Como Hemingway, Martín Romaña había amado y recorrido con pasión España e Italia, y aunque en este país también se sintió particularmente atraído por la belleza herida de Venecia, con su destino de hundimiento y lo que sobre ello se decía y escribía, aquellas otras ciudades, que a menudo habían sido repúblicas, lo vieron llegar en más de una oportunidad con Inés, o rodeado de amigos, explicando por qué se sentía tan entusiasta, y por qué, con excepción de Mantegna, todas le gustaban tanto. Pero sus primeros vagabundeos habían sido españoles, y con Inés casi siempre a su lado. Normalmente se alojaban en pensiones muy baratas y hacían el amor sobre colchones muy incómodos, pero aquéllos eran todavía los tiempos en que el calor de sus cuerpos era más fuerte que el calor del verano en aquellas habitaciones, y por la fuerza con que se amaban les era tan agradable dormirse abrazados después.
Durante su viaje de luna de miel, se permitieron el lujo de jugar cara o sello una moneda al mejor o peor hotel de cada ciudad. Y cuando perdían, lo cual quería decir una semana enteramente ahorrando al máximo en la comida, la recompensa era una habitación con baño y aire acondicionado y esas interminables noches de amor en las mejores condiciones higiénicas y climatológicas. Cáceres y Ronda eran sus ciudades favoritas, pero Martín recordaba muy especialmente Algeciras, por el boleto que compraron para cruzar al África, y que luego, en el momento de embarcarse, arrojaron al mar, porque para qué iban a meterse en continentes o países nuevos si la estaban pasando tan bien en España. Minutos más tarde, Martín le propuso a Inés, saltando y abrazándola como loco, quedarse a vivir para siempre en España, jurándole que se había olvidado por completo de Perugia. Pero ella le respondió que por nada de este mundo pensaba quedarse a vivir en un país que gobernaba un tipo como Franco. Tras media hora de caminata silenciosa por el puerto donde habían arrojado los billetes al mar, Inés le sugirió visitar Cádiz.
No hicieron el amor en Cádiz. Al llegar, Martín había sugerido cara o sello para lo del hotel más caro o más barato, pero Inés prefirió escoger esta vez un hotel de tipo medio, un sitio no muy caro pero donde pudiera tener una mesa y un ventilador porque quería trabajar un poco. No quiso ir a la playa, no quiso comer los chipirones del Hotel San Francisco, y no quiso leer las novelas de Pío Baroja que un amigo vasco le había regalado cuando pasaron por San Sebastián. Cuatro días después, seguía concentrada en las obras escogidas de Marx que se había traído de París.
—Podrías traerte uno de los dos tomos y leerlo en la playa, Inés.
—No se puede leer a Marx en la playa. No me preguntes por qué, pero no se puede. Agarra los Barojas y llévatelos a la playa, si quieres.
Martín le notó la bizquerita. Le quedaba tan linda que hasta parecía asunto de coquetería. Pero en España esa bizquerita no debió existir nunca; era más bien un asunto ligado a París y a absurdos problemas surgidos allá con los miembros del grupo político en el que militaban. Habían decidido que Enrique, un gran amigo español de Martín, era muy probablemente un policía de civil, y últimamente gigoló, además. Martín agarró cualquier libro de Baroja y se largó a la playa.
Y en esa bendita o maldita playa se vio envuelto en una situación extraña, realmente extraña, una situación que él sólo pudo calificar de exagerada. No había traído los Barojas porque quería tirarse ciego en la arena y pensar en lo de Enrique, estaban a punto de pedirle que se, definiera, que eligiera entre ellos y Enrique, y el súbito cambio de Inés, en plena luna de miel, en el mejor momento de Algeciras, le obligaba a pensar en algo, a tratar de hallarle una solución a un problema que él nunca había querido asumir completamente, que él se negaba a tomar en serio por lo estúpido que le parecía. Pero otra cosa era que también Inés empezara a compartir el punto de vista de sus compañeros del Grupo. Lo de Cádiz, como lo de San Sebastián, días atrás, era una recaída, una recaída del lío de aquella noche en que Martín había preferido, así dictaminó el Tribunal Popular conformado por sus amigos, previa autoelección del Grupo entero que vino a tocarle a la puerta a las cuatro de la mañana, Martín había preferido (éstas eran las aclarantes repeticiones que se le fueron pegando a Inés junto con la bizquerita), Martín había preferido pasar la noche de lectura de Marx, el revolucionario, conversando en un café con Enrique, el sospechoso de ser policía. Repitieron tantas veces y con tanto regusto lo de policía, que Martín los largó burguesamente de su cuartucho, aclarando a gritos, y también burguesamente, según dictamen posterior del Tribunal, de tan reciente autoelección, que su amistad por Enrique estaba por encima de toda sospecha. La rabia le impidió preguntarles, mientras se dirigían hacia la escalera de caracol, si su relación con Inés era también burguesa o no.
Por la bizquerita se enteró de que sí lo era. Y, por primera vez, desde que empezó a visitarlo por las noches, Inés sintió sinceros deseos de dormir en una cama sin Martín, lo cual le produjo tal certidumbre de deber cumplido, que le permitió acostarse a su lado y quedarse profundamente dormida en medio minuto. Y cuando unas tres horas más tarde, en pleno insomnio de Martín, se le metió entre los brazos, como siempre, éste se dijo que sin duda alguna Inés acababa de soñar que se había largado para siempre con sus camaradas, tras la expulsión burguesa. Martín esperó que empezara a despertarse, para despertarla a besos.
Aquella mañana todo estaba a su favor, además. En efecto, de acuerdo con la repartición marxista de las tareas caseras establecida por Inés, para que Martín llegara acostumbrado al matrimonio, a él le tocaba el desayuno, la limpieza del cuartucho, el arreglo de la enorme cama y la compra de cigarrillos y de lo que hiciera falta para el día. Lo malo es que le tocaba ir a trabajar, también, pero ése era un tema de discusión que él no estaba dispuesto a sacar a la luz en un día así. Primero, porque Inés acababa de despertar entre sus brazos, y hasta le había sonreído como diciéndole te quiero porque hoy me puedo quedar leyendo en tu camota todo el día, si quiero, lo cual era sentido del humor en Inés, cosa muy poco frecuente y que a él le encantaba. Segundo, porque la culpa de eso la tenía él, por ser hombre, y por haber contribuido en alguna forma a la creación de una sociedad machista en la que sólo los hombres encuentran trabajo. Y tercero, porque a un profesor de Inés se le caía una baba intelectual burguesa por ella, y año tras año recomendaba la renovación de su beca, y este año se la habían vuelto a renovar, lo cual les permitiría tal vez casarse y partir a España en luna de miel, sin que Inés hubiese dado más golpe que el marxista en todo el año de estudios.
El sol de la playa lo obligó a cerrar los ojos, tirado panza arriba, y ahí anduvo largo rato Martín entre dormitando y pensando en todas esas cosas, y en cómo Inés ya no sólo se negaba a leer a Faulkner o a Hemingway, a los gringos, en fin, sino también ahora a Baroja. Baroja era para la playa, en todo caso. ¿Y si el defecto de Marx, o de Mao, o de Lenin fuera precisamente el de no ser también para la playa? ¿Por qué siempre de noche, y con reserva, y con sospechas y con increíbles acusaciones? En París, en todo caso, resultaba absurdo. Ellos eran peruanos, y a los guerrilleros peruanos los habían matado allá, en el Perú, no en París. Un par de deportados no podían significar tanta reverencia, tanto recelo, tanta inútil gravedad, y ese andar desconfiando del primer tipo que no era o no pensaba exactamente igual a ellos. Que los deportados desconfiaran, de acuerdo, pero por qué empezar a desconfiar de un hombre como Enrique o de cada peruano nuevo que llegaba con su beca. Casi todos los del Grupo eran becados, al fin y al cabo, y casi todos andaban deseando y solicitando más becas. Nadie le pide al gobierno francés una beca para irse de guerrillero al Perú…
Dudas, preguntas, o afirmaciones de ese estilo, expresadas en el grupo con que leía a Marx y a los demás, hicieron que a Martín lo rebajaran de simpatizante (categoría a la que había llegado tan sólo porque vivía acoplado a Inés, cuadro político de total confianza) a amigo, y de ahí a amigo depresivo, más la bizquerita de Inés, de pronto, en una reunión. Y sólo su matrimonio y la oportuna llegada del verano habían impedido que lo rebajaran también a sospechoso. Con cosas como ésas tendría que enfrentarse a su regreso a París. Bueno, en el fondo tal vez no había nacido para revolucionario, ni para simpatizante, ni para nada. Ahí, tirado en la playa, lo estaba sintiendo, porque lo único que le importaba de todo era su relación con Inés. Había sido perfecta cuando ella recién llegó a París y lo arrastraba de iglesia a iglesia, porque la misa del domingo, la del feriado que él ignoraba, porque la comunión del primer viernes, en fin, porque cualquier cosa. Y él que era lo menos creyente que hay en esta tierra. Por qué no podían llevarse bien también ahora, ya ninguno de los dos iba a misa, era un paso adelante, ¿no?
—No —se respondió Martín.
No, porque Inés estaba perdiendo algo que él había deseado que no perdiera nunca. En San Sebastián, días atrás, un viejo campesino vasco le había regalado los libros de Baroja, y ella lo había besado con ternura y se los había agradecido mucho. Después el viejo les había hablado de los problemas vascos y de su ferviente nacionalismo. Lo hizo, sin duda, llevado por la alegría que le produjo el beso de Inés, por quedar como amigo, por dejarles otro recuerdo, algo además de los libros. Pero Inés encontró todo eso viejo, romántico y nada marxista. Tratar de cambiar al viejo era como tratar de cambiar al diablo, ese hombre más sabía por viejo vasco que por diablo o por lo que sea. Pero ella no dejó lugar ni para el brindis, ella dijo lo que tenía que decir, clavándole a Martín la primera bizquerita de España, cuando trató de interrumpirla, ocultando apenas su enorme ternura. Y lo dijo todo con palabras que sólo debieron ser dichas de haber servido para cambiar el mundo en ese instante. Jamás ante tres copas de vino ofrecidas por un viejo, por ese viejo vasco. Y ahora Baroja era lectura para la playa, pero ella ni siquiera quería ir a la playa en Cádiz.
Martín decidió darse un remojón para alejar tantas ideas, y porque sus lágrimas, depresivas y burguesas, se le estaban llenando de granitos de arena que empezaba a joderle aún más su andar tan triste en esa playa tan bonita. Una muchacha alta, delgada y morena estaba en la playa en el momento en que él se incorporó limpiándose los ojos, limpiándose muy cuidadosamente los ojos ahora para poderla ver mejor. El pelo era largo y castaño y muy lacio, el traje de baño marrón y clásico, las piernas largas y delgadas y torneadas y graciosas; sí, graciosas. Pero lo que más le dolió a Martín fue la ternura apenas oculta de la sonrisa que acompañaba el gesto de sus manos señalándole y señalándole las obras completas de Hemingway extendidas sobre la arena. La rodeaban las obras completas de Hemingway, la rodeaban como protegiéndola de una eventual bizquerita.
—Cuando termine con Hemingway, empezaré con Baroja —le dijo la muchacha.
—Sí, claro —dijo Martín—, es muy bueno para la vista.
—Ahora tienes que regresar al hotel, Martín Romaña.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes mi nombre?
—Yo no sé nada. Tú sí lo sabes, Martín Romaña. Y a mí eso me basta, a título de información.
Octavia de Cádiz, dijo Martín, dándole la espalda, para no ver el resto. Y hasta hoy continúa preguntándose por qué inmediatamente la bautizó con el nombre de Octavia de Cádiz.
No bien llegó al hotel, Martín hizo todo lo posible por comunicarse con Inés, tenía que ser esa misma tarde, tenía que ser a fondo y lo antes posible. Decidió urgentemente volverse loco un rato, y a eso de las tres de la tarde se dirigió a la habitación en que ella estudiaba concentradísima, tras haber comprobado que ya empezaban a hacerle algún efecto los calmantes que se había tomado mientras trataba de comprender qué tipo de locura, no decidida por él, lo había llevado a encontrarse en una playa con Octavia de Cádiz, en una escena que no había existido y que al mismo tiempo sí había existido porque él estuvo presente en ella y porque ahora, de golpe, acababa de sentir otra vez el espanto y el dolor de que además todo fuese cierto. No, no lo era, porque por más que él regresara, por más que él buscara, ninguna Octavia volvería a aparecer en ninguna playa, en ninguna parte. Lo aseguraban los prospectos de los calmantes, pero en cambio los calmantes en sí no terminaban de hacerle efecto nunca, y total que el Martín Romaña que irrumpió en la habitación estaba loco dos veces, una decidida y la otra independiente, totalmente independiente de su voluntad. Inés continuaba concentradísima, ni siquiera había notado su vehemente ingreso. Un portazo la hizo mirar, por fin.
Inés le sonrió al niño depresivo y problemático que quedó tras el discurso, lo amenazó con regresar inmediatamente a París si volvía a hacérsele el loco, en un estúpido afán de sublimar sus deseos de tirarse a la primera española guapa que había encontrado en la playa, y continuó con su lectura. No hay peor gestión que la que no se hace, se dijo Martín, pensando que además, en la escena de la playa, Octavia de Cádiz no tenía nacionalidad definida. Después se murió el resto de la tarde sobre la cama, con ayuda de los calmantes para la locura de los prospectos.
Enrique había sido declarado definitivamente policía, cuando regresaron a París. Nadie había podido encontrar otra explicación para un tipo que andaba merodeando sin tener nada que hacer por las facultades, por los restaurantes universitarios, por todo el Barrio Latino, en fin, por todos los lugares por los que el Tribunal del Pueblo merodeaba teniendo Algo Que Hacer. No se podía vivir sin tener nada que hacer y recibiendo mensualmente un cheque de su mamá en la oficina del Banco de Bilbao, con el pretexto de haber estudiado medicina varios años, y de tener un bultito peligroso en la garganta. No era profranquista, no era antifranquista, no buscaba trabajo, no era ni siquiera capaz de enamorarse cuando una muchacha se portaba bien con él, cobraba un dinero más que sospechoso en el Banco de Bilbao, y al pelotudo de Martín Romaña se lo tenía comprado con lo del bultito peligroso en la garganta. Era, además, una amistad demasiado extraña; Martín vivía en permanente propensión al psicoanálisis y era gran amante del vino, mientras que Enrique poseía la serenidad de un espía y sólo tomaba leche. A elegir, pues, Martín.
Inés se había marchado a una reunión del Grupo, la noche en que Martín decidió sentarse horas frente a su bizquerita, y no abrió la puerta cuando llegó Enrique a la hora convenida. Con repetir la historia tres veces, bastaría. Tres citas, tres plantones. Enrique era lo suficientemente orgulloso y además no tenía un pelo de tonto. Hacía tiempo que se venía oliendo algo. Martín lo sabía, y su única esperanza era que Enrique también hubiese comprendido la verdadera causa de su elección.
Y así empezó a caerle tiempo encima al viaje de bodas a España, a todo, menos a lo de Enrique y a la cara de ausencia que a menudo ponía Martín cuando se mataba interrogándose por el asunto de Octavia de Cádiz, por el nombre mismo de Octavia, Octavia de Cádiz, por qué, por qué, qué había querido decir todo aquello. El asunto se agravó hasta el punto de que el Tribunal del Pueblo, tan abierto siempre a las ideas de nuestro tiempo, se trasladó íntegro a una silla junto a un diván, y lo declaró más propenso que nunca al psicoanálisis. Y también aumentó la bizquerita de Inés, pero aumentó rarísimo, porque aumentó cualitativamente, y tanto, tanto, que un día al mirarlo no lo vio ya para nada y se fue por ese camino vacío. Se fue tal vez sin notarlo, o sin quererlo, resbalándose por una larguísima separación, como absorbida por algo, dividiendo el tiempo en futuro y en la época anterior, olvidando siempre el presente. Fue sin duda por eso que no se encontraron al buscarse y al llamarse tantas veces. Pero fue, sobre todo, porque era un camino increíblemente desconocido.