Y MIENTRAS TRANSCURRÍA AQUEL AÑO DEL CRIMEN

Muchas cosas ocurrieron a lo largo de aquel año definitivo e imborrable. Muchísimas cosas. Empezaré anotando que logré, por fin, que la Chimbotazo, al frente del sólido núcleo político con el que la había dejado abandonada en el vigésimo capítulo de mi novela, saliera airosa de una huelga que se había ido prolongando y hasta pudriendo por culpa de mi falta de iniciativa y de ideas. Se obtuvo todo lo deseado, al nivel de aumentos salariales, reposición de despedidos y pago de los días en que las fábricas permanecieron cerradas y amenazadoramente custodiadas por las fuerzas del orden. Y en lo que se refiere al policía infiltrado, tras una larga y seria conversación con Inés, hice que fuera descubierto, expulsado sin maltratos ni venganzas, aunque sí cubierto de oprobio y de escupitajos. Inés puso particular atención en todo lo referente a este punto álgido de mi novela, la pobre creo que le tenía terror a la pena que me había causado la misteriosa desaparición de Enrique, se podía filtrar algo de eso, se podía notar una cierta debilidad en el tratamiento del tema. No pasó nada, felizmente, pues fue ella misma quien redactó casi todo el capítulo, otorgándome luego plena libertad y confianza para continuar con mi trabajo creativo, dentro de un ambiente de franca y deliciosa armonía conyugal.

Pero la curiosidad en torno a mi libro había ido creciendo entre los amigos, y ahora lo que se me pedía era que lo fuera leyendo a trozos, cada vez que nos reuníamos. Nuestra fiesta de boda a poquitos fue la gran oportunidad. Cada sábado leía uno o dos capítulos, y después, entre copas y demasiadas copas, arrancaban los comentarios, las discusiones, los pros y los contras. A veces se armaba realmente la de San Quintín.

No había problema alguno en discutir o matarse a gritos hasta las mil y quinientas, cuando el monstruo se había ido de fin de semana al campo, pero otra cosa era cuando se quedaba en París acechando a nuestros invitados. Pasaba las de Caín tratando de calmar contrincantes, por temor a que se nos metiera al departamento, en plena comida, y expulsara a medio mundo. Sucedió tres o cuatro veces, y en vez de matarla o algo así, la acogí como si fuera mi madre o mi hermana que llegaba sorpresivamente del Perú, puse enorme y tierna mejilla cristiana para un beso familiar lejano y querido, le ofrecí vino, un plato típico peruano, por favor, madame. No funcionó, por supuesto, y ni hablar de las miradas que les echó Inés a lo mal que su esposo llevaba los pantalones, era horrible, por ningún lado me entendían, Martín Romaña, pensaba yo, Martín Romaña, el mártir de la hondonada. Espero me perdonen esta pequeña autoconmiseración, pero es que resulta tan fácil caer en la tentación de hacerse justicia algún día. En fin, sigamos.

La conducción de la huelga fue motivo de una sensacional bronca verbal entre nuestros invitados, un sábado en que el monstruo se había largado al campo, felizmente. Hasta Inés, flor de tranquilidad y silencio, enfureció en aquella oportunidad. Claro, se trataba justo del capítulo en el que ella había actuado de consejero político-literario, aunque el error inicial estaba más bien en la gente que habíamos invitado. La mezclamos mal, muy mal, estuvimos francamente desatinados en invitar a un miembro del Grupo con su compañera-camarada, y a un extravagante peruano que usaba, hasta para dormir, según decían las peores lenguas, un impecable príncipe de Gales, y que afirmaba que lo único que le interesaba del marxismo, puesto que él era actor de teatro y no soldado revolucionario, era que cada día hubiese más chinitos comunistas en el mundo. La cosa iba muy bien, según él, y de nada servía que nosotros metiésemos nuestras narices en lo que no nos correspondía. Ésa era la opinión de José Antonio Salas Caballero, más conocido entre nuestros amigos de París como El último dandy.

La opinión de Mauricio Martínez no podía ser más opuesta. Según él, y su compañera-camarada asentía y asentía, todo el egoísmo burgués del Ultimo dandy estaba ya reflejado en su vestimenta, pero ese huevón se daba, además, el lujo de andar pregonando entre la juventud su escepticismo sobre las posibilidades reales que un intelectual tiene de colaborar con la causa de nuestros pueblos, hijo de puta. Si a esto le agregamos que tanto Mauricio como José Antonio habían sido actores de teatro en Lima, que lo seguían siendo en París, que allá se habían odiado por celos profesionales, y que acá continuaban odiándose porque ninguno de los dos encontraba un trabajo en las tablas, para joderlo al otro, para que en Lima todo el mundo se enterara por los periódicos de que había triunfado en París, mientras que el otro imbécil había vuelto a dar pruebas de su ya reconocida falta de talento, tendremos una idea algo más precisa de la metida de pata de Inés y mía, al invitar a esa gente junta.

Y sin embargo, en mi recuerdo, aquella fatídica invitación se ha ido convirtiendo en una de las reuniones más divertidas que organizamos, cumpliendo el programa de nuestra fiesta de boda a poquitos. Y es que tanto Mauricio como José Antonio eran, antes que nada, dos grandes actores de la vida cotidiana, dos personas que adornaban su presencia entre la gente con geniales extravagancias, con contagiosa alegría, y sobre todo con una desbordante vitalidad que el vino acrecentaba hasta el delirio. Eran, realmente, dos personajes. Ambos pertenecen a los grandes recuerdos que tengo de París. Sí, pensando en Mauricio y Rosi, su compañera-camarada, y pensando en El último dandy y en las mil aventuras que le tocó vivir antes de su regreso al Perú, puedo decir que sí, que a veces logré ser joven y pobre y muy feliz en esta ciudad de la que todos nos quejamos tanto. No sé quién dijo que, desde la derrota de Napoleón en Waterloo, los franceses no han hecho más que lloriquear. Eso, como lo de los perritos y gatitos, puede ser contagioso. En todo caso, París es la ciudad de la cual uno siempre está deseando irse a Roma, y Roma es la ciudad desde la cual uno siempre está deseando regresar a París.

Y hablando de Roma pienso en espaguetis, y pienso también inmediatamente en los espaguetis a la carbonara de Mauricio Martínez. Eran su orgullo, su pasión, nadie los preparaba mejor que él y nadie sufría tanto tampoco mientras los preparaba. Le tomaba horas el asunto, y él se tomaba copa tras copa durante todas las horas en que nos iba anunciando que esta vez le iban a quedar mejor que nunca. Había que decirle que sí, que sí y que sí, porque de lo contrario le entraban la neura y la depre y se iba poniendo realmente insoportable entre tanta tensión y tanto vino. Pero valía la pena, porque Mauricio Martínez preparaba realmente los mejores carbonara que he comido en mi vida. Ni en Italia. En ninguna parte de Italia.

Esa mañana llegó temprano con Rosi, su compañera-camarada, y con dos grandes bolsas de plástico que contenían los ingredientes. De entrada se bebió una botella de tinto para ponerse en forma y que le viniera la inspiración y todo eso. Quería quedar bien, mejor que nunca, porque estos carbonara eran su manera de mostrarnos su afecto y, al mismo tiempo, su mejor regalo y homenaje de boda. Lo acompañé a secar la primera botella, hablando de política, y del estado de cosas allá en el Perú, pero de pronto noté que iba perdiendo interés por la conversación y que empezaba a mirar hacia el techo con cierta angustia. Era la inspiración con neura, ya le estaba llegando, Mauricio no tardaba en convertirse en un ser problemático, compulsivo, irascible, y con una terrible cara de dolores de parto. Abrí una segunda botella para ver si la compartíamos, pero ni cuenta se dio de mis intenciones, ya estaba en trance, Mauricio, dejó de verme, dejó de importarle la presencia de otras personas en el departamento, agarró la botella y salió disparado hacia la cocina, como quien parte rumbo a la gloria. Lo sabíamos: cada cierto tiempo volvería a aparecer con una copa en la mano, para anunciarnos angustiadísimo que le estaban quedando mejor que nunca.

Mientras tanto llegó El último dandy, más dandy que nunca, y con sus eternos problemas con las muchachitas en flor. Traía impecable su príncipe de Gales, pero en cambio la luna del anteojo la traía partida por la mitad. Llegó jadeante pero con una sonrisa reposada en medio de tanto cansancio, algo acababa de ocurrirle, indudablemente, pero él se tomaba las cosas con mucha calma y apenas si nos había saludado, ya hablaría, por el momento estaba revisando con gran cuidado el estado de sus anteojos, y dándose golpecitos con un pañuelo perfumado sobre un arañón nada despreciable en la mejilla derecha. Por fin, se sentó, y empezó a tomar en cuenta que existíamos y que lo habíamos invitado a gozar de los carbonaras de Mauricio.

—Vengo de tratar de violar a una niña de quince años —dijo, con su voz ronca y su tono de cuarentón melancólico, algo jadeante siempre.

A Inés no le gustó nada el asunto, pero quién se metía en la vida de José Antonio cuando le daba por hablar de sus muchachitas en flor.

—Quince años —repitió suspirante—, quince años y deliciosa. No hay otra palabra: de-li-cio-sa. —Miraba hacia algún lugar indefinido en el que parecía continuar batallando feliz con la muchachita—. Es curioso —añadió, hablándonos desde aquel lugar indefinido—, a veces el fracaso no deja insatisfacción, pero sí falta de entendimiento… Porque se habla tanto del mundo moderno y de lo locas que andan las cosas, pero las chiquillas, salvo maravillosas excepciones, continúan impidiendo que uno se las tire… Cosa rara, cosa por lo demás muy rara…

Repitió una vez más «de-li-cio-sa», pero esta vez se detuvo horas en cada sílaba, como si lo delicioso estuviese en la palabra misma. No sabíamos qué hacer, porque Mauricio no tardaba en salir de la cocina para anunciarnos lo deliciosos que estaban quedando sus carbonara, eso iba a ser un lío de deliciosos, un implacable choque de temperamentos, Mauricio Martínez se nos iba a morir de depre y de neura si José Antonio lo ignoraba por completo. Traté de sacarlo del mundo feliz por el que vagabundeaba perdido entre sus sílabas, pero sólo logré despertar en él mayores deseos de explayarse sobre el tema de las muchachitas en flor.

—Aaaaaaahhhhhh —dijo, de pronto, como volviendo a tomarnos en cuenta, y en el preciso instante en que Mauricio salía desesperado de la cocina, copa en mano llegaba a anunciarnos corriendo cómo andaba el asunto por allá adentro, venía prácticamente en busca de una ovación general. Pero José Antonio ni lo vio. Continuaba con su aaaaahhhhh…

—Nunca olvidaré a la ragazzina más de-li-cio-sa que he visto en mi vida: inmóvil, absolutamente yacente, y qué cabellos de oro… Fue en Florencia… Se dejaba acariciar el pelo, se dejaba tocar las tetitas, pequeñas naranjas, se dejaba acariciar la nuca, y yo, para acariciarla más dulcemente, le cogía los cabellos de oro y con ellos le acariciaba así la nuca, ¡qué piel, Dios mío!, boccato di cardinale, era como una tercera perfecta axila, más todavía… aaaaaaaaaahhhhhhhhhh… Tenía trece años pero representaba nueve… aaaahhhh…

Mauricio Martínez mandó a la mierda a la concurrencia por hacerle caso a ese huevón. Jódanse si quieren, nos dijo, pero mis carbonara están saliendo mejor que nunca. Al cabo de un rato volvió por más vino, y le dijo a Inés que lo acompañara a la cocina, que se diera el lujo de contemplar cómo iban quedando sus espaguetis, son mi prueba de afecto, Inés, mi muestra de total solidaridad con ustedes, ahí está el quid de la cosa, Inés, me están saliendo mejor que nunca porque en estos espaguetis hay algo de solidaridad, algo muy nuestro, algo como una rosa que yo les traigo de sorpresa, algo muy hondo, Inés…

—…Y dicho sea de paso, anda preparando los platos hondos. Esto se come mejor en platos hondos. Sácalos, por favor, y empieza a calentarlos porque los carbonara no quedan tan bien si los platos están fríos.

Me tocaba a mí hacer todo eso, según la repartición marxista de las tareas caseras, o sea que Inés volvió a la sala-dormitorio, que era casi todo el departamento, para anunciarme lo que tenía que hacer en vez de andarme emborrachando y escuchando las sandeces en que se había perdido José Antonio. A las dos de la tarde todo estaba listo y los tres hombres bastante borrachos. Le rogué al Ultimo dandy que se concentrara un poquito en los carbonara de Mauricio. ¡Deliciosos!, exclamó, trasladándose con la mirada hacia el lugar donde normalmente violaba a sus muchachitas, ¡deliciosos! Miré a Inés, miré a Rosi, pero las dos estaban mirando a un Mauricio Martínez cuyos ojos trataban de introducirse compulsivos en el edén del Último dandy, a qué se había referido esta vez con la palabra delicioso, la había empleado en masculino y en plural, había dicho de-li-cio-sos, ¿hablaba de sus recuerdos eróticos?, ¿se refería a los carbonara?

—Están francamente de-li-cio…

No logró terminar la frase, porque Mauricio Martínez se le vino encima con un gracias, mi hermano, te lo había dicho, hermanón, a ti también te lo había dicho, Inés, éstos son especiales, son como una rosa traída muy de mañana, sorpresivamente, sí, en la exacta amistad, una rosa sorpresiva, qué maravilla, ¿no?, ¿tú qué opinas, Rosi? Rosi era realmente una compañera, una camarada ideal, una mujercita perfecta, sólida, entera. Era todo eso, y mucho más, porque comía carbonaras seis o siete veces a la semana y acababa de opinar, como siempre, que estaban como nunca, vidita.

—Y ahora cállense y coman —ordenó Mauricio—; coman, porque si se enfrían se van a la mierda.

Nos comimos todos tres platos al hilo, porque estaban deliciosos, y porque el ego de Mauricio no podía contentarse con menos de tres platos por persona, en absoluto silencio homenajeante, y con una rapidez que no dejara lugar a dudas, los carbonara de Mauricio Martínez son los mejores del mundo. Cualquier vacilación, cualquier muestra de lentitud entre un bocado y otro, cualquier intento de demorarse al tomar un sorbo de vino, la menor tentativa de abrir la boca para algo que no fuera meterse otro bocado, podía arrojar violentamente al angustiado y compulsivo Mauricio a los territorios de la depre y de la neura. Tanta humanidad en un miembro del Grupo me resultaba excepcionalmente simpática. Y Mauricio era, además, uno de los pocos miembros que le metía al trago, no bien se presentaba la ocasión.

Terminamos como quien llega de un maratón. Vino, necesitábamos vino, y Mauricio necesitaba, entre copa y copa sus ojos angustiados así nos lo pedían, que le siguiéramos alabando largo rato sus inolvidables carbonara. Cumplimos con nuestra misión de irlo tranquilizando, hasta que por fin su espíritu quedó lo suficientemente liberado como para considerar que existían otras cosas en la vida. En otras palabras, era mi turno, había llegado el momento de leer mi capítulo sobre la huelga y el policía infiltrado, y de someterme a las críticas de los oyentes. No fue nada fácil, porque José Antonio trató de interrumpirme siete veces y las siete Mauricio lo mandó a la mierda y a callarse.

La esperada bronca no estalló, pues, hasta el final. Mauricio estaba de acuerdo con todo, menos con el final, mientras que El último dandy consideraba que todo, menos el final, tal vez, era una reverenda cagada. Yo miré a Inés como pidiéndole por favor que sacara la cara por mí, al fin y al cabo ella era la autora intelectual de lo que José Antonio no tardaba en llamar un delito de lesa literatura. Inés estaba, en efecto, furiosa, pero ello no significaba que estuviese necesariamente dispuesta a discutir con borrachos. Ah, si por lo menos se hubiese emborrachado alguna vez en la vida, si en vez de mirar al mundo y a sus gentes, siempre desde arriba, hubiese puesto alguna vez sus cartas sobre la mesa, hubiese vomitado un poco de alma como solíamos hacer los demás, a cada rato. Inútil. Inútil hasta el punto de que el asunto llegó a convertirse en una obsesión para nuestros amigos. Querían verla borracha alguna vez, y más que borracha, realmente alegre y comunicativa, un poco menos de mármol ante nuestras virtudes y nuestros defectos. Fueron vanos todos los intentos. A Inés le gustaba beber y, de hecho, podía beber y muchísimo. Pero no le pasaba nada, seguía igualita, no lograba abrirse ni soltarse ni meter la pata o algo así. Qué no hicieron nuestros amigos por verla algún día soltar la lengua alegremente durante unas horas. Fue inútil. Recuerdo incluso que en el matrimonio de Daniel Céspedes, ya bastante curado del zumbidito, diecinueve latinoamericanos la retaron botella en mano. Inés aceptó sonriente y marmórea, y al mismo tiempo, como alguien que acepta simplemente porque no desea estorbar el curso de las cosas. Recuerdo que por aquella época yo sentía la necesidad de descubrir qué secreto se ocultaba en su poco hablar y en sus miradas cada vez más impersonales. Me senté, y a lo largo de toda la noche estuve contemplando el interminable desafío. Uno por uno vio salir Inés del departamento a los amigos que hubo que llevarse cargados, a los que maldecían y granputeaban eufóricos y sintiéndose pésimo, al mismo tiempo, al que se rodó las escaleras, al que gimió que su hijo nacería en cuna de oro, al que salió gritándole a su compañera que se casaba con ella porque amaba profundamente a otra mujer, a los que intentaron pegársele bailando, al que trató de besarla desconsoladamente. Al final, sólo quedaba el propio Daniel, a quien su flamante esposa recuperó en el wáter sobre el que se había quedado profundamente dormido. Me parece estar viendo el enorme desbarajuste que Inés causó sin haberlo deseado, y que observaba con una sonrisa sorprendida, como si se hubiesen propuesto un juego, algo muy inocente, algo cuyas nefastas consecuencias ella era absolutamente incapaz de comprender. Ahí la sigo viendo, parada en un rincón, con la última botella en la mano, y vuelvo a pensar en las mismas cosas de aquella vez: en mi incapacidad total para ponerla en comunicación natural con la gente, en su silencio que aquella noche me aterrorizó, porque en gran parte consistía en no alegrarse cuando los demás se alegraban y en mirar así, como estaba mirando, impersonalmente sonriente, con el cuello tan largo, la tambaleante tristeza ebria de los demás.

Una mirada de Inés me hizo comprender que tendría que batirme con Mauricio y José Antonio, lo cual en el fondo no me resultaba tan difícil por estar el monstruo ausente de París. Podían gritar todo lo que quisieran y hasta la hora que les diera la gana. Además, las críticas o alabanzas a mi texto iban en realidad dirigidas a Inés, porque era ella quien me lo había dictado prácticamente entero. Claro, ellos ignoraban eso, los muy maricones no habrían gritado tanto de saber quién era verdaderamente responsable de ese mamarracho, como acababa de llamarlo José Antonio. Pero yo no lo ignoraba y eso me bastaba, y hasta me producía cierto placer porque Inés bien sabía cuál era su responsabilidad en el asunto. Podía darme incluso el lujo de una que otra miradita irónica, aunque mejor no, porque ello podía ser causa de bizqueritas y era preferible dejarle a un invitado el peso de una interrupción en nuestra armonía conyugal.

Ya lo he dicho: El último dandy pensaba que mi texto era simple y llanamente un mamarracho. El final le había parecido que no estaba tan mal, pero ahora, pensándolo un poco, también el final le parecía una buena mierda. Ahí había algo, no, algo no, mucho, más bien, de aquello que en inglés se llama wishful thinking.

—¡Pro imperialista! —le gritó Mauricio Martínez, dando la exacta medida del estado de su borrachera.

—¡Envidia, pura envidia por no saber inglés! —gritó El último dandy, dando también la exacta medida de su borrachera.

—Voy a traducir —dije yo, conciliador, y aguantándome la exacta medida de mi borrachera, porque Inés me tenía aún bajo el estricto control de su cuello tan largo—, Wishful thinking es algo así como lo que uno, con el pensamiento, desearía que fuese cierto… Pensamiento deseoso, sería la traducción más literal.

—Eso —dijo José Antonio—, tu texto es literalmente una cagada porque corresponde a deseos que no tienen absolutamente nada que ver con la realidad.

—Con un reaccionario como tú no se puede hablar, ¡precisamente porque los deseos de un tipo que vive corriendo atrás de cada chiquilla que encuentra no pueden en nada corresponder a la realidad de un pensamiento sindical!…

—Pero, Mauricillo, ¿qué pensamiento sindical puede haber ahí? Ahí lo único que le puede gustar a un lector imparcial de literatura, y repito, de literatura, es la gorda esa llamada Chimbotazo; algo también su marido, el de los tics. Ahí parece haber algo vivido, en todo caso, los personajes parecen más sentidos. Encuentro incluso que hay algo de nostalgia en la manera en que están enfocados. Deben ser los mayordomos y las cocineras de casa de Martín, en Lima, por qué no.

Para qué intervenir, para qué intentar aclarar las cosas. Llevaba años comiendo en un restaurant universitario, pero hasta El último dandy continuaba viéndome rodeado de mayordomos y cocineras. Ésa era mi imagen, y por ella me criticaban siempre todos. Con esa imagen me había amado Inés en Lima, y por ella me criticaba ahora en París. Son los asuntos complicadísimos de la vida, en este mundo que es blanco, o es negro. La Chimbotazo y su esposo… ja… Nadie sabía nada de mí. Yo tampoco, y lo mejor en estos casos es seguir bebiendo mientras los demás gritan.

—¡O sea que tú, José Antonio, no crees que un mayordomo o una cocinera puedan tener conciencia social!

—¡Dejen hablar a Martín! —gritó Rosi—, ¡después de todo es él quien está escribiendo la novela y tiene que tener alguna opinión al respecto!

—Bueno —dije, evitando mirar a Inés—, yo siempre he confesado que de pescadores y de sindicatos no sé mayor cosa…

—Ahí tienes, pues, Mauricio —me interrumpió El último dandy, muerto de risa.

—¡Huevón!, el no saber no quiere decir que no se pueda aprender.

—En París, sobre todo —se cagó de risa El último dandy—. Wishful thinking, caro amico.

—¡Oigan, este cojudo qué se ha creído! ¡Este cojudo se cree que ha venido aquí a darnos clases de idiomas, o qué!

—En eso tienes razón —dijo Rosi, disciplinadamente.

—Mauricio sólo tiene razón cuando cocina —comentó El último dandy, atorándose de risa.

—Gracias, hermano —dijo Mauricio, desarmadísimo—. Pero volvamos al texto. Dejemos mis carbonara de lado, por el momento. Ya sé que han estado como nunca, pero ahora se trata del texto de Martín.

—Creo que ya lo he dicho todo: ¡es una buena mierda!

—¡Excelente opinión de un tipo que vive corriendo detrás de cada chiquilla!

—Otra vez envidioso; Mauricio Martínez simplemente no sabe la cantidad de posibilidades que hay en ese maravilloso sector de la vida.

—¡No te metas con mi compañero! —intervino Rosi—. Creo que es un hombre sano y que más bien eres tú el que tiene el alma enferma.

—¡Ojalá fuera sólo el alma, Rosi! Mírale la ropa. ¡Está podrido de pies a cabeza!

—Volvamos al texto —ordenó Inés.

—Lo siento, pero sólo puedo volver al texto para volver a decir que es una reverendísima porquería… Los obreros perdonando al policía infiltrado, ja, ja. Una buena patada en los huevos, por lo menos. Pero estos obreros ideales escupen como las llamas.

—¡Racista!

—¡Conchetumadre, Martínez!

—¡Hijo de puta!

—Por favor —yo.

—¡Cállense, cojudos! —Rosi.

—¡Eso de cojudos lo vamos a arreglar tú y yo en privado, Rosi!

—¡Cuando quieras, cojudo!

—¡Espérate no más que acabe con El último dandy, o-ño-ñoy!

—¡Tu padre fue el que se tiró la plata de la colecta para la asociación de actores, Martínez!

—¡Fue el tuyo, conchetumadre, para gastársela en trago y en putas!

Como verán, nos habíamos alejado bastante del tema de mi novela, lo cual no me impedía comprender que era bastante indefendible. Curiosamente, Inés como que no existía esa tarde, y sólo logró sonreír cuando José Antonio y Mauricio empezaron a actuar y a accionar como lo que realmente eran: dos actores. Uno se había subido a un sillón, y el otro a la cama, para poder gritar e insultarse mejor. Se calmaban, de vez en cuando, para pedir que les alcanzáramos más vino, pero no bien se refrescaban la garganta, arrancaban nuevamente a insultarse como locos. Las palabras, en sí, no tenían ya mayor significación, prácticamente habían perdido importancia, la cosa era seguir ahí arriba bañados en sudor y ver hasta dónde podían llegar en el uso e invención de frases atrozmente insultantes. ¡Hijo de mendigos intelectuales!, acababa de llamarle José Antonio a su rival, quedando momentáneamente satisfecho, sonriente, y a la espera del turno de Mauricio.

—¡Y tú! ¡Y tú! —exclamó Mauricio, jadeante y sudoroso, como preparándose para su última carga—: ¡Tú, así como en tu añorado Country Club de Lima, para Navidad, se preparan pavos con dos pechugas… así, tú, José Antonio Salas Caballero, eres un hijo de dos putas!

—¡Fácil asociación, pobre diablo! ¡Apenas sabes que careces de inteligencia! ¡E ignoras por completo que sin Rosi no serías nadie! ¡Pero ignoras además, Martínez, ignoras además que he comido mejores espaguetis que los tuyos!

—Mi-se-ra-ble —logró pronunciar apenas Mauricio, dejándose prácticamente caer del sillón en el que andaba trepado. Le habían dado el golpe más bajo e imprevisto de su vida—. Mi-se-ra-ble —logró repetir, con la mirada hundida en la alfombra, en un estado de soledad espantosa. Reaccionó, recogió rápidamente su abrigo y su bufanda, y desapareció sin despedirse ni mirar a nadie.

—Mauricio tiene razón —dijo Rosi, valiente y solidaria—. Eres un miserable, José Antonio; no tenías por qué meter sus espaguetis en una discusión literaria.

Luego nos pidió a Inés y a mí que la disculpáramos, pero ella tenía que seguir a su compañero, no era justo que le hubieran dicho una cosa así en un momento así, ustedes ignoran el inmenso cariño, la solidaridad, la amistad con que ha venido a prepararnos esos espaguetis.

—Lo cual no impide que te esté esperando abajo —le dijo José Antonio, extremadamente jadeante y pálido—. Va a exigirte que le aclares aquel «cojudos» que nos soltaste a los dos. Anda, Rosi, pégale un buen par de cachetadas. Una de parte mía, créeme que no le van a caer nada mal. Y dile que lo abraza con sinceridad su amigo José Antonio. Lo digo en serio, amiga.

El último dandy casi no podía tenerse en pie, algo le estaba ocurriendo, sudaba a chorros y parecía que se iba a desplomar en cualquier momento.

Mauricio se nos apareció tempranísimo, al día siguiente. Estábamos aún medio dormidos cuando invadió el departamento, rosa roja para Inés en mano, y deshaciéndose en disculpas: se le habían trepado los tragos, José Antonio le había jugado sucio, eso no se hace, pues, eso no se dice, pero en fin, reconocía, se había comportado como un niño, toma la rosa, Inés, es la prueba de mi cariño, de mi amistad, de mi afecto por ustedes dos, de que todo continúa exacto entre nosotros. Le dije mil veces que no había pasado nada, pero sólo la sonrisa (por fin) de Inés logró tranquilizarlo. Traía un buen par de arañones en la frente, y bastó con que 10 lo miráramos para que estallara en carcajadas, Rosi lo había agarrado a carterazos no bien salió del departamento y lo encontró esperándola en la calle, para exigirle cuentas por el «cojudos» que les había soltado a José Antonio y a él. No sólo cojudo, ¡socojudo!, sino huevón y pobre diablo y vago y borrachín, yo me mato limpiando oficinas desde la madrugada para que tú te gastes toda la plata emborrachándote.

—¡Se acabó, Mauricio, o vuelves a trabajar o nos separamos! ¡He perdido cinco kilos por romperme el alma desde que empezaste a hacerte el loco para no trabajar tú también!

Él había tratado de calmarla, pero todo resultó inútil. Rosi le seguía dando carterazos, arañándolo, soltándole cachetada tras cachetada hasta que llegaron al Boulevard Saint-Michel y él ya no aguantó más. Se armó una verdadera gresca entre los dos, ahí, qué tal concha, le gritaba él, defendiéndose y atacando también ya, ella misma le había pedido que dejara ese asqueroso trabajo de limpiar espejos en mil oficinas, casi se había vuelto loco, era para volverse loco y no pensaba volverlo a hacer nunca más. Mauricio nos ponía de testigos a nosotros, necesitaba nuestra anuencia, la del cuello de Inés sobre todo, él no podía seguir con lo de los espejos, él era un artista, un neurótico, un paranoico, cinco días limpiando espejos fueron suficientes para que empezara a enloquecer, la misma Rosi se lo había prohibido desde que lo descubrió limpiando por tercera vez seguida el espejo de su cuarto, en el hotel, no podía contenerse. Qué tal concha, Rosi misma me lo prohibe y ahora quiere que vuelva a empezar. Total que en ésas andaba la pelea en pleno Boulevard Saint-Michel, volaban carterazos, cachetadas, empujones, hasta patadas, cuando vieron que un automóvil se detenía y cinco fortachones acudían a la carrera, en auxilio de Rosi.

—¡Abrázame, chola, que me matan —gritó él—, bésame en el acto, por favor!

Y su Rosi no le había fallado. Eso era una compañera, una camarada, una amiga, su chola lo abrazó con toda el alma y a los tipos les gritó: ¡Y a ustedes qué les pasa! ¡Qué demonios quieren ustedes! ¡Déjenme tranquila con el hombre que adoro! Los tipos se quedaron cojudos, hasta les pidieron disculpas, habían creído que un hijo de puta le estaba pegando a una muchacha, desaparecieron como quien no entiende nada. Y no bien partió el auto con los cinco, ellos arrancaron nuevamente a sacarse el alma a gritos, no pararon hasta llegar al hotel, así era su chola, toda una mujer, sólida, generosa, comprensiva, perfecta, y allá estaba ahora durmiendo y recuperando fuerzas porque mañana le tocaba limpiar oficinas casi de madrugada.

—¿Y tú, cuándo? —le preguntó Inés, parquísima.

—Mañana mismo empiezo a buscar otro trabajo, te lo juro, Inés.

—¿De esos que no se encuentran?

—No, pues, Inesita, no seas así; por lo menos no en un domingo y cuando te acabo de traer una rosa, a pesar de la perseguidora horrible que tengo. Hay que cortarla, Martín, un vinito no nos caería nada mal. ¿Quedó de ayer?

Le dije que sí, pero que no podía acompañarlo. Y le conté que tras su partida, José Antonio, a quien ya habíamos notado extremadamente pálido y jadeante, se nos vino de bruces al suelo. Tuvimos que llamar una ambulancia y todo. Lo habían hospitalizado en el Saint Antoine y la cosa parecía seria. El último dandy, según nos enteramos después, llevaba semanas sintiéndose muy débil, y paseándose de casa en casa con una extraña fiebre que por las noches se le convertía en fiebrón.