EL GRAN BOLONDRÓN

Me imagino que, en el fondo, lo que pasó es que tampoco hay fiesta que dure cien años ni cuerpo que la resista. Y mucho menos un cuerpo de policía. Pero lo que no logro comprender hasta hoy, es por qué, terminada la fiesta, la gran borrachera verbal, intuitiva, hermosa y poética, más tirada a lo Rimbaud que a lo Verlaine, eso sí, haya tenido que ser tan larga la perseguidora, tan horrible para muchos. Todavía hay gente que huye, que sufre, que se ha quedado callada para siempre, enferma, neurótica, y no hay nada tan enternecedor ni tan triste como el gochista viejo, ni a nadie en mi vida he visto envejecer tan rápido como al viejo gochista. Esconde barbas, pelambres y atuendos que un día fueron de orgullo, fueron arrogantes, en granjas, en comunidades erótico-yerberas, en charters de incompleta huida, qué sé yo. Es un viejo combatiente sin carné alguno, un viejo lobo de mar pero con seguridad social, y por donde va cae cansado, cansado de buscar y de no encontrar el territorio de la pasión, el único que habría podido recompensarlo por el generosísimo tinglado que armó, increíble tener que decirlo así, allá por el 68, con ayuda de la primavera y de la masa amorfa que lo envolvía incómodamente con el nombre de sociedad de consumo, con el cual ni siquiera ha quedado bien establecido cuáles fueron sus verdaderas relaciones, al nivel más antipático y profundo. Lo cierto es que después llegó el verano y todo el mundo necesitaba partir de vacaciones.

Y después llegó el otoño, que con tanto color tristón no era el mejor momento para empezar de nuevo. Y después el invierno, que sin color mayor, ni menor tampoco, tampoco era el momento más propicio. Y cuando volvió a llegar la primavera, pues se cumplía ya el primer aniversario de aquella célebre primavera rebelde que sacudió Francia, me cago. Y había que ver cómo hablaban y especulaban periódicos y sabios pedagogos, ¿se celebrará o no se celebrará nuevamente la fiesta? Cojones, cuando llega mi cumpleaños, o lo organizo yo todo, o a mí nadie me organiza nada. Y es así como nos fuimos quedando en puros brotes episódicos y de nuevo llegó el verano con su otoño, con su invierno siguientes, y a mí que no me vengan otra vez con cuentos: la juerga de mi cumpleaños no me la organiza nadie más que yo, y los aniversarios organizados por terceros pueden ser parte hasta de eso que se llama la recuperación, pero en ningún caso tienen que ver con la memoria colectiva, la que sí puede empezar con algo nuevamente.

Pero entonces nadie tuvo memoria colectiva de nada, y en todo caso, si de algo tuvo memoria el gochista viejo fue de aquel presente, quería todo completamente distinto ahora mismo y aquí mismo, y se negaba a que le hablaran del futuro, cosa esta demasiado nueva para ser entendida por la portera y el comerciante de la esquina, personajes que, sumados a otros exactos a ellos, de izquierda a derecha, constituyen una parte importante de la población de Francia. Dicen que por eso hay una cierta decadencia cultural en el país. En fin, lo cierto es que la casa de Ramón Montoya tembló pero no cayó, y tal vez no cayó porque tampoco tembló para tanto, qué carajo, y el gochista se bajó del carro de la historia no bien empezó a joderlo el que nada hubiera cambiado al nivel en que él lo deseó, intuyó, gritó, apedreó, presintió, cantó, bebió o fumó. Cualquiera de ésas es la palabra.

Unos llegan a alcanzar la desesperación del terror, otros la burocracia con televisión, pero el pobre gochista viejo decrepitó no bien llegó el terrorista feroz, qué va, sólo con la llegada del punk el pobre ya no sabía qué hacer con tanta barba y tanto pelo. Fue muchacho un cuarto de hora, parecía duro, no era duro, y de él sólo supe que había convertido la lucidez en masoquismo, que no se quedaba ni donde estaba contento, por temor a que lo estuvieran engañando. No era duro, nunca supe bien qué era, y ahora que venga un Proust sin tanta marquesa y sin tanto asma para recuperar todo este tiempo perdido que empezó con gente corriendo a gritos y slogans por las calles y conmigo perdiéndome todo el tiempo entre esa gente, confundidísimo y debatiéndome entre una vida de escritor comprometido pero que se ha quedado sin compromiso, en mi departamento, y la reconstrucción y modernización profunda de mi vida en torno a los nuevos slogans, a ver si lograba hacer algo por estar un poco más al día, para que Inés no se me fuera del todo. Maldita suerte, la mía: justo se me ocurre mandar a la mierda al Partido cuando empieza la revolución.

Vida exagerada, Martín Romaña, pero Inés aún no se te había ido del todo, y recuerda ahora escribiendo cómo entonces soñabas, soñabas con tener cara de slogan, caminada de blue jean, barba y pelambre, mirada de activista, pinta de póster, claro que soñabas más bien despierto que dormido, en el sentido más literal de la palabra, porque con la excusa de que no había tiempo para dormir, pues dormir era burgués, corrías tus insomnios por las calles soñando que te parecías al Che Guevara, cuando barricadeabas, y a Jean-Paul Sartre, cuando escribías. En fin, todo, con tal de que Inés no se fuera del todo.

Sí, eso es verdad. Y también lo es que nunca he visto a alguien irse del todo tan a poquitos como a Inés. Tardó siglos en irse para siempre. Yo ya tenía lista una enorme corbata con el nudo por los suelos para la escena final del aeropuerto, pero la pobre Inés, entre que me quería todavía muchísimo y entre que quería verme todavía muchísimo para dejar de quererme, no se me terminaba de ir nunca.

Pero vamos por orden, y empecemos por aquella mañana en que yo andaba dándole y dándole a la novela, en un desesperado afán de terminarla para que viera que lo mejor de mí seguía estando con ella y con los muchachos del Grupo. Con un poco de suerte y quedándome calladito, en vez de pasármelas dudando y opinando a cada rato, a lo mejor lograba que me llegaran a considerar un simpatizante independiente o algo por el estilo. De pronto, Inés se me acercó bizquísima y con una impresionante cara de estar a punto de darme un beso. Lo capté todo en un abrir y cerrar de ojos, pobre Inés, sin duda alguna andaba sumamente desgarrada por algo mucho más reciente que mi ruptura con el Grupo, qué podía estarle pasando esta vez. De hecho había moros en la costa, pero debía tratarse de un nuevo desembarco porque el asunto del Grupo ya lo teníamos resuelto mediante un silencio de esos que no resuelven nada. Me hice el disimulado y seguí dándole a las teclas y llevando a mis pescadores sindicalizados hacia un desenlace feliz. La verdad, también yo andaba bastante desgarrado, porque a punta de haber ido tomando como modelos a los antiguos vecinos de mi rincón cerca del cielo, el libro habla empezado a llenárseme de nostalgia y no veía otra solución para los miembros de mi sindicato que la de sacarlos del Perú, a como diera lugar, y traerlos a París donde me sonaban mucho más proletarios y más reales. Confieso que hasta llegué a pensar en una deportación o algo así. Pero, en fin, de lo que se trataba en ese momento era de darle cara de una vez por todas a Inés, porque ya sabemos que era terca como una mula, y ahí se me había quedado bien paradita junto a la mesa de trabajo y siempre a medio camino entre el beso de amor y la bizquera que le impedía ver a su detestable amor. No podíamos quedarnos así toda la vida. Rompí el hielo, y como era de esperarse, de un solo papazo la cagué por completo por haber recurrido a fórmulas de los viejos tiempos.

—¿Qué quiere mi luz de donde el sol la toma?

Para qué hablé. No había terminado, y ya el beso de amor no existía en su rostro, y la bizquera me parece que apuntaba hacia la calle llenecita de mayo del 68.

—Inés, por favor, suéltala de una vez por todas.

La soltó de una vez por todas, con el cuello tan largo que ya resultaba implacable.

—¡Cómo demonios puedes estar escribiendo mientras todo el mundo está haciendo la revolución en la calle! ¡No te da asco! ¡No te da vergüenza! ¡Yo me largo, Martín! ¡Yo no puedo vivir con un intelectual de medias tintas!

—Mira, Inés, estoy escribiendo la novela que ustedes mismos me encargaron. ¿Acaso no era éste el deber que tenía que cumplir con la revolución peruana? ¿Qué más quieres? Sigo escribiendo el libro a pesar de que ya no estoy ni en el Grupo ni en el Partido, ni en ninguna parte. ¿No te parece la mejor prueba de amistad hacia esa gente con la que no he podido ponerme de acuerdo?

—¿No te das asco, Martín? Mírate en el espejo, por favor.

—Mira, para ascos basta con la cochinada que me hicieron los del Grupo. ¿No te parece que es a ellos a los que hay que preguntarles qué fue del globito, más bien?

—Basta de decir ellos; no te olvides de que yo también estoy en el Grupo.

—No lo olvido, Inés, pero habíamos quedado más o menos en que de eso no se hablaba.

—Yo no he quedado en nada contigo. Me niego a quedar en nada con un tipo que se encierra a escribir un libro cuando todo el mundo está haciendo la revolución.

Inhalé, exhalé, y solté una metida de pata cualquiera.

—Quién como Bryce Echenique que está tranquilito en su casa escribiendo Un mundo para]ulius.

Pobre Bryce Echenique; no bien lo mencioné, Inés le mandó un escupitajo chiquitito, certero y sin saliva. Y en plena cara de intelectual de medias tintas. Era su nueva costumbre, y algo así como un subproducto de la bizquera, muy útil para poner fin a los diálogos inútiles. En efecto, escupido Bryce Echenique, Inés desapareció con un portazo, rumbo a la revolución, lo cual hizo que Bibí empezara a ladrar como loco y que yo empezara a enloquecer pensando que no tardaba en subir madame Labru a requintarme por excitar a su perrito. Pero mayo del 68 la tenía tan aterrada a madame Labru, que últimamente a veces se volvía una santa con nosotros. Claro, debía pensar que ese par de estudiantes extranjeros cualquiera de estos días toma el poder con la imaginación, y con el poder siempre hay que estar bien. En efecto, instantes después, una sonora patada le tapó el hocico a Bibí, qué se había creído, cállese inmediatamente, no deja trabajar al señor Romaña. Vieja hija de puta, estás tan aterrada que hasta hablas con los viejitos de enfrente, y entre otras cosas te disculpas por la mordida que le acaban de pegar a Bettí, la primera fatal, sin lugar a dudas, porque ha habido que llamar de urgencia al veterinario. Malvada, bien que sigues adelante con tu crimen, a pesar de todo, y a mí me has subido la renta porque sabes también que en cualquier momento puedes llamar a la policía y decirle que soy un cubano peligroso o algo por el estilo. Casi escupo, pero temí empezar a bizquear. Inés, a veces tienes razón, Inés. Hay que ir a tirar adoquines, hay que salir a la calle, pero con quién mierda voy a salir a la calle si me he quedado sin Grupo. Maldita suerte, la mía.

Creo que me faltó rabia, un poquito más de rabia, aquella mañana. Además, Inés se había marchado sin mí, y Bryce Echenique seguía escribiendo tranquilito su libro, todos los peruanos estaban admirados de lo apaciblemente que seguía escribiendo en medio de tanto adoquín, por qué no puedo hacer yo lo mismo si ya estoy harto de este libro de mierda y me falta tan sólo un poquito, lo acabo y me largo a la calle. Ay, Inés, día tras día le mencioné el ejemplo de Bryce Echenique, día tras día hubo bizquera y portazo para mí, pero el escupitajo fue para él, evitando de esta manera algo que habría sido mucho peor que aquel silencio bizco entre los dos, hasta que por fin, sí, por fin, mis pescadores sindicalizados descolgaron al alba, resplandor del día que anuncia el sol, redes y aparejos que ya no eran del Plusvalioso (peyorativo apodo que se ganó mi padre por su nefasta conducta durante la larga huelga), y en embarcaciones del pueblo se hicieron a la mar serena, mientras Alva Manzanero iba comprendiendo, al fin, que ningún tipo de crimen paga, y captando, poco a poco, que él no había sido más que un producto equivocado de su clase, cosa que ya le había dicho la Chimbotazo, quien, bondadosa como siempre, había dado el primer paso del perdón. «El mar está lleno de anchovetas del pueblo», pensó, de pronto, Alva Manzanero, y se dispuso a ser él quien daba el siguiente paso adelante, aquel importantísimo paso que lo alejaría para siempre del mundo de los soplones e infiltrados, hasta convertirlo en pescador. Le parecía mentira, se emocionó, lloró, enloqueció de solidaridad mientras daba los pasos restantes, Alva Manzanero, convertido nada menos que en pescador de anchoveta.

Increíble, una verdadera hazaña, había escrito cuatrocientas páginas sobre aquel tema de encargo, sabiendo única y exclusivamente que en la costa del Perú había por entonces muchísima anchoveta. Sí, eso era todo lo que sabía sobre los sindicatos pesqueros, que había muchísima anchoveta en las costas del Perú. Y aunque nadie quiso publicarme aquel mamarracho, yo le tomé cariño porque ahí estaban, de alguna manera, Giuseppe, Francesco, Paolo, Carmen la de Ronda, Paco, Rolland (de rompehuelgas), Marie, la belleza mudita y proletaria, y Enrique, a quien, gracias a la ruptura con el Grupo, había logrado redimir al final. Increíble, pero aún guardo mis cuatrocientas páginas originales como un testimonio de aquellos años, y como un sentido monumento al fracaso. Pero entonces lo que hice fue meterlas en un fólder, guardarlo todo en una maleta, tirarle un portazo a Bryce Echenique, que aún sigue escribiendo, hay que reconocer que en eso sí tuvo razón, bajar las escaleras lo más estrepitosamente posible para que Bibí ladrara como loco, ladrarle como loco a Bibí, y aparecer como una ráfaga en las calles de mayo del 68, a ver si por ahí encontraba a Inés y me contagiaba un poco de la nueva juventud y cambiaba mi aspecto mediotíntico por una buena cara de póster. Y así corriendo llegué a una tienda de vejestorios y salí con el blue jean más indicado del mundo. Estaba listo: bigotudo, barba creciente, pelambre bastante creciente. Bueno, sólo me faltaba despeinarme y ensuciarme un poco el pelo. Procedí, ayudándome de un poquito de saliva y de polvo que recogí en el Jardín de Luxemburgo. Listo.

Listísimo porque por una calle cerca al teatro del Odeón venía una doble fila de muchachos salvajes, con lindas pelucas sucias y llenecitos de ademanes anticulturales. Para ellos, y cómo gozaba yo aprendiendo tanto de ellos, la palabra debía ser parte del discurso dominante, abajo con la palabra, no sólo hay que sexualizar la vida, hay que gestualizar también el cuerpo, el cuerpo tiene que encontrar su expresión, su lenguaje, algo que destruya para siempre el discurso-carga cultural y rechace toda tentativa de diálogo por parte del Gobierno, abajo con el Gobierno, el gesto al poder. Sí, sí, empecé a gesticular yo, rodeado de estos muchachos puro gesto y sonido nuevo, porque emitían todo tipo de sonido los muchachos y en medio de ellos yo feliz de haber tenido la suerte de abandonar mi casa en busca de las calles que llevaban al presente inmediato de la felicidad, viva el gesto, viva el ademán, viva el cuerpo, abajo la palabra, ni una sola palabra, claro, ni una sola palabra más porque eso es lo que quiere el poder, que hablemos, que dialoguemos, pelotudos si piensan que así van a poder recuperarnos. Claro que no, gesticulaba yo, emitiendo mis primeros sonidos contra Bryce Echenique, contra las medias tintas, definitivamente me había contagiado su escupitajo contra los escritores, Inés, luz de donde el sol la toma… ¡Ojo!, Martín Romaña, ya nada de poemitas ni de frases culturales, ni siquiera pensadas, mucho menos sentidas, gesto puro y sonido puro como estos muchachos que siguen al líder que no es líder sino un gesticulante más que nos está llevando directo al presente, al poder de la imaginación y el gesto, aunque no comprendo muy bien por qué la manifestación está frente al teatro Odeón y estos muchachos se siguen de largo, gesto y sonido, mientras los otros gritan slogans como locos… ¡Ojo!, Martín Romaña, no vas a empezar a dudar de nuevo; tú, como ellos, gesto y sonido, gestualización del cuerpo, lenguaje antipoder con el que no se dominará ni se sacará la plusvalía a nadie, siguelos hasta el final, que ya después te reunirás, gesto y sonido, con Inés, y ella tendrá que ver que has ido en una tarde más lejos que la vanguardia misma, que has llegado al local del Partido, de tu nuevo partido, con estos muchachos que se la han emprendido con todo discurso porque en cada palabra el poder ha dejado un gato encerrado, un caballo de Troya… ¡Ojo!, Martín Romaña, nada de Troya, eso es cultura y este asunto es profundamente anticultural porque Malraux es cultura y Malraux es el poder y se apodera de todo el opio y dicen que se lo fuma todito él, hay que liberar el opio, ¡la religión para los ricos, el opio para el pueblo!, no está nada mal mi slogancito, cómo demonios se grita un slogan con sólo gesto y sonido, más claros estaban los manifestantes del Odeón. Ojo con las dudas, Martín Romaña, que ahorita llegas a la sede de los gesticulantes sonoros y ya vas a ver qué bien que suena su nuevo discurso que no es discurso porque hay que inventarlo todo de nuevo y porque hay que reinventar el amor, aunque ésa es otra alusión cultural, Martín Romaña; no, no lo es, porque Rimbaud está perdonado y la frase es suya, y tú sigue adelante sin preguntarte tantas cosas y mira, ya vamos llegando a la sede, adentro con todos, gesto y sonido y… Señor qué desea usted.

—Shiii, gesto y son…

—Mire, señor, si quiere ir a manifestar, vuélvase usted al Odeón. Ésta es una escuela de jóvenes sordomudos y aquí el que manda soy yo, y no quiero tener que llamar a la policía.

Todo esto mientras los muditos iban entrando a sus aulas obedientísimos, casi no gesticulaban, y emitían tan sólo esos soniditos que ellos no logran escuchar. ¿Qué hacer, Lenin? No te deprimas tanto, Martín Romaña. Mira cómo tiemblo íntegro, Lenin, hay que hacer algo rápido, por favor. Yo creí que iba a encontrar a Inés, Lenin, mejor aún, creí que Inés me iba a encontrar sloganizado al máximo, gesticulante, sonoro y en blue jean. Lenin, nos hemos alejado mucho del Odeón. Fuerza canejo, fuerza Romaña, al Odeón corriendo y a soltar un gran slogan. Partí, llegué, y creí que iba a gritar bien fuerte mi slogan, hasta lo sentí salir del fondo de mi alma, bueno, la verdad es que lo sentí salir del fondo de la hondonada vacía y nada más, y tal vez por eso nadie me oyó cuando gesticulé con sonido de sordomudo y temblando íntegro: ¡La religión para los ricos, el opio para el pueblo! Un hijo de puta manifestante me miró como se mira al loco de al lado, mierda, si estaba prohibido prohibir, por qué demonios a mí no me dejaban volverme loco temblando tranquilo. En cambio desmayarse tranquilo sí parece que estaba permitido porque en ese instante me fui de bruces con náuseas al suelo, y tuve que recogerme temblando solito mi alma porque partían rumbo a no sé dónde los manifestantes, no tardaban en aplastarme y yo ahí tratando de incorporarme del K.O. de los gesticulantes sonoros, mierda, se me han pegado al alma los sordomudos en pleno mayo del 68, qué van a hacer, cómo van a hacer, y sobre todo qué hacer, Lenin.

Me lo dijo Adela, porque en todo caso Lenin no me dijo nada, haz de tripas corazón, Martín Romaña, sí, sí, quede constancia, sí, conste que tienes un sentido gregario tan bueno que ni siquiera te has dado cuenta de que eran sordomudos los compañeros de la primera gran manifestación liberatoria de tu vida. Pero de todos modos ahora a casita, Martín Romaña, a ver si allá paras de temblar y logras comunicarte con Inés y le ruegas que te saque a manifestar con su gente, después de todo eran tus amigos, ¿no?

La respuesta a esta importantísima pregunta la tuve a las tres de la mañana de mi insomnio tembleque en el fondo de la hondonada vacía. Ahí andaba yo contándole mi historia gesticulante a Inés, que no llegaba, que no llegaba, llega, por favor, Inés. Y llegó la condenada, pero cuánta gente traía, todos los grupos del Partido unidos, amigos y simpatizantes por montones, caras nuevas, caras conocidas, y Lagrimón en un impresionante estado de irrigación y jadeo. Bibí ladraba como loco, el monstruo de mierda gritaba que se le hundía su departamento, Inés se cagaba en el monstruo y yo ahí en el fondo de la hondonada preguntando si habían tomado el edificio por asalto o qué. Nadie me respondía, nadie me sonreía, no parecían reconocerme siquiera. Qué hacer, Lenin, todo el mundo jalea aquí, al pie de mi cama, todos me miran con ojos acusadores, (|ué he hecho, cómo contarle a tanta gente lo que me ha ocurrido, qué hago, Lenin, ¿les invito a café, vino, o les leo el desenlace de la novela?

Inés habló con la bizquera probablemente enfocada en los cincuenta mil obreros que, según ella, marchaban hacia París. Ni una sola gota de beso en su rostro.

—No sé si me das más pena que asco, Martín. Durmiendo como una mujercita mientras cincuenta mil obreros están por entrar a París.

—Inés, no estaba durmiendo, vamos un rato a la terraza y te cuento, yo también he estado manifestando, Inés, sólo que… vamos a la te…

—Sólo que el gran burgués manifiesta con horario fijo. ¡Tú te has creído que esto es turismo o qué!

—Cambiemos de tema hasta después de la revolución, Inés…

—¿O sea que esta revolución se va a acabar? —Ése fue el hijo de puta de Mocasines.

—No sé si alguno de ustedes quiere escucharme, pero he estado oyendo la radio hasta hace una hora y nadie ha dicho nada de esos cincuenta mil obreros. Deben ser bolas que corren por las calles.

—Éste sí que toma sus deseos por realidades. —El hijo de puta de Mocasines, otra vez.

—Sólo quería decirles que la radio lo va transmitiendo todo y que…

—Y tú te pasas la revolución echado en la cama; cojonudo el tipo: escucha la revolución por radio.

—Por favor, sáquenme a esta mierda con mocasines de encima y me vuelvo Lenin, si quieren.

—Martín —dijo Inés—, los obreros van a llegar dentro de unas tres horas y aquí todos necesitamos descansar y dormir un poco.

—Difícil con los ladridos del monstruo y de Bibí. Y además, cuidado, que no tarda en llamar a la policía.

—Déjala que se atreva.

—Es muy capaz de atreverse, Inés, cuidado.

—Bueno, Martín, ya basta de miedos; sal de la cama para que puedan echarse algunos camaradas; los demás pueden descansar en el suelo. Tú anda preparando café para dentro de un par de horas.

—Momento, caballeros; mi cama es mi cama y de aquí no me saca nadie. ¡Qué tal concha!

—Martín —intervino Lagrimón, irrigadísimo, y con los bolsillos del saco y del pantalón llenecitos de libros con mucha cultura—, esa cama puede ser necesaria para fines más importantes. Ya es hora de que vayas resolviendo tus contradicciones.

—Para contradicciones, las tuyas, viejo, que lees y estudias hasta cuando manifiestas. Creo francamente que en vez de tanto libro deberías tener unos adoquines en los bolsillos. ¿No sabes que gran parte de este asunto es contra la universidad, contra la cultura?

Tardó días en secarse el lagrimón tan enorme que Lagrimón dejó caer sobre la alfombra. Y los cincuenta mil obreros de Inés siguen tardando años porque hasta hoy no han llegado a ninguna parte. Y por eso, y por aquello, y por lo otro, yo no tardé nada en convertirme en ese ser abyecto que gritó que ni con mandilito salía yo de mi cama a servirle cafecito a nadie. Una vez más, eso sí, logré desviar el escupitajo hacia la cara de Bryce Echenique, a quien imaginé en voz alta durmiendo tranquilamente para poder seguir escribiendo al día siguiente. O en las barricadas, si le daba la gana, pero jamás enfrentado a una partida de imbéciles tan grande. Unos veinticinco tipos querían descansar en mi cama entre ladridos de perro y de monstruo, unos veinticinco tipos que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo afuera creían estar haciendo la revolución infiltrándose cojudamente en un problema conyugal. Banda de pelotudos, o sea que sacar al pobre Martín Romaña de su cama era un paso adelante. Pues no lo era, era cincuenta mil pasos atrás y váyanse con Inés y con su música a otra parte y si quieren yo voy con ustedes porque me provoca y me gustarla y porque también quiero estar en la calle pero sin mandilito, por favor…

En fin, tal vez me lo merecía por hablarles con tan exagerada franqueza, pero lo cierto es que fui enviado a la mierda en coro, y de más está decir que el director del coro era bizco. Burguesísimamente me metí la lengua en el culo, encendí la radio para ver si por casualidad llegaban cincuenta mil obreros en marcha a París, ojalá, lo deseaba tanto por Inés, en aquel momento, y después ya qué me quedaba más que enterrarme vivo en la hondonada y espantar lo peor de la tristeza con alguna idea divertida. La verdad, se me vino una idea realmente cojonuda y empecé a vivirla como si la estuviera viendo en el cine: Llegan los cincuenta mil obreros, Inés escupe (bueno, ya más tarde tendré que ver cómo meto aquí a Bryce Echenique, para desviar hacia su cara ese escupitajo), Mocasines sonríe, Mocasines sonríe, Mocasines sonríe y Mocasines sonríe, los muchachos de mi ex Grupo empiezan a entusiasmarse, es el alba, ya se divisa la marcha obrera que se acerca a una de las puertas de París, los rostros empiezan a perfilarse, Mocasines sonríe menos, los rostros se han perfilado del todo, Mocasines sonríe cada vez menos, hasta que al final los muchachos de mi ex Grupo empiezan a aturdirse y Mocasines no sonríe nada porque Carmen la de Ronda, Paco, Giuseppe, Paolo, Francesco, Renée, Rolland resucitado, Marie, la belleza mudita y proletaria, y su esposo, están entre los abanderados de la gran marcha obrera que va llegando a París, ya Mocasines no sólo no sonríe sino que tiene una mueca amarga en la cara porque estos obreros son obreros pero son los del techo de Martín Romaña y son sus amigos, claro, lo primero que hacen los obreros que son concretos y no abstractos y que muchas veces en vez de leer a Lenin invitan a almorzar a Martín Romaña y a Enrique Álvarez de Manzaneda, es preguntarles precisamente si tienen noticias de esos dos grandes amigos, señores, por qué no contestan, cómo, ¿no se acuerdan de nosotros?, claro, ustedes nunca fueron muy comunicativos con nosotros, leyendo y leyendo no más se la pasaban, según parece, pero que ello no impida ahora que nos cuenten cómo están Martín y Enrique…

Era tan linda mi idea, tan antiinsomnio, que empecé a adormecerme y todo, aunque no creo que hubiese logrado realmente dormirme porque a Inés no sabía cómo ponerla con su escupitajo y su bizquera, y más bien con este problema empezaron a entrarme unas ganas espantosas de correr hasta esa puerta de París y gritar que en el fondo siempre habíamos estado de acuerdo, que el problema había sido tan sólo teórico, que ahora ya no existía porque estábamos en la pura práctica, en la mismísima acción, con lo cual empecé a sentirme como si nunca hubiese pasado una noche íntegra sin dormir, despiertísimo, contento, alegre, eufórico, y también con una de esas superagradables erecciones matinales, sí, sí, se me había parado incluso, y en ésas de euforia andaba con mi propia película cuando de pronto sentí que en la oscuridad y entre las noticias que iba dando la radio Inés me ponía la mano sobre el hombro. Pero cuando voltée a besarla, no era Inés, qué va, a mí me suceden cosas exageradísimas pero casi nunca lindas. Era Lagrimón, en un impresionante estado de irrigación.

—¿Y tú qué mierda haces aquí, Roberto?

—No te has dado cuenta, pero aquí he estado todo el tiempo. No me fui con ellos. Tenemos que hablar, hermano.

Casi le pregunto si quería hablar de mis contradicciones o de las suyas, y si deseaba que nos instaláramos en los silloncitos de nuestras secciones psicoanalíticas, pero no, no era el momento. No era el momento porque la soledad deja demasiado tiempo libre y hay que ocuparlo en algo, y porque a mí en ese instante me hizo comprender el goce tristísimo en que había andado metido con el asunto de mi película, qué más prueba que el haber terminado con la mano de Lagrimón y no la de Inés sobre el hombro. Decidí, pues, meterme tanto sentido del humor donde podrán imaginar, entregarme a la compañía de alguien que estaba dispuesto a hablar sin gritar, y terminé preparando café previo al diálogo mientras iba sintiendo con amargura cómo se derrumbaba una cinematográfica esperanza entre mis piernas. Qué bestia, a lo que he llegado para comunicarme con Inés, caso agudo de soledad, mejor enfrascarme en lo que sea con Lagrimón.

—Hay problemas en el Grupo —me dijo, mientras yo observaba la impresionante cantidad de libros que había logrado meterse en los bolsillos. Parecían adoquines para barricada.

Dejé pasar la oportunidad de mi vida, que consistía en preguntarle si me estaban extrañando mucho o qué. Pero no, nada con el humor, Martín Romaña, déjalo donde está.

—¿Qué pasa con el Grupo, aparte de que hasta hoy no han lanzado el globo y de que Mocasines entra y sale de las barricadas con los mocasines cada vez mejor lustrados?

Lagrimón me miró desamparado y preguntante al máximo, con lo cual comprendí que ignoraba por completo no sólo quién era Mocasines sino también de qué diablos estaba hablando yo; no podían ser más distantes nuestras visiones del mundo.

—No te preocupes —le dije—, me refería a Iván Ilich y a una de esas corazonadas mías que más vale no explicar ahora.

—Mira, Martín, yo no les veo pasta a los muchachos del Grupo; tampoco a los de los otros grupos. Yo he estado en el ajo, Martín, sé lo que es la cosa en el Perú. Yo mismo ya estaba cansado, soñaba con estudiar, con leer, con aprender.

—Sí, estabas cansado, no te preocupes por eso. Tampoco creo que debes preocuparte mucho por la gente que hay en París. Tal vez haya otra mejor en partidos o grupos que desconocemos, pero a mí se me hace que los de a verdad están allá, viejo. O llegan por aquí deportados y se van no bien pueden. Nosotros no somos más que la mala conciencia que deja el paso de esa gente, un instante de sensibilidad social, y sobre todo una vieja tradición francesa según la cual todo latinoamericano en París tiene que ser de izquierda. Tal vez lo seamos todos, pero ello no hace de nadie un verdadero revolucionario. A mí no me vengan con cuentos, la revolución no se hace con becas para estudiar administración de empresas, ni con mocasines, ni con las ganas que tienes tú de ser el discípulo predilecto de Lacan o algo así. Perdona, Roberto, pero esta mañana no ando de muy buen humor que digamos.

—Pero esos muchachos son buenos, tienen fe; fíjate tú en tu compañera Inés, tiene una fe ciega.

—Sí, ya la he notado; no te imaginas la cantidad de veces que ha pasado sobre mi cadáver sin darse cuenta.

—Inés tiene sus problemas, Martín; hay varios muchachos en el Grupo que han querido…

—Qué horror, Roberto; con razón que bizquea tanto. Pobre Inés…

De más está decir que a estas alturas del diálogo, Lagrimón y yo estábamos hechos un par de lagrimones.

—El Grupo se está descomponiendo, Martín; ya no analizan las cosas, corren de una barricada a la otra y lo que más les emociona es la posibilidad de levantarse una francesita…

—Humano, muy humano; sobre todo si han estado tratando de tirarse a Inés que es su mejor amiga. Mira, Roberto, tú no sabes las infinitas posibilidades de aventura amorosa que ofrece militar en grupos latinoamericanos, basta con ponerse boinas con estrellas a lo Che Guevara, mientras el Che anda sabe Dios dónde jugándose la vida con la gente de a verdad. Igual en el Perú, viejo; nosotros no somos más que la retaguardia emotiva y retórica de los que murieron con Heraud, con De la Puente, con Lobatón. Nosotros no somos más que una especie de moda de mierda, Roberto, una moda de mierda con sus pendejos, sus oportunidades, sus maravillosas Ineses, sus cansados Robertos López, sus Mocasines… Mocasines es el nombre con que mi odio silencioso ha bautizado a Iván Ilich, por si acaso, —Sí, ya te voy entendiendo. Hay casos así. ¿Sabes que León se ha declarado trosko?

—Como su apodo lo indicaba desde hace un par de años.

—Y otros se están dejando crecer el pelo y ya ni leen ni nada.

—Bueno, pero ése es el asunto del día, Roberto. ¿Has visto los slogans, has visto las cosas que pintan en los muros?… Ten la seguridad de que aquí agarran viaje folklórico miles de latinoamericanos; de este asunto salen parejas nuevas, culeaderas inesperadas, parejas que se van al carajo, conjuntos musicales, hippies andinos y costeños, qué sé yo. Roberto, todos estamos despistadísimos, y no te cuento la manifestación en que me metí anoche, porque me pongo a llorar a mares.

—¿Tú has estado manifestando, Martín?

Qué tal concha; o sea que estos huevones me creían incapaz hasta de salir a la calle. Pude putear, pude inventar, pero preferí ser honesto.

—La verdad es que en el fondo sólo estaba buscando a Inés.

—Yo creo que Inés te va a abandonar, Martín.

—Bueno, pero que se decida de una vez… Cambiemos de tema, mejor, Roberto.

—¿Has visto a Carlos Salaverry, Martín?

—No, tengo que ir a buscarlo. Podría ser un buen compañero en estos momentos. ¿Tú lo has visto?

Instantes después, me enteré por qué casi mato de pena a Lagrimón con mi pregunta. Pero antes lo vi incorporarse con toneladas de libros en los bolsillos, dejar caer enorme su lagrimón sobre la solapa del saco, irrigarse de nuevo inmediatamente, inhalar y quedarse sin exhalar, darme la mano como hacía tiempo que no me la daba, seguir sin exhalar, abrir la puerta del departamento, empezar abrumado el descenso de la escalera, y detenerse por fin a mitad de camino, sin exhalar ahí tampoco.

—Recién estoy en Kant, Martín… Pero dentro de tres años podré hablar de igual a igual con Salaverry.

Creí que entonces exhalaría, pero cuando me asomé continuaba con el pecho inflado, y así se desmoronó prácticamente por la escalera que daba a la otra puerta, la que daba a la montañita que ocultaba la máquina del ascensor. Aún no había exhalado cuando lo perdí de vista entre ladridos de Bibí y alaridos del monstruo. Ladré también yo, aprovechando que era mayo del 68, y volví a encerrarme con un estado de ánimo que sólo lograría explicar diciendo que estuve horas comprendiendo por qué y cómo casi mato de pena al pobre Lagrimón, para lo cual me era absolutamente imprescindible rescatar mi humor, extrayéndolo del lugar en el que lo había dejado metido y metiendo en su lugar la frase inmortalmente triste que acababa de escuchar…

—Pero dentro de tres años podré hablar de igual a igual con Salaverry.

¡Qué horror!… Lagrimón recién estaba en Kant…

La radio dijo que eran las ocho de la mañana. Dijo todos los disturbios de la noche anterior, dijo que la cosa crecía y crecía, dijo de huelgas, dijo de falta de víveres, dijo del pánico de las amas de casa que amontonaban comida, dijo que el general De Gaulle se había retirado a meditar a su pueblo, dijo que la basura empezaba a alcanzar alturas eiffelianas, dijo muchísimas cosas más, que se acababa la gasolina, tal vez, no recuerdo bien, pero lo que sí recuerdo como si fuera ayer es que los obreros de Inés seguían sin llegar esa mañana de mayo a las ocho. Apagué la radio, y dije en voz alta, y con todas las palabras, que felizmente la radio no había dicho nada sobre el equivocado manifestante peruano Martín Romaña y sus sordomuditos, tras lo cual pensé que, como don Quijote, estaba listo para una nueva salida, tras lo cual me cagué de risa de mí mismo y consideré que, en efecto, que debía salir de nuevo, y que efectivamente estaba listo para salir de nuevo.

Lo cual hice y lo cual explica por qué he redactado así estas líneas. El porqué de este por qué es que hasta hoy, más de diez años más tarde, y en pleno sillón Voltaire recordatorio, se me ponen los pelos de punta, la carne de gallina, y los que te dije de corbata, a medida que empiezan a invadirme, siguiendo la cronología de los hechos, uno por uno los acontecimientos a los que dio lugar mi próxima salida, que tuvo un breve retorno, y que ya después dio conmigo convertido, poquito a poco, en algo así como un estropajo humano.