25

Lo que hizo fue organizar un almuerzo de emergencia servido por B-M Deli.

La mañana del almuerzo de emergencia, entré en la Casa y vi a Howie, el tranquilo Howie de la «Medicina Social», el último interno en rotación en la Ciudad de los Gomers, ante la puerta del ascensor, con un montón de tarjetas de IBM tiradas a sus pies, todo despeinado, mordiendo nerviosamente la boquilla de la pipa, dando patadas y puñetazos a la puerta de acero cerrada y gritando a voz en cuello:

—¡MALDITA SEA, BAJA DE UNA VEZ! ¡BAJA DE UNA VEZ!

Y comprendí que el último interno feliz acababa de derrumbarse.

Los únicos pacientes que fui a ver fueron Nate Zock y Olive O. Mi relación con Nate había descrito una rápida y curiosa trayectoria. Todos los Zock —Nate, Trixie, los chicos— creían ilusoriamente que el «haberme hecho cargo» de la Sala de Urgencias y el haberles echado a todos del cuarto era lo que le había salvado la vida al Nate esposo y padre. Y yo no les saqué de su espejismo. Los primeros días, Trixie, creyendo que Nate se hallaba a las puertas de la muerte y que sólo yo tenía la llave de tales puertas, me persiguió día y noche por toda la Casa. El único disgusto que me permití darle fue mencionar que Nate seguía sin tener el mejor cuarto de la Casa. Trixie tuvo entonces una discusión mano a mano con la hija de la rica gomer que ocupaba el mejor cuarto, y supo de sus labios que no estaba dispuesta a ceder el cuarto de su madre. Trixie no necesitó entonces más que un pequeño cálculo para comprobar que la gomer en cuestión no pertenecía a la «Liga de Zock», detalle tanto más importante cuanto que el interior del Ala de Zock aún no estaba terminado. La mayor complicación médica del caso de Nate había consistido en la puesta en práctica de lo que Nate necesitaba, resumido en la LEY del Gordo que decía: NO HACER NADA. Encontré mucha resistencia, y tuve que hacer uso de todas las mañas tan duramente aprendidas en la Casa —mentir, falsear, ACICALAR el cuadro clínico, hacerme lo más invisible posible para asegurarme de que no se hacía nada para tratar a aquel prominente personaje. Me gustaba Nate, lo cual me hizo más fácil obstinarme en «no hacer nada». Y así, el pólipo sangrante y potencialmente letal se le había curado espontáneamente, y Zock estaba mucho mejor. Íbamos a darle el alta aquel mismo día, y quiso hablar conmigo antes de irse a casa.

—Usted es un buen tipo —me dijo Nate—. Y me precio de juzgar bien el talento. Miro a un tipo y sé si lo tiene o no. ¿Sabe a lo que me refiero?

—Sí —dije.

—Y usted lo tiene. La Perla me lo dijo de antemano. La forma en que mandó salir a mi mujer de aquel cuarto nunca voy a olvidarla. Usted y yo somos parecidos: empezamos de la nada, y ahora… —Nate hizo un gesto en el aire con las manos, como si tocara un enorme acordeón lleno de dinero y ahora lo estuviera abriendo para llenar con él el mundo entero—. Bien, escuche: me gusta usted, Basch, y a la gente que me gusta la recompenso. Sé que no gana una mierda aquí, pero ahora que ha acabado el internado puede ejercer la Medicina privada. Y yo puedo ayudarle. Mire a la Perla; mire el lujoso consultorio con El violinista en el tejado y demás sonando en el hilo musical… ¿Sabe cómo empezó la Perla? Con la ayuda de mi padre. Así que escuche: sus zapatillas me dicen que juega al tenis. Venga a jugar en la pista de mi casa, venga a bañarse en mi piscina. Aquí tiene mi tarjeta: NATE ZOCK: NO LOS MEJORES, PERO SÍ LOS MÁS. Háganos una visita este fin de semana, ¿de acuerdo?

Le di las gracias e hice ademán de marcharme.

—Ah, y una cosa más: estoy escribiéndole una carta al Jefe Médico, el doctor Leggo, con copias para el Residente Jefe y para el Consejo de Administración de la BMS y la Casa de Dios. He estado aquí como paciente ocho veces, y nunca me han tratado mejor. Normalmente me tocaba algún interno quejica del Bronx que tenía tanto miedo a que un Zock estirara la pata que entraba en el cuarto cada diez minutos a hacerme análisis, sacarme sangre, etc., de forma que antes de poder curarme siempre acababa empeorando; salía tan exhausto que tenía que volar directamente al condominio de Palm Springs en busca de un descanso. Lo cual es malo para el negocio. Pero usted…, usted tiene el suficiente sentido común como para haber dejado que me curase. Y yo sabía que usted estaba siempre ahí, por si algo iba mal. Basch, usted ha sido franco conmigo, y me ha tratado de igual a igual. Ha manejado a mi mujer, y a los gordos de mis hijos, y me ha «manejado» a mí. Así que se lo voy a contar a sus jefes, ¿qué le parece? Venga a vernos el sábado. Mandaré a alguien a recogerle.

¿Una carta al Leggo? ¡Poder contra poder! Ni siquiera el Leggo sería tan tonto como para enfrentarse a los Zock, una familia que vendía gigantescas vigas de acero y tuercas del tamaño de rosquillas y tornillos enormes como salchichas que mantenían unida la estructura de la nueva Ala de Zock. Presa de excitación, examiné a Olive O., la gibosa. Parecía recuperarse estupendamente.

León, sin embargo, seguía negándose a que yo informara al doctor Leggo de las jorobas de Olive O., así que trepé a la litera de arriba, abrí el libro de Freud y enseguida me topé con una belleza vienesa que se metía en la cama con su papá. Al poco entró Chuck, sacó una botella de la bolsa y se puso a cantar. Hooper llegó luego, y trajo un librito titulado Cómo perforar una oreja, que resultó ser no otra opción para obtener un puesto médico sino el requisito para un trabajo pluriempleado en unos grandes almacenes del centro. Eddie vino también, y leyó en voz alta unos párrafos de la vieja novela «de internos» Cómo salvé al mundo, pero después de reírnos un rato ante aquella filfa idealizada, el libro partió rumbo a la papelera para siempre jamás. Finalmente apareció el Enano, que saludó muy jovialmente a 789:

—Hola, 749, ¿cómo te va? ¿Has averiguado ya lo que hay dentro de esas jorobas?

—Perdona, pero no has dicho bien mi número intermedio —dijo Siete—. No, no he averiguado todavía lo que hay en esas jorobas.

—Tío, a lo mejor son tetas —dijo Chuck—. Tetas extras.

—No nos es de gran ayuda —dijo 789—. Porque tampoco se sabe lo que hay dentro de las tetas.

—Son jorobas espirituales —dije yo—. Llenas de la leche de la amabilidad humana.

—La teoría dominante —dijo Siete—postula que están llenas de oxígeno. Y se dice que es el oxígeno de sus jorobas lo que la mantiene con vida.

—Eso es —dije—. No es humana, es una planta. Sus jorobas son cotiledones. Y, en su altruismo, fabrica oxígeno para todos nosotros.

—No, estáis todos equivocados —dijo el Enano—. Sé lo que hay dentro de esas jorobas, y no es ni altruismo ni oxígeno.

—Bueno, tío, entonces ¿qué es?

—Pimientos. Las jorobas de Olive son grandes pimientos rojos.

Cuando cesó la risa, Chuck empezó a cantar una canción de John Hurt: Mississippi:

Cuando mis tribulaciones terrenales se terminen,

arroja mi cuerpo al mar;

ahórrate la factura de las pompas fúnebres, deja

que coqueteen conmigo las sirenas.

Todos habíamos oído cantar esa canción a otro interno. A Wayne Potts. Bien, estábamos preparados: era hora de irnos al almuerzo de la B-M Deli.

Gilheeny y Quick estaban en la puerta. Cuando entramos, nos enviaron dos guiños: uno obeso, rojo, poblado; el otro delgado, negro, nervudo. Poco imaginaba el doctor Leggo a quiénes había elegido para que le protegiesen. Los internos empezamos a dar cuenta de los sándwiches «B-M Deli», y el doctor Leggo se puso a comer de pie, frente a nosotros. Percibiendo la tensión reinante, y a sólo dos semanas de concluir con éxito su año de Jefatura de Residentes y de asegurarse así un puesto en el cucurucho de Lamedores de la Casa, el Pez estaba decidido a evitar que la situación llegara a hacerse explosiva. Se situó ante los asistentes y empezó a anunciar el evento que Hooper el Hiperactivo y Eddie Trágate-Mi-Polvo llevaban tanto tiempo esperando: la concesión del premio del Cuervo Negro.

—¿Cómo? ¿Es que iba en serio lo de ese premio? —le pregunté a Chuck.

—Bueno, si no iba en serio, está claro que Leggo y el Pez se lo han creído… de… modo que, dado que este año se ha concedido ya un premio al IMV (Interno de Más Valía), ganado por el doctor Roy G. Basch y simbolizado por un alfiler de corbata de plata, hemos decidido dotar el del Cuervo Negro con otro alfiler de plata. —El Pez alzó un alfiler de corbata de plata rematado por la figura de un cuervo negro, y prosiguió—: La competición ha sido muy reñida, hasta el punto de que hasta anoche mismo hubo un empate entre Hooper y Eddie. De hecho, no ha sido hasta esta mañana temprano, con la muerte de Rose…

—¡KATZ! ¡ROSE KATZ! —gritó Hooper, poniéndose en pie de un brinco—. ¡YEPAAA! ¡LO SABÍA! ¡ROSE! ¡ROSE KATZ ME HA HECHO GANAR! ¡HE GANADO EL PREMIO DE LAS AUTOPSIAS!

—Sí —dijo el Pez—. Ha sido la señora Rose Katz, cuya autopsia se ha hecho esta mañana, y es un verdadero placer para mí anunciar que la primera edición del Premio anual del Cuervo Negro de la Casa de Dios la ha ganado el doctor Hooper.

—¡SÍIII SEÑOOOR! —gritó Hooper, corriendo hacia la presidencia de la sala para recibir el alfiler de corbata y el viaje para dos a Atlantic City. Ejecutó una pequeña danza de la victoria y se puso a canturrear: «Bajo el paseo de tablaaaaas…, en el maaar…».

—Un momento —dijo el Enano, airado—. Rose Katz era mi LOL sin NAD. Exijo que se me adjudique a mí su muerte y su autopsia. He trabajado duro para conseguir esa autorización, y Hooper me la ha robado. Vino a la Casa anoche, cuando ni siquiera estaba de guardia y yo estaba durmiendo en casa. El que estaba de guardia era Eddie, y como Rose murió cuando Eddie estaba a cargo de ella, y sé que ella habría querido que la autopsia se la adjudicara Eddie, el ganador es Eddie y no Hooper.

—¡EH, EH! ¡EEEHHH! —gritó Eddie, poniéndose en pie y corriendo hacia el Pez y Hooper—. ¡EH, MUCHACHOS, EL GANADOR ES EDDIE! ¡HOOPER, PUEDES TRAGARTE MI POLVO! ¡EL CUERVO NEGRO SOY YO, HE GANADO EN BUENA LID! ¡VENGA, TRES HURRAS POR EDDIE! ¡HURRA, HURRA, HURRA…!

Y entonces se armó la de Dios es Cristo. Eddie y Hooper se pusieron a discutir, y luego a empujarse y a darse empellones, y al final se liaron a puñetazos, mientras los demás gritábamos como en un combate de boxeo, hasta que llegaron los policías y pararon la pelea. El doctor Leggo se plantó en el centro del «ring» y dijo que lo lamentaba, pero que el fallo era inapelable y que el premio del Cuervo Negro, en su primera edición, era para Hooper. Hooper, ya calmado, estrechó la mano de Eddie, y luego, volviéndose hacia nosotros con los ojos húmedos, dijo:

—¿Sabéis? No me lo puedo creer. Es como un sueño hecho realidad. Quiero que sepáis que no podría haberlo logrado sin vuestra ayuda, sin la ayuda de todos y cada uno de vosotros. Habéis hecho posible que esté hoy aquí, recibiendo este premio, y no lo olvidaré nunca. Desde el fondo de mi corazón, amigos, gracias. ¡YEPAAA! Bajo el paseo de tablaaaaas…

El doctor Leggo y el Pez hicieron callar a Hooper cuando se disponía a acometer el segundo verso, y volvimos a tomar asiento para tratar el asunto capital de aquel acto.

—Todos ustedes, cuando llegaron hace casi un año —dijo el doctor Leggo—, convinieron en hacer dos años en la Casa, y sin embargo algunos de ustedes están pensando en no seguir la Medicina que habían empezado. Muchachos, les hablaré con franqueza: cuento con que sigan aquí conmigo durante el gratificante año de residencia que ofrece esta Casa. El año de internado no es suficiente. Un año no es nada; es algo casi desechable. Es el segundo año, levantado sobre el primero, el que hace que todo merezca la pena. —Hizo una pausa. Un silencio airado llenó la sala: ¿… casi desechable?—. Veamos, pues, cuántos de ustedes están considerando elegir Psiquiatría. Que levanten la mano.

Cinco manos se alzaron en medio del silencio: la del Enano, la de Chuck, la de Eddie, la de Hooper el Cuervo Negro y la mía, el IMV. Los ojos del Leggo y del Pez se abrieron al máximo, se proyectaron más allá de nosotros y se fijaron en el fondo de la sala. Nos volvimos. Gilheeny y Quick también habían levantado la mano.

—¿Qué significa esto? —preguntó el doctor Leggo—. ¿Ustedes? Ustedes son policías, no médicos. No pueden convertirse en médicos, sin más, el uno de julio.

—Somos policías es cierto —dijo Gilheeny—, y, en rigor, no podemos convertirnos en psiquiatras. A primera vista, la nuestra se nos antojó una limitación muy singular, dada nuestra dedicación a los «retorcidos» y a los criminalmente pervertidos…

—Vaya al grano, buen hombre. ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que vamos a convertirnos en psicoanalistas no médicos.

—¿Psicoanalistas no médicos? ¿Ustedes, dos policías, piensan convertirse en psicoanalistas legos?

Se hizo un silencio, y al poco se oyó una respuesta que nos sonó muy familiar:

—¿Seríamos policías si no lo fuéramos ya?

—Eso es —dijo Quick—, pues el Psicoanálisis sin titulación médica fue propuesto a nuestra consideración por nuestro viejo amigo Dubler el del Cuarto de la Granada. Y el doctor Jeffrey Cohen también ha…

—¿QUÉ? —aulló el doctor Leggo—. ¿DUBLER, PSIQUIATRA?

—No sólo psiquiatra, no señor —dijo Gilheeny—. Sino además psicoanalista freudiano.

—¿ESE LOCO? ¿PSICOANALISTA FREUDIANO?

—Y no sólo psicoanalista —dijo Quick—, sino barbado presidente del Instituto Psicoanalítico, eminente humanista y erudito.

—Sí —dijo Gilheeny—. Después de dejar la Casa de Dios nada más terminar su año de internado, Dubler no volvió nunca a mirar atrás, y ha ascendido hasta la cumbre. Y en este preciso instante está tocando todos los resortes a su alcance para echamos una mano.

—Y con la pierna accidentada de Finton, además —dijo Quick—, ya es hora de que cambiemos de profesión y nos dediquemos a algo menos… «ambulatorio». El Psicoanálisis es perfecto.

—Porque ¿no concluyó el gran Freud en 1912 un simposio sobre la masturbación con la afirmación siguiente: «el tema del onanismo es inagotable»?

—¿Y no nos llevará tiempo enmendar el dogma católico de que la masturbación te deja ciego, te vuelve loco, te condena, hace que te salga pelo en la palma de la mano y que los huesos de las piernas se te doblen como los de un huérfano con raquitismo?

—Pero discúlpenos, jefe —dijo Gilheeny, cruzando sus grandes brazos sobre el pecho y echándose hacia atrás hasta apoyarse contra la puerta—. No volveremos a interrumpir con nuestras asociaciones de ideas.

Cerró los ojos y volvió a guardar silencio.

El doctor Leggo estaba muy alterado. Se volvió hacia nosotros y, tirando con ansiedad del estetoscopio —bien anclado, como de costumbre, en las profundidades de los pantalones—, preguntó:

—¿Psiquiatría? ¿Los cinco? No lo entiendo. ¿Hooper?

—Bien —dijo Hooper tímidamente—. He de admitir que llevo casi todo el año pensando en Patología, pero ahora, no sé muy bien por qué, me da la sensación de que la Psiquiatría tiene que estar mejor. He pasado por mucho, jefe… El divorcio, repartimos los muebles, decir adiós al padre de mi mujer… En fin, mi novia de ahora es patóloga, y me tendrá al día en lo de los fiambres.

—Y ¿usted, Chuck? ¿Usted también? —preguntó el doctor Leggo.

—Ya sabe cómo son las cosas, jefe. O sea, míreme bien. Cuando llegué aquí, tenía un aspecto estupendo, ¿no, chicos? Estaba delgado, atlético, vestía como un dandy…, ¿os acordáis? Y ahora estoy gordo y visto como un conserje, como un jodido vagabundo. ¿Por qué? Por ustedes, señores, y por los gomers, por eso. Y sobre todo por ustedes…, ustedes me han hecho el tipo que soy hoy. Gracias, señores, muchísimas gracias. Y que me aspen si me quedo aquí un año más.

El exabrupto de Chuck nos dejó a todos desconcertados. El doctor Leggo parecía herido y perplejo. Empezó a preguntar a Eddie, pero el Enano, cada vez más furioso, estalló al fin:

—Maldita sea, Leggo, no se da usted cuenta de lo que hemos tenido que pasar en todo este año… ¡No tiene ni la menor idea!

Se hizo un ominoso silencio. El Enano, con ojos desencajados, parecía a punto de saltar contra el doctor Leggo para estrangularlo, y el Pez se plantó delante de él a modo de escudo e hizo un gesto en dirección a los policías. El Enano prosiguió, lleno de ira:

—En esto hay buenas y malas noticias. Las malas son que aquí hay mierda; las buenas, que la hay a montones. Nos habéis destrozado el año con vuestras versiones pías de lo que es la asistencia médica. Y odiamos esto. Y queremos irnos.

—¿Qué? —dijo el doctor Leggo, incrédulo—. ¿Quiere decir que no disfruta practicando la Medicina en la Casa de Dios?

—¡Sí, métaselo de una vez en la puta cabeza! —le gritó el Enano al doctor Leggo, y, según Freud, a su madre y su padre personalizados en él en aquel momento. Y se sentó.

—Se trata sólo de un núcleo radical.

—Nada de eso —dije yo en tono lúgubre—. Lo suscribimos todos nosotros. Esta mañana he visto a Howard Greenspoon gritando y golpeando como un loco la puerta del ascensor.

—¿Howard? ¡No! —dijo el doctor Leggo—. ¿Mi Howie?

La atención se centró entonces en Howie. Silencio. La tensión creció. Howie callaba como un muerto. La tensión seguía en aumento. Howie no pudo soportado más, y dijo:

—Sí…, jefe…, señor…, lo siento…, pero es verdad. Son los gomers: uno que se llama Harry y una anciana flatulenta llamada Jane. Lo que a mí me mata son mis días de ingresos. Cada día de ingresos, sabiendo que las edades de los pacientes van a sumar más de cuatrocientos años, me deprimo y me entran ganas de matarme. La tensión que he tenido que soportar ha sido terrible: esas reuniones de Morbilidad y Mortalidad en las que me crucifican por mis errores cada dos semanas… No puedo evitar cometer errores, ¿o sí, jefe? Y lo de Potts tirándose por la ventana y estrellándose contra el aparcamiento de forma que por fuerza tienes que aparcar encima de él…, y luego todos esos gomers… Y luego esos pacientes jóvenes que se nos mueren sin que podamos hacer nada… Lo cierto, jefe, es que…, bueno, que desde septiembre estoy tomando antidepresivos: Elavil, concretamente. Yo voy a seguir aquí, en la Casa, pero me imagino perfectamente cómo se sienten mis compañeros. El Enano, por ejemplo. Antes era un tipo divertido, y ahora… Bueno, no hay más que mirarme a mí…

Lo miramos. El Enano miraba fijamente al doctor Leggo con ojos tan feroces como los de Abe el Loco. Y tenía un aire de maldad extrema.

El doctor Leggo, muy afectado, preguntó:

—¿Quiere decir que no espera con verdadero interés sus días de ingresos?

—¿Esperar con verdadero interés? —dijo Howard—. Jefe, dos días antes de mi día de ingresos…, justo cuando se acaba de terminar el anterior, estoy nervioso, y me aumento veinticinco miligramos la dosis de Elavil. Un día antes de mi día de ingresos, añado otros cincuenta de Toracina. Y cuando llega el día, en cuanto empiezo a ver a los gomers me pongo a temblar y… —Trémulo, Howard sacó un pastillero de plata con tapa de nácar y la abrió, y se metió una pastilla en la boca—… y tomo Valium durante todo el día. Y en los días malos de verdad…, bueno, esos días me meto Dexedrina.

De ahí le venía a Howie su sonrisa: el tipo era un tratado de farmacopea andante.

El doctor Leggo, volviendo a lo que Howie había dicho, le preguntó al Pez:

—¿Le habían dicho a usted que les desagradaban sus días de ingresos?

—Sí, señor —dijo el Pez—. Creo que sí me lo dijeron, señor.

—Es extraño… Verán, muchachos: cuando yo era interno me encantaban mis días de ingresos. Nos encantaban a todos. Esperábamos con ilusión esos días, y nos disputábamos las «tareas duras» para mostrarle a nuestro jefe de lo que éramos capaces. Y hacíamos el trabajo endiabladamente bien. ¿Qué ha sucedido, pues? ¿Qué está sucediendo?

—Los gomers —dijo Howie—. Son los gomers lo que está sucediendo…

—¿Se refiere a los ancianos? También nosotros nos ocupábamos de los ancianos.

—Los gomers son diferentes —dijo Eddie—. Ellos no existían en la época en que usted era interno, porque entonces se morían. Ahora no se mueren.

—Eso es ridículo —dijo el doctor Leggo en tono categórico.

—Lo es —dije yo—. Pero es cierto. ¿Cuántos de los presentes han visto morir a algún gomer…, digamos, por sí mismo, sin interferencias médicas? Que levanten la mano.

Nadie se movió.

—Pero sí, claro que les ayudamos. Dios, a veces hasta curamos…

—La mayoría de nosotros no reconoceríamos una curación ni aunque nos la pusieran pegada a las narices —dijo Eddie—. Yo aún no he curado a nadie, y no sé de ningún interno que haya curado a alguno de sus pacientes. Estamos por ver el primero.

—Oh, vamos… Pues claro que hay curaciones. ¿Qué me dice de los pacientes jóvenes?

—Los jóvenes son precisamente los que mueren —dijo Hooper, el flamante Cuervo Negro—. La mayoría de mis autopsias eran de gente de mi edad. No ha sido ninguna golosina, no, ganar ese premio…

—Bueno, todos ustedes son mis muchachos —dijo el doctor Leggo, como si aquel día se le hubiera olvidado conectarse el audífono—, y antes de dar por finalizada esta reunión me gustaría decir unas palabras acerca de este año que acaba de transcurrir. En primer lugar, gracias por su estupendo trabajo. En muchos aspectos éste ha sido un gran año, uno de los mejores. Nunca lo olvidarán. Estoy orgulloso de todos y cada uno de ustedes, y antes de terminar me gustaría hacer mención de alguien que ya no está entre nosotros, un médico con un potencial enorme: el doctor Wayne Potts.

Nos pusimos tensos. El doctor Leggo se iba a meter en la boca del lobo si decía alguna inconveniencia sobre Potts.

—Sí, estoy orgulloso de Potts. Si exceptuamos cierto defecto que habría de llevarle a su…, a su accidente, era un joven médico muy bueno. Déjenme decirles algo acerca de él…

Dejé de escucharle. En lugar de ira, el doctor Leggo me daba lástima: tan rígido, tan torpe, tan carente de contacto con lo humano, con nosotros, «sus muchachos»… Pertenecía a otra generación, la de nuestros padres, esa que en los restaurantes, antes de pagar, comprueba la suma de la cuenta.

—… quizá este año haya sido un tanto difícil, pero en general ha sido un año bastante normal, pese a haber perdido a uno de los nuestros a mitad de camino; son cosas que pasan, y el resto de nosotros nunca le olvidaremos. Pero no debemos dejar que nuestra dedicación a la Medicina se resienta por ello…

El doctor Leggo tenía razón: había sido un año de internado bastante típico. A todo lo largo y ancho del país, en todo «almuerzo de emergencia», a los internos se les permitía estar furiosos, y acusar, y tener sus catarsis, sin que nada de ello tuviera la menor repercusión en el sistema. Año tras año, in aetemum: la catarsis, y luego la opción personal: o replegarse en el cinismo y cambiarse a otra especialidad o profesión, o seguir en Medicina Interna y llegar a ser Jo, y luego el Pez, y luego Pinkus, y luego Putzel, y luego el Leggo…, cada cual más reprimido, más superficial, más sádico que el anterior. Berry estaba equivocada: la represión no era mala, era fantástica. Para quien seguía en Medicina Interna, era la salvación. ¿Podría alguno de nosotros haber soportado aquel año en la Casa de Dios y habérselas arreglado para llegar, indemne, al final del internado convertido en esa rara avis que es un médico-ser humano? ¿Potts? El Gordo lo había conseguido, sí. ¿Lo habría conseguido Potts?

—… de modo que ahora guardemos un minuto de silencio por el doctor Wayne Potts.

Al cabo de unos veinte segundos, el Enano volvió a estallar, y gritó a voz en cuello:

—¡MALDITA SEA, LO MATARON USTEDES!

—¿Qué?

—¡USTEDES MATARON A POTTS! Lo volvieron loco con lo de Hombre Amarillo, y le dieron la espalda cuando gritó pidiendo ayuda. Si un interno va al psiquiatra, ustedes lo estigmatizan, lo tachan de loco. Potts tenía miedo de que el ir a ver al doctor Frank pudiera dañar su carrera. Ustedes, bastardos, ustedes destruyen a buenos profesionales como Potts que son demasiado mansos para resistirse. ¡Me dan ganas de vomitar! ¡VOMITAR!

—No puede decir eso de mí —dijo el doctor Leggo con sinceridad, con aire anonadado—. Habría hecho cualquier cosa por salvar a Potts, por salvar a mi muchacho.

—Usted no puede salvarnos —dije—. Usted no puede parar el proceso. Por eso queremos cambiar a Psiquiatría: para intentar salvarnos.

—¿De qué?

—¡DE SER UNOS GILIPOLLAS QUE RESPETAN Y ADMIRAN A GENTES COMO USTEDES! —gritó el Enano.

—¿Qué? —dijo el doctor Leggo con voz trémula—. ¿Qué está diciendo?

Intuí que estaba tratando de entender, y aunque sabía que no era capaz sabía también que se sentía enormemente apenado porque éramos como unos hijos que le estuviéramos obligando a escuchar una cinta con todos sus defectos, y dije con la mayor delicadeza posible:

—Lo que estamos diciendo es que el verdadero problema de este año no han sido los gomers, sino que no hemos tenido a nadie a quien admirar.

—¿A nadie? ¿A nadie en toda la Casa de Dios?

—En mi caso —dije—, sólo al Gordo.

—¿El Gordo? ¡Pero si está tan loco como Dubler! No puede usted hablar en serio.

—Lo que queremos decir —dijo Chuck con voz enérgica—es lo siguiente: ¿cómo vamos a cuidar de los pacientes si nadie cuida de nosotros?

Y entonces fue como si el doctor Leggo escuchara por vez primera. Calló, y se quedó quieto. Se rascó la cabeza. Hizo un gesto con las manos, como si fuera a decir algo, pero siguió callado. Dobló las rodillas y se sentó. Parecía herido, un niño a punto de echarse a llorar, y seguimos mirándole, y luego hizo una mueca como si le picara la nariz y se hurgó en los anchos pantalones en busca de un pañuelo. Apenados, serenos aunque aún furiosos, fuimos abandonando la sala. Habíamos jugado fuerte. La puerta se cerró tras el último de nosotros, y el Jefe Médico se quedó solo. Etílico y balbuceante, Nixon se estaba desmoronando en público. Y la gente se largaba y lo dejaba solo. Y lo que Nixon sentía… nadie quería saberlo.

Berry, Chuck y yo fuimos a la mansión de Nate Zock. Nos sentamos en el jardín de falso estilo isabelino bañado por el sol estival de últimas horas de la tarde, y volvíamos la cabeza hacia aquel palacio de muchos millones de dólares, híbrido de milenios de modas y estilos arquitectónicos. Nate terminó de contar por enésima vez lo de «Basch es un tipo duro, no se les ocurra contrariarle». Berry y yo nos excusamos y fuimos a jugar al tenis, y dejamos a Chuck con Nate y Trixie y sus obesos hijos bovinos bebiendo y dando cuenta de los aperitivos y del refresco de apio de bajas calorías. La pista de tenis se hallaba protegida del viento por álamos y hayas, y su alambrada tapizada de rosales. Con el vivo colorido y las oleadas de aroma, era como jugar al tenis dentro de una enorme rosaleda. Sudamos. Hicimos una pausa y Nate nos animó a que nos refresca ramos en la piscina cubierta. No teníamos traje de baño.

—No importa —dijo Nate—, nadie va a verles.

—Y nadie va a cronometrar el tiempo —dijo Trixie—. Estamos al corriente de la vida sexual de los jóvenes doctores Kildare…

Paseamos por la pradera de césped del jardín, y entonces caí en la cuenta de que, a diferencia de los ricos, no estaba acostumbrado a la intimidad, a que no me observaran, a las cosas —piscina, pista de tenis—que se poseen por unidades. Pasamos por el garaje, donde el mayordomo sacaba brillo al Volvo de Berry para que no desentonara con el reluciente El Dorado blanco de Nate. En la piscina cubierta, aislados, entre ecos de azulejos, nos desnudamos, nos abrazamos, nos zambullimos en aquella agua perfecta. Retozamos. Qué delicia. Chapoteos, chapoteos, no los mejores chapoteos pero sí muchos, muchos chapoteos; chapoteos, chapoteos, no los mejores pero sí los más numerosos…

Al atardecer, después de la cena, seguimos bebiendo, y en un momento dado charlamos de la Carta de Zock. Nate había enviado una carta en la que le hablaba de mí al doctor Leggo, y no había recibido sino una cordial respuesta. Poco dado a contentarse con nada menos que «lo más», Nate había llamado al doctor Leggo y al Pez para «averiguar por qué esos engreídos consideraban que usted…, usted y su amigo Chuck, no eran tan buenos como yo pensaba que eran, porque o soy un fabuloso juez del talento ajeno o hoy no estaría donde estoy…». Tras discutir con el doctor Leggo y el Pez y unos cuantos Lamedores más, Nate había dejado las cosas claras al respecto. Y no sólo eso, sino que para que siguieran perfectamente claras en el futuro había decidido algo harto más permanente: en el Ala de Zock se crearía, en mi honor, una dependencia llamada Cuarto de Basch. Y aún algo más: amén del galardón al Interno de Más Valía y del premio del Cuervo Negro, se instauraría, anualmente, el Premio Basch, dotado con un viaje para dos personas a Palm Springs y otorgado al interno «que mejor ejemplificara las cualidades del doctor Roy G. Basch», siendo la más importante de ellas la de saber «cómo dejar en paz a los pacientes». Al oír lo del Cuarto de Basch y lo del Premio Basch, al doctor Leggo y al Pez, «embargados por la emoción», se les había hecho un nudo en la garganta que les había impedido hablar… Bravo por mi Redentor, el señor Nate Zock: mi nombre seguiría vivo en la Casa de Dios.

Se encendieron cigarros puros. La noche estaba tan quieta que la llama de las cerillas se mantenía en una perfecta vertical. Chuck y Nate contaron la historia de su vida. Chuck contó lo que le sucedía siempre con las tarjetas; había recibido incluso una última: ¿DESEARÍA TRABAJAR EN EL NATIONAL INSTITUTE OF HEALTH? EN CASO AFIRMATIVO, RELLENE Y ENVÍENOS ESTA TARJETA. A Nate le encantó la historia. Y contó la suya, que daba cuenta de cómo «del profundo valle de la Depresión habían salido los quinientos dólares invertidos en la fabricación de sus —si no los mejores, sí los más— tuercas y tornillos…», y acabó con lágrimas en los ojos. A Chuck también le encantó la historia. La larga noche de junio se llenó de una serenata de grillos, y el crepúsculo siguió suspendido en el aire como el ronroneo de un gato. Berry apoyó la cabeza en mi hombro. A Nate y a Trixie Berry les había parecido encantadora. Le propusieron preparar y llevar a cabo una terapia capaz de controlar el peso de su obesa progenie. Y Nate, hablando de Berry y de mí, sugirió —como muchos años atrás el padre de Trixie al decirle: «Si ordeñas la vaca, tienes que comprarla»—que nos casáramos. Chuck se unió a la moción, y me advirtió:

—Tío, como dicen en mi tierra, si plantas algo tienes que quedarte a ver cómo crece.

Rodeándonos con ambos brazos a los tres, Nate nos dio un beso de despedida con lágrimas en los ojos, y nos rogó que aceptáramos su oferta de financiarnos un consultorio privado. En paz, y en las alturas del amor, me quedé mirando cómo la plateada y líquida luz de la luna bañaba el tejado de estuco naranja de la Casa de Zock, que me recordaba las paredes de estuco de las casas de labranza francesas.