DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE DEMASIADO

El tren de Oviedo ha llegado a Oviedo y yo he ido caminando por calles de Oviedo, preguntando por la Plaza de América, torciendo a la izquierda, otra vez a la izquierda, a la derecha y otra vez a la izquierda, y a la derecha varias veces porque me he perdido muchas veces buscando tu dirección, Enrique. He llegado por fin a tu puerta, es en el segundo piso, departamento B, pero de todas maneras le pregunto a una señora que baja las escaleras en el preciso instante en que miro, por la puerta abierta, desde la calle hacia arriba. Pregunto con nerviosa alegría, olvidando el cansancio del viaje, a Sandra, al suicida, olvidando el sospechoso sudamericano que fui, una y tantas aventuras que te contaré mientras bebes tu eterno vaso de leche y yo te acompaño charlando con una, dos, tres cervezas, festejando con cuatro cervezas. Le he preguntado por el señor Enrique Álvarez de Manzaneda a la señora que ya está en la calle, a mi lado, y me ha respondido con una voz natural, sí, para mí fue natural en ese momento, que sí, que es ahí, que suba, el segundo piso y la puerta de la izquierda que está abierta cuando llego y miro y hay mucha gente más de negro en el departamento, muchas señoras más de negro como la que en la calle me dijo sí, es aquí, y algunos señores también de negro.

Ya di el paso adelante y estoy en una sala, una sala comedor tal vez, ahí estoy, maleta en mano, y donde pudo o debió estar siempre la mesa del comedor hay un ataúd rodeado de todo el aparato funerario, las velotas esas y los enormes candelabros y las cintas muy blancas y el Cristo de plata en su madero negro y las mujeres que hablan en voz baja y las que lloran y las que gimen y los hombres detrás de ellas, graves y encajados en el luto general mientras transcurre el tiempo de un velorio.

Me han visto. Soy para ellos un hombre desconcertado, que se equivocó de puerta, tal vez, muy inapropiadamente vestido y con esos pelos y esa barba pero que insiste en quedarse porque ha puesto su maleta en el suelo, y ha avanzado dos pasos más. Sigo buscando a Enrique, debe estar en otra habitación, aparecerá en cualquier momento vestido de negro, he llegado a verlo en un día aciago, ha fallado mi sorpresa, su madre, tal vez… Me atrevo a preguntar por él y ya todos ahí me han visto y las voces corren hacia una mujer que alza de pronto los brazos al cielo, grita, gime, se aparta de la cabecera del ataúd y se me viene encima corriendo y gritando ¡no puede ser!, ¡no puede ser, señor Romaña!, ¡hasta ayer habló de usted!, ¡hasta ayer lo esperó!, ¡él sabía que usted le había creído todo!, ¡usted fue su único amigo en París!, ¡él siempre lo esperó!, ¡sí, señor Romaña!, ¡era lo que él contó en París!, ¡ese bultito al que yo misma no le di importancia!, ¡pero él lo sabía por sus años de Medicina!, ¡no puede ser, señor Romaña!, ¡hasta ayer lo esperó!, ¡yo todo lo sé!, ¡la forma en que usted lo acompañaba y lo consolaba!, ¡la forma en que usted lo hacía reír con sus cinco bultitos para consolarlo!, ¡por qué no llegó usted hace cinco días!, ¡mi Enrique lo esperó siempre!, ¡pero ha llegado usted demasiado tarde, señor Ro…!

La arrancaron de mi cuello, me arrancaron de sus brazos, me hicieron avanzar hasta el ataúd y pensé en ti, Inés, no, no creas que te odié, tal vez incluso comprendí mejor cómo con tu bizquera ibas pasando a un lado de tus afectos, una frase tuya fue la que en todo caso me hizo pensar en ti y sentir de esa forma mientras contemplaba el rostro de Enrique muerto, ya tranquilo de nuestras únicas medias tintas, las de nuestra amistad con él, con ese hombre que ahí yacía y continuaba teniendo el más bello perfil que habías visto en tu vida, Inés, lo dijiste un día en París, y Enrique muerto guardaba exacto el perfil que una noche te conmovió cuando aún no andabas bizqueándole a la vida y al que más tarde le negaste toda la vida que hay en una amistad, obligándome luego… Nunca me he sentido más niño, más irresponsable, más imperdonablemente infantil que ante Enrique Álvarez de Manzaneda, muerto ya.

Después vino esa especie de ataque adulto y desesperado y no sé cuántas veces gritó la madre de Enrique ¡demasiado tarde! ni cuántas veces nos arrancaron cuando nos colgábamos uno del cuello del otro, ella del mío, yo del de tu madre, Enrique, y hacia el final, mi maleta, absurda, increíblemente absurda a la entrada de tu casa, cerca de la puerta, me hizo comprender que la necesidad de huir era superior a todo porque la necesidad de morirme vomitando por ahí se agigantaba en arcadas, en un cólico tremendo, era como si alguien me hubiera pegado un atroz porrazo en el estómago y mi último esfuerzo antes de doblarme tenía que consistir en llegar hasta la maleta absurda a un par de metros de la puerta de tu casa, apenas traspasando el umbral el día en que traté de corregir, algo demasiado tarde… Siempre me he preguntado qué traté de corregir, Enrique, cuando tú lo sabías todo, lo comprendiste todo, el cómo y el porqué… Y sin embargo, la respuesta ha sido siempre demasiado tarde… Demasiado tarde tal vez para las últimas sonrisas que me hubieras dado en Oviedo, para los últimos vasos de leche, para que supieras algo más de unos risibles contratiempos, como sin duda eran para ti las cosas que a mí me ocurrían en París, cuando tú estabas, cuando me cortabas el pelo, cuando me aconsejabas siempre que controlara tanta sensibilidad y no le diera demasiada importancia a las cosas, tómalo con calma, Martín, tómalo con calma…

Pero ese día cómo iba a poder tomar las cosas con calma, cómo pensar siquiera en mi método antes de decidir volverme loco un rato, todo lo había superado esta situación, y entre el cólico feroz y la maleta absurda a unos centímetros de la puerta y la escalera que daba a la calle desaparecí como un rayo, sin despedirme de nadie, me lancé escaleras abajo, me enredé con la maleta, rodamos confundidos y así llegamos a la calle, sólo que las maletas no vomitan. Me incorporé, no podía seguir vomitando en la puerta de tu casa, Bilbao, Bilbao, tengo que llegar a Bilbao, salir de Oviedo como si nunca hubiera estado en Oviedo.

Y para ello, soportar, caminar normalmente, absorber mocos, enjugar lágrimas, aguantar vómitos, tengo que averiguar cómo se llega a Bilbao.

—¿Señor, por favor, sería tan amable de decirme cuál es el medio más rápido para llegar a Bilbao? Necesito estar en Bilbao lo más pronto posible. Se trata de una urgencia, señor. Un amigo que se me muere en Bilbao.

—Sí, señor, cómo no. Mire, a esta hora lo que más le recomiendo es que se tome un taxi, y le pida que lo lleve a la terminal de los autocares ALSA. Ahí puede usted tomar uno de esos autocares que recorren toda la costa, hacia Francia. Se detienen en Bilbao. Y aquí puede usted esperar un taxi. Pasan a menudo.

—Muy amable, señor. Muchísimas gracias.

Avanzó unos metros, volteó a mirarme, y no me vio vomitar porque me vio haciéndole señas a un taxi que se acercaba con el letrero libre, tan útil para no vomitar.

ALSA. Dentro de media hora. Tiempo para comprar el billete y tiempo para vomitar. Y durante el viaje sentía la bilis en la saliva y el dolor del porrazo en el estómago, en todo el pecho ahora, porque me había tocado un vecino que me impedía vomitar por la ventana y ser un pasajero enfermo. Cerraba los ojos para imaginar Bilbao pero no conocía Bilbao y te veía a ti en cambio, Inés, y me preguntaba cuánto tiempo habrá pasado desde que Inés dijo Enrique tiene el perfil más hermoso que he visto en mi vida. Entonces veía a Enrique, muerto ya, y apretaba al máximo los ojos cerrados para ver Bilbao pero nunca había visto Bilbao y cómo imaginarlo. Me agarré del último recurso, y como funcionaba, me aferré entonces a ese último recurso y durante el millón de horas que duró el viaje sostuve la más entretenida, amable, cordial, informativa y sencilla conversación con mi vecino de asiento que, en Bilbao, su ciudad natal, insistió en llevarme en un taxi hasta la dirección que yo buscaba, un hermoso barrio en el que le ha tocado a usted vivir, señor Romaña, lo conozco muy bien, conozco hasta el edificio que usted busca, construcción moderna pero sólida, y tiene delante un pequeño pero hermoso parquecito. Ahí me dejó con un fuerte apretón de manos, y no bien desapareció su taxi, aproveché para doblarme un rato de dolor. Pero, pensé, mientras me doblaba, mientras permanecí doblado, y mientras me enderezaba nuevamente, aquí tampoco debo vomitar. No me queda más remedio que esperar hasta haber entrado al departamento, podrían oírme, verme, después de todo soy un desconocido en este edificio y no quiero que vayan a pensar que don Mario Feliu y su señora envían a un borracho cualquiera a su departamento. En ésas estaba, cuando la más feroz de todas las arcadas me dobló de nuevo con la boca rebalsando saliva que ya no era más que pura bilis. Y sin embargo, hasta hoy recuerdo haber corrido a pegarme doblado contra el muro. Eran las doce de la noche pero quedaban dos o tres ventanas encendidas y tampoco deseaba que algún amigo de Josefa y Mario fuera a pensar, bueno, qué sé yo lo que se piensa de un tipo que llega doblado al departamento vacío de los señores Feliu.

Mi último recurso, doblado y apoyado contra el muro, fue decirme cómo es la gente, ¿no? ¿Acaso Sandra había hecho algún esfuerzo para no vomitarme el pantalón durante la media corrida de toros que por su culpa vimos en Madrid? ¿Y cuando pensó y me dijo que mejor nos íbamos antes del segundo toro de Ordóñez, que estaba sensacional esa tarde, hizo acaso algún esfuerzo por no molestarme, por no joderme la corrida que tan feliz me tenía, hizo acaso algún esfuerzo por evitar ese segundo vómito sobre mi pantalón que, según ella, aunque se trataba tan sólo de una eventualidad, podría materializarse? No. Dijo que mejor era abandonar la plaza cuando ya sus primeras náuseas estaban sobre mi blue jean y las segundas eran tan sólo algo eventual y que con algún esfuerzo de su parte, de haber empezado a manifestarse, pudieron haber sido evitadas y, lo que es más, poniendo de su parte mucho menos de lo que yo puse durante el millón de horas que duró el viaje a Bilbao, las cinco mil veces que estuve a punto de ensuciarle el pantalón al amable vecino del asiento que acababa de depositarme a unos cuantos pasos del lugar en el que seguía pensando dobladísimo en todas estas cosas, absolutamente concentrado en la sonrisa y en las piernas de Sandra, no tanto para no odiarla como para entrar de lleno en aquel trauma que, desde mi más temprana adolescencia, ha hecho de mí un ser que simple y llanamente detesta molestar. Y a quién no le molesta que le vomiten el pantalón, o el parquecito que está delante de su casa en Bilbao, o su taxi cuando está llevando a un señor a la estación de los autocares ALSA, en Oviedo, o incluso las veredas de Oviedo, en el caso del señor que me indicó cómo llegar rápido a Bilbao y que por ahí nomás pasaban muchos taxis y que luego volteó a mirarme por el estado en que me hallaba, probablemente, pero que tampoco me vio molestar. Doblado, siempre doblado contra el muro, para que no me vieran los vecinos y no molestar a nadie a las doce de la noche, en Bilbao, y siempre absolutamente concentrado en la sonrisa y las piernas de la muchacha que me había molestado cuando aún podía ser feliz con ella y estaba feliz con mi corrida de toros, logré entrar de lleno en aquel trauma de mi más temprana adolescencia, en el fondo era un niño todavía, que, creo, merece un breve paréntesis, pues yo lo viví así gracias a lo doblado que estaba cuando el recuerdo de esas piernas y esa sonrisa se convirtieron en algo tan hermoso que, a lo mejor, si me desdoblaba, se me escapaban sonrisa y piernas y de paso me impedían pensar en el contenido de este paréntesis.