LA SEGUNDA SALIDA DE MARTÍN ROMAÑA, SU EXAGERACIÓN Y SUS TRISTEZAS

Ya casi nadie trabajaba en París, y por toda Francia los estudiantes se rebelaban con lindos slogans de difícil aplicación inmediata pero momentáneamente bien respaldados por toneladas de adoquinazos de certera puntería y huelgas de obreros dispuestos a acompañarlos hasta que bueno fuera culantro pero no tanto, que es cuando mayor fuerza empezaron a agarrar los grupúsculos y ésa fue la verdadera primavera rebelde de los gochistas hijos de papá, según denominación sindical más o menos generalizada, motivo por el cual se fueron quedando solos solitos con su soledad de barbas, pelo muy largo, vestimenta hippizante, y en todo caso adiós para siempre al me pongo la corbata y vivo, de César Vallejo. Yo era un rostro en la muchedumbre, un poco como todo el mundo, si exceptuamos a la policía que se cubría el rostro con impresionantes máscaras deshumanizadoras antes de cargar con odio pero sin armas de fuego contra la muchedumbre, que era el rostro de la primavera. Y aunque hubo más de un joven trágicamente muerto (y muchos que aprovecharon para desaparecer del todo de la caduca casa familiar), yo siempre me pregunté muy latinoamericanamente, y claro, di gracias al cielo por ello, por qué aquí nunca se disparaba como en nuestros países y hasta qué punto se estuvo esperando el momento de disparar y cómo la vieron los de allá arriba, al otro lado de la barrera, y cómo se las arreglaron para contener a una policía que debía eyacular ante la sola idea de disparar un poco como en México, en Tlatelolco, donde en octubre de ese mismo año hubo un mayo con violento contenido latinoamericano.

Así andaban las cosas, o así se iban encaminando mientras yo avanzaba rumbo a la infame escuelita en que trabajaba para ganarme el pan, imaginando a Inés y a los otros muchachos del Grupo sentados en una puerta de París a la que los cincuenta mil obreros nunca llegaban, y por consiguiente odiándome. Por supuesto que en el colegito la directora había decidido que era peligroso dictar clases y que aunque el mundo estaba patas arriba y ya era hora de actuar con mano dura contra los universitarios revoltosos e inmundos, era mejor que ella, por precaución, cerrara sus puertas para evitar riesgos inútiles y, sobre todo, porque no habiendo metro para trasladarse cómo iban a venir los niños y profesores. No me atreví a responderle que yo podía venir a pie, porque como ella muy bien sabía mi casa no quedaba nada lejos y casi siempre venía a pie. En cuanto a los alumnos, con excepción de dos o tres, todos vivían en los alrededores, ¿cuál era el problema, pues?

Pero lengua donde ya saben porque ésta era otra variedad de monstruo que se aprovechaba hasta de los días de nieve para decirnos que no viniéramos a trabajar; en fin, cualquier cosa con tal de no pagarnos, y ahora, aunque estaba por la mano dura y todo eso, bien feliz que estaba y ojalá que mayo del 68 dure hasta el verano para no tenerle que pagar a nadie. Inútil reclamar, porque además sobraban los profesores-estudiantes como yo, y era muy fácil encontrarle reemplazo a uno. Feliz, pues, el monstruo de avaricia, y todavía encima con la concha de venir a decirme que iba a aprovechar esos días de «desórdenes» para hacer algunas obritas en el destartaladísimo local de cuatro clases, un wáter instalado en el rincón de una de ellas, y apenas disimulado por un tabique, y una puerta que daba a lo que fue la quinta clase, hasta que empezaron la demolición de la parte posterior del local, mas no de la parte que daba a la calle, que para gran suerte del monstruo N.° 2 había sido declarada monumento histórico. Total que la vieja se quedaba con sus cuatro clases, su histórica fachada, su wáter dentro de una clase, y una puerta que desde la demolición daba al vacío. Esa puerta era la única arma que tenía yo contra ella, ya que poco tiempo atrás había sido testigo de una especie de milagro a lo San Martín de Porres, santo negrito, peruano y bien criollo, que detenía a mitad de camino a los que estaban sacando el alma desde un techo, mientras corría a pedirle permiso para milagrear al prior del convento colonial, pues por entonces el futuro santo era simplemente fray Martín y barría de color humilde los claustros con la escoba con la que hoy podemos verlo en la eternidad de la estampita. El prior accedía, el moreno regresaba con una especie de paracaídas invisible, y procedía en el acto al acto milagroso.

Algo muy semejante sucedió en el colejucho cuando una chica que había estudiado en la quinta clase simplemente se distrajo, mientras yo andaba tratando de explicar unas reglas de acentuación, ante alumnos incorregibles y hasta de mi edad (porque ahí llegaba más o menos el lumpen de los liceos franceses), que infantilísimos, aunque también con mucha razón, se tapaban la nariz y oídos porque ésa era la clase del wáter y se nos había instalado un diarreico incontenible, que hasta retrasado mental no paraba. Justo entonces apareció la alumna que se distrajo, la menos fea y tonta de todas, además, hubiera sido una pena que se nos desnucara o algo por el estilo, porque había que ver lo que eran las otras. Apareció tranquilita y distraída, rumbo a su clase de antes de la demolición, y como todos andábamos con el problema del diarreico, no reaccionamos a tiempo y la pobrecita se nos fue al vacío desde el tercer piso. Y lo increíble es que recién acabábamos de captar bien lo que había ocurrido, y de correr a mirar y de déjenme pasar primero, etc., cuando Marie, así se llamaba la distraída, volvió a aparecer por la puerta de la clase limpiándose un poco el polvo, tranquilita pero con las lágrimas en los ojos, y ordenando con voz de orgullosa que cuidadito con reírse o con contarle a nadie, porque no le había pasado absolutamente nada.

Como profesor, estaba obligado a hacer un verdadero escándalo por los peligros a los que se hallaban expuestos los alumnos de ese colegio. Pero en vista de que Marie no quería que se hablase del asunto, yo me lo guardé para algún día en que mi trabajo corriera peligro o para un aumento de sueldo, pero mayo del 68 por sí solo tendría que reportarme algún beneficio salarial, cuando acabara eso sí. Total, nunca saqué nada a cambio de mi siempre postergada denuncia, un poco porque no sirvo para denuncias y otro poco porque descender a eso era entrar de lleno al nivel de los monstruos y uno siempre tiene miedo de terminar en una portería mental, con un perrito horroroso como único amor y odio en la vida. Digamos pues que cuento esta historia para que en otras partes no anden pensando que todos los colegios de Francia son tan lindos y tan ricos como su pastelería, para que vean que aquí también se cuecen habas y más habas, y para que se enteren de que no sólo Hemingway fue joven, pobre, y… Y… Y pues aquí se me jodió la frase porque él hablaba de juventud, pobreza, amor y felicidad, mientras que yo ya iba para los treinta y apenas si cumplía con los requisitos de aquel viejo vals criollo que estableció que tres cosas hay en la vida, salud, dinero y amor. Me quedaba salud, pero cada día dormía peor, me quedaba dinero, pero siempre y cuando mayo del 68 no durase eternamente y no cerraran todos los restaurantes universitarios, y me quedaba amor pero ya casi no me quedaba Inés.

Recuerdo cuánto me gustaba cantar por las calles, y que los días de muy buen humor cantaba en todos los idiomas en que mi educación privilegiada, la de hace mil años, en el Perú, me lo permitía. Era una manera de joder a medio mundo en París, pues en esta ciudad está permitido hablar solo, bajito y furioso, pero silbar o tararear una alegre canción es un abuso de confianza quise permiten los negros y, desde el 68, los latinoamericanos, un abuso de salud mental, de buen humor, en fin, una verdadera provocación tercermundista, porque muy a menudo se interrumpe la caquita que está haciendo un bichito monstruoso en la vereda, acompañando a y acompañado por un señor o una señora que le conversa amablemente pero con prisa. Pasa uno e interrumpe. Extranjeros de mierda, cada cosa en su sitio y para cada cosa su horario. Y últimamente hasta se atreven a parir hijos en París, niños que tanto molestan, que tanto ruido meten, que se cagan en cualquier parte y a cualquier hora, y no en la vereda y a su hora. Para lo que sirve la tolerancia. Pensar que antes era de París que la cigüeña se llevaba a todos los bebes al mundo entero. Y ahora estos condenados nos los están devolviendo. Ven, Tartufo, ya está bien de caquita y ahora vamos para que camines tus veinticinco metros de las nueve de la noche. Ven, mi Tartufito, angelito mío, o te mato de un palazo.

Me encantaba cantar, y esa mañana, tras despedirme por un tiempo de la vieja y de su colejucho, me arranqué con la primera que se me vino a la mente, y fue nada menos que:

Solo,

voy pasando entre la gente

que me mira indiferente

sin mostrar curiosidad.

Solo,

como perro callejero

como barca sin velero

solo con mi soledad.

La cagada. La cancioncita que se me había venido a la mente. Y no había Inés que te valga. Y las barricadas empezaban más bien al anochecer. Evoqué a Lenin, pero debía estar ocupadísimo con la enfermedad senil del comunismo, porque no me respondió esta vez. Bueno, al Barrio Latino, de nuevo, y a mirar fijo a los ojos de cuanto policía encuentres con la máscara sobre el casco, para enterarte de que son humanos, y para matar el tiempo jodiendo a media humanidad hasta que sea la hora del restaurant universitario. Y después… Bueno, confieso que la primera idea que se me vino a la cabeza fue ir y arrojarle un adoquín en la ventana a Bryce Echenique. Bah, Inés jamás me lo habría creído, o me habría dicho que era un gesto inútil, infantil, absurdo, y cojudo, con lo cual no me habría quedado más remedio que estar absolutamente de acuerdo, además. Pero lo peor de esta idea es que era más triste aún que la canción. Sí, mucho más triste porque algo tenía que ver con el hecho de que ya yo no volvería a escribir más, con una cierta vergüenza de haber aceptado escribir una novela por encargo, y qué tal encargo, con la comprobación de que habían pasado ya varios años de mi llegada a París para escribir, y con esos treinta años que pronto iba a cumplir y que esa mañana, de golpe, me estaban enfrentando a proyectos no realizados, a caminos que se desviaron, a opciones equivocadas que mi mente iba asociando a Inés, a nuestra historia, a lo que había sido y era mi vida al lado de esa muchacha terca y silenciosa que ahora, según Lagrimón, deseaba además abandonarme.

Y ahora me pregunto si no fue por esa época, por esos días, a lo mejor esa misma mañana, que dejé de cantar para siempre por las calles. Una pena, porque cantaba bonito y en varios idiomas, con lo cual mi repertorio era bastante variado y lograba interrumpir muchas caquitas en vereda. Lo que sí, nunca canté El cóndor pasa, y evité, en la medida de lo posible, el folklore sudamericano, debido al demagógico abuso que de él hacían los nuestros, viviendo un poquito del cuento a veces, porque la verdad es que no basta con cantar bonito Los ejes de mi carreta para haber estado en la guerrilla del Che o haber sido su amigo o haber sufrido cárcel y persecución, bajo esta o aquella feroz dictadura. Esta gran farsa, y muchas otras, era lo que más daño podía hacerle a los que sí habían sufrido cárcel y persecución. La gente descubría, se cansaba, generalizaba, se confundía, se equivocaba, y ya después era tan difícil tratar de establecer la verdad. Por eso me limité siempre al simple vals criollo, al tango, a la ranchera, al cha-cha-chá o al bolero, cuando de nuestros países se trataba. Detesté, detesto, la demagogia, el uso indebido y el aprovechamiento sinvergüenza e irresponsable, aunque la verdad es que mucho más que esto, lo que realmente fue haciendo que mis mariachis callaran fue el paso del tiempo y mañanas como aquélla, en la que todavía sigo metido, pero es que recuerdo clarito que fue camino al Barrio Latino cuando se me vino a la mente lo del perro callejero que va pasando entre la gente, este huevón de Lagrimón, a qué santo se mete a decirme que Inés está pensando abandonarme. Mierda, voy a terminar hablando como barca sin velero por las calles y saltando a la soga con la soga al cuello entre caquitas en vereda. Ni hablar, Martín Romaña, ni que se te ocurra hablar solo porque te contestan los seres que más te han aterrorizado siempre.

La mañana se acaba a las doce meridiano, hora en la que yo, aquella mañana, llegué a mi habitual restaurant universitario, el Censier. Cerrado. Ya no debía quedar un solo restaurant abierto. Mi plan era almorzar en el Censier, y caminar o hacer autostop, como medio mundo en mayo del 68, hasta el departamento de Carlos Salaverry, otro mediotíntico, al decir de Inés y del Grupo, cuya compañía me había recetado yo mismo, para evitar que se repitieran canciones del tipo de la ya conocida. Pero el Censier estaba cerrado y en plena primavera rebelde con escasez de alimentos, qué hacer, había que ser muy conchudo para caerle a alguien a almorzar. Pensé esto, imaginé a Inés acusándome de burgués por haberlo pensado, pero escuché en cambio una voz muy linda que me decía, en pésimo francés eso sí, que había cerquita un restaurant chiquitito para estudiantes un poco enfermitos. No sé, era una voz muy bonita que venía de atrás, era alguien que se tomaba el trabajo de acercarse, de hablarle a un pelotudo que se había quedado contemplando idiota la reja cerrada del Censier, era sin duda alguna el espíritu profundo de mayo del 68 alcanzándome solo como un perro callejero en la calle, tenía que serlo. Y ni hablar de lo rápido que di media vuelta y dije en inglés, porque el acento del pésimo francés era norteamericano, que le agradecía en el alma, señorita 68, pero que para entrar a ese restaurant se necesitaba un carné especial. El espíritu del 68, que estaba como pepa de mango, además, habló sonriente, ocultando la piedad y el asombro que le producía encontrar a alguien que aún creía en los carnets de entrada en pleno mayo del 68.

—No se necesita nada. Nunca más se necesitará nada —dijo, y la voz seguía siendo linda a pesar del acento, y yo sentí ganas de pedirle perdón y de explicarle que muchos años atrás, en el Perú, había sido víctima de una educación privilegiada, pero que ya había militado en… —casi se me escapa el nombre clandestino—, y que estaba en pleno proceso de reestructuración y modernización, habiendo conquistado ya el aspecto Henry Miller, aunque la verdad es que éste andaba en franco retroceso en los últimos tiempos por culpa de… —pero para qué hablarle de Inés y de mis penas—, habiendo conquistado asimismo todo lo referente a largos pelos y demás señales rebeldes y primaverales, entre las cuales el blue jean y corbata ni de a huevas.

Fue así como conocí a Sandra Anita María Owens, que creo que me amó, porque la gringa era complicadísima, y a quien creo que no amé porque hubo un momento en el que no deseé más que sacármela de encima. Culpa de Inés y culpa tuya, mi querido Enrique Álvarez de Manzaneda, quería estar solo al volverte a ver y Sandra acababa de desconfiar de mí en el momento menos oportuno. Pero todo esto sucedió un poco más tarde y en España, y creo que me estoy adelantando sólo porque aún me avergüenza confesar lo que pensé mientras decidía ponerme en marcha con Sandra Anita María Owens, rumbo al restaurancito chiquitito y cercanito. Bueno, lo pondré en la forma más indirecta y objetiva posible.

Pensamientos que atravesaron la mente de Martín Romaña ante el restaurant Censier cerrado y ya con Sandra Anita María Owens al lado:

1.° Vámonos de aquí lo más rápido posible. No vaya a ser que vengan otros cojudos en busca de comida y que ella les diga lo mismo que a mí y esto se convierta en una patota camino al restaurancito chiquitito (esto último fue más sentido que pensado. Véase: H. Miller, Trópicos… etc.).

2.° Hasta habla como pepa de mango.

3.° La voz sale de una pepa de mango (más sentido que pensado, también).

4.º Se jodió Carlos Salaverry: ya no creo que vaya a visitarlo esta tarde.

Pensando lo cual, el espíritu del 68 y el antiespíritu ídem que había surgido de pronto en mí, partieron rumbo al restaurant para estudiantes un poquito enfermos donde ahora ya no se necesitaría nunca más carné sellado por autoridad ninguna. Fue un almuerzo tranquilo, a juzgar por la manera en que a mí me tembló la mano mientras le servía leche a Sandra, que siempre había comido allí desde su llegada a París, el año anterior, y que siempre tomaba litros de leche porque tenía algo así como una pequeña amenaza de ulcerita, casi nada pero molestaba. Y yo dale con servir leche y dale con temblar llenecito de preguntas porque realmente tanta leche gratis en un restaurant universitario no podía ser verdad, tiene que ser mayo del 68, ¿no, Sandra?

Pero así había sido siempre, y yo era el primer peruano que conocía en su vida, cosa que aproveché para contarle que el Perú era un país de temblores y terremotos y que por eso mi mano tiembla así, Sandra, y a ella le hizo una gracia increíble con una risa que no llamaré argentina porque Sandra era de Alaska, uy qué frío, no te preocupes, Martín, después viví en Nebraska y ahora vivo en California, a lo cual yo agregué que en San Francisco también había habido un famoso terremoto y casi le suelto que nos habíamos conocido en pleno terremoto de mi vida. Pero para qué hablarle de cosas tristes, me dije, sonriéndole mientras le servía otro montón de leche con una mano que de pronto dejó de temblar por completo. Y en vista de que Sandra no captó en absoluto la sutil terapéutica a la que tan aterrado y a la vez tan lleno de recursos me había sometido, al terremotear íntegro a mi país para explicar única y exclusivamente mi temblequería, me serví también un montón de leche, tras haber excluido al resto de los comensales un poco enfermitos de la mesa común, manteniendo la conversación in english, y así fue como Sandra Anita María Owens y yo empezamos a congeniar rápidamente dentro del mejor espíritu of may sixty eight.

Y seguimos congeniando por la rue Mouffetard, rumbo al hotel de Sandra, que era la exacta repetición, a unos cuantos pasos de la placita de la Contrescarpe, de los hoteles que mi padre decía haber visto en su juventud, en los pueblos más apartados de los más apartados distritos de los Andes del Perú, ver para creer. Claro, es cierto que para mi padre todo lo que no era San Isidro, o su oficina blindada en el centro de Lima, era ya un poco el desierto de los tártaros, pero también lo es que el hotelucho de Sandra Anita María Owens, a quien yo insistía en llamar por su nombre completo, agregando mentalmente lo del espíritu del 68, por temor a una erección, estando en el mundo Inés, correspondía cien por ciento a lo que él llamaba no sólo hotelucho sino hotelajo, en circunstancias en las que evocaba una vida entera de trabajos y sacrificios, y todo eso para nada, para nada, sólo para que después el cretino de Martín (yo) me salga con que quiere largarse a Europa a ¡ser! De más está decir que nadie se atrevió jamás a pronunciar la palabra escritor. Pobre viejo, ni siquiera logré defraudarlo del todo, no, ni siquiera eso, y a él que le gustaba tanto sentirse defraudado.

Pero en cambio, y al igual que en sus historias, en mi dura juventud llegaba también yo a un hotel de un apartado pueblo de los más apartados distritos de los Andes del Perú. Sandra abrió la puerta de su habitación en el tercer piso, me dijo pasa, y yo le agradecí a su nombre completo, tras haber sentido algo así como el eterno retorno, aunque sin Inés, vía punzada freudiana en el estómago. Un lavatorio, una mesita, algunos libros, una cama que era un tabique sin colchón, y los dibujos y pósters con que había ocultado a medias la inmundicia de las paredes, eran íntegra su hacienda. ¡Sandra!, exclamé, contemplando aquel espectáculo, y acto seguido tuve que repetirme veinticinco veces los autoritarios y autorizados nombres de Inés y de mi padre, logrando de esta manera controlar lo que empezaba a ocurrirme entre las piernas por no haber pronunciado el nombre completo del espíritu del 68 en esa enternecedora pocilga andina.

Increíble, pero una duda impidió que me bañara en lágrimas exteriores. Y es que no lograba aclararme por nada de este mundo cómo desde hacía semanas deseaba llorar a mares por Inés y, sólo ahora, al contemplar el cuartucho de Sandra plagado de chinches, de acuerdo con las descripciones de mi padre, estaba a punto de funcionar el detonador. ¿Qué me pasa, qué es esto, quién soy, dos doctor Jekyll o dos míster Hyde? Humano, muy humano, pienso aquí en mi Voltaire recordatorio, y precisamente mientras voy recordando vuelvo a verme parado ahí ante Sandra, haciéndole la pregunta de los chinches y bañado sólo en lágrimas interiores.

—¿Cómo es vivir con chinches? —inhalé, y exhalé.

—La revolución permanente —me respondió Sandra, sonriente y altamente politizada, aunque declarando que no era trotskista sino maoísta-feminista, tras lo cual añadió—: ¿Pero tú cómo sabías lo de los bichos esos?

—Uf —le dije, canchero—, han sido parte de mi vida en el Perú. Me acuerdo de los hoteles apartados de los Andes apartados: te acostabas en el cuarto número 25 y te despertabas en el 26. —Inhalé, exhalé, y muy viajado concluí—: Los chinches cambiaban las camas a lomo de mula por las noches.

—Bueno —dijo Sandra, encantada con mi historia—, la verdad es que a pesar de todos los productos que uso no logro eliminarlos. O sea que a lo mejor ahora me siento a tomar un café contigo, en la cama, o sea a la izquierda del cuarto, y terminamos a la derecha.

No quise tomarlo como una alusión política, porque Sandra no era Inés, y porque de pronto había empezado a sentirme muy feliz con mi mentira. En efecto, a Sandra le había hecho mucha gracia el asunto, y además le había robado una falsa historia a mi padre, sí, una gran mentira, porque en sus viajes sin duda conoció más de un hotel así, como cualquiera que recorre la sierra del Perú, pero esos viajes fueron siempre de placer, fueron cacerías, excursiones, andinismos, y porque el muy sabido cuando se divertía dejaba de creer que el Perú limitaba por San Isidro y su oficina blindada con el desierto de los tártaros, y todavía después tenía la concha de sacárselo en cara, transformado en sudor de su rostro, al adolescentísimo Martín Romaña, que era yo, promesa familiar, sentado ahí en la mesa del comedor, entre mi madre suspirante porque nada de eso se parecía a Proust, y mis hermanos atragantándose la sopa porque el viejo no tardaba en mandarnos a todos a la cama sin comer, para que aprendan que yo, yo, ¡¡¡YO!!!, tras lo cual se arrepentía porque más bueno no podía ser el pobre, y él mismo subía trayéndonos la comida, empezando por mi hermana Augusta, su preferida, lo cual torturó siempre a Rocío, la segunda de su lista, dejó torturado siempre a Rafael, que era también su preferido, pero en la lista de los hombres, total que mientras llegaba a mí, yo qué menos podía que soñar con morirme como Vallejo en París, mientras mi madre suspiraba aún más, porque ahora sí las cosas se parecían en algo a Proust, que fue tan delicado.

Mucho menos delicada fue Sandra, quien terminado el cafecito, y cuando me disponía a contarle la historia de mi vida, para que ella me contara, a su vez, qué tal le iba en este valle de lágrimas, interrumpió mi enorme emotividad con una de esas frases que podían convertirse en el comienzo de la locura para un hombre cuyo proceso de modernización y reestructuración estaba aún en marcha.

—Bueno, Martín, ya es hora de que te vayas porque estoy esperando a un amigo.

Pensar que parecíamos tan amigos, tan 68 en nuestra relación, pensar que yo andaba tan tranquilo con mi taza de café, con el pulso estable, con ganas de una copa de vino, de reír, de fumar, de pedirle que me acompañara a la acción de las barricadas, y pensar sobre todo que en mis evocaciones hoteleras había deshonrado padre y madre, para que ahora la gringa me salga con que espera a un amigo. Cualquiera avisa, me dije, pero en mayo del 68 no se avisaba porque avisar era burgués, y en el fondo era yo el que andaba aún hasta las patas con mi sensibilidad a flor de piel, mi sentimentalismo depresivo y hasta de pronto deserotizado por una frase tan natural, tan espontánea, tan la imaginación al poder, como la que Sandra acababa de pronunciar, probándome casi documentalmente que no me caería nada mal una buena relectura de Henry Miller y mucha tinta Mao sobre mis medias tintas. Confieso: nunca me sentí tan pobre diablo en mi vida: una mujer que no era Inés podía herirme tan sólo con esperar a un tipo que no era yo, porque seguro que el esperado era barbudísimo y peludísimo y desenfadadísimo y no tardaba en llegar, en entrar, y en ni siquiera preguntar quién diablos era yo y qué demonios hacía ahí, reduciéndome a mi mínima importancia, mientras yo me reducía a mi mínima estatura, para que ni Sandra ni él se dieran cuenta de que a la habitación andina había llegado esa tarde un pelotudo tembleque: yo, imaginándome todo esto, temblando de nuevo, y sin que nada pasara ni nadie llegara y con Sandra tan sonriente y simpática como siempre. Bueno, pensé, ya es hora que don cojudo se vaya, hay que salvar el honor, hay que evitar la locura y el sufrimiento, y hay que repasar muy bien este capítulo hasta aprendérselo de memoria sin que duela tanto. Me incorporé tal cual era, es decir, sin imitar a actor de cine alguno porque eso era cultura y también, vamos, Martín, confiesa, por temor a pisar una cáscara de plátano o algo así, y empecé a despedirme con la menor cantidad de palabras, para evitar cualquier metida de pata tipo referencia cultural. Pero Sandra casi me mata de nuevo.

—¿Qué es de tu esposa? —me preguntó, contándome, porque Sandra era natural y contaba, mientras que yo era de plástico y confesaba, que muchas veces nos había cruzado por el barrio y que siempre se había fijado en lo linda que era ella y en lo divertido que parecía ser yo. Yo lo tomé a cáscara de plátano, la verdad. Inhalé una mentira, pero cosa increíble, exhalé una verdad, por lo cual hasta hoy pienso que me porté como todo un hombre, en el cine.

—Milita con un grupo con el que no logré ponerme de acuerdo, produciéndose hace poco una grave ruptura por culpa de un globo y una tremenda perrada, aunque hay mucho más que eso. Total, se llama Inés, yo la llamaba luz de donde el sol la toma, lo cual para ti no debe querer decir nada, pero no te preocupes porque es una referencia cultural de las que sólo podían emplearse hasta marzo o abril y…

—Termina, Martín; no tarda en llegar mi amigo.

—Total que ahora se ha ido al monte con su gente.

—O sea que tienes problemas matrimoniales…

—Todos.

—No me gustan los matrimonios infelices…

—Chócala —le dije, extendiéndole la mano.

Pero en vez de la mano, Sandra me dio un beso de hermano, una palmadita de amigo en el hombro, y una sonrisa riquísima en mi vida. No recordaba en qué momento había empezado a temblar otra vez, pero lo cierto es que seguía temblando cuando le pregunté si podíamos salir a las barricadas juntos esa noche. Mañana, me respondió Sandra, mañana almorzamos juntos, pasamos la tarde juntos, y cuando quieras salimos a las barricadas. No te preocupes, Martín, tendremos tiempo para vernos mucho. Trata de estar alegre, eso sí.

Un guiño de ojos fue la única palabra de despedida que me salió, y hasta hoy creo que con más me voy de bruces por la escalera. En la calle, hice algunos ejercicios respiratorios, y luego me decidí a pasar un rato por el departamento, aunque con la seguridad de encontrarlo vacío. Esta vez sí que no había lugar para dudas: eran doctor Jekyll y míster Hyde quienes emprendían el camino de retorno, éste pensando en la suerte que tienes, Carlos Salaverry, de que Sandra reciba a un amigo esta tarde, y aquél pensando alegremente en la perspectiva de encontrar a su gran amigo Carlos Salaverry, culturalmente instalado en su departamento de filósofo mediotíntico. Bueno, pero antes que nada al departamento, nunca se sabe, a lo mejor Inés… Inés.

Noveno piso ascensor. Estaba sacando las llaves del bolsillo y pensando en la puteada que iba a recibir por tener amigas norteamericanas, en el asunto discutido luego en el Grupo, Martín puede haber caído en manos de una agente de la CIA, no tardan en sacarle todos nuestros secretos, estaba pensando en lo mal que tratan los gobiernos a sus espías, Enrique Álvarez de Manzaneda en un cuartucho techero, Mata-Hari en un hotelucho de esos de varias estrellas bajo cero, en una verdadera pocilga andina, y empezaba a reírme entre los furibundos y habituales ladridos de Bibí, eterno comité de recepción de los que se acercaban a mi departamento, cuando un porrazo del monstruo lo puso momentáneamente fuera de acción, perro de mierda, no te das cuenta de que es el señor Romaña que regresa a su casa, imbécil, bruto, animal, cuántos años vas a tardar en reconocer los pasos del señor Romaña. Acto seguido se abrió la puerta y apareció el rostro sonriente de madame Labru, buenas tardes, señor, y más sonrisa todavía cuando le respondí, diablos, qué ocurre, a lo mejor la imaginación acaba de tomar el poder y ésta quiere estar bien conmigo, algo tiene que estar pasando. Subí corriendo a ver qué decía la radio, pero no llegué a encenderla porque esa tarde las noticias más importantes las daban por escrito.

Martín,

Ya es hora de que hablemos claramente. Me es imposible seguir viviendo contigo. Hoy más que nunca estoy convencida de que fue un error quererte y que debí estar ciega cuando me casé con una persona como tú. Es cierto que mis ideas han cambiado con el tiempo, pero francamente no creo que ésa sea la razón principal. Para mí tú no eres más que un fin de raza, un hombre incapaz de comprender que el mundo puede y tiene que cambiar. No te acuso de ser directamente culpable de ello, pero sí de ser un miembro satisfecho de una familia podrida, un típico descendiente de la clase social que tanto daño y ruina ha causado en nuestro país. Un oligarca podrido. Sí, Martín, eso es lo que eres, y yo no puedo convivir con una persona así. Hace tiempo que lo venía pensando pero con los acontecimientos actuales y tu conducta perezosa e indigna todo se me ha aclarado definitivamente. Ahora no tengo tiempo para llevarme algunas cosas, pero ya algún día volveré con más calma a ocuparme de eso. Me das pena, Martín, pero no es el momento de andar apiadándose de nadie. Son momentos cruciales y yo tengo que irme a cumplir con mi deber de revolucionaria. A luchar por el poder. Vivir con un tipo como tú es como vivir con un obstáculo permanente para la realización de mis ideales. Tú saliste de entre mis enemigos de clase y a ellos volverás. No intentes buscarme. Estoy con el pueblo y ahí nunca me encontrarás. No pierdas tu tiempo. No te pido que me perdones porque he pensado mucho antes de decirte estas palabras y creo que son profundamente acertadas, reales y honestas. Chau, Martín.

Inés

El documento, como Inés lo habría llamado, estaba apoyado precisamente en la radio, para que yo lo viera no bien entrase al departamento. Lo leí y releí lentamente, varias veces, y la verdad es que no lograba reconocerme del todo en él… Qué tal concha, además, de entrada me decía que ya era hora de que habláramos claramente, y sin embargo no me daba la más mínima oportunidad de réplica, sólo esa hoja llena de lugares comunes que mucho más decían sobre ella que sobre mí. Claro, éste era el caso en que otros piensan, aunque sea un instante, no, no puede ser verdad. A mí en cambio no me quedaba ni ese breve consuelo. Inés era terca como una mula, y cuando más leía y reflexionaba, más iba captando que su decisión era una especie de discurso grupal y que, aunque poco o nada tenía que ver con sus entrañas, estaba liquidado para siempre… Tú saliste de entre mis enemigos de clase… Qué tal raza, nadie había querido tanto a Inés como mis padres y hermanos, y sólo un tío de mierda había pensado que no era una muchacha de «mi condición», hecho este que a mi familia le había importado un repepino, muy probablemente porque pensaban que una muchacha bella, noble e inteligente, como Inés, sería siempre demasiada suerte para esa especie de promesa eternamente incumplida que era yo, este diablo de Martín, del cual sólo se puede esperar lo peor y en cualquier momento, mi padre dixit, muy a menudo. ¿Y su familia? O Inés estaba loca o se había olvidado por completo de que era de una familia tradicional, profundamente religiosa, seria y trabajadora, al máximo, pero cuyos intereses podían chocar tanto como los de la mía con la clase a la cual ella decía pertenecer ahora. Seguí leyendo y releyendo, sin embargo, porque algo por ahí me hacía quererla más que nunca, algo en esa carta me enternecía mucho más que las absurdas ideas que Inés había expuesto en aquel hablemos claramente en el que yo no había tenido derecho ni a voz ni a voto, a nada, ni siquiera a asistir.

Por fin encontré la palabra, entre tanta frase, entre tanto análisis marxista-infantil del caso Romaña. Parecía una clave, la clave, de la verdadera Inés, sí, sí, se le había escapado un chau que para nada encajaba en el texto, ésa era la clave, ésa la palabrita que no era adiós, Martín, y que era en cambio como su amor, como su ternura, como tu bizquera, Inés. Sí, hasta hoy estoy seguro de que cuando escribió chau, al despedirse, estaba bizqueándole a la pena… Chau, Martín… Ese chau, Martín le quitaba tanto marxismo al texto, la delataba tanto, hablaba tantísimo de la hondonada. Chau… ¿Por qué no adiós o que te chanque un tren? Chau, Martín, en cambio, como si no hubiese querido terminar realmente su documento, sí, su chau, Martín le daba al tremendo documento una intimidad de carta, casi de carta de amor, sí, sí, a mala hora se le había escapado esa palabra a Inés, porque ahora era a mí a quien empezaban a escapársele una tras otra las lágrimas.

Y exteriorísimas esta vez, qué bestia, lloraba como si yo hubiese matado a un ser adorado, como si el daño se lo hubiese hecho yo a ella, su chau, Martín me hacía desbordar de ternura, de pena, de angustia por ella, pobrecita mi luz de donde el sol la toma, se te ha escapado una palabra de cariño, se te ha metido en pleno documento una dulcísima paloma privada de libertad, mi luz de donde… Inés, dónde vas a dormir esta noche, Inés, a dónde, yo siempre te dejé irte donde quisieras, siempre podías militar de noche, hacer tu vida política de noche, desde que salí del Grupo nunca te pregunté nada, nunca supe nada y nunca me importó no saber porque confiaba en ti y porque realmente quería que hicieras tu vida, había cedido en todo y lo único que me importaba era que volvieras, aunque sea al alba, a nuestra hondonada. Por eso ahora me preocupa el lugar donde vas a pasar la noche, sólo por eso, porque se te ha escapado el chau, Martín del demonio ese y debes estar bizquísima para no ver nunca más de frente lo que has hecho… Mierda, Inés, estoy seguro de que si hubiesen llegado los obreros a París no me escribías esto, ah mi maldita intuición, me juré que si no llegaban empezarías a odiarme, y ya ves, lo pensé, lo pensé, y ahora ya sé que nunca llegaron y que estas frases las has escrito con rabia mientras ibas esperando, mientras me ibas odiando por haberte dicho que en la radio nadie había mencionado ese hecho… Y muy simbólicamente me has dejado la carta apoyada en la radio… Mujer, chau, Martín deben haber sido las únicas palabras que te costó trabajo escribir. Chau, pues, Inés, y por favor no me imagines escuchando la revolución por radio, como dijo el hijo de puta de Mocasines, no, qué radio ni qué ocho cuartos, para noticias ya estuvo bueno por hoy, y además las cosas deben ir muy bien a pesar de que no llegaron los obreros, porque el monstruo me acaba de recibir sonriente… Chau, pues, Inés.

Andaba bañado en lágrimas cuando sonó el timbre, ladró Bibí, el monstruo lo calló de un porrazo, y yo pensé me cago en las lágrimas, más vale desahogarse acompañado que solo. Pensé también que podría ser Sandra, a quien le había dado mi dirección, tal vez su amigo la dejó plantada. No, me dije, ojalá que no sea Sandra, con ella sólo podemos comunicarnos bien en inglés y tener que desahogarme en otro idioma me da una flojera espantosa… Llegué a la puerta hecho una Magdalena, abrí, era Carlos Salaverry, qué suerte, en medio de todo, la persona más indicada, el amigo con el que mejor hablaba… En fin, ya iba a empezar a contarle, a llorar a mares sin vergüenza alguna, ya estaba abriendo mis brazos de Magdalena cuando Carlos Salaverry me cayó entre los brazos hecho una Magdalena.

También a él se le había vaciado el alma, la vida y la cama. Teresa, su esposa, se había marchado acompañada por su hijita Marisa. ¡El colmo, el colmo, el colmo!, exclamaba Salaverry. ¡A quién se le ocurre partir con una niña de cinco años! Recordé lo genial que era la chiquilla, y la frase increíble que había soltado la tarde en que llevé a Lagrimón a conocer a Carlos: Mira, papá, había dicho, observando el paso de unos altos nubarrones, el cielo se va. Casi suelto que a lo mejor era la niña la que había arrastrado a su madre a las barricadas, pero francamente me pareció un exceso de humor entre tanta lágrima de una parte y de otra, y preferí decirle que era mejor subir rápido, en vista de que Bibí empezaba nuevamente a ladrar, no tardaba en salir madame Labru y en encontrarnos en el momento menos decoroso de nuestras vidas. Subamos, Carlos, subamos.

Comprendimos lo honestos que habíamos sido siempre, y de paso lo poco que vale serlo, cuando cada uno le confesó al otro que su respectiva ex esposa formaba parte de un Grupo, que, a su vez, formaba parte del mismo Partido. Acto seguido, saqué mi carta, se la mostré, recibiendo al mismo tiempo otra carta, en fin, otro documento, que también Carlos sacó del bolsillo para que yo lo leyera. Me bastó con un par de líneas.

—Parece una circular —le dije, inhalando cantidades industriales de mocos.

—Una circular que de ahora en adelante nos obligará a circular solos —agregó Carlos, inhalando toneladas también.

—¿Qué hacer? —le pregunté, casi automático, olvidando que Carlos no era Lenin y que era capaz de soltarme cualquier respuesta, aun la más descabellada.

—Mira —me dijo—, yo no puedo meterme a buscar a mi familia entre las barricadas. Ya lo he intentado anoche, pero a mil kilómetros de distancia empiezo a enroncharme íntegro; soy superalérgico a los gases lacrimógenos; me arde todo el cuerpo, se me incendian los ojos, me quedo ciego… Imposible buscarlas y estoy aterrado por la niña.

—Carlos, la niña debe estar con otras niñas, en casa de alguien; debe estar en la comunidad de niñas grupales. Francamente creo que por eso no tienes que preocuparte, al menos por ahora…

—Pero es que yo no sé hacerme ni una taza de café. Me estoy muriendo de hambre.

—¿Cuándo se fue Teresa, Carlos?

—Hace dos días.

—Inés acaba de irse…

—Perdona… no sabía que era tan reciente. ¿Y cómo vas a hacer para comer?

—Siempre queda por ahí algún restaurant universitario abierto. ¿Y tú?

—Ya sabes que no puedo comer en restaurants universitarios; me enroncho íntegro. Martín, no sé si tienes unos tallarines o algo por ahí, estoy muerto de hambre.

—¿Y el restaurancito de los bajos de tu edificio?

—Ya van tres veces que voy, y salgo sin poder comer… Y lo peor es que tengo que pagar.

—¿Pero por qué, Carlos?

—Por culpa de una niña de mierda…

—¿Te hace recordar a Marisa?

—Eso sería lo de menos; lo que pasa es que es la hija del dueño, y que se me acerca a la mesa y me clava la mirada, justo cuando voy a empezar a comer. La odio, la odio con toda mi alma. Espera que haya escogido los platos, para acercarse. Y no bien empiezo a comer me clava la mirada y yo trato de bajársela y arranca una verdadera tortura, porque no lo logro, y tengo que largarme con cualquier pretexto, y además pagar, encima de todo. He regresado dos veces para terminar con el asunto, y de nuevo he salido yo bajándole la mirada y teniendo que pagar. Más las explicaciones al dueño: una cita urgente que había olvidado, una llamada importantísima de larga distancia…

—Pero si no debe haber ni larga distancia, con tanta huelga.

—Eso qué mierda. Lo que importa es la mocosa del diablo. Comprende, Martín, no puedo seguir yendo y salir siempre humillado por ese monstruo de criatura.

—¿Qué edad tiene?

—Tendrá unos cuatro años, pero te aseguro que es un verdadero monstruo. —Inútil decirle que con guiñarle un ojo, sonreírle, o preguntarle cómo te llamas, habría bastado. Inútil. Comprendí que había casos mucho peores que el mío, ah, cuánto habría gozado Inés con esa conversación entre dos cretinos, entre dos niños bien podridos, entre dos mediotínticos, a veces no le falta razón, Inés, pensé. Pero pocos amigos he tenido en la vida como Carlos Salaverry, y siempre era bueno y entretenido hablar con él, y estábamos los dos tan jodidos, además. Le prometí que me ocuparía de cocinarle algo simple, cada día, le dije que yo ahorraría yendo al restaurant universitario, y que hasta le iba a presentar a una gringa que parecía encontrar muy divertidos a los mediotínticos con problemas conyugales. Carlos, a su vez, me prometió llevarme a los bajos fondos, allá por Pigalle.

—¡Qué! —exclamé, realmente asombrado.

—Anoche anduve dando las primeras vueltas de mi vida por ahí —me dijo, agregando—: Martín, tengo ganas de irme a la mierda de una vez por todas.

Quedamos en intentarlo esa misma noche, porque al día siguiente yo tenía almuerzo universitario, tarde de hotel no estrellado, y noche de barricadas, con Sandra. Carlos estaba de acuerdo: bajos fondos hoy, y mañana él nos acompañaría un rato cuando saliéramos rumbo a las barricadas. Pero eso sí, no bien sintiera el primer escozor en la piel, ahí se quedaba sentadito esperando nuestro regreso, aunque sea a las mil y quinientas, Martín. O.K, le dije, agregando que se podía quedar a dormir cuando quisiera, en vista de que el monstruo andaba tan sonriente.

—Gracias, Martín, eso me conviene mucho porque ya no tarda en acabárseme la gasolina.

—Ahí sí que te jodiste, ya no queda una sola gota en todo París.

—Para serte sincero, Martín, no veo las horas de que se me acabe. Para mí es horrible tener que manejar entre tanto autos-topista, todo el mundo te pide que lo lleves y yo simple y llanamente no puedo parar. La única vez que paré, una hippie inmunda me preguntó si tenía radio o no. Y después tuvo la concha de decirme que prefería esperar el siguiente carro, porque yo era un huevón sin música. Pero lo peor, lo que realmente me aterra, es que me suba un hijo de puta con ideas diferentes. Imagínate si se me sube un tipo de extrema derecha. ¿Qué le digo? Porque la cortesía obliga al que maneja… Martín, te confieso que sólo con imaginarme esas situaciones llevo días sin dormir…

—Mira, Carlos —le dije, pensando que le estábamos dando demasiado la razón a Inés—, no hay más que una sola terapéutica para eso: ahorita mismo te vas a tu casa, a ver si por casualidad Teresa y Marisa han regresado, y a la primera persona que encuentres en el camino, te la llevas. ¿Me oyes? ¿Me oyes, Carlos? —Casi grito, porque realmente le estábamos dando toda la razón a Inés.

—Está bien —dijo Carlos—; voy, pero como me suba alguien…

—No te va a pasar nada, hombre. Mira, suba quien suba, tú le sigues la cuerda, o lo mandas a la mierda, o le dices que piensas distinto a él, eso es todo. ¿Por qué crees que tiene que sucederte siempre algo?

A mala hora le dije que no le iba a pasar nada. No habían transcurrido ni diez minutos, cuando Bibí empezó a ladrar furioso, el monstruo a golpearlo furiosamente, y alguien a tocarme furiosamente la puerta. Bajé corriendo a abrir. Era Carlos, el pobre Carlos en un estado de rabia que le impedía hablar, por qué, qué le había ocurrido, qué te ha sucedido, Carlos. Me lo fue explicando poco a poco, y gracias a una verdadera seguidilla de tranquilizantes, le tomó horas contármelo todo. Había seguido, en efecto, al pie de la letra mis instrucciones… En la esquina había un señor parado… El señor era en realidad un viejo… Un viejo estaba parado en la esquina delante de un jardincito… Había una manguera que podía ser de cualquiera… No tenía por qué ser del señor… Del viejo que estaba parado en la esquina, delante del jardincito…

—Bueno, Carlos, pero al final, ¿qué pasó?

—Yo le pregunté, señor, ¿a dónde desea que lo lleve? ¿A dónde va usted, señor, por favor? Y el viejo de mierda, el muy hijo de la gran puta, el muy conchesumadre, el cretino del diablo ese me dijo y a usted qué mierda le importa… Te lo había advertido, Martín. Cómo iba a saber yo que la manguera era suya y que estaba regando su jardín… Viejo conche…

—En fin, ya pasó, Carlos —le dije, pensando que debíamos haber nacido astrológicamente jodidos o algo así, y que en todo caso su presencia en aquellos días iba a dificultar bastante mi proceso de modernización y reestructuración.

—Me muero de hambre, Martín.

—Verdad, hombre, me había olvidado por completo de tus tallarines. No te preocupes; en un instante te los tengo listos.

—Gracias, Martín. Pero mira, lo que sí quiero adelantarte desde ahora es que no te voy a poder ayudar absolutamente en nada. Lo he tratado algunas veces en la vida, sólo por salvar mi matrimonio, claro está, pero lo único que he logrado es romper los platos más bonitos y empeorar las cosas.

—Zapatero a tus zapatos —dije, para que se sintiese más cómodo.

—Eso ya no se lo cree ni Heidegger, viejo. Hasta la filosofía se ha ido a la mierda con esta primavera de autostopistas. ¿Has visto a Sartre? Anda como loco porque lo acepten de gochista; el tipo va a terminar tocando la puerta de una comisaría, a ver si lo meten preso, aunque sea un ratito, para que después lo saquen en póster como a Mao Tse-tung, que dicho sea de paso en su juventud escribió uno que otro buen poema… Se acabó la filosofía, Martín, y no porque no se hubiese acabado antes, sino porque atrévete a decirle a alguien en la calle que te interesa y te tiran al Sena. En fin, a partir de hoy, considérame un desempleado más. Yo me voy pa' Pigalle y no vuelvo más. Sí, hay que escoger entre eso o un saco de fumar bien acolchado por dentro y con solapas de seda y una pipa, por fuera, al pie de una chimenea, viendo para siempre nevar en los Alpes, hasta que haya nevado del todo en mis sienes plateadas. Esta última imagen, con tu perdón, porque quince años de estudios de griego, latín, alemán, francés, inglés e italiano, y otros tantos de historia, más demasiados de filosofía, en opinión de mi ex esposa, por supuesto, no logran borrar el huachafo profundo que todos los peruanos arrastramos en el alma. Grotescos en la risa, ridículos en las lágrimas, y generalmente maravillosos y más que sublimes un solo instante en toda nuestra vida… No me preguntes cuál, porque no lo sé, y no lo sé porque se trata precisamente del único instante de nuestra vida que pasa siempre completamente desapercibido, salvo honrosísimas excepciones, como la de aquel gol peruano que Navarrete le metió al Brasil, en el sudamericano del 53. Por lo demás, nada, mi querido Martín, nada para los peruanos o más bien sólo aquel proverbio salmantino: Lo que natura no da, Salamanca no lo presta, aunque la verdad es que uno no se puede fiar ni siquiera de eso. Fíjate que hace poco estuve en Salamanca, y a la entrada del moderno y flamante puente sobre el Tormes había un letrerito que decía:

CAMIONES DE MAS DE 20 TONELADAS

POR EL PUENTE ROMANO

—Perdona estas consideraciones tan depresivas, Martín, pero la verdad es que me muero de hambre.

—Servido, caballero, y cuidado porque están un poco calientes.

—Una servilleta, por favor.

—Voy a traerlas del wáter; son las únicas que tengo, pero te juro que no sacan ronchas.

—Soy yo el que te va a sacar ronchas con mi depresión y con mis manías de mierda. Perdóname, por favor, Martín.

Lo imperdonable de aquella tarde fue lo de madame Labru. Vieja monstruosa, ya la había notado yo demasiado sonriente, aunque jamás creí que su temor a dos inquilinos extranjeros, en mayo del 68, la llevaría hasta revivir una vieja e incumplida promesa. Pero, en efecto, el miedo a lo que decía la radio le hizo pensar que había llegado el momento de sobornarnos con el somier nuevo que nos prometió cuando alquilamos el departamento. Abrió la puerta como si fuera la de su casa, saludó respetuosamente a Carlos Salaverry, y me anunció que estaban subiendo toda una cama nueva, colchón incluido. Y de paso, muy cortés, me preguntó por madame Romaña. Casi le digo que madame Romaña detestaba que la llamaran madame Romaña porque era feminista, además de marxista-leninista, y que firmaba todo con su nombre de soltera, menos la cuenta bancaria, por supuesto. Bueno, una cosa es ser feminista y otra cosa es ser idiota. Y casi le digo también, aprovechando su terror, que madame Inés andaba cumpliendo con su deber de revolucionaria. No fue fácil callarse, pero la imaginación aún no había tomado el poder y a lo mejor no lo tomaba nunca, y mi experiencia de ex miembro de un grupo militante me había enseñado que no hay que ceder a las tentaciones, porque si esta hija de puta gana el match, mi pobre ex va a parar en chirona o sabe Dios dónde, aparte de que no se ha hablado de divorcio todavía, y también yo, en mi calidad de cónyuge, puedo terminar pagando el pato, cuando lo único que he hecho en todo mayo del 68 es comprometerme a alimentar a Carlos Salaverry, en vez de enseñarle que las manos de un intelectual mediotíntico no sólo sirven para romper platos.

Púchica que me estaba dando un colerón espantoso. Se me va Inés, y justo el día en que se me va Inés viene la hija de puta esta a llevarse nuestra hondonada, mi único recuerdo, el tierno lugar al que llegábamos siempre, sí, siempre, aun en aquellos últimos días en los que, orgullosamente, pero en mi caso era puro truco porque bien que sabía del resbaloncito posterior, cada uno se acostaba en el extremo más extremo y más opuesto, hasta equilibrio terminábamos haciendo sobre los lejanísimos bordes de la cama. Mas luego, con las horas y el sueño, empezaba el resbaloncito, y allá en el fondo yo volvía a sentir los muslos, los senos, las nalgas de Inés, y empezaba el más delicioso acomodo, para mí en todo caso, aunque modestia aparte, también algo de sabroso tenía que encontrar ella allá abajo, porque enseguida venía el más delicioso desacomodo rítmico, fruto del acomodo previo, fruto este a su vez del haberse ido resbalando cada uno desde el extremo más opuesto, y ya de ahí, de ahí de nuestra hondonada, no nos sacaba nadie sino Karl Marx, pero eso a la mañana siguiente, pues es justo reconocer que el viejo aguafiestas, o se fue apiadando poco a poco de mí, o tenía algo de voyeur, pero en todo caso en la oscuridad se estaba siempre quietecito, y sólo se acercaba a joder, joder en el sentido de arruinarnos la vida, con la llegada del día.

Ni hablar pues de que se llevaran mi hondonada, y ni hablar tampoco de explicarle al monstruo por qué a mí nadie me quita lo que es mío, mío, mío. Mire, señora, le dije, ya no necesitamos una cama nueva porque mi esposa se ha acostumbrado a ésta; tiene incluso una pequeña lesión en la columna y el médico le ha aconsejado un somier así, medio desfondado.

—Eso no puede ser verdad, señor Romaña; un médico jamás puede aconsejar semejante cosa, ya que la otra persona puede terminar también con una lesión en la columna. En este caso, usted. Se recomienda en todo caso una cama más blanda, y precisamente la que yo les he comprado es muy blanda.

—Hija de puta —dije, bajito, y aprovechando que el monstruo no entendía ni papa de castellano. Miré a Carlos, pero éste se cagaba en cualquier idea de solidaridad conmigo, y seguía dándole a los tallarines, en vez de ayudarme. Bueno, qué sabía el pobre de la hondonada, es cierto.

—¡El noticiero de las cinco! —gritó de pronto el monstruo, mirando su reloj—. ¡Ya vengo, ya vengo, bajo a escucharlo y subo!

También yo encendí la radio y empecé a escuchar, mientras dos tipos que Inés habría odiado por estar trabajando en esos días, aparecieron con la cama nueva. La toqué, no bien la pusieron en el suelo, y traté de hundir mi mano con fuerza en el nuevo somier: ni la más remota esperanza de una hondonada, en años. Ah, pero no era blanda, qué va, era el somier más duro del mundo, y el más barato; barato, duro y sin hondonada. Ni hablar, madame Labru no me la hace esta vez. Pero la radio me jugó una mala pasada, maldito informativo de las cinco: una buena noticia patronal y una triste noticia sindical hicieron que el monstruo reapareciera jadeante con la subidita, y dispuesta a exigirme, con el otro tono ahora, que me quedara con la cama nueva, qué me creía yo, ella no había gastado su dinero por gusto, esa cama era suya y la otra ya estaba entregada en parte de pago.

—De acuerdo —dije, tras haber comprendido muy bien que se habían alterado las relaciones de fuerzas—. ¿Cuánto cuesta la cama vieja? Yo se la compro a estos señores.

—Haga usted lo que quiera, si ellos aceptan, pero que conste que yo no voy a guardar la nueva en mi departamento. No hay sitio.

—Aquí tampoco hay sitio —subí el tono de voz, mirándola con odio—, pero yo sí la voy a guardar. Me quedo con las dos camas y así estos señores no tendrán que cargar más en un día en que nadie trabaja en París.

—No te metas en asuntos ajenos, Martín —intervino inesperadamente Carlos—; tal vez los señores no pertenecen a ningún sindicato, o tal vez desean simple y llanamente mantener abierta su tienda.

Juré que no volvería a cocinarle tallarines ni nada, en el resto de mis días, por mí que se muera de hambre el tipo. Pero la vida es así y uno es así y Carlos Salaverry era así, un perfecto anfitrión, le era imposible no tratar bien a unos señores que se habían molestado en subir la cama hasta el noveno piso. Total que no bien vi que había terminado su plato, le dije que quedaban más tallarines en la olla, puedo calentártelos, si quieres, Carlos.

—Mil gracias, Martín, pero en realidad lo que necesitamos es cambiar de servilletas, porque la verdad es que…

No juré nada más, por las razones ya expuestas, e incluso terminé dándole las gracias, al cabo de un rato, porque en efecto su frase de perfecto anfitrión, de hombre incapaz hasta de llevar a alguien en su auto por temor a no compartir las mismas ideas, les cayó muy bien a los tipos que trajeron la cama nueva. Sonrientes y amables me vendieron mi vieja cama por un precio más bajo que el que ellos le habían ofrecido al monstruo, al aceptarla en parte de pago, en vista de que ahora podían deducir los gastos de transporte del monto total. Y fue así como me quedé con ambas camas, como puse la nueva en la terraza y acto seguido casi me mata el monstruo porque le podía llover encima, y como acepté serenamente dejar mi hondonada en la terraza, bien protegida, eso sí, porque la verdad es que dormir en ella sin Inés era más o menos como esa que contaba mi padre, la del avaro que todos los domingos llevaba a sus hijos a ver tomar helados. Además, Carlos Salaverry iba a dormir en casa, y una cama nueva y realmente impecable era la única manera de que no se me enronchara también por ese motivo. Pobre Carlos, varias noches lo dejé solo mientras me batía con Sandra en su pocilga andina. Pero de todas maneras, aquella primera noche de nuestra mutua y compartida soltería, cumplí con acompañarlo al mundo de los bajos fondos, allá por Pigalle. Increíble, también ahí había cada latinoamericano…