—Por favor, Martín, llámanos si tienes cualquier problema. No dejes de llamarnos, por favor. No basta el coraje, muchacho. Hay que saber también que se puede contar con los amigos. Piensa que de ahora en adelante tendrás que enfrentarte a mucha soledad…
Acabo de bajar del tren que me ha traído de Barcelona. He tomado el metro, he salido en la estación de Jussieu y ahora voy avanzando lentamente hacia mi departamento. Las calles están limpias. La basura acumulada hasta lo alto de las puertas ha desaparecido. Acaban de suspenderse prácticamente todas las huelgas, tras los acuerdos de Grenelle, y aunque hay gente que tardará aún mucho tiempo en aceptarlo, en creerlo, mayo del 68 ha terminado y por algunos rincones debe estarse empozando ya ese enorme desencanto que en el transcurso de muy pocos años dañará el brillo de tantas miradas juveniles.
—Por favor, Martín, llámanos si tienes cualquier problema…
Voy repitiéndome esas palabras de Josefa y Mario al despedirnos en Barcelona, palabras sinceras, palabras de gente buena, de amigos. Sigo avanzando hacia mi departamento, me pesa una maleta nada pesada y mientras vuelvo a repetirme las palabras de Josefa y Mario pienso que tienen que haberme visto muy mal, que han detectado en mí algo que no anda bien, y me da miedo. Me asusta la idea de llegar a mi departamento pero ya estoy ante la puerta del edificio. Me parece que hubieran pasado años desde el adiós de Inés, desde el de Carlos Salaverry, me parece también que lo malvivido con Sandra ha durado una eternidad. Entro al ascensor, llego a mi noveno piso, ladra Bibí, subo los escalones que me hacen pasar por encima de la gran caja que oculta el motor del ascensor, los bajo lentamente, estoy ante mi puerta que abro para mirar inmediatamente la puerta de la cocina de madame Labru. Ha quitado el corcho, su ojo malvado me espía por el agujero, soy yo, quién más podía ser, vuelve a poner el corcho en el agujero, y empiezo a subir lentamente la escalenta que lleva a la verdadera puerta de mi departamento. Abro, dejo abierto, salgo nuevamente, voy a mirar la terraza un rato, ahí sigue el somier de la hondonada cubierto de telas plásticas que lo han protegido bastante bien. Le echo una mirada a París. Es un día claro y alcanzo a ver la torta de merengue del Sacré Coeur en la colina de Montmartre, la torre Eiffel, el Sena. Quiero mirar otras cosas pero de golpe me aterra una feroz atracción al vacío, me veo cayéndome por encima del muro, arrastrado por un fuerte viento que se lleva primero mi maleta y a mí detrás, luchando por no perderla. Recién entonces me doy cuenta de que he entrado al departamento con la maleta y de que he vuelto a salir con ella hasta la terraza. Retrocedo lentamente por temor a caerme, acaricio el somier, me saltan lágrimas a los ojos, cierro la puerta de la terraza, me doy cuenta de que sigo retrocediendo, de que voy a entrar retrocediendo al departamento. Ladra Bibí. Doy media vuelta, entro, camino hasta la cama nueva y ahí dejo caer la maleta. Recuerdo que me queda muy poco dinero pero no le doy mayor importancia porque las clases en mi colejucho tienen que estar empezando de nuevo. Mañana mismo empezaré mis caminatas hacia allá, dictaré mis horas de siempre, iré luego al restaurant universitario, aunque no sé bien para qué haré estas cosas o por qué las haré en París. Mientras abro la maleta y miro su contenido voy sintiendo que por algún lado las cosas como que han perdido su razón de ser, que estoy demasiado lejos de las razones e ilusiones que me trajeron a esta ciudad, que las he olvidado, que eso fue hace mil años, pero siento también, extrañamente, que no me voy a ir, que ya no puedo dar marcha atrás, que sería como una enorme molestia para mi familia verme regresar en este estado, sin nada entre las manos y con el recuerdo de un departamento plagado de fracasos de los que ni siquiera sé si soy culpable.
Estoy solo, le pregunto a las cosas que hay dentro de mi maleta ¿qué mierda hacemos en París?, cuando escucho la voz de Inés y volteo asombrado y está sentada y a su lado tiene también una maleta. Yo sólo sé que me lleno de angustia, de miedo y de amor.
—He vuelto, pues, Martín —me dice, con mucha dificultad, esforzándose por hablar—; he regresado, Martín, ya se acabó la revolución.
Hay un enorme cansancio triste en su mirada, un asomo de sonrisa en sus labios, tiene las manos serenamente sobre las rodillas, sé que dentro de un instante estaré apretando y acariciando con mis manos la maravilla de sus brazos desnudos y sé que no debo hacer ninguna broma porque a Inés no le gusta mi sentido del humor y porque no es éste momento para bromas, tampoco sé qué es este momento ni cómo se vive este momento con una mujer que ya dijo todo lo que tenía que decir, que ya se explicó, que me sigue observando, que nota que tiemblo, que tengo miedo de meter la pata, que me tengo terror ahí parado porque si no acierto a fondo, si no hago ni digo algo que ella rechace, tal vez me permita llevarla hacia la perfecta sorpresa de una reconciliación tan llena de amor, mi amor, que ni siquiera notaremos que se trata de una reconciliación, disfrutaremos únicamente de la felicidad que ella nos produce.
Pero hay más mientras la sigo mirando y me sigue mirando. No bizquea, no, quiere llegar hasta el fondo de lo que estoy empezando a sentir. Por eso, la sonrisa tan tenue con la que me observa trata ahora de ahuyentar ese pequeño odio que ha aparecido en su mirada al adivinar en mis ojos lo que yo acabo de adivinar, no sé por qué, más en sus brazos que en su mirada: que sí, que ha regresado porque se acabó la revolución, pobrecita, mi amor, pero también porque aun a pesar suyo sigue amando a ese desastre que debo ser yo para ella, que ha extrañado a su desastre, a su Martín, que a veces sus risas tras una barricada debieron haberse quedado a la mitad porque mi recuerdo la sorprendió, que tal vez una noche en el Grupo me nombraron y se produjo un silencio que todos vivieron con embarazo pero tú con pena, Inés.
No bizquea y acentúa su tenue sonrisa. Sus manos continúan serenamente sobre sus rodillas y sus brazos son tan hermosos que logran incluso alejar esa imagen de un gran cansancio, de una gran desilusión, que trae en su mirada. Mulita terca, me estás odiando porque me quieres, y ojalá no lo notes pero me están entrando unas ganas de bromear espantosas, de soltarte un como decíamos ayer y de poner música y de sacarte a bailar un pasodoble o algo así. Contrólate, Martín, opta por seguir emocionadísimo, evita detenerte en los deliciosos y sonrientes detalles de lo compleja que es la vida y asume tal cual es el amor de tu esposa, un amor con su espadita de odio porque ha regresado también a pesar de que eres para ella un desastre y precisamente porque eres un desastre y entonces pierde edad y estatura y rompe el silencio que esto ya parece orgullo y tú cuándo has sido orgulloso para estas cosas y a lo mejor si te tiras de rodillas a acariciarle los brazos, la presencia de su cuello, la juventud de su piel, la aciertas de una vez por todas y otra vez a vivir con la terquedad de tu mulita pero a ti hasta eso te hace gracia y ya ves cómo te has puesto a llorar de emoción no bien te ha permitido ocultar tu cabeza entre sus piernas.
Eso duró horas. Horas durante las cuales quise hacerle sentir exactas y una por una las cosas que me habían ocurrido desde su partida, horas durante las cuales busqué su comprensión total, un amoroso entendimiento, una muy tierna aceptación de mis razones, de mi vida, de mi persona, de lo maltratado que me iba descubriendo mientras continuaba tratando de hacerla recorrer conmigo y que yo creía haber concluido ante el ataúd de Enrique, en lo atroz, y en la maravillosa acogida de los Feliu, en lo hermosa que puede ser la vida, la vida hermosa que ahora empezaría nuevamente con ella.
Pero no, no porque el desahogo de mi largo recuento, aunque enorme porque Inés lo acompañaba con un constante acariciarme la cabeza mientras yo deleitaba mis manos en sus brazos, no lograba ser un desahogo, no, no lograba serlo y era terrible sentir que a medida que iba alejándose el pavor de los hechos concretos, del perfil muerto de Enrique, por ejemplo, otro pavor ocupaba ese lugar, que me aterrorizaba la idea de un desmoronamiento, sí, recuerdo hasta hoy cómo la palabra desmoronamiento me sorprendió completamente desarmado a pesar del retorno de Inés, a pesar de sus caricias, y de sus caricias como más allá de su retorno, y recuerdo también cómo ni siquiera éstas lograban alejar con su maravilloso estarse repitiendo y repitiendo una especie de asfalto nocturno plagado de jebecitos constantes o el terror a que alguien me fuera a apagar una luz. Cosas así de horribles, así de insoportables invadieron de pronto algo que yo sentía ser mi cuerpo y mi alma totalmente desarmados, mientras yo estaba contándole a Inés de mis problemas en Bilbao, y también aquel otro terror a caerme de la terraza, me invadió, y aquel otro de no servir ya para nada en la vida, me invadió, y aquel otro de cruzarme en la calle con un hombre con una oreja normal y la otra del tamaño de una hoja de plátano, también me invadió.
Y de todo eso nada sabía Inés. Cómo se explica eso, cómo se explica eso mientras uno la está llevando, está recorriendo con ella el itinerario que debe, que tiene, que puede llevar a la perfecta sorpresa de una reconciliación, porque Inés me sigue acariciando y yo insisto en deleitarme con sus brazos, después con sus senos, y después levanto por fin la cabeza que ella guarda siempre entre sus manos, y la miro cara a cara: pobrecita, mi amor, se le ha acabado su revolución y sólo le queda este desastre que es su amor pero este desastre vive ahora desmoronamientos que no tienen nada que ver con lo concreto, que lo sorprenden, que lo bambolean en un mundo de fantasmas y obsesiones contra las que muy poco puede el humor y parece que nada el amor, mi amor, pero ya vas a ver cómo lucho y no te cuento nada a punta de luchar y cómo en cambio te voy a decir que somos los reyes del amor, ¿no te das cuenta, Inés?, tu maleta aquí a nuestro lado, la mía ahí sobre la cama, entraste al departamento media hora antes que yo, somos unos ases, hemos regresado juntos, mejor todavía que si lo hubiésemos planeado, hemos llegado el mismo día a la casa de nuestra vida conyugal y perdóname Inés el que haya llegado con media hora de atraso pero ya sabes que tu Martín siempre fue una bestia y que se le paran los relojes y todo eso, o tal vez fue miedo a esperarte porque si yo llego un minuto antes que tú, ese minuto se me convierte en un siglo, tú ya me conoces, amor, soy tu desastre preferido…
Inés se sonríe. He acertado a fondo aunque en el fondo me sigo sintiendo pésimo de esa cosa nueva que no entiendo y que no curan las caricias. No importa, adelante, Martín.
…Soy tu desastre preferido pero valientemente me he enfrentado en tu ausencia al monstruo de madame Labru, la vieja de mierda esa tuvo tal pánico de que volvieran a ejecutar a María Antonieta que hasta se apareció con la prometida cama nueva, con su promesa nunca cumplida, y fíjate que quería entregar nuestra hondonada en parte de pago pero yo me batí como D'Artagnan y logré conservar nuestro tesoro porque nunca llegué a creer que lo nuestro era definitivo, no podía serlo, la perfección, Inés, ama el desastre…
Inés vuelve a sonreírse. Nuevamente he acertado a fondo aunque en el fondo me sigo sintiendo pésimo de esa cosa que empezó con los jebecitos constantes y ¿le cuento o no le cuento?, ¿le hablo de eso o me lo callo? Te has jurado luchar, Martín, no olvides un instante que tu amor ha regresado. Pobrecita, mi amor, ya no tiene revolución, Inés ha regresado y tienes que luchar por conservarla, por reconquistarla, si eso es necesario, por no dejarla irse nunca más, porque eso sí que te es sumamente necesario. Lucha, Martín.
…Sí, Inés, la perfección ama el desastre y el desastre adora y admira y envidia sanamente a la perfección. Total que el monstruo no quiso por nada de este mundo que pusiera la cama nueva en la terraza, que la lluvia, que el viento, que el polvo, y entonces yo, yo que por nada de este mundo quería desprenderme de nuestra hondonada, saqué nuestro viejo somier desvencijado a la terraza y lo llené de plásticos bien atados y acabo de verlo, no bien llegué salí a la terraza y comprobé que conservaba intacto su delicioso desvencijamiento…
—Martín, yo creo que nunca te abandonaré, lo que pasa es que no sé cómo voy a hacer…
—¿Te preocupa lo de Sandra?
—No seas tonto, por favor, Martín; qué puede importarme a mí una gringa tonta.
Qué tal raza, ni siquiera conoce a la pobre Sandra y ya le dijo tonta. Pero por supuesto que esto no lo digo y en cambio me incorporo rápidamente y le propongo a Inés la solución para que le sea fácil quedarse conmigo el resto de la vida: Inés, en este instante salimos a la terraza, traemos nuestra hondonada, la ponemos encima de la cama nueva porque si no el monstruo nos mata, y…
—No soporto que le tengas tanto miedo a esa vieja de mierda.
Tienes toda la razón, mi amor, también en eso voy a mejorar, pero dame tiempo, por favor. En todo caso, no se trata de eso ahora, sino de meter lo más rápidamente posible nuestra hondonada, no seas terquita, Inés, dame gusto, la ponemos encima de la cama nueva por unas horas, por unos días, y no bien ella se vaya al campo un fin de semana o se ausente por unas horas, botamos la cama nueva y todo en nuestra vida vuelve a quedar igualito que antes…
—¿Tú crees en eso, Martín?
—Profundamente.
Pero después, inmediatamente después, me asaltó el terror de no creer en eso profundamente. Miré a Inés, le sonreí, la acaricié, busqué su boca, recogí sus maravillosos e incrédulos brazos, los llevé a abrazarme, y poco a poco, mientras nos besábamos con pasión y sus brazos empezaban a abrazarme de verdad porque era verdad que nos seguíamos adorando, algo pasó en mí, algo que no sólo tenía que ver con el no creer profundamente que todo pudiera ser igualito que antes, aunque ese antes se refiriera a los mejores días y a las mejores noches de nuestra vida en común, a los tiempos que precedieron a mi ruptura con el Grupo, a los tiempos anteriores a los que precedieron a mis primeras desavenencias con el Grupo y con Inés, en fin, a todo lo que fuera este o aquel buen recuerdo de cortas o largas temporadas de amor y de ternura compartidos. Sí, algo me pasó, algo que empecé a notar cada vez más a partir de esa mañana, cuando ya habíamos metido la hondonada al departamento, o mientras hacíamos el amor con verdadero afán de total reconciliación, pero sobre todo a medida que fueron transcurriendo las semanas y los meses que precedieron la aceptación final de un penoso y total desmoronamiento personal: que yo había dejado de creer en todo, cosa horrible porque Inés creía cada vez más en sus ideales revolucionarios y entonces tuve que revisar mi frase acerca de la perfección y el desastre y descubrir en carne viva que no, que la perfección no ama el desastre.
Pero estaba decidido a luchar, y para ello lo primero que había que hacer era ocultarle todos mis terrores a Inés. Nada supo, por ejemplo, del pánico que sentí esa mañana cuando salimos a la terraza en busca de nuestra hondonada. Me concentré en su sonrisa, en su alegría cada vez más evidente, me concentré en que mi mulita terca estaba contenta y hasta había empezado a hablar de los problemas que ella misma había tenido con algunos miembros del Grupo durante el período ya menguante de las barricadas, algunos se habían portado a la altura de las circunstancias, pero otros habían empezado a entregarse a las modas hippies o se habían entregado a falsas aventuras eróticas con francesitas desconcertadas que fácilmente sucumbieron ante los mayores conocimientos de teoría política con que las deslumbraban. Mocasines se había colocado una boina con una estrellita sobre la frente, a lo Che Guevara, y no había dejado pasar oportunidad de lucirse falsamente. Me dio tal rabia y tal alegría cuando Inés me contó eso, que a eso me aferré para que no notara el trabajo que me costaba acercarme al muro de la terraza. Claro, no dije, refiriéndome a Mocasines, que una de mis malditas intuiciones empezaba a cumplirse. También yo quería seguir a Inés tierna y afectuosamente por el itinerario que había recorrido durante nuestra separación. Ella habló siempre muy poco, pero ahora estaba hablando y habría sido muy torpe de mi parte interrumpirla con algún comentario mordaz o irónico, era capaz de molestarse y de encerrarse nuevamente en ese mutismo en el que guardaba los pormenores de sus actividades políticas, de sus ilusiones y de sus desencantos. También ella tenía necesidad de ser escuchada, de meditar, de hacer un largo recuento, de digerirlo con el tiempo y de ver entonces hacia qué nuevas decisiones la llevaba aquella experiencia recién vivida. La diferencia conmigo fue que Inés no tuvo necesidad de llorar. Guardaba intactas sus convicciones, sus ilusiones, su severidad política, la gravedad con que tomaba esos asuntos, no tenía pues necesidad alguna de llorar. A ella no se le había roto nada, y de regreso de aquel largo itinerario, que de alguna manera transformaría en experiencia enriquecedora y crucial, había incluso encontrado a su querido e insoportable Martín, más querido y más insoportable que nunca, puesto que ahí estaba a su lado llora que te llora a cada rato porque era un tontonazo hipersensible, un fin de raza irritante y divertido, a la vez, un hombre totalmente equivocado, sin duda alguna, y qué más prueba de ello que la cantidad de barbaridades que le acababan de suceder y la cantidad de líos en que se había metido no bien ella lo había dejado solo, sólo a él se le ocurre pasarse mayo del 68 en los brazos de la primera gringa que encuentra suelta en plaza, y sólo a él se le ocurre irse a visitar a Enrique Álvarez de Manzaneda aprovechando que no estoy yo, pobre Martín, pobre Martín, ¿qué voy a hacer con él?…
Hicimos el amor hasta que nos dio mucha hambre, era bueno tener tanta hambre, se olvidaba uno por momentos de que ya no tardaba en oscurecer y de que si salía a la calle podría encontrarse con ese hombre cuya oreja normal era una trampa para hacerme descubrir al hombre con una oreja normal y la otra del tamaño de una hoja de plátano… Martín, Martín, no olvides que te has jurado que lucharás hasta quemar el último cartucho, ahí tienes una buena oportunidad para empezar o para continuar o qué sé yo…
—Inés, yo bajo a comprar algo para comer. Subo y bajo corriendo, mi amor. Los últimos tallarines que quedaban se los comió Carlos Salaverry.
—Martín, los dos estamos cansados y los dos tenemos hambre. A mí me parece más justo que juguemos cara o sello a ver quién baja.
—Pero Inés, yo…
—No es más que nuestra habitual repartición de las tareas domésticas, ¿o ya te olvidaste?
—Dame un beso.
—Toma tu beso y ahora busquemos una moneda.
Perdió Inés, y yo le rogué que me dejara bajar. Nones. Entonces le rogué que me dejara acompañarla. Nones. Entonces le pregunté que si le había dado mucha pena lo de Enrique. Me miró callada y yo le dije que entonces sí le había dado mucha pena y que era terca como una mula y que yo la adoraba y que deseaba hacer el amor una vez más antes de que bajara. Nones. Entonces le pedí que encendiera la luz. Nones, aún no ha oscurecido, Martín. Entonces le dije que yo había entrado al departamento dos veces en la mañana, una antes de salir a ver nuestra hondonada en la terraza (sentí una espantosa atracción al vacío), y la segunda cuando entré y puse la maleta sobre la cama y estuve ahí un rato antes de que ella me hablara. Y después le pregunté si me había visto la primera vez, agregando que tenía que haberme visto, y le pregunté también que por qué había tardado tanto en hablarme.
—Te estaba observando, Martín. Necesito observarte.
Dijo eso mirándome ahí tirado sobre la cama, y desde entonces capté que en efecto había empezado para ella una larga etapa de observación de mi persona, precisamente durante el período en el que yo necesitaba ocultarle pánicos y fantasmas, lo cual hizo que también yo me volviera muy observador y que me pasara la vida observándola observarme, para que nunca se fuera a dar cuenta de lo mal que me estaba poniendo. Pero Inés captó todo eso muy pronto, y también ella empezó a observarme observándola, y así de tranquilitos y relajados vivimos hasta que llegó el verano y a ella le renovaron nuevamente su beca y yo mantuve mi puesto en el colejucho de mierda, para el siguiente año escolar. Y también así, observándonos observarnos, partimos luego a pasar el verano a España, donde ella se negó a visitar a los Feliu y yo tuve que andar como niño travieso, pegándome las grandes escondidas para enviarles postales. Para burgueses podridos, a Inés le bastaba con el desastre observado y querido que llevaba con ella.
Lo más importante que hicimos aquel verano, aparte de intentar realmente una definitiva reconciliación en pensiones con hondonadas, restaurants muy baratos y muchas corridas de toros, fue visitar el pueblo de donde habían emigrado los padres de Inés al Perú. Aquello fue un hecho determinante en la vida de Inés, pero yo tardé siglos en comprenderlo y en aceptar que ello se debió a lo que entonces vimos en el pueblo, que fue vida de parientes muy pobres y por los que ella, extrañamente, no sintió ni marxismo, ni compasión, culpa de ellos, dijo, por no emigrar a tiempo, ahora ya son casi todos demasiado viejos. Me quedé perplejo, realmente perplejo, yo que había estado a punto de perder edad y estatura, de pura vergüenza, ante el temor de que intentara inducirlos a formar un embrión de partido o algo así. Bueno, me dije, tratando de explicarme de algún modo las cosas, tal vez los ha encontrado demasiado conservadores, como en efecto lo eran. Aquélla fue una visita realmente determinante, por razones que yo entonces no logré adivinar, por las extrañas consecuencias que más tarde tendría sobre nuestra relación, sobre nuestra ruptura final, y sobre el futuro de ese ser tan querido que algún día iba a convertirse en mi ex esposa, queriéndome todavía tanto. Hoy me parece mentira que, durante la visita a aquel pueblo, yo no llegase a penetrar el secreto profundo que sobre ella misma descubrió ahí esa muchacha tan sólida y tan severa. Debo reconocer que en aquella oportunidad no me funcionó para nada mi famosa y maldita intuición. Resulta casi increíble el asunto, sobre todo si tenemos en cuenta que pasamos íntegro aquel verano observándonos observarnos. Pero tiene que haber una explicación y sin duda es ésta: yo observaba tanto a Inés, sólo porque quería evitar que descubriera lo que cada vez más agudamente iba ocurriendo en mí, aquel desmoronamiento interior de angustias y terrores que día tras día me obligaba a asomarme con mayores precauciones a la vida. Y cuando entré a su pueblo, como Inés lo llamó, en un primer momento, me había convertido ya en un observador bastante enceguecido por lo que ella nunca quiso reconocer como una verdadera enfermedad. Pero, en fin, eso vino después de aquel verano en el que fue sin duda ella quien peor las pasó en su pueblo, sin que yo me diera en absoluto cuenta del cómo ni del por qué.