Nunca sentí tanta ternura por Lagrimón, como al verlo entrar al departamento de Carlos Salaverry. No sé, pero lo cierto es que de golpe sentí incluso aquel atroz remordimiento que lo agarra a uno a veces al darse cuenta de que una broma ha ido demasiado lejos, que ya no es broma, que la hemos convertido en burla, en escarnio. Es un recuerdo infantil el culpable de estas angustias. ¡Qué recuerdo ni qué ocho cuartos!, es un verdadero trauma infantil el culpable de estos insoportables malestares que me sorprenden así, en lo mejor del buen humor. Una tía vieja y buenísima era la encargada de bañarme cada noche. Al agua patos, me decía siempre, al cogerme por los brazos para que no me fuera a resbalar mientras entraba a la enorme tina. Total que a mí eso se me grabó y los patos eran unos animales que debían estar siempre en el agua. Y no sé a quién se le ocurrió, para mi desgracia, traerme unos patitos de regalo. Un atardecer me dejaron solo en el patio con los patitos y yo dale y dale con que no se salieran de su batea, mientras los pobrecitos insistían en salirse muertos de frío y con sus plumitas hechas un desastre de color amarillito tembleque, qué sé yo si de nervios o porque los estaba matando de tanto estarlos metiendo de nuevo al agua. Ya era de noche cuando apareció la cocinera en el patio donde yo seguía poniendo en práctica el refrán de mi tía, que era muy muy piadosa. Horror. Nunca me han llovido más gritos en toda mi vida, y de instancia en instancia, además, porque la cocinera me pasó donde el ama de llaves y ésta donde la culpable del refrán y mi tía con su rosario donde mi madre y de ahí todavía donde mi padre que llegaba tan cansado del trabajo. Debo haber tratado de balbucear varias veces algo tan lógico como mi profundo amor por unos patitos que no estaban cumpliendo con las indicaciones de mi tía y que por lo tanto estaban en peligro de morirse o algo así, pero al fin de las abrumadoras instancias no me quedó más remedio que salir de nuevo al patio llorando por unos patitos que mi maldad, no hay otro nombre para lo que ha hecho este niño, probablemente había matado. Tres bultitos amarillos acostados muertos junto a la batea. Basta y sobra.
Un día le conté esta historia al escritor Bryce Echenique y a él le interesó. Se la regalé, en vista de que yo había dejado de escribir, y tiempo después la convirtió en un cuento titulado precisamente Al agua patos. Pero a mí me sigue jodiendo todavía. Claro, es absolutamente lógico que me siga muriendo de pena al recordar que maté a los animalitos esos, no hay nada de enfermizo en ello, y está superasumida la natural tristeza del asunto, he matado a mis tres juguetitos vivos y todo eso, pero lo cierto es que ello hace que tenga siempre terror de llevar mis bromas y hasta mis acciones, en general, más allá de su intención inicial. Y por eso no falta incluso quien me habla de Herodes al ver lo indiferente que me dejan los bebes. Pero no me dejan indiferente los bebes, lo que pasa es que me hago el frío, el duro, el seco, cualquier cosa antes que cargar a un bebe y meterle un dedo al ojo o apretarlo demasiado fuerte por andar acariciándolo cariñosísimo y nerviosísimo. Culpa de los tres patitos que siempre parecen querer arrastrarme más allá de mi intención inicial. De puro desesperado.
Lo de Lagrimón no era ni siquiera una broma. Era en realidad darle gusto en su más profundo deseo. Pero ya ven, me agarró esa ternura insoportable al verlo entrar a casa de Carlos Salaverry y no tuve más remedio que buscarme cualquier pretexto para llamar a Carlos a un lado, porque Lagrimón acababa de soltar su Roberto López, señor Salaverry, a sus órdenes, y el muy bestia de mi amigo era capaz de soltarle un Carlos Salaverry, a sus marcas, listos, ya, o algo así.
—No te preocupes, Martín —me dijo—; voy a tratar de ayudarlo en todo lo que pueda. Pero acuérdate de mí, que ya tengo muchos años en Europa: el día que sustente mi tesis me lo encuentro a éste en el jurado. Acuérdate de mí.
La salida tan típica de Carlos me devolvió el buen humor. Pero ahora, en cambio, el que parecía estar sufriendo espantosamente era Lagrimón. Para empezar, la biblioteca, la biblioteca lo hizo mierda de entrada. No sé si empezó a contar los libros pero lo cierto es que se quedó parado de espaldas a nosotros, mirando y mirando de un extremo a otro y realmente como si estuviese contando la enorme cantidad de libros.
—Roberto —le dijo por fin Carlos, como diciéndole está bien que te gusten tanto los libros pero siquiera háblanos.
—Sí, señor Salaverry…
—Tutéame, por favor.
—Cómo no, señor Salaverry.
—Roberto, los libros están a tu disposición.
—Pero me han dicho que tiene usted una primera edición de Descartes.
—Manías de este tonto —dijo la esposa de Carlos, que aparecía en ese instante.
—Señora…
—Hola, Roberto, ¿cómo estás? Te presento a nuestra hijita Marisa.
Marisa besó a todos los presentes, y acto seguido se dirigió a la gran ventana que daba al Boulevard Voltaire. Allí se estuvo parada un rato, contemplando unos altos nubarrones que pasaban por el horizonte, y de regreso pronunció una frase que nos dejó a todos cojudos, a pesar de que ya estábamos acostumbrados a las genialidades de la niña.
—Papá —dijo, señalando la ventana—, mira: el cielo se va.
Iba a decir que claro, que tras la muerte de Dios ya para qué cielo, pero Lagrimón se me anticipó suplicante, hecho mierda por la profundidad de la frase.
—Edad, señora —imploró.
—Cinco años, Roberto. Pero por favor llámame Teresa.
Claro, al pobre Lagrimón era la primera vez que le tocaba escuchar una de las genialidades de la niña. Creo que fue demasiado para él, tras lo de la primera edición de Descartes. Enterró pico, largas cerdas azabache le cayeron sobre el pecho, y se quedó como muerto de tristeza en el sillón. Aprovechamos para hablar de otras cosas, mientras revivía, pero revivir le estaba resultando bastante difícil porque cada vez que abría los ojos se topaba contra un nuevo obstáculo cultural y volvía a caer abrumado, sin lograr tampoco extraer la cabeza enterrada en el pecho doliente. Pasaron horas antes de que dijera, como aterrado de haberse atrevido por fin a volver a la habitación: ¡Salaverry, cuántos lápices!
—Sí, pero basta con uno para escribir —dijo Teresa—. Lo que pasa es que éste cada día adquiere una manía nueva.
—Faltas a la verdad, Teresa —dijo Carlos—; cada día adquiero tres manías nuevas. Y la primera víctima de ellas soy yo.
—No, hijito, la primera víctima soy yo que tengo que andarte tajando los lápices.
—Es que debe subrayar mucho cuando lee, señora —soltó Lagrimón, en defensa de la filosofía.
—Oye —le dije—, ¿por qué no le cuentas a Carlos tus proyectos en Europa?
—Bueno, señor Sala… Bueno, Carlos… ¡Carajo!, hay que ser amigos, ¿no es cierto, Salaverry?
—Claro, Roberto. Me contaba Martín que piensas trabajar mucho políticamente.
—Bueno, ésas son cosas que la gente ha venido exagerando demasiado, últimamente. Claro, aquí somos todos hombres de izquierda, incluso la señora, y yo quería felicitarlo por la firma que usted tan generosamente diste en apoyo de la guerrilla en el 64, pero yo ahora estoy ya bastante consagrado a este asunto tan contemporáneo desde Freud del psicoanálisis. Y he hecho mis lecturitas. Humildemente, Carlos, he hecho mis lecturitas en Lima con otros muchachos inquietos. Y alguna práctica ya la estoy llevando a cabo en París. Bueno, aquí ya Martín le te habrá contado cómo lo estoy tratando a él, humildemente.
—Sí, las cosas hay que hacerlas siempre con humildad —soltó, lapidario, Carlos, pero ya Lagrimón había empezado su carrera y quién lo paraba, que entendiera o no entendiera qué importa, nada lo pararía ya. Recordé cómo había olvidado a su padre el día anterior, al terminar la sección de psicoanálisis, y deduje que el pobre señor López se había quedado colgando para siempre en mi departamento, junto a las bombas de Lagrimón. Pero Carlos era bastante más agresivo que yo y decidió mostrarle su indignación no volviendo a dirigirle la palabra en toda la tarde, y hablando en cambio de Paredón, aquel gran cronopio de nuestra izquierda que tanto queríamos y admirábamos. Era muy pro castrista y tenía un tórax tan enorme y tan sólido que nosotros lo llamábamos Paredón. Lo habíamos conocido de niños, en el colegio, pero era un poco mayor que nosotros y la verdadera amistad había empezado un par de años antes, cuando llegó deportado a París. Paredón explicaba las cosas hasta el cansancio, no se molestaba con nuestras dudas ni con nuestras bromas, y tenía esa esposa tan bella que él quería con toda el alma. Carlos y yo nos pusimos tristes pensando que sabe Dios cuándo y cómo regresaría a París. Meses atrás, una amnistía le había permitido volver al Perú y seguir en lo suyo, en lo de siempre. Y ahora nos quedaba la impresión, casi ese sentimiento de culpa, de no haberlo frecuentado más. Pero la culpa era de él, en realidad, que siempre andaba por el mundo buscando gente a la cual explicarle las cosas hasta el cansancio.
Recuerdo siempre la naturalidad con que me explicó por qué, de sorpresa, lo habían llamado del Servicio cultural para extranjeros, y le habían propuesto una de las mejores becas que se daba a los latinoamericanos en Francia.
—Evidente —dijo—. ¡No siendo crítica la situación, el Gobierno se luce dándote becas (nunca se sabe, además, y De Gaulle es siempre De Gaulle), mientras que la policía te obliga a cambiarte de hotel cada dos días! En fin, hay que aprovechar la coyuntura, y no creerle nada al Gobierno tampoco.
Y recuerdo muchas de las cosas que evocamos con Carlos aquella tarde, mientras Lagrimón iba programando su carrera, muy probablemente. Nos matamos de risa al recordar ese enorme número 2 rojo que habíamos descubierto una noche, colgando de la pared, en la habitación de Paredón. Carlos y yo nos mirábamos como diciendo le preguntamos o no. Le preguntamos, por fin, y nos dejó cojudos. Era para no olvidarse que, escribiendo dos páginas al día, habría escrito más de setecientas páginas al año, en nombre del pueblo peruano. Le soltamos, casi en coro, la siguiente pregunta: ¿Y no piensas que, en vez de obligarte a escribir dos páginas por la fuerza, cada día, puedes conseguir más cantidad, e incluso calidad, escribiendo cuando realmente tienes tiempo y te provoca? Lo dejamos boquiabierto, y logramos que descolgase el número dos de la pared. Dos minutos más tarde, los turulatos éramos Carlos y yo, otra vez. Tras una breve y silenciosa reflexión, que nosotros seguimos también en silencio, Paredón abrió el ropero y sacó un enorme paquete de terrones de azúcar. Se tragó como diez, de un solo tirón. Le preguntamos por qué. Resulta que esa noche había comido en el restaurant universitario, y que ahora, tras haber hecho el cálculo de las proteínas contenidas en la comida, había notado que el total no alcanzaba al número necesario para un hombre como él. Solución: diez terrones de azúcar. Por la revolución, pensamos Carlos y yo, pero esperamos hasta llegar a la calle para soltar las carcajadas y decir lo que habíamos pensado y quererlo más que nunca.
Un último recuerdo de estos seres tan queridos. Hace algún tiempo, durante mi último viaje al Perú, uno de esos viajes que me hizo ganar mucho y perder muchísimo, Paredón y yo nos reuníamos una vez por semana en casa de Carlos, que había regresado a Lima por el 74. Una noche nos emborrachamos mientras esperábamos que llegara Paredón. Llegó tardísimo y agotado. Estaba metido hasta el cogote en la organización de un paro nacional. Nos impresionó, como siempre, su fe, su voluntad inquebrantable. Y nos impresionó, hasta no saber qué hacer por ayudarlo, el estado de agotamiento en que se hallaba. Pero había venido a ver a ese par de huevones que lo esperaban siempre.
—¡Qué bestia —exclamó, de pronto—, estoy tan cansado que ya no sé si estoy llegando o me estoy yendo de las reuniones!
Carlos lo abrazó, borrachísimo, y soltó una de las frases más inmortales que he escuchado en mi vida. Quería ayudarlo, quería colaborar, nosotros éramos un par de borrachínes, un par de neuróticos de mierda, probablemente nos habían cagado en la infancia pero nunca era tarde para empezar de nuevo. Y ahí vino la frase.
—Hermano, dame la dirección del paro nacional y mañana te caigo a primera hora.
Lo más increíble fue que Paredón sacó lápiz y papel y empezó a anotar, mientras Carlos repetía y repetía que nos habían cagado en la infancia. No lo quise contradecir, ni siquiera ahora que escribo lo quiero contradecir, pero yo más bien pienso que a mí me fueron golpeando por todas las edades estas situaciones exageradas, bellas a veces, atroces a veces, increíbles siempre, esta navegación dificultosa que muy pronto me iba a llevar por las aguas turbias del enfrentamiento con Inés y con el Grupo (en ese orden, hasta hoy, en mis sentimientos), y que aquella soleada tarde, previa al ya lejano mayo del 68, me hizo contemplar a un Lagrimón enloquecido tras haber abandonado el departamento de Carlos Salaverry. Íbamos caminando rumbo al metro, por el Boulevard Voltaire…
—Salaverry es el hombre —dijo, de pronto, Lagrimón. Y partió la carrera gritando—: Avanza el equipo peruano… para la pelota Joe Calderón, Calderón pasa a Alberto Terry, Terry a Barbadillo, Barbadillo driblea a uno, dos hombres, parte la carrera velozmente por el lado derecho del campo, se filtra peligrosamente, driblea a uno, dos, tres hombres más, se dispone a centrar, centra, viene la pelota, surge como una tromba Valeriano López… cabecea… y… ¡Gooooooooooool peruaaaaaano goooooooool pe!…
No pudo contener la emoción que le causó nuestro gol, y dio un gran salto para pegarle un sensacional porrazo a un aviso luminoso. La gente contemplaba el mundial despavorida. Yo, por supuesto, no lo conocía, en mi vida había visto a Lagrimón López.