Enrique me fue contando la evolución de aquel extraño romance en sus ratos libres. Antes, sus ratos libres eran todos, menos cuando me cortaba el pelo y cuando iba a cobrar su cheque al Banco. Ahora, sus ratos libres eran aquellos en que Nadine le soltaba la mano porque tenia que asistir a sus cursos en la Facultad de Ciencias. El resto del tiempo, Nadine se paseaba por nuestro techo, por París, y por la vida, llevando de la mano a un Enrique menos convencido que nunca de nada y más sospechoso de todo que nunca, esto último a decir de los camaradas del Grupo. Incluso a mí me costaba trabajo aceptar la falta de vitalidad y de entusiasmo con la que se había lanzado a aquella aventura amorosa: era más bien Nadine la que se le había lanzado encima tras haberle servido una copa de vino y muchas más, de servirle de una vez pa' todo el año en aquel almuerzote con el que Rolland se despidió de nuestro techo y de la vida. Bueno, ya había sido testigo de eso, es cierto, pero en mi opinión él ya estaba demasiado grandecito como para andarse dejando engatusar tan fácilmente. No, él no se había dejado engatusar por nadie, él había bebido porque todos bebíamos y porque Rolland jamás hubiese aceptado que en su banquete se bebiera leche. Y, por último, había bebido porque le provocó beber como a cualquier mortal humano.
Y también, humano muy humano, aceptó la secreta invitación que le hizo Nadine para tomarse la del estribo en su cuarto, escuchando un poco de música, conversando un rato, y mirando la luna llena de lluvia por la claraboya. Y en eso estaban, copa, música, claraboya, y en invierno es mejor un cuento triste, cuando lo tomaron de la manita como a cualquier hijo de vecino. Enrique aclaró que él no asumía responsabilidad alguna en esta vida, por razones que prefería ocultar, y Nadine le dijo que ella asumía todas las responsabilidades que él no quería asumir, por razones que no podía seguir ocultándole. Después se le lanzó encima musitando palabras de amor y llorando con su voz bien ronca y resultó que era virgen.
—La verdad —le dije a Enrique, recordando mi primera noche con Inés—, este techo no parece estar en París: está plagado de vírgenes.
—Estaba —me corrigió él.
—¿Y ahora qué vas a hacer? Perdona mi curiosidad, pero Nadine anda hablando de matrimonio. No cesa de decir que te va a encontrar un trabajo, que te va a presentar a sus padres, que…
—Bueno, no voy a herirla. Eso es lo más importante. Ya verás: que pase un poco de agua bajo los puentes del Sena, poco a poco se irá desilusionando.
Pensé que iba a tener que pasar íntegra el agua del Sena, bajo los puentes, al ver llegar a Nadine de la Facultad. Radiante, estaba radiante como se estaba radiante antes de la crisis actual del capitalismo, y traía una de esas caras de estar tan enamorada que, a mi entender, desaparecieron de Francia cuando en 1968 la juventud mandó a gritos a la mierda todo lo burgués, por imbécil, todo lo radiante, por sublime, todo lo sublime, por ridículo, y al general De Gaulle, que se había formado siempre una cierta idea de Francia.
Pero entonces recién nos estábamos acercando a aquellos acontecimientos, que también hoy han envejecido un montón, según parece, dejándome de vez en cuando decrépito en mi sillón Voltaire. Volvamos, pues, a Nadine, que aún podía permitirse el hoy antediluviano lujo de tener una de esas caras de estar tan enamorada. Pobrecita, realmente parecía que el amor la había agarrado de lleno por la cara, y en cambio a Enrique con seguridad no lo había agarrado de ninguna manera por ninguna parte, y por razones que prefería ocultar, además. Qué tal raza, así cualquiera. Pero yo quería saber cuáles eran esas razones y se lo pregunté un día. Nada, él prefería ocultarlas. Definitivamente, Enrique había optado por ser el hombre más sospechoso de París. Mi Director de Lecturas no tardaría en declararlo gigoló, además de policía.
Pero Nadine estaba dispuesta a casarse hasta con las razones ocultas de Enrique. Me lo confesó una tarde en que él había ido al Banco. Me lo confesó con tanto optimismo, tanta alegría, tanta voz ronca, tanta respiración jadeante, con tanta radiantería, que yo ipso facto me trasladé enamoradísimo a los brazos de Inés, todo mentalmente, pero era fácil, logrando así ponerme a la altura de la situación, para responderle igualmente jadeante y con una cara que fuera el vivo espejo de la suya, que las razones ocultas de Enrique eran pura dignidad española, purita capa y espada de la que ya casi no existe por culpa del turismo.
—Al no tener trabajo, Enrique no desea comprometerse. Pero ya verás el día en que se consiga un trabajo.
Terminé mi frase prácticamente haciendo el amor con Inés, para comunicarle un canto de vida y esperanza a Nadine. Y logré comunicarle tanto lo que ella deseaba que le comunicaran tanto, que al final su cara terminó siendo el vivo espejo de la mía, que a su vez seguía siendo vivo espejo de la suya, y ahí al final nadie sabía para quién trabajaba. Éramos, definitivamente, grandes defensores de esas caras de estar tan enamorado que hoy ya no se usan en Europa. E incluso creo que pudimos haber caído en brazos uno del otro, pero claro, ahí sí que se hubieran hecho añicos todos los espejos porque ella a quien quería era a Enrique y yo a quien quería era a Inés. Estando ambos ausentes, opté por guardar prudentemente el juego de espejos y decidí limitarme a una comunicación exclusivamente racional y oral. Henry Miller no tenía por qué invadir los territorios del amor infinito, que esperara hasta mayo del 68, si deseaba también invadir estos casos.
De la manita, Nadine pensaba llevar a Enrique a casa de sus padres, pequeñoburgueses medio ruralotes pero buena gente en el fondo y nada xenófobos, además. Ah, ya, le decía yo. De la manita, con su papá al lado, Nadine pensaba llevar a Enrique donde un tío, pequeñísimo burgués y bastante racista, éste sí, pero más que nada era falta de mundo, y que trabajaba en un laboratorio de productos farmacéuticos. Ah, ya, le decía yo. Ahí, de la manita, Enrique podría trabajar en algo que, después de todo, no estaba tan lejos de la Medicina que había tenido que abandonar. Ah, ya, le estaba diciendo yo, pero en ésas llegó Enrique estirando la mano derecha para que Nadine se la transformara en manita, y con una tonelada de pequeñísimos blocs de papel blanco en un bolsón que traía en la izquierda. Me alejé prudentemente. Ya él vendría a contarme el siguiente episodio en uno de sus ratos libres.
Pero pasó una semana y Enrique no venía a interrumpirme, cosa que permitía que mi novela sobre los sindicatos pesqueros avanzara hasta alarmarme, porque escribiendo tanto cada día era posible que de pronto me quedara sin tema, y yo en el fondo deseaba que fuera una enorme novela por entregas, para no tener que entregarla nunca. Temía que causara problemas con el Grupo, y con Inés dentro y fuera del Grupo, si metía las cuatro burguesamente, por ejemplo, y por ello deseaba escribirla el resto de mi vida, la verdad es que deseaba casarme escribiéndola, tener hijos escribiéndola, ser abuelo escribiéndola. Y algún lejano día, al enviudar, aunque la verdad es que nunca he creído en viudos, escribiría aquel otro libro que había empezado en Perugia, que me robaron mágica y simbólicamente el día en que me reuní con Inés en París, que volví a empezar y boté, y que, ya muy viejo, tal vez se convirtiese en la obra de mi juventud. Como verán, siempre he recurrido a los más elaborados mecanismos de consuelo. Y hasta sin creer en viudos.
Tres golpecitos en la puerta interrumpieron por fin una larga y difícil navegación de mis sindicatos. Corrí a abrir. Enrique. Enrique con la mano llena de papelitos blancos. Bajaba a comprar más goma y quería saber si necesitaba cigarrillos o algo.
—¿Más goma para qué? —le pregunté.
—Para pegar estas hojas. Estoy empapelando mi cuarto de blanco.
No ignoraba que Enrique se buscaba siempre los métodos más elaborados para matar el tiempo, pero vivíamos épocas de Nadine y no era el momento de andar empapelando una habitación con un millón de hojitas de bloc. Había enormes rollos de papel especial para estos menesteres. Le dije que no podía ser, que estaba loco, se iba a pasar día enteros pegando hojitas, cuando eso se podía hacer en una tarde. Sonrió sin comentario alguno, y me volvió a preguntar si necesitaba cigarrillos o algo. Le confesé que lo único que necesitaba era no seguir escribiendo, y nos fuimos juntos a buscar más goma y a tomar un vaso de leche con vino para mí.
De más está decir que terminé pegando papelitos con Enrique. Era una tarea que requería bastante pericia, porque él había decidido que cada hojita debía quedar montada sobre la otra, un centímetro exactamente. En realidad era un trabajo aburridísimo, pero entre eso y mi novela no me resultó nada difícil elegir. Además, así podía hablar tranquilamente con Enrique, mientras Nadine estaba en la Facultad, y averiguar cómo se las estaba arreglando para irla decepcionando sin llegarla a herir. Me enteré de que había optado por una suave decepción permanente y duradera, algo que casi no se notara, que fuera muy poco a poco, un trabajo tan paciente como el de andar pegando hojitas chiquititas. Simplemente algún día Nadine se iba a encontrar con que la mano que tanto le gustaba estrechar por calles y plazas era una mano sin voluntad, casi inerte, un peso blando y muerto que de pronto iba a empezar a causarle cierta repulsión, algo que ni besos ni orgasmos lograban ya hacer desaparecer. Y entonces, un buen día, con cualquier pretexto, lo iba a largar a patadas de su cuarto. Enrique abandonaría la habitación sonriente, sereno, inexplicable. Nadine tomaría eso como una prueba más del cinismo que su ceguera le había impedido descubrir hasta entonces, y así, de esta manera, su odio sería también permanente y duradero, permitiéndole al mismo tiempo echarle el ojo a algún compañero de estudios, porque al lado de Enrique quién no saldría ganando con la comparación. Y todo esto por las razones ocultas, pensaba yo, pero Enrique andaba tan concentrado en lo de pegar perfecto cada papelito, montándolo exactamente un centímetro sobre el de arriba, que yo nunca encontraba el momento preciso para preguntarle rotundo en qué demonios consistían esas famosas razones…
…Inolvidable Enrique Álvarez de Manzaneda. No, en el fondo, nunca dudé de ti. Nunca te defendí como era debido, es cierto, pero también yo tenía mis problemas, y entre ellos aquél tan gordo de andar salvando constantemente mi matrimonio con Inés. Con ella podía llevarme de maravilla, eso era muy posible, pero casarme con ella en muchas formas fue casarme con todo el Grupo, invadían tu vida privada, decidían quién eras y con quién te juntabas, y ya lo he escrito por ahí antes: Karl Marx terminó apoderándose de la camota, terminó apoderándose también de la otra cama, la del departamento al que me mudé con ella, y hasta me expulsó de ahí algunas veces. Bueno, Enrique, esas cosas tú las comprendías mejor que yo, y algún día, pero qué tal día, también yo me enteré de que siempre me habías considerado tu gran amigo, de que nunca dudaste de mi cariño. Pero aquello estaba lejano aún, y además habría sido mejor que no llegara nunca, sí, habría sido mejor seguir dudando toda la vida, porque aquella vez me tocó vivir una de las situaciones más exageradas del mundo.
Ahora lo entiendo todo. Hace años ya que lo entendí todo. A Nadine no le ibas a contar lo del bultito, jamás te habrías rebajado a despertar la piedad de una muchacha llena de virtudes, llena de amor por ti. Pegabas papelitos sonriente mientras tanto. ¡Qué bárbaro! ¡Cuántas cosas más inventaste para que pasara aquel tiempo indefinido que te quedaba! ¡Qué astucias las que empleaste para que a Nadine se le fuera el amor, así, solito! Sin herirla, solías decir. Y me consta que no la heriste. Y por ahí la seguí viendo pasar bien agarradita de la mano de un rubio con aspiraciones a dandy, que llevaba una gran capa, negra por fuera, roja por dentro. Yo ya no vivía en nuestro techo pero a veces la cruzaba, me saludaba como se saluda a un mal recuerdo. Un día me sentí tentado a acercármele. Ya tú habías desaparecido «misteriosamente», en fin, ya te habías regresado a España. Quise acercármele, quise contarle la verdad, pero sabía que eso sólo habías querido contármelo a mí, y en su debido momento. Seguí de largo. Ah… recuerdo la cantidad de veces que te insinué que me hablaras de aquellas razones ocultas. Y tú que siempre supiste que me lo ibas a contar algún día, cuando ya no te quedara la menor duda, cuando llegara el momento oportuno, porque yo fui el único amigo que tuviste en París, amigo del policía, amigo del gigoló, amigo del donjuán que tan bien supo engatusar a la bella Nadine.
Cuesta trabajo a veces volver desde el sillón Voltaire hasta aquellos episodios, pero qué se le va a hacer, y ahí estamos Inés, Nadine, Enrique y yo, tratando de celebrar con una botella de leche las flamantes paredes blancas del cuartito de Enrique. Por fin habíamos terminado, o mejor dicho, por fin había terminado Enrique, porque yo casi desde el comienzo me limité a quedarme tirado en su cama, fumando y merodeando en torno a sus razones ocultas. No saqué nada en claro, y en cambio me gané un buen sermón de parte de Inés. Un buen sermón laico, por supuesto, pero aclaro de todos modos, por respeto a la objetividad, es decir, a la Inés de entonces, una mujer clara, materialista y atea. Arrancó acusándome de holgazanería. Normalmente, un peruano acusa a otro de andar flojeando, pero Inés deseaba que también Enrique acusara el golpe y prefirió hablar de holgazanería, palabra esta que me llenó de una flojera espantosa y me quitó por completo las ganas de seguirla oyendo. Propuse un brindis con blanca leche por las blancas paredes, con lo cual no sólo fui holgazán sino además niño. Y con lo cual habíamos llegado por fin al nivel y al tono en que se daban nuestras discusiones. Inés, maternal y permisiva, dijo lo que tenía que decir, y acto seguido empezó a perdonarme. Yo, despojado de mi edad adulta, la escuché comodísimo, sonriente y en estado de franca erección.
Mi vida sexual, por aquel entonces, era así: Sigmund Freud, a menudo, Henry Miller, también a menudo, desde que lo descubrí, y Gustavo Adolfo Bécquer, leído por un adolescente niño bien, que además ha visto en el cine una de Romeo y Julieta, muy a menudo los domingos por la tarde, esto último de nacimiento. Con Inés me funcionaban las tres cosas, al mismo tiempo, lo cual para mí era la mayor prueba de que estaba enamorado, no sé si decir hasta las patas, de cuerpo entero, o hasta el fondo del alma. Pero, en fin, como a ella el que más le gustaba era el producto freudiano, en mi afán de conservarla, nunca le di cara con más de diez años de edad. Enrique tenía sus astucias para no herir a Nadine, y yo las mías para que Inés no me hiriera a mí. Pero ya he contado antes que precisamente por serle fiel a esa imagen, lo cual quería decir ser siempre como a Inés le gustaba que fuera, aun en los peores momentos, Inés se largó un día. Moraleja: fue Inés la que cambió. Lo decía Italo Svevo: «La vida no es ni fea ni hermosa; es original». Moraleja: hay que andar cambiando todo el tiempo para poder seguir el ritmo tan original de la vida. Conclusión: soy, o bruto, o terco, o fiel a no sé qué, o soy muy poco original.
No bien terminó Inés de perdonarme, Nadine empezó a castigar a Enrique: Bueno, claro, cualquiera desea vivir en un cuarto con paredes blancas y limpias, pero mira tú a Martín, trabaja todas las horas que puede en ese colegio de mala muerte, y por las tardes se encierra a escribir; bueno, es cierto que últimamente ha fallado un poco, pero casi siempre se encierra a escribir su novela sobre los sindicatos pesqueros (casi me meto debajo de la cama, de vergüenza). Martín tiene ideales, va a llegar a ser el escritor que desea ser (otra vez casi me meto bajo la cama), y mientras tanto trabaja donde puede, pero trabaja… Por supuesto, Enrique, comprendo que cualquiera desee vivir en un cuarto con paredes limpias, pero ahora que has terminado, por fin, es preciso que empieces a buscar trabajo. Hace semanas que trato de llevarte a casa de mis padres; ya te he dicho cuáles son mis proyectos, ya te he hablado del laboratorio, ¿qué piensas tú, Inés?
Inés pensó, con voz definitiva, que sus proyectos calzaban perfectamente con la finalización blanca del empapelamiento de Enrique. Yo casi digo «Calzados El Diamante, calzan al pie como un guante», pero me aguanté en los diez años en que me había dejado Inés, por consideración a un inquieto tac tac tac tac que Enrique había iniciado con los dedos, en la mesita sobre la que estaba sentado. Lo que no pude fue aguantarme la risa que me dio haber asociado la frase de Inés con el comercial de los zapatos El Diamante, allá en el Perú, con lo cual quedé de diez años también para Nadine, que acababa de terminar con su sermón particular. Bueno, ahora le tocaba responder a Enrique. Sonriente, sereno, firme: suave decepción permanente y duradera, muy poco a poco. Tendió la mano derecha, para que Nadine se la convirtiera en manita, pero lo que tomó impaciente Nadine fue sólo una mano. Increíble lo rápido que pasa agua bajo los puentes en algunos amores.
Suave decepción permanente y duradera: Enrique aceptó someterse a las visitas a los padres de Nadine, al tío de Nadine, y al laboratorio donde trabajaba el tío de Nadine. Lo llevaron y lo trajeron de la manita. Lo primero, porque fue sonriente a las tres visitas, y hasta logró abrirle un breve paréntesis al racismo del tío de Nadine, y lo segundo, porque había un puesto libre en el laboratorio. Un puesto, a decir de Nadine, desde el cual se podía empezar una carrera chiquita en el mundo de la farmacología chiquita, porque el laboratorio era chiquito, pero algo es algo y sobre todo tratándose de un español, porque normalmente los españoles son obreros, claro que no es el caso de Enrique, pero el caso de Enrique es aún más difícil por tratarse de un español que no es obrero, de un antifranquista que no es exiliado, de un exiliado que no es antifranquista, y de un tipo al que más de uno, entre los amigos de Inés, ha acusado de ser en realidad un policía español. Empecé a rascarme la cabeza y a mirar a Enrique que también se estaba rascando la cabeza y que también me estaba mirando. ¡Cojones!, debía estar a punto de exclamar él, porque yo, siendo peruano, estaba a punto de exclamar: ¡La cagada, compadre!
O es que la gente se vuelve realista muy rápido, o es que yo llego tarde a todas las edades de la vida. Lo cierto es que escuchando a Nadine, sentí que nunca había tenido diez años tanto en mi vida. Y hasta pensé que era Enrique el que debía estarse decepcionando, dura y rápidamente. La mujercita que le había tocado. Pensar que hacía tan poco tiempo era linda tan enamorada con su voz ronca y jadeante. Ahora también lo era, qué duda cabía, era bella, estaba muy enamorada, conservaba su voz ronca y acababa de estarnos hablando jadeantemente. No sé cómo explicarlo, un cambio de linda a bella no era toda la diferencia, tampoco un cambio de tan a muy enamorada. No sé, digamos simplemente que de pronto algo no resistió el análisis. Y sin duda alguna era por eso que Enrique se estaba rascando la cabeza también.
Pero yo opté por no adivinar los pensamientos de Enrique, entonces, y seguí insistiendo en que no iba a ser fácil terminar de decepcionar a Nadine sin llegarla a herir. Su nueva táctica, por ejemplo, me parecía francamente descarada, me parecía burda, grosera, fácil de desenmascarar. Enrique había rechazado sorpresivamente el puesto que le ofrecieron en el laboratorio, alegando que no le convenía, que él de química no sabía gran cosa, y que prefería escribir a las diversas empresas que ofrecían algún trabajo en los periódicos. Nadine enfureció al comienzo, pero luego, ante la perspectiva de que Enrique consiguiera un puesto desde el cual se pudiese empezar una carrera no tan chiquita, fue cediendo poco a poco, y terminó trayéndole día tras día todos los periódicos. Enrique escribía, esperaba respuesta, y cuando ésta era positiva y lo llamaban para una entrevista, echaba el papel a la basura y escribía otra carta. Casi siempre encontraba una buena razón para tranquilizar a Nadine, y cuando no lograba hacerlo, acudía a la cita y regresaba diciendo que todo era un embuste, que el puesto lo habían pintado color de rosa en el periódico, pero que la entrevista le había probado que la realidad era otra.
Hasta yo empecé a enervarme. Nuevamente las razones ocultas de Enrique empezaron a irritarme; no, Nadine podía tener un sentido práctico horripilante, pero eso era otro problema, Enrique no tenía derecho alguno para mantenerla en ese estado de angustia y de inútil espera. Recuerdo haberme impacientado un día, mientras trataba de consolar a Nadine. Me tocaron la puerta en plena novela y yo abrí feliz, pero en vez de ser Inés o algún buen amigo, era Nadine llorando a mares y con toda la razón del mundo. Lo de Enrique empezaba a resultarle insoportable, ella lo amaba pero simplemente ya no podía soportar esa situación, no había derecho para que un hombre rechazara trabajo tras trabajo cuando no tenía trabajo alguno, comprende, Martín, no hay derecho, ¿qué piensas tú?
Pensé que si mi madre me hubiese enviado todos los meses un cheque, jamás habría aceptado trabajo alguno, tampoco, y hasta estuve a punto de sonreír evocando los buenos tiempos en que mi padre me enviaba cheque tras cheque. Pero luego pensé que por Inés yo habría trabajado en cualquier parte, hasta de guerrillero, tal vez, y eso me hizo sentirme profundamente mayor de edad y rotundamente maduro, casi corro a llamar a Inés para que me viera. En fin, más urgente era aplicarle mi súbita madurez al problema que tenía sollozando entre mis brazos. Pobre Nadine, fue lo primero que dije, con voz muy grave, muy triste, tan triste que a mí mismo me entró una pena infinita, tanta pena que no me atreví a repetir lo de pobre Nadine, por temor a terminar sollozando también. Definitivamente, cada cara a cara con el amor de Nadine terminaba conmigo convertido en el vivo espejo del vivo espejo. Lo sé, nunca he podido soportar las penas de amor. Empezando por las mías. Ése ha sido siempre el lado más flaco de mi sensibilidad híper, qué hacer, no tiene remedio, me lo dijo un médico al que acudí una vez porque me habían dicho que curaba todo lo del alma. Si vieran cómo le encontré. Lo acababa de abandonar su esposa a los sesenta años. Comprendí que en el mundo moderno se abandona aun a los sesenta años, comprendí que estaba frito.
También Nadine estaba frita, sollozaba frita. Claro, con ese sentido práctico, seguro que pronto iba a reaccionar, pero mi madurez no estaba ante un caso futuro sino ante un caso presente. No pudiendo repetir lo de pobre Nadine, por temor a mis lágrimas, prometí una cita de hombre a hombre con Enrique, situación esta que siempre he preferido vivir con una mujer, y enseguida puse a prueba una serie de diatribas contra ese vago, contra ese irresponsable, contra ese individuo incapaz de asumir responsabilidad alguna. Aquí recordé que Enrique le había dicho a Nadine, la noche en que ya no quedaron más vírgenes en el techo, y justito antes de que ella se le lanzara encima, que no estaba dispuesto a asumir responsabilidad alguna. Abandoné, pues, este punto, para no calumniar a un amigo, y volví a las diatribas e insultos de todo tipo. Llegué, sin convicción alguna, hasta cobarde.
—¡Cobarde será tu Inés! —saltó Nadine, dejándome turulato—. ¡Por qué no se atreve a decirle cara a cara a Enrique que es policía! ¡¿Acaso no lo anda diciendo por todas partes con sus comunistas?!
Portazo.
Lo poco psicólogo que soy a veces. Yo creía haber estado obteniendo el efecto contrario, ya que hasta pensé haber estado preparando a Nadine para una ruptura definitiva con Enrique, seguida incluso por una buena acompañada roja hasta su cuarto, seguida luego por una buena charla sobre mi novela y los sindicatos pesqueros, seguida a su vez por un préstamo de un librito facilongo de Lenin, y seguida finalmente por nuevas, ocultas y personales charlas con ella, sobre todo y sobre nada, sobre todo y sobre el proletariado, sobre el proletariado y sobre los crímenes del capitalismo… Yo que creía haber estado ayudando a medio mundo, ayudando a Nadine, porque iba a desviar su sufrimiento hacia una causa superior, ayudando a Enrique, porque le iba a desviar a Nadine de su camino, ayudándome a mí mismo, porque por primera vez iba a llegar a una reunión del Grupo con un nuevo cuadro político y ya nadie me iba a poder acusar de andar desviándome del tema en debate, y ayudando finalmente al Grupo, porque un poco de sentido práctico, un poco de ese sentido de la realidad que a Nadine le sobraba, al Grupo le hacía falta a gritos. Me miré en el espejo: ¡Bravo, Martín Romaña! Casi abro la puerta para tirarme otro portazo yo mismo.
¿Qué hacer?… La frase era de Lenin y me dio una rabia espantosa, motivo por el cual me repetí bien claro: ¿Y ahora qué hago?, y salí disparado hacia la habitación de Enrique. No necesité llegar: ahí estaban los mismos sollozos que acababan de abandonar mi habitación. Me detuve, y otra vez me salió un automático: ¿Qué hacer? Ah, si los muchachos del Grupo me oyeran pensar en voz alta… Me inundarían con su confianza los camaradowskis. Repetí furioso: ¿Ahora qué hago?, pensando, al mismo tiempo, si Nadine recuerda todo lo que le he dicho, si Nadine le cuenta a Enrique todo lo que recuerda, y si Enrique le cree una décima parte de lo que yo he dicho y ella ha recordado, estoy jodido. ¡Mierda, qué hago! Me acerqué hasta la puerta y pegué oreja. Todo, lo estaba recordando y diciendo todo. Y agregó, además, la muy hija de puta, que en el fondo yo también pensaba (sollozo, aquí) que él (sollozo enorme, aquí) era (¡Qué tal hija de puta!) un (sollozo de rabia e impotencia, mío) policía es-es-es-es— pañol. Psicólogo, maduro, y con mi juego de espejos metido en el culo, esperé mi turno para entrar a sollozar en brazos de Enrique.
Y aquí me imagino que empieza el desenlace de la historia de amor de Nadine y Enrique. El otro, el nuestro, el de Enrique Álvarez de Manzaneda y Martín Romaña, quedó para mucho más tarde. Tuve que esperar hasta mi primera gran crisis matrimonial para enterarme de aquel otro desenlace. En cambio, lo de Nadine y Enrique empezó aquella misma tarde de los sollozos en la que él nos consoló a ambos y nos hizo amistar. Primero se ocupó de Nadine, mostrándole una serie de direcciones de laboratorios en las Antillas, esa misma noche iba a escribir solicitando trabajo. Las cartas tardarían en llegar, tardarían también en ser leídas, y tardarían también, claro, en ser respondidas. Pero eso, a cambio de las soleadas Antillas, donde él incluso podría arreglárselas para terminar el año de Medicina que le faltaba. ¿Valía o no valía la pena? Nadine quedó como quien está a punto de enviar una tarjeta postal diciendo que es próspera y feliz en las Antillas. Yo me quedé con la boca abierta, hasta que un sonriente y sereno guiño de ojos de Enrique me hizo comprender que a Nadine no le había creído ni papa, que no había tomado para nada el asunto en serio, y que ya hablaríamos más tarde de las cosas de siempre.
Pero no nos quedó mucho tiempo para hablar de las cosas de siempre. La vida nos lo impidió, aunque hoy más bien diría que fue la muerte. Lo recuerdo muy bien. Nadine acababa de partir hacia su Facultad, tras comprobar que el correo de esa mañana tampoco había traído respuesta de las Antillas. Yo regresé furioso del colegio porque la directora, alegando que los alumnos no habían asistido, se negó a pagarme un día de huelga de transportes públicos en que fui a trabajar caminando. El colegio quedaba bastante cerca, y también los alumnos vivían cerca. Claro, ellos se aprovecharon de la huelga, pero yo no podía no ir porque de eso vivía. Fui, además, porque de haber faltado me hubiese amenazado con bajarme el sueldo o con expulsarme. Jamás lo iba a hacer, porque yo era un tonto útil, pero ésos eran los pretextos que luego utilizaba para no pagarme la tarifa oficial. Total que regresé furioso y toqué la puerta del cuarto de Enrique para entrar a desahogarme un poco con él. Increíble: Enrique se había comprado dos enormes pliegos de papel rojo y estaba recortando pacientemente unas redondelitas. Ya había un buen centenar de redondelitas rojas sobre la mesa.
—¿Y eso para qué es? —le pregunté.
—Para alegrar las paredes de la habitación. Las voy a pegar al centro de las hojitas blancas.
—Tu cuarto va a parecer un burdelito.
—Bah, son tan horribles estos cuartos que cualquier cosa los alegra.
—Pero Nadine se va a volver loca si empiezas otra vez con esas cosas.
—Bah, mientras llega alguna respuesta de las Antillas.
—Enrique, ¿de qué respuestas estás hablando? La única que espera respuestas en esta historia es Nadine.
—No creas. Cada día las espera menos. Anoche salió al cine con un amigo que se ha conseguido por ahí.
—¿Y ya vio las redondelitas?
—Vio que no había correo. Con eso se contentó.
Enrique me miró con cara de que los hombres también lloran, con los ojos bañados en lágrimas, en realidad, y yo empecé a no entender nada, pero por si acaso empecé también a perder edad madura. No quisiera que tomaran esto a cobardía de mi parte. No sé cómo explicarlo, pero el principio que rige mi conducta sería más o menos el siguiente: cuando lloran los valientes, yo me voy echando atrás en edad, para que se sigan sintiendo valientes. No sé cómo explicarlo, realmente, pero digamos que puedo retroceder hasta la infancia para que un hombre pueda llorar cómodamente. Tal vez sea que los hombres son tan tontos que piensan que llorando pierden hombría, y entonces, yo, o trato de que se sientan siempre más grandes y fuertes, o trato de comunicarles un poco de infancia para que se desahoguen de una vez por todas. Las dos cosas a la vez, también, tal vez, ya digo que no sé bien cómo explicarlo.
Enrique llorando, por ejemplo. Porque ya estaba llorando como Dios manda. Yo me había reducido a mi mínima expresión pero al mismo tiempo era ojos y oídos del mundo para todo lo que quisiera comunicarme. Qué le pasaba a Enrique, qué te pasa, Enrique, soy tu amigo, Enrique, para eso están los amigos, Enrique, llora llora corazón, Enrique, llora si tienes por qué, mírame, Enrique, aquí estoy, inferiorísimo a ti, aceptando la enorme superioridad de tus lágrimas, mira cómo tiemblo, Enrique. Claro, nada de esto se dice, no hay que ser tan burro, tan sólo se comunica, y hondo, pero es uno de los logros a los que se llega con mis principios. Lo único que dijo Enrique, a lo largo de aquel llanto, fue Nadine. Dijo Nadine una sola vez y ya casi al final, porque después tuvo que empezar a ocuparse de mi llanto. De más está decir que yo lloraba como un niño.
Terminamos cortando redondelitas y absorbiendo magdalénicos mocos, hasta que llegó a ser una forma de decirnos un montón de cosas ese sonido de los mocos en el silencio del cuartucho. Después vinieron tardes en que anduvimos pegando redondelitas como locos. La verdad, era él el que las pegaba, porque yo tras lo ocurrido me había quedado tembleque para el resto de la vida o algo así, y nunca lograba pegarlas justo al centro de las hojitas blancas, como él deseaba. Tal vez debí esforzarme más, es cierto, pero entonces aún no había captado que Enrique combatía el desamparo a punta de minuciosidad. Y además, mi tembladera era abdominal, la peor de todas, porque desde ahí irradiaba por todo el cuerpo, acentuándose en los momentos en que volvía a clavárseme en la boca del estómago aquel Nadine pronunciado por Enrique, el Nadine de los valientes, el de las historias con personajes silenciosos y enigmáticos, en las que el malo es más bueno que el bueno porque resulta que era buenísimo al final, y porque toda su bondad estaba concentrada en unas razones ocultas que lo condenaban al silencio y al enigma.
Enrique se había colocado, solito, entre la espada y la pared. Y yo no sé si esto quiere decir algo, pero yo me sentía colocado entre Enrique, la espada y la pared. En fin, yo me entiendo. Son las situaciones a las que lo expone a uno la solidaridad humana y también aquellos momentos a los que suelo recurrir, que consisten en volverme loco un rato, aunque en aquel caso el asunto fue más bien del tipo permanente y duradero. Todo empezó cuando Enrique, entre dos redondelitas, me contó íntegro el contenido de sus razones ocultas. Por qué creía yo que él seguía pegando redondelitas, ¿para terminar de decepcionar a Nadine?… Yo debía ser muy poco observador si aún no me había dado cuenta de que Nadine cada noche iba más al cine con el nuevo amigo de la Facultad, ¿no me había fijado?, pero si ya casi ni pasaba a preguntar por las respuestas de las Antillas. En fin, ya se había logrado el objetivo (y también ya se ha llorado por Nadine, pensé yo, pero no me atreví a interrumpirlo), y ahora lo que se esperaba era otra cosa, un resultado, un nuevo resultado, mejor dicho, porque el primer análisis dio positivo, el segundo también dio positivo, el tercero era pura fórmula, y además él no había estudiado Medicina para nada. El bultito a un lado del cuello, justo debajo de la mandíbula, era un tumor maligno. Lo empezó a molestar por la época de Rolland, él lo había sospechado desde el comienzo, semanas antes de que Nadine lo invitara a tomar aquella copa en su habitación, inútil justificarse, inútil tratar de explicar por qué aceptó aquella invitación, y además ya me lo había explicado: humano, muy humano.
Lo siguiente en estos casos es tocar el bultito para creer. Y tratándose de mí, lo siguiente en estos casos es tocar el bultito y encontrarse immediatamente después uno exacto, cosa a la cual procedí desde el fondo del alma con un dedo aterrado que fue a dar de entrada donde no estaba el bultito de Enrique, apunté pésimo, obligándolo al pobre a recoger mi mano con santa serenidad, a desagarrotar el índice porque la mano se me acababa de convertir en puño, y a colocarlo en el lugar donde yo también iba a tener un bultito igual. La verdad es que tuve suerte porque resultó que luego yo tenía varios bultitos iguales, una verdadera colección de bultitos incluso mejores que el suyo, que mi solidaridad le ofrecía con la más profunda convicción, en un desesperado esfuerzo por convertir aquello en el juego de los bultitos y nada más.
—Mira, Enrique, toca tú ahora.
Enrique me miraba desconcertado, lo había sorprendido. Y en efecto, es sorprendente cómo a veces, buscando al niño que tanto me sirve y no me sirve haber mantenido y cultivado, encuentro al hombre maduro capaz de ofrecer solidaridad, protección y compañía, capaz de comprender hasta meterse en el pellejo del otro para sentir o pensar lo mismo, capaz incluso de pedir aumento en el trabajo, en fin, capaz de un montón de cosas a la hora de la verdad. Permítanme que me eche esta flor: soy, lo que se dice, un tipo que se crece ante la adversidad. Bueno, siempre y cuando considere que la adversidad vale la pena.
Pasado ese gran momento, vuelvo a la normalidad. Es decir, a aquellos altibajos por los que Inés me consideraba un perfecto ejemplar de insoportabilidad, un estrangulable y un perdonable, todo al mismo tiempo. Pobre Inés, con lo claras que le gustaban las cosas, conmigo debió haber vivido siempre presa de mil contradicciones. Pero a mí no me cabe la menor duda: con un poco de humor habría podido seguir perfectamente el ritmo de mi ondulación permanente. Aunque claro, pensándolo aún mejor, cómo habría aceptado que yo le perdonara la perfecta formación marxista con la cual criticaba siempre todo lo que yo hacía, para poder perdonarme después, y que en la vida práctica tan sólo le sirvió para acumular vida sin mí. Jamás lo habría aceptado. Pobre. Todavía a veces me provoca mandarle como obsequio la biografía de Henry Ford o algo así. Lo haría, lo haría si supiera que, por fin, se me va a sonreír.
Perdónenme estas caídas-recaídas en mi sillón Voltaire, pero creo que resultan bastante comprensibles. Se entrega uno de lleno al recuerdo de esas épocas, y al mismo tiempo no logra sacarles una frase que vaya con el orden de los acontecimientos. Tal vez sea también un rechazo a seguir hablando de lo de Enrique. Sí. Porque cartas de las Antillas no llegaron jamás y hubo simplemente aquel día en que Nadine ya no pasó a preguntar si habían llegado cartas de las Antillas y luego aquella noche en que después del cine subió a su cuarto con el nuevo amigo de la Facultad. En el techo todo el mundo bajó la cabeza, porque todo el mundo quería a Enrique, pero nadie estaba dispuesto a compadecerlo ni a encontrarle atenuante alguno a su comportamiento con Nadine. Y si le dolía, pues bien merecido que se lo tenía. Por más buena persona que fuera, opinaba, por ejemplo, Carmen la de Ronda, con la Nadine se había portado muy extrañamente y estaba muy bien que ella se hubiese conseguido a ese joven estudioso, sonriente y trabajado.
—Claro, Carmen —le dije.
Eso fue cuando Enrique me había mostrado el resultado del tercer análisis. Cosas de amigos, de que todo quedara claro para mí hasta el fin. Y silencio ahora, ahora a seguir viviendo en el cuartucho que parecía un burdelito con las paredes de hojitas blancas y redondelitas coloradas. Iba al Banco a cobrar su cheque, me cortaba el pelo, tomaba leche en la Place de la Contrescarpe y merodeaba por los corredores en las horas en que Nadine asistía a la Facultad. Nunca los vi cruzarse.
En cambio el Grupo sí que volvió a cruzarse en nuestra amistad. La culpa fue mía. De esta bestia que recuerda. Yo había faltado a varias reuniones por quedarme en el techo, como quien acompaña a Enrique, y un día, al volver, me acusaron de andar perdiendo un tiempo que era de oro para todos, por culpa de un tipo cuya influencia negativa sobre mí ya estaba más que probada. Yo no ofrecía, por consiguiente, ninguna seguridad. Pasaba tarde tras tarde con un policía, y ahora, además, andaba cabizbajo porque el policía-gigoló acababa de perder a su niña. No miré a Inés, por temor a que empezara a bizquear. Ya en dos oportunidades la había visto bizquear al surgir algún problema entre el Grupo y yo.
No puedo decir que esos golpes bajos me agarraron desprevenido. En realidad, los estaba esperando. Me di cuenta de ello porque respondí utilizando el grave estilo que se empleaba cuando se tocaban temas de fondo. ¡Cómo gozaban con los temas de fondo en el Grupo! Respiraban hondo y profundo, cerraban los libros o documentos que estábamos discutiendo, adoptaban actitudes de alerta en sus asientos, encendían cigarrillos, en fin, no sé qué sentían los muy huevones, pero se me hace que muchos se sentían instalados en un foco guerrillero y con ejército enemigo avanzando entre la maleza y a punto de caer en la emboscada. Y así se me pusieron ese día, hasta el punto de que yo, tras echarle una buena miradota a los mocasines pequeñoburgueses del Director de Lecturas, casi le digo que aprovechara la oportunidad que estaba viviendo, porque en otra acción guerrillera no lo veía ni de a vainas con esos zapatitos tan poco heroicos. ¡Mierda!, por qué no escribía yo sobre esas cosas entonces, en vez de andar robándole materiales a Marx y a personajes de mi techo para una novela sobre sindicatos pesqueros. Por cobarde, me imagino, o por miedo a perder a Inés. O las dos cosas combinadas con la dosis de juventud y los ideales y los tipos que siempre estuvieron a la altura de los ideales. Porque también existían esos tipos. Y además, en el mundo en que vivía todo el mundo pensaba así, ése era el pensamiento de todo el mundo en aquel París aquel. Sólo un tipo como Enrique tenía los cojones de no creer tanto en nada.
Bueno, pero el acusado se defiende. Me defendí pésimo porque solté la verdad, tanta verdad que hasta le quité gravedad a la grave sesión de aquella tarde. De sus actitudes de alerta, los camaradas pasaron a la actitud de ¿Y eso cómo se come, compadre? Pobre camarada Víctor Hugo (pensé en mi novela, y le pedí perdón a Víctor Hugo por andar usándole el nombre), al camarada nos lo han engañado como a cholito, se nos va a quedar sin su amigo policía, Víctor Hugo, ¿un gigoló con cáncer?, eso todavía no se ha visto, camarada. Me trompeé contra el Grupo entero, pero debo decir, en honor a la verdad, que nadie me dio un golpe malintencionado. Por temor a Inés, claro.
El día 10 de mayo de 1967, por acuerdo tomado en reunión del Grupo (a la que no asistí), éste, por unanimidad, decidió enviar al camarada Vladimir II, ex estudiante de Medicina, a sostener larga conversación sobre este tema, a manera de sondeo y con disimulo, con Enrique Álvarez de Manzaneda. Objetivo: averiguar si en realidad el amigo de Víctor Hugo sabe algo de Medicina, ya que a todos les hace creer que sus estudios estaban a punto de concluir cuando tuvo que abandonar España, y en eso se puede estar basando ahora para engañar nuevamente a nuestro camarada.
Ni que decir que Enrique pasó unas horas de lo más divertidas. Él mismo me lo contó, en su afán de que entre nosotros todo quedara siempre contado. Se las olió desde que Vladimir II le tocó la puerta, a qué santos iba a venir a visitarlo un tipo con el cual apenas había cruzado un par de esquivas palabras. Le dio mucha risa, y además, todo era buen pretexto para matar el tiempo, mientras el tiempo… Bueno, lo cierto es que, tras haberle probado a Vladimir II, que de ex estudiante de Medicina sólo tenía un año de Medicina, que de Medicina no sabía prácticamente nada, con lo cual lo dejó como a gallito de pelea, incurrió voluntariamente en todo tipo de contradicciones, muerto de risa, con lo cual dejó al gallito de pelea convencido de que Enrique Álvarez de Manzaneda de Medicina no sabía absolutamente nada.
—Y ahora arréglatelas como puedas —me dijo, sonriendo—, pero que a mí no me vengan a joder más.
Me encerré en mi cuarto pensando en todo lo que me esperaba en la próxima reunión del Grupo. Inés insistía en que yo asistiera. Pensaba además en Enrique, pensaba con orgullo en ese amigo que me había perdonado una indiscreción tan grande, y que estando desahuciado se daba tiempo para aceptar tamañas cojudeces y además les sacaba partido convirtiéndolas en risas, bromas y burlas. Pero pensaba también en otra cosa: en mis propios bultitos. Yo había decidido volverme loco un rato cuando Enrique me contó lo de su bultito. Lo logré fácilmente, y logré tocarme hasta cinco bultitos. Ganglios, nada más que ganglios un poquito inflamados, le había dicho para tranquilizarlo (perdonen la palabra). Pero habían transcurrido semanas y los bultitos seguían ahí. Me los estaba controlando nerviosamente cuando apareció Inés.
—Inés, toca; empiezan a no dejarme dormir. Hay que pedir cita con un médico.
—Martín, por favor…
Inútil explicarle que habían empezado como un asunto de solidaridad con el bultito de Enrique. Más inútil todavía pedirle un poco de solidaridad conmigo, ahora, y que por favor jamás le fuera a decir a Enrique que a qué santos se le había ocurrido mostrarle su bultito a un hipocondriaco como yo. Ahí me tenía con cinco bultitos y sin poder dormir, yo no era más que un patético caso de hipocondriaco solidario.
Inés conoció todo mi cuerpo menos aquellos cinco bultitos mágicos y simbólicos que aquí tengo todavía. Y años después, cuando nuestro cariño ya no era más que retazos de todo esto que voy contando, una muchacha bastante miope me señaló los cinco bultitos desde una prudente distancia. Le pregunté su nombre. Octavia, me dijo. Me enamoré imprudentemente de Octavia, mientras le contaba la historia de Enrique con su otro desenlace, el nuestro, el de cómo llegué tarde donde el amigo que tanto me había esperado. Pero era imposible contar esa historia sin que se mezclara con la de mi matrimonio. Y era imposible también no contarle a Octavia la historia de aquel matrimonio.