UNA VIEJA MALVADA, ADEMÁS

Hubo muchos ademases en nuestra vida matrimonial, pero creo que lo más indicado es empezar por madame Labru(ja), por todo lo que ella significó en nuestra vida, en la mía sobre todo, y por lo mucho que a través de ella aprendimos de París. Nadie nos ha cantado a los latinoamericanos a madame Labru, no conozco una sola canción que lleve su nombre o que al menos aluda vagamente a ella. Y no sé cómo será este asunto en el resto del mundo, pero en todo caso a ciudades como Lima llegaron las voces de la Piaf, de Maurice Chevalier, de Yves Montand, de Juliette Greco, y de tantas otras glorias que jamás se ocuparon de las glorias de madame Labru. El mismo Jean-Paul Sartre era buenísimo para los limeños, y a lo más que llegaba era a pasearse por Saint-Germain-des-Prés con un pullóver hasta las rodillas, que probablemente Juliette Greco le prestó a Simone de Beauvoir, y que el sabio, de puro distraído, se colocó existencialistamente para salir a redactar un libro importantísimo en un café, mientras saboreaba su express con veintisiete cigarrillos. Y desde la eterna primavera parisina, que la Metro Goldwyn Mayer se encargó también de eternizar, el general De Gaulle, cual sonriente arcangelote, bendecía este mundo made in France que llegaba hasta nosotros en paquetitos enviados a las Alianzas Francesas, conteniendo películas, diapositivas, profesores bien pintones, y alguna que otra alusión a la libertad de todos los pueblos, porque De Gaulle no sólo era el general más narigón, era bastante bocón además, y con ello creaba pasajera confusión entre las damas asistentes a la Alianza, que lo habían convertido en líder espiritual de todo lo que fuese espiritual y ensoñador y condensadamente proustiano, porque siete tomos de búsqueda del tiempo perdido es mucho para nosotras, y con ello también creaba una profunda ilusión entre nuestras izquierdas, que lo habían convertido en líder espiritual de todo lo que fuera de izquierda en América latina.

Yo, por ejemplo, conocía tan bien París a través de los documentales sobre Notre-Dame, Tour Eiffel, l'Opéra (me obligaban a pronunciar así), Maurice Chevalier, Le Louvre, etc., vistos boquiabierto y por toneladas durante mi adolescencia de limeño cinemero, que una vez que en un cine de bulevar parisino nos encajaron un corto de esos que ningún francés soporta, por falso y por cojudo, casi me mata la nostalgia que me agarró de Lima. Francia era puro espíritu para nosotros los latinoamericanos, tan amantes del espíritu puro francés. Así se lo hicieron saber incluso al pobre general De Gaulle, cuando visitó Lima hace tantos años. Me contaron la anécdota cuando yo vivía ya en París, y andaba por calles y plazas repitiendo que a la Ciudad Luz se le habían quemado los plomos. «Excelentísimo Señor Presidente de la República de Francia», le soltó el discurseante nativo, «el Perú es un país que ha vivido eternamente desgarrado por dos amores: uno, espiritual, por Francia y otro, material, por los Estados Unidos de Norteamérica». De Gaulle en Lima, y yo en París, desde luego no sé cuál de los dos andaba dándose peores tropezones con la realidad.

Y nada más real que madame Labru, era malísima la vieja. Yo al principio no podía creerlo porque ella misma me había dicho que era pintora y medalla de plata de la Municipalidad de París, además, cómo demonios no iba a tener alguna bondad reservada para mí, para un muchacho que empezaba su carrera de escritor realsocialista a pesar suyo. Pero no, no tenía ni una pizca de bondad para mí, ni para su perro, ni para sus vecinos, ni para la portera, ni para nadie en este mundo. En el edificio la acusaban de haber matado a su marido a punta de maldades. Yo, en todo caso, la vi cometer un crimen tan increíble como perfecto. La vi matar a poquitos a unos viejos bastante friolentos que vivían frente a ella. Mi historia es verdadera y dura un año entero. Respetando lo presente, no la llamaré La ciudad y los perros, aunque contiene gente, ciudad y perros, pero la contaré de todas maneras.

Empieza en un último y noveno piso (en París, durante largo tiempo, estuve condenado a los últimos y novenos pisos), con tres puertas que daban al pasillo en el que estaban la escalera y el ascensor. La puerta del fondo, a la izquierda, era la de Inés y mía. A ella se llegaba tras haber trepado unos escalones que llevaban a lo alto de una gran caja, una especie de montículo que cubría el motor del ascensor, y bajando luego por el otro lado de la caja. A cada nueva visita había que explicarle por qué había que subir y bajar esa increíble montañita para llegar a nuestra puerta. Nuestra puerta daba a otra puerta, la de la cocina de madame Labru, en la que el monstruo había abierto un agujero para controlar nuestras visitas, calcularles edad, peso, raza, tendencia política, posibilidad (le posar desnudo para ella, etc. El agujero lo tapaba con un corcho cuando se llenaba de confianza en nosotros, es decir cuando partía de fin de semana al campo y me dejaba encargado de que le diera de comer a Bibí, primer perro de mi historia. Lo destapaba cuando, tras haberle pegado sus diarias palizas a Bibí (eran tres, una antes de cada comida —comían juntos, luego—), deseaba continuar introduciendo maldad, mezquindad e inmundicia en la vida de todo ser que tocara nuestra puerta. Le servía también para decirle a Inés que me había visto meter a otra mujer en la casa, en su ausencia, y viceversa. Inés la soportó siempre mejor que yo, por la simple y llana razón de que al cabo de tres días de llegados al departamento, dejó de verla para siempre, con lo cual se ganó una enorme paz interior, dejándome a mí todo lo que tuviera que ver con ella, con lo cual viví casi permanentemente sin los pantalones en su lugar, en mi afán de lograr alguna paz en el interior del departamento. No era por el precio, o por la situación, o por la inmensa terraza tan disfrutable con los amigos cuando ella estaba ausente; era, aunque nadie me lo crea, por la hondonada, yo luchaba contra toda esa inmundicia por conservar aquella hondonada nuestra.

Terminemos con lo de las puertas. Entre nuestra puerta y la de la cocina del monstruo, nacía una escalenta que llevaba a otra puerta que, esta vez, sí era la de nuestro departamento. O sea que nuestro departamento tenía dos puertas antes de ser nuestro ma non troppo, debido a las divisiones establecidas por madame Labru, en su afán de alquilar el mínimo y conservar el máximo, con acceso a todo.

No faltará quien piense que estoy describiendo pésimo un dúplex, con entrada independiente a la mezzanine que ocupábamos Inés y yo. No. Lo que estoy haciendo es describir lo mejor que puedo a madame Labru. La terraza, por ejemplo, estaba allá arriba, y la puerta de la terraza, que yo subalquilaba, frente a lo que era nuestro ma non troppo, como la terraza también. Me explico: en los días felices, o sea cuando el monstruo Labru se largaba de París, aquel espacioso lugar nos servía para invitar amigos, por ejemplo, y en los días normales le servía a ella para sacar a Bibí, primer perro de mi historia, todavía, a cagar, y a nosotros para lo mismo, puesto que ahí estaba el wáter de hueco en el suelo (otra situación a la que parecía estar condenado en París, aunque creo que en este caso debería hablar más bien de posición), y cagándonos de frío, a menudo, porque nuestro wáter quedaba en una casetita de madera a la que se filtraba muchísima intemperie por todas partes.

La puerta de su departamento, la única que debió haber usado, de haber sido lo que yo imaginaba que era, una pintora con medalla de plata de la Municipalidad de París, era el segundo punto de mira de madame Labru. Ahí se pasaba horas con el ojo malvado prácticamente incrustado dentro del ojo mágico, llamado también Judas, controlando todo movimiento en el noveno piso. Y controlando sobre todo la última puerta de mi historia, justo enfrente de la suya. Perdónenme por favor tanta puerta, yo mismo me pierdo, pero les juro que ésta sí que tiene que ver directamente con el crimen perfecto.

Porque detrás de ella vivían pacíficamente un viejo profesor retirado y permanentemente muy abrigado, su esposa, segunda pintora de mi historia, que llevaba bohemiamente ladeada una boina azul como sus ojos de viejita linda, que tuvo que ser muy hermosa de joven, un gran pañuelo también bohemio al cuello, un gran chai de lana roja, y muchas cosas más de las que sí existían en las canciones de Edith Piaf y en el Proust condensado de la Alianza Francesa. Vivía también con ellos Betty, cuyo nombre se pronunciaba Bettí, y que era una perrita puddle, negra, llena de crespos, bien abrigadita en invierno, tranquila, inofensiva, y también retirada. Los tres nos saludaban, comentaban el clima con nosotros, siempre hacía un frío espantoso para los pobres, y yo a menudo le decía a Inés que comprendía que odiara tanto a los perros, que estaba de acuerdo en que se hiciera a un lado, no te preocupes por eso, Inés, yo me encargo de los mimos y caricias, pero por favor saluda un poquito más a los señores, parecen ser lo único bueno que queda en el edificio.

Con la descripción de Bibí, chiquito, peludo, blanquito, de hocico rosado y puntiagudo, nervioso y ladrador empedernido de ladridito insoportablemente agudo, termina prácticamente la descripción de los contendientes y está a punto de empezar el crimen, en los días en que Inés y yo acabábamos de instalarnos y no podíamos creerle a la portera la historia que nos habla contado sobre la hija de madame Labru. Una historia breve, y que puede resumirse así: La portera la quería mucho porque la había visto nacer, crecer maltratada y viendo maltratar a su padre, hacerse una señorita maltratada y viendo maltratar a su padre, luchar luego entre maltratos para salvar a su padre de tanto maltrato, y verlo morir, por fin, de lo que madame Labru llamó un cáncer al recto, largo y doloroso, pero que no fueron más que maltratos. Merecía mejor muerte quien había vivido tan espantosa vida, opinaba la portera. La señorita Labru llegó muy maltratada a la mayoría de edad, y no bien pudo se consiguió un novio y se largó con él a Suiza. Cada tres meses, por cosas de trabajo, venía a París y aprovechaba para visitar a su madre, que no era madame Labru sino la portera. A ésta, que era su verdadera madre, porque la había mimado y cuidado de niña y de grande, le preguntaba por su madre verdadera, limitándose, eso sí, a lo estrictamente necesario: ¿Todavía no se ha muerto? Porque, de haber muerto ya, habría llegado el momento de empezar a buscar en diferentes Bancos de París, en diferentes casas y en muchísimos colchones de las diferentes casas, todo el dinero que escondía. Comprendí lo de diferentes casas y lo de muchísimos colchones, pero no comprendía por qué madame Labru tenía cuentas en diferentes Bancos, si todos eran Bancos de París. También eso me lo explicó la portera: para que ni los empleados de los Bancos supieran cuánta plata tenía en el Banco.

He dicho antes que el crimen perfecto tardó un año entero en consumarse. Agrego que se necesitaba haber vivido varios años en París para poder detectarlo: si no, se le escapa hasta al mejor Sherlock Holmes. Por eso creo que este crimen dice también mucho de mí y de mis relaciones con París. No sé quién afirmaba que el ser más avaro y egoísta del mundo puede esconder tesoros de ternura para con su gato. O para con su perro, por qué no, también. No sé quién dijo eso, pero aunque sin duda era alguien que conocía bastante bien el mundo de los solitarios parisinos, no llegaba a conocerlo tan a fondo como para imaginar que hay seres, madame Labru, por ejemplo, que no guardan una pizca de tesoro de ternura ni siquiera para su Bibí. Aquel detestable bicho, porque en París perros y gatos llegan a tener en común el irse convirtiendo poco a poco en bichos, en bichos castrados u operados, además, era tan sólo su interlocutor, y por eso se explica tan fácilmente que recibiera tres pateaduras al día, una antes de cada comida.

Madame Labru era mala como son espantosamente malos tantos solitarios parisinos. Alcoholismo, perrito, o gatito, son sus vicios más conocidos, a los que hay que agregar, más como perversión del alma que como enfermedad, una buena dosis de locura totalmente desprovista de sufrimiento, salvo que sea por su bichito, una buena dosis de locura sin demencia, con buen sueño, y en la que cada hora del día es aprovechada para concebir alguna maldad aplicable al vecino más débil. El origen histórico de este fenómeno pudo ser el miedo, el temor en la soledad, y su consiguiente necesidad de defensa, pero todo ello se mezcla luego en el alma hasta llegar a convertirse en ataque puro, en agresiva y envenenada costumbre cuyo origen se ha olvidado, pero que suele ser hereditaria. Así, por ejemplo, se repiten exactamente iguales, con un nuevo vecino que aún no ha dado prueba de nada, las mismas atrocidades que se le aplicaron al vecino anterior, que a lo mejor, acaba de abandonar su departamento porque no pudo soportar unas maldades que le resultaban inexplicables. Creo que eso hizo madame Labru con nosotros, o en todo caso conmigo, pues ya he dicho que a partir del tercer día Inés dejó de verla para siempre. Mi táctica fue siempre la de ponerle la otra mejilla, un poco por mi carácter experimentador, otro poco porque me gusta saber hasta dónde puede llegar la maldad humana, y también, es verdad, porque creía que siendo buenísimo lograría desarmarla algún día. Me destrozó la mejilla cristiana.

Me gusta París, a quién no, pero sé que hay algo que terminará expulsándome de esta ciudad en la que he sido pobre, joven y feliz, algo más rico y algo menos joven, realmente feliz y profundamente infeliz. Todo esto es normal, no me quejo, en ninguna ciudad del mundo habría sido diferente, tampoco, puesto que ya no me cabe la menor duda de que mi carácter ha tenido mucho más que ver en mi destino que los astros, las cartas o el I Ching. Y por ello mismo me he negado, desde hace algún tiempo, a tener un perro o un gato en una ciudad en que perros y gatos se convierten a menudo en lazarillos de malvados de galopante maldad. Con excepción del perro de Octavia (pero hablar de Octavia y de su perro es hablar de un mundo que sólo conocí años más tarde), y de alguno que otro perro con costumbres y espacios vitales extranjeros, no creo que haya un solo perro en todo París capaz de tirarse del trampolín de la piscina y caer en la refrigeradora de casa de mis padres. En fin, el que me entienda que me siga. Pero quien al imaginar su tercera edad, como le llaman aquí a la vejez, se ve a sí mismo solo en un departamento con un perro, va de culo camino a la maldad. Se comprenderá, pues, por qué tras mi separación de Inés opté por una soledad sin perros. Se comprenderá, también, por qué cada nueva mujer que se me acercó, para nuestro bien o para nuestro mal, volvió a despertar en mí el deseo de tener un perro al estilo mío. Y se comprenderá, por último, por qué en esta actualidad que puede durar para siempre, Dios no lo quiera, sólo recibo perros en las horas en que normalmente recibo a mis visitas. Concluyo ahora con una última intuición: no hay nada que pueda y deba causarle más pánico a un joven en París que un perrito o gatito de viejo. Guerra avisada no mata gente.

Salvo en el caso de madame Labru que avisó guerra y mató a los dos viejos pacíficos que vivían con la perrita retirada, con una estrategia que mis años en París me permitieron ir descubriendo, paso a paso. El asunto empezó como un pleito entre artistas y el objeto en disputa era el espacio destinado a sus respectivas exposiciones anuales. En efecto, cada año, madame Delvaux y madame Labru les exponían el resultado de un año entero de trabajo a sus amistades. Madame Labru se mandaba fabricar tantas medallas de plata de la Municipalidad de París cuantos cuadros exponía, y las colgaba luego en lo alto y a la derecha de cada nueva monstruosidad. Sus cuadros eran, en efecto, tan horribles como ella, y a menudo enormes y con el mismo tema: desnudos femeninos y masculinos agigantados y de colores francamente desagradables y tenebrosos. En cambio del departamento de madame Delvaux salían decenas de ramilletes de flores de muchos colores alegres y alguna que otra palomita mensajera de una paz que, en realidad, nunca había existido entre las dos vecinas. Bastaba haber visto un cuadro de madame Labru, para saber que envidiaba a madame Delvaux, que la odiaba porque sus cuadros eran más alegres, porque era su vecina, y por tantas otras cosas que debían remontarse a épocas en las que no sólo no soñaba yo aún con venir a París, sino que además la cigüeña tampoco soñaba aún con llevarme a mí de París a Lima. Odio viejo y podrido de viejos vecinos y punto.

Las exposiciones se realizaban cada otoño, y la sala de exposiciones era nada menos que el pasillo al que llegaban la escalera y el ascensor. En el caso de madame Labru, además, la sala se prolongaba (fue una de las condiciones del contrato de subarrendamiento) por la escalera que subía a nuestra mezzanine, por nuestra terraza, e incluso por las paredes laterales y la puerta de la casetita en que estaba nuestro wáter ma non troppo, para qué decir más, ya. Nunca les pregunté a ninguna de las dos por qué no exponían en una galería o algo así, pero era evidente que por más medallas de plata que tuviera la una, y por más colorido alegremente ramillete de la paz que tuviera la otra, por esas pinturas nadie daba un real. Nos tocó pasar en medio de ambas exposiciones y en medio de los concurrentes, de los bocaditos y los coctelitos, a las pocas semanas de haber llegado al departamento. Tanto madame Labru como madame Delvaux les explicaban sonrientes a sus invitados que no había por qué preocuparse, éramos dos nuevos inquilinos extranjeros que entrábamos o salíamos de nuestro departamento.

Pero el día de la exposición Labru, no pudo faltar uno de esos contratiempos que me obligaron a salir mandado por Inés en busca del monstruo, con la mejilla cristiana lista para cualquier sobresalto. En efecto, al llegar a nuestra escalera, nos dimos con que no sólo allí había invitados y coctelitos, los había también en nuestro departamento. El monstruo había abierto la puerta con toda concha y les había dicho a sus invitados que podían sentarse en nuestros sillones sin problema alguno. Nos dimos con una buena docena de personas instaladas hasta sobre la cama.

—No te das cuenta de lo que hace para que no le ensucien su casa —me dijo Inés, mientras con la mirada mandaba a todo el mundo a la mierda y a mí en busca de la vieja.

Bajé veloz y feroz como un rayo, qué significaba eso, qué tal concha, y después a nosotros sólo nos dejaba invitar a una o dos parejas por semana, por qué con los doce o quince invitados suyos que se nos habían metido no se iba a hundir el piso también. Dicho todo esto, puse la mejilla cristiana, y terminé con una jarra de sangría y doce vasitos de cartón sobre una fuente, por si acaso los invitados de arriba tuvieran sed, mi esposa y yo también podíamos servirnos un poquito, si deseábamos. Mi esposa no deseó volverme a ver más en la vida, y yo no tuve más remedio que continuar de mozo por la escalera, la terraza, e incluso esperando que una especie de espantapájaros terminara de mear en nuestra caseta, guárdeme una copita, por favor, señor, me dijo al entrar, qué me quedaba en la vida más que bajar por más sangría y seguir fuente en mano mientras a Inés se le fuera metiendo en la cabeza la posibilidad de volverme a acoger en su seno, en su regazo, en sus brazos, o en su mirada preperdonadora. Tres días más tarde le tocó a madame Delvaux su exposición. Me ausenté del barrio hasta la noche, para evitarme contratiempos con Inés.

Y al regresar, me enteré de que el verdadero contratiempo había surgido entre las dos pintoras. Por su ojo mágico, llamado también Judas, y que era además oído, madame Labru había escuchado que su vecina estaba invitando a la misma gente para el año entrante, día 15 de octubre. Salió furiosa, con Bibí ladrando furioso, y conmigo parado en medio de todo, sin saber a cuál de las dos saludar primero, porque madame Delvaux era buena y pacífica, pero el monstruo era el arrendatario de quien yo dependía. ¿Por qué demonios a Inés nunca le tocaban estas cosas?, hasta ahora me lo pregunto. Porque son mi especialidad, es la única respuesta que he encontrado hasta ahora. Bueno, lo cierto es que yo seguía parado entre los invitados de madame Delvaux y entre los gritos de madame Labru, quien afirmaba que también ella había invitado a su gente para el año entrante, el 15 de octubre. Sugerí que una exposición podría ser por la mañana y la otra por la tarde, y casi me doblan el alquiler. Pedí permiso para seguir mi camino hacia los brazos de Inés, pero se me anunció que Inés estaba con otro hombre entre los brazos. ¡También de eso tendremos que hablar muy pronto!, me gritó el monstruo.

Y aquí nace el crimen perfecto. Pobrecitos los Delvaux, si hubieran sabido lo que les esperaba, si en vez de ser un matrimonio viejo, pacífico, tranquilo, y hasta sonriente, hubiesen sido como se debe ser cuando se es viejo y sólo se tiene un perro. Pero ya he hablado de Betty (se pronunciaba Bettí), que también era buena y tranquila y retirada. El frío iba a acompañar la desolación con que esos viejos se irían acercando al día del crimen, el 15 de octubre del año entrante no tuvieron fuerzas para preparar su exposición, tras la muerte de Bettí. Y sólo cuando la vieron mordida, por primera vez, empezaron a comprender hasta qué punto, sin aquella perrita, la vida no podía seguir adelante. Trataron, sin duda, pero no pudieron contra lo que comprendieron. Así pasa con los perros y la gente en la soledad oscura de los viejos edificios de tantos barrios de París.

Lo único que gritó madame Delvaux fue que era una injusticia escoger precisamente la misma fecha que ella, para la exposición, quince años sin cambiar de fecha, ya sus invitados estaban acostumbrados al 15 de octubre, había que tener consideración por la gente de la tercera edad, un cambio de costumbres puede ser fatal, se van a equivocar las fechas, se van a enfriar por gusto, van a gastar un ticket de metro por gusto, van a desplazarse por gusto, están acostumbrados, por más que les dijera yo que el 16 en vez del 15, se equivocarían, se confundirían, se perderían por calles frías e inhóspitas, llenas de los jóvenes de hoy, qué horror. Y los invitados de madame Delvaux, que tenían todos ojos azules y boinas bohemias, asentían, no podía ser, mire usted, aquí lo tenemos anotado en nuestras libretas, mire la prueba, aquí está anotado. ¡Dios mío, mi libreta!, se me cayó mi libreta, no, ésta es la suya, no, ésta es la de ella, ¿dónde está mi libretita?

Empecé a recoger libreta tras libreta hasta que Bibí, pateado por su dueña, me cayó encima ladrando. Comprendí que el monstruo iba a volver a gritar. Frankenstein decía que era malo porque era desgraciado, vamos a ver qué dice esta desgraciada de mierda. Dijo, o mejor dicho, anunció a gritos que el 15 de octubre del año entrante nadie vería más cuadros que los suyos en todo el edificio. Y terminó con una patada destinada a que Bibí cayera peligrosamente cerca de la pobre Bettí. Felizmente, monsieur Delvaux se interpuso y la perrita retirada, por esta vez, salió ilesa.

No sé si fue en ese preciso momento, pero en todo caso tardé poco en comprender que ya estaban listos todos los ingredientes del crimen en la mente del monstruo. Estaban listos, no me cabe la menor duda. Tan sólo la manera en que de pronto se quedó tranquila y pensativa permitía suponer que alguna idea bastante agradable acababa de metérsele en la cabeza. Me sentí increíblemente Sherlock Holmes, sentí haber descubierto pistas, huellas, ideas, premeditaciones, todo un terreno criminal que por el momento descansaba pensativo en la mente asesina de madame Labru, el monstruo del noveno piso. Corrí completamente Sherlock Holmes donde Inés, pero Inés no me hizo el menor caso, o mejor dicho, me dijo que mejor empleara tanta imaginación para avanzar en mi novela, qué había del capítulo sobre la huelga de pescadores, por ejemplo, me había quedado estancado en plena huelga, por qué no me ocupaba de eso, más bien.

—Sigue la huelga —le dije—; no ceden ni el patronato ni el sindicato. Todo está detenido, la novela también.

Inútil decir cómo me miró y a dónde me mandó con la forma en que me miró. Era masoquista, no cabía la menor duda, y a lo mejor hasta sádico también, pero lo cierto es que me encantaba provocar estas situaciones con Inés. La quería, quería hacerla reír, la quería y sabía que iba a lograr el efecto contrario, yendo a parar a la mierda, además. Pero ahora pienso, más bien, que esto es lo que se llama relaciones normales entre una pareja formada por un hombre al que le gusta hacer reír y por una mujer a la que no le gusta que ese hombre la haga reír. No, tras esta breve reflexión, no creo ser ni sádico ni masoquista. Me incorporé del sucio lugar en el que me había dejado la cristalina mirada de Inés, y me preparé para asistir terriblemente Sherlock Holmes a la reunión del Grupo.

Les conté todo.

—Miren —les dije—, soy una especie de Sherlock Holmes parisino, y creo haber descubierto inenarrables y pérfidas intenciones en la mente de mi arrendataria. Creo que esa vieja de mierda está cocinando un crimen que puede resultarle perfecto. Yo les ruego que dediquemos la reunión de hoy a la realidad que nos circunda…

—Que te circunda, querrás decir —me interrumpieron.

—De acuerdo —dije, contemporizador—, pero creo que debemos tener en cuenta que la realidad no es todo el tiempo latinoamericana y política y guerrillera o clandestina…

Iba a decir también que estábamos en París y que eso había que tomarlo en cuenta, pero ya todo el mundo me estaba volviendo a interrumpir con la mirada, el Grupo íntegro se estaba copiando la mirada de Inés. No les salía, bien hecho. Del alma mía tenía la única mirada que me causaba pavor en este mundo. Continué, a pesar de que ya nadie me hacía caso, y les dije que por no hacerme caso era muy posible que dos seres totalmente inofensivos, más una perrita retirada, hubiesen muerto dentro de un año. Gracias a Dios, el Grupo optó por tomarse mis palabras en broma y nada más, y como la reunión aún no había empezado realmente, no faltó incluso alguien para decirme, sin una gota de mala intención, y como quien trata de desdramatizar las cosas, que sin duda se me habían pegado algunos hábitos policiales de mi tan querido y misteriosamente desaparecido amigo poli. Hubo risa general, y debí alegrarme con eso, pero la verdad es que era tan misteriosa la desaparición de Enrique, que de pronto sentí terror ante la perspectiva de encontrármelo algún día dirigiendo el tráfico o algo así… Perdón, Enrique, aquello fue sólo un ácido y helado alfiler en una mente angustiada, medio segundo después ya estaba apostándole en silencio al Grupo y a la vida que la razón y la bondad eran tuyas. Llevaba mucho tiempo ganando esa apuesta cuanto te vi muerto. Después seguí ganando siempre solo. Gracias, Enrique…

En fin, nadie me dejó ser un Sherlock Holmes parisino y nadie quiso ser mi Watson ídem. Con algunas bromas más terminó el asunto, y acto seguido se me interrogó acerca de la novela. Inés estaba presente, o sea que me metí al culo todos los argumentos sindicales y patronales que me obligaban a tenerlo todo paralizado. Dije, en cambio, que la calidad estratégica, cada día más evidente, de la obra de Lenin, me permitiría sacar a mis sindicatos adelante, que ya se estaba formando ahí un núcleo sólidamente politizado, que pronto podría leerles capítulos esperanzadores y, sobre todo, edificantes en grado sumo para el pueblo peruano. Lo que no me atreví a decirles fue que Carmen la de Ronda, sin el acento andaluz, por cierto, estaba preparando la toma de una fábrica, con la vitalidad y la energía que le daban sus cien sanísimos kilos de juventud rosada. A Paco, su esposo, lo había puesto en la retaguardia, tras suprimirle también el acento andaluz, porque me era imposible imaginármelo de otra cosa que de obrero agotado y verdoso de fábrica de París. Esto último no me lo confesaba ni a mí mismo, claro, y más bien pensaba dejarlo en una posición poco combatiente, debido a la agudización cada vez mayor de su tic nervioso en tres tempos con fuga. Siempre me había preocupado el estado de salud del pobre Paco, y ello tenía que reflejarse de alguna manera en el realismo sensible y socialista de mi novela, era lo justo. Giuseppe, Francesco y Paolo, los tres albañiles italianos de mi abandonado techo, llamados para las necesidades del caso, Pepe, Pancho y Pablín, y convertidos también en pescadores sindicalizados, apoyaban fervientemente las resoluciones de la joven y apasionada Carmen la de Chimbote, más conocida por sus amigos, y desgraciadamente también por un policía infiltrado que en nada se parecía a Enrique, como la Chimbotazo. En fin, es indudable que mi sinceridad en la redacción de la novela era total, me estaba basando en los únicos modelos reales que había conocido en mi vida.

Sin embargo, era prudente no hablar de eso y era mejor también no hacer la pregunta que se me ocurrió en aquel instante. En efecto, había notado a los muchachos tan contentos con mi exposición, que preferí quedarme con la duda hasta hoy, en que ni la duda ni el programa se me plantean ya, y en que se me ha quedado para siempre en el cajón de los malos recuerdos mi vocación de novelista. O sea que la pregunta quedará para las vocaciones venideras. No digo las generaciones venideras, porque eso me resulta ya demasiado optimista. Pero si alguien lee este cuaderno, es decir, si alguien además de Octavia o de algún amigo acepta leerlo, comprenderá que un hombre que navega en un sillón Voltaire es una persona cuya capacidad de entusiasmo es estrictamente nula. En fin, la pregunta era más o menos la siguiente, y voy a tratar de imaginar qué habría sucedido si efectivamente la hubiese planteado en aquella lejana reunión del Grupo.

—Camaradas, tengo una duda. Ya sé que es una duda más la que tengo, otra más entre millones de dudas, ya sé que me pongo pesado con tanta duda, pero…

Interrupción aquí.

—¡Déjenlo hablar! —habría gritado Inés, que, hay que ser justo, consideraba que la solidaridad internacional me comprendía a mí también. La hondonada era cosa aparte en estos casos, cosa nostra, cosy nostro y diminutivísimos, éramos ella y yo sin el Grupo problemeante o con alguno que otro amigo del Grupo invitado a nuestra fiesta de boda a poquitos. Sí, Inés creía que la hondonada era una vida separada de ésta—. ¡Déjenlo hablar! —habría vuelto a gritar, porque a la primera nunca funcionaba y normalmente el asunto requería de una de sus miradas, además.

—Camaradas, mi pregunta era, mi pregunta es, mi pregunta era…

—Martín, por favor —bizquerita.

—Sí, Inés. Mi pregunta es la siguiente: esta novela está destinada a un pueblo mayoritariamente analfabeto… un pueblo que sólo sabrá leer y escribir después de la revolución… En fin, digámoslo claramente, mi novela está destinada a colaborar con gente que no la puede leer. Si está destinada a colaborar en la lucha de un pueblo que sólo podrá leerla después de la revolución, ¿para qué sirve mi libro ahora y para qué servirá después?

Inés habría bizqueado y el Director de Lecturas habría sugerido pasar al siguiente punto de la orden del día, que siempre era mucho más importante y urgente que una de las típicas dudas mías. Hoy, que proso, y que los húmeros a la mala se me han puesto, ese hijo de puta está trabajando gordísimo en una dependencia pública, en Lima, y yo sigo hecho un pelotudo pensando en estas cosas en mi sillón Voltaire. Bueno, queda un consuelo: Carmen la de Ronda y Paco son propietarios de una pensión en su pueblo andaluz y el tic de Paco ha perdido la fuga, el tercer tempo y el segundo ya casi ni se notan. En fin, uno que sobrevivió. Le fue mucho mejor que a los Delvaux y que a Bettí.

Y sin embargo nadie sabe la pena que siento al repetirme esta cojuda pregunta que entonces no hice porque la coyuntura, no la política sino la otra, me indicaba que lo mejor era el silencio. Sí, mis relaciones con el Grupo habían mejorado poco a poco tras la desaparición de Enrique, y ello había influido lógicamente en mis relaciones con Inés, era indudable que habían mejorado. Yo no separaba las dos cosas como ella, y pensaba que en la hondonada se podía alcanzar más fácilmente la perfección si se estaba bien fuera de ella también. Y hablando de los seres y de las cosas que estaban fuera de la hondonada, y contra las cuales luchaba en mi afán de protegerla, el monstruo ya era suficiente problema.