EXAGERANDO UN POQUITO SE PODRÍA DECIR QUE EL DÍA DE LA BODA DURÓ HASTA EL DÍA EN QUE SE ROMPIÓ EL MATRIMONIO

Y el haber durado así, de esa manera, fue tal vez lo más alegre y hermoso que tuvo aquella relación destinada a un triste fracaso. Aunque claro, eso, todo eso, sólo lo supe al final y aun después del final. Para mí hay una prueba de tipo medio simbólico, medio mágico, de la importancia que le di a ese paso tan importante en la vida de un hombre, para decirlo de alguna manera. En vez de comprarme un terno nuevo, pensé inmediatamente en un viejo terno color plomo, con el que me había enfrentado a otros pasos importantes en la vida de un hombre. Lo había usado en Lima cuando me gradué en Letras y cuando me gradué de abogado. Las dos veces salí airoso y las dos veces sentí que el terno había tenido muchísimo que ver en el asunto. En la graduación de abogado, en todo caso, creo que me salvó la vida, porque la verdad es que yo de Derecho sabía lo que puede saber un terno plomo de Derecho, más o menos. No podía fallarme en esta nueva ocasión, por tercera vez me traería suerte.

Pero no fue así, y examinando las cosas, años más tarde, comprendí dónde estuvo mi error. Una graduación dura algunas horas, es cosa de un día. Mi matrimonio en cambio era para toda la vida, y por consiguiente, si yo deseaba que la suerte durara y durara, habría tenido que usar ese terno siempre, habría tenido que asistir de color plomo y bien encorbatado hasta a las reuniones del Grupo, por ejemplo. Y el pobre andaba bastante viejo ya, no contenía muchas jornadas más de buena suerte. En fin, habría que buscarle alguna explicación a las cosas por ese lado, no sé.

Lo que sí podría jurar es que no me toqué los bultitos a lo largo de toda la ceremonia, y a lo largo de toda nuestra luna de miel en España. Y juro también no haberlos ni siquiera mencionado y haber emprendido una verdadera cura de olvido con respecto a ellos, por cariño a Inés, que realmente me ayudaba mucho porque nuestras noches de amor eran buenas y tiernas y me dejaban lo suficientemente cansado como para quedarme dormido hasta cuando me ponía a pensar en los bultitos en los que no debería pensar jamás. También el hecho de su existencia real, médicamente comprobada, y el de su no gravedad, ayudaron a que poco a poco se fueran convirtiendo en algo tan mío y tan normal como cualquier otra parte de mi cuerpo. Es cierto que yo hubiera deseado que Inés aceptara su existencia, y sobre todo su origen, por ser parte de mi personalidad compleja y profundamente solidaria, pero tampoco se le podía exigir a la pobre cosas que escapaban por completo a su visión nada híper del mundo y del destino del hombre de carne y hueso. Inútil. Inés le llamaba pan al pan, vino al vino, y a mis cinco bultitos les llamaba cojudeces de Martín Romaña.

Yo traté de casarme lo más en serio que pude, pero desgraciadamente el asunto tuvo mucho de absurdo desde el comienzo. No me reía por respeto a Inés, que había aparecido bellísima con un traje de novia civil, morado y bordado en plata como para procesión del Señor de los Milagros, en Lima, y minifáldico avant la lettre hasta el extremo de que algunos de los novios que esperaban turno con nosotros soltaron un dudosísimo , cuando les llegó el momento. A mí se me paró ipso facto, por culpa de Henry Miller. Permanecí lo más civil que darse pueda, a lo largo de toda la ceremonia, pero repito, era difícil no reírse. El alcalde, o quien fuera que nos casó bien de azul marino y con su banda a lo presidencial, o era loco, o estaba borracho, o estaba chocho. Lo cierto es que el viejo se arrancó con un discurso interminable, realmente interminable, era un orador frustrado el viejito, y como con un solo discurso tenía que casar a varias parejas, se soltó uno que durara como varios discursos seguidos. Y dale con lo de la larga marcha, la larga marcha por aquí y la larga marcha por allá, teníamos que comprender, estábamos a punto de emprender una larga marcha, ¿sabíamos acaso lo que representaba?, ¿sabíamos acaso lo que era una larga marcha?

Los del Grupo empezaron a impacientarse porque ese viejo de mierda representaba a un gobierno capitalista, y la larga marcha era propiedad privada de Mao Tse-tung, la de Mao sí que había sido una larga marcha, viejo cojudo. Pero el viejo seguía, a él qué le importaba que la gente anduviese pensando que ya era hora de casarnos a todos, de dejar que cada pareja y sus invitados se largasen a su casa a festejar. Pero el tipo siguió y siguió y hasta se detuvo un rato en una pareja que a los setenta y tres años había decidido casarse. Bueno, les dijo, para ustedes la marcha no será tan larga, tal vez sea corta, incluso, pero de todas maneras será una marcha… Qué tal viejo de mierda, por Dios.

Y hablando de Dios, debo decir que nunca he visto nada más religioso que un matrimonio civil en Francia. Para empezar, el sermón: igualito que en la iglesia le pegan a uno un susto de la madona, lo llenan a uno de consejos. A mí siempre me han gustado los consejos, pero entre amigos, de uno en uno, y en voz bajita. No sé, un consejo es algo fácil de seguir, pero si me sueltan toda una recatafila de consejos creo que termino por cerrar los oídos y hacerme el loco, imposible cumplir con tanto buen propósito a la vez, no se puede dejar de fumar y de beber al mismo tiempo, por ejemplo. Otra cosa: el local. No digo que fuera iglesia, pero sí lo que más se le parece. No era iglesia, era templo: ahí está, ya di, era un verdadero templo, con su altar, su oficiante, sus bancas, su colecta para las obras de la alcaldía, en vez de la parroquia, en fin, una ceremonia religiosa en la que sólo Dios brillaba por su ausencia y eso sólo porque la república burguesa modelo 1789, como tantas otras que la imitaron, se pasó de la iglesia al templo el día en que a Dios se lo cargaron unos cuantos filósofos, conservando de Él tan sólo sus aspectos más prácticos, y el día en que al pobre Luis XVI también se lo cargaron, por haber andado gobernando por derecho divino y cosas así, aunque conservando también la república esa diversos aspectos prácticos de sus prácticas, más algunos refinadísimos sobrevinientes que hablan un francés delicioso y que se gastan unos apellidos tan largos que a menudo a los extranjeros nos resulta imposible retenerlos.

Pero a Inés no le hice notar nada de eso, para que gozara con el más civil de los matrimonios posibles, de acuerdo con sus más profundas convicciones. Tampoco lo notaron los muchachos del Grupo ni la mayor parte de los invitados, aunque Carmen y Alberto me lo comentaron en más de una ocasión. Recuerdo incluso que en una oportunidad pensé enviarle a la madre de Inés una foto de nosotros en el templo, explicándole, para tranquilizarla, que a último momento Inés había cedido y había optado por una iglesia. Pero el temor a intranquilizar a Inés fue mucho más fuerte que mi deseo de tranquilizar a mi lejana y dolida suegra. Ése era el tipo de bromas y/o mentiras piadosas que Inés no soportaba, a ella le gustaba la pura y terca verdad.

Salimos del templo seguidos por nuestros numerosos invitados, juntos pero no revueltos. Carmen y Alberto nos rodeaban con permiso del Grupo, porque éste tenía sobre ellos la noble sospecha de que pertenecieran a un Grupo equivalente español. Los amigos sospechosos de indiferencia política, de idioma imperialista o de haber sido invitados por mí y no por Inés y yo, formaban un pequeño grupo algo periférico, detrás del cual se escuchaba a gritos la voz de Carmen la de Ronda entre la comitiva del techo, a la que hasta Nadine se había unido. Fue la primera vez que la vi con el tipo de la capa negra por fuera y roja por dentro. Permanecían también algo en la periferia y, más allá, sereno y sonriente como si tuviese su vaso de leche en la mano, Enrique se paseaba por los extramuros. Había llegado la hora de irse a brindar a alguna parte, juntos pero no revueltos, ya que nuestro tren a España partía recién en la noche. La gran fiesta quedaba para el regreso y, además, sólo iba a poder ser de a poquitos.

Increíble pero cierto, la fiesta tenía que ser de a poquitos. Así lo había decidido, porque en París uno decide muy pocas cosas, la propietaria del departamento en el que íbamos a vivir. Cuando le contamos que lo alquilábamos porque nos íbamos a casar, lo primero que nos preguntó es que si pensábamos hacer algún tipo de fiesta. Claro, le dijimos, explicándole que pensábamos venirnos de la alcaldía a casa con todos nuestros invitados. Nones, dijo la futura malvada, este departamento queda en noveno piso y se puede hundir con tanta gente. Inés trató de aplicarle una de sus miradas empequeñecedoras, pero la futura malvada, aparte de que ya era bastante enana, sólo me miraba a mí, que ya me estaba deshaciendo en concesiones a cambio de una vida práctica en nuestro futuro nido de amor. La verdad es que la arpía nos sorprendió aquella vez, a mí porque jamás habría podido imaginarme una organización tan increíble para una fiesta de bodas, y a Inés por la misma razón y porque la malvada era tan mala que ni capacidad tenía siquiera para captar la serenidad de bulldozer con que Inés miraba a los seres infectos. Ésa fue mi desgracia, porque desde aquel día la vieja sólo me maltrató a mí, y porque Inés decidió nunca más hacerle caso, ni siquiera con una mirada, al abominable mundo de la futura malvada. Madame Labru decidió, pues, que nones, que todo el matrimonio que quisiéramos, en la alcaldía, pero que luego sólo dos parejas cada sábado, en la fiesta a poquitos, porque con más gente se le hundía su casa. Decidió que dividiéramos a nuestros invitados en grupos de a cuatro, que los invitáramos con la condición de que se quedaran sólo hasta las nueve de la noche, y que cuando termináramos con la celebración partiéramos donde nos diera la gana en viaje de bodas, avisándole eso sí, porque ella no estaba dispuesta a permitir que nos escapáramos sin pagarle el último mes. Sí, de último mes se trataba, porque dividiendo a los invitados teníamos matrimonio para varios meses. Ya decía que el día de mi boda duró casi tanto como el matrimonio en sí. Haciendo un gran esfuerzo, destinado más que nada a probarle a Inés que sólo ella me reducía en edad y estatura, transé con la vieja en que primero haríamos nuestro viaje de luna de miel, y después, sólo después, recalqué valientísimo, al ver que iba aceptando, sólo después haremos nuestra fiesta, señora, y siempre con mucho cuidado de expulsar a los cuatro invitados a las diez de la noche, a las nueve, me corrigió el monstruo, a las nueve, me corregí yo, y ya obedientísimo le aseguré que vería la manera de reforzar el piso para que no se le vaya a hundir el edificio, señora. Inés me sacó de las orejas.

Nos quedamos pues sin fiesta el día de la boda, pero la verdad es que cualquier café podía resultar apropiado y alegre para tomarnos unos tragos, comer unos sándwichs, y para que la boda pareciera fiesta. Así opinaban todos. Pero a mí de pronto se me quitó el buen humor. Todavía lo recuerdo. No era odio por la vieja malvada ni nada de eso, porque bien contentos que íbamos a estar esa noche rumbo a España. Era otra cosa, algo que sin duda tenía que ver con mi perro fino, en fin, con mi educación privilegiada, algo que nadie ahí comprendía porque en eso consiste el haber sido educado en colegios de niños bien, cuando se tiende más bien a ser un niño mal. Consiste en darse cuenta de cosas que nadie ve, cosas como la pobre Inés ahí tan linda, con su traje que realmente le quedaba tan lindo, pobre, pobrecita, porque debajo de sus ideas, de su terquedad, de sus miradas, de su indiferencia por los placeres burgueses de la vida, debajo de todo eso era una muchacha emocionada, tiernamente sonriente, graciosamente peinada, que había deseado contraer matrimonio con Martín Romaña. Y Martín Romaña la estaba mirando sin que nadie se diera cuenta, la observaba, la adoraba, la veía consciente del día que estaba celebrando con él, consciente del paso que estaba dando con él, segura de su boda, caminando hacia un café cualquiera con ese traje que no era para un café cualquiera y ese sueño cumplido que ni era un sueño cualquiera ni era tampoco para un café cualquiera. Martín Romaña siempre recuerda que Inés parecía más alta, más delgada, más delicada, recuerda que estaba más bonita que nunca, realmente radiante, y que avanzaba hacia un café cualquiera con cara de estar tan enamorada. Martín Romaña hubiese querido regalarle un perro muy fino, la hubiese cagado, claro, llevarla con sus amigos al mejor restaurant de París, no le bastaba con verla avanzar rodeada de amigos, con su bouquet en la mano, buscándolo con la mirada, sonriéndole, llamándolo con ojos que no amenazaban una de esas bizqueritas con las que en las reuniones del Grupo había empezado a mirarlo cuando él se ponía insoportablemente preguntón, llamándolo con miradas sonrientes, miradas para ti, Martín, entre toda esa gente que a veces nos separa tanto, toda esa gente entre la que hoy estamos tan unidos, Martín, acércate, acércate, avancemos juntos hacia cualquier café.

Pero yo, las huevas, no me quería acercar. Lo que quería era que me diera una rabieta o algo así, y no cesaba de repetirme que era un tipo cualquiera porque a esa chica que avanza feliz ahí no soy capaz de llevarla más que a un café cualquiera, por qué no me educaron en un colegio cualquiera, carajo. Claro, el pelotudo de Hemingway se lo trae a uno de las narices a París con frasecitas tipo éramos tan pobres y tan felices, gringo cojudo, cómo no se te ocurre poner una nota a pie de página destinada a los latinoamericanos, a los peruanos en todo caso, una cosa es ser pobre en París con dólares y otra cosa es serlo con soles peruanos, es casi como la diferencia esa que dicen que hay entre un desnudo griego y un peruano calato, qué pobres ni qué felices ni qué ocho cuartos, mira a esa muchacha que avanza ahí hacia un café cualquiera, ella está feliz, sí, eso es cierto, ella está feliz pero yo sólo estoy pobre. Ya se me estaban viniendo las lágrimas a los ojos y todo eso, pero no podía evitarlo, seguía pensando en Hemingway y en su París era una fiesta. No era la primera vez que me ocurría, cuántas veces había tenido ya esa misma sensación al leer esas páginas tan hermosas sobre París, vinos blancos y ostras que traen el sabor del mar mientras una muchacha entra en un café en el que uno está escribiendo un libro genial, cargado de ternura, cargado de pasión, y la muchacha pura sonrisa que a mí nunca nadie me ha sonreído cuando me he ido de Hemingway con mis sindicatos pesqueros, por ahí, a cualquier café, o al mismo café de Hemingway allá por la Place Saint-Michel, íntegras se me venían a la cabeza las páginas con el barbudo gris escribiendo palabras como guijarros frescos recién sacados del arroyo, palabras frescas como el vino y el mar que golpea exquisito nuestro paladar desde unas ostras, mientras la muchacha se sienta y el amor por ella pasa del lápiz al papel y después van a conversar o algo así o ella va a ser correcta y sonriente porque él es un caballero y sabe que ella espera a otro, y entonces alguno de los dos, él porque ya se tragó sus ostras y escribió su página, o ella porque ya llegó el amigo que esperaba, o los dos porque parten al mismo tiempo, llaman al mozo que se llama Ferdinand o Pierrot y el mozo se les acerca y los trata a cada uno por su nombre, caballero amable que conoce a sus parroquianos, pero lo cierto es que yo, Martín Romaña, el cualquiera que está entrando a un café cualquiera con Inés, que alguien se atreva a llamarla una chica cualquiera y lo mato varias veces, yo me he pasado años sentado en un mismo café y jamás supe cómo se llamaba el mozo ni el mozo supo ni le importó un comino cómo me llamaba yo ni me dejó siquiera una noche tomarme unita más, la del estribo, monsieur, porque me era tan necesario quedarme un rato más en algún lugar como ésos, limpios y bien iluminados, de que hablaba también Hemingway, con la diferencia de que éste no estaba limpio siquiera, con la diferencia de que yo nunca logré quedarme ni beberme unita más, con la diferencia de que me dijeron cerramos y punto, ni siquiera cerramos, señor, me dijeron… Mierda, por qué no escribo sobre estas cosas, por qué sigo siempre atado a mis sindicatos pesqueros, por qué mierda no escribo una novela que empiece con un tipo que vive en París, que está sentado en un café de París, leyendo un libro de Hemingway sobre París, y que de pronto siente un profundo deseo de irse algún día a vivir a París con su novia Inés o algo así…

Vi que ya habían entrado a un café cualquiera, me sentí más que nunca un tipo cualquiera, sentí que París era una ciudad cualquiera, y en fin, que todo ahí era algo cualquiera, menos Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma. Muchachos, dije, al entrar, no voy a pronunciar un discurso porque sería un discurso cualquiera. Nadie me entendió. Muchachos, dije, acercándome al mostrador, no toquen a Inés con esas manos cualquieras, ya sé que se dice cualesquiera, pero yo hoy hablo como un tipo cualquiera, no la toquen porque se les van a caer los dedos. Nadie me entendió. Y nadie me entendió tampoco cuando en vez de aceptar ese vino cualquiera que me estaban sirviendo, grité:

—¡A mí que me den del más barato! ¡Inés y yo somos muy pobres y muy felices!

Se lo tomaron como una broma cualquiera.