Todos aquellos que, en la Casa de Dios, habían visto las jorobas de Olive O. habían mostrado su repugnancia torciendo el gesto. Aquellas soberbias, asombrosas, neumáticas jorobas que suscitaban tal reacción habían generado más especulaciones que la reciente estancia de un Zock. Dado el ritmo respiratorio de su propietaria —seis respiraciones por minuto—, la teoría del oxígeno era quizá la más verosímil, y muchos pensaban que aquella gomer ligeramente verde se había convertido en una planta. Así, la última semana de nuestro internado, León el Anodino, con la beca ya segura, se había relajado un tanto, y yo estaba estudiando en mi litera de arriba el historial clínico de Olive O., preguntándome el mejor modo de poner al corriente de su caso a nuestro Jefe Médico; quería ver si era capaz de dar alguna muestra de emoción humana al ver aquellas jorobas abominables.
Tras el almuerzo que le había abierto los ojos, el doctor Leggo había hecho ciertas concesiones, y al parecer iban a quedarse en la Casa todos menos dos o tres internos. El Enano y yo la abandonábamos definitivamente. Chuck aún no se había pronunciado al respecto. Y los demás se quedaban. En los años siguientes se dispersarían por toda Norteamérica, por centros académicos e instituciones donde cursar sus becas, y llegarían a ser verdaderos entusiastas de la Medicina Interna, pues se habían educado en la mejor de las BMS: la Casa de Dios. Aunque unos pocos acaso acabarían matándose o haciéndose drogadictos o volviéndose locos, la mayoría se reprimiría e integraría y perpetuaría el modelo del doctor Leggo y de la Casa de Dios y de los profesionales que la integraban. A Trágate-Mi-Polvo le había prometido el doctor Leggo que el segundo año en la Casa lo haría como residente de sala, con «carta blanca» de mando sobre los nuevos internos. Y así, aduciendo que su año de internado «no había sido tan malo», Eddie se preparaba para adoctrinar a los nuevos internos a su cargo según la máxima siguiente: «Quiero tenerlos de rodillas desde el primer día». Y un año después volvería a California para su beca de investigación en Oncología. Hooper el Hiperactivo también había decidido quedarse. Nos había enviado una postal de Atlantic City, con el dibujo de un Cuervo Negro a modo de firma. A su vuelta nos dio una prueba de que no había perdido facultades; nada más entrar en el cuarto de una LOL sin NAD —que estaba experimentando cierta mejoría—y decirle «Hola, querida», la pobre señora había lanzado un grito ahogado, se había asido el pecho y, cinco minutos después, había muerto. La autopsia había detectado un émbolo pulmonar masivo. A Hooper el doctor Leggo le había prometido la posibilidad de hacer su segundo año en un puesto de Patología de su elección, en el que podría realizar las autopsias de sus propios pacientes. Y así, aduciendo que su año de internado «no había sido tan malo», Hooper acariciaba también el sueño de California y de una beca en la especialidad de Tanatología. El Enano se iba al Oeste para seguir un curso de Psiquiatría «clásica de Oriente», en el «campus de montaña» de la Universidad de Wyoming, dictado por un guro llamado Grogyam, poseedor de un doctorado por la Universidad de Kansas. El Enano hablaba con tanta vehemencia de abordar el mundo de la Psicología desde una visión diametralmente opuesta al enfoque psicoanalítico de sus padres —el «clásico de Occidente»—que estaba claro que su «escapada oriental» no acabaría siendo sino el penúltimo paso que habría de dar para, finalmente, rebelarse contra su elección y volver con la cabeza gacha al regazo de «papá y mamá» y del doctor Freud. Muslos de Trueno le había dicho que no iba a echarle de menos, lo cual al Enano le pareció perfecto. Poco imaginaba lo solitario que podía llegar a ser Wyoming. Mis pacientes del Ambulatorio se entristecieron mucho al enterarse de que no iba a seguir en la Casa. Me trajeron regalos, me trajeron a sus parientes, me desearon buena suerte.
Una de ellas, a quien recientemente le había comunicado que tenía un cáncer incurable, y que seguía negándose a admitir que estuviera enferma, me preguntó:
—¿Dónde va a abrir su consulta, doctor?
Cuando le dije que me iba a tomar un año de descanso, me dijo:
—Muy bien, pues cuando vuelva seguiré siendo su paciente.
No. Para entonces estaría muerta. Era duro, muy duro. Mi Último día en el Ambulatorio tuve que respirar muy hondo para mantener el tipo y contener las lágrimas. Mae, mi paciente negra testigo de Jehová, preocupada al verme falto de resuello, me dijo:
—Oh, doctor Basch, ¿no le habré contagiado yo el asma?
Cuando le decía a la gente de mi entorno que estaba pensando dedicarme a la Psiquiatría, la mayoría se sorprendía sobremanera.
… ¿QUE NO VAS A SEGUIR COMO RESIDENTE EN LA CASA? ¡TE COMPROMETISTE A HACERLO! ¿CÓMO CREES QUE VA A REPERCUTIR EN TU EXPEDIENTE? ¡RECONSIDÉRALO! ¡ME DEJAS DE PIEDRA…!
¿Y mi padre? Por primera vez en la vida dejó de emplear sus conjunciones copulativas. Pero luego, calmándose, volvió a retomar su sintaxis de siempre y, tras enviarme un abrazo, continuó:
… No puedo comprender que hayas decidido tomarte un año libre, y va a suponer la pérdida de unos potenciales ingresos anuales considerables. Me asombra que vayas a dedicarte a la Psiquiatría, y en mi opinión vas a desperdiciar tu talento. Creo estar exponiéndote mi punto de vista de forma clara, y es muy probable que no sea así. Sé que te entregarás por completo a tu nueva disciplina médica, y estoy seguro de que tienes las facultades necesarias para llegar a ser un gran psiquiatra. Tu profundo interés por la gente, por cómo es interiormente, será una óptima base para tu trabajo, y espero que puedas ganarte bien la vida en ese campo. La nueva filosofía de las gentes de todas las edades es disfrutar del día a día, y haz lo que estés planeando hacer dentro de los límites de la responsabilidad, el trabajo y el compromiso, y mamá y yo vamos a tratar de hacer lo mismo como siempre lo hemos hecho, sólo que ahora con mayor ahínco.
El tiempo ha sido húmedo, y recuerda, querido y excelente hijo mío: NUNCA LLUEVE EN UN CAMPO DE GOLF…
Al fin había descubierto el sentido de sus eternas conjunciones copulativas, de aquella «y» que unía todas sus frases: esperanza. Y ¿cuál era mi esperanza ahora? Tomarme un año sabático, arriesgarme, madurar, estar con los demás, e incluso «estar con» unos padres que me amaban pese al mezquino trato que les había dispensado a lo largo de aquellos arrogantes años… ¿Seguía siendo el Gordo mi esperanza? En lo relativo a lo que me había enseñado, sí; me había mostrado el único Gran Invento Médico Americano: la creación de un sistema infalible que captaba seres sinceros y llenos de energía, y, con muy poco esfuerzo, los convertía en torpes y fatuos «doctores» que eran capaces de vivir en el horror de la enfermedad y en el engaño de la «curación», que se «amoldaban» de buen grado a la fantasía ciudadana del derecho a una salud perfecta, exenta incluso del deterioro de la edad, en una nación de Hoopers Hiperactivos y otros californianos que esperaban que el día saliera siempre soleado, que el cuerpo se mantuviera siempre joven y apto para hacer surf sobre las olas de la vitalidad, y que, cuando llegaban los nubarrones, el matrimonio fracasaba, la erección sexual se marchitaba y las manchas pardas de la edad brotaban como un acné geriátrico en el dorso de las manos, se dejaban dominar por el pánico y se derrumbaban para siempre.
Hasta entonces había logrado evitar que Olive O. muriera a manos de los Médicos Privados y los Lamedores y los BMS y los Chaquetas Azules, e incluso del Personal de Mantenimiento de la Casa. En unos cuantos días se haría cargo de ella un interno novato. Y nosotros habríamos sobrevivido. El doctor Leggo llegó para su ronda docente. Cuando empecé a presentarle el caso me di cuenta de que apenas lo habíamos visto desde el almuerzo de emergencia; se había retirado de la escena y se mantenía en la sombra. En sus raras apariciones en público parecía deprimido, triste y resentido, vulnerable y receloso. No sabría decir por qué, pero me inquietaba. Pero Olive O., aquel genuino fascinoma, parecía levantarle el ánimo. No le mencioné en ningún momento las jorobas, y la mayoría de sus preguntas eran acerca de su diabetes y se las dirigía a 789. El doctor Leggo quería saber por qué, siendo el azúcar en sangre de Olive O. el triple de la normal a su ingreso, Siete le había administrado más azúcar hasta hacer que le subiese a nueve veces la normal, un nuevo récord de la Casa. Siete ofreció entonces una brillante exégesis matemática, basada en diagramas de vectores de la acción de los enzimas, y nos dejó a todos aturdidos y boquiabiertos. En uno de sus raros estallidos de excitación, el doctor Leggo dijo:
—¡Un gran caso! ¡Adelante, muchachos, vamos a ver a esa paciente!
Entramos en su cuarto. Chuck y yo nos situamos en la cabecera de la cama. Al ver que no obtenía ninguna respuesta articulada de Olive O., el doctor Leggo procedió a someterla a un examen físico. Callados y expectantes, vimos cómo nuestro Jefe Médico deslizaba hacia abajo las sábanas y se quedaba quieto. No estaba claro si se había percatado o no de las jorobas. Como en íntima comunión con los muertos, le levantó el camisón, y allí, de pronto, aparecieron las dos suaves y surcadas de venas verdosas, inhumanas, fluctuantes, traslúcidas, misteriosas, casi cabalísticas jorobas. ¿Movió siquiera un párpado el doctor Leggo? En absoluto. Se fijaron en su persona numerosos pares de ojos, pero ninguno pudo detectar en él reacción alguna. Hasta los internos mejor preparados y de estómago más curtido sintieron una oleada de náusea en cuanto vieron las jorobas, pero nuestro Jefe Médico no se movió ni un ápice. Y ¿qué hizo luego? En silencio, cauteloso como un gato que rondara la comida, puso su mano derecha sobre la joroba derecha y su mano izquierda sobre la joroba izquierda, y lo único que los demás pudimos hacer fue reprimirnos para no soltar un grito preñado de asombro, repulsión y desprecio: ¡NO HAGA ESO! Y ¿qué dijo el doctor Leggo que había dentro de ellas? No dijo nada. Se limitó a quedarse allí quieto, muy erguido, dando palmadas a las jorobas durante dos o tres minutos, y nadie logró hacerse idea alguna de con qué finalidad, aunque con lo único que le habíamos visto proceder de un modo similar fue con el dedo gordo del pie de Moe Dedo Gordo y con esas «cosas» que Dios nos da llenas de orina.
Y llegó el último día. Relajados y felices, los internos recorrimos la Casa diciendo adiós, haciendo tonterías, montando una auténtica fiesta de despedida. Yo busqué al Gordo, y lo encontré en una sala de guardias, de pie ante una pizarra y frente a tres internos nuevos, y hablando por teléfono:
—Hola, Murray, ¿qué me cuentas? ¿Sí? ¡Genial! ¿Cómo? ¿Un nombre? Claro, claro, no hay problema, espera un momento, no cuelgues… —Se volvió hacia los internos y, al verme, me guiñó un ojo, y luego preguntó—: Eh, pavos, ¿podéis decirme un nombre pegadizo de médico? Es para un invento. Un momento, doctor Basch, enseguida estoy con usted.
Así que era eso… Sus inventos no eran más que un medio de implicarnos en sus cosas, de demostrarnos que había alguien capaz de zafarse de la tediosa rutina de la Jerarquía y crear… Nos ofrecía sus inventos como una forma de ayudarnos a superar el año de internado. ¡Cuánto iba a echarle de menos! Él, más que nadie, sabía cómo «estar con» los pacientes, y cómo estar con nosotros. Al final yo había entendido por qué seguía en la Medicina: porque sólo la Medicina podía «abarcarlo» a él. Grasas había soportado el peso de su precocidad desde la infancia, y en el curso de su vida había herido a la gente por el mero hecho de ser excesivo. Desde sus atónitos padres, sus profesores de primaria y secundaria y sus amigos de la adolescencia, hasta sus compañeros de preparatorio y de la Facultad de Medicina, que se congregaban en torno a él en la cena para verlo garabatear notas y ecuaciones de tal brillantez y prodigalidad que, en cuanto se levantaba, las manos se abalanzaban como rayos sobre las servilletas que dejaba, todos habían percibido su genialidad. El Gordo se había sentido siempre «disociado» de los demás a causa de su fuerza y de su genio. Había tenido que refrenarse toda su vida. Y al cabo, después de dos años de experimentar las vivencias de la Casa, supo que al fin había algo capaz de oponerle resistencia, algo que no iba a sentir hacia él un temor reverencial o una envidiosa ira, algo que no iba a rechazarlo para acoger a otros aspirantes más débiles. Podría por fin mostrar toda su fuerza sin herir a nadie. Se sentía a salvo. Florecería. Daría sus frutos.
El Gordo salió de la sala de guardias, se zafó del enjambre humano que quería despedirse de él, me agarró de un brazo, me empujó al servicio de caballeros y cerró la puerta. Estaba radiante:
—¡No es increíble! ¡Me encanta! ¡Es como estar en Coney Island el Cuatro de Julio! Y mañana, Basch, ¡las ESTRELLAS!
—Grasas, he descubierto por qué sigues en la Medicina.
—¡Estupendo! —dijo él—. ¡Dispara, pues!
—Es la única profesión lo suficientemente grande para ti.
—Sí, pero ¿sabes lo peor de todo, Basch?
—¿Qué?
—Que a lo peor resulta que no lo es.
Nos interrumpió un fragor de golpes en la puerta y de gritos del club de fans del Gordo, y, sintiéndome apremiado, dije:
—¿Tú crees?
—No sé. Pero de eso se trata, ¿no?
—¿De qué? —pregunté, viendo que el astuto gordinflón había vuelto a «pillarme».
—De averiguarlo. De ver si está a la altura de nuestros sueños.
Los golpes en la puerta se hicieron cada vez más fuertes, más insistentes, y, presa casi del pánico, sentí en mis entrañas que aquello… —¡aquel preciso instante!—era el adiós.
—Bueno, esto es todo —dijo el Gordo—. Por ahora.
—Grasas, gracias. Nunca olvidaré…
Me estrecharon sus grandes y orondo s brazos, y su cara sonriente y gorda dijo:
—Basch, ven a verme a Los Ángeles. Hazte «gente guapa» como nosotros los californianos. Hasta los accidentes de coche y los rectos son «guapos» en California. ¿Qué quieres que te diga? Escucha, doctor Roy Gee Basch: haz el bien, apoya a la AMA y, de vez en cuando, para acordarte de dónde vienes, mete algún dinero en la Caja para plantar un árbol en Israel.
Descorrió el cerrojo de la puerta, y lo abrazó la multitud. Y desapareció.
Fui al servicio de Teléfonos y Buscas y entregué mi busca. Al recorrer el pasillo de la cuarta planta, pasé ante Jane Doe e hice caso omiso al EH, DOCTOR, ESPERE de Harry el Caballo. Me encontré con Chuck, que ensayaba un tratamiento invasivo en una gomer. Llevaba una camisa anaranjada chillona y una corbata verde con un corazón dorado en cuyo centro se leía la palabra AMOR. Le pregunté cómo se sentía, y me dijo:
—Tío, ha sido lamentable, pero, como dice esta corbata, le he puesto «amor» y me ha encantado. Ven, Roy, hay algo que quiero enseñarte.
Entramos en la sala de guardias, nos sentamos y nos servimos unos dedos de la botella que llevaba en la bolsa.
—¿Sabes, tío? He estado pensando qué hacer el próximo año.
—¿Te refieres a mañana?
—Eso es. Siguen mandándome esas tarjetas. Mira —dijo, enseñándome el montón de las que había recolectado—. Y me he estado devanando los sesos sobre qué hacer. He recorrido un largo camino desde Memphis. Podría perfectamente seguir, incorporarme mañana mismo a una nueva etapa en la Casa. Pero mira a lo me ha llevado todo esto… ¿Sabes qué, Roy?
—¿Qué?
—Supongo que he llegado a ser todo lo blanco que puedo ser… Mira esto, Roy.
Cogió las tarjetas y, una a una, fue rompiéndolas despacio hasta hacerlas trizas. Y cuando terminó, me miró. Sus ojos no eran fingidamente suaves y apagados como de costumbre. Eran acerados. Eran orgullosos.
—Bravo, chiquillo —dije yo, lleno de orgullo—. Muy bien hecho.
—Y mira esto —dijo, tendiéndome un cartoncito.
—¿Qué es? ¿Un billete de autobús?
—No digas tonterías, tío. Salgo mañana por la mañana. Vuelvo a Memphis. Vuelvo a casa.
—¡Fantástico! —dije, agarrándole por los costados—. ¡Fantástico!
—Sí, señor. No va a ser fácil. Aquél es un mundo totalmente diferente, y llevo fuera de él desde aquel viaje en autobús a Oberlin… Déjame pensar…, sí, hace nueve años. La gente de allí es muy distinta, y bueno, tío, el único algodón que yo he tocado en mi vida es el de los botes de aspirinas. Pero voy a intentarlo. Voy a volver a ponerme en forma, me buscaré una mujer negra y seré un médico negro como es debido, con un montón de dinero y una jodida limusina enorme… Y se acabó la historia.
—¿Podré ir a visitarte?
—Allí estaré, querido. No te preocupes lo más mínimo, porque allí estaré.
Me levanté para irme, triste y feliz al mismo tiempo, y le pregunté:
—Oye, as del internado, ¿me notas algo diferente?
Me miró de arriba abajo, y al final dijo:
—¡Maldita sea, Roy! ¡NO LLEVAS EL BUSCA!
—Ya no pueden hacerme ningún daño.
—¡Toma ya, tío!
—¡Toma ya!
Salí de la sala de guardias, recorrí el resto del pasillo y bajé por las escaleras. Me paré: me sentía incómodo. Me faltaba algo por hacer. El doctor Leggo. En ningún momento me había llamado a su despacho. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, sentí la necesidad de verle antes de marchar. Fui hacia su despacho. A través de la puerta abierta lo vi mirando por la ventana. Aislado de la feliz algarabía que había invadido la Casa, parecía un ser solitario, un niño no invitado a jugar con los demás. Sorprendido de verme, me saludó con un gesto.
—Quería decirle adiós —dije.
—Sí, estupendo. ¿Va a empezar Psiquiatría? —me preguntó, nervioso.
—Después de tomarme un año libre.
—Eso he oído. Se marchan tres de ustedes, ¿no es eso?
—Cinco si se cuenta a los policías.
—Sí, claro. ¿Sabe?, quizá le cueste creerlo, pero yo tuve el mismo pensamiento hace muchos años: tomarme un año sabático. E incluso hacerme psiquiatra.
—¿De veras? —dije, sorprendido—. Y ¿qué pasó?
—No lo sé. Había puesto demasiado en mi carrera, y… Supongo que me pareció arriesgado —dijo con una voz casi trémula.
—¿Arriesgado?
—Sí. Ahora casi admiro a los que lo hacen, a los que se arriesgan. Es tan extraño… En mi anterior hospital, los muchachos me tenían mucho aprecio, pero aquí, este año… —Dejó la frase en suspenso, y dirigió la vista hacia el cielo con expresión de mudo asombro, como un hombre que viese a su mujer tratando con dureza a su perro. Y de pronto se volvió y dijo—: Mire, Roy, estoy muy disgustado. Las cosas se han descontrolado: tres de ustedes se van; luego está lo que dijeron todos ustedes en el almuerzo sobre la Medicina de la Casa; y Potts quitándose la vida de esa forma… Nunca me había pasado nada semejante… ¡Nunca! Que mis muchachos no me quieran…, ¡no sé qué diablos está pasando! —Hizo una pausa, y me preguntó—: ¿Lo sabe usted? Y ¿por qué a mí?
De pronto comprendí cuán dolido estaba, cuán vulnerable era en aquel momento. ¿Sabía yo por qué le pasaba a él? Sí, lo sabía. Era ese conocimiento el que me había liberado. ¿Debía decírselo? No. Era demasiado cruel. ¿Qué haría Berry en mi lugar? No se lo diría; Berry le preguntaría acerca del asunto. Lo haría yo, entonces; le haría esas preguntas, le daría la oportunidad de hablar, de poder zafarse del juicio que me estaba pidiendo sobre su persona.
—¿Nunca le ha pasado nada semejante? —pregunté—. ¿Ni siquiera en su familia?
—¿En mi qué? ¿En mi familia? —dijo, desconcertado. Calló. Su cara delataba una honda zozobra. Tal vez pensaba en su propio hijo. Confié en que pudiera encontrar la forma de hablar de ello. Mientras lo observaba, su semblante se puso triste. Empecé a desear que no abriera la boca, temeroso de que si se sinceraba conmigo acabara echándose a llorar. ¿El Jefe Médico llorando? Sería excesivo. Aguardé, más y más inquieto. El tiempo parecía haber cesado.
—No —dijo al cabo, apartando la mirada—. Nada de eso. Las cosas marchan perfectamente en mi casa. Además, en multitud de sentidos, mi familia está aquí en la Casa.
Me sentí aliviado. Había logrado sobreponerse, y ahora volvía a ser capaz de mostrarse impenetrable, frío, de seguir siendo el pequeño bastardo que siempre había sido. Me dio lástima: yo volvía a ser libre y él seguía en una jaula. Como tantas veces me había sucedido a lo largo de mi vida, vi que el tigre era de papel, que era un tigre soñado: debilitado, hastiado, tímido, envidioso, triste…
Me tendió la mano en señal de adiós, y dijo:
—A pesar de todo, Roy, es…, bueno, no ha estado tan mal tenerle a usted aquí este año.
—Para mí ha sido muy difícil, señor. A veces he hecho cosas que han estado a punto de sacarle a usted de sus casillas, y lo siento de verdad.
—No hay nada que deba lamentar. Sé lo que ha sentido. Yo también pasé por ello hace mucho tiempo, Dios es testigo. Pero ¿sabe, Roy?, voy a decirle algo que sé por experiencia: cuando, andando el tiempo, vuelva la vista hacia este año, lo recordará como el mejor año de su vida.
No sabía qué decir. Le estreché la mano y salí del despacho. Libre al fin, y acaso aún más libre tras haber vislumbrado el miedo y los celos de quienes se quedaban en aquella jaula, dejé por última vez la Casa de Dios. Aquellos hombres eran en extremo vulnerables. Y el pobre Nixon…, con una grave flebitis que podía acabar con su vida —lo que le acontecería muy probablemente si por azar cayera en manos de Hooper—, debatiéndose en un trance tan lamentable… Me vi de pie sobre la finísima película de piel humana adherida al suelo del aparcamiento en la que yo seguía viendo a mi amigo Potts. Sentía el cálido sol en la cara, y, en la mano, el peso de mi maletín negro. No quería conservarlo: ya no lo necesitaba. ¿Qué debía hacer con él? ¿Regalárselo al chiquillo de seis años más cercano para iniciarlo en una carrera hacia la cumbre? ¿Dárselo a algún menesteroso? No. Sabía lo que hacer con él. Lo blandí como si fuera un disco y empecé a darle vueltas y vueltas alrededor de mi cabeza, cada vez con más impulso, hasta que al tiempo que soltaba un grito de rabia y júbilo lo lancé hacia lo alto, hacia lo alto, y vi cómo ascendía en la brisa fresca del verano y cómo, al abrirse, se desprendía de él el centelleo de cromo del instrumental en una suerte de arco iris y se estrellaba contra el asfalto.
Aquella tarde, horas después, los policías fueron a buscarnos a Berry y a mí a casa, cargaron nuestro equipaje en su coche patrulla, conectaron la sirena, encendieron la luz giratoria y partimos a toda velocidad hacia el aeropuerto.
—¿Van a dedicarse de verdad al Psicoanálisis? —preguntó Berry.
—El profesor está muy atento a las excreciones de nuestros procesos subconscientes —dijo Gilheeny.
—Y al igual que otros singulares candidatos católicos del grupo, el último de los cuales es una monja cachonda —dijo Quick—, nos hemos convertido en celebridades. Y hay un interés claro por nuestros cerebros, por nuestras reacciones después de tantos años de rondas policiales.
Llegamos al aeropuerto, y Gilheeny dijo:
—La brevedad no es mi fuerte, pero intentaré ser breve. —Divagó unos segundos, mientras el parpadeo de la luz roja del coche iluminaba intermitentemente sus pobladas facciones, y concluyó—: y ahora que Quick y yo ponemos el sujetalibros final en la estantería de nuestra etapa en la Casa de Dios, debemos manifestar que las tres personas que siempre tendremos en nuestro corazón son Dubler, el Gordo y Roy G. Basch.
—No volveremos a encontrar a nadie como ustedes tres —dijo Quick.
—Desde el corazón libidinal, el oráculo del ventrículo, les decimos adiós a ustedes dos, Shalom y… —Gilheeny fue interrumpido por una efusión de gruesas lágrimas que se deslizaron por sus mejillas que Dios les bendiga.
—Que Dios les bendiga —repitió Quick como en un eco.
Mi primer pensamiento, al ver el abultado morro del Jumbo, fue que se parecía a un obeso o edematoso gomero Mientras me arrellanaba en el asiento de nuestro vuelo nocturno con destino París, con Berry a mi lado, y pensaba en el viaje en tren que nos llevaría luego al sur de Francia, le conté a Berry lo que me había dicho el doctor Leggo: que acabaría recordando el año de mi internado como «el mejor año de mi vida». Tras reflexionar sobre ello unos instantes, se acomodó contra el hueco de mi cuello, bostezó y dijo:
—Le habrás dicho, por supuesto, que hasta el momento has vivido veintinueve mucho mejores.
No se me había ocurrido, pero era verdad. Bostecé yo también y cerré los ojos, y me sumí en la oscuridad.
Soy un pez ciego de las cavernas submarinas arrojado a un río de luz. Mis sentidos se están adaptando al nuevo hábitat. Estoy aprendiendo a vivir en este extraño medio multicolor, y los días se suceden, cegadores, y de pronto soy devuelto a la pavorosa oscuridad. Soy seccionado en dos, cortado en rodajas por el rutilante cuchillo del sol estival de Francia. Berry y yo cenamos en un jardín, bajo un entramado de intrincadas ramas, y nuestra mesa está aderezada con maciza plata y mantelería blanca almidonada y cristalería con monograma, y el broche de perfección lo aporta una rosa roja en un vaso de plata, y mis ojos se fijan en el anciano camarero que espera de pie con el paño sobre el trémulo brazo, y pienso en un gomer con temblor senil de la Casa de Dios… Estamos sentados en un banco de la plaza del pueblo, en silencio a excepción del clac, clac de las boules de la petanca, envueltos en los aromas de naranja, de ajo, de almizcle ribereño y de nogal, y me fijo en un anciano que recoge boules desde su silla de ruedas, y recuerdo a Humberto, mi BMS mexicano-norteamericano, empujando la silla de ruedas de Rose Nizinsky en dirección a Rayos X la noche en que establecimos el récord de velocidad para un test intestinal completo. El día de mercado veo a dos LOL sin NAD vestidas de negro, con un largo palo en el que llevan, entre graznidos, dos gansos atados por las patas; detrás de ellas, entreteniéndose camino de casa, con los pequeños dedos en los lazos de la cinta verde que ciñe las cajas de pasteles, caminan dos niñitas vestidas de blanco. No hay escapatoria; ni los seductores cuerpos en biquini que vemos a la orilla del río están a salvo. Los disecciono también: tendones, músculos y hueso. Al menos, me digo a mí mismo, aún me queda por ver aquí en el sur de Francia la incapacidad total, la completa horizontalidad a la que se halla condenado un auténtico gomer.
Y sin embargo sé que es cuestión de tiempo. Es un día indolente y bello, y estoy sentado y solo en el cementerio de lo alto del pueblo. En la tumba de una niña leo la inscripción «Priez pour elle». Sobre la pequeña bóveda de piedra hay un crucifijo en decúbito supino, y el arqueado pecho de Cristo tiene un gran verismo (es cerámica vítrea con una tonalidad de carne humana). Al marcharme, la leyenda Priez pour elle… Priez pour elle… sigue resonando en mis oídos. Bajo por la carretera sinuosa y somnolienta desde la que se divisa el cháteau, la iglesia, las cuevas prehistóricas, la plaza y, a lo lejos, más abajo, el valle, donde los álamos y el puente romano —que desde tan lejos parecen de juguete—indican por dónde discurre la carretera, y al fondo el creador de todo ello, el vástago del glaciar: el río. Nunca he tomado antes este camino. Empiezo a relajarme, a conocer lo que antes conocía: la paz, el arco iris de la perfección de no hacer nada. Los días empiezan a transcurrir con suavidad, cálidos y empedrados de la nostalgia de un suspiro. Es una tierra tan ubérrima que los pájaros no pueden dar cuenta de todas las moras maduras. Me paro a coger algunas. Siento el jugo con asperezas en la boca. Mis sandalias golpean contra el asfalto. Miro cómo las flores compiten en color y forma, y tientan a las abejas. Por primera vez en más de un año, estoy en paz.
Doblo un recodo y veo un gran edificio que parece un hospicio o un hospital, con un letrero en el que se lee «Asilo» sobre la puerta. Siento un hormigueo en la piel; los pequeños vellos de la nuca se me erizan; tengo dentera. Y, en efecto, al fin los veo. Los han sacado al sol, a un pequeño huerto. El blanco de su pelo, diseminado por el verdor del huerto, hace que parezcan dientes de león en un campo, vaporosas telas de araña a la espera de una brisa final. Gomers. Me quedo mirándolos. Reconozco los síntomas. Hago diagnósticos. Al pasar por delante de ellos, sus ojos parecen seguirme, como si en algún lugar de su demencia estuvieran tratando de hacerme adiós con un gesto, o de decirme bonjour, o de mostrar cualquier otro vestigio de humanidad. Pero ni me dirigen ningún gesto ni me dicen bonjour ni muestran vestigio alguno de su condición humana. Sano, bronceado, sudoroso, ebrio, ahíto de moras, riendo por dentro y temeroso de esa risa interna, me siento maravillosamente bien. Siempre me siento maravillosamente cuando veo un gomer. Ahora amo a los gomers.
Esa noche es la peor. Me despierto, me incorporo bruscamente, me pongo alerta; estoy bañado en sudor, y me pongo a gritar. Las campanas de la iglesia dan las tres. Mi mente está llena de terroríficas imágenes de mi año de internado en la Casa de Dios. Mis gritos despiertan a Berry, y le digo:
—Por fin he visto dónde los tienen.
—¿Tener? ¿A quién?
—A los gomers. En el «Asilo».
—Cálmate, cariño. Eso ya acabó.
—No. No puedo quitármelos de la cabeza. Todo me recuerda mi año en la Casa. No sé qué hacer para olvidarlo. Me está destrozando la vida. Jamás me hubiera imaginado que sería tan nefasto.
—No intentes olvidarlo, cariño. Trata de asimilarlo.
—Creía haberlo hecho.
—No, lleva tiempo. Ven —dijo, abrazándome—. Háblame, cuéntame lo que te duele tanto.
Se lo cuento. Vuelvo a contarle lo del doctor Sanders de sangrándose en mi regazo, lo de la expresión en los ojos de Potts aquella noche, antes de arrojarse al vacío, lo del KCL que le inyecté a Saul, el desdichado sastre leucémico. Le cuento lo avergonzado que me siento por haber sido un sarcástico bastardo que llamaba gomers a los ancianos; cómo, durante el internado, los ridiculizaba por su debilidad, por arrojarme su sufrimiento a la cara, por asustarme, por forzarme a hacer cosas repulsivas al cuidados. Le cuento cómo quiero vivir: con compasión, sin perder nunca de vista la idea de la muerte, y le cuento que dudo que alguna vez pueda volver a vivir de ese modo… Cuando pienso en lo que he tenido que soportar y en lo que me he convertido, la tristeza me anega y se mezcla con el desprecio de mí mismo. Encajo la cabeza en los dulces pliegues de Berry y me echo a llorar, y maldigo, y grito, y vuelvo a llorar…
—… y a tu modo lo has hecho. Alguien tenía que cuidar de esos gomers, y este año pasado, a tu modo, lo has hecho.
—Lo peor es el resentimiento. Yo antes era diferente: amable, incluso generoso, ¿no es cierto? No he sido siempre así, ¿verdad, Berry?
—Te amo como eres. Para mí, en el fondo, sigues siendo tú. —Calló unos instantes, y luego, con un destello en los ojos, dijo—: Y puedes ser aún mejor.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
—Puede que haya sido la única cosa capaz de hacerte despertar. Te has pasado la vida madurando «desde fuera», haciendo frente a los retos que otros te habían programado. Ahora, por fin, puede que estés madurando «desde dentro». Puede que se abra para ti un nuevo universo; sé que es eso. Una nueva vida. —Sus ojos se humedecieron, y continuó—: Yo voy a amarte aún más si cabe, Roy, porque llevo esperando mucho tiempo que emprendas ese camino.
Me sentí abrumado. Sin habla. Emocionado, y hasta feliz. Pero se me antojaba demasiado sencillo.
—Quiero creerte, pero me parece todo tan doloroso. El año que acabo de pasar ahora lo veo como una pesadilla.
—No todo él, Roy. En él ha habido también gozo: el gozo de adquirir la ciencia médica; el gozo de tu grupo de compañeros y amigos; el gozo de la latencia.
—¿La latencia? ¿Qué es la latencia?
—La latencia es el período de calma que precede a la adolescencia. La latencia es el tiempo de los clubs, de los grupos, de los equipos deportivos, cuando el béisbol es lo más importante de tu vida y los días son demasiado cortos para poder hacer todo lo que deseas. La latencia es ese tiempo de los afectos. Este año ha sido tu «viaje» de latencia: durante el internado, pese a haber pasado miedo y haberte insensibilizado, el afecto de tu grupo te ha mantenido a flote.
Acunado entre sus brazos, me remonto a los días previos a mi adolescencia, a la cabaña en lo alto del árbol en aquella barranca poco profunda y cubierta de maleza, a las noches de principios del verano en que salía a la carrera de casa, y brincaba y brincaba en el cálido crepúsculo, a los partidos de béisbol en que nos quedábamos boquiabiertos ante las proezas de algunos jugadores…, y cuando empiezo a deslizarme hacia el río del sueño, al igual que una canción tarareada por un tirano y aprendida por los pájaros y expandida a todo lo largo y ancho del territorio, un manto de ideas consoladoras se va desplegando sobre mí, y pienso en días de tal quietud que la llama de una cerilla no se doblaba en el aire, y pienso en peces ciegos en la negrura de una cueva con pinturas de mamuts, peces que, incluso en su honda poza helada de suaves paredes de roca caliza, saben de las ardientes lenguas estivales que bañan las paredes encaladas, que arrullan con su calor a un gato dormido en medio de la calle de un pueblo francés encaramado en una colina que domina un valle, con châteaux genuinos y carnicerías de especular mármol llenas de carne refrigerada y tiras de manteca y una caja de la patisserie atada con una cinta verde y con un lazo asido por los dedos de una niña y un mercado cuyo bullicio va cesando mientras va subiendo de tono la charla que llega de los cafés, donde unos hombres que son como caricaturas del campesinado francés están sentados en las mesas con el cigarrillo pegado a los labios, y un cementerio que entona un claro Priez pour elle… Priez pour elle… en el silencio sepulcral, y entonces pienso que, fuera del recinto de la Casa de Dios, ni en los cementerios hay desenlaces finales sino procesos, y que aquí, por fin, en brazos de mi amor, cada día puede estar lleno de todas las cosas y todos los colores y de la repetición eterna de las cosas y los colores eternamente renovados, y siento que con el discurrir del tiempo las capas de resentimiento acaso puedan empezar a desprenderse, hasta que el propio resentimiento no sea sino una débil imagen grabada en un cristal, un cristal grabado que al desprenderse permite que una vida regrese hacia su latencia, hacia unos juegos estivales, hacia un verano de diversión y gozo, y mientras pugno por sumergirme en el sueño las capas de resentimiento empiezan, en efecto, a desprenderse y desprenderse, y me veo retornando, río arriba, hacia la inocencia y la desnudez y el reposo, como en los días anteriores a la Casa de Dios en compañía de Berry, y doy gracias a Dios por Berry, porque ¿qué habría sido de mí si no llega a ser por Berry?, porque sin ella jamás podría haber vuelto a amar como supe amar un día y como amaré y amaré en mis días venideros…
Le pido con humildad que se case conmigo.