… AND THAT'S ME ON THE LEFT WITH THE BEAUTIFUL LEGS

No le había faltado razón a Carlos Salaverry cuando dijo que entrar al Valparaíso era como estar saliendo de la historia. Era una frase momentánea, ebria, personal e intuitiva, pero al día siguiente, en la pocilga andina de Sandra, tuve fuertemente la sensación de hallarme en medio de algo que escapaba por completo a mi entendimiento, en medio de algo que era y no era la verdad, al mismo tiempo, como si por primera vez en mi vida la honestidad y las mejores intenciones avanzaran por dos caminos que ni siquiera llegaban a ser paralelos. Y lo peor de todo fue que así empezó a transcurrir desde entonces para mí la historia, aquella difícil presencia entre la gente y los hechos que se había iniciado sin duda con las fracasadas navegaciones de mi infancia y adolescencia, y que por el 68, entre Inés, entre Sandra, entre el desenlace atroz al que me acercaba con Enrique Álvarez de Manzaneda, entre todo, todo cada vez más exagerado en mi vida, se convirtió por un buen tiempo, como suele decirse, en un estar raro muy incómodo en un mundo hostil, hostil por gusto, porque le daba la gana, y en el que además mi vieja táctica de volverme loco un rato no me iba a servir de nada.

Y fue entonces cuando empecé a sentir aquel terror ante una situación bastante novedosa en la vida de Martín Romaña (mi única facultad defensiva era la de observarme observándome). Consistía en que no tardaba en encontrarme a cada rato un jebecito tirado en la calle, un trocito roto de elástico como el que cualquiera ve sobre la vereda, al pasar, una basurita encorvada e inútil. Lo malo es que yo al jebecito constante lo iba a ver estiradísimo y sin nadie estirándolo de un extremo ni del otro cuando me pusiera a observarlo horas y horas y qué hacer y cómo hacer para lograr volverme loco un rato.

Por ahí he escrito, Sandra, que creo que me amaste y que creo que no te amé. Claro, podría agregar, burlón y amargo, ¿y qué querías, pues, hijita, estando en el mundo de Inés? Pero no fue así, por más que mi dulcísima paloma anduviese revoloteando aún, casi de noches de ronda, en las proximidades. Fue diferente, fue más bien como una victoria pírrica del no amor, con su amargo sabor a derrota incluido, además. No nos dimos tiempo para mucho él-es-así y ella-es-asá, y en cambio nos pusimos mutuamente en acción, si a eso puede llamársele acción, en menos de lo que canta un gallo. Tú me enseñaste lo pobre que naciste en Alaska, que pasaste un largo tiempo sin zapatos en Nebraska, y que te acostaste por primera vez en 1965, con un dominicano, pero no por el dominicano sino por la intervención norteamericana en Santo Domingo. Todo lo cual despertó en mí sentimientos del siguiente tipo: exportar a Marx a Nebraska, pero tú ya lo conocías, comprarte muchos zapatos muy caros, pero eso era capitalismo tipo Martín Romaña, en pleno mayo del 68, y maldecir al Perú porque los marines no lo invaden nunca. Esto último, aclaremos, no fue más que una desesperada agresión contra Sandra y lo del dominicano y lo de medio mundo, porque ya andábamos en la época (la época empezó inmediatamente) en que Sandra se acostaba con cualquiera menos conmigo, porque a mí me amaba y quería acostarse conmigo, no por darme placer, como a los demás, sino cuando su corazón y su cuerpo, en un mismo instante, se lo pidieran. Chispas, ya verán los malos ratos que pasé al acecho de aquel instante… Bueno, todo eso por parte de Sandra.

Por mi parte, ahora. Yo quería, desde nuestro segundo encuentro, contarle lo de Inés y lo de Pigalle con Carlos Salaverry y el ex militante Víctor Hugo yéndose al carajo para no volver más. Iba dispuesto a hacerlo aquel día siguiente al Valparaíso, en que avanzaba hacia su hotelucho tras haber dejado a Carlos entre vómitos y más vómitos, jurando que jamás volvería a intentar irse a la mierda, entre otras cosas porque el lugar ya estaba copado por seres inimitables como Piolín, porque detestaba el efervescente sabor de los antiácidos, y porque le caía pésimo la aspirina, aparte de lo mucho que podían gozar sus enemigos con saberlo en ese estado. Éstos, en cambio, morirían de envidia al saberlo para siempre con pipa y saco de fumar ante una chimenea de los Alpes.

—Opté por eso, Martín —me había dicho—, o sea que pronto dejaré de molestarte. Me largo de este país no bien pueda, con la seguridad de que será para bien de media humanidad, y del mío, para empezar. Y con la absoluta seguridad, también, Martín, de que estableceremos una hermosísima correspondencia.

Después había corrido a vomitar de nuevo.

—Eso te aliviará, Carlos —le dije, siguiéndolo para sostenerle la cabeza.

—Sin duda —me habla dicho, entre un pasmo y otro—, pero no ahora sino cuando haya terminado, o sea pasado mañana, con suerte. No necesitaré comida durante un par de días, pero de todos modos te ruego que pases un rato esta noche, a ver si no me he muerto, carajo. Y ahora lárgate a ver a Sandra, para que algún día pueda decir que me dejaste agonizando, por irte a ver un culo. Hablando en serio, Martín, ya es hora de que vayas y ya es hora de que yo…

Ahí quedó, arrojando el alma, y minutos más tarde llegaba yo a la pocilga andina, dispuesto a explicarle a Sandra cosas como que no todos los momentos sublimes de un peruano pasan completamente desapercibidos. Ello me impidió oír voces adentro, mientras tocaba.

«Octavia de Cádiz», se me escapó, al ver que me abría un tipo con cara de latinoamericano.

—No vive aquí —me dijo.

—Octavia de Cádiz —se me volvió a escapar, por más que hice.

—Che, ya te dije que no vive aquí.

—¡Sandra! —grité, para terminar con el impase.

—Che, Sandra, aquí hay un tipo que pregunta por vos y por una tal Octavia.

—Perdón, sólo pregunto por Sandra; lo que pasa es que me equivoco.

Empecé a detestar al tipo. Su corpulencia le daba para tapar íntegra la puerta y además estaba tapando intencionadamente íntegra la puerta con su corpulencia. Pensé decirle que tenía cita con la muchacha invisible mientras sigas parado ahí, imbécil, pero en ese instante la cabeza de Sandra se incrustó por un sobaco y me dijo entra, por favor, Martín, agregándole a sus palabras una sonrisa que me animó hasta el punto de que casi le doy su empujoncito a Toño.

Porque se llamaba Toño y era argentino y era trotskista, mucho gusto, y yo era Martín Romaña a secas, porque no venía a hablar de política sino de Carlos Salaverry, Piolín, Eudocio Zamudio y de Víctor Hugo, y porque no bien se quitó amablemente el corpulento, me encontré con una habitación llena de humo y con tres individuos más, que Sandra me presentó como Juanito, marxista-leninista del Ferrol del Caudillo, Yoyo, anarquista, peruano como tú, es el segundo que conozco, Martín, nos encontramos anoche en una barricada, y Pierrot, vasco francés, que hubiera preferido ser vasco español, para poder militar en la ETA. Normalmente, en estos casos, los españoles dicen ¡acabáramos! Al menos creo.

Pensé que era innecesario seguir presentándome, porque hacía un instante que mi mente había sido atravesada por la depresivísima idea de que ahí todo me delataba: intelectual, mediotíntico, recién abandonado por esposa emprendedora, hombre negado para la acción, y sobre todo, hombre negado para Sandra. Me alivió un poco recordar que ella me encontraba divertido, a pesar de tantos agravantes, y procedí a crearme una alianza momentánea con mi compatriota Yoyo, preguntándole para ello si conocía a Bryce Echenique, la mierda esa que se está pasando todo mayo encerrado en una torre de marfil, el hijo de…

—¿Pero por qué, hermanito? Bryce Echenique es un tipo lindo, él hace lo que le da la gana y así es sincero y es lindo. Déjalo en su torre, para qué te metes con un tipo tan lindo.

Che, intervino Toño, mientras yo pensaba el mundo anda patas arriba, yo a las torres de marfil les meto un molotov. Yo dos, dijo Juani, y yo tres, dijo Pierrot, con lo cual arrancó una discusión política de bajísimo nivel teórico, cuya finalidad, triste es decirlo, aunque ellos en el fondo lo ignoraban, no era precisamente la de conquistar el poder sino la de terminar metidos en la cama con Sandra. Empezaron a matarse citando frases clásicas, slogans, hablando de cosas hechas y por hacer, de lo prohibidísimo que estaba prohibir, de la barricada de anoche, del hijo de puta de Bryce Echenique, de lo equivocado que estaba Yoyo al defenderlo, y de que así se empieza, viejo, primero mucho anarquismo pero fíjate en los collares que te andas poniendo, son los mismos que se quitan algunos hippies en Estados Unidos antes de irse al Vietnam. Yoyo los mandó a la puta de su madre, manteniéndose así la discusión dentro de su nivel, y agregó que si un collar era lindo, él se lo compraba o se lo tiraba, y que por eso Bryce Echenique era lindo: a él le gustaba su torre de marfil y no tenía por qué salir ni a la esquina si no le provocaba… A estas alturas de la discusión, yo ya había comprendido que no había nada que temer al nivel teórico. Sandra era mía; sería mía no bien abriera la boca y empezara a citar frases, párrafos, páginas, panfletos enteros de los que mi permanencia en el Grupo me había enseñado.

Pero pensé en Carlos Salaverry vomitando cultísimo, y en su honor decidí quedarme callado, aunque la verdad es que él les habría probado, además, que con unos cinco años leyendo El Capital, y en la versión alemana, tal vez habrían podido ser útiles para algo en la política de sus respectivos países, después un portazo y a la mierda con todos. Yo no me atreví a tanto, cómo me iba a atrever a tanto si estaba ahí por Sandra y Sandra había abierto enormes los ojos y seguía la discusión interesadísima, ¿qué hacer, por Dios santo, Lenin? Debo decir, en honor a la verdad, que fue Dios el que me oyó esta vez, por Lenin nos quedamos peleando en el cuartucho hasta las mil y quinientas. Pero del cielo le anunciaron a Sandra que ya era hora del restaurant universitario y muchos ángeles y serafines le hicieron recordar que la cita era con Martín Romaña, el divertido, y ahí se quedaron los otros matándose a un nivel bajísimo, parar por hambre o por celos habría sido contradecirse en su pasión política, mientras que el espíritu del 68 y yo arrancábamos rumbo al restaurancito para estudiantes un poco enfermitos y yo hasta me atreví a decirle a Sandra Anita María Owens que a esos muchachos les faltaban años de formación, así no hay barricada que dure…

Fue una reverenda metida de pata. Martín Romaña, empezó a resondrarme Sandra, mientras a mí se me escapaba un Octavia de Cádiz, esos muchachos se la juegan cada noche en las barricadas y por consiguiente encuentro que tu juicio es el de un intelectual titubeante, un hombre deformado por la cultura, el de un ser incapaz de captar el momento. Porque mira, Martín, el momento no es cultural sino imaginativo, hay que crearlo todo, a medida que todo se va creando solo, ¿me entiendes?, y tampoco se trata de estar a favor o en contra sino de todo lo contrario, ¿me entiendes, Martín? Casi le digo que en América latina teníamos uno que hablaba igualito y que se llamaba Cantinflas, pero nuevamente debo confesar que no tuve el coraje intelectual de Carlos Salaverry. ¡Ah!, lo justiciero que es el cielo: acababa de premiarme por haberme quedado callado cuando debí, y ahora me castigaba por no haber hablado cuando debí. Sandra siguió alabando al cuarteto político que había quedado en su habitación, y la pregunta no se hizo esperar: ¿A dónde estuviste tú anoche, por ejemplo, Martín Romaña? ¿A dónde, mientras ellos se la jugaban en las barricadas?

¿Se lo digo o no se lo digo?, me pregunté inhalando ansioso, nervioso por conocer mi respuesta. Inútil confesar lo que le iba a decir: Sandra, anoche tomé por asalto la torre de la Sorbona. Me lo habría creído, y hasta habría resultado todo tan simple: sus ojos abriéndose enormes, su sonrisa admirándome, su cariño encontrándome más que divertido, su honestidad entregándose a mi coraje, y lo linda que era: Sandra llevaba el pelo muy muy corto y tenía los ojos más grandes y más azules de mi vida: era alta, tan alta como yo, delgada y falsamente delgada, es decir… Me había explicado el primer día que usaba esos enormes aretes, porque una vez el patrón de un café no la vio de cuerpo entero y la tomó por hombre, por el pelo tan chiquito y con la ropa tan suelta que usaba. Yo, ni disfrazada de Superman la habría tomado por hombre. Y sus labios, full lips, como decía ella. Y el pantalón por más amplio que fuera deslizándose sobre sus caderas y la manera en que no caían sus nalgas, como uniéndose a su cintura, y su cintura y su piel y los vellos acariciables de sus antebrazos, como para estarse ahí horas acariciándolos…

Total que exhalé la verdad: había estado por Pigalle con mi amigo queridísimo, el filosófico estudiante de Filosofía, Carlos Salaverry, tratando de irnos a la mierda de mentiras, ya que éramos incapaces de lo contrario, por asuntos que tenían mucho que ver con la verdad, la nuestra, por lo menos, ya te explicaré bien, Sandra, porque es complicadísimo, tengo que empezar prácticamente desde el descubrimiento de América (ahí me enteré de que tampoco Sandra tenía mucho sentido del humor), en fin, Inés me mandó a la mierda y a Carlos lo mandó a la mierda Teresa y nosotros decidimos irnos al Valparaíso, que es la mierda, pero según Carlos el sitio ya estaba copado por Piolín, una historia inmortal, Sandra…

Sandra empezó a llorar de incomprensión y yo vi un jebecito constante, el primero y tal como me lo había imaginado, la empujé para no observarlo estiradísimo y sin que nadie lo estuviera jalando por ninguna parte, y le dije, gritando ma contenutissimo, es todo lo que venía a contarte, Sandra, y ya nunca más te llamaré Sandra Anita María Owens porque estás llorando, demonios, vine para hablarte de estas cosas y terminas así, ¿por qué lloras, Sandra?, ven, te invito a comer un sándwich enorme y riquísimo, algo mucho mejor que el restaurant universitario, démonos un lujo, Sandra, no llorar, por favor, si no Martín Romaña el divertido llorar también…

Y aquí arranca el desenlace de esta parte de la historia que, a su vez, enlaza con esta otra parte: yo había imitado a Tarzán. Por qué, no lo sé, tal vez porque mi ternura necesitaba recurrir al humor más fácil (Tarzán llorando por Sandra en la jungla de París), por calmar las lágrimas de Sandra, sí, eso debió ser. Pero ella lloró más aún, quejándose además, ¡qué hacer, Lenin, por Dios santo!, de que yo me andaba burlando hasta de su inglés: sí, ella empleaba mal los verbos, sí, yo con toda mi cultura la estaba aplastando hasta en su propio idioma, pero… pero… Sorbió mocos mientras yo aflojaba mocos y continuó su frase, que era, por supuesto: Pero es con la imaginación que se toma el poder y no me voy a dejar corromper con un sándwich, y menos tuyo, Martín Romaña, porque te encuentro tan divertido y porque realmente me hiciste gracia cuando te asustaron tanto los amigos que encontraste en mi cuarto.

—Sandra, por favor, escúchame —inhalé, recogiendo de paso mocos—; no he querido, no quiero mentirte, Sandra —supliqué, casi, inhalando mucho más.

—Martín —dijo ella, llorando muchísimo más—, parecías tan asustado creyendo que me había olvidado de nuestra cita… Les tenías tanto miedo a mis amigos cuando hablaban y discutían y luchaban y…

Lloró a mares.

—Sandra —intervine, totalmente inhalado, un verdadero yoga, a no ser por los nervios—, ¿habrías preferido que te contara que anoche me trepé con una bandera peruana a la torre de la Sorbona?…

Ojalá, algún día, ante un altar, con muchas flores, y con todos mis amigos presentes, una mujer me suelte un sí tan rotundo, tan profundo, y tan arrojándose entre mis brazos como el que Sandra me soltó, mientras yo iba desinflándome rápida y poderosamente. Quedé hecho una pelota de trapo, y así, hecho una pelota de trapo, la invité a un café de la Contrescarpe y la fui observando comerse un hot dog, dos hot dogs, un milkshake, de postre pidió un banana split, todo mientras yo consumía dos austeras copas del vino más barato, en honor a Carlos Salaverry y a no sé qué. Capitalista, me dijo, cuando pagué la cuenta. A Sandra se le escapaba a menudo lo de capitalista, un poco como a mí lo de Octavia de Cádiz, había más de moda que de maldad en el asunto, en todo caso, pero qué tal concha, también, quién se había tragado a quién ahí, seamos justos.

Placita de la Contrescarpe con Sandra y Martín Romaña mucho más joven cruzándote amarraditos, ¡cómo te recuerdo! Te veo, me veo, nos veo: ella me había cogido la mano y yo se la había entregado prácticamente de regalo, quédate con ella si quieres, Sandra, tal vez logres arreglarla aunque creo que le faltan piezas, se las había entregado casi como algo que no servía para nada desde que Inés… Lo malo es que te cruzamos, placita de la Contrescarpe, rumbo a un hotel donde todo indicaba que la guerra no había terminado entre el cuarteto político. Miré hacia la ventana del tercer piso, no bien llegamos al pequeño patio interior: señales de humo y alaridos de bajísimo nivel teórico. Ésta es la mía, pensé, subo cogidito de la mano con Sandra, rememoro íntegra mi formación con el Grupo, me salto las partes que no entendí, qué diablos, ni cuenta se darán, y los hago papilla. Pobre Toño, pobre Juani, pobre Yoyo, pobre Pierrot: Martín Romaña vinividivinci, vuelta al ruedo, oreja, rabo y pata. Hola muchachos, dijo Sandra, al entrar, y no sé en qué momento me había devuelto la mano, pero lo cierto es que yo sentí como si no hubiera logrado arreglarla, o como si hubiera dejado para más tarde su compostura. Mientras tanto, los muchachos continuaban en profundo desacuerdo con respecto a las barricadas de la noche anterior, y cuando traté de intervenir con dialéctica implacable, el espíritu del 68 me tapó la boca diciéndome que no olvidara lo de Pigalle, no, Martín, tú no estás moralmente autorizado para participar en esta discusión, siéntate o échate en la cama o en el suelo como los demás, y limítate a escuchar. Quedé, pues, limitadísimo y con una mano de sobra.

Y lo peor de todo es que un par de horas más tarde, a pesar de mi olímpico, saturado y altivo desinterés, todo fingido, por supuesto, Toño, Yoyo, Pierrot y Juani habían logrado ponerme en un estado que se debatía entre el desasosiego, la angustia y los celos. No entendía nada, prácticamente nada, y tal vez lo único que lograba sacar en claro es que esos celos no eran por Sandra, sino por la manera en que esos cuatro alegres y furibundos optimistas de la ignorancia no importante parecían merecer oreja, rabo y pata, constantemente. No, no era el que a mí me sobrara una mano desde hace rato lo que me inquietaba tanto, ni tampoco el no poder intervenir coherentemente en su incoherencia, tampoco que Sandra les sirviera más y más café como quien se entretiene profundamente y desea mantenerlos eufóricos, no. Lo que me tenía realmente desgarrado era esa incapacidad mía para captar el estado de fiesta permanente en que vivían, y la manera tan fácil y gratuita en que asumían que aquello era un todo, y que si se acababa, pues lo regalaban, lo regalaban como yo andaba regalando mi mano pero sin tantas consideraciones cabizbajo-depresivas. Era como si ellos estuviesen viviendo las barricadas de anoche, más las de esta noche, por anticipación, mientras que yo andaba viviendo la historia de la humanidad, con mayúsculas, mezclada con la historia de mi vida en unas letras tan chiquitas que ni se veían. Y era, por último, como si de pronto yo me encontrara paralizado por una honestidad embrutecida ante el hecho de que ellos, ellos y decenas de miles como ellos, estuvieran a punto de poblar por primera vez el cielo de buenas intenciones. Sólo me salvaban mi desasosiego, mi honesta parálisis y un dolor muy hondo que yo trataba de conectar con el de mi compatriota, el poeta César Vallejo, que murió en París con aguacero, y un día del cual ya tenía el recuerdo, además, pero sin llegar francamente a saber si en esto no andaba haciendo uso ya de una cierta dosis de socarronería muy latinoamericana.

Total que ahí el único denominador común era que los cinco queríamos acostarnos con Sandra. Ellos, sin saberlo, y/o como consecuencia natural de la gran fiesta del 68. Yo, sabiéndolo, y/o porque desde que Inés me plantó, no encontraba nada mejor que hacer con la mano que Sandra ya había cogido para llevarme sabe Dios adonde, un poco lazarillo, un poco a través de las barricadas, un poco como a un ciego, pero cojones qué tal ciego tan clarividente, tan pesimistamente lúcido, tan tuerto en tierra de ciegos. Así ni el denominador común único duraba, porque yo sólo sabía que no sabía nada, o mejor dicho, que no entendía ni papa, mientras que ellos ignoraban por completo aquello de que el infierno está poblado de buenas intenciones, y eran felices y francamente macanudos y contagiosos y tan alegres si los comparábamos conmigo, tuerto de mierda.

Pero mi tuertera no era contagiosa, felizmente: bastaba con verlos matarse a los cuatro, con verlos reír, gritar, no cansarse nunca, para comprender que ahí a nadie se le podía pegar mi parálisis. No, mayo del 68 no se iba a acabar por culpa mía, aunque es verdad que con tipos como yo no habría empezado tampoco nunca. Y sin embargo… Y sin embargo, me dije, como quien descubre un gran secreto, como quien escucha una gran revelación y lo capta todo en un solo instante: soy un gran amante de mayo del 68, un gran amante despechado, sin duda, aunque absolutamente incapaz de llegar a aquella indiferencia de la que habla un valsecito criollo:

Ódiame, por favor, yo te lo pido.

Ódiame sin medida ni clemencia,

odio quiero más que indiferencia,

que tan sólo se odia lo querido.

Descartemos también el odio, por improcedente, y veremos que no podía ser más cierta mi revelación: era un amante despechado, más aún, desgarrado, pero ahí quedaba aquella mano que ya le había servido para algo a Sandra, y entonces, tirado en su cama, oyendo berrear a los cuatro gochistas, fui más allá, mucho más allá en mis descubrimientos: Sandra era el espíritu del 68, yo estaba actuando muy honestamente con ella, y si esta gringa ignorante no mete la pata de puro andar siguiendo slogans y no lo que son realmente sus sentimientos, con ella, por ella, ante ella, y a través de ella, sobre todo, podía reconciliarme con el presente, modernizarme y reconstruirme para caer de cabeza y feliz y poblado de buenas intenciones entre las celestiales antorchas de las barricadas. Sandra es mi vaso comunicante, se me escapó en voz alta, tan alta que interrumpí la guerra y todos me miraron asombrados, y entonces lo que se me escapó fue un Octavia de Cádiz, y para disimularla y arreglarla un poco, no se me ocurrió nada mejor que decir que sólo había querido comunicar mi sed de agua fresca, sed de agua fresca como la de las playas de Cádiz, pero felizmente a ellos les bastó con saber que tenía sed para abrir el caño y pasarme un vaso sin preguntar más.

—Y de paso, ¿puedo echar una meadita? —preguntó Juani.

—Sí, yo también me muero de ganas de mear —dijo Pierrot, tras lo cual Yoyo y Toño empezaron a seguir su ejemplo, que consistía en abrirse la bragueta ante el lavatorio del que acababan de sacar el agua para mí.

—¡Nones! —gritó Sandra—. Aquí la única que hace pipí en este lavatorio soy yo. Ya conocen las reglas, muchachos: y ahora, a bajar los tres pisos y al wáter común.

El wáter era común a todo el hotel, de hueco en el suelo, por supuesto, y quedaba en el patio interior. Los cuatro cerraron braguetas, salieron de la habitación obedientísimos, y en la escalera empezaron de nuevo a matarse teórica y envidiablemente. Comprendí que se querían mucho, y me sentí inferiorísimo ahí tirado en la cama de Sandra y sin nada realmente honesto que proponerle, aparte de matrimonio, no bien encontrara a Inés y lográsemos divorciarnos, Dios mío, qué pena. Por consiguiente, tampoco ése era un sentimiento honesto, y entonces como quien busca una razón para vivir, para amar y ser amado, descubrí honestamente que yo también tenía ganas de pegar una meadita.

—Ya vuelvo, Sandra —le dije, incorporándome para dirigirme a la puerta.

—Martín, espera un momento… Estoy muy confundida. No sé… Empezó mientras comía los hot dogs. No sé cómo explicártelo. Mira, hay muchos hombres que vienen aquí, ¿me entiendes? Tantos, que a veces me he preguntado si no soy ninfo…

Casi intervengo para opinar que yo más bien la consideraba el espíritu mismo del 68, pero en vista de que mi vida transcurría bastante exageradamente… Pues déjala transcurrir, Martín, me dije, decidiendo no interrumpirla, porque acabáramos, estaba llorando además mi vaso comunicante, por lo que de inmediato entré comunicadísimo en una impresionante sesión de lágrimas interiores, nudo en la garganta, y por qué no, de soga al cuello, también, dado el tema que estábamos a punto de abordar. Bueno, pues no la interrumpas, Martín Romaña, deja correr el agua que sí has de beber.

—…ninfómana —lloró a mares Sandra, acercándose a mis brazos tan virgen de cara y de mirada como un primer amor, de cara al pasado.

Imaginé una de Humphrey Bogart tomando entre sus brazos a una ninfómana, pero sólo logré reproducir con absoluta fidelidad a Martín Romaña, mocos y todo. A sus marcas, listos, ¡ya!, y les juro que salía disparado en busca de Inés y el divorcio, pero Sandra habló primero.

—No sé cómo explicarte, Martín.

—No sé cómo entenderte, Sandra.

—Se trata de eso que empezó con los hot dogs.

No soy freudiano, soy simplemente lo más Martín Romaña que darse pueda, o sea trasladé el asunto, en el fondo de mi alma, al siglo xix, primera mitad, donde no hubo simbología fálica alguna, sino más bien campiña inglesa muy verde y sembrada de finos arbustos, ni uno solo de forma fálica, lo juro. Luego, pensé: felizmente que los cuatro tardan tanto en su meada, porque esto va para largo, lo cual era profundo interés por la confesión de Sandra, y tampoco fálico, por consiguiente.

—Sigo sin saber cómo explicarte, Martín, pero creo que empezó cuando el segundo hot dog.

—Después vino el banana split; tal vez eso te ayude en algo, Sandra.

—Es tan difícil hablar llorando, Martín.

—Y debe ser tan doloroso pensar llorando, mi a a a…

Ahí me atraqué, pero creo que fue suficiente para que se acordara del resto, que era nuevamente no sé cómo explicártelo, Martín, y que todos los muchachos que venían a su cuarto habían querido orinar en su lavatorito, y que ella los despachaba siempre al wáter común, yo soy la única que hace pipí…

—Es lógico, Sandra; todos sabemos que París está plagada de wáters alejados y que medio mundo termina meando en su lavatorio. O en un bidet, con algo de suerte.

—Pero no las visitas, Martín, eso sería una inmundicia.

—Totalmente de acuerdo, mi a a a…, pero no llores más, por favor.

—Es que yo quiero que tú seas el primero que hace pipí en mi lavatorio, Martín.

Matrimonio, casi grito matrimonio, pero soplaban vientos del 68, y no tuve más remedio que reprimir una palabra tan burguesa. ¡Linda! exclamé, en cambio, porque era y estaba linda, a pesar de la ninfomanía y las lágrimas, porque con Sandra así, yo de cabeza a las barricadas, porque habían terminado mis dudas y temores, y también, qué se le va a hacer, siempre hay que confesar, porque ya subían los castigados del wáter común y Martín Romaña meando en el lavatorio privado de Sandra era algo así como el final de un proceso de modernización y reestructuración, y a partir de hoy se me portan bien mis anarcoprimaverales o lo que sea, aquí el dueño de este cariño soy yo y se acabaron las ninfomanías o cualquier otro tipo de plusvalía obtenido tan sólo porque la muchacha fue muy pobre en Nebraska. He sido un burro, si quieren, ante los actuales acontecimientos, pero de hoy en adelante en este burro mando yo.

Pensado lo cual, muy gozosamente, procedí a orinar en profundo silencio y entre lágrimas exteriores de ternura y emoción, arrancándole sonrisas a Sandra de Romaña, sí, de Romaña, porque así como hay juramentos de sangre, los hay también de pipí en el lavatorio a dúo, aunque sin lograr en lo más mínimo el efecto deseado sobre el cuarteto político-fiestero. Increíble, los muy desgraciados ignoraron por completo mi conquista (no puedo contener la tentación de decirlo con palabras aún más duras y ciertas: se cagaron en mi meada), no sé hasta hoy si porque eran hombres realmente emancipados, o porque conocían a Sandra mejor que yo, y en el fondo no la querían, o porque estaba prohibido prohibir y ellos creían, hasta la autorrepresión, que un slogan era más real que un sentimiento vivido viviéndose, o porque simple y llanamente en medio de una fiesta de antorchas, barricadas, adoquines, y policías enmascarados, Romeo y Julieta desenmascarados no tenían la menor importancia. De otra barricada sacarán a otra Sandra, me dije, y confieso, pero esta vez muy orgullosamente, por ser éste uno de los sentimientos más sublimes que he tenido en mi vida (tanto que se lo dediqué a Carlos Salaverry vomitando), que me dolió en el alma imaginar que mi Sandra de Romaña iba a perder a sus cuatro amigos, mis ex rivales. De ahí, humano, muy humano, aunque de eso se entera uno años después de haberlo sufrido, pasé incómodo al pensamiento de mi bigamia y sus consecuencias. Una sola y tristísima: Inés no formaba parte de ella, era pues una especie de milagro sin santo, algo así, y qué pena la que sentí mientras iba cerrándome la bragueta durante mi segundo y tan circunstancial matrimonio parisino.

Fue brevísima la unión, por llamarla de alguna manera, entre Sandra, que no era en absoluto ninfómana, que era más bien una hermosísima y superingenua estudiante de Bellas Artes pagando a punta de coitos las culpas de su gobierno en el Vietnam, como antes había entregado su virginidad a cambio de una intervención militar en Santo Domingo, y entre su bigamo esposo, que más tenía de solo-como-perro-callejero-voy-pasando-entre-la-gente, que de bigamo o de esposo, siquiera. Pero pasemos a los hechos. En lo del lavatorito a dúo, Sandra me fue de una fidelidad ejemplar y conmovedora. Aparte de nosotros dos, ahí no orinó ni Cristo. Fue su manera de amarme, la expresión posible de su amor; la imposible fue la que frenó su masoquismo, porque yo nunca tuve el descaro de echarle la culpa de nada ni el sadismo de tocarle el tema del Vietnam, sabiendo lo mal que las pasaba, y porque ella deseaba sinceramente entregármelo todo pero eso sólo sería posible después de la guerra, con suerte, y mientras tanto…

La guerra siguió y siguió, después de nosotros, y aquel mientras tanto fue en cambio muy breve. Fue breve y fue tremendo desde el día mismo en que Sandra me habló de su ninfomanía, algo que ella llamaba así, confundiéndolo con la compulsiva necesidad de acostarse con muchachos izquierdistas del Tercer Mundo, para pagar culpable las cuentas de su gobierno. Parece que el fenómeno fue bastante común en ciertos sectores de jóvenes norteamericanas de su generación, pero Sandra no había podido controlarlo, a pesar del amor compartido con dos hombres antes que yo. En mi caso, sin embargo, las cosas llegaron hasta la exageración, como era de esperarse. Llevaba conmigo el carné de subdesarrollo y Tercer Mundo, parecía estar en regla y todo, pero resulta que por ser yo niño de familia bien, otra vez, Andrés, o porque de entrada me había catalogado de intelectual cabizbajo y meditabundo, otra vez, Andrés, bis, incurrí en más de una contradicción durante el largo interrogatorio. A la pregunta ¿es usted peruano de nacimiento?, por ejemplo, respondí que sí, para gran alegría de los dos, pero luego me contradije cuando confesé que jamás había tocado la quena. Hablaba además el sospechoso idioma inglés y había leído demasiadas novelas y libros de historia y. En resumidas cuentas, meterse en la cama conmigo sólo podía producirle placer.

Y créanme que no fue nada fácil llegar a aquel placer, que fue tremendo lo que tuve que inventar y mentir para que Sandra decidiera meterse a la cama una tarde con un Martín Romaña que ya le andaba aullando a la luna de lo consumido, de lo carcomido, de lo devorado que lo tenían el deseo y la espera. Sí, la deseaba a gritos. ¿Y a quién creen ustedes que deseaba Sandra a gritos? Me lo llegó a decir, a confesar, me lo lloró, por fin, un día: nada menos que a ti, Martín Romaña, mi corazón y mi cuerpo me lo piden, me lo exigen. Pero mientras tanto el perro callejero en celo seguía aullándole a la luna de sol a sol, y ella continuaba escribiendo a escondidas su amor en un juvenil y norteamericanísimo diario íntimo. Así andábamos, y a los muy pocos días de habernos conocido. Pero de lo otro, nada, nada por culpa del Pentágono.

Bien, pero volviendo a la cronología, acabo de cerrarme por primera vez la bragueta bígama ante el lavatorio, han pasado las horas de la tarde, se acercan el anochecer y las barricadas, la pequeña radio de Pierrot informa e informa, el cuarteto político empieza a despedirse, Toño decide quedarse un rato más, y estoy pensando en Carlos Salaverry al cabo de su primer día de vómitos. Eran tres, según él, y noblesse oblige, había quedado en pasar un rato, a ver si no se había muerto. Ya era hora de ocuparme de ese amigo del que tan poco había logrado hablarle a Sandra, para ella debía ser el otro de Pigalle y punto. O sea que le dije más o menos eso: Que el otro de Pigalle me esperaba antes de que saliéramos a las barricadas, porque no se sentía muy bien, y ya vuelvo, linda. Recibí un beso de hermano, una palmadita en el hombro, y una de esas sonrisas riquísimas que Sandra me mandaba hasta cuando no quería. El conjunto me encantó, y la verdad es que me fui sin darme cuenta de que no era suficiente para un día de bodas.

Encontré a Carlos Salaverry maldiciendo de hambre y aburrimiento. Esto último, de más está decirlo, porque ya había leído y releído, y en sus ediciones originales, por supuesto, todos los libros que encontró en mi biblioteca.

—¿Cómo, y los vómitos? —le pregunté.

—Hace como tres días que me curé del todo —gruñó.

—Bueno —le dije—, te llevo a conocer a mi nueva esposa.

—¡Tu nueva qué!

—Ya te contaré, mientras voy preparando unos tallarines. ¿Qué te parece si nos acompañas esta noche?

—Yo feliz de estar con ustedes, Martín, pero que quede claro que por mi alergia…

—No bien empiece a oler a gases lacrimogenos…

—Antes, Martín.

Antes de que empiece a oler a gases te dejamos y ahí nos esperas. No sé cuánto tardaremos, pero te aseguro que volveremos a recogerte. Tal vez de madrugada, aunque sea, logremos tomar un vinito juntos en el hotel de Sandra.

—Espero que esa gringa tenga buen vino. Lo digo por ustedes, porque lo que es yo no vuelvo a probar una copa de nada en mi vida.

Hablarle de Sandra a Carlos, de lo que entonces sabía yo de ella, fue comprobar, una vez más, cómo aquel hombre de juicios y actitudes implacables podía enternecerse hasta la profunda comprensión, hasta el olvido de sus principios y exigencias consigo mismo y con los demás, cuando se trataba de un amigo. Fue eso lo que siempre me unió a él, y lo que hizo que aquella noche me escuchara atento y emocionado mientras comíamos nuestros tallarines y yo le iba soltando excesivo entusiasmo porque Sandra esto y Sandra lo otro y Sandra y más Sandra y Sandra hasta en la sopa porque además de todo la pobre Sandra es la única gringa pobre que existe en el mundo…

—Bueno, Martín, digamos que hay dos o tres más…

—No, no puede ser. Y ya vas a ver cómo me das toda la razón no bien lleguemos a su hotel. En tu vida habrás visto algo igual… Una pocilga andina, una verdadera pocilga andina…

—Por mí no te preocupes, Martín: te juro que esta vez no me enroncho, y que haré todo lo posible por hacerte quedar bien.

Hablarle de Sandra a Carlos fue, por supuesto, que se me enfriaran por completo los tallarines porque mucho más importante eran mis borbotones de entusiasmo y si vieras a Sandra y si vieras a Sandra, Carlos…

—Bueno, pero qué tal si vamos a ver a Sandra, Martín, creo que ya debe estarte esperando.

Hablarle de Sandra a Carlos, mientras nos dirigíamos a su cuartucho con un lavatorito en el que sólo ella y yo orinamos, te lo advierto, Carlos, fue realmente lanzarle toneladas de aquel maravilloso y absurdo entusiasmo que le dio luz a mi vida, apagándola después, como dice el bolero, sólo que uno es más largo que un bolero y se vuelve a entusiasmar pero lo vuelven a apagar a uno y entonces reacciona violento y le mete tango al asunto y uno lucha y se desangra por la fe que lo empecina pero tarde o temprano su radio será una Philips porque acaba por llegar ese día en que uno se ha quedao sin corazón, más del mismo tango, aunque ya sólo escuchado en la radio y sin prestarle mayor atención porque antes hubo esa temporada vivida en constante cuesta abajo y en la que uno fue a parar al mismo tiempo de narices y de culo, bien sentadito y obediente, al Voltaire del gran apagón interior, pero aun aquí vienen a joderme recuerdos como éste de cuando llegamos al cuartucho de Sandra, que me duele luego existo, y fíjense ustedes de lo que se termina dándole gracias a Dios, de que uno luego existe sólo porque algo le duele. ¿No será que me estoy recuperando? Calla y sigue escribiendo, Martín Romaña.

Pobre Carlos, el mal rato que le hice pasar viéndome pasar un rato tan malo. Le acababa de decir ésa es su ventana, me acababa de decir en esta escalera se mata cualquiera, le acababa de decir que sí, y a veces se desbarranca uno que otro chinche, también, y ahora él ya estaba empezando a rascarse y yo ya había tocado la puerta. La voz de adentro soltó un che, medio adormecido, y a mí se me escapó un Octavia de Cádiz intuitivamente desgarrador.

—Es Martín Romaña llamando otra vez a la tal Octavia esa —dijo Toño. Recién me daba cuenta: había dicho que se iba a quedar un rato más, cuando fui al departamento.

—Pero, cómo —intervino Carlos—, ¿no veníamos a buscar a Sandra?

Casi le digo que sí, que ya la habíamos encontrado, y en los brazos de un argentino, además, pero un nudo en la garganta, una rabia espantosa y una incertidumbre total me impidieron soltar palabra alguna. Pensaba, en cambio, pensaba en la maldita ninfomanía de la que Sandra me había hablado, existe, existe, existe en los libros, en el cine, también en la vida tiene que existir, claro, pero es que jamás me había topado con un caso y no era posible que justo ahora y tan rápido y delante de un gran amigo. Sí era posible.

—Un ratito, Martín. No sabía que ibas a regresar tan rápido. Creí que tu amigo estaba realmente mal. Un ratito, por favor, Martín. Vuelve dentro de un ratito. Todavía estamos a tiempo para las barricadas. ¿Vas a regresar, Martín? Por favor, no dejes de regresar, Martín.

—Así hablan las ninfómanas, Carlos —le dije.

Carlos había enmudecido totalmente cabizbajo.

—Hablan bajito y jadeando —insistí, para ver hasta qué punto dolía.

—Vamonos, Martín.

—Voy a esperar en la calle —le dije—, porque simple y llanamente no puedo creer que sea verdad.

—No es verdad —dijo Carlos, más por necesidad que por otra cosa.

—Sí es verdad, claro que es verdad. Lo único que pasa es que yo no creo que sea verdad. —No añadí explicación alguna a mis contradicciones, porque no le iba a soltar, además de todo, cosas como que acababa de casarme dentro del más sentimental y estricto ritual urinario. El pobre habría pensado que empezaba a volverme loco, lo cual era cierto, pero él no tenía por qué saber que últimamente unos jebecitos constantes y estiradísimos habían hecho su aparición en las veredas de mi vida. Y justo me puse a mirar uno cuando llegamos a la calle, mientras el pobre Carlos se concentraba en tener la cabeza lo más gacha posible, como prueba palpable de que me estaba superacompañando en mi dolor. Ni cuenta nos dimos de que alguien acababa de salir del hotel.

—Chau, Martín, ya nos vemos.

—¿Y ése quién es? —preguntó Carlos, sabiendo quién era ése.

—Ése es el ninfómano —dije, pensando—: Ése es el que no sabe lo que ha hecho.

—Mejor sube tú, Martín.

—Sí, mejor es que me esperes aquí abajo.

Sandra me recibió de espaldas, se siguió lavando de espaldas, y entre el ruido del caño y el agua que se arrojaba en la cara, nunca sabré si estaba llorando, también de espaldas. Soy un débil del carajo, carajo, porque de tanto verla de espaldas terminé acercándome para acariciarle la cabeza, la nuca y, por supuesto, la espalda. Y digamos que no lloré, también, porque llorar le tocaba a ella. A mí me tocaba calmarla, más bien, y entonces la tomé por los hombros, obligándola muy suavemente a dar media vuelta, y terminé besando purito jabón con una impresionante cara de piedad y de tendré-que-acostumbrarme, todo fielmente reproducido por el espejo que colgaba sobre nuestro lavatorito, ya que para estas cosas también sirven los espejos. Es sólo cuestión de que estén donde deben estar, y en el momento preciso, para que uno los mire preguntándoles por nuestro estado actual y por nuestro futuro, al cabo de una de estas enormes sorpresas de tamaño natural.

Total que al cabo de un rato, los arrepentidos parecíamos ser Carlos y yo caminando mudos hacia las barricadas, tras las presentaciones del caso, en la puerta del hotel. Pero poco a poco, la excitación del Barrio Latino hizo que Sandra rompiera el silencio del trío, dirigiéndose repetidamente a Carlos, sin encontrar para nada que su excelente inglés aplastaba u ofendía el mal inglés de sus años duros en Nebraska. Al contrario, Carlos empezó a caerle cada vez más simpático, con ronchas, con alergias, con citas de Marx en alemán, con frases que yo hubiera podido decir sólo por fastidiarla, y hasta cuando le cedía el paso porque las damas primero, todo en pleno mayo del 68. Es cierto que, para Sandra, Carlos debía tener las mismas virtudes y defectos que yo, aunque en realidad eso no significaba nada, porque para ella todas mis virtudes eran defectos y mis defectos más defectos todavía. Sin duda alguna, la diferencia de actitud se debía a que Carlos era sólo un amigo circunstancial, incluso una persona que le daba la serenidad de haber desaprobado, como yo, su examen de tercermundista, por lo cual no había con él ni gota de la tensión ninfómano-culpable-soy, como con otros latinoamericanos, ni tampoco aquella otra tortura, producto del cariño que estaba sintiendo, sabe Dios por qué y maldita la hora en que empecé a encontrarlo divertido, por el cretino de al lado, o sea yo caminando totalmente excluido de tan amena charla. Así, hasta que Carlos declaró que no avanzaba un paso más. No puede ser, le dijo Sandra, tratando de animarlo para que siguiera adelante, para que viera aunque sea de lejos una barricada. Pero Carlos le mostró una roncha lacrimógena e insistió en que ahí se quedaba y en que podíamos volver a recogerlo pasado mañana, si queríamos.

—No te vas a quedar ahí sentado mirando las estrellas como un huevón —intervine.

—Mi querido Martín, créeme que así ha transcurrido la mayor parte de mi existencia.

Un par de horas más tarde, Sandra y yo nos estábamos queriendo muchísimo encerrados en la iglesia de Saint Séverin. Éramos unos doscientos manifestantes, protegidos por la bondad de unos curitas sonrientes, pero la verdad es que si no forzamos la puerta de la iglesia, casi hasta echarla abajo, la policía nos hace papilla. Había sido cosa de segundos, no veíamos, no comprendíamos nada. La turba empezó a retroceder, primero, a correr después, y también nosotros empezamos a correr huyendo, pero ya los enmascarados habían cerrado toda posibilidad de escape, por esta callejuela, por ésa, ¡mamita!, aquí nos hacen pan con pescado, nos caen de a montón por adelante y por atrás. ¡La puerta de la iglesia!, ¡échenla abajo!, grité, dando órdenes, sacando incluso un pañuelito blanco de guía. Era un grito, una orden, una decisión superlógica, pero el hecho de que yo hubiese gritado primero conmovió profundamente a Sandra y por eso nos estábamos queriendo tanto ahí en la iglesia. Alrededor de nosotros la gente hablaba de pedir asilo, salir era exponerse a que lo mataran a palos a uno. Los curitas asentían, no nos iban a echar, pero tampoco era cosa de andar pidiendo asilo, no hay que dejarse llevar por el pánico, bastaba con esperar hasta que esas calles se despejaran y todos podríamos volver a casita.

Y ahí entre sus brazos, en la oscuridad de la iglesia, empecé a comprender cuál era el camino que llevaba a los brazos de Sandra, pero en la cama de Sandra. Me negué a aceptarlo, al principio, pero días más tarde no tuve más remedio que actuar de acuerdo con lo que estaba comprendiendo mientras ella me seguía amando hasta el punto de pedirme perdón, por favor perdóname por lo de Toño, Martín. Yo, en una iglesia, se lo perdono todo a quien sea. Atavismos bautismales, me imagino, y más aún aquella noche con los curitas protegiéndonos con sus sonrisas, pero mucho más aún porque acababa de captar que si Sandra me estaba queriendo tanto, tanto como para pedirme un perdón que yo no le exigía, como para darme unas explicaciones que tampoco deseaba, era porque yo había gritado, dado órdenes, sacado mi pañuelo, porque de golpe en su vida el tontonazo de Martín Romaña había demostrado ser un hombre de acción, un líder nato, y había salvado a tanta gente de una buena moledura a palos. Increíble, pensé, insistiendo en que no tenía por qué pedirme perdón ni darme explicaciones ni nada. Ella insistía en que sí y yo en que no. Y no por bondad, piedad o liberalismo, sino porque para mí lo de aquella noche con Toño era aún ninfomanía, y cómo se acusa a un enfermo, se sufre y punto. Pero poco a poco, escuchando las cosas que me decía, empezaba realmente a captar que no me hallaba ante un caso de esto sino de lo otro. Y lo otro era aquella maldita culpabilidad. Sandra queriéndome tanto aquella noche, porque habla sacado un pañuelo y pegado el único grito que se podía pegar, era un poco Sandra queriendo a un tipo al que habían desaprobado en el examen de manejo, pero que resulta manejando mejor que Fangio, cuando se presenta la ocasión. Increíble. Pero pronto llegaría aquella tarde en que tuve que poner en práctica tan estúpidos conocimientos.

Por ahora, comprobar que no me estoy equivocando, pensé, decidiendo al cabo de un buen rato que era posible salir ya de la iglesia. La gente se oponía. Medí la reacción de Sandra: sí, deseaba que sacara el pañuelo de nuevo. Lo saqué, le dije que me esperara ahí, que si no regresaba en media hora avisara a mi Embajada, asomé la nariz a la calle, guardé el pañuelo porque no soy tan bruto como para hacer señales blancas en la oscuridad enemiga, salí, salí más, miré por la esquina, nada peligroso por ahí tampoco, caminé entre algunos enmascarados como quien no quiere la cosa, y regresé a la iglesia anunciando que había encontrado vagas posibilidades de una salida exitosa, todo mentira. Pero vale la pena intentar, añadí, sacando de nuevo el pañuelo blanco, en el momento en que llegaba donde Sandra. Me miraba como si jamás hubiera conocido a Toño ni a Taño ni a Tiño, sólo a ti, Martín Romaña. Ven, cojuda, le dije, sabiendo que no entendía ni papa de castellano. Ven, cojuda, si estos pelotudos no quieren salir, es problema de ellos, pero yo a ti te saco de esta iglesia inmediatamente. La última parte, la heroica, la dije en inglés y, por supuesto, funcionó en los ojos de Sandra. Ver para creer.

Carlos nos vio abrazados. Por fin, dijo, sonriente, han pasado más de cuatro horas y francamente empezaba a temer que les hubieran partido el cráneo. Casi, arrancó Sandra, mirándome entusiasmadísima, apretándome fuerte la mano como para que fuera yo el que contase nuestras peripecias de esa noche. Pero los héroes callan, callan sobre todo cuando están pensando tristemente en lo absurdo, lo estúpido que puede ser todo, en Sandra, que porque me vio gritar, sacar un pañuelo blanco, en Inés, que aunque me hubiera visto gritar pañuelo en alto, o lanzar un enorme globo al cielo de París, bah, allá el que quiera hablar de hazañas, un día desfilando equivocado entre un colegio de sordomudos, esta noche descubriendo que Sandra mejor hubiera sido ninfómana, no habría sufrido tanto, tal vez.

Pero Sandra era sinónimo de entusiasmo incontenible mientras avanzábamos por la rue des Ecoles, no paraba de contar, hasta Carlos Salaverry empezaba a entusiasmarse ante la presencia de un hombre ganado por el vértigo de la acción, valiente, decidido, de rápidas reacciones frente al enemigo al acecho, sí, poco a poco la historia de Sandra me iba convirtiendo en el irrealizable sueño de un filósofo contemplador contemplativo, contagiándole al mismo tiempo su entusiasmo, haciéndolo olvidarse por completo de los olores a gas, de sus alergias y de sus ronchas, y de que a medida que avanzábamos en dirección a la rue Monge nos estábamos acercando a una barricada en formación: claramente se veían las antorchas, las humanas cadenas que mil estudiantes habían formado para irse pasando de mano en mano los adoquines destinados al muro de protección, para ir excavando y retirando la tierra de una trinchera, para recibir de ventanas y balcones las bebidas y alimentos que la solidaridad del vecindario descolgaba en canastas atadas a largas sogas. No tardaba en arder Troya, en la esquina de la rue Monge y la rue des Ecoles, mientras Carlos iba hundiéndose, por completo en la tierna y contagiosa euforia de una preciosa y culpable amiga a punto de darnos incluso una segunda oportunidad en aquel inadmisible, absurdo, estúpido, triste examen de admisión a lo que ella creía ser la vida. Ardían las antorchas a pocos metros de nosotros, ahora, iba entusiasmándose cada vez más Sandra, al frente estaban los enmascarados sabe Dios con cuántas toneladas de bombas lacrimógenas, y Carlos Salaverry seguía avanzando como si nada y como Robert Mitchum en dirección a Troya.

Y de pronto corría y nos llamaba, que nos apuráramos, que iba a ser un espectáculo inolvidable, que esas antorchas en la noche lo acercaban al centro, al secreto mismo de sus sueños, apúrense, vengan, corran, por aquí, esto es maravilloso, Sandra, ven, acércate, Martín, pero Carlos, los gases, cuidado, Carlos, ¡qué gases ni qué ocho cuartos, Martín!, ¡a la mierda con los gases!, estos muchachos, estas perfectas cadenas humanas, esta trinchera, estas antorchas ardiendo en la noche, todo, ¡todo!, me recuerda a la solidaridad de los pueblos de la noche de que habla Malraux en la cuarta parte, página 143, en mi edición, de La condición humana, ¡sí, sí!, me acuerdo hasta del párrafo, Martín, Sandra, me acuerdo hasta del párrafo (se lo recitó íntegro y a gritos), ¡qué maravilla!, ¡exacto!, la solidaridad de los pueblos de la noche, ¡no!, no podemos permanecer indiferentes ante un hecho tan grande, tan cargado de emoción, de todo, ¡no!, ¡ni hablar!, yo no puedo quedarme así, no no no, ¡imposible!, yo me llevo un adoquín a mi casa, ¡sí sí!, yo me llevo un adoquín de recuerdo a mi casa…

Y siguió caminando con su adoquín mientras Sandra dejaba de querernos por completo, y a mí, en particular, por haberle dicho lo que pensé mientras contemplaba a Carlos Salaverry recoger su adoquín y seguirse luego de largo con una emoción completamente distinta de la de ella.

—Este tipo es un genio, Sandra. Es lindo, como diría tu amigo Yoyo. Te juro que si algún día escribo una página, una sola página sobre París, no dejaré por nada de contar esta historia. Creo que nunca he tenido un amigo tan formidable como Carlos Salaverry. Míralo, mira cómo se va hecho mierda de emoción, de cultura, de felicidad. ¡Sublime, Sandra, genial!

Fue como si me hubieran robado el pañuelito blanco. Carlos ni cuenta se dio, pero a mí todo en la cara de Sandra me lo gritaba: quería quedarse, mezclarse a esa nueva barricada, pero sola, jamás con ese par de estorbos intelectuales cuyo impulso revolucionario podía satisfacerse con una cita de Malraux y un adoquín de recuerdo. Total que ahí estábamos los tres juntos nuevamente: Carlos mudo de felicidad con su adoquín, Sandra también muda, pero con la mirada que acabo de describir, y yo mudo a secas porque de qué sirve protestar en casos como éste, qué ganaba diciéndole me encantan, me divierten las cosas de Carlos, hay gente que es así y no tienes por qué sentenciarla a muerte y, además, Sandra, me parece francamente injusto que me claves esa mirada a mí y no a Carlos, yo en el fondo qué he hecho, he festejado el asunto porque de veras lo encuentro divertido, no he hecho nada más, en realidad no he hecho absolutamente nada malo, ponle esos ojitos a él y no a mí, gringa estúpida, a mí dime más bien cuándo es tu cumpleaños para mandarte una tonelada de humor de regalo. Nada que hacer: me habían robado el pañuelito, había perdido mi alfombra mágica.

—Nos vamos, Sandra; nos vamos a ver si hay alguna tienda abierta, a las tres de la mañana, para comprarle una urna de cristal al adoquín.

Sandra salió disparada, y por fin Carlos comprendió que había pasado algo entre nosotros. Le dije que era lo de siempre, lo que siempre iba a pasar entre nosotros, y que era mejor que Sandra se quedara sola esa noche. Y justo estaba pensando que de sola nada, que de la barricada con seguridad me salía con un nuevo tercermundista, cuando, para mi espanto, vi lo suficiente, más que lo suficiente como para que Otelo matara a Desdémona desde el primer acto, escena primera, y primera palabra de la tragedia de Shakespeare. Vi tanto como el tipo de El Aleph. Vi llegar a mi ex Grupo llenecito de mujeres nuevas, jóvenes, bonitas y sucias, todas fruto barricadensis, sin duda alguna. Vi llegar a Mocasines, y con la suerte que tengo este hijo de la gran puta es capaz de atrincherarse al lado de Sandra. Vi a Sandra ignorando por completo mi más sincera y profunda opinión acerca de los mocasines de ese tipejo, de cómo, créeme por favor Sandra, esos zapatos llevan de frente a secretario de ministro de cualquier régimen o algo así. Vi a Sandra escuchando la versión sobre mi cobarde negativa a lanzar un insignificante globito desde la terraza capitalista de mi departamento. Vi a Lagrimón instalándose a leer mientras empezaba a arder Troya. Vi otra vez a Mocasines difamándome. Vi a Sandra negándose a entender que ni ella era culpable de nada ni el Tercer Mundo tan poco complejo como eso. Vi al Grupo con el pelo muy largo y a alguno que otro de sus miembros con demasiados collares hippies como para irse de guerrillero. Vi que no veía por ninguna parte a Inés y que podía estar herida o presa. Vi que ya no daba más y que Carlos tenía prisa pero ¡espera, carajo!, porque precisamente en ese instante vi brillar la cara de Sandra al lado de una antorcha, y no muy lejos de ahí, podían encontrarse en cualquier momento. Vi los mocasines de Mocasines relucientes hasta en las barricadas, carajo, ¿hay tanto imbécil en este mundo como para no ver la evidencia? Vi que ahora todos ellos se habían perdido entre la muchedumbre. Vi que no había nada que hacer aquella noche, pero cuando estaba a punto de decirle a Carlos que ya podíamos irnos, vi, sí, es ella. Vi a Inés conversando alegremente con un francés, vi que había olvidado por completo la hondonada, vi que ignoraba por completo que no todos los norteamericanos estaban matando vietcongs, vi que jamás entendería que también Sandra podía ser una ferviente antiimperialista. Vi que esa noche Inés jamás volvería a casa. Vi que esa noche Inés volvería nuevamente a donde por diablos y demonios viva con ese francés barbudo o alguien alguien alguien quién quién quién. Vi a Sandra regresando a su pocilga andina con cualquiera menos conmigo. Vi que podía ser con Mocasines. Vi que ninguna de las dos me comprendía. Vi que tampoco las dos se comprenderían. Vi que el mundo es muy complejo y la gente cada día más bizca. Vi que Inés no estaba bizqueando. Vi que si me seguía quedando esa noche terminaba sacándole cuerpos de ventaja a Otelo. Vi y vi y vi que no hay nada que hacer, Carlos, y que lo mejor era irnos a dormir y que la historia nos juzgue.

—¿Qué? —me preguntó Carlos, bostezando feliz con su adoquín.

—No sé —le respondí mientras nos poníamos en camino hacia el departamento—; no sé, estaba pensando tonterías, cosas como que si no se podría juzgar a la historia, en cambio, ser nosotros los que juzgamos algunos de sus detalles, por lo menos… En fin, nada, nada…

Nos despertó el timbre y nos enfurecieron los ladridos de Bibí. Bajé, abrí: nadie. Abrió el monstruo, nos miramos, nos odiamos. Abrí más, para que viera que se trataba de un visitante fantasma, y eso me permitió descubrir un papelito clavado en mi puerta con un chinche. Era la letra de Sandra. Sentí ternura al pensar que se había venido desde su hotel trayéndome un papelito y uno de sus chinches, que a lo mejor había clavado ese chinche ahí simbólicamente, quería enternecerme, hacerme sonreír recordando su pocilga andina plagada de esos bichos. Tu eterno sentimentalismo, Martín, me confesé, mirando nuevamente al monstruo controlándome desde su puerta. Nos odiamos mucho más y cerré. Sandra me pedía perdón por lo de anoche y me rogaba que fuera a buscarla. No sé qué tengo, Martín, no puedo hacerme a la idea de no verte más. Sí sé que tengo, Martín, le tengo miedo a todo sin ti.

Le dije a Carlos que tendríamos que desayunar muy rápido, y que no me quedaba más remedio que dejarlo solo nuevamente: Sandra me esperaba, era mejor que fuera rápido porque parecía estar muy intranquila. Media hora después, ya estaba vestido y despeinado al máximo para nuestra cita de reconciliación. Dos cafés: Carlos diciéndome que trataría de llegar a su casa para traerse unos libros, yo diciéndole que por favor se lavara ese par de tazas, él asegurándome que las rompería, y un minuto más tarde, la gran carrera hacia el hotel de Sandra. Llegué corriendo, subí corriendo, y créanme, por favor, que adentro estaban haciendo el amor.

Bajé al segundo piso, me senté en el descanso de la escalera, y ahí estuve esperando tranquilamente que bajara el subdesarrollado de turno. Digo tranquilamente, porque al principio pensé que podría ser Mocasines, puesto que mi álbum de recuerdos es tan enorme que requiere siempre de instantáneas agrandadísimas de la vida, pero después escuché un acento mexicano y ya con ese dato me calmé bastante. Pasó una hora, subí, y nuevamente estaban haciendo el amor. Maldije lo bruto que había sido al darles tiempo para volver a empezar, bajé tranquilito a mi segundo piso, y al cabo de un cuarto de hora subí otra vez, toqué y dije que era yo. La respuesta fue, por supuesto, por favor no te vayas, Martín, espérate un momentito, Martín, por favor, Martín. O sea que escaleras abajo, según la vieja costumbre, y a sentarme de lluevo en el descanso. No sé por qué a un piso de distancia me sentía algo menos imbécil.

Pasó el mexicano, me preguntó si era Martín Romaña, se dio cuenta de que con esa cara no podía ser más que Martín Romaña, y me dijo que ya podía subir. Casi le digo gracias y subo corriendo, no vaya a ser que llegue otro más, pero un instante me bastó para captar que el tipo era de sonrisa entre difícil e imposible, y muchísimo más grande, fuerte, macizo y todo que yo. Conté obedientísimo los escalones que llevaban al tercer piso, y tras haber tocado una puerta entreabierta, aparecí en una habitación donde nuevamente una chica que a mí me enternecía muchísimo, vaya usted a saber por qué, a estas alturas, me recibía de espaldas, se seguía lavando de espaldas, y probablemente también estaba llorando de espaldas. Lo que es seguro, pensé, es que está esperando que la acaricie mientras permanece siempre de espaldas. Manos a la obra, Martín Romaña…

—¡Oh, Martín! ¡Oh, Martín! ¡Oh, Martín!

—Pero si me has pedido que venga, Sandra. has venido hasta mi departamento, has dejado un papel clavado con un chinche —ya en otra oportunidad le pregunto si es o no simbólico… Me desarmaría tanto saber que sí…—, has escrito en ese papel que le tienes miedo a todo sin mí.

—Es verdad, Martín, te juro que es verdad. Lo que pasa es que no esperaba que vinieras tan rápido.

—¡La próxima vez dame turno! —grité, pero sin lograr añadir, también a gritos, que al pobre Carlos lo había hecho atragantarse el café, lavar o romper dos tazas, que lo había dejado solo y sin lectura, siquiera: una bofetada me tapó el hocico en la palabra turno.

Después Sandra lloró a mares en mis brazos, me dijo que creía estar realmente enamorada de mí, que si tan sólo le dejara un poco de libertad. Yo, ni pío: escucha y escucha tendido a su lado en la cama, quería que lo soltara todo de una vez, que llegara al fondo de las cosas, desahógate, Sandra, desahógate al máximo. Lloró una hora más, y al final era yo el que se estaba ahogando en ese mar de palabras, en esa historia imposible, triste triste triste, pero que me sentía totalmente incapaz de controlar o de juzgar. Besar y besar a Sandra fue lo único que se me ocurrió, y ahí la estuve besando mucho rato antes de que ella empezara a responder a la búsqueda de mis labios, pero cuando quise abrirle la blusa para acariciarle los senos, Sandra abandonó todo, se hizo a un lado, y empezó a llorar nuevamente.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque contigo no puedo, no puedo contigo, Martín.

Me largué diciéndome esta gringa está más loca que una cabra, yo aquí no vuelvo más, me fui corriendo por las escaleras pensando así, pero maldita sea, pensando también que tenía que haber algo además de eso y que qué era eso que yo llamaba eso y que en el fondo tampoco estaba convencido de que fuera loca, otro papelito más con su chinche y vuelvo, estoy seguro. Temblaba de espanto cuando llegué a la calle.

No voy a decir que guardo los chinches de recuerdo, porque eso no me lo creería nadie, pero sí que soporté varios sentones más en el descanso de la escalera, segundo piso, que me largué varias veces más, y que regresé igual cantidad de veces llamado por un papelito con su chinche. Diré, ahora, que, cuando le pregunté a Sandra si éstos ocultaban algún tierno simbolismo, ella me miró con una asombrosa sonrisa. Deducción: mi eterno sentimentalismo, y la total ausencia de humor, agilidad mental, o lo que sea, en ella, para asociar un bicho chinche con un clavito chinche y luego hundirlo en la puerta de Martín Romaña, a quien, dicho sea de paso, cualquiera que lo conoce sabe perfectamente que trayéndole un chinchecito-souvenir de pocilga andina se lo mete en el bolsillo. Pero no, Sandra no parecía captar nada de nada, y fue más bien una gran indiscreción de mi parte la que me hizo comprender a fondo que su problema era pura culpabilidad, que de ninfómana no tenía una pizca, y que sólo me quedaba un recurso para metérmela a ella en el bolsillo, lo cual en resumidas cuentas significaba meterme yo del todo en la cama de Sandra. Ella anotaba paso a paso su vida en un diario íntimo. Una noche, por descuido, lo había olvidado sobre la cama. Yo andaba furioso porque acababa de soplarme, una vez más, toda la incultura política, muy bien sazonada con presencia activa en las barricadas del día anterior, de tres muchachos que tarde o temprano harían lo que yo no lograba hacer con alguien que me seguía reclamando a gritos con papelitos y chinches. No había tenido derecho a la palabra, porque en vez de acudir al frente de batalla, opté por quedarme en la retaguardísima acompañando a Carlos Salaverry, que había decidido abandonar definitivamente París dentro de poco, y que deseaba hablar de ciertos asuntos a solas conmigo. Por fin, se largaron los primaverales, y quedamos Sandra y yo enfrentados al abismo que nos separaba después de cada una de esas aburridísimas sesiones de quién grita más fuerte, y el que grita más fuerte y cuenta más aventuras se tira a la gringuita. Pensé que la gente del barrio ya debía estarse pasando la voz, hay una gringa maravillosa que con todo el mundo, viejo, y enfurecí más todavía. A Sandra le dolía el estómago, y como en el lavatorio sólo hacíamos el número uno, bajó a hacer el dos al wáter común. Yo aproveché, agarré el diario, busqué las páginas que correspondían a aquellos días. Me bastó con lo que pude leer antes de su regreso.

3 de mayo

Hoy he vuelto a cruzarme por la calle con esa muchacha tan alta y tan bonita. No sé cómo decirlo: lo más hermoso que tiene es el cuello tan largo y distinguido como el de una reina, o lo que uno imagina que es una reina. Pero esa muchacha simplemente «no sabe hacer uso» de su cuello. A su lado, como siempre, iba él, aunque más bien parecía que cada uno caminaba solo y que él le tuviera un poco de miedo. Él camina con aire ausente, y al mismo tiempo como si estuviera arrepentido de algo. O como si alguien le acabara de pegar un buen jalón de orejas. Parece sudamericano. Ella, no sé, más parece italiana que otra cosa. Tiene una cara muy seria. A él, en cambio, lo encuentro cada día más divertido.

Escribiendo estas líneas me he dado cuenta de que me gustaría saber el nombre de él, qué hace, etc. Me he dado cuenta de que me molesta llamarlo siempre «él». Hoy iba más divertido que nunca.

14 de mayo

Lo he conocido. Me ha dado miedo conocerlo, a pesar de que es en efecto un tipo divertido. Estoy contenta de saber su nombre. Me gusta que se llame Martín Romaña y poder escribir desde ahora Martín en vez de «él». Le dije que no me gustaban las parejas que tienen problemas conyugales, pero ahora que lo pienso bien, recuerdo que me produjo cierta alegría saber que él y su esposa tenían «todos» los problemas de este tipo que existen. Así dijo Martín al despedirse, y yo lo encontré muy divertido y me dio cierta alegría saberlo.

16 de mayo

Me avergüenza leer la mayor parte de las cosas que he escrito en estas páginas. Y al mismo tiempo me hace preguntarme si no soy todavía una niña. Pero de ser así, estoy segura de que habré dejado de serlo cuando termine con estas experiencias.

23 de mayo

Me he vuelto a acostar con un hombre sin desearlo. Por darle algo que en el fondo sólo desearía darle a Martín. No, no es ninfomanía. Esto empezó entregándole mi virginidad a un dominicano que me agredía por lo que mi país le había hecho al suyo. Y desde entonces me he sentido siempre indefensa ante los hombres que vienen de regiones que son víctimas de mi país. Me defiendo perfectamente de un francés pero no puedo hacer absolutamente nada ante un peruano, por ejemplo. Y Martín, por más que lo diga a gritos, a mí no me parece sudamericano. ¡Maldita sea!

25 de mayo

Hoy lloré otra vez y esto hizo que Martín volviera a temblar, a sentirse muy mal a causa mía. Me ha estado hablando de unos jebecitos muy extraños, de insomnio y de una extraña tristeza. Se le ve en la mirada. ¿Lo amo? Sí, pero no quiero darle el placer que les doy a los demás. No, eso no. Voy a escuchar a mi corazón y a mi cuerpo, porque quiero que ambos me lo exijan en un mismo instante. Ellos me van a indicar que estoy hecha para un hombre como Martín. Y cuando eso suceda, voy a abrirle las piernas porque soy yo la que lo desea, porque quiero que todo en mí le guste, y porque quiero que también él me dé mucho placer a mí. En todo caso, jamás lo haré «porque quiero quedar bien», como con los demás.

Actuando de esta manera, habré sido honesta conmigo misma y con Martín, aunque tal vez entonces sea ya demasiado tarde para encontrar a ese hombre «alto, tierno y español» con el que soñé siempre, que se parece tanto a Martín, cuyo cuerpo he deseado siempre tocar, y en cuyo corazón quisiera esconderme para siempre.

27 de mayo

Creo que podría ser muy feliz con Martín si él lograra otorgarme, en el fondo de su corazón, la libertad que necesito, a causa de esta estúpida deformación de mi actitud ante los males de mi país y ante cierto tipo de hombres. Creo que es pedirle demasiado. Creo que sería pedirle demasiado a cualquiera. Pero, confío en su honestidad para decírmelo, para decirme y mostrarme qué podemos hacer juntos y cómo.

A veces me parece que soy yo la que habla siempre de sus problemas. Escribiendo estas líneas acabo de darme cuenta de que ni siquiera le pregunto por su esposa, por sus amigos, y por la vida de ese Carlos al que quiere tanto y que me resulta también tan divertido. Carlos me ha tratado como en un sueño. Mejor todavía.

Pasos de Sandra en la escalera. Dejé el diario donde lo había encontrado, me estiré en la cama como quien ha estado dejándose comer vivo por los chinches, y esperé que entrara para decirle que deseaba irme a ver a Carlos. Me miró sorprendida, pues ignoraba por completo las mil ideas que empezaban a ponerse en funcionamiento en el cerebro de un hombre que, aunque sea por un breve período de tiempo, había decidido juzgar a la historia. Seguía mirándome sorprendida, como si las decisiones las hubiese tomado siempre ella, como si necesitase un mínimo de explicaciones para salir de su desconcierto. ¿Por qué me iba ahora que estábamos al fin solos? ¿Acaso no íbamos a salir juntos a ver qué pasaba esa noche en París? ¿Normalmente no habría deseado quedarme ahora que ya nadie discutía y gritaba?

—Pensé que te ibas a quedar, Martín.

—Yo también, Sandra. Pero acabo de cambiar de idea. Acabo de decidir que estoy harto de estas discusiones absurdas, que estoy harto de tanta teoría barata, que tengo cosas mucho más graves y arriesgadas que hacer, que mañana para mí es un día cargado de peligros e incertidumbres, que necesito horas de silencio y reflexión antes de llevar a cabo las consignas…

—¿Las qué?

—Las consignas: aquello que le da razón a mi estadía en esta ciudad, aquellas actividades que cumplo en silencio, con seriedad y humildad, y que no son juegos de niños que pueden contarse a gritos y en la habitación de una amiga como tú, donde pueden haber infiltrados, policías vestidos de civil, en fin…

—Pero tú me has contado que renunciaste…

—¿Al Grupo? No me hagas reír. Eso era juego de niños, un pasatiempo para mantenerse en forma. No renuncié. Tuve que irme hacia cosas más importantes… Hacia consignas… Chau, Sandra.

—Martín…

—Deséame suerte, linda.

En la calle estuve haciendo ejercicios respiratorios, evitando encontrarme un jebecito constante, buscándolo estiradísimo porque el asunto era más fuerte que yo, y pensando en la bomba que me tocaba poner de madrugada en la fábrica N, de acuerdo al operativo 007… Pelotudo, ¿no se te ocurre nada mejor que el 007 de James Bond? Bah, ya encontrarás algo, X 023, por ejemplo. Ay gringa tonta, suspiré, las cosas que uno tiene que hacer por ti. Y también por mí, claro…

Una larga carta de Carlos me esperaba en el departamento.

Mi querido Martín,

Acabo de comprarme toneladas de jamón y de queso. Pan no me va a faltar. He comprado también toneladas de cajas de cartón y me voy a encerrar a empacar libros en mi departamento. Acabo de vender el automóvil. Por supuesto que me hicieron cholito, peor que cholito, pero con ese dinero parto a Alemania (al Baile de los corazones solitarios, a la mierda, o a lo que sea, aunque ya tengo un saco de fumar y tal vez la suerte haga que encuentre una chimenea apropiada…), en el rimer tren después de las huelgas o en el primer tren rompehuelgas o como diablos sea. Por favor, no vengas a verme, Martín. Tu amistad ha sido para mí siempre sagrada, y como sé que algún día, a pesar de los sindicatos pesqueros, de Mocasines y de Inés (perdóname, Martín), escribirás a tus anchas y contarás tal vez estas cosas, no quiero que digas que además de alimentarme, comprarme servilletas, lavar todos los platos y tazas (menos las dos que yo rompí. Te dejo el importe sobre el tocadiscos), me ayudaste también a mudarme, cuando en realidad lo único que deseabas era paz para olvidar a Inés, en los brazos de una norteamericana cuyo inglés es peor que el del Indio Bedoya en El tesoro de la Sierra Madre, o que el de cualquier otro mexicano imaginado por Hollywood. Aparte de eso, Sandra es encantadora, hermosísima y está completamente loca. Prefiero estar en los brazos del aburridísimo Heidegger (creo que ya te he contado que su hermano es empleado bancario, aficionado al fútbol, y algo así como cien veces más inteligente, entretenido y simpático que mi genial maestro), cuando ella te mate a balazos por no ser diferente, para poder amar a otro hombre que se parezca al que tú eres, si es que esto quiere decir algo, y yo creo que sí. En todo caso, tú no la matarás, o sea que trata de darle un cariño mejor que el que me darán a mí las gordas del Baile para corazones solitarios, en un sórdido local cuya única iluminación ha debido ser la dentadura de oro del inmortal Piolín. Ten la seguridad, Martín, de que cuando no esté con Heidegger, con su hermano, o en los brazos de una mamapancha bávara apachurrando a la miseria de la filosofía (yo), mientras ésta gira pensando en su infame adolescencia, o leyendo y leyendo y leyendo, para que después Lagrimón sea el que publique erratas llenas de libros (te juro que no he bebido una gota de nada desde el infame Valparaíso, en el que comprendí que hasta mi niñez me aburría ya), estaré escribiéndote las cartas que serán, gracias a tus respuestas, aquella hermosísima correspondencia entre dos amigos que nada podrá separar. Ni siquiera tus opiniones sobre Hemingway, que siempre encontré algo exageradas, y no necesariamente producto de una atenta relectura de la obra de ese hombre que, a mi entender, nunca supo nada de toros. Perdóname, Martín, si hay en esta carta de despedida alguna que otra frase muy dura. Me conoces: después me habría odiado por no haberla dicho. En efecto, de toda la obra de Henry de Montherlant, aparte de una que otra escena de La Reina muerta y de Malatesta, sólo se salva una frase: «Si no somos duros con los seres que queremos, con quién vamos a serlo entonces». No te doy noticias de Teresa y Marisa, por la simple razón de que ellas no me las han dado a mí, y porque a causa de los gases lacrimógenos no me he atrevido a ir a ver si están trepadas en la torre de la Sorbona, donde parece que hoy hasta se hacen picnics. Esto me apena por los excelentes cursos que dictaba Etiemble sobre «El mito de Rimbaud en los países eslavos y comunistas», pero me alegra y reconforta por casi todo lo demás. Mi dirección en Alemania te llegará con mi primera carta. La botella de champán que te dejo es para que la bebas con quien te dé la gana, pero no solo, por favor. Habría sido hermoso bebería con Inés, lo confieso. Y también con Sandra, lo confieso también. Y con cualquiera que te dé la alegría y serenidad que te desea con todo cariño tu amigo de siempre,

Carlos Salaverry

P.S.: No deja de preocuparme tu problema con «los jebecitos constantes». Hay algo muy depresivo en ello. Trata de consultarlo con un médico serio. Evita, de preferencia, que ese médico serio sea Lagrimón.

Mierda, te me vas Carlos, te vas justo cuando quería que me ayudaras a darle un aspecto convincente al operativo X 023. Hubiera bastado con que me dieras la razón, apoyo moral, y cómo diablos y demonios se le llame al que encuentres justificable tremenda patraña, sí, porque lo voy a hacer en función a Sandra, Carlos, para curarla de una vez por todas, para obtener de una vez por todas lo que ella y yo tanto deseamos, el fin no puede ser más noble, Carlos, pero ya tú te fuiste, adiós amigo, te comprendo y sí nos escribiremos, pero ahora un buen rato para cada uno por su lado porque yo tengo que poner en marcha los medios para obtener ese fin.

¿Qué medios?, me pregunté. Pues ninguno que no sea quedarte toda la noche pensando como un cretino en la tonelada de mentiras que dirás mañana al llegar al cuartucho de Sandra, jadeante, cubierto de polvo, agotado, ojeroso, tembloroso, tras haber puesto una bomba en una fábrica N, secreto político, sin haber hecho otra cosa que pasarte la noche en blanco, envidiando en algo a los seres que sí ponen bombas, extrañando mucho a Carlos, preguntándote qué pensaría Inés de todo esto, pero seguro, segurísimo, eso sí, de que Sandra cae, de que te admirará y amará y largará a cualquier tercermundista de vocabulario para afuera, porque ahora tú, Martín Romaña, no solamente te mereces el carnet sino además la medalla, y con carné y medalla, poco a poco, dulcemente, siguiendo su primer llamado sincero, te irás introduciendo bajo su frazada, entre sus brazos, entre sus muslos, entre su boca, y por fin esa gringa enternecedora habrá logrado ser verdaderamente una mujer que vive la ternura y que se siente sana y que está sana. Claro, después vendrá el secreto que tendrás que llevarte a la tumba. A la tumba, nada menos que a la tumba, Martín Romaña, y con gran dificultad porque te morirás de ganas de confesarle que jamás hubo X 023 ni bomba ni nada, sólo esta noche de insomnio porque habías tomado la determinación, sólo esta noche de insomnio sin Carlos para apoyarte, aconsejarte, estimularte, darte la razón, superconvencerte de que el fin es nobilísimo y de que tal vez algún día ella, tras muchos años de felicidad, pueda aceptar sin rabia y sin vergüenza que tuviste que recurrir a semejante patraña para llegar del todo a sus brazos, sí, tal vez el día de las bodas de plata matrimoniales o algo así, que espero no tenga lugar en Nebraska con niños sin zapatos, me cago, insomnio de mierda…

Y cuatro horas más tarde de insomnio: bueno, no dormir da mala cara y yo necesito llegar con muy mala cara esta mañana, lo más temprano posible, ojalá me estén saliendo ojeras, pintarme unas ojeras. Y una hora más tarde de insomnio: sigue revolcándote en tu camota nueva, todo eso despeina más y da peor cara, y de paso pon el despertador porque el asunto te está resultando tan convincente que no tardas en quedarte profundamente dormido.

Tras el golpe del operativo X 023, los héroes, como todos los héroes urbanos, se dispersan y entran de madrugada a un café pobre y pequeño y se toman dos express bien cargados para resistir el día de alerta que los espera, pueden haber noticias, pueden no ser buenas, puede haber caído un camarada en su huida, hay que escuchar un poco la radio. Cumplido todo lo cual, de pronto me di cuenta de que me faltaba ensuciarme un poco y también mucho jadeo, un verdadero jadeo para llegar a su cuarto, que estaba a muy pocos metros de los Cinco Billares, el café al cual había llegado desde muy lejos, desde el suburbio X, secreto político, completamente agotado pero sin jadeo alguno porque mi departamento quedaba también bastante cerca y se me había olvidado correr huyendo de algo. Pagué, avancé hasta el centro de la plaza de la Contrescarpe, recogí un poco de tierra al pie de un árbol, me ensucié bastante un hombro, un codo, el fundillo del pantalón y ambas rodillas, y partí a hacer jogging en la plaza del Panteón. Una vuelta, media vuelta más, y entre que hacía tiempo que no corría, entre los express bien cargados y unos nervios de la puta madre, igualitos a los que habría sentido tras haber puesto una bomba en Notre-Dame, un jebecito constante y estiradísimo y luego dos más que no estaban estiradísimos porque eran dos gusanos tan enroscados como primaverales, había logrado por fin los efectos indispensables postoperativo X 023: corcoveaba, todo en mí corcoveaba.

Había llegado el gran momento. Todo esto por ti, Sandra, me repetí siete veces, y si resulta juro que el día de nuestras bodas de plata te lo cuento todo con lujo de detalles. 7 a.m.

7.07 a.m. Corcoveaba de desesperación y de rabia en el descanso del segundo piso. Y no porque Sandra estuviera haciendo el amor con un tercermundista. Eso me lo esperaba, a estas alturas quién ignora que eso me lo esperaba siempre. Al contrario, era lo que más me habría gustado encontrar, habría podido echar la puerta abajo y, en tres segundos de corcoveo, palabreo, noche en blanco, operativo terminado, un vaso de agua al sediento, silencio y discreción total, por favor, y también escondite y ayuda y solidaridad, en esa habitación no habríamos quedado más que Sandra y yo enlazados ante el peligro y ella escuchando a su corazón y a su cuerpo pedirle exactamente lo mismo, a las 7.07 a.m.

Pero no hay nada más imprevisible que el reposo de un guerrero. Jamás se me había ocurrido que Sandra no iba a estar. ¡Lenin, por Dios santo! ¿Qué vas a hacer, Martín Romaña?, ahí no puedes seguir esperándola, le quita convicción al X 023. No te queda otra que largarte y seguir dando vueltas al Panteón hasta que regrese. Pasa cada diez minutos a ver si ha regresado, a lo mejor trasnochó y se ha ido a tomar una sopa de cebollas o algo así.

9.00 a.m. Tras haber pasado unas cincuenta veces, la vi llegar con un grupo político-primaveral. Serenidad, Martín Romaña, comprueba funcionamiento operativo postoperativo. Suciedad: suficiente. Pelo: más que suficiente. Corcoveo: ni siquiera sé si voy a poder llegar hasta su cuarto.

9.03 a.m. Jebecito constante.

9.04 a.m. Hace horas que sigue estiradísimo.

9.06 a.m. Me voy. Tengo que irme de aquí.

9.09 a.m. Doy un porrazo en la puerta de Sandra y se me escapa un Octavia de Cádiz.

9.10 a.m. Adentro, silencio. Afuera, mi corcoveo. Doy otro porrazo, me tapo un Oc… y grito por fin un ¡Sandra! que la arroja contra su puerta para abrirme.

9.11 a.m. Corcoveo flemático, lo cual no salió nada mal por que los héroes deben corcovear flemáticamente y los muchachos van abandonando aterrados la habitación. Perdonen, es grave, corcoveo respetable y respetando opiniones políticas diferentes a las de un X 023.

Un minuto más tarde, debí pensar al fin solos, pero el corcoveo me impidió grabar ese pensamiento en mi memoria. Además, el hecho de que el cuerpo y el corazón de Sandra pudieran no estarle exigiendo lo mismo, exactamente al mismo tiempo, me obligaba a contarle minuto a minuto sólo lo que podía contarle, por supuesto.

¡Ah, lo bien que se vivía tras haberlo contado! Lo bien que viví, en todo caso, hasta que empecé, qué bestia, lo humano que es uno, a buscar alguna hondonada a la cama de Sandra. Cómo iba a tenerla. Imposible que la tuviera. Era tan sólo un tabique de madera y en él todo intento de hondonada resultaría siempre imposible. Pero Sandra era feliz con su héroe. Lo había lavado, le había hecho masajes por todas partes. Y mientras nos seguíamos amando nunca volvió a preguntarme sobre el operativo, por lo que yo seguía jurándome a mí mismo que si este asunto, con o sin hondonadas, llega a bodas de plata, le suelto todititita la verdad aunque ello me cueste un divorcio en Nebraska con tutela exclusiva de los hijos dada a la madre y yo me quede sin verlos más sin sus zapatitos, aunque conociéndome, esos niños míos, esos hijos que Sandra y yo procrearemos juntos nacerán en territorio neutral, ni Alaska ni Nebraska, para evitarme inconvenientes con su familia (Sandra la calificaba de muy vulgar y reaccionaria), ni mucho menos Lima, para evitarle a ella inconvenientes con mi familia (Sandra la calificaba de muy refinada y reaccionaria), pero eso sí, en cuna de oro. Hasta peleamos por este asunto, lo juro, pero las cosas iban tan bien que transamos en lo siguiente: nacerían en cuna de oro pero los educaríamos de tal forma que el sistema actual, contra el que siempre estarían a punto de dar la vida, como su padre una vez en el 68, en París, los llevaría a renunciar hasta a los zapatos del capitalismo.

Genial la parejita que se estaba formando en la pocilga andina. Y sin embargo, no puedo negar que nos estábamos llevando muy bien y que mi operativo X 023 estaba cumpliendo perfectamente con su objetivo. Tanto, que la noche del 29 de mayo, Sandra y yo no paramos de hacer el amor y nos dimos y compartimos tanta ternura y confianza que, hacia la madrugada del 30, ella lloraba añorando un tabique exacto a éste, en el cual se había negado a abrirle las piernas a Tom, allá en Nebraska, y yo lloraba porque amor había encontrado en su tabique, o por lo menos alguien que se ocupara de la mano que me sobraba y que me escuchara explicarle a fondo el asunto de los jebecitos constantes, pero en cambio por nada del mundo lograba encontrar una hondonada, una hondonada, una hondo… Y me puse a hablarle de Inés. Después caímos en un largo silencio que ella interrumpió sólo una vez para decir que era necesario seguir juntos, confiar el uno en el otro, querernos puesto que nos queríamos a pesar de nuestras creencias y… Silencio nuevamente y más madrugada con pajaritos cantando en la Place de la Contrescarpe y yo interrumpiéndolos sólo para decir que al que madruga Dios lo ayuda. Nos besamos y tocaron la puerta.

Conocía al tipo. Le llamaban Alfredo el Increíble, era andaluz, y solía merodear por la plaza de la Contrescarpe, aunque jamás tuvo nada que ver con Sandra. Qué diablos lo traía a estas horas, a quién buscaba.

—Sé que eres peruano —me dijo, añadiendo—: Traigo un mensaje de un peruano preso. A mí acaban de soltarme.

—Operativo X 023 —le dije, bajito, a Sandra, para que él no preguntara, ¿y eso qué es?, y para que ella me quedara bien obedientita en su cuarto mientras yo salía a enterarme de quién era el peruano preso y de cómo podía ayudarlo.

En la calle, Alfredo el Increíble me preguntó si conocía a Jorge Matos. Llevaba cuatro días preso, se había comido todas las direcciones que llevaba en los bolsillos, se negaba a hablar, y sobre todo se negaba a decir a dónde mierda estaba yendo cuando la policía lo detuvo vestido de hippie, con una buena docena de collares al cuello, tres ejemplares de la revista Hara Kiri, y en plena Place Monge, una tarde en que se estaba programando una manifestación en ese lugar.

—No te preocupes —le dije—, lo conozco bastante bien. Voy a lavarme un poco, esperar que sea una hora más potable, y corro a buscar a nuestro cónsul. Normalmente suele ayudar en estos casos, aunque no sé si le gustan los hippies.

Consideré que lo correcto era subir donde Sandra y decirle la verdad. Después de todo, aunque ésta nada tuviera que ver con mi operativo, no había ya razones para que Sandra cayera en manos de otro tercermundista; además, salir a ayudar a un compatriota preso, cuando uno se está escondiendo tras haber puesto una bomba, requiere mucho coraje. Sandra se quedaría tranquilita.

El intranquilo resulté siendo yo, tras haber logrado la ayuda del cónsul, haber sacado a Jorge Matos del calabozo en el que unos diez estudiantes no cesaban de proferir todo tipo de insultos contra cualquiera que se acercara, hasta que uno de ellos logró cambiar tanta rabia en una carcajada general. El pobre andaba tan aterrado que pidió silencio, por favor, no griten más compañeros, por favor, fíjense bien, si seguimos gritando así nos van a meter presos a todos.

—¡Y este cojudo a dónde cree que está si no en la cárcel! —exclamó el cónsul, controlándose la carcajada, porque había que tratar prudentemente el caso Matos con el Jefe del Establecimiento—. Espérenos en mi automóvil —me dijo—, voy a ver si arreglo lo de este muchacho.

Nada grave, salvo que Matos llevaba demasiados collares, demasiados Hara Kiris, y que había aparecido en la Place Monge una tarde en que se estaba vigilando mucho el lugar, porque se esperaba una improvisada manifestación, barricadas y, en fin, todo lo que viene después. Más el hecho de que se haya comido todas las direcciones que llevaba consigo, dijo el jefe, revela cierta experiencia, señor cónsul.

—¿Pero el muchacho ha cometido alguna falta? —preguntó el cónsul.

—Ninguna, en realidad, señor cónsul. Con mostrarnos sus documentos en regla y contarnos a dónde iba, todo se hubiese resuelto desde el primer día. O el muchacho es tonto o esconde algo.

—Yo más bien creo que es tonto —dijo el cónsul, agregando—: Viene siempre a renovar su pasaporte, está registrado en la embajada como estudiante, y no tiene ningún mal antecedente. Yo más bien creo que lo ha hecho por dárselas de machito.

—Bueno, espero que no lo agarremos otra vez —dijo el Jefe del Establecimiento—. Firme usted estos documentos de garantía, señor cónsul, que el señor Matos firme aquí, y que se vaya y se quede tranquilo en su casa hasta que acaben estos líos.

Estaban cruzando la calle, en dirección al automóvil, cuando escuché que el cónsul le gritaba ¡cretino!, ¡tontonazo!, ¡tremendo manganzón!, ¡para qué diablos se te ocurre hablar cuando ya a nadie le importaba nada!

—Pero, señor, es que es la verdad y no tiene la menor importancia. Yo esa tarde no iba a ninguna manifestación. Simplemente cruzaba la Place Monge porque iba a visitar a Martín Romaña.

—Se jodió usted, Martín Romaña —me dijo el cónsul, al llegar a mi lado—. Este pelotudo se ha tragado un secreto durante cuatro días, y cuando lo dejan libre se emociona tanto que se lo dice al mismo jefe.

—Bueno —intervine, mientras le abría la puerta del auto—, pero eso ya no tiene nada que ver, señor cónsul.

—¡Qué buenos izquierdistas son ustedes! ¡Qué buen par de papanatas! Cuántas horas van a tardar en comprender que si alguien se calla un nombre cuatro días, a pesar de las amenazas, y lo suelta al último momento… Cuántas horas más van a tardar en comprender que a partir del instante en que este bellaco soltó su nombre, Martín Romaña, la policía debe haber decidido que se trata de un nombre muy importante, del Jefe de una Célula clandestina o sabe Dios qué. Para la policía francesa ya debe ser usted todo un héroe o todo un mito, pedazo de…

Matos entendió. Bajar la cabeza era lo único que le quedaba por hacer en esta vida. Aparte de frecuentar un Grupo como el de Inés, el pobre no era nadie, y yo era mucho menos que el pobre, ninguno de los dos tenía importancia política alguna, pero la verdad es que su gesto, al verse libre, ese gesto tan inocente como la visita que me pensaba hacer, me había fregado. ¡Mierda! Ahora sí que tenía todo un postoperativo X 023 detrás de mí.

—¿Qué hago, señor cónsul?

—Por lo pronto, no romperle el alma a su amigo. En todo caso no en mi presencia, por favor. Y enseguida bajarse inmediatamente de este auto y esconderse en algún lugar muy seguro. Espérese, aquí no lo voy a dejar. Dígame dónde quiere que lo deje y luego desaparezca. Váyase a otro país, a donde sea, hasta que esto se calme un poco.

—Déjeme en la Place de la Contrescarpe, señor cónsul.

—Si lo viera su familia, Martín Romaña. Usted no está como para andar de guerrillero parisino. Déjele esa fiebre a otra gente.

—¿Cómo me puedo ir de Francia, si casi nadie tiene auto ni gasolina y los ferroviarios siguen en huelga?

—¿Pero ustedes en qué país viven? ¿No se han enterado de que hoy se va a realizar la más grande manifestación de todo lo que está contra mayo del 68? ¿Y que De Gaulle se va a poner duro? ¿Y de que mañana todas las estaciones de París amanecerán milagrosamente llenas de gasolina para que la gente pueda gozar de un largo fin de semana? Mañana mismo sale usted en autostop de Francia, Martín Romaña. Adiós y buena suerte.

Matos me pasó todo el dinero que le habían devuelto con sus documentos, me soltó un disculpa, hermanito, que casi lloro por él, me abrió y me cerró la puerta, y minutos después llegué nuevamente corcoveando donde Sandra. Me habría creído si le hubiese dicho que regresaba de poner otra bomba. Pobre Sandra, me ayudaba a temblar, a punta de temblar entre mis brazos, con lo cual en realidad no me estaba ayudando en nada. Le solté la verdad, aunque sabiendo que a mitad de camino empezaría a complicarse hasta dejar de ser verdad: por error, y sin la menor mala intención, un antiguo camarada me había denunciado a la policía. Desconocía por completo mis actividades fuera del Grupo y con la alegría que le produjo que lo sacaran de la cárcel, dijo algo que sólo por joder a la policía se había estado callando a lo largo de cuatro días: que cuando lo pescaron se dirigía a mi casa. Total, si bien lo del operativo X 023 era todo un éxito, ahora, por culpa de esta bestia, ya no era todo un éxito. Y ello porque un hombre que se calla cuatro días y luego suelta… Me cago, resulta que ahora Martín Romaña puede ser el hombre más buscado de París. Puede no serlo, también, pero si me vienen a buscar…

—Comprendo —dijo Sandra—; si te vienen a buscar no agarran a un ex camarada del Grupo sino al hombre del operativo X 023.

Casi le digo que había comprendido demasiado, más de lo que yo hubiera deseado, en todo caso, pero no tuve más remedio que callarme, pues lo otro era secreto para la tumba, o por lo menos para bodas de plata matrimoniales.

—¿Qué hacer? —dijo Sandra, temblorosa, y queriéndome más que al Tom del tabique de Nebraska.

—Octavia de Cádiz —se me escapó a mí, pero ella ya se estaba acostumbrando a ese sonido-frase-inconsciente, que producía a menudo mi inconsciente, no preguntó nada, y me permitió seguir—: Yo en este instante corro a mi departamento…

—Corremos —me interrumpió ella, tan solidaria y tan cariñosa, que confieso que por un instante, entre el calor que hacía, y lo tierna y noble que estaba, pensé en una rápida prueba de amor al aire libre, en la terraza del departamento. Bastaría con desenfundar somier y colchón, poner éste sobre aquél, y aparecería la hondonada, y Sandra y yo ipso facto en la hondonada y claro, media hora después, Sandra y yo adorándonos en la hondonada, o yo extrañando a Inés en la hondonada, a lo cual no tenía ningún derecho Inés, ni yo tampoco, y entre ese caos sentimental la policía cayéndonos encima en plena e importantísima prueba de hondonadas van y hondonadas vienen. Besé a Sandra, y le dije que era la mujer más noble que había tenido entre mis brazos y que bueno, que salíamos corriendo juntos a mi departamento, con los siguientes propósitos:

1.º No separarnos más (con la primera sonrisa me sonrió a mí, y con la segunda a Tom. Debo confesar que ambas eran la más hermosa sonrisa que había visto en mi vida, y que no sentí celos ni nada porque Tom la había abandonado hace dos mil años y se había casado hace mil: lo primero, tras lo del tabique nebrasqueño, y lo segundo, tras lo del desvirgador dominicano).

2.º Poner, a la entrada de la casa, y en forma tan evidente que la policía lo vea no bien entre, las obras completas de Malraux, ministro del régimen, las de Claudel, que pudo haber sido ministro del régimen, las de Mauriac, que merecía ser ministro del régimen, las de Céline, que son lo más revolucionario que se ha escrito en Francia en el siglo xx, pero cuyo autor había soñado con ser ministro del Interior en cualquier régimen o país en el que aparecieran fantasmas maoístas o simplemente peligros chinos, y por último, las de mi querido y respetado general De Gaulle.

—Yo ni lo quiero ni lo respeto —me interrumpió Sandra.

—Mira, mi amor, como en el asunto de los hijos, transemos por hoy en que se trata de una debilidad de mi parte, y ya en España lo discutimos.

—¡Adonde!

3.º Porque se trata precisamente del punto tercero. Mañana empiezan a vender gasolina a pasto. Tú tienes tus dólares, a mí me quedan francos, y Matos, mi pobre amigo Matos, acaba de pasarme todos sus francos. Dejamos la casa llena de libros que «digan» mucho sobre mi vida en Francia. Nos vamos a España a ver toros, en autostop, también a visitar a algunos amigos que tengo por allá (inmediatamente empecé a pensar en ti, Enrique), y cuando todo se haya acabado por aquí, porque hay quienes piensan que con un fin de semana largo y mucha gasolina, todo empezará a acabarse por aquí, volvemos a casa, y miramos qué efecto han producido mis libros sobre la poli. Si no los han tocado, ni han llamado a la embajada, ni me han dejado convocatorias, ni me ha expulsado madame Labru, podremos vivir tranquilos en la misma ciudad, entre la misma gente, y sin encontrar nada extraño, tampoco, como dice la ranchera.

4.º Si estás de acuerdo, en este instante salimos corriendo al departamento. Pero no te olvides de que tienes todo el derecho del mundo a no estar de acuerdo. Sé muy bien por qué te lo digo, Sandra (con esa frase, quise decir todo lo contrario, pero como sucede tantas veces, también ella entendió todo lo contrario y cómo describir la sonrisa que le soltó al ahora además perseguido héroe del X 023. Ahí, en ese mismo instante, quise realmente estar con ella en la hondonada. La amé y quise amarla en la hondonada, para poderle decir que había querido decirle exactamente todo lo contrario, que el operativo etc…, pero ella volvió a entender también exactamente lo contrario en la vida exagerada de Martín Romaña, por lo cual pasé de inmediato al punto siguiente).

5.º Corramos ahora mismo al departamento, acomodemos los libros sobre una vieja cama con hondonada que tengo archivada en la terraza capitalista, y hagamos el amor veinticinco años. Perdona, Sandra, pero te juro que es lo que estoy sintiendo y corramos y corrimos pero ella en el camino me confesó que su deber era mantenerme sano y salvo y que no bien hubiésemos puesto mis libros de buen ciudadano en el lugar más evidente, y retirado los otros, aquellos tipo Marx, Mao, que evidentemente podían perjudicarnos…

—No, de ésos no hay ya —la interrumpí—: se los llevó todos Inés, en vez de llevarse su ropa.

—…Bueno, terminamos de arreglar lo que haya que arreglar, y después regresamos corriendo a escondernos en mi cuarto, hasta que veamos circular un auto y que han liberado la gasolina; y después otra vez volvemos a correr en busca de caras simpáticas que nos lleven a España en autostop. Allá podemos amarnos en paz, Martín, esa hondonada es una obsesión en tu vida y no quiero que ni la policía ni nadie te vaya a hacer daño por una maldita obsesión.

El punto 6.° fue cumplir al pie de la letra los cinco puntos anteriores, mientras yo iba pensando que realmente había llegado al máximo de mi ternura por Sandra, al proponerle un riesgo (que llegara la policía), que para ella eran dos riesgos (que llegara la policía no sólo por un ex camarada sino además por el Martín Romaña del X 023), y que menudo lío en el que me había metido por ayudarla, y que si le decía ahora la verdad reservada para las bodas de plata quién me ayudaba a mí, porque lo cierto es que también yo necesitaba ayuda y muy en especial ahora que ya ella ni soñaba con que era ninfómana ni se acostaba con gente porque se sentía culpable, todo por culpa mía. En ese instante, para mí, sólo existía una verdad en el mundo: Nadie sabe para quién trabaja.

Sandra, esa verdad, y yo, llegamos a Barcelona el 3 de junio. Nos despedimos de la persona que nos había traído desde Montpellier, y lo primero que vi al bajar del auto fue un jebecito constante, estiradísimo. Ella me apretó la mano terca y tiernamente y eso me hizo pensar que en las viejas pensiones de cincuenta pesetas siempre los colchones tenían hondonadas. Y éstas, maldita sea, me hicieron pensar en Inés. Y de ahí a recordar a Mario y Josefa Feliu, unos amigos muy ricos de mi familia, que Inés se había negado siempre a visitar por capitalistas, no pasó un segundo. Le expliqué a Sandra: estábamos inmundos, teníamos poco dinero, y en las casas de los ricos los jebecitos constantes, si los hay, están siempre en el basurero.

—Hazme ese favor, Sandra; mi familia siempre ha deseado que los conozca.

Sandra soltó un okay de esos que uno normalmente quiere comerse, y media hora más tarde estábamos sentados en el magnífico salón del magnífico departamento de los Feliu, contándoles de los Romaña, del Perú, de Francia y del mes de mayo en París, y aceptando copita tras copita de un jerez muy seco y toda la comida que con tanta pena por el estado de estos dos muchachos nos iban sirviendo. En realidad, a mí no me conocían ni en pelea de perros, por lo que tuve que esperar que Sandra se fuera a acostar, entre agotada e impresionada por tanto capitalismo, para contarles quién era ella, por qué y cómo no era Inés, quién era Inés, cómo y por qué habíamos llegado a Barcelona una norteamericana y yo, y lo mucho que deseaba visitar a un amigo que tenía en Oviedo.

—Vale, vale —dijo Mario—; todo tiene arreglo. Lo más práctico me parece que se queden unos días paseando con nosotros por Barcelona, y que luego vayan a ver un par de corridas a Madrid, porque Barcelona no es muy buena plaza…

—Eso —lo interrumpí, añadiendo que además Sandra era estudiante de Bellas Artes, y que un salto a Madrid sería su gran oportunidad de visitar el Museo del Prado.

—Ya ves, todo va saliendo a pedir de boca. Luego, de Madrid pueden irse a Oviedo, para que tú veas a tu amigo.

—Y con un poco de tiempo y de sol —intervino Josefa—, pueden luego detenerse en Bilbao, de regreso, y bañarse un poco en el mar. Nosotros tenemos un piso vacío allá, y basta con que Mario les dé las llaves.

—Vale, vale, perfecto —dijo Mario, alegre y alborotado con la idea de ayudarme—. Ya está todo organizado. Y ahora a dormir, para que mañana podamos darles un buen paseo por la ciudad y llevarlos después un rato al mar.

Me habían hablado tan mal de los capitalistas, en los últimos años, que a éstos los encontré francamente encantadores. A la que no encontré nada encantadora, en cambio, fue a la hasta entonces encantadora Sandra. Dormía ya profundamente en un dormitorio de dos camas, cuando entré, y no sólo no se le había ocurrido juntarlas, sino que además me largó con un manazo bien dormido pero mejor calculado cuando traté de introducirme entre sus sábanas, en busca de su ansiado cuerpo. Le dije soy yo, Martín, mi amor, pensando que a lo mejor me había tomado por Mario, por culpa de Buñuel y sus películas sobre esta gente en España, pero nuevamente me largó tan dormida como la primera vez, pero con un inglés que ni Shakespeare, no, no quería nada conmigo esa noche, demasiado capitalismo, Martín. Decidí entonces utilizar la fórmula mágica y dije Operativo X 023, pero esta vez sí que la cagada, porque Sandra permaneció inmutable ante el héroe tan fatigado. Y al día siguiente continuó inmutable. No se rió, ni siquiera se sonrió durante el desayuno, ni en las Ramblas, tampoco en las edificaciones de Gaudí, mucho menos en el Barrio Gótico, puso cara de tranca mientras nos bañábamos en Cadaqués, nos odió cuando Josefa, Mario y yo alabamos la impresionante belleza de sus piernas, se puso el pantalón que peor le quedaba mientras todos tomábamos el aperitivo en ropa de baño, y al caer la noche no aceptó cenar donde Mario propuso, sin duda alguna por temor a que se tratara de una especie de Maxim's catalán o algo por el estilo.

—Esta gringa que te has conseguido es totalmente idiota, Martín —me dijo Mario, no bien Sandra desapareció para irse a dormir nuevamente sola—. De acuerdo con que una persona sea izquierdista, pero de ahí a que sea idiota…

—Pobrecita —intervino Josefa—, creo que realmente nos ha tomado odio.

—El pobrecito es Martín, mujer; él es el que va a terminar pagando las consecuencias.

—Lo siento mucho —dije—, pero creo que partimos a Madrid mañana. Les ruego que me perdonen: siempre me tocan así. Con Inés habría sido igual. Ya les he contado que en todos estos años en Europa no he venido a verlos porque ella nunca quiso. Y ahora ésta…

—Vale, muchacho, no te preocupes. Toma, aquí tienes dos billetes para Madrid. Y mira que soy buen psicólogo: son de segunda, para que no ofendas a tu amiga.

Sandra partió de Barcelona casi sin despedirse, y yo despidiéndome demasiado. Mario no sólo nos había prestado la llave de su departamento en Bilbao, sino que además acababa de introducirme, casi a la fuerza, un buen fajo de billetes en el bolsillo del saco. Lo recuerdo todo ahora, aquí en mi sillón Voltaire, mientras escribo en mi grueso cuaderno azul. Han pasado muchas cosas y han pasado muchos años, pero lo recuerdo, si no con exactitud, sí con sentimiento, con emoción. Y ahora, en este instante, me emociona más que nada el hecho de estarlo escribiendo. O el hecho puro y simple de estar escribiendo.

—Anda, muchacho —me dijo Mario—, ya me lo pagarás con creces cuando publiques tu primer libro. No creas que ignoro que eres escritor. Lo sé por tu familia. No dejes de darles mis recuerdos cuando les escribas.

Subí al tren muy deprimido. En España, a Sandra como que empezaban a pasarle los efectos del operativo. Pero también, sí, también en España, alguien pensaba todavía en mí como en un escritor. Viejas noticias familiares, me dije, triste, muy triste. Y es que jamás se me había ocurrido, entonces, que contando esas mismas cosas, todo aquello que para mí fue una vez tan real, que escribiendo algún día sobre lo que yo mismo he llamado ya La vida exagerada de Martín Romaña, que narrando cómo ahora y cómo desde hace algún tiempo, instalado en mi sillón Voltaire, a fuerza de melancolía, distancia, humor, mi bendito humor, a fuerza de olvidos que dejan sin embargo sus huellas, de súbitos recuerdos de seres y hechos que habían caído en el olvido, aquello que en cada momento del pasado fue para mí tan real, ya no lo es, porque se mezcla y renace entre nuevas y difíciles navegaciones por mi mente, entre demasiados recuerdos de acontecimientos por distintos países a los que llegué con ideas muy diversas para encontrarme luego con situaciones igualmente diversas, entre gente a menudo tan diferente… Y todo, todo, sólo para caer, por fin, un día, en la enorme melancolía que me arrojó sobre lo que es y lo que no es esto, para que por fin empezara a parecerse, a ser, quiero creer que ya es, que hace tantas páginas y horas de trabajo que ya es mi primera novela, bastante tardía, tal vez, pero qué importa: lo es por lo inaceptable, por lo irreal y por lo insoportable que de golpe me resultó cualquier acto que no fuera el de escribir estas páginas, por lo mejor, por lo bien que día tras día me voy sintiendo a medida que avanzo por mi cuaderno azul buscando y dejando huellas de un pasado que hoy ya ni siquiera me parece mío: es simplemente mi primer libro, aquel que años atrás vine a escribir a París y que determinadas circunstancias…

…Y aquel que hoy me hace llegar con Sandra a Madrid. Quiero estar bien con ella, quiero que volvamos a ser las mismas personas que llegaron a Barcelona. No le vuelvo a hablar de Josefa ni de Mario y en cambio voy buscando y encuentro la peor pensión de cincuenta pesetas y hundo la mano sobre el colchón y sí hay posibilidades de hondonada y, púchica diegos, sobre la marcha me acuerdo una vez más de Inés, luz de donde, que ni se entere Sandra. Y nos acostamos juntos nuevamente y hacemos el amor pero algo falla, se nota, quién no nota cuando falla en estos casos, los dos lo notamos. Al Museo del Prado. Pero en el Museo del Prado, Sandra requinta contra la cultura y sólo soporta a Goya y en todo caso a mí no me soporta porque yo soporto también al Greco, a Velázquez, a Murillo, a los pasivos espectadores, al pintor que venga según la sala en que caemos y al mundo entero. Toros, ahora. Sandra vomitó en los toros. Mejor dicho, Sandra vomitó sobre mi pantalón en los toros. Ordóñez estaba en una tarde sensacional, Inés siempre le perdonaba a Ordóñez, sólo a Ordóñez, que toreara para los tendidos enemigos de sombra, pero Sandra y yo, o más bien yo bajo las órdenes de Sandra, o tal vez sea mejor decir Sandra, yo, y mi verdad esa de que nadie sabe para quién trabaja abandonamos la plaza antes del segundo toro de Ordóñez. Mierda, no lo había visto torear sino una sola vez desde las temporadas de Lima, ¿cuatro, cinco, seis años?

Desde entonces ya no pienso más que en una cosa: Enrique Álvarez de Manzaneda. Y decido: adiós patrañas, no más ¿qué te parece, Sandra?, comprende, mi espíritu del 68, después de todo sigo siendo el hombre del operativo X 023, aunque la verdad es que entre el Museo del Prado, amistades como las de Josefa y Mario, y Antonio Ordóñez, me lo han rebajado bastante a mi pobre operativo. Pienso: de Guatemala a Guatepeor, de una Inés peruana a una Inés norteamericana. Pero le cuento lo de Enrique a Sandra e Inés, no, perdón, a Inés no, Sandra me escucha atentamente y acepta, gracias a Dios, que se puede sufrir por un amigo con el que se quedó mal por amor a una esposa, por culpa de un Grupo, y por qué no, por culpa de uno mismo. Si tan sólo hubiese sido un poco más enérgico, un poco menos débil. ¿Vale la disculpa de que eran mis debuts matrimoniales, el principio de la hondonada? No lo sé, pero en todo caso no soporto más esta disculpa. Y puesto que era imposible ir nuevamente a los toros con Sandra, y puesto que Sandra, bastante harta ya, le hubiese clavado su X 023 a toda la cultura que había en el Prado, de no haber estado ahí don Francisco de Goya, ha llegado el momento de partir rumbo a Oviedo, ésta es la sorpresa, la sorpresota que te daré, mi querido Enrique Álvarez de Manzaneda.

Tren a Oviedo. Y en Oviedo, Plaza de América 24, 2.° B. Tengo todo esto en la mente y sé que aunque hubo silencio y que nunca hubo correspondencia, el gustazo que te voy a dar, Enrique, Plaza de América, tu dirección me la sé de memoria. Tren a Oviedo, qué pesadilla, tarda mucho más de lo que imaginaba en llegar. Sandra quiere un mapa de España, se lo compro, quiere pagarlo, ¿por qué tienes que pagar tú siempre todo, Martín?, resulta casi ofensivo. Mira, Sandra, la verdad, no lo sé, simplemente saqué el dinero antes, no compliques las cosas, ahora yo ya guardé mi dinero y resulta que tú no encuentras el tuyo. Demonios, se amargó Sandra. Prueba una broma, Martín. Prueba: Mira, linda, tú me das tu dinero y yo te doy el mío: así, cuando yo pague por culpa de mis malos instintos capitalistas, estarás pagando tú, en realidad, y cuando tú pagues, en realidad te estarás gastando el dinero que el podrido capitalista de Mario me encajó por la fuerza en el bolsillo, es lo que en castellano se llama nadie sabe para quién trabaja. Mierda, Sandra se amargó más todavía, Sandra ignora que también yo empiezo a ponerme nervioso, que estoy cansado, impaciente, que de pronto empieza a hartarme que siempre me anden derecheando, capitalisteando, mediotinteando, después de todo hace mil años que defeco, qué increíble palabra, en wáters de hueco en el suelo y que vivo del sudor de mi rostro, peor todavía, casi de sangre, sudor y lágrimas, que me perdonen Churchill y el pueblo inglés, pero en todo caso lágrimas sí que las hubo y sudorosas fatigas también y también, ya verán algún día, mucha sangre en el culo de Martín Romaña, un verdadero vía crucis rectal.

Tren a Oviedo en compartimento de segunda y no sé cómo diablos Sandra se ha enterado de que en España aún quedan terceras clases y que a lo mejor en este tren las hay. No las hay, le digo, lo he averiguado claramente y sé que quedaban algunas hace unos años, las usé con Inés, pero eran líneas menores, Sandra, y sé que poco a poco tienden a desaparecer. Pienso: Además no jodas, Sandra, pero en cambio me sonrío y le acaricio las rodillas, los muslos. Nada, no obtengo el más mínimo resultado, una, sólo una de sus maravillosas sonrisas habría bastado para arreglar tanto las cosas. Ya sé, Sandra está extrañando París, las barricadas, ha olvidado por completo, por culpa de Mario y Josefa Feliu, del Museo del Prado y de Antonio Ordóñez, que está acompañando a un hombre que huye de la policía, sí, porque ésa era su verdad, mientras que la mía en el asunto ese de para quién trabajamos y en todo caso ahora es sólo llegar a casa de Enrique, darle la gran sorpresa a Enrique, liberarme por fin de aquella culpa que en España, abandonado ya por Inés, crece y crece hasta convertirse en algo enorme, o sea que por favor no jodas tanto, Sandra.

Pero siguió jodiendo. Ah, quién iba a pensar que aquella muchacha en cuyo diario íntimo y en cuyos ojos, en cuya sonrisa y en cuyas piernas abiertas había leído un gran amor por mí, estaba en ese instante pensando abandonarme, regresarse a Madrid, regresar de ahí como fuera a París, quién demonios iba a pensar que en la parada de León me habrían ocurrido ya, para variar, cosas tan exageradas que yo mismo le iba a dar la oportunidad de partir, como última consecuencia de ellas, que en esa estación de tren yo mismo iba a verme en la obligación de decirle vete, Sandra. Y que momentos después la vería llegar a otro andén, en espera del más rápido retorno a Madrid, y que la miraría sentarse cabizbaja, y que iba a continuar mirándola un rato como se mira por última vez a una mujer con la que se ha querido vivir tanto y se ha compartido tan poco y, de ese tan poco, casi todo gracias a una mentira cuya única disculpa fue su tierna y desesperada urgencia.

Claro, ahora, muchos años después, he aprendido que a estos seres se les vuelve a ver, que además es uno mismo quien los busca. Con Sandra me pasó eso. Una sonriente fotografía de despedida, un amable texto escrito al dorso, ella en ropa de baño, la divertida alusión a sus piernas tan hermosas, la dirección de sus padres en Alaska, a través de los cuales podría siempre volverla a buscar, darle alguna noticia cuando me provocara, hicieron que en 1975, en otro de mis viajes solitarios (sí, hubo también toda una época de viajes solitarios, hablaré de ella tal vez en otro cuaderno, en otro libro), antes de partir a los Estados Unidos le envié una nota como quien lanza una botella con un mensaje al mar. Me respondió y fui. Vivía en California, era profesora de Historia del Arte, hablaba en sus clases de Murillo, Velázquez, y del Greco, pero lo más increíble fue que ella y su esposo, también profesor de Historia del Arte, acababan de comprarse una costosa residencia californiana y que en las contadas visitas que le hice a ella (a él trataba siempre de evitarlo, por pesado), anduve conteniéndome la risa y las críticas humorístico-aburridas y hasta tragando saliva por momentos porque Sandra me dictó una verdadera cátedra sobre la hipoteca, sus ventajas y desventajas al adquirir un bien inmueble y esto y lo otro, Martín, y los intereses bancarios, y no sé qué más decirte, Martín, de todo aquello de París ni me hables porque no me queda más que una especie de nube, un vaguísimo recuerdo, tú y un par de cosas más, ni un solo hombre, apenas algún rostro nublado y sírvete otro bourbon, y yo ahí que acababa de llegar en charter y andaba contando los centavos de dólar porque seguía igualito sólo que con varios combates más de diez, doce, y hasta quince rounds, y ya no maldecía a Hemingway porque mi vida en París y en diversas ciudades de Italia y España no se parecía nunca a la maldita y maravillosa ficción de sus libros tan vividos, tan basados en la realidad y la vida y la experiencia. En fin, algo así como lo que estoy haciendo yo ahora, sólo que él lo hacía en inglés, y a mí además quién mierda me conoce.

Bueno bueno, pero un poco más de cronología, Martín Romaña, no andes dando tanto brinco tempo-espacial en tu Voltaire. Tren a Oviedo, no se preocupen, lectores, al comienzo iba tan despacio que casi no ha habido oportunidad para que suceda nada nuevo. Sólo que yo sigo ahí sentado frente a mi segunda muda (1.era, Inés, 2.da, Sandra, desde hace un rato, pero con cara de que será para siempre), maldiciendo al maquinista porque este tren parece peruano o es que el tipo conoce mi ansiedad y no quiere que llegue nunca donde Enrique, tranquilo, Martín, no te paranoies, ya ves, ya empieza a ir rápido. Me incorporo, salgo al corredor a ver si llueve. En este vagón, al menos, no llueve. Avanzo uno, dos, tres vagones más, a ver si llueve, todo en vista de que Sandra… Me detengo al fondo de un vagón, vuelvo a encender un cigarrillo, me lo fumo, lo arrojo por una ventanilla, siempre soy agresivo cuando nadie me ve, cuando no puedo agredir a nadie, cuando lo único que podría lograr es un crimen tan poco civilizado como incendiar un bosque para avergonzarme luego de mis crímenes tan cretinos como solitarios y sin cadáver que se pueda reconocer porque cadáver no existe. Bueno, digamos que aún no existía pero que no tardaba en existir, porque minutos después sí que había cadáver reconocible, y es que de pronto, como para que no fuera a perder la costumbre, las cosas se me presentaron exageradísimas y en momentos en que el tren había ganado, por fin, gran velocidad.

Llegó un tipo que yo califiqué de muy mal educado, cosa que me extrañó bastante porque en los libros de Hemingway los españoles no lo son jamás. Este turismo de mierda, me dije, le está jodiendo todas sus ficciones a Hemingway, parece mentira, hasta los españoles se están volviendo poco amables. Hemingway inventó el Spain is different, otros esloganizaron su invención para atraer masas turísticas generalmente mal educadas, y ahora resulta que Spain is different de lo que a mí, en todo caso, me contó Hemingway sobre ella. Nuevamente el asunto ese de que nadie sabe para quién trabaja, porque el tipo que llegó era un español que hasta grosero no paraba. Antes, los españoles te invitaban chorizo y vino en el compartimento. Éste, el que acababa de llegar adonde yo estaba, ni siquiera contestó a la cortesía de mi saludo. No traía chorizo, tampoco, pero sí cigarrillos y encendió uno y a mí como si nada, nada de ¿me permite invitarle uno?, nada de yo encendiéndole el suyo y él el mío, nada de nada. Le menté la madre en monólogo interior y le manifesté mi más absoluto desprecio mediante un exagerado interés por el paisaje castellano, literalmente aplasté la nariz contra la ventana y permanecí así, sumamente interesado. Cinco minutos después, y siempre con la nariz aplastada contra la meseta castellana que se repetía y repetía, escuché unos ruidos extraños a mis espaldas. ¿Despego o no despego la nariz? Bueno, me dije, mientras hay vida hay esperanza, despegué y voltée. El tipo quería pasar al siguiente vagón pero no lograba abrir la puerta y se había puesto nerviosísimo y ahí estaba dale que dale pero la puerta dale también con atrancársele y con tantos nervios probablemente se había olvidado de que más vale maña que fuerza. No se lo dije, por temor a sus malas pulgas, a que no contestaba saludos, a que no invitaba cigarrillos ni entablaba española conversación con chorizo, y sobre todo por lo nervioso que se había puesto. Pero los peruanos somos de temperamento más bien dulzón y yo además soy un peruano nada rencoroso, o sea que me ofrecí a ayudarlo con más maña que fuerza.

Funcionó, sólo sus nervios le habían impedido abrir la puerta, y si no le dije usted primero, señor, fue porque definitivamente el tipo parecía querer estar solo, porque no quería que fuera a pensar que lo iba a seguir o algo por el estilo, y porque en el fondo la muy muda de Sandra me había obligado a andar viendo si llovía por los vagones, pero a lo mejor con mi ausencia ya se le había pasado un poco su terrible necesidad de un nuevo operativo X 023 y hasta era capaz de volverme a sonreír. Me estaban entrando unas ganas horribles de acariciarle los muslos, bajo la falda, cuando noté que el tipo, al pasar al otro vagón, había dejado la puerta abierta y me acerqué a cerrarla… ¡Me cago!… La alarma, ahí estaba la alarma, me colgué de la alarma.

Y seguía colgado de la alarma cuando el tren frenó bruscamente y ahora cómo mierda explico. No había otro vagón y unos doscientos metros más allá el tipo estaba tirado sobre los rieles, inmóvil, probablemente muerto, le acabo de abrir la puerta a un suicida, con razón que estaba tan nervioso, con razón que no lograba abrir una puerta tan fácil de abrir. Grité ¡aquí aquí aquí, en el último vagón! y empezó a llegar gente, más gente, la gente que trabajaba en el tren, y dos guardias civiles. Fueron a ver. Lo tocaron, lo examinaron, el tipo estaba muerto. Lo registraron, le sacaron documentos, papeles, y su billete del bolsillo. Y ahora regresaban donde el único testigo. Que se vaya todo el mundo, ordenaron los guardias civiles, tenemos que interrogar al señor, su documentación, señor. El único testigo: yo.

Yo resulto muy sospechoso, a causa de la pelambre de mayo del 68, de la barba, del bigotazo, más el acento sudamericano, más la cara de sudamericano. Sumamente sospechoso desde los primeros contactos, que no fueron físicos, pero que a pesar de no serlo permitían ver a la legua cómo temblaba el sospechoso, el sospechoso temblaba como si no sólo hubiera empezado a llover y yo ahí en mangas de camisa y sin paraguas sino que de pronto además hubiese empezado a nevar y yo siempre ahí sin paraguas y en mangas de camisa. Y todo esto por culpa del presunto suicida que entraba en gravísimas contradicciones que ya estaba muerto para poder explicar. Que explique, entonces, el señor Romaña, por ejemplo, cómo el cadáver pudo gastar en un billete hasta Oviedo, cuando tenía pensado suicidarse a tan sólo cincuenta kilómetros de Madrid-Atocha. O el presunto suicida está, en fin, estaba loco, de lo cual no hay prueba, o el sudamericano… Y al sudamericano le seguía nevando y lloviendo sobre sus temblores tan desabrigados y sin paraguas y además constantemente se le extraviaba la mirada porque, eso no lo mencioné en mi declaración, por supuesto, andaba buscando otro jebecito constante más estiradísimo aún y no los había por ninguna parte porque o la lluvia torrencial se los llevaba navegando o era a lo mejor que tanta nieve los cubría para siempre mientras el interrogatorio continuaba y por fin llegó Sandra que tan enemiga no podía ser como para declarar en contra mía.

Declaró a mi favor, gracias a un improvisado intérprete, llorando y abrazándome a mares, esto último con el debido permiso de la Benemérita. Y la verdad es que salí del apuro porque Sandra estuvo tan genial que, cuando menos se lo esperaba mi temblequeo, se mandó un operativo X 023 que tuvo efectos instantáneos y prácticamente franquistas sobre ambos guardias civiles. Afirmó, y mientras afirmaba iban cesando lluvias y nevadas, que ella había estado conmigo cuando yo, de puro cortés, e ignorando por completo que ahí se acababa el tren, tanto que habíamos estado a punto, nosotros dos, de pasar también al otro vagón, el inexistente, porque andábamos buscando un bar, ¿dónde hay un bar en este tren, señores, por favor?, hace horas que estamos buscando un bar… cuando yo, de puro cortés, le abrí la puerta pensando que, como era natural, ella iba a pasar primero, por ser una dama, pero el tipo pasó primero con gran ímpetu, casi corriendo, señores, como tomando impulso, señores, y no bien me di cuenta ¡del horror!, le grité al señor Romaña que se colgara de la alarma mientras yo corría en busca de auxilio, señores.

Vista y escuchada por los dos miembros de la Benemérita, Sandra fue una turista norteamericana que deja más divisas que cualquier sudamericano, que tan sólo acompañaba al ex sospechoso sudamericano por los territorios franquistas y turísticos del Spain is different, y que además respondía mucho más coherentemente que yo porque estaba, claro que los de la Benemérita lo pensaron con términos mucho más castizos, como pepa de mango. Por eso he dicho que Sandra fue vista y no sólo escuchada por la Guardia Civil.

Y por eso le agradeceré siempre su X 023, lo cual, desgraciadamente, es algo que no podría afirmar acerca de mi X 023, sobre todo tras mi visita aquella del 75 a California, en la que Sandra me contó repetidas veces, para mi gran desilusión, que de París no le quedaban más que muy vagos recuerdos, uno o dos rostros nublados y tú, Martín, porque eras siempre tan divertido, pero por favor ahora no hagas muchas bromas porque Peter, mi marido, es un hombre bastante celoso. Todo esto me lo iba soltando así nomás, mientras continuaba sentando cátedra sobre las ventajas y desventajas de la hipoteca, abriendo con la sonrisa que me encantaba plano tras plano de su nueva mansión californiana, e ignorando hasta la indiferencia que yo seguía batallando con porteras, viejas brujas, el alza de los alquileres en París, y que seguía también aprendiendo, ahí, ante las mismas narices de su alegre hermosura, que en la vida uno sigue aprendiendo siempre y otras desilusiones más por el estilo (la palabra estilo alude aquí a mi vida y no tiene nada que ver con la casa nueva de Sandra), paralelas, las desilusiones, a la gracia tristona que me ocasionaba el encontrarla tan burguesa y tan capitalista (digo esto un poco por usar sus palabras del 68), aunque ello no le impidiera para nada olvidar la Nebraska de sus pobrezas ni sacarme en cara mis ya absurdos orígenes, claro que era sólo una broma y yo volví a sonreírle como lo había hecho momentos antes, o sea aburridísimo pero con cara de estar entretenidíííimo. Porque la verdad, a mí, a estas alturas de la vida, sin más raíces que las que nunca logré echar y que por ahí andaban el 75 y siguen andando hoy convertidas en el cenicerito que me regaló Inés, la cucharita que nos robamos Sandra y yo del restaurant para estudiantes un poco enfermitos, y mil cachivaches más que con los años fueron llegando y que a veces con los años se caen al suelo y se rompen y son pena, mas no raíces, a mí, digo, no me iban a salir en California con historias de hipotecas y demás leyes que estudié, que ya olvidé por completo, y que lustros atrás dejé en el pasado para emprender el viaje a París-Hemingway y para que luego me ocurrieran cosas como las que he venido contando hasta ahora…

Sí. Y cosas como las que estoy contando ahora: las del mediotíntico pre-X 023, las del héroe del X 023, y las del posthéroe del X 023, aquel que por burgués y capitalista, sus amistades en Barcelona lo delatan, sus gustos en Madrid lo delatan más, empieza a cansar durante un viaje a Oviedo, está cansando, ha cansado ya a la hermosa, a la tan hermosa como insonriente pre-Sandra del 75, a aquella post-Sandra del 68 que en California me escucharía decirle cuánto me alegra que te vaya bien en la vida, sigues siendo tan hermosa como entonces, sigues teniendo unas piernas maravillosas, a aquella querida y recordada Sandra que algún día, años más tarde, miraría desde California hacia la Ciudad Luz tan sólo para ver apenas unos rostros nublados, no, no lograría ver más, ni siquiera un pipí nublado en un lavatorio a dúo…

Sí, para que estas cosas me ocurrieran vine yo a París, la de los quemados plomos, estas cosas y todas las otras que he venido contando hasta ahora y también las por venir. Conste, conste que no he dicho porvenir ni nada por el estilo de la nueva mansión californiana de Sandra. He hablado de lo por venir. Y ello, en lo inmediato, o sea en el tren rumbo a Oviedo, fue que debido al accidente, éste llegó con dos horas de retraso a su parada a León y que allí se quedó horas más mientras los dos miembros de la Benemérita cumplían con las diligencias del caso, devolución de un cadáver de suicida a Madrid, mientras el personal del tren y los pasajeros se irritaban cada vez más, y mientras entre estos últimos un sudamericano libre ya de toda sospecha y una norteamericana majísima, monísima, en fin, que estaba buena como un tren (esto último lo aprendí años más tarde, en otro viaje a España), parecían estar llegando a algún tipo de impasse definitivo, tras haber tratado él durante un buen rato de acariciarle los muslos, bajo la falda, primero, y sobre la falda, aunque sea, después.

Estación de León: ahí sí que Sandra metió las cuatro. Yo no había perdido la esperanza de que me acompañara hasta Oviedo, de que compartiera conmigo la alegría de darle esa sorpresa a Enrique, había que esperar un buen rato, podíamos tomar unas cervezas mientras tanto, conversar, convencerla yo de que valía la pena visitar Oviedo y luego seguir juntos hasta Bilbao, con suerte haría sol, podríamos bañarnos en el mar, instalarnos solos y cómodos en el departamento de Mario y Josefa. Pero Sandra tenía que salirme con ésa, maldita sea, yo pongo bombas que a ti te encantan hasta abrirme las piernas libre de culpas y falsas ideas, libre, Sandra, libre para que juntos tu cuerpo y tu corazón te exijan en un mismo instante lo que yo logré que te exigieran, que llegara el día algún día. Y puse la bomba y llegó el día pero yo no mato gente, Sandra, eso es otra cosa, ni siquiera pongo bombas pero éste no es el mejor momento para confesártelo aunque tampoco es el mejor momento para que me vengas con insinuaciones de ese tipo, Sandra, habla claro, qué quieres decir con eso, ¡déjate de rodeos y habla de una vez por todas, carajo!

—Creo que me has comprendido muy bien, Martín.

—Será entonces que me niego a comprenderte…

—Bueno, Martín, te lo diré de la forma más directa que hay: quiero saber si las declaraciones que le inventé a la policía, sólo para salvarte y porque odio a los policías, eran verdad. Quiero saber si he dicho la verdad sobre lo que pasó con ese hombre en el vagón del fondo.

—Dijiste toda la verdad, Sandra, y me salvaste de un buen lío. Precisamente lo malo es que dijiste la pura verdad verdadera, porque yo ahora he dejado de creer para siempre en ti.

—Regreso a Madrid: de ahí me será más fácil hacer autostop hasta París.

—Tu tren sale del andén de enfrente, creo.

—Sí, ya lo sé. Adiós.

—Octavia de Cádiz —se me escapó, pero ya a los dos qué nos importaba.

Al cabo de unos instantes, Sandra era una muchacha muy guapa que esperaba sentada cabizbaja en una banca. Yo me fui a buscar una cerveza para que no nos siguiéramos viendo mucho rato. No estaba, cuando regresé tras haber comprobado que ya no tardaba en partir mi tren. Al cabo de unas semanas, Sandra era una foto de recuerdo que aún guardo. Iba a abandonar definitivamente Francia en pocos días y se había acordado de mí en una playa. Había escrito en el dorso de la foto, pero la verdad es que me da flojera sacarla ahora para encontrar el texto entero. Recuerdo, eso sí, que anotaba la dirección de sus padres, en Alaska, por si algún día iba a USA y deseaba ubicarla a través de ellos. Fue la dirección que utilicé para ubicarla en el 75. Por lo demás, decía algo de que no deberíamos guardarnos rencor, pero mucho más interesante que el texto era verla a ella en la foto. Un precioso bikini, la sonrisa con que me conquistó y me acompañó tanto en ausencia de Inés, y dos tipos, dos norteamericanos probablemente, a su derecha. Mencionaba sus nombres y deben haber sido sus primeros amigos compatriotas en Francia. Pero lo que sí recuerdo siempre y me hizo gracia antes y después del 75, siempre me hará gracia, es que al terminar la descripción de la foto, playa, personajes, etc., agregaba aquello de and that's me on the left, with the beautiful legs. Y sí, hasta en la foto provocaba acariciarle los muslos, las pantorrillas, en fin, todo aquello que me iba haciendo falta mientras mi tren empezaba a acercarse a Oviedo, la primera vez en mi vida que llegué demasiado tarde a alguna parte.