Fue una de las primeras tardes calurosas de aquel mes de julio. Me había enterado de la llegada del verano, de casualidad, un día en que Inés encendió la radio. Para mí no existían las estaciones, aunque no por las mismas razones que hoy me permiten afirmar, mitad en broma, porque hace reír a la gente que anda furiosa con el clima, y mitad en serio, porque a menudo es verdad que en París, tras la definitiva extinción de la primavera, el verano suele caer en lunes. Por entonces la primavera y el verano sí existían, al menos creo, pero para los demás. Yo llevaba muy adentro aquel gris eterno que era también el color de todo lo que veía y que incluso escuchaba cuando alguien me dirigía la palabra. Sólo ese gris oscuro existía. Y recuerdo lo mucho que me estaba pesando la tarde aquella en que Inés empezó a hablarme.
Recuerdo que al principio me pareció que empezaba a recitar de memoria una lección. Recuerdo que luego hizo un esfuerzo por ponerse muy didáctica y darme una buena lección. Pero todo eso la llevaba a bizquear demasiado y seguro que al final no soportó tanta incomodidad y bajó un poquito la guardia, ante un inexistente adversario, lo cual le permitió verme mejor y tal vez fue ésa la razón por la que a mitad de camino empezó a escapársele cariño y ternura, digamos que entre líneas. Recuerdo que entonces yo, tan necesitado como andaba de ese cariño suyo, de esa ternura suya, supe leer entre sus palabras, y en vez de tomarlas en el sentido que ella quería darles, las fui desmenuzando en el sentido que yo adivinaba que también tenían, y a ese sentido me aferré. Recuerdo por último haber dicho muchas tonterías y que ella me las reprochaba, pero no como me había reprochado siempre el pedazo de infancia que aún llevaba a cuestas y que tanta gracia nos había hecho en algún momento pasado mucho mejor. No, aquella vez como que miró muy atrás, como que logró ver algo que había sido hermoso y entre los dos, en ese pasado, y yo adiviné, vi que le había gustado, que le estaba gustando, y le toqué el cuello y le pedí que nos sentáramos, el uno al lado del otro, ahí sobre nuestra vieja cama, y que conversáramos en paz y que me contara todo de una vez, agregando luego que era lógico que ella se quisiera ir, si pensaba de esa manera, aunque con gran pena de mi parte, y que también era lógico que yo hiciera todo lo posible por retenerla, y que eso a ella le iba a causar mucha pena y dificultad. Yo no sé a dónde habríamos llegado con lo bien que estábamos ahí los dos, yo sobre todo, porque hay que decir la verdad, y la verdad es que a ella le quedaba siempre tanta reticencia como cariño. Ya dije que nos interrumpió alguien que tocó la puerta, y también he contado varias veces que yo un día acompañé a un aeropuerto a una Inés que se fue bizqueando y sin verme. Pero hay mucho más antes de eso, hay, para empezar, lo que nos dijimos desde que ella comenzó, hablando como de memoria, luego como quien le enseña una lección a alguien, y luego aquello que también nos dijimos cuando ya estaba yo conmovidísimo y ella bastante enternecida con su desastre.
—Francamente, Martín, no creo tener nada que ver en lo que tú llamas tu enfermedad. No creo que se trate ni siquiera de una enfermedad. Para mí, eso que tú llamas una enfermedad no es más que una tara hereditaria. Admito que no eres culpable de ella, pero qué quieres, pues, Martín, con el pasado familiar que te traes por detrás. Existe la sangre nueva y positiva y la sangre vieja, como la tuya, que ya no sirve para mucho. Y eso que todos consideran inmadurez en ti, esas locuras que no cesas de cometer, y que en otros tiempos hacían reír a unos cuantos amigos ante los cuales te gustaba incluso posar de niño, de irresponsable, todo eso es para mí chochera, mucho más que inmadurez. Estás gastado, qué más prueba quieres de ello que tu total incapacidad para mirar el porvenir con optimismo. El Grupo fue demasiado para ti y eso era el porvenir…
—¿Mocasines era el porvenir?
—Mira, Martín, confiesa que el Grupo fue tu única oportunidad de escapar a esa especie de maldición decadente que llevas contigo…
—Pero Moca…
—Déjame hablar, Martín. Para empezar, Mocasines no es más que una excepción.
—¿Y Lagrimón y…?
—Martín, si no quieres no hablemos…
—Hablemos, Inés, hablemos de todo menos de las numerosas excepciones.
—Ya basta, Martín.
—Ah, Inés, si supieras cuánto daría por poner en la puerta del mundo un enorme letrero que dijera: YA BASTA.
—Martín, por favor, no te pongas así. Ya sé que estás muy triste desde hace tiempo. Pero ahora pregúntate a qué se debe esa tristeza…
—A una enfermedad, a una depresión muy fuerte.
—Déjate de enfermedades y de tonterías, Martín, qué depresión ni qué ocho cuartos…
—Claro, para ti la única depresión verdadera que ha existido es la de Wall Street en 1929.
—Vete a la mierda, Martín.
—Perdón, Inés, se me escapó, no pude evitarlo. Y voy a tratar de ser muy honesto contigo, en vista de que tú lo estás siendo conmigo.
—Entonces déjate de tonterías.
—Para mí no son tonterías, mi a… Para mí esa frase sobre Wall Street ha sido toda una revelación. Déjame que sea honesto, déjame que te explique por qué.
—¿Por qué?
—Inés, partamos del principio, muy honesto, de que aquí están dialogando dos personas. Una que no cree en la depresión como enfermedad, y otra que la está viviendo, o mejor dicho sobreviviendo, para expresarme con toda precisión y honestidad. Esto equivale más o menos a que cada uno hable un idioma que el otro no logra entender. En mi idioma, lo de Wall Street, en 1929, ha sido sobre todo una gran revelación. Me explico: se me ha escapado un chiste…
—Una estupidez es lo que se te ha escapado.
—Es el turno de mi idioma, Inés. Déjame terminar, por favor, porque creo que esta conversación empieza a producirme efectos muy positivos. No sé si te has dado cuenta de que éste es el primer chiste que se me escapa desde que cambié de idioma. ¿Sabes lo que eso quiere decir?
—¿Qué?
—Realmente tenemos que estar hablando dos idiomas muy distintos, para que no te hayas dado cuenta de que eso quiere decir que mientras hay vida hay esperanza.
—¿Terminaste ya, Martín?
—Sí, perdón. Ha sido una frase muy larga, y como demasiado optimista. Necesito descansar un rato. Habla tú, ahora.
—A ver si me dejas… Bueno, voy a retomar el hilo. Tu tristeza, tu desencanto actual, el que vienes arrastrando desde hace meses, es producto de aquello que tú creías ser una intuición privilegiada. Realmente no sé qué tuvo de privilegiada esa intuición…
—¿Tuvo?
—Cállate, por favor.
—Es que en mi idioma…
—Ya basta con lo de los idiomas, por favor, Martín.
—Inés, créeme, créeme, por favor: las imágenes, las connotaciones ayudan. Te juro que he tratado honestamente de…
—¿De qué?
—De acercarnos…
—Martín, date cuenta de una vez por todas de que esta conversación no está destinada a acercarnos. Yo lo que quiero es terminar, Martín… yo…
—¿Qué le pasaba a mi intuición, mi a…?
—Mocasines, Lagrimón, el globo que nunca logramos arrojar… ¿No te das cuenta de que eran intuiciones negras las tuyas? ¿No te das cuenta de que sólo viste el lado peor de la realidad, siempre? Eso es lo que yo llamo una sangre podrida, Martín. Y eso es lo que te ha llevado adonde estás ahora.
—No lo creo, Inés; además, me parece bastante injusto de tu parte que por un par de…
—¡Un par!
—De acuerdo, cien mil. Pero hubo un millón de ocasiones en que fuimos felices, en que te hice reír en privado y en público. Y entre un público que se reía más que tú, incluso. Eres tú la que sólo ves el lado negativo de mi vida.
—¿Y crees que hay muchos otros lados, ahora?
—A mala hora te dije que iba a ser honesto. No, no hay nada positivo en mi vida en este momento.
—Es un momento demasiado largo, ¿no te parece?
—Hay enfermedades así.
—No, Martín. No hay enfermedades así y no quiero volver sobre ese tema. Tuviste la oportunidad de cambiar; la de lanzar el globo, por ejemplo, pudo ser una oportunidad muy positiva para ti.
—Por el fondo, tal vez, lo reconozco, pero no por la forma; no por la forma en que se hicieron las cosas, sirviéndose de… Recuerda un poco, Inés. No puedo creer que con el tiempo…
—Con el tiempo todo sigue igual.
—Yo no, y nosotros tampoco. Ahí te agarré.
—Idiota.
—No te lo niego; me siento totalmente idiotizado, pero creo que con un buen médico…
—Déjate de médicos y de tonterías, Martín. Si hubieses cedido un poco en lo del globo estarías muy sano hoy.
—¡Ah!, entonces reconoces que estoy enfermo.
—Sólo he querido decir que el globo fue tu gran oportunidad.
—No te falta algo de razón; nos habrían largado del departamento y así habría evitado mis últimas relaciones con el monstruo.
—Eso ni lo menciones en mi presencia, Martín; es todo problema tuyo.
—Dos preguntas, Inés. La primera: ¿qué harías tú si la maldad del monstruo te importara? Segunda pregunta: ¿Por qué en el globo iba a decir VIVA LA LUCHA DEL PUEBLO VENEZOLANO? ¿Por qué no el peruano?
—Era un acuerdo con un partido político venezolano. No te puedo decir el nombre, Martín. Es un secreto, perdóname.
—Maldito globo, ni siquiera se llegó a lanzar y por él empezó todo esto.
—Debiste quedarte en el Grupo, Martín.
—Pero yo vine a París para ser escritor, Inés.
—Te dimos una gran oportunidad de serlo.
—No, Inés; te toca a ti seguir siendo muy honesta ahora… Tras la cagada que me obligaron a escribir…
—¿Y sobre qué otra cosa te habría gustado escribir? ¿Sobre tus podridos antepasados?
—Bueno, bueno, Inés; ya sabemos de sobra que para ti, yo desciendo, a pasos agigantados de putrefacción, de algún gran señorón, y que nuestro diccionario dice: SEÑORÓN: todo lo que insulta a un pobre. Tú, en cambio, asciendes sana y revolucionariamente de peluquero en Cabreada. De acuerdo, si quieres, pero no seas tan demagoga, por favor, y dejemos eso de lado por ahora. Además, no creo que tenga la importancia que tú le das. Yo sólo sé que vine a París para ser escritor y que entré al Grupo porque…
—Entraste porque lo deseabas, como todos nosotros. Entraste por las mismas razones por las que yo entré. Sólo que tú no pudiste soportar que el porvenir no se pareciera eternamente a ese ambiente de porquería que te formó.
—¿Por qué no usas deformó, mejor?
—Como quieras, Martín, pero lo cierto es que no tuviste fuerzas para escaparte de él. Dime que no es tu culpa y te lo creeré, Martín. Además, no necesitas decírmelo. Creo sinceramente que no eres culpable de nada. Y ahora perdóname, Martín, pero pienso que la pareja que formamos ya no vale un real.
—No sé, no puedo creerlo. A mí me parece imposible que no puedas aceptar que estoy enfermo y que puedo sanar.
—¿Sanar para qué?
—¡Ah caracho! Para sentirme bien, ¿para qué va a ser, si no? ¿Acaso antes era así?
—No… No siempre has sido así, Mar… Perdóname, me revienta hablar del pasado… Martín, yo estoy aquí para hablar del futuro.
—¿De un futuro sin un tipo que en el pasado…?
—Tienes que dejar de quererme, Martín.
—¿Tú cuándo dejaste de quererme, Inés?
—Yo no he dicho eso.
—¿No has dicho qué?
—Martín…
—Hablando con connotaciones e imágenes que tanto te irritan, te diré que tengo la impresión de que estamos demasiado lejos y que no nos oímos bien. No podemos seguir parados cada uno en un extremo opuesto del cuarto. Ven, siéntate, Inés. Sentémonos los dos y cuéntamelo todo. Lo del pasado y lo del futuro. Dejemos el presente de lado, mientras no logremos un idioma común para referirnos a él.
—Sí…
—Se está mejor sin tensión, ¿no?
…
—Se está mejor cuando nos sonreímos, ¿no?
…
—Yo estaría mejor si no hubieses decidido romper.
…
—En fin, ya puedes contármelo todo.
—Martin, no me habría enamorado de ti… Jamás me habría casado contigo si hubieses sido siempre así. Me acuerdo de haberte tenido a mi lado… de haberte sentido tan optimista. Y me acuerdo de habernos reído tanto juntos y de que tu presencia alegraba a veces muchísimo nuestras reuniones. Me acuerdo…
—Te acuerdas exactamente de las mismas cosas…
—Tienes que dejar de quererme, Martín.
—¿Tú cuándo dejaste de…? Perdón, sigue, Inés.
—Martín, tengo que confesarte que no es sólo por ti que quiero regresar al Perú. En realidad no es por ti… Bueno, es y no es por ti. Hace algún tiempo que eres como un obstáculo en mi vida. Francamente no creo que seas culpable de eso, tampoco. Lo que pasa es que el Grupo ya no me llena… Ya he aprendido en París todo lo que podía aprender y ahora necesito urgentemente ponerlo en práctica en el Perú. Voy a ponerlo en práctica. Es algo importantísimo, para mí, Martín. Y contigo al lado…
—Conmigo al lado es imposible.
—…
—¿Conmigo enfermo y conmigo sano?
—Martín, no me toques, por favor.
—Sólo el cuello, Inés, sólo el cuello…
—Es que me da pena, Martín…
—Te juro que no paso del cuello, Inés.
—…
Pensé: ¡Mierda, la puerta! Ella debía estar pensando algo muy semejante, también, porque los dos permanecimos inmóviles. Sí, los dos esperábamos que allá abajo se cansaran de tocar y se fueran. Pero insistían y eran las tres de la tarde, hora de la siesta del monstruo, y ya los ladridos de Bibí empezaban a joderlo todo. Era, sin duda, alguien que nunca nos visitaba, una persona que ignoraba que no recibíamos visitas entre las dos y las cuatro de la tarde, y pasadas las diez de la noche. El monstruo iba a matar a esa persona.
Yo iré, le dije a Inés. Bajé, abrí, y la cagada: Bryce Echenique, sonriente, sereno e ignorante al máximo de que Inés era capaz de escupirle en la cara. Muy capaz: lo había hecho sin estar él presente, cómo sería teniéndolo al alcance. No, definitivamente este tipo no sube.
—¿Qué milagro, Alfredo? —le dije, con una hipocresía realmente esperanzadora en un tipo tan deprimido como yo.
—Hace meses que estoy por venir a verlos, Martín. Quería obsequiarles un ejemplar de Huerto cerrado, mi primer libro, pero recién hoy…
—¿Y Un mundo para Julius? —le pregunté, fingiendo sumo interés, pensando ¿cómo hago para que no suba?, y odiándolo luego porque seguro que este hipócrita de mierda a quien realmente quiere ver es a Inés, ya me han contado por ahí que anda diciendo que la esposa de Martín Romaña está cada día más guapa, desgraciado, ojalá te viera Inés, te escupiría en el acto. Pero demonios, ¿cómo hago para que no suba?
Y él seguía contándome feliz que acababa de terminar el manuscrito de Un mundo para Julius, y que sus amigos escritores le habían dicho luz verde, viejo, y que pensaba enviarlo a una editorial de Barcelona pero que iba a esperar el fin del verano, porque antes quería olvidar tanta literatura y largarse a pasar unas buenas vacaciones a Italia… Mierda, ¿cómo hago para que no suba? Y Bibí empezó a ladrar de nuevo con tanta conversación y no tardaba en salir el monstruo gritando que le habíamos cagado la siesta, tras haberle cagado ayer mi esposa la noche, habiendo sido yo quien recibió la consiguiente gran puteada, por supuesto.
—Espérate, Alfredo. Subo y bajo. Creo que Inés está muy ocupada, y tal vez sea mejor que nos vayamos un rato a un café. Voy a ver.
Subí tropezándome, subí como si nunca quisiera llegar arriba, ¿qué le podía decir a Inés? No era culpa mía. Además el pobre tipo había tenido la gentileza de venir a regalarnos un libro. Inés, le dije, no puedo seguírtelo ocultando: el que está abajo es Bryce Echenique. Viene a regalarnos el libro que ha publicado en Cuba.
—¿Y qué esperas para hacerlo subir?
—Pero, Inés, si tú lo odias. Eres capaz de escupirlo. ¿Te acuerdas que lo odiabas más que a mí? ¿Te acuerdas que se pasó lodo mayo del 68 escribiendo? Yo, por lo menos…
—Tú por lo menos qué. Tú te fuiste con una gringa mientras que él publicaba un libro en Cu-ba.
Comprendí. Por primera vez en mucho tiempo lograba comprender algo: Bryce Echenique había sido absuelto por decisión unánime del Grupo, la disciplinada Inés había acatado satisfecha la decisión, y ahora el único latinoamericano escupible que quedaba en París era yo. No me era fácil correr en esos tiempos, la angustia como que me descompaginaba toda posibilidad de buen equilibrio y coordinación, pero igual puse una impresionante cara de a-sus-marcas-listos-ya, en vista de que Inés acababa de poner una insistente cara de ¿y-qué-esperas-para-hacer-subir-al-cubano-Bryce-Echenique?
Pero maldita sea, pensé entonces, y bendita sea, pienso hoy, en ese instante la malvada madame Labru había hecho su aparición, allá abajo: una visita irrespetuosa de sus horarios, una conversación cerca de su cama, y una vez más los ladridos de Bibí, provocados por nosotros y nuestras amistades, habían profanado la tumba que debía ser su siesta. Era una gran oportunidad para gritar, una excelente ocasión para controlar el acceso a nuestro departamento, no, no podía dejarla pasar. Chilló la bruja, y Bryce Echenique, que resultó ser diestro en monstruos y porteras, le pegó tal grito, tal mentada de madre, y en francés, además, que al monstruo no le quedó más remedio que pedir que le cambiaran de interlocutor, lo cual en resumidas cuentas quería decir que baje el señor Romaña porque ése sí se deja gritar.
No fue la mirada de Inés, excepcionalmente, la que me puso entre la espada y la pared. Fue la angustia tan temida, la atroz angustia que empezó a rebalsarse tras la oportunísima constatación olvidada, sin duda desde mi inmersión en la nada, de que esta hija de puta no expulsaba a nadie en verano, porque en verano medio mundo se va de París y es prácticamente imposible alquilarle un departamento a dos extranjeros controlables. Allá abajo, la cosa seguía igual: Bryce Echenique le gritaba ¡ya vaya a guardarse, vieja loca!, y ella continuaba llamando al cretino del señor Romaña, tan indefenso y tan fácilmente gritable.
—¡Monsieur Romañá! —aullaba, ¡y que bajara inmediatamente! ¡Inmediatamente!
No supo que acá arriba, las cosas habían cambiado. No supo de mi angustia mil años contenida y de pronto desbordante. No supe yo de mis valiums. No supe de mí. No supe de Inés. No supe de Bryce Echenique. Sí supe de esa vieja perra. Supe también de mi abandonada máquina de escribir y de mis frustraciones. Y de los cambios de parecer de Inés. Y de que Inés, a pesar de todo el amor que habíamos estado sintiendo momentos antes, cuando tocaron la puerta y empezó lo que ahora, inesperadamente, iba a continuar, estaba dispuesta a abandonarme. Lo había perdido todo. No, no tenía ya nada que perder y la angustia la angustia la angustia… No logró controlarme Inés cuando me vio pasar a la otra habitación, tampoco cuando me vio salir corriendo con la máquina de escribir asesinante y empezó a seguirme. Y nada pudo tampoco el sorprendidísimo Bryce Echenique cuando empecé a matar al monstruo a maquinazos de escribir.
Todo esto se lo conté también a Octavia, por supuesto, pero mucho tiempo después. En cambio, a los pocos días, se lo estaba contando ya, entre mil cosas más, al inolvidable José Luis Llobera, a ese gran médico a cuyo consultorio llegué tras haber sido ego vox clamantis in desertum, y gracias a las gestiones de aquellos extraordinarios amigos, los Feliu. Y en cuanto al incidente con el monstruo, que terminó cuando Bryce Echenique le pidió permiso a Inés para noquearme, y me noqueó, es poco y muy lógico lo que queda por decir. Tal vez el lector no le parezca tan lógico (en ese caso puede siempre atribuirlo a la vida exagerada de Martín Romaña), pero tras habernos expulsado esa misma tarde, madame Labru se presentó a la mañana siguiente, con un buen parche en la cabeza, a decirnos que iba a esperar a que pasara el verano para expulsarnos, ella no podía perderse así nomás tres meses de alquiler. No nos expulsó, tampoco, pasado el verano,[5] y además nunca volví a subir por la escalera, ni a cuidarle a Bibí, ni me volvió a gritar ni nada. Esta última parte se la debo ya al doctor Llobera, que con gran habilidad y no menos humor, me aconsejó entrar y salir, tres veces por semana, con la máquina de escribir en la mano.
El doctor Llobera era un hombre de mundo. Me caló de entrada, y como también había vivido en París, no le fue nada difícil imaginar situaciones y encontrar soluciones. Sí, tres veces por semana y que ella lo vea, un excelente recordaris, una excelente solución para este aspecto del problema. Lo otro, claro, será largo, Martín, porque usted debió venir mucho antes, aunque esa pregunta que me acaba de hacer revela enormes deseos de vivir, y muchos recursos para lograrlo. Hizo bien Bryce Echenique en noquearlo a usted. Hizo usted bien en tomarse todos esos valiums, no bien despertó. Y realmente fue una gran idea la de aquel SOS, como le gusta a usted llamarlo. Su caso me interesa. Se trata, si desea usted saber el nombre, de una depresión neurótica muy fuerte, agravada por una falta total de agresividad ante el mundo. Pero, no se asuste, esto va a caminar, ya lo verá usted (inútil decir que ya yo estaba bañado en lágrimas y encontrándole un enorme parecido con mi padre y mi abuelo y deseando quedarme a comer en su casa o algo así). Y en cuanto a esa mujer, se lo repito, y por favor créame: basta con que usted pase tres veces a la semana delante de ella con la máquina de escribir. Procure que sea la misma, incluso, salvo que la haya destrozado usted.
No, por desgracia no había logrado destrozarla, no me dieron tiempo, pero me hizo tanta gracia la receta del doctor Llobera, que no pude evitar soltarle, algo irrespetuosamente, creí, porque acababa de conocerlo, la primera idea que asaltó mi mente.
—Sí, doctor: tres veces a la semana. Pero normalmente hay horarios: ¿antes del desayuno, del almuerzo o de la comida?
Mi pregunta revelaba enormes deseos de vivir.