ALGÚN DÍA COMPRENDERÁS, MARTÍN ROMAÑA

Comprenderás, entre muchas cosas más, que hay gente como tu portera de aquel entonces, gente que no bien se da cuenta de que Inés y tú están regresando de vacaciones, abre su puerta con la felicidad de poderles dar una atroz bienvenida: hace un par de semanas que Bibí, el perro de madame Labru, mató de un último mordisco a Bettí, la perrita de los señores Delvaux. Y que éstos no salen desde entonces de su departamento y que madame Labru ha enviado todo tipo de disculpas y explicaciones pero que sus ojos irradian alegría y satisfacción. La portera, en realidad, quiere conocer nuestra opinión. Vive muy consciente de sus posibilidades de crear conflictos entre los vecinos de un mismo edificio, y no pierde oportunidad de contarle a uno detalles sórdidos y malvados sobre el señor X o la señora Y. Lo hace con estúpida sabiduría, y uno, con estúpido terror, expresa su opinión sobre esto o aquello, y esa opinión engorda el todo sórdido y malvado que transmitirá a otro vecino y que algún día puede volverse estúpida y peligrosamente en contra de uno. Pero yo, aquella mañana de mediados de septiembre, me negué a aceptar que la maldad de madame Labru pudiese llegar a tanto, no sé, tal vez el verano en España y mis problemas personales me habían alejado algo de aquel crimen perfecto al que un año atrás le presté tanta atención. No opiné, no hice comentario alguno, y en lo que a Inés se refiere, una de sus valientes e indescifrables sonrisas fue suficiente. Tenía un cuello largo y demasiado hermoso como para detenerse ante una portera o ante algún perverso pliegue de la inmensa maldad general de madame Labru. Con unos pasos más, que revelaban que había ignorado por completo las novedades del edificio, llegó al ascensor, abrió la puerta y me preguntó ¿subes o no subes, Martín? Yo casi le explico a la portera que tenía que subir con mi esposa, porque era mi esposa, pero que allá arriba iba a pensar en mi opinión más sincera, para luego bajar a parlamentar importantemente con ella. Inés lo captó. Eran los momentos en que me convertía para ella en el ser más estrangulable del mundo. Octavia de Cádiz, se me escapó, y aunque nadie me entendió, quedé pésimo con todo el mundo, lo cual no es poca cosa cuando uno se está sintiendo pésimo. Ya en el ascensor, y más o menos al pasar por el tercer piso, para que la portera no fuera a escucharme, traté de hablarle a Inés de lo del crimen perfecto. Pero Inés no hablaba con enanos sin pantalones.

Noveno piso ascensor. Hogar, dulce hogar. Subimos los escalones de la montañita que ocultaba el motor del ascensor, bajamos, abrimos nuestra primera puerta, madame Labru nos dio la segunda bienvenida del día con un ojo perverso en su mirador descorchado, Inés la ignoró olímpicamente, yo traté de hacer lo mismo pero terminé con un adiosito sonriente, y subí estrangulabilísimo la escalerita que llevaba hasta la segunda puerta de nuestro hogar, dulce hogar. Abrí, sentí terror, recordé a Inés diciéndome, el día de nuestro reencuentro, Martín, yo creo que nunca te abandonaré, y sentí verdadero pavor. Y detrás de ese pavor sentí que la quería y que la necesitaba más que nunca. ¿Por qué más que nunca? La intuición me fallaba, el humor no me decía nada, el amor me daba tanto tanto miedo, ¿qué pasa?, ¿qué me pasa?, ¿qué nos está pasando? No comprendía nada.

El 15 de octubre hubo funeral por la mañana y exposición por la tarde. Y mientras sacaban los ataúdes de los friolentos y pacíficos viejos Delvaux, suicidio, comentaron muchos, suicidio provocado por madame Labru, odió la portera, crimen perfecto, insistía en pensar yo, y mientras otros viejitos lloraban confundidos y algún perrito compañero de soledades se meaba en la escalera porque era su hora, madame Labru abría su puerta y empezaba a colgar cuadros para la tarde, enormes, feísimos, obscenos, sobre todo. A Inés le bastó con la belleza larga de su cuello para no enterarse de nada. Recuerdo ese día y los siguientes como los de una nueva obsesión: el cuello de Inés. Lograba aislarlo, separarlo de su cuerpo, verle sólo el cuello. Y a veces, armándome de coraje, juntaba el cuello a su cara y les sonreía desde el fondo de la más profunda tristeza. Pero ni siquiera así lograba captar la atención que yo ansiaba del cuello de Inés.

Volvió al Grupo, y a sus estudios. Eso último lo hizo para justificar en algo su beca, pero sobre todo para no defraudar al profesor que año tras año había logrado que se la renovaran. Era más que evidente que a ese señor, de grande y merecida reputación internacional en asuntos de cooperativismo, se le caía la baba por Inés. Ella lo había admirado y respetado, al comienzo, pero luego vino la desilusión porque el gran maestro no era marxista, e Inés empezó a dejarlo bastante de lado, como hizo con sus estudios. Frecuentaba sus cursos casi al final del año universitario, y sólo para obtener su recomendación para que le renovaran nuevamente la beca. Sin embargo, ese año empezó a frecuentar sus cursos desde que éstos empezaron. Teóricamente, yo debí sentir celos o algo así, porque el asunto estaba muy cerca de la franca y abierta coquetería, por parte de Inés. Pero, cosa extraña, cada vez que ella me decía que se iba a clase, yo la besaba y le decía chau con bastante alegría. Resulta algo difícil de explicar, lo sé, pero es que en el fondo realmente me alegraba que Inés fuera aún capaz de recordar que a alguien le encantaba verla, siendo ese alguien, además, un hombre cuyas ideas no compartía. Sí, era eso lo que me gustaba, y nunca olvidaré la tarde en que la seguí sin que me viera, entré a su clase sin que se diera cuenta, y me senté a observarla desde un ángulo estratégico.

Con el pretexto de obtener alguna información sobre el Perú, el profesor se pasó casi media clase conversando con ella. Gozaba, realmente se le caía la baba por Inés y hasta se le acercó para encenderle un cigarrillo. Ella respondió muy cordialmente a todas las preguntas que le hizo y hasta aceptó continuar la conversación después de la clase. Pasaron a la cafetería de la Facultad, y nuevamente volví a seguirla sin que me viera y a instalarme en un ángulo estratégico. Gocé con su cuello, con la forma en que también al profesor le aplicaba su cuello, aunque no severamente como a mí, gocé con unas sonrisas y unos gestos que hacía tiempo que no existían entre nosotros. Y gocé enormemente cuando le dijo al profesor, tras haberle preguntado la hora, que tenía que volver a su casa porque le había prometido a su esposo acompañarlo al cine. Salí disparado, llegué a casa antes que ella, a pesar de que el profesor la llevó en su automóvil, y cuando subió me encontró esperándola tirado en la cama, proponiéndole ir al cine más tarde, invitándola a venir a mis brazos, y dándola palmaditas a la hondonada.

—Martín —me dijo—, hace meses que me dijiste que ibas a botar la cama nueva, pero sigues aterrado ante la idea de que madame Labru se entere. No podemos seguir durmiendo sobre dos camas superpuestas. Vamos al cine, Martín.

Le respondí que mejor se hubiera ido al cine con su profesor y ella lo tomó a ataque de celos. Se puso furiosa, cómo te atreves, Martín, y todo eso, con qué derecho, Martín, y todo eso, qué tal raza, Martín, y por último, vete a la mierda, Martín. Le dije que tenía toda la razón del mundo, que me perdonara, que yo era un cretino, que en los años de matrimonio que teníamos me había dado muestras de la más profunda fidelidad. Qué otra cosa le iba a decir, aparte de eso, que además era también verdad. Porque lo cierto es que si le contaba que la había seguido, que la había visto linda y alegre con otro hombre, que la había visto natural, que me había alegrado tanto contemplarla actuar con esa dulce sencillez que había desaparecido de nuestras relaciones, sin el cuello aislado y sordo con el que vivía conmigo, Inés habría quedado completamente convencida de que a un tipo como yo era urgente encerrarlo de una vez por todas.

La guerra de nervios cesó, por fin, y la pipa de la paz consistió en llegar al silencio, en comprobar que si no salíamos en el acto no alcanzábamos la película, en caminar mudos hasta la puerta del cine, y en sentarnos luego a esperar que apagaran la luz para cogerle yo la mano como cuando éramos enamorados en Lima. Últimamente, esta antigua costumbre se había alterado un poco: yo le cogía la mano desde antes que apagaran las luces, por terror a la oscuridad y al encierro, y luego, cuando éstas se apagaban, le apretaba muy fuerte la mano. ¿Por qué tiemblas?, me preguntaba, a menudo. Nunca le respondía. Era también la época en que siempre tomaba la precaución de sentarme a su derecha. Para de comerte las uñas, me decía a menudo. Tampoco le respondía nunca. Prefería cualquier cosa a que se enterara de que cada mordida de uña era en realidad uno de los valiums que llevaba en el bolsillo derecho del saco. Otra cosa que la desesperaba era que yo a cada rato volteara a mirarle el cuello.

Tuve suerte en el colejucho, porque el profesor de italiano había abandonado su puesto y la directora aceptó que yo lo reemplazara. Eran unas cuantas horas más de clases y algunos francos más también. Las dos cosas me cayeron del cielo porque madame Labru nos volvió a aumentar el alquiler y porque así yo estaba menos rato en casa durante el día. La noche no era tan importante, ya que Inés iba a reunirse con sus camaradas del Grupo y generalmente no regresaba hasta muy tarde. Podía, pues, morirme de tristeza, de angustia, de terror, o de lo que fuera, tranquilamente. Tranquilamente quiere decir sin molestarla y sin ser observado. Pero de día ella estaba casi siempre trabajando o leyendo en el departamento, y yo prefería ausentarme lo más a menudo posible. No deseaba que me viera así, perdido en un asunto nuevo contra el que, cada día más, ni el humor, ni el amor, ni el valium podían nada. Notaba, sentía que Inés deseaba estrangularme cien veces por minuto a lo largo de esas tardes interminables que pasaba sentado en un sillón, entregado de lleno al ser y la nada, en compañía de un libro que nunca llegaba a abrir, que a cada rato se me volvía a caer de entre las manos, que luego contemplaba interminablemente sin lograr animarme a recogerlo, hasta que por fin encontraba alguna vaga razón para inclinarme lentamente y así me quedaba horas que eran las horas en que ella me observaba, obligándome a inclinarme más todavía, porque la razón en la vida que me había llevado a recoger el libro era también la de ocultarle aquellas lágrimas por cualquier cosa, que, además, era completamente inútil ocultarle. Necesitaba trabajar, necesitaba estar fuera de casa, de ser posible todo el tiempo que ella pasaba en casa. No comprendía nada entonces, pero el lector sí comprenderá: era la inquisición de su cuello.