Inés dormía apaciblemente en su litera de segunda clase, mientras yo despertaba muy poco apaciblemente en la mía. Fue cosa de abrir los ojos, de volverlos a cerrar arrepentidísimo, de sentir implacables ganas de orinar, de tambalearme entre caóticos recuerdos que me impactaban como verdaderas imágenes, de hundirme entre desordenados fragmentos de imágenes que me obligaban a regresar irremediablemente a la noche anterior, todo al mismo tiempo. La borrachera había sido grande, mi borrachera, quiero decir, y había llegado a su punto culminante conmigo literalmente arrastrando a Inés hacia la estación de Lyon, de donde partiríamos a instalarnos para siempre en Perugia, y con Inés logrando llevarme ayudada por los invitados hacia la estación de Austerlitz, de donde salía nuestro tren a España, metiéndome luego cargado y con todo tipo de promesas de un futuro viaje a Italia, a una litera inferior. Sí, inferior, porque aun cuando pierdo totalmente los estribos mantengo incólume mi deseo de no molestar a nadie y escojo siempre la litera inferior, entre otras cosas porque no hay que andar pisándole la cara a nadie a medianoche si uno desea bajarse para ir a pegar una meada, por ejemplo. Que me pisen a mí la cara, en la madrugada, o que el tren pegue un salto y se me clave un golpe de rueda o un amortiguador en los riñones, ya es otro problema. Yo, en todo caso, no he molestado a nadie.
O sea que ahí andaba sintiéndome a la muerte, aunque algo más tranquilo ya, por hallarme en una litera inferior, y contemplando a Inés dormir el sueño de los que se acuestan con fe de carbonero. Lo bien que dormía hasta en un tren. Nunca la amé y la odié tanto al mismo tiempo, y nunca me odié tanto al mismo tiempo, también, esto último por todo lo que había hecho antes de nuestra partida, el día mismo de nuestra boda, qué bárbaro, qué bestia. Y sin embargo, no sé, ahí medio muerto lograba incluso cierta serenidad, a pesar de las ganas espantosas de orinar, pensando que en el fondo ella habría comprendido el oculto mensaje que portaba mi borrachera a gritos, algo tenía que haber captado, por más mágico y simbólico y parapsicológico que hubiese sido mi rechazo a partir con ella a España, algo tenía que haber comprendido. Ojalá. Me fui a mear sin molestar a nadie y pensando que no me quedaba más remedio que esperar que Inés se despertara para conocer con exactitud sus reacciones. Lo único que me iba a costar trabajo explicarle, si me lo preguntaba, era lo del taxi…
Uyuyuy, recién se me vino a la memoria lo del taxi, un asunto rarísimo. Me había escapado del café en el que andábamos celebrando la boda, le había pedido a un taxista que me llevara al aeropuerto, a medio camino le había dicho que me regresara a París porque prefería viajar en tren, y cuando se negó a gritos, diciéndome que si estaba loco o qué, prácticamente lo asalté. Me quité la corbata, se la pasé por el cuello, reteniendo cada extremo con una mano y presionando con el pie en el espaldar del asiento. Yo recordaba haberle dicho que me llevara a la estación de Lyon, pero lo cierto es que para mi asombro y el de medio mundo, reaparecí con un taxista, poco ahorcado, es verdad, pero francamente aterrorizado, ante la puerta del mismo café. Horas duraron las explicaciones de los invitados destinadas a calmar al taxista que, por fin, terminó bebiendo con los recién casados y brindando por el más grande loco que había conocido en sus años de chofer. Todo quedó aclarado para los del Grupo: yo era el de siempre, unas cuantas copas bastaban para que me arrancara con todo tipo de extravagancias en cuyo fondo se podía ver muy nítidamente las frustraciones de un niño bien que se negaba a renunciar a su pasado: me habría gustado llevarme a Inés de luna de miel al paraíso, en avión, y en primera. Pero nada quedó aclarado para mí: ¿Cómo diablos había aparecido en el café nuevamente, si en mis recuerdos me veía clarito dirigiendo al taxista constantemente hacia la estación de Lyon? Otros se llevan secretos a la tumba, yo me llevaré este misterio.
Oriné pensando en lo extraña que puede ser la vida, a veces, y regresé al compartimento soñando con que Inés estuviese ya despierta para contarle que magia y misterio nos unirían para siempre, y porque aliviado tras la meada me sentía con ganas de ponerme a quererla como loco en su litera. Nada. Dormía con un sueño que tenía cara de seguir igualito hasta la frontera. Iba a ser horrible tener que esperar hasta España para que me perdonara todas las fechorías con que había estado a punto de arruinar nuestros festejos de una boda tan seria, tan llena de principios, sin claudicaciones, una boda a la que ella había llegado feliz, preciosa con aquel traje morado, sonriente, tierna, alcanzando algo que hay que alcanzar en la vida, excitadilla, emocionada, tan enamorada de esa bestia que era yo. Ahora dormían aquellas emociones, reposaban aquellas sensaciones, respiraba tranquilo aquel lado realmente bonito de nuestra vida. Inés dormía mientras yo no lograba ni siquiera volver a cerrar los ojos, sin que se me ocurriera nada bueno, ninguna idea positiva. Busqué y busqué y la miré mucho dormir y me alegró tanto quererla y que fuera tan joven y tan bonita y que hubiera llegado tan sonriente y alegre a la alcaldía. Pensé que aquellos momentos eran ya irrepetibles, pensé que era un reverendo imbécil en andar con cosas así en la cabeza mientras ella seguía unida por el reposo a aquellos momentos, tranquila, segura. Sentí que sobraba en ese vagón y que sólo me quedaba una cosa digna por hacer: no molestar. O sea que me fui a fumar mi cigarrillo afuera, esperando por la ventana del pasillo que se acercara España.
Fue otro viaje al sur, otro viaje difícil al sur, y ahora, evocándolo, he recordado el cuento que una vez escribí sobre él. No sé cómo se libró del basurero al que fueron a dar tantas otras tentativas… Mientes, Martín Romaña: aquel cuento fue lo único que escribiste después de la enorme novela sobre los sindicatos pesqueros. Lo escribiste gracias a Octavia de Cádiz: vivías asombrado con ella, acababas de conocerla, fue ella también la que te impidió romperlo. Recuerda bien, y anota la verdad. Aquella porquería de novela te convenció de que te habías traicionado, de que ya no podías escribir, de que un hombre que se traiciona a sí mismo ya no se vuelve a encontrar. Anota también que guardaste la novela y que aún la conservas porque releyéndola solías acercarte de nuevo a los personajes de tu techo, a gente que habías dejado de ver por completo. Poco a poco se habían ido marchando todos, cambiando de barrio, de vida, de país, y a veces, cuando subías en busca de algo que no sabías bien qué era, algún obrero, estudiante, o algún bicho raro, abría su puerta y te preguntaba si buscabas a alguien.
Entonces regresabas a tu departamento y sacabas el manuscrito sobre los sindicatos pesqueros y en él redescubrías a los seres que tanto te marcaron cuando vivías en aquel techo ya poblado por nuevos estudiantes, por otros obreros, por alguno que otro vietnamita. Recuerda incluso cómo uno de los camaradas del Grupo se interesó por aquellos vietnamitas y subió lleno de esperanzas en algún tipo de internacionalidad militante. Te matabas de risa oyéndolo hablar desconcertado con unos tipos que sí eran de Hanoi, que sí comprendían su interés por aquella guerra inmunda, que sí pensaban regresar a su patria algún día, pero que entonces simplemente eran estudiantes de Química a los que todo lo que no fuera Química les importaba un repepino. Te cagaste de risa al comprobar que el camarada no lograba entender por nada de este mundo que también los pueblos heroicos necesitan de algunos no héroes para cuando empiece todo de nuevo, después de la guerra.
Y aquel cuento titulado Bizquerita de Inés y locura de Martín en Cádiz lo escribiste porque a menudo, mientras te escuchaba hablarle de tu matrimonio, mientras te escuchaba contar tu misma historia, Octavia te suplicaba que algún día hicieras nuevamente la tentativa de escribir. Escribir no te costaba trabajo, a ella le habías escrito cartas muy lindas, pero para ti un hombre que se había prestado a escribir un libro prácticamente por encargo, por más atenuantes que le encontraras, por más que Inés y que el Grupo y que lo quieras, un hombre que había hecho eso no había sido ni sería jamás escritor. Y mírate ahora, sentado en tu Voltaire, con el cuaderno azul llenándose de frases, tomando conciencia de lo caro que pagaste aquel pecadillo de amor y juventud, soñando con mostrarle algún día este cuaderno azul, ya ni siquiera a un editor, que eso ya se acabó, sólo a algún buen amigo escritor, tienes varios amigos escritores en París, Bensoussan, Ribeyro, Saint-Lu… Podrías acudir también donde Bryce Echenique, que vive cerca, aunque mejor con éste no te metas, entre tu incapacidad de molestar y la facilidad con que él se molesta… Increíble, hay quienes piensan que este tipo es un humorista, pero lo cierto es que vive permanentemente furioso y gritando que anda siempre muy ocupado, cuando en realidad lo que está es siempre muy preocupado…
Sí, ese cuento lo escribiste por darle gusto a Octavia y fue también ella quien lo salvó del basurero. Y ahora sácalo, reléelo, y sufre pensando que a lo mejor también ella te ha perdonado siempre todo, recuerda cómo al leerle el cuento te decía que le encantaba, ¿no sería, a lo mejor, pura coquetería por aquel personaje que llevaba su nombre, y que era, para tu asombro, ella? Vamos, relee.