SOBRE HÉROES Y ANTIHÉROES: MAYO DEL 68 EN MI SILLÓN VOLTAIRE

A título de información general, y a riesgo de que se me tome por el más grande de los repetidores de palabras, voy a decir lo que tantas veces se ha dicho y escrito en Francia sobre mayo del 68. Es decir, que nunca se han dicho y escrito tantas cosas sobre un acontecimiento social como las que se han dicho y escrito en Francia sobre mayo del 68. Y esto es lo mejor que se ha dicho y escrito sobre mayo del 68. Se mataron constatando, desde sociólogos hasta moralistas, para beneplácito de la industria editorial, que también tradujo libros con elaboraciones previas y hasta definiciones anticipatorias elaboradas por visionarios de otros países, para breve, balbuceante, y por qué no, profunda ilusión de una juventud, no toda, tampoco, no se lo vayan a creer, que habiendo abandonado en la medida de lo posible el caducado hogar, sólo retornaba muy de vez en cuando a él, y más que nada para atacar la agresiva refrigeradora de la abundancia. Pero el pájaro azul había muerto de aburrimiento glacial.

Es mi entristecida opinión, en aquello de la refrigeradora los muchachos no llegaron hasta el fondo de su copa de champán. Son palabras de tango, pero cuando uno manda a la mierda a sus padres no es normal continuar manteniendo relaciones afectivas con su refrigeradora. Genera mucha neurosis. Pero la espada y la pared vienen cuando hasta las revistas de izquierda publicitan con colores que no existen refrigeradoras más dolorosas que las de casa, y ese auto ese estereofónico ese paraíso ese trópico y ese doloroso taparrabos que compraremos o robaremos sin llegar a ser esa otra chica (debió ser por eso que Euphemie decidió volverse fea. En todo caso, una noche soñé con una muchacha que necesitaba a gritos en una tienda. Necesitaba a gritos en una tienda, insisto, y no el taparrabos que había visto en la publicidad de imposibles formas y colores sino el deseo de ser lo que había visto). Se genera mucha infelicidad y violencia.

Aquello de la refrigeradora resultó muy fácilmente incomprensible para los obreros afiliados a los tradicionales partidos de izquierda. Entonces los muchachos se quedaron solos con sus slogans grupusculares mientras que los obreros fueron coherentemente crepusculares porque la verdad es que todos somos pecadores y nadie en tiempos de despelotes ideológicos está dispuesto a caminar con las pantuflas mentales hasta la refrigeradora y a abrirla y a no encontrar el televisor adentro y el automóvil en la calle. Nunca me hagan eso. Se anunciaba que el mundo fue y será una porquería y que uno es poquita cosa y que las palabras dulces serían pronunciadas por corazones sin fe.

Para retomar por algún lado el asunto del pájaro azul surgieron los charters a Katmandu o al Cuzco o a California here I come. Habían proliferado también las traducciones a las que me refería anteriormente (Mao, Hô Chi Minh, Henry Miller, Fidel Castro, Che Guevara, Malcolm X, Angela Davis, Wilhelm Reich, etcétera etcétera etcétera y al cuarto etcétera le agrego este etc…), un poco como si otra vez los bárbaros tuvieran algo que decir. Estos libros se vendían acompañados de posters y, si mal no recuerdo, el poster del Che Guevara era el que se vendía más, perdonen la tristeza. Entonces aquellos muchachos coleccionaban esos libros bajo sus posters y yo, terrible curioso de la pena, los leía. Quiero decir que me tomé el trabajo de leer sus libros. Me explico: cosas del trabajo que ya contaré algún día me acercaron a ellos y yo leía el libro o los libros que habían sido adquiridos por un joven del año 68 y siguientes. Era como leerlos a ellos porque subrayaban como locos en los primeros dos o tres capítulos, habían hojeado un par más, y el resto del libro sólo lo leía yo.

Pasaba el tiempo y sentía que un velo de tristeza iba cubriendo marginalidades y apagando miradas. Un día regresé de un viaje al Perú. Regresé en pleno invierno y tras haber abandonado un caluroso verano limeño. Pero no fue la oscuridad del frío en aquella callejuela de mi primera salida la que me hizo andar soltando en los meses siguientes que en los ojos de un ancestralmente hambreado y paupérrimo viejo andrajoso peruano había encontrado más-brillo-más-vida que en tantos ojos de veinte años y menos con que me crucé mientras iba comprando algo que traer para mi pequeña refrigeradora fea que basta con que funcione (a veces, cuando me levanto del sillón, me gusta posar ante mí mismo de rebelde nuevo, y me paso un rato contemplando mi refrigeradora, azul, chiquita y funcional. Tal vez sea mi último homenaje a Euphemie). Aquel manto de tristeza había terminado por cubrir a todo un mundo.

Yo había envidiado a aquellos muchachos. Los había envidiado con cariño, con interés, y de una manera muy sana. Entre ellos nunca necesité perder edad ni estatura, aunque a veces tal vez por costumbre me haya ocurrido. Había querido aprender de ellos el secreto de su desenvoltura inicial, porque mucho de lo que me ocurrió durante aquel famoso mayo y después me obligaba a buscar en ellos algo que a mí me faltaba a gritos. Como que quería que me contagiaran. No sé si lo logré, pero pasaron los años hasta que pararon los años aquellos y las cosas sucedieron de tal manera que de pronto un día Euphemie se colgó. La había conocido allá por el 72. La vi muy poco, siempre es demasiado poco, a lo largo de varios años. Era muy alta y muy bonita cuando la conocí. Era también una de las personas más honestas que he conocido en mi vida.

A esos muchachos les llamaban los marginales y estoy seguro de que no debió faltar un sabio pedagogo para llamarlos los nuevos marginales o algo así. Para mí, el problema es que, o eran cada vez más numerosos, o a mí la vida me llevaba por las calles que transitaban. Como siempre, he llegado a pensar, la vida exagerada de Martín Romaña. Pero también me parece que al principio estos muchachos se marginalizaban y que con el andar del tiempo empezaron a descubrirse marginalizados, en lo cual hay una gran diferencia, la misma enorme diferencia que hay entre ser triste y ser alegre. Digo ser, no digo estar.

Euphemie solía agredirme, burlarse de mí, tenerme cariño, caer por casa y sentarse con una pierna que le temblaba en el diván que está al frente de mi Voltaire. Probó muchos viajes (yo mismo le organicé uno a México, y le di la dirección de una amiga que me escribió diciéndome Euphemie tiene una cara muy moderna), probó muchas facultades, muchos amigos, muchas drogas y algunos libros. Tuvo un novio. La encontré casualmente algunos meses antes de que se colgara y había perdido por completo su belleza. Deduje fácilmente que la mala calidad de su vida y la de los paraísos artificiales que frecuentaba eran la causa de ello. La honestidad seguía igual, enorme, total. Una noche su madre me avisó por teléfono que había regresado a su hogar para colgarse, y después me volvió a llamar varias noches porque necesitaba hablar con alguien que había conocido a Eufe, a Mimí. Inmigrantes italianos, y me contó que ella le contaba a Eufe, a Mimí, que pobre y joven como fue en Italia, había conocido la risa, la alegría, la ilusión y el brillo en la mirada. Me contó que Eufe, Mimí, le decía, cuando le hablaba, no siempre le hablaba, ésos son cuentos de hadas, mamá, cuentos de hadas. Usted perdone, señor, pero mi marido se ha ido al café de la esquina y lo comprendo pero yo necesitaba hablar con alguien que haya conocido a Eufe, a Mimí. Cuando usted desee, señora. Usted perdone, señor, pero encontramos su teléfono en el único papelito que dejó Eufe, Mimí. No dejó explicación alguna, sólo ese papelito que decía mañana, vacuna, y llamar a Martín el idealista y su número de teléfono. Por eso lo llamé, señor, y le avisé que se había colgado y usted perdone que lo haya vuelto a molestar ahora pero es que. Cuando usted desee, señora… Inmigrantes italianos y les había ido bien en Francia y habían tenido esa hijita que era la debilidad de su padre, pero que la vida moderna se había llevado y ellos ni siquiera sabían dónde vivía.

Un amigo me explicó que el haberse colgado revelaba orígenes campesinos. Se quedó igualita mi pena y varias noches más casi me mata la mamá de Euphemie con ese acento. Nunca supe en dónde vivía o por dónde anduvo aquella muchacha que solía caer por aquí con una pierna temblando, para agredirme, burlarse de mí y quererme, todo al mismo tiempo. Y estoy seguro de que tampoco hubo pájaro azul alguno que buscar en su casa y ahora sí ya pasaron y pararon los años aquellos del 68, porque cómo puedo agregarle algo más a esta información general si nunca supe dónde vivía Eufe, Mimí. Los fracasos se viven, no se explican.

Paso, pues, a lo particular, con la sensación de que en este terreno me sentiré más cómodo. Si tenemos en cuenta que nunca ha habido tanto psicoanálisis en Francia como a partir de aquel famoso mayo, resulta que yo termino siendo un prototípico calibre 68, y también, por única vez en mi vida, un hombre de vanguardia, un hombre que se adelantó a los acontecimientos. Reconozco que este honor lo comparto en mucho con Lagrimón, pero no olvidemos que ya desde mi regreso de la Costa Azul, y aquello fue a fines de marzo, o sea casi dos meses antes de mayo, cada tarde a las tres me sentaban, me declaraban triste, y me hacían hablar. Yo no estaba tan triste, es la verdad, y Lagrimón tampoco era psicoanalista, ni había diván sino que cada uno se sentaba a un lado de la mesita en que ponía los turrones de mi madre y que, a escondidas del monstruo, estuvo en reparación durante las primeras semanas del tratamiento, porque mi psicoanalista la había hecho añicos cortando y salpicando trocitos de turrón a cuchillazo limpio. Después la escondía todas las tardes a las dos y cincuenta y cinco, pero igual nos sentábamos Lagrimón y yo, uno a cada lado de la mesita, porque él nunca se dio cuenta de que simplemente ya no estaba ahí. Yo le contaba mi vida, evitando de esa manera enfrentarme con los sindicatos pesqueros, con el patronato, con el Grupo, y con Inés, y Lagrimón irrigaba el ojo izquierdo, cumpliendo su deber. Verán, pues, que hasta el psicoanálisis fue en mi vida una situación exagerada.

Además, muy a menudo era Lagrimón quien hablaba. Hablaba hasta por los codos y siempre antes de empezar colgaba a su padre, ponía la bomba en la comisaría, y me anunciaba que a Francia habla llegado huyendo, es verdad, pero también para organizar dentro del Grupo tareas subversivas de amplio espectro internacional. Hablaba de los verdaderos cuadros revolucionarios, de las traiciones, del partido dentro del partido que hacía estallar a un partido, y de ahí pasaba de golpe a preguntarme si yo bebía mucho, por ejemplo.

—Muchísimo —le decía yo, por temor a que se fuera, ahora que ya me había jodido la mitad de la tarde.

—¿Y drogas?

—No se lo vayas a decir a Inés, por favor.

Se quedaba hecho mierda, a veces hasta se le derramaba el lagrimón, por lo cual yo le pedía mil consejos para evitar el trago y la droga, para evitar los problemas con Inés, para evitar el complejo de Edipo, para evitar que el Grupo dudara de la buena fe de un escéptico. No paraba de pedirle consejos hasta no ver el lagrimón nuevamente bien redondo y asomado en el ojo izquierdo.

—Vamos por partes, Martín. El trago, primero. Lo peor del trago es el vaso.

—Yo bebo en copa, Roberto. —A veces me olvidaba de su nombre y estaba a punto de decirle Lagrimón.

—Es igual. Uno se acostumbra a tener el vaso o la copa en la mano, y eso es parte de la adicción. Es una costumbre maldita, muy difícil de erradicar. ¿Tu madre bebe?

—Tiene la mano acostumbrada a la copa antes de las comidas.

—¿Del desayuno también?

—No. A esa hora reza.

—Es una mezcla extraña, Martín. Una mujer que bebe y que reza ha tenido que ser algo nefasto para tu infancia.

—Yo más bien pienso que se trata de una católica de manga ancha. Mi madre es muy liberal y muy coqueta.

—Pero a ti te ha hecho mucho daño, Martín.

—¿Cómo, Roberto? Por favor explícame cómo.

—Con dinero es muy fácil ser liberal y coqueta.

—Te olvidas de mi padre, viejo. Era el elemento catalizador más bueno que he visto en mi vida. En realidad, a veces no entiendo por qué estoy tan enfermo si lo tengo todo tan asumido en la vida. Mi padre…

—Déjalo en paz que ya está muerto. A mí la que me preocupa es tu madre, Martín.

Y se ponía a hablar, llegando a estados inconcebibles de tristeza. Una señora así, una señora que podía recitar a Proust durante horas y horas. De memoria… Una señora que hablaba un francés así. Noble, buena, fina. Una señora que, en eso tienes razón, Martín, era tan buena y tan liberal. Una señora que no había puesto reparo alguno en conversar amistosamente con él, un hombre marcado por la acción, por la bomba, por la extrema izquierda, por la comisaría, por los proyectos que traía para Francia. Porque yo, Martín, pienso ponerme muy pronto al día culturalmente y entonces van a ver esos engominados intelectuales franceses…

—Mira, Roberto, llámales más bien almidonados o apergaminados. Porque no hay un solo profesor en la Sorbona que use gomina…

—…una señora que puede recitar así no más a Proust, tan fácilmente. ¿Tú sabes lo que es Proust, Martín?

—Un genio.

—…Proust es un mundo entero, Francia, una cultura, un dios, algún día yo llegaré a leer a Proust… Una señora que viaja hasta Francia para visitar la casa de Proust, tanta delicadeza, ese señorío, esa educación privilegiada que en el Peni sólo llegará con el socialismo…

—¿Pero entonces por qué me ha hecho tanto daño a mí mi madre, Roberto? Por lo pronto, por el lado de Proust no parece haber sido. ¿Por la copa? Pero si a duras penas se toma un par de tragos antes del almuerzo y de la comida… Aquí bebió… que no nos oiga Inés… porque no se sentía bien.

—…una señora que se toma sus copitas antes de cada comida no revela más que ese refinamiento de tu señora madre, esa ternura, ese conocimiento de Proust, ese dominio de la cultura francesa.

—También habla y lee correctamente inglés…

—…una señora… Ya ves cómo también domina la cultura anglosajona. Yo tengo que ponerme al día, Martín. ¡Conchesumadre! El tiempo perdido. La puta acción y la puta bomba que no le deja tiempo a uno para… ¡La puta que lo parió! —Aquí Lagrimón pegó un porrazo con el puño sobre la mesita. La mesita no estaba pero igual el puño quedó satisfecho—. Una señora que ha podido perder todo el tiempo que se le antojaba y que sin embargo ha luchado por dominar íntegras las culturas francesa y la anglosajona. Y que a ti te ha transmitido todo eso. Tu madre es una santa, Martín. De ahí te vienen a ti el complejo de Edipo y el del vaso…

—Copa, Roberto.

—…que es el más difícil de erradicar. Más difícil aún que la desintoxicación del alcohol. Más la droga. Martín, puedes llegar a convertirte en un drogadito.

—No te preocupes, Roberto; jamás llegaré a ser un drogadito. —Gocé no corrigiéndolo.

—…una señora que te ha hecho leer a Proust… ¿A quién más has leído, Martín?

—Pascal, Racine, Moliere, Corneille, Malraux, La Fontaine, Proust, cinco veces, Hemingway en versión original, Miller, Cicerón, Plutarco, Freud, Marx, Engels, Mao, Trotski —noté que Lagrimón empezaba a perder interés, o sea que volví a la cultura de mi mamá—, Maupassant, Maeterlinck, Anatole France, Madame Bovary, Stendhal y El principito de Saint-Exupéry. —Le dije La Gioconda, para probar, y también me lo aceptó.

Fue una de las sesiones más desgarradoras de mi vida. Roberto Lagrimón López estaba deshecho. Había literalmente enterrado la cabeza en su enorme pecho oprimido, y se le habían venido abajo, entre otras cosas, largas mechas de pelo muy negro y brillantes. Y ni que decir de su estado de ánimo, todo lo contrario de brillante.

—Cultura —dijo— psicoanálisis —dijo— filosofía —dijo. Nunca había escuchado pronunciar estas tres palabras en el fondo de un pozo muy hondo y sin soga—. Filosofía —repitió.

Como que revivió con la palabra filosofía. Levantó la cabeza, y de un sacudón logró que todas las mechas negras volvieran perfectas a su lugar. Quedó prácticamente listo para una fiesta.

—¿Has oído hablar de un compatriota que se llama Salaverry, Martín?

—¿Carlos Salaverry? Es un gran amigo. Estudia Filosofía.

—Dicen que ése sí que sabe mucho. Dicen que hay que pedir cita para verlo. A esa gente hay que ganarla para la revolución. Dicen que es el discípulo predilecto de Heidegger y que hay que pedir cita para verlo. Dicen que es muy serio. Dicen que hay que pedir cita para verlo. Yo no me atrevo porque dicen que es muy serio.

—Cuando bromea, sobre todo. Por ejemplo, él dice que Heidegger es uno de los tipos más aburridos que ha conocido en su vida, y que en cambio el hermano, que es empleado bancario y juega fútbol, es un tipo realmente cojonudo.

Nunca vi a Lagrimón tan desconcertado en mi vida. Salaverry contra Heidegger, qué era eso, qué pasaba. Y lo peor del asunto es que yo ya no daba más de tristeza, de abatimiento. A veces quería tanto a ese imbécil que tarde tras tarde me estaba jodiendo la vida. Había llegado a mí, a mi madre, por mí, y ahora quería llegar a Salaverry. Había puesto bombas y era valiente y estaba cagado por un lagrimón, y la muy tonta de Inés, otra imbécil mi adorada Inés, creía que yo necesitaba que ese experto en desgarramiento dialogara conmigo y me ayudara a salir adelante. Yo también hubiera querido gritar la puta que lo parió y pegar un puñetazo en la mesa, pero pertenezco más bien del todo al tipo no agresivo y a eje tipo todavía peor que aun cuando decide volverse loco un rato sabe que la mesita no está ahí.

—Lagrimón —le dije, con el alma, porque llamarlo por su apodo podía incluso rejuvenecerme. Para mi asombro, no le importó un repepino que le dijera Lagrimón, o sea que arranqué de nuevo—: Mira, Lagrimón, Salaverry es íntimo amigo mío y tan buen humorista y filósofo como para dejar que corra por ahí la bola de que se necesita cita para irlo a ver. Como no faltan pelotudos que se la creen y le piden cita, él se la niega porque para qué le vas a dar cita a pelotudos, ¿no? Esta noche lo llamo y mañana vamos a verlo a las tres.

Han pasado más de diez años de aquello y todavía no logro explicar cómo me miró Lagrimón. Sólo sé que aquella tarde se olvidó de descolgar a su padre y de llevarse su bomba y su soga. Pero antes de partir, y como quien agradece, porque en su mirada había habido mucho de agradecimiento, eso sí, tuvo la increíble concha de decirme:

—¿Y la sección de mañana?

—La sesión de mañana la dejamos para la sesión de pasado mañana.

—Pero tu tristeza se está agravando, Martín. No veo aún resultados positivos.

—Mañana contagiamos a Salaverry y así nos vengamos un poco del mundo, Lagrimón.