Mi nombre es Martín Romaña y ésta es la historia de mi crisis positiva. Y la historia también de mi cuaderno azul. Y la historia además de cómo un día necesité de un cuaderno rojo para continuar la historia del cuaderno azul. Todo, en un sillón Voltaire.
En efecto, el día siete de junio de 1978, entré en crisis, como suele decirse por ahí, aunque positiva, en mi caso, pues logré por fin salir de la melancolía blue blue blue como solía llamarla Octavia, que fue primero Octavia de Cádiz a secas, porque durante largo tiempo la conocí sólo en estado o calidad de aparición, sí, lo cual me impedía, como es lógico, bañarla en ternura con miles de apodos que prácticamente no vendrán al caso en el cuaderno azul, pero que en cambio justificarán plenamente la adquisición del cuaderno rojo. Plenamente, Octavia.
Cabe advertir, también, que el parecido con la realidad de la que han sido tomados los hechos no será a menudo una simple coincidencia, y que lo que intento es llevar a cabo, con modestia aparte, mucha ilusión y justicia distributiva, un esforzado ejercicio de interpretación, entendimiento y cariño multidireccional, del tipo a ver qué ha pasado aquí.
En realidad, de quien hablaré mucho, a pesar de que las apariciones milagrosas de Octavia de Cádiz pueden por momentos inquietar (a mí, desde luego, me inquietaron muchísimo), es de Inés, que fue primero todo lo contrario de Inés a secas, porque nada ni nadie en el mundo me impedía bañarla en ternura con miles de apodos, aunque durante largo tiempo viví con ella en estado o calidad de inminente desaparición, sí. Por lo demás, altero, cambio, mantengo, los nombres de los personajes. Y también los suprimo del todo. Creo que me entiendo, pero puedo agregar que hay un afán inicial de atenerse a las leyes que convienen a la ficción, y pido confianza.
Volviendo ahora a la crisis positiva en que entré, es preciso decir que, de no haber llegado las tres cartas ese mismo 7 de junio de 1978, tal vez hubiese continuado en mi espantosa melancolía, sin Octavia alguna para decir blue blue blue, como quien me explica, a ver si de algo me sirve, y sabe Dios por cuánto tiempo más melancolía y sólo melancolía. Como el tren, el cartero silbó tres veces aquel día, por ser las tres cartas certificadas y urgentes, y tres veces también, el suspiro fue enorme, dije God bless his boots, pensando en mi profesora particular de idiomas y autores trascendentales, allá en el Perú, hace siglos, pero ella había muerto sin que nos volviéramos a ver jamás, tras haberse pasado años enviándome direcciones útiles para mi vida en París, en preciosas cartas, y sin que yo me hubiese atrevido a decirle nunca, al responderle, nada de eso existe ya, Merceditas, por haber sido probablemente Merceditas la mujer más fina que conocí en mi vida, y porque para qué, pobrecita, si allá en Lima, cuando recibía mis cartas, ella siempre le bendecía las boots al cartero, sin imaginar un solo instante que los chimpunes del cholo más que bendición de Dios seguro necesitaban un buen remiendo. Merceditas tocaba, además, la viola d'amore, y a mí me contaron que murió sin mayores sufrimientos, sin duda alguna para evitarme un sufrimiento aún mayor en París.
Estas tres cartas certificadas y urgentes significaron el final de la melancolía en que me había dejado instalado mi último viaje inútil por el sur de Francia, y después fue el sur inútil de la India, porque ya conocía el norte, y después el sur de Marruecos, Túnez y Argelia. Países estos cuyo norte también ya conocía. No regreso más, suspiré melancólico, al entrar a mi departamento parisino, al cual tampoco debí haber llegado nunca. Ni siquiera la primera vez. Y mientras me dejaba caer en el sillón Voltaire, el melancólico eco de mi estado de ánimo se me arrimó en coro: no regreso nunca más. Qué horror. Qué pena. Ojalá alguien me llamara por teléfono. Pero… En el fondo… Para qué, si… No… Voy… A… Responder. Es prueba de respeto… Por sí mismo… El estarse muriendo de ganas de que lo llamen a uno por teléfono y darse el gustazo de no responder, es prueba de respeto por sí mismo…
Seguía dejándome caer en el sillón Voltaire. Y mientras, pensaba: Me ha gustado mucho esta última frase sobre el teléfono, suena perfecto a máxima contemporánea, debería anotarla en el cuaderno azul. El cuaderno azul, cuyas páginas continuaban íntegramente en blanco, había sido obsequio de una muchacha con la que inicié un largo viaje al norte de Europa y en pleno invierno. Nunca pasamos de Bruselas, a tres horas de París.
—Te lo regalo para que lo llenes de mí —dijo ella, al entregármelo. Aunque luego, como quien reflexiona, añadió—: En fin, de mí o de lo que quieras.
La máxima contemporánea habría sido una buena oportunidad para inaugurarlo, pero cómo, si continuaba dejándome caer en el sillón Voltaire y me resultaba totalmente imposible en esas circunstancias ir en busca del cuaderno azul. Lo dejé, pues, yacer, como tantas otras veces, sobre mi mesa de trabajo, en la lejanísima habitación de al lado. Pensé que no olvidaría aquella reflexión telefónica, que mañana o cualquier otro día la anotaría, pero luego recordé que siempre me olvidaba de todo y tuve la seguridad de que esta vez ocurriría exactamente lo mismo. La idea de una nueva pérdida, y la imagen del cuaderno, virgen, yacente, y blue, Octavia, no me apenaron en absoluto. Por el contrario, solté un sonoro y derrumbado ¡qué demonios!, y continué cuesta abajo.
Llevaba meses viviendo en este estado, con el cuaderno azul en la habitación de al lado, el sillón Voltaire en mi vida, y mi vida en el sillón Voltaire. Llevaba ya casi un año hundiéndome en él, dejándome literalmente naufragar blue blue blue, y las únicas frases que me importaban eran aquellas que anunciaban categóricamente que no volvería jamás al sur de ninguna parte. E incluso que no volvería a ninguna parte y punto. Y el asunto empezaba a extenderse además a la lejanísima habitación de al lado. Más la cocina, que era donde estaba la comida. Al principio, otras horas borraron las del primer día, y otras las de los primeros días y las siguientes semanas, y así continuaron pasando los meses hasta el 7 de junio en que el cartero me silbó tres veces las cartas porque eran certificadas y urgentes.
Fui tentado igual número de veces por la idea de no abrirle, pero luego recordé vagamente que ese respeto por sí mismo se refería más bien al teléfono, e incorporándome desde el fondo de algo, bendije botas, y avancé como pude entre los recuerdos enmarañados de Merceditas.
Eran tres invitaciones, tres. Laura me invitaba a pasar el verano en Niza. Sur de Francia, me dije. Mario me invitaba a Sicilia. Sur de Italia, me dije. Andrés me invitaba a navegar, partiendo de Torremolinos. Sur de España, me dije, y decidí volverme loco un rato, procedimiento este que había logrado perfeccionar tanto, con los años, que ya ni siquiera necesitaba moverme del sillón para volverme loco un rato. Sí. Y en esta oportunidad el mago Charamama era la solución.
Me atendió de inmediato, y con la misma solicitud de siempre. El mago Charamama nunca me había fallado, una tras otra me había anunciado hace siglos, allá en el Perú, todas y cada una de las calamidades que con el tiempo y mis viajes me fueron abatiendo por diversos países y ciudades, aunque claro, yo nunca quise hacerle caso, yo nunca quise tomar en serio la extendida reputación de aquel hombre que, en el longevo ejercicio de su magia, lo había adivinado todo, todo menos que su hija iba a salirle puta. Eternamente entristecido por tan garrafal falla, hablóme Charamama, repitióme en realidad lo mismo de siempre: No andar yéndose siempre, Martín Romaña, no andar pensando tampoco que se trata de norte y sur, Martín Romaña, no andar enmelancolizándose uno todo el tiempo porque nuevamente se está de regreso de tanto, Martín Romaña, no permanecer tampoco, Martín Romaña, es decir, sobre todo no permanecer sin escribir, la cosa está en escribir y en escribirlo, Martín Romaña, y en ser duro cuando lo exige la ocasión… Por ejemplo, ¿que le va a responder usted al Andrés ese de Torremolinos? Tenga usted este cuaderno, no es azul pero anote usted, ya después lo pasa en limpio cuando escriba de a verdad, vamos, anote, quiero ver qué le va a responder usted, nada de sí, nada de muchas gracias ni de huidas cuando usted hace años que sabe lo que desea, Martín Romaña, no escaparse, Martín Romaña, nada de eso porque terminará usted yaciendo como su cuaderno azul, entender, en cambio, interpretar, en cambio, enfrentarse, en cambio, escribir, en cambio… Vamos, anote: Para Andrés de Torremolinos. Vamos…
Cuanto más lejos te quede Torremolinos, mejor.
(Pentadius, s. IV a. de J.C.)
El camino de Ítaca no pasa por Torremolinos.
(Según Konstantino Kavafis)
—Si vas a Torremolinos, pregunta por la Dolores.
—¿Pero ésa no vivía en Calatayud?
—¡Di que te lo dije yo, mierda!
(Según el cristal con que se mire)
Hay que ver cómo sonríe el mago Charamama, olvidando un instante el dolor de una hija garrafal, al leer lo que acabo de dejar anotado. Arranca la hoja, me la entrega, me da un último consejo: El cuaderno azul, su cuaderno, inmediatamente, Martín Romaña.
—Sí, Charamama —le digo, desgarrando tres cartas en un sillón.
Nos conmovemos. Charamama y yo nos conmovemos más todavía. Ya suenan los violines y las trompetas del mariachi, ya se escucha aquella canción, el cuaderno azul es la propia Merceditas quien me lo alcanza, tras haberlo inaugurado: No te hice conocer a todos esos autores para que te perdieras en la vida, Martín Romaña. Charamama bendice la unión de una partida y de un regreso, se escuchan más fuerte los violines y las trompetas, el cuaderno azul es la propia Merceditas quien me lo ha alcanzado, ya inaugurado, canta Pedro Vargas: y volver, volver, vooolveeeeer, como nunca la emoción nos embarga, hasta el sillón Voltaire: como si se sintiera mejor…
Ésta es toda esa historia en un cuaderno azul que algún día necesitará de otro más, uno rojo.