Tuvimos que esperar unos días, antes de partir a la Costa Azul, lo cual me dio tiempo para avisarle a José Antonio que llegaríamos con mi madre gastando dinero a manos llenas, y que le encantaba invitar. Le avisé también la fecha y hora de nuestra llegada, y él respondió que nos estaría esperando en la estación de Cannes, cosa que me extrañó mucho, pues teóricamente debía estar encerrado en una clínica especializada en Vallauris. Realmente me sonó bastante raro el asunto, pero, en fin, no era el momento para andarme preocupando por los problemas del Ultimo dandy, ya vería qué pasaba cuando llegáramos allá. Por ahora tenía suficiente con el programa que mi madre había decidido llevar a cabo antes de nuestra partida, y que estaba dispuesta a cumplir al pie de la letra, a pesar de lo demacrada que la seguía notando. Al principio insistí en que se quedara a dormir en nuestro departamento, pero entre lo bien que dormía de noche, y lo mucho y bien que dormía después del almuerzo, roncando sin remedio alguno en la misma habitación que nosotros, y con unos ronquidos que Marcel Proust no habría podido atribuirle más que a John Wayne, opté por aceptar insistentemente la insistente generosidad con que se ofreció a dejarnos dormir en paz, trasladándose para ello a un hotelito que quedaba muy cerca de nuestro departamento.
Ya no le decía nunca, y mucho menos delante de Inés, que la notaba muy demacrada y que debía estarse sintiendo pésimo, que debía estarnos ocultando algo por no ocasionarnos molestias, asunto este en el cual soy un gran entendido. No se lo decía porque mi edad y estatura me lo impedían, y porque Inés una noche se negó a hacer el amor con un tipo que, aprovechando la muerte (natural, admitía, felizmente) de su padre, acababa de descubrir la oportunidad de su vida con su madre en París. Ay mamá Inés, le canté erectísimo, metiéndole manita y metiéndome, como quien no quiere la cosa, en la hondonada de nuestras felicidades, pero lo único que logré con ello fue sacarla corriendo del fondo de nuestro amor. Acto seguido Inés encendió su lamparita, agarró el tomo menos indicado de las obras completas de Freud, y siguió leyendo la historia de mi vida, mientras yo quedaba tirado a su lado llenecito de vida pero sin esperanza alguna por esa noche. Y es que la condenada se estaba aprendiendo a Freud de memoria, y cada vez que volteaba una página, volteaba a mirarme, y yo seguía ahí, a su lado, solícito, galante y erecto, lo cual dio más o menos por resultado la primera lectura de las obras ilustradas de Freud. Lo cierto es que, según Inés, al principio ninguno de los dos dormía por los ronquidos de mi madre, pero ahora sólo yo no dormía porque cuánta falta me estaban haciendo los ronquidos de mi demacrada mami.
—¿Y entonces tú por qué no duermes? —me atreví a preguntarle, desde la soledad ardiente de mi hondonada, y como tratando de insinuarle que era ella la que se estaba asustando demasiado con el descubrimiento de Freud, que era su pura imaginación la que le impedía también a ella dormir, y que viniera a ver aquí abajo en la hondonada cómo la necesitaba de cuerpo y alma, que luego jugaríamos a los cachorritos al borde del río, y que después ya vería lo bien que íbamos a hacer tuto los dos, ahora que los ronquidos de mi mamá pagaban hotel.
Inútil. Inés terminó otra página, me echó otra mirada, y quedó más convencida que nunca de que Edipo era un enano al lado mío. Le dije, furioso, que no bien despuntara el alba saldría en busca de una sanguijuela, que era más terca y más teórica que una mula, y tras cubrirme íntegro con sábanas y frazadas, creando la oscuridad necesaria para la gravedad del acto, empecé a redactar mentalmente mi primer consejo a la juventud mundial: SI TU ESPOSA ACABA DE DESCUBRIR A FREUD, Y SI TU MADRE LLEGA AL CABO DE AÑOS A VISITARTE A PARÍS, HABIENDO FALLECIDO DURANTE ESOS AÑOS TU PADRE, JAMÁS SE TE VAYA A OCURRIR ENCONTRARLA DEMACRADA EN EL AEROPUERTO. PEOR AÚN; AUNQUE SE ESTÉ MURIENDO, TÚ ENCUÉNTRALA SIEMPRE ESTUPENDA. ABANDÓNALA INCLUSO EN EL MOMENTO DE SU MUERTE.
A la mañana siguiente, apareció mi madre con la serenidad de quien ha pagado por roncar a sus anchas, y ajena por completo a los problemas en que se andaban empantanando sus afligidos hijos. Llegó demacrada, eso sí, pero se entenderá que yo ni pío, ya. Por el contrario, sentí alguna agresividad al ver hasta qué punto ignoraba e iba a ignorar para siempre el lío en que me estaba metiendo con Inés. Primero fue Marx el que se zampó en nuestra cama, y ahora, por su culpa, bueno, pero qué culpa tenía la pobre, qué importa, por su culpa íbamos a tener también a Sigmund Freud con nosotros tarde, mañana y noche. Alguien tenía que ser culpable, y a lo mejor si yo la trataba como culpable a ella y no a Inés, mi dulcísima paloma se me acercaría nuevamente cual deliciosa sanguijuela, que era como yo la prefería de noche, en todo caso, aunque también a veces después del almuerzo la cosa resultaba genial y tierna en la hondonada, y era eso que los franceses llaman l'amour l'après-midi.
Pero me estrellé contra el programa de actividades de mi madre. A París había venido a vernos (era lo menos que podía hacer, dado el estado en que nos encontró), a visitar los grandes hoteles en que se había alojado durante su juventud, cuando viajaba con sus padres, y a alquilar un automóvil para la peregrinación hasta la casa de Proust, en Illiers. Perfecto, mamá, le dije, prometiéndole que la acompañaría en todas sus compras y visitas, y asegurándole, para que Inés notara que estaba tratando de liquidar el asunto lo más pronto posible, que todo ese programa se podía realizar en un solo día, si mañana nos levantábamos los tres bien temprano.
—Y pasado mañana podemos partir a la Costa Azul para que de ahí tomes tu barco a Buenos Aires, mamá.
A Edipo, su padre lo habría molido a palos por no tratar como era debido al ser que lo trajo al mundo. Miré a Inés, como quien regresa de terminar con varios años de psicoanálisis, abre la puerta y se acerca a besar a su paciente esposa. Pero ella ni bola. Y además de ni bola, mirada filopunzante: sólo a una bestia como tú se le puede ocurrir que todo ese programa pueda llevarse a cabo en un día, ¿quieres matar a tu madre o qué? Increíble, pero cierto: Edipo tratando de matar a su mamá y la esposa de Edipo impidiéndoselo por todos los medios. Porque, créanme, para mí la mirada de Inés era todos los medios. Y sin embargo, la mínima expresión a la que me había reducido, y desde la cual a veces se puede observar tan bien la vida, me permitió llegar a la siguiente conclusión: Inés no podía dejar de tener razón cuando estaba segura de tenerla; es decir, Inés necesitaba que mi madre se quedara en París todo el tiempo posible, para que yo la siguiera viendo demacrada y ella siguiera viendo en mí a un insuperable caso de Edipo.
Una de las variantes de su amor por mí consistía en que yo fuera, en forma contundente, el conejillo de Indias de todas sus experiencias. Era la variante franciscana, y necesitaba por consiguiente amarme también como a un animalito cualquiera. Me asombró haber captado algo tan profundo en un momento en que me hallaba tan empequeñecido, pero años después, el escritor Bryce Echenique me aclaró este punto, confirmándome que así como un niño de seis años podía de pronto comportarse como uno de un año, así también un niño de unos nueve podía de golpe captar algo que otros seres no captan ni a los cien. De puro serio, o de puro imbécil, Bryce Echenique se había leído cincuenta tomos de novísima psicología infantil, antes de escribir Un mundo para Julius, con el fin de no meter las cuatro al crear al personaje infantil de esa novela. Su conclusión, al cabo de tanta lectura: prácticamente todo es posible tratándose de un niño. Y de ahí, Martín Romaña, agregó, lo triste que es dejar de serlo. Se pasa uno la vida buscando la fórmula para seguir siéndolo, pero eso es lo único que no es posible tratándose de un niño. Y todo lo demás son cuentos, viejo, cuentos geniales pero cuentos al fin y al cabo. Haz la prueba de portarte como un niño cinco minutos seguidos y vas a ver lo que te pasa, viejo. Te chanca una aplanadora.
Juro y rejuro que nunca se me ha ocurrido pensar en Inés como una aplanadora, aunque es cierto que aquel aspecto de seguridad social e individual que había todo el tiempo en su carácter podía resultar aplastante. Ahora, por ejemplo, me había aplastado hasta convertirme en el Edipo de París, por el solo hecho de haberse leído unos tomos de Freud en el momento en que mi madre llegó demacrada al aeropuerto. Y seguía demacrada y seguía también ocultándonos algo de manera bastante heroica, sí, yo estaba seguro de que nos estaba ocultando algo por temor a molestarnos. Decidí someterla a algunas pruebas mientras ella iba cumpliendo con su programa parisino. Para qué lo hice, hasta hoy veo la mirada de Inés acusándome de haber sido una verdadera bestia de llevar a mi madre al restaurant universitario, cómo se me ocurría llevar a una mujer madura y coqueta a un lugar lleno de muchachas, de lindas y despreocupadas jóvenes. Le dije que, francamente, mi mamá en lo único que se había fijado era en los lindos y despreocupados jóvenes. Claro, por temor a que me edipeara más todavía, no le dije que también se había fijado, y mucho, en las escaleras, al bajar, porque sin duda alguna no se sentía nada bien y temía caerse. Después la metí al metro y casi se ahoga con los olores que eran todos malos olores. Casi se ahoga con todo. Y después, para terminar, la llevé al único restaurant al que podía invitarla, o sea al peor restaurant del Barrio Latino, y ni con dos botellas de vino logré hacerle creer que para mí era el mejor restaurant de París, porque todos los demás estaban fuera de mi alcance. Y éste, además, sólo los feriados, mamá.
Conocía a mi madre, le alborotaban las aventuras bajofondísticas, y normalmente le habría encantado echarle un rápido y sonriente vistazo al mundo de su hijo en París. Pero esta vez no funcionó, y tuve que rogarle que me confesara, aprovechando la ausencia de Inés, qué le ocurría.
—Nada, Martín —me contestó, forzando la sonrisa cariñosa—, debe ser el clima, el cansancio natural del viaje, no sé, pero es verdad que me sentía mejor en Lisboa y en Madrid.
A la mierda con Freud, me dije, y decidí acompañarla edipísimo a los grandes hoteles en los que se alojó cuando viajaba con sus padres, a los restaurants que ella escogiera, a los espectáculos más caros y, por último, a la burguesa y podrida casa de Marcel Proust, que era más o menos el hijo escritor que yo no le había dado a mi madre. Casi grito todo esto, al entrar con ella esa tarde en el departamento, donde Inés nos esperaba conversando con un gigantesco cuadro revolucionario que acababa de poner una bomba en una comisaría limeña, y que en su huida no había parado hasta París, ciudad a la cual llegaba con fines subversivos de amplia repercusión mundial y también, de paso, para estudiar los avances del psicoanálisis en Francia, porque marxismo y psicoanálisis conciliados o reconciliados, sólo necesitaban de ese empujoncito que él estaba dispuesto a darles a los empergaminados y almidonados intelectuales franceses. Se hicieron las presentaciones del caso, se decidió a punta de miradas que yo era un caso perdido, y se procedió a sacar un turrón que mi madre nos había traído de España. Feliz Inés con lo umbilical que andaba yo, umbilical y huachafo, además, porque corría de un lado a otro del departamento atentísimo a los whiskies de Yocasta, y con una inefable cara de tarea escolar para el día de la madre, que sólo hay una y no se parece a ninguna. Me esmeraba tembleque, me desesperaba analizable, corría divanizable, y le ofrecía complejo el delicioso turrón al descomunal cuadro revolucionario. Y aquí realmente vale la pena abrir un paréntesis.