Inés y su madre, que había venido a visitarla, tomaron una mañana el tren rumbo a España, y yo me quedé en París llenecito de unas ronchas que me salían en las muñecas, y que era algo así como una alergia al cuartucho techero en que vivía desde que murió mi padre y se me acabó la beca. Trataba de escribir nuevamente mis primeros cuentos, los que me robaron a mi regreso de Italia y de Grecia, pero todo era inútil. Cuanto más escribía, más me enronchaba, y ya estábamos en pleno verano. Hacía un calor insoportable en aquel noveno piso pobre y yo no cesaba de admirar a los personajes de Hemingway que tan fácilmente abandonaban un día la Place de la Contrescarpe y terminaban emborrachándose en Pamplona. Mencionaré sólo dos, entre las muchas cosas que me hacían sentirme semejante a esos personajes. Yo también vivía cerca de la Place de la Contrescarpe, y yo también bebía vino en uno de sus cafés. No hay mayor parecido en este parecido, y más bien podría tratarse tan sólo de una coincidencia, pero lo cierto es que también yo un día partí rumbo a Pamplona, con un pañuelito rojo al cuello.
Partí con la absoluta seguridad de que no bien pisara tierra española, desaparecerían mis ronchas, y con la dirección de una señora, pariente de un amigo peruano, en cuya casa podría alojarme al llegar a San Sebastián. La tía Juanita, como la llamé desde el primer día, era una viejita de nariz aguileña y que siempre estaba dispuesta a abrirle a uno una lata de sardinas. Yo tragaba como una bestia, por aquel entonces, y la tía Juanita no cesaba de servirme más sardinas y más copas de vino. Su esposo era un vasco jardinero, que prácticamente no hablaba castellano. Pero aun así me miró con profunda desconfianza cuando le conté que mientras me revisaban el pasaporte, en el lado español de la frontera, mis ronchas habían ido desapareciendo una por una, ante mi vista y paciencia. España lo podía todo por mí. Un viaje así, al sur, le arreglaba a uno la vida, le renovaba las energías y le limpiaba las ronchas de la gran ciudad. Martín Romaña era un hombre nuevo.
Y al hombre nuevo se lo llevó la tía Juanita al pueblo de Oñate, donde vivía el resto de su familia, y donde tendría oportunidad de alternar con los señores amigos del amigo que me había enviado donde ella. Oñate me encantó. Pamplona podía esperar. En todo caso los Sanfermines no empezaban hasta dentro de unos días. La tía Juanita regresó a San Sebastián, dejándome en ese pueblo donde desde la primera noche ya todo el mundo me llamaba el Peruano, con tanto cariño, que lo menos que podía hacer era enamorarme perdidamente de alguien y quedarme a vivir el resto de mi vida.
Me quedé a duras penas un par de días, pero sí hubo enamoramiento. Muy complicado, claro, ya que la vida es igual por todas partes, y si no es igual por todas partes, yo sí soy igual por todas partes. Lo cierto es que aquella vez en Oñate, de enamorado pasé a Quijote, para luego terminar haciendo el indio. La cosa empezó una noche en que los señores del pueblo, que eran dos (uno tenía una fábrica, y el otro también, pero además era el alcalde), me invitaron a subir a uno de esos famosos montes vascos. Me tocó el monte en cuyas alturas estaba el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu y, un poquito más allá, Goiko Venta, donde iba a encontrarme, ya lo vería, con una de las venteras más lindas del mundo. Y subían cantando, los señores del pueblo. Cantando y metiéndole duro al vino y yo soportando con hemingwayana resistencia para estas cosas. Iba feliz, la verdad, y hasta les entoné algunas canciones de las mías, un par de valsecitos, bien peruanos, bien de adentro, para que se enteraran de una vez que yo también sabía enamorar cantando.
En el santuario nos portamos bien, porque los vascos son bien católicos, y porque yo soy, muy a menudo, de los que donde van hacen lo que ven. Respetamos todo lo que vimos, y hasta nos arrodillamos y alabamos en voz baja la belleza del templo, orgullo de la región. Y ahora nos quedaba por ver el otro orgullo de la región, Begoñita, la ventera más bonita. Y, en efecto, Begoñita era la ventera más linda del mundo. Sigue siéndolo, además, porque prefiero recordarla de ventera y no de lo que después supe.
Ningún personaje de Hemingway había estado jamás en una situación como la mía, salvo que a Hemingway jamás le hayan interesado situaciones como la mía, claro. No había descrito ninguna, en todo caso, o sea que la escena era mía, sólo mía. Martín Romaña, busca ahora en tu pasado y en tu buena educación. Busqué hondo, y encontré que no debía poner los codos sobre la mesa, y que debía comer hasta el último bocado porque en el África todos los niños se morían de hambre, en cambio en el Perú no, salvo que uno fuera comunista y mi padre lo largaría a gritos de la mesa por preguntón, o por hablar de dinero delante de la servidumbre, habráse visto cosa de peor gusto. A mis acompañantes no creo que los habían educado tan bien, pero en fin, siempre me quedaba la ventaja de la edad. Los dos podían ser el padre de Begoña, mientras que yo podría ser el esposo de Begoña. Le hablaría de Lima, mi ciudad natal, del Perú, de la casa en que había crecido, y en la que si alguien se hubiese casado con una ventera, por no decir sirvienta, habría sido desheredado. Mierda, otra vez mi buena educación, pero precisamente de ahí nació mi amor. Me desheredé ipso facto. El Martín Romaña de la mesa que iba a servir Begoña era ya un tipo desheredado, un joven en franca rebeldía, y muy pobre. A mi derecha, un señor del pueblo; a mi izquierda, otro señor del pueblo que además era el alcalde. Al frente, Begoña, sonriente y alcanzándonos a cada uno un menú. Y recibiendo su menú, Martín Romaña, completamente desheredado. Luis era millonario, pero podía ser el padre de Begoña. Julio, igual, y por más alcalde que fuera. Sólo yo, sólo yo. Y empecé a cantar entre copa y copa. Y mientras Luis cantaba, también entre copa y copa, Julio me dijo que a Begoña la tenía ya contratada para trabajar de empleada en su casa, sus hijos iban creciendo, ya era hora de que invadieran nocturnos dormitorios y aprendieran de la vida.
Y así es la vida, pues, aunque yo entonces no podía creerlo aún e insistía, entre copas y más copas, en llevarme a Begoñita de frente a Lima, para evitarme la mirada de arriba abajo que me iba a echar Inés en París, el día en que llegara con la historia de Begoña, porque con Begoña, la Begoña de carne y hueso, la que ya empezaba a reírse de mí, no iba a llegar a ninguna parte. Begoñita, la venterita, ya se tenía bien oída mi autodesheredación. El embrujo de la casona, el encanto del restaurant, la maravilla de la venta, qué mierda le importaba todo eso a Begoña. Ahí yo era el único alucinado que veía tanta cosa en una noche de juerga con dos señores y una ventera, que ni de madame Bovary tenía un poquito siquiera. Puro contante y sonante era Begoñita y yo ahí sin un cobre y por amor.
Aún no sabía cantar la Internacional, o sea que cuando me bajaron borracho a Oñate, observé el estricto y agresivo silencio del que se fue pero volverá. Desperté en un pueblo en el que las voces se habían corrido: el Peruano había andado alborotando el gallinero en Goiko Venta, el Peruano se había peleado con don Luis y con don Julio, el Peruano estaba tramando algo, mejor era que se fuera el Peruano. O me emborrachaba de nuevo, y Begoñita volvía a cagarse en mí, o me largaba tras haber hecho el cojudo como Dios manda. Consulté mentalmente con Inés, que empezó por perdonarme.
Algo que siempre detesté es que Inés empezara siempre por perdonarme, antes de que yo le pidiera perdón. Era su manera de destetarme, creo, pero estoy seguro de que nunca lo habría hecho, de haber sabido lo mal que uno se sentía teniendo que crecer tanto, tan rápido, y todo el tiempo. Inés me dijo que no me fuera del pueblo sin haber hablado con los padres de Begoña. Aunque, claro, también era posible, Inés se las sabía todas desde entonces, también era posible que sus padres fueran unos pastores muy pobres y que estuvieran de acuerdo en negociar a la hija de esa manera. Bueno, en este caso, Inés me aconsejaba escribirle una carta al primer obispo que se encontrara en la región. Hallé alivio en el ferviente catolicismo de Inés. Escribí una carta larga, digna, clara, precisa. Di la dirección de la tía Juanita, en San Sebastián, pero nunca me llegó la respuesta. Y en cambio la vida sí respondió a las expectativas de Begoña. Lo supe en otros viajes. Duró poco en casa de don Julio. Trabajó por aquí, por allá, siempre de acuerdo con sus expectativas, y hasta trabajó en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme.
Me fui a renacer en Pamplona. No podía irme tan mal en mi primer viaje a España. Pamplona era el dato, y a Pamplona llegué ligero de equipaje, sin equipaje, en realidad, porque aparte de una escobilla de dientes en el bolsillo superior del saco, sólo llevaba algo de dinero y esas ganas increíbles de que todo se pareciera a los libros de Hemingway. Bueno, en efecto, el asunto se parecía a los libros de Hemingway, pero entre que se parecía mal y se parecía demasiado. No sé bien cómo explicarlo. ¡Ay, demonios!, las cosas que me toca ver a mí. Recién entradito a la plaza principal y ya me estoy topando con tres Hemingways igualitos al que había muerto de un tiro a la garganta. Tres igualitos y cada uno con su máquina de escribir, o es que yo ya estaba muy borracho. No puedo decir que la historia se repite con caracteres grotescos, porque todavía no había leído a Marx, pero, en fin, digamos que si Marx hubiese entrado a Pamplona en mi lugar, sobre la marcha habría escrito otra vez su frase tan conocida. A la gente no le importa. Es increíble. Tres igualitos y sentados y escribiendo y los turistas encantados con que la agencia de viajes les hubiese puesto en el programa hasta a estos tres igualitos que no estaban en el programa. Escribían los tipos en Coronas portátiles con sus barbas grises y sus botellas de ginebra al lado. Y yo, como un imbécil, metido en Pamplona para contarle a la gente que en Pamplona tal y tal cosa, y tal y tal otra cosa, y chúpese ésa, qué bien vive, qué bien viaja Martín Romaña.
Ahí me agarró la soledad. La tristeza esa tan grande que me agarra a veces cuando por ninguna parte me sale lo gregario imbécil, y en cambio me sale hasta la angustia mi capacidad de no soportar. Bueno, era el momento de emborracharse. Busqué primero una pensión donde dejar mi escobilla de dientes y salir, como los caballeros, a tomarme un trago en la plaza, y caí donde una ancianita que me alquiló una gigantesca cama de muñecas. Blondas y blondas, sábanas de mi abuelita, olor a naftalina, y un edredón inmaculado. Y aquí otra cosa rarísima: pagué una parte por adelantado, pero nunca logré dormir en esa cama. Simplemente nunca logré que la viejita me dejara acostarme en esa cama de Pamplona. Tres noches llegué agotado, desilusionado, harto de beber sin emborracharme como en las películas de Hollywood sobre las novelas de Hemingway, pero nada. Siempre me faltaba ver algo, siempre la viejita diciéndome que un joven como yo no podía acostarse tan temprano en una juerga como los Sanfermines, le falta a usted ver esto, le falta a usted ver aquello. Y no sé cómo, pero de nuevo iba a parar a la calle.
Y para remate apareció un muchacho negro que me conocía de París y que estaba sin un cobre y con una sueca realmente patentada. Se me pegaron, me pegué a ellos, no sé quién necesitaba más de quién ahí, pero lo cierto es que me tuve que soplar las tres trompeaderas, con sus consiguientes derrotas, en las que mi amigo negro se vio envuelto en su afán de que no le arrancaran a su rubia a pedazos. El asunto era a la de a verdad, a quién pega más fuerte, y a mí francamente no me entusiasmaban tanto unas peleas en las que la que mejor se trompeaba era la sueca. Y la sueca sólo defendía a su novio negro. A mí sólo me pedía plata para más trago o para comprar algo con que desinfectarnos las heridas. Todo esto alrededor de los Hemingways que escribían y que seguro no estaban contando nada sobre nosotros. Bueno, qué diablos, lo importante era largarse de ahí lo antes posible. Una buena dormida, un buen baño, y largarse. Pero no. La viejita no quería. Me faltaba ver esto, me faltaba ver aquello. Pasaron los encierros, di de saltos entre las desfilantes masas que abandonaban una corrida, conocí a Orson Welles, pero él no me conoció a mí, o en todo caso se limitó a arrojarme el humo de su puro, cuando yo, periodista peruano, corresponsal del semanario «Oiga» de Lima, señor Welles, «El hilo que une al Perú con el mundo», señor Welles, unas palabras mientras usted filma, señor Welles. Pero el señor Welles se siguió limitando a arrojarme humo hasta que lo perdí de vista.
A la cuarta noche sin dormir, que en realidad era la mañana del quinto día, entré a la pensión dispuesto a tirarme en la cama aunque me faltase ver una aparición de la Virgen de Fátima. No, no me faltaba ver nada. La viejecita me dijo que en cambio sí me faltaba pagar los días que quedaban de Sanfermines. Miré la cama con la convicción profunda de que ahí nunca había dormido nadie, le dije que tenía que partir ya, logré que me devolviera mi escobilla de dientes, y salí al sol de la calle gritando ¡Vieja Begoña!, entre muchos borrachos. Me vengué algo al llegar a la plaza principal. No sé de qué me vengué. Del género humano, tal vez. No es que importe tanto, pero era cojonudo no haber bebido una sola copa la noche anterior y ver a miles de personas que se habían emborrachado anoche, agonizando con unas perseguidoras espantosas, bajo un sol que yo deseaba a cuarenta, a cincuenta grados. Salían de los hoteles, de las casas. No sabían qué pedir, un café, un trago para cortarla, un alkaseltzer, un tranquilizante. El sol les jodia los ojos, sentían que les estallaba el sol en la cabeza, les estallaba la cabeza con el sol, el primer Hemingway del día salía a instalarse en su mesita de escritor. Y yo me iba.
¡Me iba rumbo a Vera del Bidasoa! Y como pasaporte traía nada menos que una carta de presentación de mi tía Marisa Romaña, la que siempre andaba tan distraída. Me había escrito de Lima diciéndome que si iba a España, no podía dejar de visitar Vera del Bidasoa, y yo acababa de descubrir que el asunto no quedaba tan lejos de Pamplona. Un saltito para ver todo el mundo del cual salimos al Nuevo Mundo, los Romaña, vía un Caballero de la Orden de Santiago, nada menos. En Vera del Bidasoa algo me iba a pesar sobre los hombros mucho más que cuando entré por primera vez a la Sorbona. 1966 y yo todavía andaba creyendo en esas cosas. En fin, qué iba a hacer. Vera del Bidasoa, ¡entrañas mías! Como el poema, me lo había dicho mi abuelito, me lo había dicho mi papá. Peor, todavía, a mí me lo dijeron de nacimiento. Una escapadita. Nadie se enteraría. Nadie. Y mucho menos que nadie los muchachos del hotel sin baños. Ya lo digo: me lo dijeron de nacimiento. Fue más o menos así, mientras cortaban el cordón umbilical: «Si los Romaña entramos en la espaciosa iglesia de Vera del Bidasoa, a mano derecha, y casi debajo del pulpito, nos encontramos con una lápida sepulcral que dice: IACE DON FRANCISCO DE ROMAÑA CAVALLERO QUE FUE DEL ORDEN DE SANTIAGO, MURIÓ EN 1723. En el centro de la lápida está esculpida la cruz santiaguista. El 27 de marzo de 1706 se aprobaron las diligencias de sus pruebas, cuando amenazaba a España la guerra de sucesión, triste secuela de la muerte de Carlos II el Hechizado. Ante esa tumba, hagamos una incursión histórica en la vida de Vera del siglo XVII: en la república de la villa de Vera del Bidasoa, como dice el Libro de Elecciones que entonces existía, anticipándose a la añoranza de Pío Baroja, al menos en cuanto al nombre».
Aquí puedo hablar de un pequeño atenuante. Hemingway vino desde no sé dónde para cargar el ataúd de Pío Baroja, genial escritor vasco. Tal vez, pues, mis admirados conocimientos de la vida del escritor norteamericano también me estaban llevando a Vera del Bidasoa. Mientes, Martín Romaña. Ibas de incursión histórica por la cuerda floja de un cordón umbilical: «Don Francisco de Romaña, sigue, sigue, Martín Romaña, murió sin ver más a su hijo Martín, Martín Romaña. Éste, nuestro primer antepasado en el Perú, vino aquí reclamado por su afán de aventuras y aquel otro, superior, de mejorar las cosas de este mundo, en el nombre de Dios. Aquí en Lima vivió, gozando de gran crédito, pues era virtuoso, buen cristiano, temeroso de Dios en su conciencia. Gran elogio, entonces y ahora, Martín Romaña. Hizo la travesía en el barco de otro vasco, don Juan de Lavaquía, capitán de mar y de guerra, jamás olvidó a sus padres, Martín Romaña. Todos los correos llevaron carta suya a Vera del Bidasoa».
Una escapadita, nadie se enteraría. Pero ya por Elizondo, empecé a preocuparme. El ómnibus que había tomado en Pamplona era menos ómnibus que el que había tomado para llegar a Pamplona, y ahora resulta que para llegar a Vera umbilical había que cambiar en Elizondo y tomar un ómnibus que nadie de mi familia en Lima, ni siquiera yo, había tomado jamás. Era más o menos el ómnibus que yo hubiese tomado con Begoñita, la ventera, cuando el asunto de mi deshederación. Bueno, lo tomé sin Begoñita, y extrañando como una bestia a Inés. Me faltaban sus consejos. La sonrisa con que se cagaba de risa del asunto Romaña. Pero, en fin, qué podía yo lejos de ella más que seguir en estado de nacimiento e irme de cabeza a la incursión histórica ante esa tumba. Me iba a hurgar en los testamentos que poseía por aquel entonces el escribano Lorenzo Hualde y que se transcriben en el expediente, me adentraba en la vida y milagros de la estirpe propietaria de las casas de Romaña, Arocena y Agramontea. Íntegra testó siempre esa estirpe sin dejar deudas, desde los abuelos del caballero, allá por 1643, cuando ardía Europa por los cuatro costados en la terrible guerra llamada de los Treinta Años. Como ellos, Martín Romaña, no dejes jamás deudas. Muérete sin deudas, Martín Romaña. Así, por ejemplo, el Caballero de Santiago escribió en su testamento: «No me acuerdo deber a nadie cosa alguna. Y sin embargo, quiero sea creído y pagado, si alguno pareciere pretendiendo qué haber en mí, hasta dos reales (que por aquel entonces eran mucha plata, Martín Romaña); y de ahí en arriba, mostrando papeles e instrumentos». En cambio a él le adeudaban algunas cantidades, como sucede siempre con los caballeros, Martín Romaña. Y desde entonces, de nacimiento, todos hemos testado señalando muy claramente: «No me acuerdo deber a nadie cosa alguna», Martín Romaña. Hasta tu pobre tío Joaquincito: no bien vio que se le venía encima el tranvía, gritó: «¡No me acuerdo!». No tuvo tiempo para más, pero todo Lima sabe a qué se refería. Y cuando te mueras, Martín Romaña, no olvides otra frase en tu testamento: «Todo lo dejo a mi mujer, por la mucha confianza que tengo en la dicha mujer». Frase que nos viene de Vera del Bidasoa, también, Martín.
Exhibía con orgullo el haber nacido de descendientes de descendientes de esa villa, todo muy a escondidas de los muchachos del hotel sin baños, allá en París, y continuaba en mi ómnibus begoñense, sin la burla de Inés, y ya empezaba a caer la tarde. Vera del Bidasoa fue, desde que nací, y me imagino que también desde que lo contó el famoso Martín de Romaña que se fue al Perú, una de las cinco villas privilegiadas. Nadie me había explicado de qué cinco villas se trataba, ni cómo ni por qué, pero lo cierto es que Vera del Bidasoa no pechaba (mi abuela paterna aún empleaba esta palabra, aunque sospecho que ignoraba ya su significado), ni pagaba servicio ordinario al rey, por ser todos sus hijos hijosdalgos. Y nadie alcanzaba vecindad ni cargos públicos en la villa si no era hijodalgo notorio de sangre por los cuatro costados. Me lo sé de paporreta, lo llevo en el ombligo: «Imbuidos de este culto a la clase y a la raza, los veratarras (habitantes de Vera del Bidasoa) abonaron la hidalguía de la familia Romaña-Tellechea, diciendo que se hallaba sin la menor nota o mala voz de raza infecta y mancha de sangre. Como prueba definitiva, el escribano Hualde acudió al Libro de Elecciones de la República de la Villa de Vera, mamotreto de 2153 folios conservado entonces y que abarcaba los años 1570-1703. Y los familiares de Don José María, Caballero de la Orden de Santiago, aparecían entre los dos elegidos para los cargos públicos, desde siempre. Así, en 1619, según fe del escribano Juan de Zicardía, salió electo Juan de Tellechea, padre del abuelo de Don Martín, para el cargo de Almirante añal de la Villa, entre otros tres notables hábiles y suficientes y en quien concurren las partes y calidades de hijosdalgo».
A Vera del Bidasoa llegué completamente heredero. Si Begoña quería terminar fornicando con el obispo aquel al que le escribí la carta, eran cosas de Begoña y del obispo, eran cosas de este tiempo, cosas de fornicadores. Yo pertenecía al tiempo de los Romaña, que testaban así y asá, y que cuando no lograban testar, por culpa de algún tranvía, daban medio alarido mortal y ya todo Lima sabía a qué se referían. Ahora, la lástima fue que la carta de tía Marisa, la que siempre andaba tan distraída, no precisara suficientemente los datos. En realidad la carta no precisaba nada, y no sé qué había sido del pasado glorioso en las frases incoherentes que me había escrito. La leí nuevamente al bajar del ómnibus, en un pueblo que ni papá ni mi abuelo ni nadie me lo había dicho nunca. Bueno, tal vez era yo el que no entendía bien las cosas, ya los señores del pueblo leerían, entenderían, me aclararían, ya terminaría yo en alguna gran casa solariega e invitado a una gran cacería. Sin Begoñas ni ocho cuartos, esta vez. Señor entre señores.
Pero, por lo pronto, de lo que se trataba ahora, era de conseguir una posada porque empezaba a anochecer y necesitaba recuperar sueño perdido en Pamplona. Pasó una muchacha muy bonita, pero que no podía ser Romaña porque venía conversando con una vaca, y le pregunté por la posada. La posada era ésa. Me lo dijo con una falta de amabilidad… No, definitivamente no era una Romaña. Cualquiera en Lima le contesta a uno mejor. Eso parecía casi París. Bueno, sería una excepción. Pero la excepción continuó en la única posada, porque al peruano descendiente le negaron hospedaje como a bicho raro, casi como a bicho peligroso. Ignorantes, eran gente del pueblo. Felizmente en su carta, tía Marisa, la que siempre andaba tan distraída, me decía que acudiera antes que nada donde el cura del pueblo. Me presenté como un Romaña de Lima, periodista del semanario «Oiga», «El hilo que une al Perú con el mundo», y le entregué como credenciales la carta de mi tía Marisa. Se la leyó, o mejor dicho, me la leyó íntegra, con paciencia de cura viejísimo y aburrido. Estábamos en la sacristía, él con la carta temblándole en las manos y yo mirando con insistencia el diván que podía ser mi salvación.
Mi querido Martín,
Las fotos del álbum donde está la casa de Romaña están demasiado pegadas y no las puedo sacar del álbum. Buscaré por otro lado. He buscado por otro lado, pero no encuentro más fotos. Ya te las mostraré cuando regreses al Perú, pero procura tú sacar algunas también para que tengan tus hermanos y para pegar más en el álbum. José María Romaña. Calle Aragón 316, Barcelona. A ése no lo puedes buscar en Vera del Bidasoa. Es, eso sí, Consejero del Banco de Bilbao. En San Sebastián, preguntar en la Sucursal del Banco de Bilbao, para ver si siempre sigue en Barcelona. Decía siempre tu abuelito que tomaron una vez una copa, en (no me acuerdo en dónde) en su viaje a Europa en 1934. Eso sí, no confundir con el otro José María Romaña, que es muy simpático, pero que no es el pariente. La mujer de nuestro pariente se llama Thais Muñoz de Vigo. No recordamos el título.
Casa de Romaña, la antigua casa de los Romaña, está en Vera del Bidasoa, pero se encuentra en pleno campo, y hay Romañas enterrados en la iglesia de Errazu y algunos en Vitoria, ciudad cercana. Hay tumbas desde 1507, me parece. Algo así dijo tu abuelito. ¿Te acuerdas que el pobrecito se acordó de toda la historia del Caballero de la Orden de Santiago, hasta mientras se moría el pobrecito? Todos la hemos sabido siempre también porque a mí también me la contó tu abuelito, y él la sabía de su papacito. Bueno, en todo caso, eres un muchacho culto y esas cosas las sabes mejor que yo. Sigo a la vuelta, con los parientes. El de Barcelona, Calle Aragón 316, Barcelona, es el pariente, pero puedes preguntar también por él en la Sucursal del Banco de Bilbao, en San Sebastián. En fin, Martincito, no dejes de ir a Vera del Bidasoa, si vas a España. De ahí vienen nuestros parientes. Y antes que nada pregunta por el padre Romaña.
Felizmente el padre era tan viejo que lo entendió todo perfectamente. Peruano, claro, me dijo, por aquí ya han pasado bastantes Romañas en busca de los Romañas de aquí. Siempre los encuentran. Vea usted, en este pueblo todos nos llamamos Romaña. Yo también me llamo Romaña. Es casi como llamarse Pérez en Madrid.
—O en Edimburgo —agregué.
Y él me siguió entendiendo todo, sin necesidad de que yo le explicase que también en Escocia todos mis ancestros se llamaban Pérez. Él también se llamaba Romaña, y la viejita loca que le limpiaba la iglesia se llamaba Romaña, y el del correo, y el de la posada.
—No me quiere dar posada, padre —le dije, mirando con verdadera insistencia el diván.
—Vaya usted de mi parte, y verá como le dan. Y mañana se viene usted por la mañana y lo llevaré a ver tumbas de Romañas. Este pueblo está lleno de tumbas de Romañas. Y cuando pasan los de su país, siempre encuentran algún Romaña pariente. Ya encontrará usted alguna historia para la revista «El Hilo».
Adopté el andar con que mi abuelo era importantísimo en Lima, pero me lo suprimieron alzándome en vilo en el instante en que llegaba verdaderamente un Romaña a la puerta de la posada.
—¡El Chuli! —gritó el mastodonte con boina que me había levantado en peso, cogiéndome por detrás del cuello del saco, de la camisa y de la camiseta.
—¡Ya lo tengo!
Salieron todos los Romañas del pueblo, con sus esposas, hijos y perros, a contemplarme colgando en Vera del Bidasoa a las ocho de la noche, y justo en el momento en que se desataba una de esas tempestades vascas. Quise decir que era un Romaña del Perú, enviado a la posada por el padre Romaña, pero el mastodonte me elevó bruscamente unos diez centímetros más y volvió a gritar ¡El Chuli! y ¡Ya lo tengo!, mientras yo pensaba que tal vez había llegado para mí el momento de gritar: «¡No me acuerdo deber a nadie cosa alguna!». No grité nada, y en cambio me entró una falta de agresividad tal, que ya lindaba en la depresión pura.
Cuando me pusieron en el suelo, quedé enano, y traté de preguntar. Nada, el tipo no me dejaba abrir la boca, el tipo había capturado por fin al Chuli, al cabo de tantos años. Al menos eso es lo que les estaba contando a gritos a los Romaña de Vera del Bidasoa, mientras yo, reaccionando agresivísimo, extraía de mi billetera una tarjeta de visita de esas que usaba en Lima, cuando todavía era un Romaña del Perú.
—Mire, señor —le dije—. Ésta es la mejor prueba que puedo darle de quién soy:
MARTÍN ROMAÑA
VENIDA JAVIER PRADO 762
SAN ISIDRO
LIMA/PERÚ
—¡Igual me mando hacer yo mil! —gritó, pidiéndome mi pasaporte.
—Lo dejé con mi equipaje en casa de una tía, en San Sebastián. Iba a los Sanfermines y tenía miedo de que me lo robaran.
—¡Ya lo decía yo, señores! ¡El Chuli!
—Pero ¿y el acento peruano, señor? No nota usted que…
—¡Igual me pongo yo a hablar como andaluz, hombre!
—Señor, ¿pero no existe una fotografía del Chuli?
—¡Usted es su retrato mismo! ¡Y además ese hijo de puta jamás se dejó retratar por nadie!
—Señor, pero…
—¡Me lo llevo al puesto, señores! ¡Éste es el Chuli! ¡El más grande contrabandista y ladrón en muchos años, señores!
Me llevó al puesto. Cargado. Otra vez en vilo y bajo la lluvia feroz y pensando que no recordaba deberle nada a nadie y en Inés, pobre Inés. Estaba empapado. Ahí todo el mundo estaba empapado, pero la alegría era demasiado grande como para que se dieran cuenta. Alegría y odio. Había caído el famoso Chuli, el contrabandista, el ladrón que los había venido jodiendo durante años.
En el puesto me entró una tembladera de pulmonía mezclada con pavor. En dos papazos me dejaron con el torso tembleque desnudo, y parado ante un escritorio en una habitación sombría y llena de guardias. Afuera, el pueblo, algo así como Fuenteovejuna, todos a una, más los perros ladrando como ladran los perros de noche en los pueblos, el mordisco invisible podía salir de cualquier rincón negro, la primera piedra podía destrozar el vidrio de la ventana, el pueblo deseaba venganza, venganza, esperaba afuera pidiendo venganza, y hasta los niños seguro ya tenían su piedrecita en la mano. Opté por sacar la carta de mi tía Marisa, la que siempre andaba tan distraída, y les rogué que la leyeran con mucha atención. Se la pasaron de mano en mano. Nunca debí habérsela entregado.
—¡Igual me mando hacer yo mil!
—Incurre en todo tipo de contradicciones.
—Éste ha andado operando hasta por Vitoria y Barcelona. Ha andado hasta por el Banco de Bilbao… Aquí lo dice la carta.
—Señores, mi tía…
—¡Igual me mando hacer yo mil!
—Conque mi tía Marisa, ¿no?
—¡Espósenlo y enciérrenlo! Mañana me lo llevo a la cárcel de Pamplona.
Me salvó el Jefe. El Jefe era el cura que llegó preguntando qué pasaba, a pesar de que afuera andaban hace horas gritando casi linchamiento. Realmente entró como si ahí no pasara nada, el Jefe. Yo rogaba que le entrara un poco más de energía al viejito, pero pronto comprendí que por esas tierras hasta los policías son bien católicos y que de él dependía mi suerte. Traté de explicarle, traté de decirle que él conocía mi historia, que les explicara, que con ese acento y esa cara y esa carta y esa tarjeta de visitas, yo era peruano, descendiente del Romaña Caballero de la Orden de Santiago, y periodista de «Oiga».
El curita les dijo que había que lavarse las manos, porque si el error era un error, era un gravísimo error. Lo mejor era lavarse las manos. Yo tenía cara de ser peruano, acento de ser peruano, y siendo peruano podía ser Romaña, y siendo Romaña y peruano, nada impedía que fuera el periodista de la revista «El Hilo». Mejor era que me devolvieran mi ropa y que me dejaran irme esa misma noche, mejor era lavarse las manos.
—Padre, pero no me puedo ir ahora. El primer ómnibus no sale hasta mañana por la mañana.
—¡Nosotros nos lavamos las manos! —gritó el mastodonte con boina. Era un policía de paisano, el hijo de puta, y andaba furioso por haber tenido que ceder ante las explicaciones del cura. El pobre seguro que llevaba años buscando al Chuli.
—Padre, dígales que si quieren duermo aquí esta noche. Ellos me pueden vigilar hasta mañana.
—¡Si nosotros nos lavamos las manos, nos las lavamos esta noche, no mañana! —Otra vez el mastodonte, y lo peor de todo es que los uniformados estaban de acuerdo con él.
—Romaña, es mejor que se vaya usted esta noche —dijo el cura—. Evíteles el problema a estos señores.
—¡Vamos, termine de vestirse y adiós! —El mastodonte me miraba como si me fuera a seguir por el camino.
Salí a la lluvia torrencial y uno de los uniformados me dijo que me había salvado porque ellos no eran de los duros. Ellos eran carabineros, simples guardias de frontera. Acto seguido me explicó que los duros eran los de la Guardia Civil, y que a ésos me los podía encontrar por el camino. En ese caso, de ser yo el Chuli, en el acto y sin vacilaciones.
—O sea que mejor que no vaya usted por la carretera. Váyase por los campos.
Eran doce kilómetros hasta Elizondo, y me fui por los campos, bajo la lluvia torrencial, tras haber escuchado cómo hasta los niños de la turba enfurecida me maldecían, cómo ladraban esos perros que los vecinos de Vera del Bidasoa dejaban bien sueltos, a ver si me ligaba por lo menos un buen mordisco. Cada cierto tiempo me detenía para ver si el mastodonte me seguía con una linterna, botas de caucho y un fusil al hombro. Ahí venía. Estaba seguro. Pensaba seguirme hasta Elizondo. Luego ahí… Ahí.
O sea que el Chuli que entró horas más tarde, embarrado hasta las rodillas, a la primera pensión que encontró abierta en Elizondo, era una especie de Martín Romaña desapellidado, que venía a echarse en una cama, previa botella entera de coñac, y que harto de huir del mastodonte, prefería esperarlo borracho en esa fatídica habitación donde lo esperaba la muerte. Juro que así andaba, entre el barro, los recuerdos de Vera del Bidasoa y un cuento de Hemingway que con el cognac se me empezó a subir paranoicamente a la cabeza. Pagué la habitación por anticipado, dije que por favor me despertaran a tiempo para tomar el primer ómnibus a San Sebastián, sin creer que llegaría a tomarlo, le di la mano a los señores de la pensión, para que me recordaran como a un hombre bien educado, al menos, pero mi gesto sólo logró espantarlos y ahora seguro que también ellos sospechaban de mí e iban a ayudar al mastodonte. Subí con todo eso a la habitación, destapé la botella de cognac y me metí desesperanzado en el cuento de Hemingway. El personaje, o sea yo, se llamaba Ole Anderson. Llevaba años huyendo, había roto la ley del hampa, y un día simplemente se estiró sobre una cama y empezó a esperar que terminaran con él de una vez por todas. No valía la pena seguir huyendo. Estaba harto de huir. O sea que seguí bebiendo.
¡Ya!, grité, al escuchar que alguien me tocaba la puerta. Esperé a que abrieran, esperé a que aparecieran el fusil, la boina del mastodonte, la linterna del mastodonte, pero sólo escuché una voz muy amable que me decía que era hora de levantarme porque dentro de una hora partía el ómnibus de San Sebastián. Me avergoncé al ver que no había guardado la misma sangre fría que Ole Anderson: me había meado en la cama, las sábanas estaban en el suelo, al otro extremo de la habitación; en fin, el forcejeo debía haber sido tremendo. Yo no me acordaba ni siquiera de haber soñado con un forcejeo. Bueno, ahora a San Sebastián, a recoger tu equipaje, Martín Romaña, y agradece que todavía no te ha dado una pulmonía como la vez de Edimburgo.
La tía Juanita volvió a abrirme docenas de latas de sardinas y a servirme muchas copas de vino, mientras yo le iba contando lo bien que me había ido, lo mucho que me había divertido, pero su marido, el vasco jardinero, interrumpió tanto diario de viaje, señalando y mencionando, en pésimo castellano, unas ronchas que me habían salido en ambas muñecas.
—No se preocupe —le dije—; ahorita se me quitan. No bien llegue al lado francés de la frontera.
Me miró con la más profunda desconfianza. Lo miré como se mira a un mastodonte. No veía las horas de llegar a mi cuartucho techero.