hasta de un proctólogo. Dormía tras haber tomado todas las pastillas del día, que es cuando les llega la noche a todos los enfermos del mundo, y empecé a soñar… Era un sueño basado sin duda alguna en la seguridad que me inspiraba estar ahí. Hasta el inconsciente se sentía protegido en ese pabellón de gente buena y se atrevía a dar sus pasitos tranquilo. En efecto, yo iba caminando con Inés que había traído el aeropuerto de París hasta el Frenopático, para evitarme gastos inútiles de energías y de lágrimas. La pobrecita no quería irse por nada de este mundo, en el aeropuerto y en mi sueño, y yo le acababa de decir que se esperara, o mejor dicho que no se desesperara, porque mi mente llena del amor que me había rebalsado del corazón estaba concibiendo un plan para que el vuelo París-Lima se detuviera en el aeropuerto de Barcelona, que ella, con gran bondad, había instalado en el jardín lateral del Frenopático.
—Y así, Inés, tú podrás trabajar por la revolución peruana y yo podré no perderte nunca por la revolución peruana.
Pero entonces ella insistió en que yo jamás cambiaría y le entró mucho mal humor y me gritó que deseaba pasar por Río de Janeiro, donde tengo un amigo que me gustaría ver. Yo no encontré a nadie que ver en Río de Janeiro y se lo dije y ella perdió la paciencia y hasta me amenazó con abandonarme en un aeropuerto de París que quedara en París. Por todo lo cual ya no me atreví a agregar que, aparte de Chico Pinheiro, si supieras en la que me has metido con aquella inyección inmunda, Chico, el único brasileño que ella conocía era aquel pretendiente que tuviste antes de casarte conmigo, Inés, aquel economista liberal, el descartado por amor a mí, Inés, ¿te acuerdas?, aquel tan profundamente todo lo contrario de lo que has soñado para América latina. Decidí en cambio respetar al máximo la posible existencia de otros brasileños, en las relaciones que Inés y el Grupo mantenían con la clandestinidad, bajé la mirada que le iba a pegar, y me quedé calladito, evitando de esta manera que el sueño se convirtiera en pesadilla, gracias a Dios. Eso a Inés le produjo un gusto enorme y dejó de bizquear tan rápido que parecía un sueño y volvió a entornillarme un aeropuerto en el jardín lateral del Frenopático, como prueba de buen humor y también de amor porque la muy terrible se me empezó a subir a la cama en plena cama y nada menos que en el aeropuerto del jardín lateral del Frenopático y la frazada y la sábana y el pijama… Que fue cuando el hijo de puta del doctor Raset me pegó un hincón que me despertó lo suficiente como para comprobar que Inés era la enfermera y que en un segundo volvió a dormirme lo suficiente como para que las paredes y ventanas empezaran a dejarme atrás una vez más.
La enfermera es Inés, ahora, pero sólo porque es hora de visitas y porque recién estoy despertando tras la traición del doctor Raset, quien acaba de confirmarle a mi esposa que el único problema grave que me queda es el mental, más alguno que otro inconvenientillo natural que surgirá cuando defeque, pero que también será corregido en su debido momento, señora, puesto que la operación de esta mañana ha sido todo un éxito, una verdadera reconstrucción zonal, un paso decisivo para que el señor Romaña pueda defecar con amplitud, comodidad y olvido.
Habrán notado ustedes que sólo los diccionarios y los proctólogos emplean la palabra defecar. La mayor parte de la gente pide permiso y va al baño. De lo contrario, caga, como en este libro, y ustedes comprenderán que no me faltan razones, a pesar de haber sido, o tal vez precisamente por haber sido, demasiado bien educado. En mi casa, de niño, yo pedía permiso para hacer el número uno y el número dos y los baños eran de mármol, y el más bonito hasta salió fotografiado en una revista de arquitectura, en uno de los pocos momentos en que mi padre no estaba usándolo para cantar una ópera en la ducha. Despertaba al barrio entero, y para eso servían los baños en mi casa, según mis recuerdos. Uno estalla, y caga. Sin querer para nada referirme a la literatura y una de sus razones de ser. Tengo, además, un hermano que estalló mucho peor que yo, porque le dio por lo popular e introdujo en casa la expresión hacer del cuerpo, un día a la hora del almuerzo. Mi padre estalló en cólera y lo expulsó para siempre del comedor. En fin, que esto quede entre nosotros.
Inés acaba de conversar con el doctor Raset, acaba de instalarse en una silla, al pie de mi cama, y está esperando que despierte. Ha venido sola porque es el primer día en que se me puede visitar, porque quiere hablarme del aeropuerto de París, y porque se siente muy mal con el maldito cariño que siente por esa especie de punchingball, que cuanto más le dan más regresa, como un verdadero punchingball. Ahora, Martín, está pensando, tienes que cagar. Tienes que sacarte eso de la cabeza. No te va a doler, mi amor. No te va a doler más, mi amor. Y el día en que no te duela más, yo podré irme, porque lo otro son tonterías entre tú y el psiquiatra ese que te domina por completo. Yo quiero que se te pase rápido el miedo al dolor, porque mi partida sí que te va a doler, Martín. Pobre Martín, tener que dejarte, pero es más fuerte que yo… Una fuerte bizquera termina con los últimos efectos de la anestesia y me convence de que no es la enfermera, sólo podías ser tú, Inés.
—¿Cómo te sientes, Martín?
—Cagao.
¡Qué bárbara, cómo me odió Inés! Nunca se ha odiado tanto a alguien que acaban de traer de una sala de operaciones, salvo casos excepcionales de herencia, tal vez, que yo desconozco por completo porque en mi familia fueron siempre muy limpios en estos asuntos, según me parece haber contado ya en alguna parte de este libro. Pero como hay odios inconfesables, Inés optó por un montón de caricias en la frente, muy apropiadas en circunstancias en que mi cabeza reposaba sobre una almohada. La adoré, y hubo un ligerísimo amago de erección, que descarté por inoportuno y porque para qué, si después de la desintoxicación viene otra vez el Anafranil. Conservé tan sólo la adoración, y así le hablé.
—Cagao, mi amor. Muy cagao.
Esta vez ya no me odió por haber dicho eso, sino por haberlo dicho con lágrimas en los ojos, cuando lo que ella quería era un diálogo sin bizquera.
—Qué quieres que haga, Inesita. Así me siento cuando imagino que te vas a ir.
Jamás le había dicho Inesita. A ustedes les consta. Al entrar en adoración siempre le decía Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma, dulcísima paloma, precisamente para evitar que el diminutivo en ita, de Inesita, se me acabara tan rápido, y porque mis adoraciones eran interminables. Debía estarme volviendo loco en el manicomio. Se me acababa de escapar un Inesita con duración de dulcísima paloma. Era horrible pensar que Inés pudiese no estarme entendiendo.
—Inesita. Inesita. Inesita —le repetí, tratando de que durara para toda la vida, en caso de que no me hubiese entendido en ese preciso momento.
Lo malo fue que me entendió y que precisamente insistió, con su bizquera, en que había venido a que tuviésemos un diálogo sin bizquera.
—¿Cuándo piensas ir al baño, Martín?
—Diario, para lavarme, Inesita. Lo demás está descartado, Inesita. Yo me quedo a vivir aquí, Inesita. Aquí quién puede hacerme daño tras tu partida, Inesita. José Luis me cuidará como loco tras tu partida. Lo conozco, Inesita. No parará de cuidarme un instante. Podrás vivir tranquila en el Perú tras tu partida, Inesita.
—¡Basta, Martín! —dijo Inés, cortando de ese modo tan suyo ese diálogo tan mío.
Pero yo vi. Pero yo soy testigo de que en la bizquera se la asomaron lágrimas a los ojos. Por eso fue que metió la mirada en un enorme bolso que había traído de parte de ella y de todos los amigos españoles de Martín Romaña. Me llenaron de regalos españoles. Turrones, perfumes, lavandas, agua de colonia, como tres frascos, jabones, revistas, lapiceros para el escritor, varios ejemplares de Cien años de soledad, porque no se pusieron de acuerdo, un cheque de mi familia preguntando por Dios santo qué le pasa a Martín, pregunten en la embajada cómo se repatría, si es necesario, y muchas cosas más que recién en este instante, escribiendo estas líneas, aquí en mi sillón Voltaire, recuerdo haber guardado de recuerdo. Pero entonces era más triste todavía. Porque era como si Inés me estuviese dejando lleno de provisiones para el abandono. Eso parecía tumba de faraón. Y todavía a la pobre se le ocurrió decir una metida de pata.
—Tus amigos españoles realmente te quieren mucho, Martín.
Con lo cual yo escuché una enorme ovación en el Estadio Nacional de Lima, Perú, pero a punta de conmoverme tanto, entré en estado de depresión absoluta y abandono total por parte de la afición tan ingrata con el ídolo caído en neurosis, y a llenar otra vez los mares con mi llanto se ha dicho. Y hubo que cortar la primera visita, y que suspender la segunda y la tercera, en fin, hasta nuevo aviso. Transcurrieron varios días de esos con noches que llegan cuando uno se ha tomado todos los remedios del día, hasta que una mañana me dijeron que podía salir a pasear un rato, como los demás, y que podía incluso comer en el comedor, si lo deseaba. Sí lo deseaba, y la enfermera que cumplía órdenes de José Luis me miró sonriente porque había reaccionado muy bien a un nuevo tratamiento que yo ignoraba por completo.
—¿Cambiaron de turno al que sirve la mesa en el primer turno? —pregunté, hablando lo más elípticamente que pude, para que no me fuera a hacer daño.
—Vía libre, señor Romaña.
Era un precioso día de sol en pleno otoño. Un precioso día de sol primaveral. O era que el nuevo tratamiento me había sentado realmente de maravilla, no lo sé. El doctor Raset no había vuelto a aparecer, y nadie me hablaba de defecar. Y cuando digo nadie, me estoy refiriendo sobre todo al gran tino con que José Luis evitaba abordar aunque sea de reojo aquel tema tan superado. Ideas como defecar con amplitud, comodidad, y olvido, fueron reemplazadas por un nuevo ideal que el Frenopático entero, que era como el mundo entero y mucho más, compartía conmigo. Era un ideal simple, muy lógico, y sumamente humano. Consistía en que Inés me abandonara con madurez y libertad, en que me permitiera seguir para siempre en ese pabellón lleno de sol, lleno de esa maravillosa luz que se filtraba por los amplios ventanales que daban al hermosísimo jardín lateral, que esa mañana me deleitaba en contemplar. Lo había visto antes y siempre fue bonito, pero no sé por qué ahora me parecía hermosísimo. Además, no lograba deshacerme de una extraña y conmovedora sensación de haber estado allí abajo, de haber vivido un acontecimiento importantísimo en mi vida allí abajo, como si se tratara de una reencarnación o de algo por el estilo. Cuanto más miraba, más me atraía el jardín, y desde entonces cada mañana lo primero que hacía al salir de mi habitación era acercarme al ventanal y entrar en contemplación. Un día entré en trance, incluso, y me dije Martín Romaña te estás volviendo loco en el manicomio, y salí disparado porque en efecto era cosa de locos mirar un jardín y sentir de golpe, de pronto y del todo, que allí había habido un aeropuerto triste. Pensé en el adiós de la película Casablanca, en Ingrid Bergman y en el impermeable de Humphrey Bogart jodido en el aeropuerto pero ella tenía que irse por una causa noble, por un ideal, para cambiar las cosas de este mundo, y creí que iba a ser ésa la razón de lo que estaba sintiendo, pero resultó que mi aeropuerto era más triste todavía, mi aeropuerto era el aeropuerto más triste de mi vida, el más triste del mundo entero. Tuve que salir disparado por consideración al nuevo tratamiento que me estaba haciendo tanto bien, no soportaba la idea de defraudar a José Luis, y tampoco era el momento de volverse loco, yo quería quedarme en el Frenopático para siempre, quería que Inés pudiera abandonarme tranquila y con madurez, libremente y sin bizqueras, y para eso se necesitaba mucha, muchísima Salud y bienestar, ¡oh abandonado!
Perdóneseme el ¡oh abandonado! conmiserativo, pero la verdad es que de vez en cuando hay que hacerse un poco de justicia distributiva. Si supieran ustedes lo mucho que sufrí yo en esos días, lo mucho que temí estarme convirtiendo en el loco del jardín lateral, estar arruinando la única posibilidad que me quedaba de asistir con salud y seguridad al abandono de Inés, estar arruinando mi compartido ideal de permanecer para siempre en un pabellón bañado por el sol. ¡Ah!, cuánto sufrí al pensar que justo en el momento en que ya nadie me hablaba de defecar, yo no iba a estar a la altura de las circunstancias y me les iba a presentar bañado en lágrimas y hablando de cosas tan absurdas como un aeropuerto triste que no era el de Casablanca. Podía estarme volviendo loco de verdad, y no ser más aquel hombre sano que, en pleno vía crucis rectal, había optado por convertirse en el fecaloma más importante en la carrera del proctólogo Raset, cada cierto tiempo, a cambio de una vida serena y sin más percances por favor. Lo mío era una verdadera filosofía, una actitud ante el mundo, un ideal.
Sufrí mucho y pasaron muchas cosas e incluso lograron que saliera del Frenopático con Anafranil y sin ideales. Pero siempre lo del aeropuerto triste que no era el de Casablanca, sino otro mucho más triste, se me quedó grabado como una palabra en la punta de la lengua y a veces me atacaba en mi nueva vida en París, nueva quiere decir sin Inés, en mi nuevo departamento, en mi nuevo sillón Voltaire, que hoy está tan viejo como mi nueva vida en París, pero aquí me paso la vida, tan escribiendo.
Y es así como puedo contarles que Octavia de Cádiz, sin querer, y con sus piernas tan divertidas, fue quien me ayudó a aclarar el problema tan conmovedor del aeropuerto muy triste que yo como que presentía, con estilo de reencarnación, en el jardín lateral del Frenopático. Ella, nada menos que ella, tan miope y con sus piernas tan divertidas, había detectado desde una prudente distancia los cinco bultitos con que le probé amistad y solidaridad a mi hermano Enrique Álvarez de Manzaneda, y tarada hipersensibilidad decadente a Inés y a los muchachos del Grupo. Me enamoré imprudentemente de lo divertidas que tenía las piernas Octavia de Cádiz, y en vez del desencanto o amargura que pudo producirme saber, por ejemplo, que Alfredo Bryce Echenique, con gran carcajada de más de un hijo de puta, me llamaba Anafranilín, unas veces, y The anafranil man, otras, empecé de golpe, de pronto y del todo, a entrar en unos deliciosos estados de idolatración por Octavia, con sus piernas tan tan divertidas, y la vida se me volvió un sueño hecho realidad, del cual ya se verá cómo despertaré, en el cuaderno rojo sobre mi adorada Octavia candente. De lo que se trata ahora es de recordar su frase aquella que tanto me ayudó el día que logré entenderla.
—Martín, algún día comprenderás que Inés fue la última muchacha que emigró de Cabreada.
No bien la comprendí, comprendí también que lo del aeropuerto triste no era un bultito de locura, en prueba de amistad y de solidaridad para con mis hermanos del Frenopático, como lo había creído siempre, con bastante miedo, mi hipersensibilidad. No. Era nada menos que un producto del sueño de Inés y los aeropuertos, un sueño que se me había borrado por completo, pero que por ahí andaba algún tomo de Freud, y en el que efectivamente el jardín lateral del manicomio había sido aeropuerto. Recuerden. Inés incluso me había amenazado con abandonarme en un aeropuerto de París que quedara en París, porque yo no había estado muy de acuerdo con sus deseos de hacer una escala en Río de Janeiro (tardé tanto en comprender su vehemencia carioca, como en conocer su secreto profundo). Y sólo cuando no me atreví a sospechar lo insospechable y me quedé calladito, recuerden, ella me volvió a entornillar el aeropuerto de Barcelona en el jardín lateral, para efectos de la diaria escala en su viaje de abandono París-Lima, porque a mí me habían encerrado en el manicomio y ella no veía las horas de sentirse libre de su Martín Romaña tan querido pero tan poco recomendable para la bizquera. Y entonces yo soñé que, gracias al aeropuerto del jardín lateral, Inés lograba abandonarme con mayor facilidad, y que yo lograba seguirla viendo todos los días, aunque fuera abandonándome con mayor facilidad.
Me alejé definitivamente del soleado ventanal, porque no deseaba que se pensara en mí como el loco del jardín lateral, o como el loco que ama tanto a su esposa que siente que en otra reencarnación también fue Martín Romaña, también hubo aeropuertos, y que ella se llamaba también Inés, todo por un sueño que tardé tanto en recordar. Pero lo malo es que mis relaciones con los demás pacientes del pabellón se habían ido deteriorando desde que empezó a circular el chisme de que yo estaba completamente loco. Huía un poco de todo eso consagrándome al ventanal, pero qué hacer ahora que aquella contemplación podía atentar contra mi nuevo tratamiento. Defraudar a José Luis me resultaba imposible. Qué hacer también cuando por otro lado el chisme me iba aislando cada vez más de mis compañeros. Martín Romaña miente, se afirmaba, está completamente loco.
Me miraban con desconfianza, se me alejaban en los pasillos, nadie quería comer en mi mesa. Y todo por mis malditas hemorroides, unidas a la maldita curiosidad que tenían todos de saber por qué estaba yo en el Frenopático. Eso les encantaba. No bien llegaba uno nuevo, todo el mundo se le acercaba con la mano tendida y muchísima amistad que ofrecer. Y con la sana curiosidad de saber de qué enfermedad padecía uno. Era una forma de hacerte sentir en confianza, bien acogido, y de demostrarte que pasara lo que pasara, alaridos una noche, por ejemplo, o estarse todo el día contemplando un ventanal, ellos respetarían siempre tu vida privada. La vida privada era algo sagrado, pero había que decir cuál era la causa, o el nombre, o los síntomas, o las manías, etc. Total que a mí me cayeron de a montón y encantadores, salvo casos excepcionales de postración absoluta o de excesiva vida privada.
Me dio un gusto enorme, por ese lado social tan importante en mi vida, por lo amigo que soy de tener amigos, y por mi propensión a la ternura con lágrimas en los ojos.
—Romaña —les iba diciendo, sonriente—, Martín Romaña, casado y no bien me permitan recibir visitas, Inés, se llama Inés, va a venir a verme. Vivo en París porque leí mucho a Hemingway para ser escritor, y soy peruano.
Les encantaba que viviera en París, como si también ellos hubiesen leído a Hemingway, y yo iba estrechando una tras otra muchas manos y a veces unos me entregaban de entrada todo su afecto y no había manera de que me soltaran la mano. También hubo uno que se distrajo en pleno apretón, y por más que el doctor Raymundo Pericay me dijo jale jale, yo no me atreví a molestarlo. El doctor Raymundo Pericay fue el mejor amigo que tuve en el Frenopático. Nunca me retiró su plena confianza y gracias a él pude saber por qué se había empezado a desconfiar de mí y cómo había surgido el chisme. Todo era fruto de la sana curiosidad general. Malditos locos. Unos por incrédulos, por escépticos, o por desconfiados, y otros porque simplemente carecían de imaginación, lo cierto es que el rumor de que yo estaba completamente loco empezó a circular muy pronto, y al final sólo Juanito-sin-apellido y el doctor me dirigían la palabra. Y el primero no cuenta porque era idiota y hablaba con cualquiera, aunque no hubiera nadie.
Locos de mierda. Ya nadie me apretaba la mano cuando salía de mi habitación, ya nadie se acercaba a preguntarme por qué me habían metido ahí. No lograba entender qué podía estar pasando en torno a mi persona. Les había dicho la verdad desde el primer momento, y con excepción del día en que la descomunal oreja me obligó a abandonar nerviosísimo el comedor, siempre me comporté como alguien que trata de dejar un buen recuerdo, o en todo caso como uno más y punto. El doctor Raymundo Pericay fue el encargado de aclarármelo todo.
—Ha sido por lo de las hemorroides, señor Romaña. ¿No se dio usted cuenta de que la primera vez que contó que lo habían traído a causa de unas hemorroides, todos empezaron a reír y a disimular? Al principio se lo tomaron en broma, señor Romaña. A mí mismo vinieron a decirme que tenía usted mucho sentido del humor porque andaba contando que le había dolido tanto una operación de hemorroides, que había decidido quedarse para siempre aquí, sin ir al baño. Pero poco a poco empezaron a cansarse, señor Romaña. Para ellos es inaceptable que una persona pueda estar en el manicomio porque ha tenido hemorroides. Creen que usted les miente, o lo que es peor, que se burla usted de ellos. Qué le vamos a hacer, señor Romaña, ha tenido usted mala suerte, parece que a los locos no les gusta nada que se confunda el culo con las témporas. Pero en fin, olvídelos usted, no les haga el menor caso. Cuenta usted con toda mi amistad y confianza.
El doctor Raymundo Pericay era uno de los seres excepcionales cuya vida pasada dice tanto de los manicomios. Lo admiré muchísimo y no lo olvidaré jamás. No sólo por la confianza que siempre depositó en mí, sino también por la manera en que me enseñó a mirar la vida desde un manicomio. Parecía un gran hombre de Estado que lo ha perdido todo voluntariamente, sin golpe de Estado en el Tercer Mundo, en todo caso. O tal vez un filósofo desterrado. O un hombre que ha sido expulsado de su país por haber tratado de cambiar el mundo. Vivía su entierro, perdón, su encierro, que era para siempre, con profunda dignidad y con sólo una pizca de amargura. El día y la noche eran iguales para él, por lo de su insomnio, y pocos eran los momentos en que no estaba sentadito en una mecedora. Lo escuché contar su historia una mañana, en mi habitación. Había entrado a sacar a Juanito-sin-apellido, que se estaba matando de risa de que el cuarto tuviese techo, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo, cuando divisó al fondo de mi ventana abierta el edificio de la maternidad. Terminó de sacar, con mucho cariño, a Juanito-sin-apellido, y regresó para naufragar del todo en su nostalgia, al pie de mi ventana.
—Mire usted, señor Romaña —me dijo, sin darse cuenta, debido a la nostalgia, de que me acababan de remodelar el culo y no podía moverme de la cama—. Mire, señor Martín Romaña, mire, mire usted lo que es la vida.
Desde mi cama, con gestos, síes y sonrisas, yo le iba expresando mi más profunda solidaridad con mucha emoción, y eso lo emocionó más todavía, porque primero afirmó haber sido director de esa maternidad, pero después resulta que también la había construido y que además había sido el dueño. Casi le digo no es para tanto, doctor Pericay, pero como Pirandello decía que a cada uno su verdad, y la del doctor era la más conmovedora de todas, permanecí en estado de solidaridad y emoción.
—Esa maternidad fue mi vida, todo lo que tenía en el mundo, e hizo de mí el médico más envidiado de Cataluña. Pero a mí sólo me interesaban las parturientas, señor Romaña, y ésa fue mi desgracia. Una cesárea a las cuatro de la madrugada: me despertaban y salía corriendo. Otra cesárea a las ocho de la mañana: me despertaban y salía corriendo. Parto a los siete meses: me despertaban y partía corriendo. Parto a las cuatro de la tarde: me despertaban y partía corriendo. Volvía a casa a descansar corriendo, sonaba otra vez el teléfono, me estaba quedando dormido: me despertaban y parturienta corriendo otra vez. Regresaba por fin a las doce de la noche, a ver si esta noche paso una noche normal: me despertaban a las dos de la madrugada y corriendo. Hasta que un día me di cuenta de que ya nunca dormía y traté de dormir pero fue peor porque no lo logré y me pareció que no volvería a dormir nunca jamás. Pero seguí adelante, señor Romaña. Dos años más seguí de constructor, dueño y director de esa maternidad, y de médico más envidiado de Cataluña. Dos años durante los cuales los envidiosos siguieron tratando de encontrarme el defecto en el bisturí. Hasta que un día me lo encontraron en las ojeras, señor Romaña. Yo mismo no me había dado cuenta de que llevaba tanto tiempo sin dormir en las ojeras. Y ahí empezó para mí el ciclo infernal. Los médicos envidiosos de mis parturientas encontraron parientes envidiosos de mi cuenta bancaria y éstos encontraron jueces, señor Romaña… Y hay cada juez, oiga usted… Convirtiéndome en loco, lograron quitármelo todo… Mi maternidad vista desde el Frenopático… Mi maternidad vista desde esta ventana…
Era espantoso no poderse levantar para abrazarlo y cerrarle la ventana. El doctor Raymundo Pericay llevaba catorce años sin dormir en el Frenopático, aunque ya no por las mismas razones, como él mismo solía decir, con profunda sabiduría. Nadie lo había vuelto a envidiar ni a visitar, y vivía sin cuenta bancaria. En el Frenopático se sentía seguro de sí mismo y de los demás y de ahí no lo sacarían jamás. Estaba mirándole sus negras ojeras y pensando en qué estado andaría mi barriga dentro de catorce años a punta de fecalomas, cuando Juanito-sin-apellido reapareció matándose de risa de la profunda nostalgia del doctor, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo. Según el doctor Raymundo Pericay, si Juanito no tenía apellido era porque además de haber sido un idiota envidiado por su cuenta bancaria, pertenecía a una conocidísima familia real. Nunca supe cuánto había de cierto en esto, pero me pareció natural que una pizca de amargura se hubiese filtrado en el carácter del médico, con todo lo que le había sucedido en el mundanal ruido, antes del Frenopático.
No saben cuánto llegué a querer al doctor Raymundo Pericay. Recuerdo incluso que un día soñé que se había muerto de viejo, teniendo yo la edad que él tenía cuando me contó su historia, y que salí por única vez del Frenopático para comprarle el más grande ramo de claveles de la historia de Barcelona y del Perú. Quería traérselos personalmente, y me dieron permiso porque el director era José Luis Llobera. Don Raymundo me miró muy emocionado desde el fondo de su ataúd, y cuando me retiré me guiñó un ojo en nombre de nuestra vieja y sólida amistad sin una pizca de envidia.
Era un hombre envidiablemente noble, inteligente y agudo. Las mejores sopas de pescado en lata son las que traen espinas, solía decir, burlándose de la comida raquítica que nos servían a veces. Afirmaba que los borrachos suelen tener un corazón tan grande como sus úlceras, y que una persona inteligente y sensible es necesariamente vanidosa. Me chocaron un poco estas últimas palabras en un hombre tan comedido, pero justo en ese instante apareció Juanito-sin-apellido matándose de risa de una mariposa que se había posado sobre mi ventanal, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo.
—Mírela usted, señor Romaña —me dijo el doctor Raymundo Pericay, al notar que sus palabras me habían chocado—. Obsérvela: la mariposa es vanidosa… ¿No lo va a ser el elefante, no?
Me pareció natural que una pizca de amargura se hubiese filtrado en el carácter del médico, por las razones anteriormente expuestas. Y hoy que escribo lo encuentro todo muy natural y no logro olvidar que una frase suya me convenció de que terminaría saliendo del Frenopático, a pesar de todo. También hoy su frase me convence. La siento venir. O lo siento venir. No sé bien cómo decirlo, pero sé que habrá mucho más antes de que acabe con mi vida en este sillón Voltaire. Lo escucho hablar sentado en su eterna mecedora.
—Perdóneme que se lo diga, señor Romaña, pero qué poco se conoce usted a sí mismo. Usted es de los que a punta de tener tanta vida por delante, de los que a punta de no saber hacia qué lado mirar, porque todo le atrae y le gusta y siempre ama, terminará con el corazón, la mente, y el alma, llenos de citas y compromisos a los que su cuerpo no podrá ya acudir.
Casi me mata, casi me deja sin el abandono de Inés, siquiera, en la vida que tenía por delante, pero logré defenderme en defensa propia, pensando que era natural que una pizca de amargura se… No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no encontró mejor momento que ése, en que estaba pensando autodefensivamente, para aparecer. No sé qué demonios le habían hecho entre el sastre y el peluquero pero nunca estuvo tan parecido a Frankenstein. Y venía a hablarme de hombre a hombre, situación esta que yo siempre he preferido vivir con una mujer, por mi enorme propensión a la ternura con lágrimas en los ojos.
De más está decir que logró convencerme, tras haberme enternecido con lágrimas en los ojos suyos y míos.
—Mire, usted, señor Romaña.
En efecto, el parecido con Frankenstein era casi de tamaño natural, algo realmente asombroso, y Frankenstein había dicho en el cine que era malo porque era desgraciado. Esas cosas nunca se olvidan, y ahí fue que empecé a conmoverme y a aceptar lo de cara a cara y hombre a hombre.
—Quisiera que me escuche usted bien, señor Romaña. Hay hombres con mucha mala suerte, como hay hombres con mucha buena suerte, y usted parece estar entre los primeros y entre los segundos… En fin, no siendo psiquiatra como José Luis Llobera, no sabría explicárselo tan bien como él, pero quiero decirle que es imprescindible, absolutamente imprescindible, que usted defeque. Se trata de él, nada menos que de él. Usted tiene la gran suerte de que ese hombre sabio y sencillo sienta por usted un afecto que sólo se compara al que su esposa María Teresa siente por usted.
Batió el récord mundial de ustedes, y todos se referían tanto a mí que el asunto se tornó en algo realmente conmovedor con lágrimas en los ojos, ¿qué quería, cara a cara? Pensar que había estado a punto de decirle, al verlo aparecer, que un loco era mi médico en ese manicomio, y que si tanto ansiaba un hombre a hombre, pues nadie mejor que el doctor Raymundo Pericay. Pero entre que no quise molestar al doctor Raymundo Pericay, y entre que me acababan de soltar el nombre venerado de José Luis junto al de María Teresa venerada, opté por meterme de una vez por todas en el bolsillo de Frankenstein en cara a cara, suplicándole desde ahí dentro que me dijese por favor qué podía hacer por José Luis.
—Defecar, señor Romaña. Nada más que defecar. José Luis y yo le juramos que el primer día le dolerá un instante, en el primer instante, pero que luego todo pasará inmediatamente. Un instante, señor Romaña, y podrá usted salir de aquí.
—Doctor Raset, pero yo no quisiera salir de aquí.
—Pues es eso precisamente lo que tiene profundamente triste a José Luis.
—¿Profundamente triste, dice usted?
—Profundamente triste. Para él, usted tiene toda la vida por delante…
—A punta de anafraniles.
—No, señor Romaña. Eso será cosa de unos meses más. Mire usted, la desintoxicación ha sido todo un éxito. Mi última operación ha logrado más de lo que yo mismo esperaba de ella. Usted no puede seguir con esa fijación. Defeque y verá. Confiará en la vida. Confiará en sus amigos. José Luis está profundamente triste porque piensa que usted le ha perdido la confianza.
—¿Profundamente triste, dice usted?
—Me lo ha dicho esta mañana María Teresa, con profunda tristeza. Usted ya no tiene nada que hacer aquí. Defeque y verá. De los inconvenientillos que surgirán luego me encargaré yo, pero para eso no necesita usted seguir encerrado aquí. Su problema ahora es mental y nada más.
Habría sido tan fácil soltarle que precisamente por eso estaba en el manicomio, pero cuando uno se mete en el bolsillo de alguien le da ni sé qué ser un individuo más despierto. No siendo psiquiatra como José Luis, el doctor Raset, además.
—¿Defecará usted, señor Romaña?
Con la mirada en lágrimas le hice saber que cagaría cara a cara y de hombre a hombre, por José Luis. No soportaba la idea de que estuviese profundamente entristecido. Tendría que decirle adiós a mi ideal, a la seguridad, al doctor Raymundo Pericay. Pero José Luis estaba profundamente entristecido y uno no puede arrastrar al mundo entero en su rodada. Digo el mundo entero, para que tengan una idea de lo que es un amigo para mí: el mundo entero.
Y para que tengan también una idea de lo que llamo rodar con elegancia, dentro de una visión estética del mundo.
Mi habitación estaba al fondo de un amplio corredor sobre el cual se abrían las puertas de los demás dormitorios, frente al soleado ventanal. Era la más grande de todas y la única que tenía adentro una habitacioncita especialmente concebida para cagar. Los demás enfermos iban a baños comunes, y la verdad es que yo había andado tan preocupado por otras cosas que nunca me había fijado que era un cuarto mucho más grande, diferente y mejor. Le pregunté al doctor Raymundo Pericay, que todo lo sabía, porque llevaba catorce años sin dormir y en una mecedora, y me contó que el doctor José Luis Llobera había ordenado que arreglaran ese dormitorio especialmente para mí. Desde que el cura se marchó, sólo lo abrían para limpiarlo.
—Fue la habitación del cura, en otros tiempos, señor Romaña. Pero cada día hay menos fe en el mundo, y los enfermos mentales son siempre los primeros en darse cuenta de los vientos que soplan. Como si estuvieran a la cabeza de todo, señor Romaña.
Me conmovió pensar que José Luis hubiese ordenado un trato privilegiado para mí, y me juré que de mañana por la mañana no pasaba. Comí muchísimas frutas, muchísimas verduras, doblé la dosis de laxantes, y no le apliqué control psicológico alguno. Desperté a las siete, y fui, tras haber abierto la puerta de mi dormitorio para que se escucharan bien mis alaridos, en caso de ser necesario. La puerta de la habitacioncita la dejé también abierta, por las mismas razones. Me parecía increíble haber hecho tal abstracción del wáter, como lugar en el que hasta el Papa se sienta y caga, sin gracia alguna. En cambio al nuevo fecaloma me había acostumbrado por completo, y encontraba mi creciente barriga perfectamente natural y sumamente adecuada a mi nueva visión de las cosas de este mundo. No recordaba bien cuánto tiempo había pasado, por la sencilla razón de que jamás imaginé que volvería a defecar, para usar la palabra del doctor Raset. Pensaba en él y pensaba en José Luis y sabía que habían organizado todo el asunto de mi cagada entre los dos, pero ello no me impedía creer que José Luis estaba realmente triste y preocupado por mí. O sea que me mantuve en mis trece, y hasta pensé en pujar.
¡Qué extraña sensación la de estar sentado! Es lógico, pensé, recordando que en París me habían tocado durante años wáters de hueco en el suelo. A la turca se le llama a este sistema tan empleado en Francia y hoy sé incluso que existen varios más y que en los edificios de los grandes organismos internacionales, como las Naciones Unidas, por ejemplo, hay diversos sistemas de wáters, cada uno entra al suyo, y esto es cosa que se respeta tanto como las diversas religiones de los países miembros. Todo lo cual ayuda a explicar la sensación tan extraña que experimentaba aquella mañana, sentado en un wáter, pero sólo parcialmente. Porque la verdadera extrañeza venía más que nada de esa especie de vuelta al ruedo tras años de retiro, llevado por mi afecto a José Luis. ¡Cuánto lo quería!… A la una, a las dos, y a las…
Pero apareció Juanito-sin-apellido matándose de risa de mi estado de ánimo en esa postura, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo. Me produjo una depresión espantosa y sentí del todo la infinita tristeza y soledad que estaba viviendo a las siete de la mañana, haciendo esas cosas sin que mi esposa sospechara, siquiera, que horas más tarde le iba a decir ya fui al baño, Inés, y que ella lo primero que iba a pensar era en el aeropuerto de París en París. El doctor Raymundo Pericay, como siempre tan comprensivo, porque llevaba catorce años sin dormir y en una mecedora, entró corriendo a librarme de la carcajada y del dedo de Juanito-sin-apellido. Pero lo agarró de golpe y del todo la nostalgia al pobre. No pudo más y abrió la ventana y vio su maternidad, allá al fondo, mientras yo seguía con el pantalón del pijama caído en el suelo y viviendo esa sensación tan extraña entre tanta tristeza y soledad. Me subí el pantalón, y me puse de pie para escucharlo, porque lo respetaba enormemente. Un parto a las diez de la noche y él partía corriendo. Un parto cuando regresaba de ese parto y él partía corriendo, y una cesárea cuando pensaba que esa noche no tendría que partir corriendo. Era de partir el alma cuando lo agarraba la nostalgia, aunque Juanito-sin-apellido parecía pensar todo lo contrario, a juzgar por la dirección en que apuntaba su dedo.
Una hora más tarde cerré todas las puertas, confié a fondo en José Luis y en el doctor Raset, y sentí un instante de dolor que desapareció instantáneamente. Hubiese querido abrazarlos porque estaba bañado en lágrimas, ya que no me habían mentido ni un solo instante, pero algo raro me ocurría. Era una pita. Una interminable pita que de seguir así me iba a mantener ocupado para toda la mañana, y mira, por más que hace uno sigue la pitita.
Le conté a la enfermera que había ido al baño, y a las doce del día aparecieron Inés, Nena, Josefa, Mario, el doctor Raset, José Luis y María Teresa. La reunión se puso un poco tensa porque los Llobera e Inés no iban muy bien juntos, pero aun así, pedí que invitaran al doctor Raymundo Pericay. Después se metió Juanito-sin-apellido y también brindó con champán y fue el único que derramó por estar apuntando tanto con el dedo. Brindamos todos, otra vez, porque al día siguiente podría abandonar el Frenopático, y vi a José Luis observar con desagrado la expresión de alegría en el aeropuerto de París que se reflejó en el rostro de Inés, muy probablemente porque se sentía ya en el aeropuerto de París en París. Después supe que le había pedido que se esperase unos meses más, para que el tratamiento antidepresivo empezara a actuar de nuevo, al haberse terminado casi por completo con la desintoxicación y con lo otro. La respuesta de Inés fue tajante: no podía esperar, se quedaría para lo de los inconvenientillos mencionados por el doctor Raset, pero con eso basta, por favor. Y cuando José Luis le dijo entonces dale permiso para que tenga uno que otro flirt, porque se va a morir de soledad, ella le respondió que yo era un hombre libre y que él era un burgués podrido, además. Lo de podrido se lo dijo con el cuello, estoy seguro. Lo que pasa es que José Luis era incapaz de contarme una cosa asi por temor a causarme una gran pena. Pobre Inés. Quedaba muy mal cuando decía cosas como ésa. Las decía más que nada por defenderse de inexistentes ataques, creo, pero como las decía con el cuello, y tenía el cuello tan largo, quedaba realmente pésimo. A veces la gente la encontraba antipatiquísima con tanto cuello. Como Sansón con el pelo, Inés sacaba toda su fuerza del cuello. Pero lo volvía implacable y frío y serio y duro, cuando había sido tan interminablemente lindo y acariciable durante nuestros primeros años, luego en la hondonada, y lo habría sido siempre dentro de una concepción tierna y estética del mundo.
Mi último día en el Frenopático habría querido pasarlo íntegro abrazado al doctor Raymundo Pericay, pero de noche él seguía sentado en su mecedora, igualito que de día, y en cambio a mí me tumbaban con algún asunto de setenta miligramos. Además, el doctor Pericay me aconsejó que hiciese lo posible por dejar una buena impresión de mis últimas horas entre los demás pacientes del pabellón. Hice un gran esfuerzo por lograrlo, y aunque nadie movió el tema de las falsas e inexistentes hemorroides, todo fue nuevamente un desastre porque yo siempre he sido muy poco hábil para cualquier actividad manual. Y a los locos les daban actividades manuales chiquititas, para que no pasaran la vida entera pensando en otra cosa. Los llenaban de hilos, cuentecillas, agujas, alfileres bordados y zurcidos, que exigían una gran destreza en chiquitito. Les daban también enchufes o lamparines o cualquier artículo de esos llenos de tornillitos y tuerquecitas y alambrecitos, y por supuesto que el entornillador parecía cosa de relojero viejo de los de antes, sin la vieja lupa de antes, eso sí. Mas como ayer, hoy y siempre, los del Frenopático miraban también con un ojo abierto al máximo, en detrimento del otro cerradísimo, porque sucede en las mejores familias. Los concentraban sentados sobre un taburete, y así se pasaban horas y horas, aunque la verdad es que a menudo noté que mientras atornillaban, bordaban, zurcían, o pasaban cuentecillas superconcentrados, se daban el gran lujo y el gustazo de pensar en otra cosa.
Unos vivos de cuentas es lo que eran, y aquel último día se tomaron la libertad de mirarme constantemente de reojo mientras trabajaban con habilidad de tinta china, pero sin que ello les impidiera en nada, tampoco, la gran concha de estar pensando además de todo en otra cosa. Algunos cayeron en excesiva vida privada, es cierto, y hasta se cayeron de sus taburetes. La gran mayoría, sin embargo, observó con lupa y en cámara lenta mi enorme torpeza manual. No, no era uno de ellos, sería para siempre una persona indigna de su confianza, conque hemorroides, ¿no?, mira cómo se le caen los tornillitos de la mano, está completamente loco. Abandoné la sala de trabajo, le propuse al doctor Raymundo Pericay comer juntos, y después charlamos y charlamos en mi habitación hasta que vinieron a apagar las luces, hora en la que él empezaba con su insomnio oficial de catorce años.
Que alguien pruebe salir alguna vez del manicomio, para que vea las ganas que le entran de regresar inmediatamente. Inés me iba dando de gritos y de valiums por las calles de Barcelona, hasta que de pronto vi algo que me pareció bello y conmovedor, algo que me dio una sobrecogedora sensación de seguridad desde la primera foto que vi fuera: un cine y la película se llamaba Locos. Era con Jason Robards leyendo nerviosísimo por los parques y un montón de cositas lo ponen mucho más nervioso todavía y se le desgarra el pantalón por culpa de un alambre. La chica es Katharine Ross con una angustia espantosa y de qué le valía pobrecita ser tan buena con Jason Robards y conmigo, cuando los tres inseparables para siempre andábamos sintiendo la nerviosidad esa con miedo por calles, plazas y parques, cosa que a Inés le importaba un repepino en el cine. Además de la bizquera estaba furiosa porque lo primero que se me había ocurrido al salir del manicomio era ver una película llamada hocos y eso podía hacerle mucho daño a nuestra próxima separación pues me estaba sintiendo pésimo tras el desencierro. Ya una hora antes le había dicho que me era absolutamente indispensable volverme loco un rato, a ver si así, Inés, a ver si así logro, y no me había atrevido ni a decir calmarme un poco, y me había toreado cinco automóviles de la ganadería TAXI, hasta que me cogió un policía cuando me iban a soltar el sexto, porque la mía era corrida de beneficencia y tenía que encerrarme con 6 bravísimos toros 6. Ella habló en mi autodefensa y fue generosa con el valium cuando me devolvieron mi pasaporte, pero ahora resulta que sigues ahí parado como un tonto ante el letrero de Locos, Martín. Me preguntó si estaba loco, cuando le supliqué que entráramos, pero me aplicó íntegro el cuello antes de que yo pudiera comentar su frase a mi favor. Y además creo que fue sólo por eso que decidió entrar, quería evitarse discusiones con la razón tan en contra.
A Katharine Ross la mataron al terminar la película, e Inés me comentó que habría podido salirse al cuarto de hora. Le repliqué que yo en cambio me había sentido muy seguro y muy feliz, que jamás me había interesado analizar una obra de arte, dame un valium, por favor, Inés, y te ruego por favor Inés que me lleves inmediatamente al Frenopático, todo porque hacía dos minutos que estábamos por calles, plazas y parques. Cáiganse ahora: Inés me agarró por todos lados y me besó con inconfundible pasión y a duras penas a media cuadra del cine. Me soltó tan rápido, eso sí, y con tanta bizquera, que a duras penas pude balbucearle mi inconfundible pasión, no hablemos de tiempo para un amago de erección, siquiera. Realmente creí que se había vuelto loca porque buena no podía dejar de ser y siempre fue sólo terca como una mula.
Dos horas más tarde los Feliu nos habían conseguido una casita al borde del mar, en Cala Salions, en vista de que yo no soportaba las calles ni las plazas ni nada de la ciudad, un instante más, en vista de que sólo pensaba en regresar al Frenopático, y en vista de que insistía en volver a ver a Jason Robards y a Katharine Ross tan nerviosos por calles, plazas y parques. Tres horas más tarde, José Luis manifestó su acuerdo con el proyecto de Cala Salions, me llenó de afecto, y me cargó de Anafranil. Cuatro horas más tarde, estaba saliendo del consultorio del doctor Raset, con Inés y con un pene en la mano. Sí. Abrumado porque llevaba un pene de acero inoxidable en la mano. Seis horas más tarde, estaba nuevamente de regreso en casa de los Feliu, donde no se hablaba más que de nuestra partida a Cala Salions, en vista de que había vuelto a ver a Katharine Ross y a Jason Robards tan nerviosos por calles, plazas y parques, con el pene en la mano, con Inés furiosa, y realmente abrumado con el pene de acero inoxidable en la mano. José Luis lo había recomendado, incluso: de Cala Salions podría ir viniendo un rato cada semana, luego cada dos días, luego cada tarde, a Barcelona, y de esa manera me iría reacostumbrando poco a poco a vivir en una ciudad.
—Será un proceso de reeducación —dijo Mario, abriendo una botella de jerez por Cala Salions.
Les expresé mi deseo de volver a ver Locos, por tercera vez, mientras llegaba la hora de la partida, porque además de todo Katharine Ross es sobrina nieta de Katharine Hepburn, y yo tuve un abuelo, de aquellos que usaron mis abuelos, al que le había encantado la tía abuela en la vida real, porque a cada rato acababa de volverla a ver en el cine. Por eso sin duda sentí también un escalofrío como de reencarnación y estremecimiento supremos, desde que nos volvimos los tres inseparables en los parques del cine y la cosa siguió y seguirá para siempre hasta que a ella la matan al final de la película, las dos veces que la he visto en mi vida, esa tarde. Es lógico, pues, el escalofrío, porque yo a ese abuelo lo quise muchísimo.
Y era lógico, también, que deseara ver Locos por tercera vez, salvo que el cuello de Inés me probara lo contrario. Lo cual hizo, aunque sin atreverse esta vez a preguntarme si estaba loco, para no tener que aplicarme cuello tan seguido. Después de todo, el doctor Raset me había explicado esa misma tarde en qué consistía el primero de aquellos famosos inconvenientillos que tanto mencionó al cabo de su segunda operación.
Se trataba de la pita. De la pitita. Se trataba de que yo podía sentarme en un wáter y pensar que había también wáters a la turca y muchos sistemas más en los edificios de los organismos internacionales, y que a lo mejor un día imposible mi suerte mejora hasta lograr que cambie mis costumbres turcas de París por las de los baños de mármol de mi casa de Lima, tan caídas en desuso que acababa de acordarme de que uno se sentaba en el excusado y no en el wáter en mi casa de Lima… Y podía pensar también durante horas y más horas que el doctor Raset era un mago porque había logrado hacerme defecar pititas sin dolor, y así pensar y pensar, cigarrillo tras cigarrillo, pero la pitita seguía saliendo interminablemente y yo tuve que explicárselo cara a cara a Frankenstein.
—Es lo normal, señor Romaña. Lo sabía; lo estaba esperando. Un poco de sentido del humor, por favor, ahora. A usted le ha pasado de todo en la vida, o casi. Me consta por la forma en que le han masacrado el culo. Pues lo siento, señor Romaña, pero con tanta operación es lógico que los músculos se le hayan contraído en esa zona. Eso explica lo de la pitita, como le llama usted. Y eso explica también el que… je je… tenga usted que volverse maricón je je durante unas semanas, je.
Le dejé el ¡QUÉ! aterrado a Inés, porque recién al día siguiente empezaba un nuevo tratamiento antidepresivo-agresivo con Anafranil. Pobrecita, se le vino el mundo abajo, ahí, en mis narices, y no logré ayudarla ni siquiera haciendo que me cayera a mí encima. Y después lo único que hice fue mirar al doctor Raset con cara de qué importa, y sólo porque me estaba pidiendo que mirara.
—No. No le digo que me mire a mí, señor Romaña. Mire usted a su derecha, sobre aquel mueble. ¿Ve usted?
Era ese sentido del humor negro, tan agudo entre los proctólogos, el que le permitía sonreír cortésmente mientras yo iba contemplando su colección completa de conos de acero inoxidable, homogeneizados, pasteurizados, y exactos a un pene.
—Coja usted el tercero empezando por la izquierda, señor Romaña, je.
Yo hubiera preferido que Inés lo agarrara, puesto que era ella la que lo iba a hacer funcionar, según nos lo estaba explicando el doctor Raset. Pero ustedes ya saben lo que es un cuello largo largo coronado por una bizquera. Además, no saben lo horrible que puede ser un Frankenstein que dice je.
—Diez minutos cada noche, señora. Lo introduce y lo mantiene usted en el recto durante diez minutos cada noche. Empújelo a fondo y sin temor, je, señora, y mantenga luego la presión, pues tiende a escaparse debido a la contracción actual de los músculos.
Me miró adivinando que también yo tendía a escaparme, pero volvió a dirigirse a Inés. Era como si estuvieran hablando de cuello a cuello, ante un inexistente Martín Romaña, y recordé con profunda nostalgia los años en que aún se me permitía conservar un mínimo de edad y estatura. Pero ya ni eso, ahora.
—¿Está todo claro, señora?
—Sí, doctor. De lo contrario perdería horas cada día en la pitita.
—Eso, señora.
—Y ahora, señor Romaña, coja usted el tercero empezando por la izquierda, por favor —insistió el doctor Raset, ante mi falta total de presencia de ánimo, y pensando probablemente que me estaba haciendo el olvidadizo o algo así.
Fui.
—Muy bien, señor Romaña. Ése. El tercero, je. Diez minutos todas las noches durante una semana y luego viene usted por el cuarto. Al llegar al sexto será suficiente. Cada siete días viene usted a cambiarlo por uno de mayor diámetro. Cuatro semanas, señor Romaña, y el asunto habrá quedado atrás. Un caso para los anales de la ciencia proctológica, créame, no le exagero en nada. El fin de una pesadilla, señor Romaña ¿Cómo, no se alegra usted?
No siendo psiquiatra, como José Luis Llobera, el doctor Raset no tenía por qué no decir una que otra tontería de vez en cuando, ni mucho menos por qué entender que la pesadilla continuaba para mí. Una casita al borde del mar, en Cala Salions. Una playa abandonada en esa época del año. Una pareja que parte a una casita al borde del mar, en una playa abandonada, cuatro semanas, porque el doctor Raset acaba de decir cuatro semanas, sin entender para nada que Martín Romaña, ese hombre que acaba de tomar a su esposa del brazo, que le está diciendo vamos, tras haber cogido el cono de acero, piensa en otra cosa. Piensa que ésta era la única luna de miel al revés de la que tenía conocimiento. Y para la inmensidad de su tristeza, en ese instante, al revés quiere decir una luna de miel que no es el punto de partida de algo, que sería en cambio el punto final de todo.
En la calle, le pidió a Inés que lo llevara a ver Locos, o al Frenopático, y dejó caer sin darse cuenta el cono de acero.
—Te pasas la vida pensando en otra cosa, Martín —le dijo ella—. Toma, llévalo tú, y agárrate bien de mi brazo porque te va a atropellar un carro. Y no sufras más, por Dios. Te voy a cuidar muy bien estas cuatro semanas. Piensa que nuestros amigos han tenido la amabilidad de conseguirte una casa en la playa por todo el tiempo que necesites. Y ya verás cómo al regresar a Barcelona no sientes angustia alguna.
Inés tenía razón. Regresé a Barcelona sintiendo únicamente los efectos secundarios del Anafranil. Visité a mis doctores, a mis amigos, a sus esposas, todo bajo los efectos secundarios del Anafranil. No siendo psiquiatra, aunque fue un gran tipo conmigo y al final no quería ni cobrarme porque mi caso quedaba para los anales de la proctología, el doctor Raset me habló del último inconvenientillo, ahora que ya podía defecar paquetes con pita y todo, si lo deseaba, je je…
—Lo lamento mucho, señor Romaña, pero usted tiene hemorroides todavía.
Se escuchó un ¡QUÉ!, que no era el mío, ya por falta de costumbre, sino el de Inés, que no estaba dispuesta a soportar más porque tenía fecha y hora y número de vuelo desde el aeropuerto de París, ciudad que a mí me parecía haber abandonado para siempre, mil años atrás. Curioso. No había logrado creer más en su existencia, desde que Inés empezó a hablar de partir, París se habla convertido en una mención literaria, una vaga referencia a la tristeza y al miedo y al amor con demasiadas ilusiones. Y no había vuelto a creer en su existencia hasta entonces, porque jamás logré creer que el día que ahora se acercaba, pudiese existir.
—He dicho que el señor Romaña aún tiene hemorroides, señora.
El otro ¡QUÉ! de Inés fue con el cuello que había venido ejercitando durante los últimos tiempos, para el aeropuerto, y el doctor Raset se deshizo en aterradoras explicaciones acerca del estado en que me había encontrado esa zona, destrozada, señora. Era imposible extirparle todas las hemorroides, señora. Ya no se podía operar más. Pero mire, no se preocupe, a la primera molestia que se ponga una de estas cápsulas-supositorios. Tenga usted la caja, señora.
Las cápsulas-supositorios eran casi del tamaño de los penes y contenían magia para las hemorroides, según el doctor Raset. Pero Inés estalló en llanto y le arrojó la caja el pobre Raset, que nos siguió hasta la puerta diciendo que comprendía, que lo comprendía todo, ya van a ver, no le pasará nada, siendo algo nervioso el señor Romaña, a lo mejor el mismo miedo se las cura, pero tenga, tenga las cápsulas, señor Romaña, las cápsulas, señora Romaña…