ENORMES DESEOS DE VIVIR

Sí, eran realmente enormes, según el doctor Llobera. Aunque lo malo es que a veces los deseos resultan tan difíciles de realizar. Ello, en mi caso, se debió en parte a la impaciencia de Inés, a la irritabilidad que le causaba tener que convivir con un hombre en cuya enfermedad no podía creer, soplándose encima de todos los efectos secundarios de un tratamiento en el que tampoco creía, y a cuyo médico odiaba a muerte, a pesar de que a ella mil veces le juré que había sido republicano durante la guerra civil. Inútil, su reacción fue siempre la misma: una cara de cuatro metros, más la dolorosa aplicación del cuello aislado del cuerpo, algo contraindicadísimo con las pastillas que me habían recetado. Pobre Inés, me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin ella, en fin, que nunca la había necesitado tanto en mi vida, pero ya estaba escrito que regresar cuanto antes al Perú era lo que ella más necesitaba en su vida, y que yo, enfermo imaginario y heredero real de fatídicas taras trascendentales, era por aquellos días lo que menos necesitaba en la vida. Pero todo aquello lo comprendí mucho tiempo después, al adivinar por fin cuál era su secreto profundo, y cuáles los insoportables demonios que combatían en su mente y en su alma mientras me acompañaba incrédula e impaciente por los desfiladeros gris oscuro de mi espanto. Sólo entonces se me aclaró todo. Incluso la enigmática frase que Octavia había pronunciado cuando le conté la visita al pueblo de Inés.

—Martín, algún día comprenderás que Inés fue la última muchacha que emigró de Cabreada.

Pobre Inés, tuvo que esperar mucho todavía antes de emigrar de Cabreada, de París y de mí. Y pobre yo, también: mucho, muchísimo tendría que esperar antes de ver realizados mis enormes deseos. Ello se debió, en gran parte, a la forma tan exagerada en que se fueron alargando y complicando las cosas. Es lo lógico, pensarán muchos, claro, pero la verdad es que, por aquellos días, ni la pobre Inés, aguanta y aguanta, ni el doctor Llobera, cada día más noble y generoso, ni los Feliu, extraordinarios como siempre, ni yo mismo, tan curtido y experto, ni nadie, habría podido remotamente imaginar los abracadabrantes caminos que me llevarían hasta las situaciones más exageradas del mundo. Pero vamos por partes. Ésta es la puramente depresiva y neurótica. También la de total ausencia de agresividad contra el mundo y la de mis esfuerzos por aprender a conservar mi edad y estatura en todas las circunstancias, un aprendizaje de la agresividad, digamos. La parte que sigue, la del culo, la rectal, la demencial, la exageradísima, es y no es otra historia, porque, como han escrito los autores, nada tiene que ver el culo con las témporas. Pero avancemos con orden, pues sólo de esta manera podrá ser detenidamente observado y verificado el crescendo que me llevó a las más increíbles situaciones, alteraciones, y posiciones. Cómo, por ejemplo, el culo se me subió a la cabeza, y en lenguaje muy poco figurado.

Por ahora, acabo de llegar a Barcelona, de presentarles a Inés a los Feliu, y de establecer los primeros contactos con el doctor Llobera. Estado de ánimo: gris oscuro. Salud: dentro del gris oscuro, la más espantosa angustia, controlada a menudo con sucesivos traguitos de valium que no impiden, sin embargo, que encuentre en mis insomnios al hombre con la oreja-hoja de plátano, en vista de que aún no me topo con él por la calle, y que hombre y mujer que cruzo en cualquier lugar y circunstancia, Inés y los Feliu incluidos, me conviertan súbitamente y sin resistencia alguna de mi parte, en una especie de eficacísimo aparato de rayos X: a toditos les veo el esqueleto, de un gris algo menos oscuro que el de mi estado de ánimo. Ésta es la última novedad en materia de horrores, y tiende, en los últimos días, a desplazarse hacia las caderas de los esqueletos, de preferencia. Ando viendo caderas de color gris, aunque con mucho esfuerzo logro todavía ver uno que otro esqueleto completo. Sigue fallando, sin embargo, todo intento con el cuello de Inés. Éste mantiene, desde el comienzo, es decir, desde antes de la tendencia descendente en dirección a las caderas, su habitual y espeluznante impenetrabilidad. Sufrimiento: atroz. Una sola razón me impide entrar de lleno en crisis de alaridos con los rayos X clavados en el cuello de Inés: Inés.

Y es que, en efecto, Inés como que anda encantada con el refinado lujo del departamento Wall Street de los Feliu. Mejor todavía: está encantada con los Feliu y se está portando encantadoramente con ellos. Mi primera deducción ha sido bastante lógica: lo hace todo por mí, se está sacrificando, está soportando a esta gente cuya gentileza conmigo no tiene limites. Instante de felicidad en pleno corazón del sufrimiento, porque no tardo en notar que no bien voltea hacia mí, bizquea como nunca, y me aplica cuello impenetrable. No logro por consiguiente llegar a una segunda deducción, y tanta amabilidad para con los sanos, seguida de muy agudas bizqueras hacia el enfermo, me obligan a perderme en la oscuridad de un misterio. Llevamos dos días en casa de los Feliu sin que Inés haya citado para nada a Marx, y esta mañana ha estado contemplando, alabando y preguntando por el origen de un precioso escritorio inglés, joya de anticuario. Ha aceptado también una invitación para el restaurant más elegante de Barcelona, y le ha pedido a Josefa que le preste un traje más elegante que el restaurant. Y ahora acaban de regresar: Inés en un solo de sonrisas, y ahí están los tres en la terraza, tomando copa tras copa mientras yo sigo escribiendo en mi habitación. Josefa y Mario han entrado a ver qué tal me va con la redacción de la historia de mi vida en unas diez páginas (voy por la ochenta y cuatro), que me ha pedido el doctor Llobera, en vista de que pronto partirá de vacaciones veraniegas, de que no dispone de muchas horas para mí, y de que quiere ganar tiempo leyendo ese documento, este fin de semana. Detengo mi redacción, volteo a mirar las caderas de Josefa y Mario, logro con gran esfuerzo no ver el cráneo de Josefa y contemplar así la dulzura de su sonrisa, le sonrío, a mi vez, y me soplo la más injusta aunque nada mala intencionada frase de los Feliu.

—Nos habías pintado a una Inés completamente distinta. Hombre, te sacaste la suerte: fina, distinguida, monísima, suave, y seria en el mejor sentido de la palabra. Además, ni una pizca de fanatismo. Modestia aparte, está encantada con nosotros, con el departamento y hasta con el perro. Y nosotros estamos encantados con ella. Bueno, Martín, te dejamos en paz para que sigas con tu redacción.

Pasé las cien páginas, y al día siguiente partí avergonzadísimo a mi primera cita con el doctor Llobera. Ya le jodí su fin de semana, me dije, de golpe, ante la puerta del edificio en que tenía su consultorio. Me venció el terror a molestar, no lograba dar un paso, y jamás hubiese llegado a su consultorio, en el quinto piso, si no es porque en el preciso instante en que me estaba yendo Dios sabe adonde con la historia de mi vida, el hombre con la oreja-hoja-de-plátano empezó a acercárseme peligrosamente. Hoy sé además que no era a mí a quien buscaba, que era un tipo con una descomunal oreja izquierda, caminando como cualquiera puede hacerlo por el Paseo de Gracia, pero entonces. Entonces partí la carrera, apreté el botón del ascensor, lo mandé a la mierda porque tardaba siglos en llegar, y me lancé a saltar por la escalera hasta el quinto piso. Eché la puerta abajo, atropellé la bondadosa sonrisa con la que me recibió la enfermera, y no paré hasta quedar bien instalado en una hermosa sala de espera, sin lograr enterarme a quién pertenecían unas caderas que aguardaban su turno cómodamente instaladas en un hermoso sofá gris que debía ser de otro color. Pensé que, sin duda, aquel esqueleto me había saludado al verme entrar, pero, en fin, los seres que esperan en los consultorios de los psiquiatras suelen ser comprensivos y no tienen tampoco por qué asustarse cuando uno hace un esfuerzo sobrehumano y tardío y les responde al saludo un cuarto de hora después. Me jodió un poco, eso sí, darme cuenta de que jamás me enteraría a quién pertenecían las caderas y esqueletos que iría encontrando en esa sala, o a lo largo de mis sucesivas visitas de julio. El doctor Llobera practicaba una psiquiatría abierta, muy poco tabú, y en su sala de espera aguardaban personajes importantes que no habría estado nada mal conocer. Una famoso banquero que no soportaba un instante más la existencia de dinero en el mundo, por ejemplo. En fin, casos y cosas por el estilo, que mi tendencia a transformarme en aparato de rayos X me impidió disfrutar en ese elegante open house destinado a que la gente asumiera su condición de quién te ha visto y quién te ve, sin temor alguno al perverso qué dirán del infierno son los demás.

El doctor Llobera se mató de risa no bien entré diciéndole, antes de saludarlo, son más de cien páginas, doctor, no se sienta obligado, doctor, si quiere se las resumo, doctor, me va usted a odiar todo el fin de semana, doctor…

—Tranquilo, señor Romaña —me interrumpió, invitándome a tomar asiento, y sin la más mínima gota de odio en su inolvidable sonrisa. Sí, de entrada era imprescindible que su sonrisa fuera inolvidable. Luego, añadió—: Relájese usted. Piense, por ejemplo, en la tranquilidad del portero del equipo rojo, mientras se está jugando cerca a la portería del ya dominado equipo azul.

Este hombre habla mi idioma, estamos hechos para entendernos. Fútbol, además, este psiquiatra es un genio.

—Y ahora olvide por completo que yo le pedí diez páginas y que usted me ha traído ciento y pico…

—Ciento diecisiete, exactamente, doctor.

—Bueno, ya me habían dicho que vino a Europa para ser escritor. Mire, yo le he pedido este recuento de su vida porque es poco el tiempo que tengo para verlo antes de mis vacaciones…

—Lo comprendo, doctor, es todo culpa mía por haber recurrido a usted tan tarde.

—Basta ya de culpabilizarse. Piense en cambio que, con el talento que usted seguro posee, no sólo la puedo pasar muy bien, sino que además este texto debe estar lleno de imágenes y metáforas que pueden resultarnos muy útiles a los dos para el tratamiento. En fin, lo voy a leer con gran atención, y ya el lunes veremos qué decisiones podemos tomar inicialmente. Siga entonces soportando todo, pero añádale ahora a los valiums la tranquilidad de esta primera cita. Voy a tratarlo con el interés y el afecto que usted se merece. Los Feliu me han hablado mucho de usted, o sea que estoy al corriente de ciertas cosas y hasta tengo ya algunas ideas acerca de su caso.

—Doctor, no quisiera molestarlo más…

—Esto es una consulta, Martín, no una molestia…

—No quisiera molestarlo más, pero yo desearía, aparte de sanar, que me sometiera usted a un tratamiento que… que…

—Dígalo, Martín.

—Quisiera lograr… en fin, que usted lograra, algo así como… una especie de… de reconstrucción y modernización completa de mi persona.

Le dio mucha risa. Este hombre habla mi idioma, estamos hechos para entendernos. Este hombre se va a pasar un fin de semana entero leyéndose mis ciento diecisiete páginas. Este hombre es capaz de convertirme en escritor. De hacerme llegar nuevamente a París. De que Inés… Bueno, mejor no pensemos en Inés. Ha quedado en venir a esperarme después de la cita y ya con eso es suficiente.

—Lo espero el lunes a las cinco, Martín. Pero antes de que se vaya, quiero responder a la pregunta que usted no se ha atrevido a hacerme.

Sentí terror, todo se me volvió esqueleto, y estábamos ya de pie, despidiéndonos. Con gran esfuerzo logré vestir nuevamente de un marrón grisáceo al doctor Llobera, y ello me permitió ver incluso lo sonriente que andaba cuando me dijo: Tranquilícese, Martín: usted no se va a suicidar; no tiene usted el menor deseo de suicidarse.

Inés me esperaba afuera, cubriendo su esqueleto con un hermoso traje verde grisáceo, regalo de Josefa. Había estado de compras con ella, y su rostro irradiaba alegría y satisfacción. Pero no bien me vio, zas, la bizquera. Y qué tal bizquerota en catalanas tierras de celebérrimos oftalmólogos. La agarra Barraquer y de frente cuchucientos mil anteojos y sala de operaciones. Y la enorme sorpresa que se llevaría al descubrir que su paciente ha llegado al consultorio completamente desbizcada. Ni la Virgen de Lourdes, se diría feliz, el gran profesional: se curan con sólo entrar en mi consultorio… Pobre doctor Barraquer, me habría tocado a mí desengañarlo, qué horror, qué pena, por Dios, tener que desengañar tanto a un gran médico, verse en la obligación de explicarle que esa bizquera sólo funciona cuando yo ingreso en el campo visual de Inés. En ese instante tendría usted que operar, doctor, en el acto, aunque yo empiezo a creer que su paciente está más para el doctor Llobera, doctor. Vea usted, doctor Barraquer, mire, fíjese bien y verá. En París escupía a Bryce Echenique por mediotíntico y odiaba a los Feliu por capitalistas. En París, cubanizó de golpe a Bryce Echenique y hasta le permitió noquearme, cosa que no logro olvidar. Ahora, en Barcelona, está feliz de la vida con los Feliu, no cita ni a Marx, ni a Lenin, tras haberse negado durante años a conocer a esta gente, siguiendo los consejos de los padres de la revolución. Pero en París, en Barcelona, e incluso en su consultorio, donde a usted le consta que se desbizcó con tan sólo entrar, yo le apuesto lo que quiera que vuelve a bizquear no bien entro en su campo visual. ¿POR QUÉ? Me mandé un traguito de valium mientras unas oftalmológicas e imaginativas caderas aceptaban resignadas la verdad gris que revelaban mis palabras.

Besé a Inés, la tomé del brazo, y le pedí por favor que me consiguiera rápido un taxi, perdóname, Inés, pero estoy muy nervioso. Fue una idea genial, porque cada vez que ella miraba hacia otra parte, en busca del carro, yo lograba volver a contemplar la hermosura de sus ojos cuando no me miraban a mí. Y así logré realmente salvarme de un inesperado y feroz contraataque del equipo azul grisáceo que, tras haber descontado en el marcador, avanzaba rabioso y dejando fuera de acción a todos mis defensas, y yo ahí desamparado portero del equipo rojo grisáceo. Fue un verdadero milagro que no me metieran con pelota y todo al fondo del arco, y ya en el taxi, con la mirada de Inés bella y encantada con Barcelona, pude tranquilizarme un poco e incluso responder debidamente a cada una de sus preguntas.

—Bueno, Martín, ¿qué te ha dicho, en fin?

—Es un hombre encantador, me ha dicho que se va a leer íntegra la historia de mi vida, este fin de semana. Me hizo sentir, incluso, que no era molestia alguna para él tenerse que leer ciento…

—Bueno, pero ¿qué te ha dicho?

Eso. Me ha dicho eso.

—¿Qué más?

—Que lo voy a volver a ver de nuevo el lunes a las cinco, cuando ya haya leído la historia de mi vida, las ciento diecisiete páginas…

—Y para eso te he tenido que esperar más de…

—¿Por qué no subiste y preguntaste por mí? El consultorio tiene una linda sala de espera.

—Estaba muy bien en la calle, gracias.

—Yo arriba también estuve muy bien. Sin embargo ahora…

—Bueno, pero cuéntame de una vez por todas qué te ha dicho. ¿No dicen que es un sabio?

—Es un sabio muy bueno, además.

—La verdad es que hasta ahora no veo por qué.

—Bueno, le pregunté que si me iba a… En fin, él me respondió, porque yo no me atrevía a preguntárselo, que no me voy a suicidar.

—Linda tu broma, Martín.

—Te juro que me ha dicho eso, Inés. Pero, en fin, no te preocupes, todavía hay esperanza: no me ha dicho cuánto tiempo de vida me queda.

—Idiota.

—Déjame tocarte el cuello, Inés.

—Otra vez con lo del cuello, ¡qué pesado te pones a veces, Martín!

—Sólo quería tocarlo una vez más, Inés.

—Bueno, Martín, bueno… Perdóname… me pongo tan impaciente, a veces… Pero es que pienso que en ese plan te vas a pasar la vida entera de paciente.

—Inés, no toquemos ese tema por ahora. Comprende, por favor, que hace un tiempo que más que paciente me siento muriente.

—Bueno, Martín, bueno…

Pasamos el fin de semana en Cadaqués, una playa llena de esqueletos, donde nadie disfrutó tanto como Inés con el mismo mar en el que yo me iba a ahogar, con los restaurants que la claustrofobia me obligó a abandonar corriendo, y con los mariscos que siempre me encantaron pero que ahí, de golpe, eran unos bichos horrorosos y todos de un mismo color gris aterrador. Hasta con el valium pasé atroces tormentos, se me atracaban como espinas de pescado los traguitos de pastillas en la garganta. Pero los enormes deseos de vivir tienen, aun en sus más espantosos momentos, esa increíble capacidad de sorpresa. El domingo por la noche, Inés apagó la luz, y yo me sentí tan tranquilo como el arquero del equipo rojo, en la versión del doctor Llobera. Así me dormí. Desperté tras haber regresado no sé cuántas veces de Cadaqués a Barcelona, ni tampoco sé cuántas veces fueron las cinco de la tarde de ese lunes en que no cesaba de llegar al consultorio lleno de optimismo.

En la realidad, subí saltando despavorido por la escalera, tras haber mandado a la mierda al ascensor porque nuevamente tardaba en llegar, y estuve dando porrazos en la puerta del consultorio hasta que logré entrar sin responder al saludo de la enfermera y prácticamente exigiéndole al doctor Llobera, que también salió a ver qué pasaba, que se mudara de consultorio porque esto no puede seguir así. Me pusieron una inyección, me hicieron esperar un momentito, me sonrieron mucho, y por fin logré explicarle que el tipo ese de la oreja… Para qué continuar: el doctor Llobera se había leído íntegras las ciento diecisiete páginas de la historia de mi vida y hasta había subrayado algunas frases o párrafos particularmente importantes. Se estaba matando de risa, y no pude evitar acompañarlo en tanta alegría, porque con la inyección que me acababan de poner era puro terno marrón, corbata muy bonita, camisa de seda color marfil, y no tenía caderas ni esqueleto por ninguna parte. Estaba impecable el doctor Llobera.

—Doctor, le ruego que me permita salir un instante a pedirle disculpas a la enfermera, no llego a saludarla nunca…

—Ya habrá tiempo hasta para que se vayan a tomar una copa juntos, Martín. Por ahora, estése tranquilo porque tenemos mucho que hablar. Para empezar, le diré que he leído su texto y que es una joya de sinceridad y de sensibilidad a todo nivel…

—Hipersensibilidad, doctor.

—Sí, ya lo creo, pero yo me estaba refiriendo primero al aspecto literario. Es una lástima que no se pueda publicar…

—¿Demasiado confidencial?

—No, eso no sería problema mío; lo que pasa es que tengo que conservarlo con su ficha médica y sus controles. Créame que me ha servido enormemente, y que gracias a él, por ejemplo, supe que se había usted cruzado con el señor Quinteros, cuando lo escuché llegar en ese estado. Y es cierto que tiene usted una real predisposición para las situaciones exageradas, como le gusta a usted llamarlas. Desmitifíquelas, hombre. En este caso, ya lo verá, ha sido una pura coincidencia: Quinteros es uno de los abogados más famosos de Barcelona, y tiene su despacho en el edificio de al lado. Atiende todos los días a partir de las cinco, y lo más lógico es que se haya topado usted con su enorme oreja…

—Doctor, pero la cita del viernes fue a las siete; además, yo no me he topado, como usted dice, con el señor Quinteros, yo he detectado la oreja a cien metros de distancia.

Pobre doctor Llobera, esta vez sí que no pude acompañarlo en su alegría. No, no lograba convencerme de que dos citas + la oreja a cien metros + las 5 y las 7 p.m = coincidencia. Ni hablar, y el mundo en su consultorio empezó a ponérseme nuevamente gris. No tuve que decírselo, lo había detectado tan bien como yo detectaba la oreja del señor Quinteros. Además, para algo acababa de leerse de cabo a rabo mis ciento diecisiete páginas plagadas de profundos y oscuros desmoronamientos. Hablamos horas, hablamos de mi depresión neurótica (por fin podía decirle a Inés que no sólo era una enfermedad real, sino que además tenía nombre y todo), de mi infancia, mi adolescencia, de mi vida en París, de un matrimonio que yo insistía en recordar como feliz y que él insistía en hacerme recordar sin adjetivos, hablamos del Grupo, de mi fracaso en el Grupo, que él insistía en considerar como un fracaso del Grupo, y esa fatal costumbre suya, Martín, de quererse culpabilizar siempre, hablamos de los hijos que Inés nunca había querido tener porque sus deberes de revolucionaria se lo impedían, y que según él, yo, con un poco más de agresividad, debí haberla empujado a aceptar. Y hablamos desde entonces del problema de mi falta de agresividad, que en muchos casos me había impedido defenderme del mundo, o hacer que se aceptara una de mis desperdiciadas intuiciones. Depresión neurótica y falta de agresividad, ésos eran mis grandes males para el doctor Llobera, y había llegado el momento de combatirlos. El camino sería largo pero yo terminaría por salir de ese pozo tan oscuro. Sí, saldría de él aunque me esperaban malos momentos todavía, mi texto estaba lleno de frases tan típicas de la nada del gran deprimido, abundaban los qué importa, y en el fondo qué importa, pero qué importancia puede tener. Además, el doctor Llobera no se sentía tan optimista con respecto al futuro de mi matrimonio…

—No puede ser, doctor.

—Me gustaría hablar con Inés, Martín.

—Inútil, doctor…

—Hummm…

—No puede ser, doctor.

—Martín, sí puede ser: no se olvide que he leído…

—Ella necesita partir, sus ideales…

—Martín, a lo largo de todo su texto, usted afirma que ella lo quiere muchísimo. Pues que se aguante un poco, ahora; una separación inmediata le produciría a usted un enorme desgajamiento. Sí, ella también tiene sus problemas, lo sé, usted no hace más que referirse a ellos constantemente. Y sin embargo, nunca llega a quedar claro en qué consisten esos problemas. Y yo no le puedo asegurar tampoco hasta cuándo va a soportar esa bizquera. Lo que sí le puedo asegurar, Martín, es que usted volverá a enamorarse. Todo ese asunto de Octavia de Cádiz, la obsesionante repetición de ese nombre cada vez que se topa usted con un problema… Ahí hay algo muy simbólico, algo que revela una enorme carencia, usted mismo lo llega a decir, algo que revela que no debe usted tomar su hipersensibilidad como un defecto sino como una virtud, como un poder, como una fuerza muy personal… Creo que no lo podré ver hasta septiembre, Martín, y después todos nuestros contactos serán por correspondencia. Tengo ya pensado el tratamiento, y sé que lo va a ayudar. Pero usted necesitará mucho coraje para enfrentar los meses que vienen. Cualquier cosa, llámeme, y véngase inmediatamente. No tenga temor alguno de recurrir a los Feliu. Ellos tienen tantos deseos de verlo sano como yo. Pero trate de trabajar, combata con ese monstruo de madame Labru en la forma en que le he indicado. Parece cosa de broma, pero ya verá que no lo es y que le va a dar muy buenos resultados. No puede usted seguir viviendo dentro de una tolerancia masoquista, hasta que le estallen de nuevo los nervios. Use la máquina de escribir, pero no para matar sino para vivir bien. Hay una frase en su texto que me ha gustado mucho, y que me ha hecho comprender perfectamente la cantidad de recursos de que dispone usted…

—¿Recursos?

—Sí, enormes. Una persona que escribe tiene muchísimos recursos, créame.

—Doctor, ¿y las ideas de Inés acerca de mí, acerca de mi familia y de todo esto?

—Frases de libros citadas fuera de contexto; ideas recién asimiladas y muy mal aplicadas. ¿Por qué cree usted que bizquea tanto? Inés es una muchacha inteligente pero hay algo que la obnubila, eso se desprende de todo lo que usted ha escrito sobre ella. Se trata, sin duda, de una muchacha noble, sincera, que lo ha querido y lo quiere todavía mucho, probablemente. No puedo afirmar nada más, puesto que sólo la conozco a través de usted, aunque intuyo que también ella tiene un problema muy gordo con el cual no logra enfrentarse cara a cara. Por ahora, piensa que usted es ese problema y por eso bizquea, por eso no lo quiere ver, por eso no desea que esté usted ahí. Y se marchará, creo, porque usted no está dispuesto a moverse de su lado.

—Pero regresó después de mayo del 68.

—Martín, ¿quiere que le lea las últimas páginas de su texto?

—…

—Calma, muchacho. Las cosas van a ir sucediendo poco a poco, y usted va a tener cada vez más fuerzas para enfrentarse a ellas. No se haga un mundo de todo. Enfréntese a los problemas cuando éstos lleguen, y no empiece a combatirlos ni se angustie antes de que se concreten. Y no se crea ni una de las frases hechas de Inés. ¿Cómo es posible que usted sufra con esas cosas? Agreda, defiéndase. Nadie ha explicado mejor que usted su infancia y adolescencia. Nadie ha juzgado a su padre, por ejemplo, con tanto afecto y precisión como usted. Para qué dejarse oprimir por las generalizaciones de Inés. Claro, como usted la admira y admira sus ideales, esas frases lo hunden. Agréguele a eso su depresión actual y comprenderá que es lógico el daño que le hacen. No, Martín, sólo un hombre como usted, que intuye, que afirma, incluso, que cada caso es particular, y que además logra expresarlo con frases certeras, agudas, y hasta con sentido del humor… Un hombre así no puede abrumarse cuando alguien le dice que es una especie de gatopardo sudamericano atrapado entre las garras de todas las porteras y viejas brujas de París. Hay más que eso en París, hombre. Y hay mucho más que eso en usted. Que Inés hable de su familia, de lo que vio en su pueblo, de si le gustó o no le gustó… ¿Quiere que le cite la frase con que concluye usted el capítulo sobre su padre?

—¿Mi padre?

—Tenga, lea, aquí está: «Es más difícil cumplir con los deberes de padre que con los deberes de papá». ¿Qué más quiere usted? Que no le vengan a decir a quien ha escrito una frase así que no ha tomado sus distancias frente a su familia. Y que tampoco se la insulten, porque precisamente usted ha establecido un equilibrio ante ella que no excluye un afecto natural.

—¿Y los jebecitos constantes, doctor?

El doctor Llobera sonrió, para que yo pudiera llegar solo a la conclusión de que no habían sido más que el primer síntoma. Más de un año perdido… Bueno, tampoco podía negar que en ese año hubo una muchacha llamada Sandra, aquellos días con Carlos Salaverry, aquella tardía y fatal visita a Oviedo, risas y lágrimas, fraternidad y desconsuelos, Inés… vida. Pero tampoco podía negar que tanta espera, tantos temores vividos a ocultas, tantas cosas que no me atrevía a decir, me habían traído con mucho atraso ante ese hombre noble y sonriente, dispuesto, eso sí, a cantarme todas las verdades.

Un breve test, bastante convencional, según él, y casi innecesario tras haber leído mi texto y conversado conmigo, lo convenció de que había acertado en sus recetas. Me hizo mirar, una tras otra, una serie de láminas como pinturas abstractas, y me pidió que le fuera contando qué me sugerían y cuáles eran los colores que más habían atraído mi atención. Todas mis respuestas fueron iguales.

—Las caderas de un esqueleto, doctor.

—Hummm… ¿Color?

—Gris, doctor. Estoy muy fregado, ¿no?

—Hum… humm… hummm…

No paró con sus hummm, hasta que no estuvieron listas todas las recetas para largos meses de sufrimiento dentro de una segura, franca y prometida mejoría.

—Agresividad ante todo, Martín. Agreda usted, hombre, no tenga miedo. No bien salga de aquí y encuentre una oportunidad, agreda usted. Busque las oportunidades, responda, diga lo que siente, anticípese a las palabras de los demás.

—Bryce Echenique, doctor, ¿usted cree que me haría bien noquearlo?

—Olvide eso, Martín. Él lo hizo por su bien, no le quedaba más remedio. Además, recuerde que antes le pidió autorización a Inés. Usted mismo me lo ha contado.

—No sé, pero…

—No va usted a ir a París a buscarse pleitos inútiles, Martín. Yo me refiero a una actitud…

—Sí, doctor, claro que le entiendo, pero…

—Olvídese de Bryce Echenique. Usted no vive con él, usted no tiene nada que ver con él. El pobre hombre apareció en su casa con un regalo y tuvo la mala suerte de…

—Lo que pasa es que…

—Bueno, Martín, ya encontrará usted alguna oportunidad de gastarle una buena broma.

—Ojalá, doctor. Detesto molestar pero también detesto que me vean tan fregado. Y más un escritor.

Se mataba de risa el doctor Llobera mientras me iba explicando que el Anafranil era un antidepresivo bastante fuerte, que debía tomarlo antes de cada comida, escribirle contándole cómo iban las cosas, a ver si podemos ir reduciendo la dosis, y que, eso sí, ni una gota de licor porque está contraindicado y las consecuencias son imprevisibles. Ni una gota de licor, Martín, y además tendrá que soportar algunos efectos secundarios bastante molestos, aunque controlables: estreñimiento, pero basta que se tome usted este laxante. Gran dificultad para orinar, qué le vamos a hacer, ya le he dicho que no todo va a ser color de rosa… Fuerte baja de la presión, para lo cual se tiene usted que tomar estas gotas… Fortísima baja de la presión al ponerse de pie y al agacharse, por lo cual es preciso que se ponga usted de pie muy lentamente y que se agache con mucho cuidado… Súbitos e incontrolables impulsos en las extremidades, sobre todo mientras duerme, cosa para la cual tendrá que preparar a Inés, porque puede suceder que de noche le dé usted un manazo, un codazo o…

—O un rodillazo en la barriga o una patada que la haga salir volando de la cama. El que va a salir volando de la casa soy yo, doctor.

—Cómo, ¿y la agresividad? ¿Ya se olvidó de todo lo que le he dicho?

—No me diga usted, doctor, que esos porrazos que le voy a pegar a la pobre Inés son como clases de judo o algo así.

—Martín, acabo de explicárselo, y ahora usted tiene que explicárselo a ella: se trata únicamente de un efecto secundario del Anafranil, y no tiene nada que ver con la agresividad de la que hemos hablado. Además, es algo que no sucede tan a menudo, y que sólo en muy contados casos llega a tener la fuerza de una verdadera patada o de un buen codazo.

—…

—Prohibidos los quesos, las habas, los embutidos, y sobre todo, no lo olvide usted, Martín, ni una gota de licor.

Creí que había terminado, porque llamó a la enfermera y le preguntó si disponía de otra hora libre para mí. Pero no, no había terminado y tampoco quedaban horas libres hasta septiembre. En fin, eso tenía arreglo porque yo iba a pasar nuevamente por Barcelona, antes de regresar a París. Los Feliu nos habían invitado a visitar algunos lugares de España durante el mes de agosto, e Inés, ante mi asombro, había aceptado encantada. El doctor Llobera le dijo a la enfermera que me anotara cuatro citas para septiembre, a ver cómo van las cosas al cabo de un mes de tratamiento, y me soltó el último efecto secundario del Anafranil: impotencia sexual, Martín.

—Pero doctor, eso es lo más deprimente que hay en el mundo.

—Vamos, Martín, tómelo con calma. Aquí le he anotado una inyección para que se la haga poner cada vez que la necesite, y ya está. ¿Inés sabe poner inyecciones?

—Inés no sabe poner inyecciones, doctor —lo agredí, causándole primero mucha risa, y luego una breve serie de hummms…

—…Una muchacha que pretende tomar las armas y que no sabe poner una inyección…

—Perdone, doctor, pero lo importante en este momento no es la revolución peruana. Soy yo. Soy yo, porque los acontecimientos van a tener lugar en París y en nuestra hondonada… Era mi última esperanza, doctor.

Hubiera querido poder odiarlo pero era imposible. Imposible a pesar de que me acababa de joder mi más ansiado proyecto: mejorar, olvidarlo todo durante el verano con los Feliu, regresar a París alegre y optimista, luchar por una gran reconciliación con Inés, y volver a encontrar nuestro perfecto equilibrio en el fondo mismo de la hondonada. Pero no. Ahora tendría prácticamente que tomar cita con Inés, decirle a las cinco vengo listo, correr a que me pusieran la inyección a las cuatro y media, regresar al departamento, y esperar muerto de vergüenza a que la inyección empezara a hacerme efecto. Y claro, de noche, tenerme bien aprendida la lista de las farmacias de turno.

—Doctor, comprenda usted…

—No, Martín, es usted el que tiene que comprender que si Inés no acepta todas las consecuencias e incomodidades del tratamiento, no merece ser su compañera.

Ahí sí que me agarró. Era una verdad como una catedral. Cuánto hubiera dado yo por soltar verdades de ese tamaño. ¡Cuánto! Bah, yo no era más que pura duda y depresión, puro tal-vez-quizá-qué-importa, aun cuando estaba convencido de tener mucha razón. Pero ahora era el doctor Llobera el que tenía toda la razón, y su idea de la agresividad era mucho más amplia y profunda que la mía. Recién entonces lo entendí a fondo. Yo me había quedado en lo de la noqueada de Bryce Echenique, que tampoco excluía en ese momento, claro está, humano muy humano, pero él iba mucho mucho más allá. Sentí una gran admiración por el doctor Llobera, ese hombre que sabía reír, pero que también, llegado el momento… Casi le suelto mi famosa frase: «Es más difícil cumplir con los deberes de padre que con los de papá», pero para qué, si me había estado leyendo el pensamiento todo el tiempo.

—Bueno, Martín, yo parto este fin de semana y desgraciadamente no me quedan más horas libres. Pero hagamos una cosa, porque quiero ver cómo le va a usted con el Anafranil, al cabo de dos o tres días. Véngase a cenar con mi esposa y conmigo, el jueves.

—Tendrá que ser sin Inés, doctor.

—Peor para ella; se perderá el placer de conocer a mi esposa.

—Vendré encantado, doctor.

No sé por qué, pero desde que lo vi deseé esa invitación. Definitivamente, leía mis pensamientos.

—Y ahora, Martín, a comprarse estos remedios y a agredir. Unos meses de Anafranil, unos meses saliendo del departamento con la máquina de escribir, y volverá usted a ser feliz en París. Venga, despídase de la enfermera, que yo lo voy a acompañar hasta la puerta.

Me despedí, jurándole con lágrimas en los ojos que iba a agredir. Y así salí a la vida en el Paseo de Gracia, ignorando al señor Quinteros y su oreja, aunque debo confesar que miré un poquito hacia ambos lados de la calle, antes de ignorarlo por completo: paso libre, y adelante hacia la primera farmacia, recetas al viento, casado con una mujer que no merecía ser mi compañera si no aceptaba los efectos secundarios del tratamiento, aunque debo confesar que pegué un par de saltitos espantados ante dos jebecitos constantes, feliz ante la perspectiva de una comida con ese gran hombre y su encantadora esposa, aunque el lector deducirá muy fácilmente que aún no la conocía, y superfeliz porque acababa de entrar a una farmacia con mis recetas en estandarte y ahí tenía, en mis narices, la primera gran oportunidad de mi vida de poner en práctica mi terrible agresividad. Siempre amé a España, siempre me dio todo lo que le pedí, siempre fue el país de mis vacaciones más logradas, bueno, también hubo de las otras, pero eso no había sido culpa de España y ahora esta farmacéutica catalana me estaba dando la primera gran oportunidad de segregar mi tan contenida pero feroz agresividad. Le había entregado una receta en la que estaba claramente escrito, con la endemoniada y agresiva escritura de un gran médico, que debía venderme cuatro cajas de Anafranil. Qué pasa, se ha ido a la trastienda, tarda en regresar, qué es esto… Salió, la farmacéutica… Vamos a ver, señora…

—Mire, señor, lo siento mucho, pero sólo me quedan tres cajas de Anafranil. Puede usted pasar mañana por la mañana, si lo desea, y le tendré la cuarta. Ahora mismo voy a pedirla por teléfono.

…Eso sí que no, señora, se jodió usted, usted no sabe quién soy yo ni de dónde vengo ni adonde voy en la vida ni con quién voy a cenar el jueves… Arráncate, Martín.

—¡Esto es un escándalo! ¡Sólo en España se ve una cosa así! ¡Soy un hombre gravemente enfermo! ¡Una farmacéutica debe saber lo que es el Anafranil y quiénes pueden necesitarlo! ¡Y que un extranjero puede necesitar cuatro cajas de Anafranil con urgencia!

—Pero, señor, mañana…

¿Mañana, señora? ¡Mañana tengo que estar yo en otro país y sin receta que me valga! ¡Mi avión sale dentro de dos horas! ¡Dentro de una hora tengo que estar en el aeropuerto! ¡Sí, dentro de una hora! ¡Son más de las siete y mi avión sale a las nueve de la noche! ¡No puede ser! ¡Increíble! ¡Me ha reventado usted! ¡Esto sólo puede suceder en un país como España!

Iba a seguir gritando, pero me di cuenta de que la señora se dirigía nuevamente a la trastienda, ¿qué pasaba?, que no venga ahora con que yo tengo la culpa por haber gritado tanto, ésta es capaz de haberse largado y de dejarme aquí sin saber qué hacer. Pero ahí estaba nuevamente y con una amplia sonrisa en los labios… Segundo round, Martín Romaña.

—Mire, señor, ésta es una muestra médica gratuita. La venta al público está prohibida, pero yo se la voy a obsequiar en vista de que usted tiene que llegar a tiempo al aeropuerto.

—¡Tengo que pagar! ¡Yo necesito pagar!

—Imposible, señor, es una muestra gratuita, sólo se la puedo obsequiar, acéptela, por favor…

No pude pagar rapidísimo los otros remedios y largarme en el acto porque pagué temblando y todo se me caía y las monedas rodaban por los rincones, no tardaba en verme llorando de emoción, la señora, el abrazo que quería darle era algo incontenible, puede haberle gritado hasta ¡mamá!, pero felizmente ya la billetera estaba en el bolsillo, también las monedas, el paquete listo. Salí disparado y jurándome que nadie en Barcelona diría de mí: Vimos a un señor con cara de sudamericano llorando en el Paseo de Gracia. No, nunca, ni hablar.

Un taxi, ¡taxi taxi taxi!, yo era un sudamericano que necesitaba urgentemente un taxi porque por culpa de una farmacéutica estaba a punto de perder mi avión en España, habráse visto cosa igual, ¡taxi taxi taxi! Toditos ocupados, ¡qué es esto!, ¡qué es esto, carajo!, ¡toditos ocupados!, ¡taxi taxi taxi! Ni la huella de un taxi libre en todo Barcelona, y el feroz agresor que había en mí acababa de encontrar su verdadera oportunidad: ahí estaba parado como un imbécil en la esquina el policía y yo como un imbécil iba a perder mi avión porque en España todos los taxis están ocupados, un país sin taxis vacíos, un escándalo, habráse visto cosa igual, ¡oiga usted!, ¡en qué país estamos!, ¡qué es esto!, ¡no se da cuenta de que tengo que alcanzar un avión que ya prácticamente se ha ido y usted ahí parado en la esquina!, ¡haga algo, hombre!, ¡para qué le pagan entonces!, ¡muévase!, ¡qué policía la de este país!, ¡qué país este!, ¡lleno de taxis llenos y de policías con la cabeza vacía!

Minutos después decidí no agredir al taxista, por temor a que no me cobrara o algo por el estilo. El policía se me había acercado, me había llevado con él hasta la esquina y no hasta la comisaría, en la esquina detuvo un taxi ocupado, le explicó al chofer que el señor necesitaba urgentemente llegar al aeropuerto, les explicó luego lo mismo a los ocupantes del auto, le agregó al taxista que dejara primero a sus clientes y de inmediato me llevara al aeropuerto, me explicó que ésas eran horas difíciles para los taxis en Barcelona, me deseó buen viaje a Sudamérica, y me dejó en compañía de unos pasajeros conversadores, encantadores, y que a su vez le explicaron al taxista que en esa calle los podía dejar, ellos caminarían unas cuadras, qué importa, pero por ahí puede usted torcer a la derecha y llegar más rápido a la carretera que lleva al aeropuerto…

Inútil, pues, agredir, al taxista, ya para qué. E imposible en semejantes circunstancias explicarle quién era, por qué había armado tanto lío, por qué no era al aeropuerto que deseaba ir sino a la calle Bertrán, número 129, y que en el fondo todo se debía a una fuerte depresión neurótica agravada por una gran falta de agresividad que España entera me impedía combatir. Y así, dispuesto a esperar mejores oportunidades, y países que se adaptaran más a mis necesidades agresivas, llegué al aeropuerto fumando el tercer cigarrillo que el taxista me invitó durante el trayecto, debió notarme muy nervioso, usted disculpará, señor, son Celtas baratitos, la intención es lo que vale, más la historia de su hija mayor que acababa de casarse y la del menorcillo que ése sí que les daba algún disgusto todavía… Le agradecí a mares su veloz amabilidad automotriz, estuve horas explicándole que nadie sino él al volante me habría permitido alcanzar de sobra mi avión, empecé a incurrir en todo tipo de contradicciones al tratar de explicarle cómo y por qué mi equipaje ya estaba en la consigna, ME DESPEDÍ POR FIN, ingresé al aeropuerto con las cuatro cajas de Anafranil, el laxante para el estreñimiento, las gotas para las bajas de presión, las inyecciones para el asunto de la impotencia, todo en una bolsita con el nombre de la farmacia, y no encontré nada mejor para justificarme ante el mundo que meterme a orinar al baño, tenía ganas, además, y a lo mejor así lograba autoengañarme, justificarme un poquito, ante mí mismo por lo menos, pero no, no lo logré. O sea que alcé con mi meada a cuestas y después el asunto se puso más triste todavía al recordar lo de los efectos secundarios, gran dificultad para orinar, Martín, había dicho el doctor Llobera, ésa era pues una de las últimas meadas fáciles hasta sabe Dios cuándo, y mira tú adonde, Martín, y mírate de paso en el espejo a ver qué cara te ha quedado después de todo esto: Madrepatria de mierda, cómo jodes a los aprendices de brujo, y ya estuvo bien por hoy, huevonazo, fueron más o menos las palabras que pronunció el espejo, ahí en el baño de caballeros del aeropuerto de Barcelona.

Agosto lo pasé íntegro bajo los efectos de los efectos secundarios del Anafranil, de los efectos de aquellos efectos en mis relaciones con Inés, de la angustiosa impaciencia que me causaban la paciencia y la generosidad con que los Feliu paseaban a un idiota por diversas ciudades de España, y del recuerdo de mi última y fallida tentativa de agresividad, durante la cena en casa del doctor Llobera. Por imbécil me quedé sin probar siquiera los platos típicos catalanes que tanto me provocaba comer.

Por imbécil y por mentiroso. Porque de entrada, y sin que el doctor me lo preguntara, empecé a comentar lo extraordinariamente bien que me iba con el tratamiento, tres días bastaban para que uno ya sólo deseara suicidarse en broma o morirse un poquito, ideas tan divertidas como ésa, doctor, más lo del lunes después de la consulta, yo mismo no lograba reconocerme, de dónde había sacado tanto y tan valiente ingenio como para poner entre la espada y la pared a una farmacéutica, a un taxista cuyo automóvil ocupado invadí, hasta a un policía, doctor. Y después, doctor, en fin, tal vez esto no le guste tanto, pero para despedirme en gran forma y mejor estilo del trago, me pegué la tranca del siglo con un gran amigo, fue genial, realmente genial… Se me estaba acabando la cuerda cuando apareció la esposa del doctor Llobera.

—Martín, María Teresa…

—He oído hablar mucho de ti, Martín, ya era hora de que te conociera.

Busqué con lupa algo que no fuera su esqueleto, y ahí estaba María Teresa, sonriente, amable, afectuosa, pero el traje sólo lograba verlo gris. Demonios, me dije, pudiste entrar con menos bríos, pudiste esforzarte menos y decir menos cojudeces, a quién vas a engañar con tus emotivos excesos de cordialidad, te la has querido dar de agresivo ante el mundo y ahora mira, estás que te caes, calma, Martín, calma. Pero no seguí mis consejos y quise aprovechar el último poquito de cuerda que me quedaba para arrancar otra vez con la divertidísima historia de mi despedida del licor, ya estaba empezando de nuevo cuando María Teresa me invitó a tomar asiento, y yo, siempre tan deseoso de complacer a mi doctor, y ahora también a su encantadora esposa, yo, emocionado de estar ahí, tan protegido y con la deuda eterna del bien que me iba a hacer ese tratamiento, me dejé caer campechanamente sobre un sillón, quise probarles que ya ni efectos secundarios me quedaban, y en el fondo del sillón estuve muriéndome con la presión cero por no haberme sentado lentamente, por no haber ido descendiendo de a poquitos… Las gotas, rápido, las gotas, dijo José Luis Llobera. Y con las gotas reviví, aunque tan sólo para convertirme en un ser que se debatía entre las lágrimas y la ausencia, en la caricatura del falso Martín Romaña que había hecho su triunfal ingreso minutos antes.

A la voz de ya pueden pasar a la mesa, señores, María Teresa respondió diciendo gracias, Carmen, luego me sonrió, me dijo basta ya de proezas, Martín, tómate todo el tiempo que necesites para levantarte, a Carmen le encanta servir la comida demasiado caliente. Me incorporé centenario, me quedé parado un ratito en espera del mareo, le sonreí en señal de que ya podíamos avanzar, y a paso de procesión llegamos al comedor, donde los tuve horas esperando para sentarse, mientras yo me sentaba obedientísimo. Le sonreí nuevamente a María Teresa, porque esta vez tampoco había mareo, y entonces ella empezó a contarme en qué consistían los provocativos platos típicos que habían preparado en mi honor. Mi comentario fue un par de lagrimones en honor a ellos y a sus platos.

Y el de ellos fue que no tenía por qué preocuparme si no me gustaba la cocina catalana. Mi comentario fue nuevamente un par de lagrimones, y el de ellos agregar que lo tenían todo previsto, porque a menudo sucede que a la gente no le gusta un determinado tipo de comida, lo habíamos previsto, no te preocupes por favor, Martín. Dos lagrimones más mientras llamaban a Carmen para que trajera la entrada, el plato de fondo, y el postre especiales para mí, ya ves lo fácilmente que se arreglan las cosas, no sé por qué te preocupas tanto, Martín. El último par de lagrimones lo solté cuando me dejaron donde los Feliu. Intenté por última vez decirles que habría dado la vida por quedarme para siempre deprimido y neurótico a cambio de… a cambio de… No tenía mucha vida que dar, me imagino.

La primera visita del viaje de agosto fue Santillana del Mar, donde soñé que devoraba platos típicos catalanes donde los Llobera; la segunda, Santander, donde soñé que un guardia civil me perseguía a balazos por robar comida en Cataluña; y la tercera, León, donde en el maravilloso Hostal de San Marcos vi a Sandra pasándose al andén de enfrente para regresar a Madrid y de ahí a París, cosa que me importó un repepino porque acababa de tragarme hasta lo de los Llobera, donde los Llobera, y había quedado con la barriga llena, el corazón contento, y agresivísimo. Lo malo, claro, fue que me desperté pensando en Enrique. Y lo bueno, que se mencionó Oviedo en las conversaciones sobre el itinerario, que los Feliu e Inés cesaron de exigirme presencia alguna en los paseos por las ciudades, y que a partir de ese día ni siquiera volvieron a preguntarme si prefería comer en este o en aquel restaurant.

Me dejaron vivir contando los días y esperando que llegaran, por fin, los primeros efectos positivos del tratamiento. Con Inés, la relación era cada vez más distante. Dormíamos en camas separadas desde que una noche, en Soria, le metí tal patada que casi la mato del susto. Los dos ignorábamos por completo que esos súbitos e incontenibles impulsos podían producirse sin la menor perturbación del sueño, y la noche aquella, que fue la de la primera patada, ella simplemente no lo pudo creer. Pensó que me estaba haciendo el dormido y también ella casi me mata del susto con una soberana bofetada. Recién entonces se dio cuenta de que, en efecto, dormía, y muy profundamente. Se echó a mi lado, me pidió perdón, me llenó de antiguas caricias, y se puso a llorar. Miré el reloj: las tres de la mañana, las tres de la mañana en Soria y con Inés que nunca lloraba llorando entre mis brazos. Era como para matar al doctor Llobera: quién iba a encontrar una farmacia abierta a esa hora, quién conocía una enfermera en Soria, quién conocía Soria y punto. Hice lo que pude, pero no pude hacer nada.

—Perdóname tú ahora, Inés.

Y de esta manera, hacia mediados de agosto, vivía prácticamente entregado al efecto secundario que consistía en orinar con gran dificultad. Me pasaba horas intentándolo, y la verdad es que resultaba dificilísimo. Lo convertí en mi gran excusa: cada vez que había que visitar una iglesia o un monumento antiguos, yo anunciaba que necesitaba orinar, les decía que fueran ellos por delante, y me quedaba leyendo tranquilamente los prospectos de Anafranil, que tanto prometían, o contemplando la cajita color naranja, que tanto sabor podía darle a la vida, o esperando que llegara la hora de tomar la capsulita blanca, con su rayita anaranjada al medio, que tan alegremente me adornaba la palma de la mano. Y por las noches, cuando Inés llegaba a la habitación, le daba un beso lejos de los labios, del cuello y de la bizquera, le preguntaba qué tal le había ido, bien, siempre le había ido bien, luego entraba al baño fingiendo ganas de orinar, y ahí me quedaba esperando hasta que ella apagaba su luz. Pero Inés nunca supo de la cantidad de veces que la besé dormida, antes de meterme a mi cama separada. Ni supo tampoco que durante los últimos días del viaje noté una ligera mejoría, que muchas veces esperé que me enviara a ponerme una inyección, que más de una vez traté de decírselo con una mirada sonriente, y que siempre me respondió con una bizquera. Me prefería así, lejano, evitando el diálogo mediante largas tentativas urinarias, durmiendo en una cama separada, y sin recurrir para nada a las inyecciones. Y al regresar a Barcelona, me di cuenta de que los falsos pretextos que utilicé a menudo para ocultarme en un baño, o las exageradas claustrofobias que me permitieron huir de la insoportable alegría de algún restaurant, por ejemplo, no habían sido más que momentáneas y ridiculas tentativas de alejamiento, evasiones inútiles, fugas por completo desprovistas de sentido, agosto entero me lo había pasado tratando de esconderme como un idiota de alguien que realmente deseaba alejarse de mí. Y claro, tuvo que ser Inés quien mayor provecho sacó de todo aquello. Sin embargo, la idea no me resultó tan insoportable como lo pensé en un primer momento. ¿Señal de una franca mejoría? ¿O es que también los efectos de aquel triste descubrimiento formaban parte del inmenso qué importa de una gran depresión?

Ésas fueron mis grandes preguntas, al cabo de las cuatro citas del mes de septiembre. El doctor Llobera me había escuchado contarle paso a paso todo lo ocurrido, pensado, imaginado y temido, durante las primeras semanas del tratamiento. Anotaba, me interrumpía con preguntas, comentaba, sonreía, me miraba, escuchaba atentamente. ¡Coño!, exclamó la última tarde, ¡si se pudiera hablar con Inés! Después empezó a escribir una receta, pero la rompió, y se impacientó al decir que me iba a costar una fortuna la cantidad de remedios que necesitaba. Hay una ligera mejoría, Martín, agregó, pero no tanta como los dos hubiéramos deseado. Ésa fue la respuesta a mi primera gran pregunta. Y el inmenso qué importa que viví al escucharla, bastó y sobró para responder a la segunda.

—Habrá que seguir con el tratamiento por lo menos hasta abril, Martín.

—¿Con todo?

—En fin, tal vez se pueda empezar a reducir la dosis un poco antes, pero eso dependerá de lo que me vayas contando en tus cartas.

—Sí, claro; y también de cómo me vaya en París este otoño y este invierno.

—Sí, claro… ¿Cuándo es la partida?

—Dentro de tres días.

—¿Quieres cenar con nosotros mañana? María Teresa estaría feliz…

—Yo… también —dije, recordando la cena anterior.

—Bien, te vienes a eso de las nueve. Te tendré listos todos los medicamentos que necesitas.

Nos tuteábamos desde nuestra despedida, en julio, y mientras él me iba diciendo que tenía bastantes muestras gratis, pero que iba a necesitar más y que las conseguiría a tiempo, yo iba recordando demasiadas cosas. No, esta vez no haría el ridículo, esta vez entraría sin tratar de engañar a nadie, llegaría tan mal como me estaba sintiendo, en el fondo qué importa, para eso está él, para curarme, para enseñarme aunque sea a sonreír de nuevo; no, ni siquiera intentaré decirle que la comida típica catalana me gusta, bah, será una cena aburridísima para ellos y triste para mí, en el fondo qué importa.

Pero los enormes deseos de vivir esconden infinitas posibilidades de sorpresa, y hasta hoy me río al recordar cómo gocé aquella noche. Nunca sentí tanto cariño y emoción en presencia de esa pareja tan divertida, inteligente y encantadora. Desde julio los llamaba por sus nombres, porque así me lo habían pedido ellos, pero fue durante esa despedida de septiembre que para mí empezaron a ser realmente increíbles. Para empezar, él me recibió con una tonelada de remedios y muy preocupado ante la perspectiva de que los fuese a perder.

—Pero ¿por qué los voy a perder, José Luis?

—Es que te van a costar carísimos, Martín.

—Te aseguro que no los voy a perder, José Luis.

—Hazme caso, muchacho…

Y no paraba de incrustarme cajitas y más cajitas en los bolsillos, deformándomelos todos, casi desgarrándolos en su afán de que nada sobresaliera, de que nada se me fuera a caer por la calle, eres muy distraído, Martín.

—Tú también, José Luis —apareció María Teresa—; te has olvidado de estos frascos de valium… ¡Martín, qué gusto de verte!

Y mientras yo la saludaba, él le iba quitando nervioso las cajitas de valium, para acuñármelas en los bolsillos, te doy todo el que tengo, Martín, guárdalo para los momentos de gran ansiedad. A la sala llegué con el terno completamente deformado, y me encontré con tal cantidad de bocaditos que no tuve más remedio que preguntar si había otros invitados. No, Martín, pero como la vez pasada quedamos tan mal contigo, esta noche te hemos preparado bocaditos muy variados para que los pruebes, primero, y luego comas sólo los que más te gusten. El lío, claro, fue que todos me gustaron. Entonces José Luis dijo que un buen bocadito exigía siempre un buen trago, y mientras iba repitiendo eso sí, de licor ni una gota, Martín, empezó a servirme un whisky tan enorme que María Teresa tuvo que intervenir.

—Va a pensar que estamos locos, José Luis.

—Es cierto, me distraje; no debes tomar ni una sola gota de licor, Martín.

Y me echó un poquito más, todavía, ofreciéndome luego tal cantidad de embutidos, contraindicadísimos todos, que llegué a la conclusión de que aquel asombroso comportamiento sólo podía deberse al gran afecto que sentía por mí y a su enorme afán de verme sano algún día. Entre ambas cosas, se le había dislocado por completo el tiempo, y el Martín Romaña que tenía ahí, comiendo contraindicaciones y bebiéndose un vasote de whisky, era el que deseaba invitar cuando lo de esa noche fuera ya cosa del pasado.

En la mesa, por supuesto, brilló por su ausencia la cocina catalana. No toqué el tema, en aquella oportunidad, por temor a angustiarlos más todavía, pero tampoco he querido tocarlo en las invitaciones que me han hecho desde entonces: me encanta y me siento sanísimo y lleno de una alegre y emotiva sonrisa interior cuando evocamos nuestra primera comida juntos, qué horror, Martín, ¿te acuerdas?, todos nuestros platos típicos que te hicieron llorar de depresión, y en plena depresión, qué bárbaros, por Dios, siempre nos arrepentimos, Martín. Yo entonces interrumpo y les pregunto por los pijamas de José Luis. Porque con lo de los pijamas empezó el bochinche que me hizo saber, sentir, creer profundamente que sólo un hombre como él podía llevarme a buen puerto. Fue un breve y delicioso incidente familiar. María Teresa aprovechó mi presencia, el whisky, y el buen humor de su esposo, para anunciarle que le tenía una mala noticia. ¿Cuál?, preguntó José Luis, sin darle mayor importancia al asunto, pero casi se atraganta cuando ella le soltó que había encontrado la lavandería cerrada y que sólo le quedaba un pijama limpio para esa noche, el que tú odias porque las mangas te quedan ligeramente cortas. Me miró, y mientras él estallaba, me explicó que sería cosa de dos milímetros más o menos.

—Perdónenme, por favor, por haberles arruinado la cena —agregó, muerta de risa—, pero realmente deseaba que Martín supiera en manos de quién está.

Una de las sensaciones más extraordinarias que puede experimentar un ser humano es la de volverse a reír después de tanto tiempo. Aún la recuerdo, aún revive en mí cada vez que entro a casa de los Llobera. Tuve, también, aquella noche, la certeza de que con José Luis lograría curarme, de que a mí sólo podía entenderme y curarme un hombre que primero te escuchaba hablar de fobias, terrores y angustias, después te aconsejaba y recetaba, y todo para acabar temblando él de nervios porque las mangas de su único pijama limpio era dos milímetros más cortas que las de todos los inalcanzables pijamas que habían quedado cautivos en una maldita lavandería cerrada. Y que a lo mejor mañana no abría, además. Esto fue lo último que se le ocurrió al pobre José Luis, aquella noche. Y mientras me despedía de María Teresa en la puerta del departamento, él me iba sacando de un bolsillo una cajita de valium, porque lo que es esta noche, Martín…

Seguía contento cuando llegué a casa de los Feliu. Y durante la noche me puse a contemplar el sueño de Inés, preguntándome por qué no le había contado todas esas cosas antes de acostarnos, y respondiéndome que jamás las habría comprendido, Inés habría enmudecido, habría hecho una mueca antes de bizquear, a lo mejor hasta habría pensado que no sólo el paciente era un hombre podrido, también el médico. Sin embargo, la idea no me resultó tan insoportable en un primer momento. Pero no se trataba esta vez del inmenso qué importa de una gran depresión. Era otra cosa. Era la confianza, la seguridad que me iba invadiendo. Podía sanar. Con un médico como José Luis, con una persona como María Teresa, no se podía no sanar. Yo necesitaba estar sentado en su casa, bebiendo y comiendo con ellos, y completamente sano. Ellos no me habían fallado, yo no podía fallarles. Ellos me habían hecho reír. Ellos deseaban verme sano, yo soñaba con regresar sano a Barcelona… Iba pensando y sintiendo estas cosas mientras contemplaba a Inés dormir, y por eso al cabo de un rato la idea empezó a volvérseme bastante insoportable. Una pieza no encajaba, una frase del hombre en quien había puesto toda mi confianza empezaba a convertir aquella noche en una nueva pesadilla insomne. José Luis no creía demasiado en un futuro con Inés a mi lado. En una oportunidad me había dicho que volvería a amar, en otra me habló del enorme poder regenerador del amor, en otra del extraño simbolismo que se ocultaba en aquellas palabras que inevitablemente se me escapaban al tropezar con algún obstáculo: Octavia de Cádiz. Hoy, hace años que lo entendí todo, claro, y hace años que entendí también la frase que tiempo después pronunciaría la Octavia que me tocó conocer y amar.

—Martín, algún día comprenderás que Inés fue la última muchacha que emigró de Cabreada.

Me tomé un buen somnífero, me entregué por completo a la idea de una recuperación más rápida que la que el propio José Luis imaginaba, lo recordé extrayendo impaciente una cajita de valium de mi bolsillo, pensé que un sabio que no es humano, muy humano, no es sabio ni es humano ni me cura a mí, y me quedé dormido jurándome que regresaría a Barcelona sano y en tiempo récord.

Y soñando con estas cosas logré reincorporarme más o menos a la vida cotidiana en París, volver por necesidad al trabajo, conversar con Inés, hablar de sus deseos de partir, convencerla de que esperara un poco todavía, de que lo pensara más, e incluso ubicar a una monjita muy cerca de casa para lo de las inyecciones. Inés bizqueaba pero se iba quedando, y hasta aceptó varias veces que regresara al departamento con mi inyección recién puesta.

—Si la monjita supiera el favor que me hace con cada ampolleta —le dije, una vez—, si supiera para qué me sirven y lo que estamos haciendo… Pobre monjita, ni se lo imagina, seguro, pero yo siento que me inyecta un poco de fe cada vez que voy al dispensario.

Inés no se inmutó. Parecía haber perdido toda posibilidad de sonreír, y llegó a bizquear hasta cuando hacíamos el amor. Frecuentaba siempre las reuniones del Grupo, pero creo que hasta al Grupo le bizqueaba ya. Digo esto, porque lo soñé una noche, y porque recién ahora que lo rememoro y escribo me doy cuenta de que fue un sueño premonitorio. ¡Increíble!, recién hoy comprendo hasta qué punto ese sueño pudo haberme ayudado a penetrar, a descubrir el secreto profundo de Inés, y también a hacer algo por comprenderla mejor.

Pero entonces lo importante era soñar despierto, escribirle a José Luis, y esperar aquella carta que me permitiría reducir la dosis. Celebramos el Año Nuevo, me tomé varias copas, y agarré a patadas a medio mundo. Recuerdo haberle ocultado eso a José Luis, y el espantoso estallido de rabia que le produjo a Inés verme tan grotesco. Logré hacer las paces con ella hablándole una vez más de su partida.

Pero nos besamos, y me dejó ponerme una inyección. Le juré y me juré que batiría todos los récords, que muy pronto llegaría sano a Barcelona. Pero fue entonces cuando empezó a picarme el culo: abril de 1970.

Sí, fue entonces: abril de 1970, y justo cuando acababa de recibir la carta de José Luis, diciéndome que podía reducir la dosis de tres a dos Anafraniles. En un par de meses estaré sano, me decía, en junio todo esto pertenecerá al pasado, me repetía, sin darle mayor importancia a lo del culo. Qué tenía que ver el culo con el cerebro, qué tiene que ver el culo con las témporas.

Pero maldita sea, tuvieron mucho que ver, tuvieron demasiado que ver, se confundieron, se convirtieron en la misma cosa, en algo que Octavia, cuando se lo conté, rechazaba y rechazaba: no, no podía haber pasado por situaciones tan asquerosas, tan horribles, tan horripilantes, no, no me hables de eso, Martín. Pero yo insistí en contarle hasta el último detalle porque deseaba que supiera a fondo de Inés, de mí, y de mi mala suerte. De cómo unas estúpidas hemorroides pudieron convertirse en lo que ella, con gran acierto, muchísima pena, enorme crispación, y no digamos nada del asco, llamó vía crucis rectal. Y de cómo aquel vía crucis me hizo llegar por fin a Barcelona, pero más jodido que nunca, para variar.