VIAJE AL SUR DE AQUELLA PERUGIA

No hay nada peor que viajar a Grecia con un hombre que sueña con poseer un hotel. Ernie, el muchacho norteamericano que me recogió en Perugia, soñaba con poseer un hotel en alguna isla del Egeo, y de preferencia en Mikonos, porque ahí tenía un amigo con el que años atrás había estudiado hostelería en Nueva York. Venía confiado en su suerte y en su amigo, pero venía confiado sobre todo en el poder de su ambición y en la bohemia falta de ambición que le atribuía a los griegos. Los griegos no saben lo que tienen entre manos, y todo se lo venden a uno por cuatro reales. Ésa era su gran idea. Me la fue confiando mientras nos acercábamos a Brindisi, donde embarcamos el hermoso coche sport inglés que le servía de relaciones públicas, y cruzamos hacia Atenas. A mí el asunto no me sonaba tan descabellado, aunque no dejaba de sorprenderme que un muchacho de veinte años soñara tanto con poseer un hotel en Grecia. Ese sueño me arruinó el viaje, y me permitió descubrir a un personaje maquiavélico, muy distinto del risueño gringo recepcionista del Georges V, con el que un par de veces había ido al cine, y que me había sugerido encontrarnos en Italia, para compartir los gastos del viaje, ya que los dos deseábamos ir a Grecia. Nada mejor que un viaje para saber con quién no volveremos a viajar más en la vida. También Ernie debió descubrir que Martín Romaña nada tenía que ver con el alegre peruano que a veces lo acompañaba a mirar chicas guapas en París. Pero otra cosa era tomar el viaje a Grecia como él solía mirar a las chicas guapas. Ernie era un aprovechador nato, un gran vivo, y si exceptuamos el incidente con la bronceada Helena, en su recuerdo Martín Romaña debe haber quedado grabado como el más pasivo cretino de la historia. En efecto, poco a poco descubrimos que jamás nos habíamos conocido, y que lo que estábamos conociendo el uno del otro no nos gustaba nada. Para él yo debía ser el típico soñador de cuento de hadas, me imagino, pero la verdad es que mi único sueño desde que dejé Perugia fue que ese viaje se terminara algún día. Desgraciadamente, me convenía volver con él y tuve que quedarme hasta el fin con Ernie, hasta el regreso a París. Tuve incluso que financiarle gran parte del viaje porque perdió todo su dinero en una excursión amatoria a la playa. Por esos días se nos había agotado hasta el tema de conversación. Fuimos grandes diplomáticos, eso sí. Cada vez que no sabíamos qué decirnos, hablábamos del alojamiento gratis que yo siempre tendría en su hotel en Grecia, y cada vez que ya nos habíamos dicho hasta eso, entonábamos a coro una melodía griega que se le había pegado a todo el mundo ese verano.

En Atenas me pesaron un poquito los hombros, como cuando entré por primera vez a la Sorbona, pero Ernie apenas si me dejó trepar un ratito a la Acrópolis, porque lo único realmente importante en Grecia era Mikonos. Allá lo esperaba el mejor amigo que había tenido en su vida, el amigo que iba a venderle el inmejorable terreno para su hotel en Grecia. Pensé que por más que hiciera, jamás llegaría a ser el mejor amigo que Ernie había tenido en su vida, y empecé a bajar de la Acrópolis muy convencido de que además el Partenón se veía mucho más bonito en las ilustraciones de los libros de historia. Sin embargo, poco después llegué a ser el mejor amigo de Ernie. Sólo durante algunos días, claro.

Todo le salía bien a Ernie. No había muchos carros como el suyo en Atenas, y todo tenía que salirle bien. Dormíamos en el hotel más barato, pero tomábamos el aperitivo en el Hilton, él generalmente con una muchacha que no hacía juego con mi carácter. A todas las aburría a propósito contándoles que mi novia Inés y yo íbamos a vivir algún día en Perugia. ¡Nada de Perugia!, gritaba Ernie, dándome un detestable y eufórico palmazo en la espalda. Para él, la vida empezaba en Mikonos, donde nos esperaba su amigo Alexis, donde nos alojaba gratis Kosta, el cuñado de Alexis dueño de una pensión, donde nos daba de beber gratis Konstantino, el hermano de Alexis dueño de una discoteca, y donde él iba a ser dueño de un hotel en Grecia. Por fin una noche soltó un ¡hurra! porque nos embarcábamos a la mañana siguiente, y yo solté un ¡hurra! porque faltaba exactamente un mes para que Inés llegara a París.

Ernie y Alexis se besaron y se abrazaron en el muelle, mientras yo cargaba las maletas. Después Ernie le lanzó varios besos volados a Mikonos y empezó a ubicar el terreno ideal para su hotel. Los recuerdos de años estudiantiles maravillosos en Nueva York se agotaron en dos minutos y medio, pero los besos y abrazos seguían, y Ernie continuaba poniéndose eufórico. Venía a conquistarlo todo. A mí me pareció que hablaba demasiado para un Maquiavelo, pero poco a poco me fui dando cuenta de que precisamente hablar mucho formaba parte de sus planes. Necesitaba saber pronto si la familia de Alexis estaba a favor o en contra de sus proyectos, pues tenía ya bastante dinero invertido en discotecas y pensiones en la isla, y pensaba construir también un espléndido hotel. Hablar mucho era la única forma de averiguar qué se escondía detrás de tanta hospitalidad.

Tenía razón. El cuñado Kosta fue el primer rival. Nos alojaba gratis pero nos odiaba. Ernie llegó a la conclusión de que nos alojaba sólo para podernos espiar, y optó por suspender toda conversación sobre sus proyectos mientras estuviéramos en la pensión. Nos quedamos sin tener de qué hablar, pero él aseguraba que había espías hasta debajo de la cama. Una noche bebimos dos tragos en la discoteca de Konstantino, donde solíamos consumir gratis, y nos pasaron una cuenta por cuatro tragos. La esposa de Konstantino no nos saludó en la playa, al día siguiente, y la esposa de Kosta ordenó que no nos limpiaran la habitación, al día subsiguiente. Probamos saludar a los padres de Alexis, que tan acogedores habían sido hasta entonces, pero no lograron reconocernos más.

Total que sólo faltaba Alexis para que el odio familiar quedara completo, pero Alexis le tenía mucha confianza al espíritu inversionista norteamericano, y no se decidía a traicionarnos. Sin embargo, Ernie pensaba que la presión familiar terminaría por convertirlo en enemigo. Era preciso actuar por nuestra cuenta. Le dije que eso de actuar por nuestra cuenta iba a ser un poquito difícil, porque ni él ni yo hablábamos una palabra de griego, pero él sonrió y me dijo que ese problema ya lo tenía prácticamente solucionado. Terminó su frase con una miradita dirigida a la izquierda. Miré a la izquierda. No estaba mal la cuarentona bronceadísima. Cincuentona, más bien, pero no estaba nada mal, y sus miraditas se dirigían constantemente hacia la derecha. Ernie se acomodó el pañuelito de seda que se ponía al cuello, todas las tardes, y me anunció que ya teníamos intérprete.

Fue un romance apasionado. Ernie le besaba la mano, porque decía que Helena era una mujer con mucha clase y con muchas islas en su vida, y Helena desempeñaba perfectamente el papel de aliada, a cambio de mucha esperma porque en septiembre-octubre sopla sobre Mikonos un fuerte viento que enloquece a la gente. De esas cosas ella sabía más que nadie. Ernie la respetaba mucho y se tragaba docenas de huevos crudos antes de cada cita. Un día se amaron tanto en una playa, que no lograron ni siquiera ver a los ladrones. Ernie regresó sin un cobre.

Pero la cosa no era tan grave. Ernie no pensaba que la cosa fuese tan grave. Siempre lo habíamos compartido todo, y ahora lo compartiríamos todo sólo con mi dinero. Alcanzaría, ajustándonos un poco los cinturones, alcanzaría. Y algún día, tirados en mi habitación siempre gratis de su hotel en Grecia, nos mataríamos de risa recordando esos pequeños contratiempos. Empecé a entonar la melodía griega que se le había pegado a todo el mundo ese verano. Ernie se tarareó la canción íntegra. Me la tarareaba cada vez que me veía. Era su manera de levantarme el ánimo, de decirme que tuviera paciencia, de relatarme los progresos que iba haciendo, de ponerme al día de su romance con Helena, de contarme que ella estaba dispuesta a convencer al propietario de un terreno de inmejorable situación, y de pedirme más plata. Era prácticamente el único contacto que tenía con él, porque ya ni siquiera dormía en la pensión. Sólo venía a pegarse un duchazo, a ponerse el pañuelito de seda de las tardes, y a comerse los huevos crudos. Se los comía tarareando y yo le tarareaba también. Estoy seguro de que a Helena le contaba que yo era el mejor amigo que había tenido en su vida, a pesar de que Alexis aún no le había traicionado. Y estoy seguro de que se lo contaba cada vez que me veían pasar frente a la terraza del restaurant en que cenaban mariscos entre botellas de vino blanco. Yo pasaba comiendo mi segundo y último sándwich del día.

Lo que seguía ignorando era de dónde iba a sacar Ernie el dinero para la compra del terreno. Una tarde decidí no tararear y le hice la pregunta. Ernie se mató de risa. Siempre se mataba de risa y fortísimo. Tanta euforia permanente había empezado a molestarme desde Italia, pero con Ernie no había nada que hacer. Ése era el volumen en que vivía. En París tenía unos cuantos dolarcillos ahorrados, y en Nueva York tenía un abuelo que no tardaba en morirse. Además, en vista de que a Alexis era ya prácticamente imposible sacarle un centavo, Helena estaba dispuesta a adelantarle unos cuantos dolarcillos si el abuelo neoyorquino se atrasaba en sus fechas. Por ese lado no debía preocuparme, todo estaba supercalculado. Le pregunté si quería a Helena, y me gané el palmazo más eufórico y detestable de cuantos me había dado desde que empezamos a conocernos de verdad. Me dijo que querer era una cosa muy complicada, muy seria, demasiado importante. Pero me aseguró que Helena le gustaba mucho.

Empecé a odiarlo, y hasta pensé en largarme de improviso y dejarlo sin un cobre, pero la guerra con la familia de Alexis estaba ya declarada, y mi curiosidad por conocer el desenlace me retenía. Lo único que me faltaba era diversión, y a juzgar por mis observaciones en los cafés del pueblo, no quedaba otra Helena en toda la isla. ¿Por qué no joder a Ernie? Alguien lo tenía que joder alguna vez en la vida. Un buen golpe de ese tipo lo ayudaría a ir menos confiado por el mundo. Ernie necesitaba un golpe así. Un futuro magnate hotelero necesitaba de un revés afectivo para aplastar mejor a sus futuros rivales. En el fondo le estaba haciendo un gran favor. Además, siempre me quedaba la excusa de los vientos de septiembre-octubre que volvían loco a todo el mundo en Mikonos. Yo no tenía por qué ser la excepción.

Una buena dosis de ouzo me convenció de que había llegado el momento, y aparecí en el puerto con un pañuelito de seda en una mano y una bolsa de huevos en la otra. Los amantes estaban en la terraza de siempre. Era la hora en que yo pasaba comiendo mi último sándwich. Me acerqué, coloqué las prendas íntimas de Ernie sobre la mesa, le besé la mano a Helena y la invité a cenar pero sin la permanente y molesta euforia del futuro magnatillo. Helena soltó la carcajada cuando anuncié que además venía arrastrado por los famosos vientos. Ernie ya estaba de pie y ya quería trompearme. Le dije que no lo creía tan tonto como para quedarse sin banquero a causa de una mujer que sólo le gustaba mucho.

—Son tus palabras, Ernie —agregué.

Le cayó la bofetada que correspondía a la reputación de la isla en septiembre-octubre. Pobre Ernie, nunca lo vi tan solo, tan abatido. Nunca lo vi con esa cara de no saber qué hacer. Sin duda estaba haciendo cálculos como loco, mientras nos miraba desconcertado, pero por ahora se había quedado solo contra el mundo. Aproveché para darle un palmazo en la espalda y le sugerí vender el auto.

—Aquí en la isla no te sirve para nada —le dije.

Seguía mirándome como si no pudiese entender de dónde provenía mi fuerza. Pero lo sabía mejor que yo. Mucho mejor. Simplemente estaba atravesando por ese minuto fatal por el que debió atravesar Henry Ford cuando empezó de la nada. Le dejé algo de dinero sobre la mesa para que se alimentara esa noche, y me fui explicándole a Helena que no se lo había entregado en la mano porque era demasiado valiente y a lo mejor no lo aceptaba. Al restaurant llegué muy bien acompañado y sintiendo que había pasado a la historia. Helena me observaba como se observa a la revelación del campeonato. Había vivido en todas las islas del Mediterráneo, y sin embargo…

—Yo vengo de un país con islas guaneras —le dije.

Terminé comiendo huevos duros y creyendo en el asunto de los vientos. Lo malo es que me estaba divirtiendo demasiado y que los negocios de Ernie no avanzaban. Habíamos hecho las paces, y nuevamente Helena estaba dispuesta a ayudarlo porque el despecho era cosa de novatos. Detestaba a la familia de Alexis, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por impedir que le ganaran el terreno a Ernie. Decidí que cenáramos los tres juntos una noche, y Helena apareció con el dueño del terreno en el bolsillo y con un cheque y un recibito que Ernie debía firmar, eso sí, para que todo quedara comme il faut. Quedaban por firmar un montón de papeles y no estaba de más que se discutieran un poco algunos pormenores esa misma noche. Se discutió con champán, y Ernie volvió a ser Ernie y yo volví a ser yo. También Helena volvió a ser Helena, porque nos dejó a los dos con la cuenta y se fue bronceadísima con su compatriota. Al despedirse nos miró como si fuéramos dos niños infectos que, sin embargo, le inspiraban mucha ternura. Como si nos quedaran muchísimas islas por recorrer.

—¿Dónde crees tú que pasan el invierno estas mujeres? —le pregunté a Ernie.

Me miró tan desconcertado que comprendí que era el tipo de problema que jamás se planteaba. Ahora nos tocaba regresar a París, pero él ya tenía un terreno para su hotel en Grecia. No pararía hasta construirlo. Con eso contaba Helena. Ernie volvería antes de lo que él mismo se imaginaba. Tarareamos hasta Zagreb, hasta Belgrado, Trieste, Venecia. Hasta París y los besos de Inés.