—¿Visa or no visa? —preguntó el capitán.
—No visa, señor.
—I am sorry.
Y se bajó con todita la marinería, el muy valiente puta, tras haber respetado el asunto ese de que el capitán es el último en abandonar la nave, pero dejándome a mí abandonado en cubierta. Inmediatamente tomé conciencia de un hecho: éste era el primer barco que naufragaba en el Canal de Panamá; por consiguiente, yo, Martín Romaña, era el primer náufrago en la historia del istmo y del tajo histórico-imperialista. Me embargó una pena infinita, al imaginar que no sobreviviría para contar la historia en mi café limeño, y la pena poco a poco se me fue transformando en lágrimas al ver mi rostro reflejado en el espejo de mi soledad y comprobar que no tenía nada, pero lo que se dice nada, de legendario. De cojudo más bien sí, pues desde que el capitán me dijo I am sorry, porque era el único no U.S.A. a bordo, porque no tenía visa, y porque ambos lados del canal eran zona sumamente imperialista, sentí la misma derrotada angustia que me acompaña cada vez que tengo que hacer cola en un ministerio, por ejemplo, y que se manifiesta físicamente por una máscara de impotencia e imbecilidad que oculta por largas horas mi verdadero rostro, dejando postergada hasta mucho más tarde mi enorme capacidad de observación y crítica. La que mis amigos me atribuyen, en todo caso.
La peor de todas las veces fue sin duda aquella del Estadio Nacional. Gran match de fútbol, clásico de clásicos: Universitario de Deportes versus Alianza Lima. Llegué a sacar mi entrada y me confundí un poco entre tanta cola tan larga y sabe Dios para qué tribuna. Yo lo único que hice fue tratar de averiguar y pregunté.
—Por favor, ¿para qué es esta cola?
—Pa' sacar entrada.
El amigo que me acompañaba no hizo nada por defenderme de tanto humor negro, ya que fue un negro el que me soltó tan socarrona respuesta. Por el contrario, se vendió al enemigo, y hubo aplausos, baile, y saltos ornamentales, en torno a la impresionante cara de imbécil con la que yo continuaba mirando al picaro anónimo y respondón que de pronto fue vedette en el aburrimiento de las colas, una cara de la que había desaparecido toda posibilidad de discernimiento, humor, y respuesta agilísimo-criolla. La verdad es que sólo atiné a tocarme los bolsillos, para ver si me habían robado también los documentos. Ahí estaban, felizmente.
Diferente fue en Colón, lugar donde el náufrago del Canal-sin-que-nadie-le-diera-importancia-al-asunto, logró desembarcar de una nave ladeada, por tratarse ya de territorio panameño de Panamá. Vinieron a buscar el barco dos remolcadores, pero el capitán no volvió a aparecer durante la operación. Tal vez por eso no ha terminado de hundirse, pensé, recordando lo que había sido el viaje hasta el Canal, una sola borrachera del capitán y la oficialidad, una tanda de energúmenos que no me había dirigido la palabra durante la travesía, sólo al final, sólo para preguntarme si tenía visa, y sin tomarse siquiera la molestia de explicarme que mi vida no corría peligro, que de una buena ladeada no pasaría el asunto.
Mientras remolcaban el barco, me dediqué a preparar mis maletas, a ordenar mis papeles, a guardar mi dinero en el bolsillo más seguro del saco, y a imaginarme haciendo cola en el Consulado peruano de Colón, para llamar por teléfono a Lima y decirle a mi padre: Mira lo que me ha pasado… No oigo nada… ¿Me oyes?… ¡Te digo que mires lo que me ha pasado! Pero el contenido de la llamada fue alterado en gran parte debido a la aparición, casi esperada, de un negro anónimo que de pronto fue vedette en el atolondramiento caliente de las calles por las que no encontraba el maldito Consulado. La cara del negro, y la que sin lugar a dudas le puse, al entablar el brevísimo diálogo, eran, lo que se dice, noche y día, exactamente lo contrario. Y el negro no sólo no me vendió los siete relojes que me estuvo ofreciendo mientras se me acercaba demasiado, sino que además, previo golpe rotundo y certero, me robó reloj, dinero, y pasaporte. Horas más tarde, ante el Consulado peruano en Colón, prácticamente confesé que lo único que había tratado de hacer desde que salí del Perú, era llegar a Francia con un pasaje gratis en un barco de carga de la Marcona Mining, compañía que operaba en el sur del país, para seguir cursos de perfeccionamiento en literatura francesa clásica y contemporánea, en la Sorbona.
Una semana más tarde había recuperado todo lo perdido, menos el reloj y la calma. Bueno, recuperado no es la palabra. El Consulado me había otorgado un nuevo pasaporte, y mi padre me había enviado dinero para continuar viaje a París, vía Nueva York, y en avión ahora, para asegurarse de que llegara a destino de una vez por todas.
El cambio de avión en Nueva York complicó nuevamente las cosas, y se las complicó también, sin duda, a Ángel Saldívar, un colombiano encantador que conocí en el aeropuerto, mientras hacíamos los dos nuestros papeleos ante el mostrador de Air France. Saldívar estaba regresando a Bogotá, al cabo de varios años en París, lo cual dio lugar a la larga charla acompañada de mil consejos que yo escuchaba atentamente, mientras continuábamos con los papeleos, y se estaba produciendo sin duda alguna la confusión de documentos y equipajes, confusión de la que sólo me di cuenta cuando mi avión aterrizó, por fin, en París. Putamadreé como loco, en vista de que ahí en castellano no me entendía nadie, pero no tuve más remedio que aceptar el rigor de la legislación francesa y comprender que un peruano llamado Martín Romaña no puede entrar en territorio francés con un pasaporte colombiano expedido a nombre y fotografía de Ángel Saldívar, y hasta con su equipaje, según pude comprobar, al comprobar que el mío tenía que habérselo llevado Ángel a Bogotá, Dos días después estaba nuevamente en Lima, en la oficina principal de la Marcona Mining, preguntando cuándo salía el próximo barco a Europa, y reclamando derechos adquiridos en el Canal de Panamá.