Quien la hubiese visto inhalar tres veces, en busca de los más profundos suspiros, uno ante el Hotel Plaza Atenea, otro ante el Ritz, y el tercero, el peor de los tres porque el establecimiento estaba en franca decadencia, ante el Grand Hôtel du Louvre, habría dicho que mi madre se disponía a recitar las coplas de Jorge Manrique en plena calle. Pero en realidad, lo único que dijo, y muy discretamente, fue: Ya no son esos tiempos, pensando sin duda alguna en la vidaza que se había dado antes de la muerte de su papacito. La noté más demacrada que nunca, y me dio pena que en este viaje a Europa la hubiésemos puesto a roncar en un hotelito apenas estrellado, junto a nuestro departamento, para tenerla al alcance de la mano. Las evocaciones con el cholo buenmozón, como ella insistía en llamarle a Lagrimón López, cayeron en el más cruel de los olvidos, no bien puse en marcha el automóvil que nos llevaría hasta Illiers, y hasta la casa de su verdadero hijo literario, o sea Marcel Proust. Partíamos todos elegantísimos, gracias a las generosas compras de mi madre, que nos había vestido para tan importante acontecimiento, y para varios años más en Europa, también, que era lo que a mí me interesaba y lo que a Inés le había fastidiado un poco, probablemente porque en el Grupo la iban a piropear en vez de mirarla con ese temeroso respeto que siempre despertó entre los camaradas. Nunca podré quejarme de la austeridad con que Inés vivió a mi lado. Claro, era tan guapa que cualquier trapo le quedaba bien, pero la verdad es que su actitud fue siempre la de una mujer a la cual lo único que le interesa, en materia de ropa, es que su esposo lleve los pantalones bien puestos. No lo logró muy a menudo, la pobre, porque en el fondo yo siempre supe que me prefería tal cual era, que su lado protector amó siempre al protegible, incluso al estrangulable, al travieso, al arrepentido, al que acababa de portarse pésimo, al intuitivo y al bromista irredimiblemente dubitativo, al cual, por haberle sido siempre así, o sea fiel a lo que ella realmente amaba, un día se llevó de encuentro, pasando incluso por encima de ese cadáver exento de orgullo y con el nudo de la corbata por los suelos que era yo, tras haberme sometido a una especie de crítica de la razón pura y mil cosas más que siempre me ocultó y que ojalá hubiese descubierto yo a tiempo.
Mi madre suspiró tres veces más aquella fría mañana: una, al divisar el letrero que indicaba que a Illiers se llegaba torciendo a la derecha, otra al entrar a Illiers, y la tercera, la peor de las tres, porque Marcel había suspirado tanto ahí, con esa asma terrible, pobrecito, al detenernos ante la casa del genial escritor. Nunca la había visto tan demacrada en mi vida, pero shiii…, pues la noche anterior, no sé si porque me vio tan bonito con toda mi ropa nueva, o porque también ella estaba al borde de recurrir a las sanguijuelas, Inés había aceptado hacer el amor con alguien que sólo deseaba a su madre, y por consiguiente yo ahora ni pío porque a lo mejor esta noche me liga de nuevo.
No me ligó más que un pesadísimo sermón laico, por la forma en que me había comportado en la casa de Proust. Qué diablos me importaba a mí que mi mamá se pasara tres horas citando uno tras otro miles de párrafos de ese escritor, para asombro del pobre viejito guardián, que había conocido a las sobrinas de monsieur Proust y todo, pero que no lograba estar a la altura de los interminables conocimientos de esa señora tan generosa en las propinas y que provenía de allende los mares.
—Del Perú, monsieur.
—Ah oui, madame, yo tengo un primo que vive en Argentina.
Qué diablos me importaba a mí que mi mamá se arrancara otra vez con las parrafadas y los comentarios a las parrafadas y que le pagara al viejito para que le abriera y le volviera a abrir por décima vez la reja haciéndole sonar la campanita para que ella sintiera, por enésima vez, lo que sintió Proust, y se mandara otra parrafada en medio de los más escalofriantes suspiros bañados con crema de ternura.
—En el Perú, entre la gente que yo conozco, se idolatra a Proust, monsieur. Claro, hay mucha gente que no sabe ni siquiera leer en el Perú, pero entre nosotras le llamamos Marcel a secas. Pobre Marcel, si supiera cuánto se le quiere en el Perú.
—Ah oui, madame, yo tengo un primo que vive en Argentina.
Y, por último, qué mierda te importa a ti que tu mamá prefiera a Proust y que ni siquiera desee leer un párrafo de tu novela porque no se ocupa de su podrido mundo. O es que es ese mundo el que te interesa a ti y te estabas muriendo de celos… Te niegas a que tu madre deje de mirarte un solo instante. Porque estoy segura de que todo no era más que un asunto de cordón umbilical, Martín.
—Inés, mi madre no se siente bien, y esta mañana sí que hacía un frío de la patada en la casa esa de mierda.
—Pura imaginación tuya, Martín. Tu madre está perfectamente bien. ¿Qué más pruebas quieres de ello? Se aguantó cinco horas seguidas en casa de Proust y después estuvo dos horas más paseándose por el pueblo y por los senderos que recorría el escritor. Casi mata al viejo, casi nos mata a los dos, también. ¿Qué más pruebas quieres, Martín?
—Sí, pero ahora debe estarse soplando una botella de whisky en el hotel.
—Déjala que se mate bebiendo, si quiere; es cosa suya.
—Inés, trata de pensar que…
—Mira, si quieres pasarte la noche con ella en el hotel, anda no más; por mí no te molestes. Con tal de que mañana no se olviden de recogerme para ir a la Costa Azul.
Bueno, nada de hondonada, por aquella noche, o sea que destapé una botella de vino, y tras haber brindado por la Inés que antes me quería, me comprendía, y me necesitaba sexualmente sobre todo, me dispuse a continuar la bronca.
—No sabía que tenías tantas ganas de ir a la Costa Azul. O es que a lo mejor temes perderme en brazos de mi madre.
—Mira, Martín, tengo tanto derecho como ustedes a conocer la Costa Azul.
—La Costa Azul es de derecha, Inés.
Nunca se me ha odiado tanto en la vida.
Veinticuatro horas más tarde tomábamos el tren más elegante de Francia, o sea el más elegante que había tomado en mi vida, porque trenes de lujo sólo había tomado en el Perú, y sólo cuando mi padre pagaba el billete, además, pero es sabido que el mejor tren del Perú equivale más o menos al peor de Francia, siendo esto parte integrante de lo que las Naciones Unidas dieron en llamar el subdesarrollo. En todo caso, el resultado para mí fue una gran erección no bien me instalé en la cama de un delicioso compartimento llenecito de botones, con los que se encendían lucecitas de tantos colores y matices que uno podía irlas apagando poquito a poco hasta quedarse profundamente dormido, igualito que con un buen valium. Pero conmigo no funcionó el asunto, porque tanto lujo más bien me excitaba y tendía a quitarme el sueño por completo. O sea que me dediqué, subdesarrolladísimo, a encender y apagar mil veces lucecitas lujosas, y a recordar lo mal que se había portado mi madre en el vagón restaurant, tras haberse bebido dos botellas de champán casi sola, y haber descubierto que en la mesa de atrás viajaba una especie de viudo buenmozón.
Giraba como torero que agradece a todos los tendidos, y para mi desesperación, se detenía con una más que sonriente mirada en el tendido del viudo, que parecía no haber oído hablar jamás de toros en su vida. Puse cara de mamá-por-favor, pero Inés me la quitó poniéndome cara de Edipo-por-favor-deja-que-tu-mamá-se-divierta. Y cuando volví a poner la misma cara entre angustiada y suplicante, Inés me dijo que dejara en paz a mi madre, es una mujer libre, Martín, con lo cual sólo logró que la mujer libre pidiera tres cognacs de los que tomaba su papacito y girara nuevamente demasiados grados para su edad y estado, hasta llegar tan agotada como sonriente al tendido del viudo, que seguía sin entender ni papa de lo que ocurría en el ruedo.
—Es un necio —dijo, por fin, mi madre.
Aproveché para pedir inmediatamente la cuenta y para sacarla lo antes posible del vagón restaurant, dándole gracias al cielo porque en los trenes no hay sala de baile o algo por el estilo. Nadie tan indiferente le pasó jamás a su lado al viudo del tendido, con lo cual todos ahí se dieron cuenta de todo, menos el ofendido y mi mamá, que andaba en un estado muy cercano al yo-te-estimo, estado este que en ella equivalía, fruto de la educación, a recordar algún párrafo de Proust que horas antes se le había olvidado un poquito. Así llegamos por fin a nuestros compartimentos, donde nos atendió una especie de oligarca peruano, al que felizmente mi madre encontró bastante huachafo y con pinta de italianón. Ése fue el señor que me enseñó el juego de las lucecitas con el que no dormí hasta que llegamos a Cannes, donde nos ayudó a bajar las maletas y a que le diéramos la excelente propina que, con la perseguidora, mi mamá estaba olvidando por completo.
Hasta hoy trato de imaginar quiénes éramos para él. Inés, con lo guapa que estaba, podía ser una Miss Sevilla de hace dos años, y ésas siempre se consiguen un marido rico. Pero ¿dónde estaba el marido rico? No era yo, definitivamente, con tanta ropa nueva pero con esa cara de ropa vieja ya marcada por el determinismo geográfico que significan un rincón junto al cielo parisino, años de restaurant universitario, una escuelita infame para ganarse el pan, más varios años en cuclillas en los wáters de hueco en el suelo que me tocaban uno tras otro. Pero lo peor de todo es que no creo que le importara mucho quién era yo. Mi mamá, que tras haberle pedido que esperara afuera mientras se desvestía, y después entra usted a apagarme estas lucecitas macabras, pero sólo cuando yo le avise, por favor, todo esto dicho con un ronco francés del siglo diecisiete, para luego pasar al más tembloroso, suspirante y largo párrafo de su vida y de la de Proust, y de ahí, dulce y suavemente, a los más espantosos ronquidos, mi mamá era quien era, porque ella misma se encargó de decírselo al bajar del tren, por si acaso hubiera pensado que una ex alumna del ya desaparecido colegio San Pedro olvidaba conscientemente las propinas, no señor, usted no sabe que el San Pedro y el Sa… No logró decir Sacre Coeur de Paris, monsieur, porque se pegó un resbalón y con las justas no se nos va al suelo.
—Hace un frío espantoso —fue lo primero que dijo, no bien logró recuperar el equilibrio.
—No puede ser, mamá —le dije, preocupado—, simplemente no puede ser. Mira, hay un sol esplendoroso.
—Todo el sol que tú quieras, Martín, pero a mí no me calienta. Y no te olvides de que soy una mujer que ha viajado mucho en la vida.
—Prueba quitarte los anteojos negros, mamá; tal vez viendo el sol logres calentarte un poco.
—No me atrevo; son unos anteojos muy grandes y en algo me protegen la cara del frío.
—Mamá —le dije, mientras comprobaba que José Antonio no aparecía por ninguna parte—, por favor haz un esfuerzo por sentir calor… Siente calor hasta que lleguemos al hotel, por lo menos.
—Es inútil, hijito, no puedo.
—Pero si todo el mundo está sintiendo calor en Cannes, mamá.
Inés nos estaba mirando como a dos casos perdidos, y yo seguía pensando dónde demonios andará José Antonio, cuando escuchamos una voz jadeante.
—¡Aquí, aquí, aquí, aquí!
Miré hacia el punto más oscuro de la estación: tenía que ser El último dandy, porque lo único que se veía eran dos enormes ramos de flores que lo tapaban por completo, y una pieza de cerámica a su lado, en el suelo.
—¡Aquí, aquí! —volvió a gritar.
—¡Sí, ya te vimos, José Antonio! ¡Pero qué haces ahí! ¡Por qué no te acercas!
—¡No puedo! ¡Tengo que permanecer en la sombra! ¡Acérquense ustedes! ¡No puedo soportar el sol! ¡Me lo han prohibido, además!
El «además» lo terminó con las justas.
—Dile que soy una señora mayor —intervino mi madre.
—¡Mi mamá se muere de frío, José Antonio!
—¡Qué le pasa! ¿Se siente mal?
—¡Tiene frío! —le respondió Inés—. ¡Debe ser porque no ha dormido bien anoche!
—Inés, ¿y a ti quién te ha dicho que yo no he dormido bien? He pasado una noche espléndida. Como cuando viajaba con mi papacito.
—¡Es que no se siente muy bien, José Antonio! —chillé, a punto de perder los estribos.
—¡Entonces vayan ustedes avanzando por el sol y yo voy saliendo por la sombra! ¡Afuera de la estación, a mano derecha, hay un árbol! ¡Nos encontramos ahí en la sombra!
—No me parece muy dandy que digamos —comentó mi madre.
—Mamá, piensa que está enfermo.
—Entonces para qué ha venido.
—Señora —intervino Inés, con la voz serenísima que usaba cuando realmente estaba harta de algo—, José Antonio tiene una enfermedad grave y extraña.
—Estoy segura que en Lima mi primo Fortunatito lo cura en un dos por tres. Fortunatito es un sabio; lo que pasa es que dicen que toma drogas y por eso la gente le tiene miedo. Pero recuerden ustedes que al presidente Benavides le quitó una tos que ni en Boston se la lograban calmar…
—Mamá, nosotros no habíamos nacido cuando al presidente Benavides le quitaron la tos y José Antonio ya debe estar llegando al árbol.
—¿Quién estará atendiendo a ese pobre muchacho? Los médicos franceses tienen fama de ser muy fríos. Mi papacito decía siempre…
—Mamá, a José Antonio ya se le deben estar marchitando las flores. Piensa además que está muy enfermo.
—Y quién le ha pedido que venga.
—Ay, señora —volvió a intervenir Inés, con envidiable serenidad y enorme realismo—: espérese no más a que le entregue su ramo de flores.
—Bueno, eso ya es otra cosa, Inés. Vamos; vamos a buscar a alguien que nos cargue las maletas. Una mujer es antes que nada una mujer y por consiguiente debe…
Del árbol fuimos a dar al bar del Carlton, saltándonos el desayuno, y adelantando peligrosamente la hora del aperitivo. Mi madre estaba realmente conmovida con el gesto de José Antonio.
—No ha debido usted molestarse en venir a la estación, señor, pero la verdad es que sus flores están tan lindas; a mí, por lo pronto, las mías me gustan más que las de Inés.
—Señora —intervino la esposa de Edipo—, yo creo que basta con que cada una esté contenta con su ramo.
Pobre José Antonio. Se había despertado al alba, se había fugado de la clínica de Vallauris, y se nos había presentado en la estación con un regalo para cada una. A mí me había traído una hermosa pieza de cerámica de la región, y ahora estaba dispuesto a alojarse en un hotelucho de los de las calles de atrás, para acompañarnos hasta que mi madre tomara el barco. Había tanto que ver y que pasear en Cannes, aseguraba, aunque claro, lo único malo era que mi madre tenía que ir siempre por el sol y él siempre por la sombra, lo absurda que podía resultar la vida por una simple cuestión de temperaturas.
—¡Oiga usted, José Antonio! —le gritó mi madre, durante nuestro primer paseo—. ¿Por qué no toma usted el barco conmigo?
—¡No le oigo, señora! —le respondió José Antonio, que nos estaba esperando bajo la sombra de un árbol.
Y es que así eran de complicadas nuestras caminatas. Él corría de árbol en árbol, o de portal en portal, descansando también a menudo en una banca que estuviese a la sombra, y nosotros llegábamos momentos después al punto fijado para continuar el diálogo.
—Perdone, José Antonio, es que no me acostumbro a que no esté usted a mi lado.
—Disculpe usted, señora, pero mire cómo sudo hasta en la sombra.
—Es cierto. ¡Qué horror! Pero, en fin, de eso quería hablarle precisamente. Le estaba diciendo, mientras llegábamos, que por qué no se viene usted a Buenos Aires conmigo.
—Señora, imposible aceptar una invitación tan generosa. Im-po-si-ble, señora.
—José Antonio —intervino Inés—, ¿por qué no aceptas?
—Claro, José Antonio —insistí yo—. Piensa qué va a ser de ti ahora que te has escapado de la clínica y que estás sin un cobre.
—Bueno, tanto como eso, no. Por lo pronto, les tengo reservada una mesa en el restaurant donde se come el mejor cangrejo de toda la Costa.
—Es usted tan amable, José Antonio. Pero mire, yo insisto en lo de Buenos Aires. Allá podemos descansar o divertirnos, según cómo nos sintamos después del viaje.
—Ya ves, Inés, que mi mamá se siente mal. Se te escapó, mamá. Le he estado diciendo a Inés que te noto muy demacrada desde el día de tu llegada.
—Bueno, confieso que es un frío muy extraño, pero ahora déjenme convencer a este muchacho. Mire, José Antonio, de Buenos Aires nos podemos ir de frente a Lima, donde mi primo Fortunatito.
—¿Fortunatito Romaña, señora? ¿El famoso drogadicto?
—Todo lo que usted quiera, pero al presidente Benavides…
—Mamá, por favor, el tío Fortunatito a lo mejor ya se murió de viejo mientras has estado fuera de Lima.
—No seas necio, Martín. Y usted, José Antonio, vaya pensándolo mientras nos espera en el próximo árbol.
José Antonio salía corriendo hasta el próximo punto sombreado, y nosotros le dábamos el alcance lo más lentamente posible, porque mi madre ya casi no podía caminar de lo demacrada que estaba y del frío que tenía. Total que de árbol en árbol, o de banca en banca, por fin llegamos al restaurant en que se comía el mejor cangrejo de toda la Costa. Pedimos que se nos cambiara la mesa que José Antonio había reservado, y optamos por una de las que había en la terraza, exigiendo, eso sí, que nos la colocaran en un lugar que quedara mitad al sol y mitad a la sombra. Ahí casi se arma la gran pelotera porque el mozo empezó a impacientarse con tanto capricho.
—Monsieur —le explicó El último dandy—, la señora está delicada de salud y necesita sentarse donde caiga todo el sol del mundo.
—Pues entonces ahí tienen esa mesa, señor. ¿Qué más sol desean?
—Oiga usted —le dijo mi mamá—, el señor también está delicado de salud y el médico le ha recomendado sombra. Tenga usted la amabilidad de colocar la mesa en esa esquina y no se meta en lo que no le importa.
—Señora, por favor —intervino Inés—, basta con explicarle y creo que entenderá.
—Hijita, lo poco que conoces a los franceses. La única explicación que aceptan es una propina. Bien lo decía mi papacito: al salir de Londres, uno tiene que estirar la mano para que le reciban la propina; pero no bien llegas a París, todo el mundo te estira la mano a ti.
Lo peor del asunto es que, efectivamente, mi madre arregló el asunto con una buena propina; y ni siquiera con eso, sino con la promesa de una buena propina si el almuerzo transcurría normalmente, ella no estaba dispuesta a que el primer tontonazo le malograra un almuerzo cuando además se estaba sintiendo tan cansada. Y menos éste, que huele mal.
—Mamá, por favor —le dije—, ya puso la mesa donde le pediste, ya basta.
—Qué horror, José Antonio, Martín tampoco parece que hubiera vivido en Francia: hasta ahora no ha descubierto lo cochinos que son los franceses. Cuánta razón tenía mi pobre papacito, él siempre decía que los franceses se bañan sólo cuando salen de viaje. Y viajan muy poco, hijita, me decía.
Nunca vi a dos enfermos beber tanto ni comer con tanto apetito. El cangrejo estaba realmente delicioso y nosotros cuatro felices de hallarnos en Cannes, contemplando ese mar que tanta falta les hace a los limeños en París. Proust, que según dijo mi madre, al cabo de tres botellas de vino, era probablemente uno de los pocos franceses que se bañaba (—Yo más bien diría que se perfumaba, señora— la interrumpió José Antonio), terminó por convertirse en interminable y amenísimo tema de conversación entre los dos, cosa que aproveché para proponerle a Inés un paseo por la orilla del mar.
Y por aquel paseo, y por lo que vino después en el hotel, siempre recordaré ese viaje al sur como uno de los pocos viajes felices de mi vida. Fue como un milagro: Inés cambió por completo no bien uno de sus pies tocó el mar, cambió hasta el punto de que por momentos parecía que jamás hubiese vivido en París, que jamás hubiese salido de Lima, y que jamás nuestra llegada a Cannes hubiese sido precedida por tensiones en torno al complejo de Edipo y demás fallas que me encontró por haberle contado lo demacrada que había visto a mi madre en el aeropuerto. Claro, después volvieron los problemas, pero aquéllas fueron horas largas y maravillosas en que nos olvidamos de tantas cosas mientras caminábamos con los pies en el mar y mientras corríamos hacia el hotel como escondiéndonos de algo que además nunca había existido. Corríamos por la playa con los zapatos en la mano, atravesábamos el malecón cogidos fuerte de la mano, esquivábamos automóviles y se nos había borrado por completo quiénes éramos, el lugar en que vivíamos, los camaradas del Grupo, mi novela estancándose, mi madre y El último dandy allá en el restaurant, sí, se nos había borrado todo en la habitación del hotel y lográbamos amarnos como dos personas que acababan de conocerse y que también se quieren con ese cariño viejo puesto a prueba por el tiempo y cuando nos volvíamos a acariciar nuestras manos eran así de perfectas y se conocían y nos conocíamos pero al mismo tiempo era esta deliciosa y tan tierna primera vez, nuevamente.
Eran las ocho de la noche cuando empezamos a sentir remordimientos por haber abandonado a mi madre y a José Antonio. Dónde estarán, nos preguntamos, y tras haber averiguado que no habían regresado al hotel, bajamos a buscarlos al malecón. Tampoco estaban.
—En el restaurant —dijo Inés.
—Imposible, no pueden estar ahí todavía.
—Conociéndolos, nada es imposible, Martín.
Estaban en la tercera botella de champán cuando los encontramos, y ya habían decidido que el mejor médico del mundo para El último dandy era el tío Fortunatito. Se embarcaban juntos a Buenos Aires, y de ahí en el primer avión a Lima.
—Dejo constancia de que se trata de un generosísimo préstamo —dijo El último dandy.
—No le hagan caso; es un necio —dijo mi madre, agregando que el maître del restaurant, un hombre bastante fino, felizmente, se había encargado de llamar al hotel para que desde ahí le hicieran las reservaciones. Zarpaban pasado mañana.
Lo difícil fue que zarparan del restaurant esa noche, porque a José Antonio se le había antojado otro cangrejo como el del almuerzo, y porque mi madre encontraba la idea excelente, sobre todo ahora que era ella quien invitaba, en retribución, y con champán, además.
—Siéntense, hijitos —nos dijo—; voy a llamar al mozo para que les traiga dos copas.
—¿Y el frío, mamá? ¿Cómo te sientes?
—La verdad es que el champán es lo único que me quita el frío, Martín. ¿Pero qué hacen parados todavía? Siéntense de una vez. José Antonio y yo somos gente de mundo y aquí nadie les va a preguntar dónde han estado metidos toda la tarde.
Prácticamente tuvimos que cargarlos aquella noche, pero eran los enfermos más felices que había visto en mi vida.
A la mañana siguiente, Inés fue a buscar al Ultimo dandy a su hotelucho, y regresó diciendo que hasta miedo le daba, porque ni siquiera respondía cuando lo llamaban a su habitación. Lo mismo sucede con mi mamá, le dije, aunque para mi tranquilidad los ronquidos se escuchan por todo el segundo piso. Bueno, creo que lo mejor sería dejarles una nota en la recepción y disponer de nuestra mañana mientras ellos se recuperan.
—Buena idea. Déjales dicho que los encontramos en el bar a las doce, y vámonos a dar un paseo por el malecón.
Regresamos al hotel un poco atrasados pero ni cuenta se dieron. Y a duras penas nos saludaron cuando entramos al bar y nos acercamos aterrados al ver que nuevamente estaban ante una botella de champán. Discutían a gritos, entre citas de Proust, dichas por mi madre, y lecturas de Miseria de la filosofía, de Marx, que El último dandy realizaba a voz en cuello, para desesperación de medio mundo, y agregando entre párrafo y párrafo que no eran las ideas lo importante, sino la extraordinaria habilidad literaria del autor de El Capital.
—¡Un panfletista genial! —exclamaba.
—Baje la voz, José Antonio; estamos en el bar del Carlton.
—¡Qué Carlton ni qué ocho cuartos, señora! ¡Escuche usted este párrafo! ¡Prosa violenta, abrumadora, eficaz! ¡Un panfletista genial, señora!
—¡Cómo puede usted comparar ese adefesio con la delicadeza de Proust! Observe la ternura de este párrafo.
—¡Eficacia, señora, es lo que se necesita!
—¡Pero si usted no me deja ni hablar!
—¡Pobre Proudhon!
—¿Pobre quién?
—Proudhon, señora. ¡Escuche usted este párrafo! ¡Marx lo hace papilla!
Inés trató de intervenir, entusiasmada por el texto de Marx. Quiso decir algo acerca del capítulo segundo, donde según ella se encontraban algunas ideas muy valiosas.
—¡Qué ideas ni qué ocho cuartos! —la interrumpió El último dandy—. ¡Lo importante es el estilo! ¡El es-ti-lo, mujer!
—Es un necio, Inés. A mala hora se me ocurrió llevarlo conmigo hasta el Perú. Me va a arruinar el viaje.
—Proust es lectura para largas convalecencias, señora —le dijo José Antonio, riéndose a carcajadas—. Y no crea usted que no lo respeto y admiro, pero con este día tan claro, con ese cielo tan azul que se ve allá afuera, qué mejor que una prosa eficaz, optimista, demoledora.
—Es un necio —repitió mi madre—. Este hombre me arruina el viaje. Vamos a almorzar y a dar un buen paseo por la Costa en auto. Por lo menos que no me arruine mi último día en Francia.
—¡Invito yo! —gritó José Antonio.
—Bueno, pero con la condición de que no traiga usted ese libro tan pesado.
Tuve que prestarle a José Antonio todo el dinero que tenía, para que pagara el alquiler del automóvil con el que pasamos nuestro último día en la Costa. Una vez más, mi madre se quejaba del frío, mientras él iba sudando a chorros y diciendo que los escritores peruanos eran todos unos incultos en materia de botánica. Ignoraban los nombres de los árboles, de las flores, de las plantas. Y no sólo los escritores, agregaba, apostando que ahí ninguno de nosotros era capaz de decir cómo se llamaba aquel árbol, aquella enredadera, aquella flor maravillosa. Y en efecto, Inés y yo casi nunca acertábamos. La única que logró salir más o menos airosa fue mi madre. Para algo me he ocupado siempre del jardín de la casa, me decía, pero en tu caso, Martín, es una verdadera vergüenza que te las des de escritor y no sepas ni lo que es una buganvilla.
—Sindicatos… Qué horror… La fortuna que se gastó tu papacito en educarte, para que luego termines escribiendo sobre sindicatos.
Me repitió la misma frase en el momento de embarcarse, mientras yo trataba de besarla, de abrazarla con todo el cariño del mundo. José Antonio se había despedido antes, diciéndonos que quería dejarnos disfrutar en paz de la última media hora con esa mujer ma-ra-vi-llo-sa. Le rogué que la cuidara, que no la dejara sola un solo instante hasta que llegaran a Lima. Le pedí incluso que la hiciera examinar por el médico del barco. Lo prometido es deuda, me dijo, dándome un fuerte abrazo, y precipitándose luego sobre Inés con lágrimas en los ojos.
—Mujer, deja escribir en paz a este muchacho.
—No seas idiota, José Antonio, por favor.
—Bueno, mujer, bueno. Entonces enséñale el nombre de algunos árboles, por lo menos.
—Deja que los aprenda él solo.
—¡Oh, fierecilla indomable! —le dijo José Antonio, y empezó a subir lentamente al barco.
En el tren de regreso a París, Inés me acusó de cosas que jamás habían pasado por mi mente. Había tratado a mi madre como a una vieja, haciéndola sentirse inútil, haciéndola sentirse vieja, cuando ella luchaba por mantenerse joven y era lo más coqueta del mundo. No había podido soportar el paso del tiempo sobre el rostro de mi madre. Todas mis obsesiones y fantasmas se habían manifestado en la necesidad de verla enferma, de quererla proteger como a una inválida. Y por último había llorado como un imbécil en el puerto.
Pasaron días de muchos silencios y evitamientos entre Inés y yo, aunque ella a cada rato volvía a repetirme que la tristeza que se reflejaba en mi rostro era enfermiza.
—El único verdadero demacrado en toda esta historia eres tú, Martín.
Lo mismo opinaba Lagrimón López, quien con toda concha inició sus estudios y prácticas psicoanalíticas, al mismo tiempo, psicoanalizándome a mí. Bueno, eso era lo que él creía, por lo menos, sin darse cuenta de que era yo en cambio quien estaba aprendiendo muchísimo sobre sus fantasmas, si es que se le puede llamar fantasmas a algo tan palpable y evidente. Cada tarde, a eso de las tres, Lagrimón echaba la puerta abajo, entraba al departamento como si acabara de poner una bomba en la esquina, se sentaba aparatosamente a mirarme como si estuviese mirando a mi mamá, y tras haber irrigado el ojo izquierdo lo suficiente como para que el lagrimón empezara a colgar enorme, me declaraba enfermo de tristeza. A mí eso me servía para no tener que trabajar en la novela; en efecto, qué mejor pretexto que el diálogo con un cuadro político para no enfrentarme al estancamiento político-literario, y ahora también freudiano, en el que me hallaba. Lo único malo, lo único realmente fatal en esta historia de fantasmas van y fantasmas vienen, era que cada tarde, al despedirse, Lagrimón me dejaba de verdad enfermo de tristeza. Pero él insistía en venir y continuaba echando la puerta abajo. No podía prescindir de mi enfermedad, aunque él estaba convencido de que era yo quien no podía prescindir de su tratamiento. Y ni siquiera el día en que llegó la carta de José Antonio, anunciándonos que mi madre había llegado a Lima con fiebre de Malta, y que sin duda alguna la había tenido ya, o la había estado incubando durante su estadía con nosotros, ni siquiera ese día desistió Lagrimón.
Traté de darle la noticia a Inés de la manera en que menos afectara nuestras relaciones conyugales.
—Amor, mamá ha llegado a Lima con fiebre de Malta y a José Antonio le sacan un riñón, pero el tío Fortunatito ha asegurado que en un mes más los dos estarían como nuevos.
Inés pegó la bizqueada rotunda de nuestro historial conflictivo, y siguió caminando hacia la cocina porque Lagrimón estaba esperándome en su sillón y porque. Fue la primera vez que se le derramó el lagrimón (lo reemplazó inmediatamente por otro exacto), pero ello en nada alteró la creciente necesidad que tenía yo de que cada tarde, a las tres, me declarara triste. Y por eso hasta ahora pienso que la más contagiosa de las enfermedades puede ser una buena depresión.
Un último dato, ahora, para terminar con esto. Mayo del 68 estaba ad portas. Aquella hoy antediluviana temporada rebelde, propiciadora de todo tipo de arreglos, re-arreglos y desarreglos, muchos de ellos anémicos, estaba a la vuelta de la esquina.