Conviene recordar, pues esto fue dicho hace ya un buen rato, y cuando aún no habla tomado plena conciencia de lo que deseaba hacer con mi cuaderno azul —mi primera novela—, que mi padre fue un hombre tan bueno como importante. Y que yo, desde mi más temprana adolescencia, simplemente no logré sacar a una chica a bailar, sin soñar una vida entera con ella. Una de esas chicas, preciosa, linda, apenas si aceptó vivir un baile conmigo. Aclaro: una sola pieza conmigo en todo un baile. No logré resignarme con tan poco, y días más tarde ya estaba partiendo rumbo a Piura, en busca de la chica con la que había soñado vivir una vida entera. De lo cual se deduce que la chica era piurana y que sólo había estado de paso por Lima, mi ciudad natal.
Ése soy yo. Ése y el que está doblado en Bilbao antes, durante, y hasta el final de este paréntesis. Soy el de Bilbao y el que está partiendo en el primer viaje de mi vida, dejando muy intranquila a mi familia, pero qué iban a hacer si me había invitado un piurano compañero de colegio, a cuyos padres conocían los míos, gente respetabilísima de aquella ciudad norteña, felizmente, porque si no no me dejan ir ni de a caihuas. Mis padres seleccionaban las amistades de sus hijos y mis abuelos las de mis padres. Fuimos todos muy infelices, pero ésa es otra historia.
Hice un viaje por tierra, en un ómnibus interprovincial, y con una foto de la chica en el bolsillo. La foto, de más está decirlo, se la había comprado a otro compañero de colegio, pero mirándola logré acortar la enorme distancia que hay entre Lima y Piura, y de paso me cagué en el paisaje nacional. Duré dos días en Piura, porque en las dos fiestas a las que fui la chica se negó a bailar conmigo, y muy probablemente por la cara de imbécil que debí poner para hacerle sentir que deseaba vivir una vida entera con ella, con acné además de todo. Antes de regresar, me pegué la primera gran borrachera de mi vida, me gasté hasta mi último centavo invitando a medio mundo en un burdel, también el primero de mi vida, porque me moría, pero lo que se dice me moría de miedo de encerrarme en un cuarto con una puta entre cuyos senos izados sobre un descomunal escote podía desaparecer, en pecado y en picada, del seno familiar honorable y protector. Niño bien, al día siguiente llamé a mi padre y le conté que me habían robado el dinero, porque el Banco en el que se mataba trabajando, para obtener de mí todo lo contrario de lo que estaba obteniendo, tenía sucursales en cada ciudad importante entre Piura y Lima. Si me ocurría algún percance podía presentarme de su parte en cualquiera de las sucursales, para que me dieran lo que necesitaba. Era prácticamente una orden.
Logré llegar a Chiclayo con plata prestada por mi amigo piurano, porque el administrador de la sucursal de Piura no me quiso creer que con esa facha postburdelera fuera hijo de tan importante señor, y yo, por no molestar (primer indicio), no le solté un buen carajo ni le dije sucursalero de mierda, ni mucho menos pruebe usted llamar al señor Romaña a Lima y verá. Me faltó agresividad, problema este del que me ocuparé más adelante. A Chimbote llegué entre la carga de un camión, tras haber ayudado a cargar el camión, y con lágrimas de rabia e impotencia en los ojos, porque en Chiclayo me había ocurrido exactamente lo mismo que en Piura. Y ya no me atreví a insistir en Trujillo, ciudad en la que el camión hizo una parada para llenar el tanque.
Mi tío Felipe Romaña, que trabajaba entonces en las grandes obras del Cañón del Pato (si las obras no hubieran sido grandes, él no habría sido mi tío), me reconoció en Chimbote, me dejó llorar de pica, de rabia y pena, en sus brazos, mientras le contaba lo que me venía ocurriendo por haber ido a dos fiestas en Piura, y me tranquilizó con su acostumbrada bondad. Llamó a mi padre, lo informó de mis percances, mi padre le dijo que procedería inmediatamente a la expulsión de esos miserables sucursaleros, aunque luego por el asunto de la bondad se limitó a cambiar al de Piura a Chiclayo, y viceversa, con lo cual, pensé yo entonces, el honor de la familia no había quedado a la altura en que se mantuvo desde que el primer Romaña lo puso en algún lugar. Han habido, pues, fallas familiares que yo no he cometido, cosa que hoy me importa un repepino, pero me estoy refiriendo a épocas en las que todavía se me podía venir con cuentos de capa y Romaña.
Mi tío Felipe logró tranquilizar por completo a mi padre, e incluso logró que aceptara dejarme partir con él a Huallanca, para que visitara la gran central hidroeléctrica del Cañón del Pato, entonces en construcción. Y en la construcción mandaba mi tío, por supuesto. Pero por esos lugares hay fiestas en que se reúnen jefes y empleados y se bebe mucha cerveza. Mi tío Felipe me llevó a una de esas fiestas, en alguna hacienda para mí tan serrana como lejanísima, donde se confundían las razas, el cura de un pueblo, el maestro de otro, empleados de mi tío, importantes lugareños, familias venidas a menos y que hablan un español que cuanto más esdrújulas mejor, y en las que nunca falta una beldad que es medio indiecita de hablada y costumbres, y que al mismo tiempo no puede parecerse más a Greta Garbo debutante. Todo esto entre cerveza para los adultos, chicha también para los adultos, y denle un poquito de cerveza o de chicha al sobrino del ingeniero Romaña para que se vaya haciendo hombre, limeñito pues es, y yo ahí dale que dale tratando de hacerme hombre y después con una horrible pena en el alma y bebiendo hasta por los codos porque la Greta Garbo debutante apenas si me entiende en castellano y yo insisto en bailar una vida entera con ella mientras los empleados de mi tío insisten en que se trata de una sirvientita, muy buenamoza, eso sí, pero sirvientita y nada más.
Gobernaba el Perú, en su segundo mandato, el presidente Manuel Prado, y todavía no se había escuchado hablar de guerrillas y de justicia social en el país. Todo lo cual me llevó a querer llorar una vida entera con la sirvientita-no-más-pues-soy, y a pegarme una tranca que sólo se me quitó con el escalofrío andino que me atravesó cuando a medianoche me metieron de cabeza al carro, para llevarme de regreso a Huallanca.
Y ahí empecé a querer orinar y a no querer molestar. Me urgía pegar una meada de cervecero prolongado, pero junto a mí estaba la esposa importante de un ingeniero muy importante que viajaba en el asiento delantero, en amena charla con mi tío Felipe. Quería regresar pronto. La señora importante del ingeniero muy importante se había aburrido mucho en la fiesta y había dejado además a sus hijas solas en casa. Eran las mil y quinientas. Estaban todos apuradísimos por regresar y en esas condiciones yo no podía anunciar mis descomunales deseos de orinar. No, no deseaba molestar. Y no, no molesté. Meé dos horas sin molestar. Meé las dos horas que duró el viaje de regreso. Claro, no las dos horas seguidas, pero sí estuve soltando de a poquitos durante dos horas. Soltaba, comprobaba que nadie se había dado cuenta, comprobaba que el asiento no se había manchado, lo cual era dificilísimo de hacer en la oscuridad, y soltaba otro poquito más. Dos veces logró pasar hasta el asiento y las dos veces me las arreglé para andar secando como loco con un pañuelo y sin que nadie se diera cuenta. Cambié unas quinientas posturas para evitar que mi pantalón ya mojado contagiara al asiento, y cuando por fin llegamos a Huallanca y mi tío Felipe encendió las luces para buscar algo que se le había olvidado en el auto, pude comprobar que el lugar que acababa de abandonar estaba impecable y que no había molestado a nadie, y mucho menos a la señora importante del ingeniero muy importante que, en efecto, me habría odiado si los obligaba a parar por una meada, ya que sus hijas habían hecho turumba en casa y habían aprovechado su ausencia para seguir levantadas hasta las mil y quinientas.
Al día siguiente, mi tío Felipe tenía que inspeccionar un inmenso túnel. Me dijo que había tiempo para que lo acompañara, antes de que saliera mi tren para Chimbote, donde un taxi especialmente contratado por él para mí, o mejor dicho para la tranquilidad de mis padres, me depositaría en la puerta misma de mi casa. Dejamos mi equipaje en la estación, para ganar tiempo, y partimos a visitar el túnel. Me aburrí a chorros. No hay nada en el mundo más aburrido que visitar un túnel. Es túnel todo el tiempo y siempre igual a sí mismo. Pero claro, para él la cosa era muy importante y hablaba y hablaba y hablaba y órdenes por aquí y más órdenes por allá, y ni cuenta se dio de que en un momento yo no vi en el suelo un enorme pozo lleno de agua color cemento, como el suelo, y de que estuve caído en el pozo un par de minutos con el agua hasta la cintura pero sin el menor deseo de molestar. Nadie se dio cuenta, lo cual me permitió salir con absoluta tranquilidad, y llegar nuevamente hasta donde mi tío Felipe estaba teniendo un colerón terrible por no sé qué atraso con unas vigas o algo por el estilo. Al pobre le dio tal colerón, que casi se olvida de que mi tren salía a las 12 en punto. Llegamos, pues, corriendo a la estación, yo con el pantalón empapado pero sin decir ni pío, porque para qué molestarlo más diciéndole necesito que me saquen mi equipaje para cambiarme, me caí en un pozo, tío Felipe. Me despedí de él, y fui el extrañísimo viajero que leía una revista chorreando agua, pero que felizmente había tenido el tino de buscarse un asiento totalmente desocupado para no mojar a nadie.
Temblaba íntegro de una especie de pulmonía cuando llegué a Chimbote con la enorme satisfacción de no haber molestado a nadie. Y así nació esta especie de conquista de Martín Romaña, en un mundo en el que todo el mundo anda fregando a todo el mundo, esta especie de divisa para una nueva estirpe de Romañas, que felizmente hasta hoy no existe, porque lleva dolorosamente incrustada la tremebunda espada de la timidez y ese asunto de la falta de agresividad del que ya hablaré más adelante, porque sólo se agravó más adelante, y porque este paréntesis está destinado únicamente a explicar el cómo y el porqué originales y traumáticos (temprana adolescencia, era en realidad un niño todavía) de mi abstención vomitiva en el trayecto Oviedo-Bilbao, y de mi doblamiento contra un muro en esta última ciudad. Pero ahora no tardo en desdoblarme.