Desencantados, sin deseos de continuar en la Casa como residentes pero sin saber realmente lo que queríamos hacer, necesitábamos ayuda. Acudimos al Gordo. En la cena de las diez, le preguntamos qué hacer.
—¿En qué sentido?
—Qué especialidad elegimos a partir de julio.
—Haced lo que siempre se hace en estos tiempos —dijo el Gordo—. Organizad un coloquio. Nunca falla.
—¿Sobre qué? —preguntó Eddie, sedado y con los ojos sin brillo.
—Sobre «Cómo elegir una especialidad». ¿Sobre qué si no?
—Y ¿quién diablos lo va a dirigir? —preguntó el Enano.
—¿Quién? —preguntó Grasas sonriendo—. Yo. La estrella de los tests intestinales de las estrellas.
La nueva se extendió rápidamente. Llegado el día en cuestión, apareció en la sala gente de toda la Casa: internos, BMS…, incluso Gilheeny y Quick. En la atestada sala se hizo el silencio al fin, y el Gordo empezó su disertación:
—El diseño de la educación médica está totalmente equivocado: para cuando nos enteramos de que no vamos a ser médicos de la tele que desvisten a bellezas de apetecibles tetas, sino médicos de la Casa que tenemos que desobstruir intestinos de gomers, ya hemos invertido mucho en el asunto como para abandonar, así que todo el mundo sigue como seguís vosotros, pobres diablos. La secuencia del aprendizaje debería ser al revés: el primer día deberían llevar a los melindrosos BMS a la Casa de Dios y restregarles las narices con Olive O. A los aspirantes a cirujanos se les quitarían las ganas al ver sus jorobas; ya los entusiastas internistas potenciales, al ver sus datos clínicos —incompatibles con la vida—y su imposibilidad de curarse y de morirse; e incluso los ginecólogos en ciernes, tras echar un vistazo al «terreno» de su futura especialidad, desplazarían de inmediato sus preferencias a Odontología. Y entonces, y sólo entonces, aquellos que tuvieran estómago para ello podrían empezar a estudiar los años previos a la clínica.
Fue, como era de esperar, una disertación brillante. Aunque ¿cómo podía ayudamos a aquellas alturas?
—Esto ya no puede serviros de ayuda ahora, porque ya lo habéis invertido todo, y estáis atrapados. ¿Qué hacer, entonces? Pues bien, el caso es que existen distintas especialidades que pueden elegirse. La mayoría de ellas llevan aparejados esos estrechos contactos físicos con los pacientes que habéis tenido ocasión de experimentar durante este año: tocar enfermos, ser martirizado por ellos, pegarte un tiro en las guardias nocturnas… Estas son las especialidades CP, de Cuidado de Pacientes. No vamos a ocuparnos de ellas aquí. Los masoquistas pueden irse.
Nadie abandonó la sala.
—Yo, sin ir más lejos, me voy a dedicar a una de esas especialidades CP, la Gastroenterología. Tengo mis razones. Soy un caso muy especial. En el lugar a donde me dirijo, la Gastroenterología, para mí, es la opción mejor. Raro ¿no? Sí, pero así es. Las especialidades SCP, Sin Cuidado de Pacientes, son seis y sólo seis: Radiología, Anestesiología, Patología, Dermatología, Oftalmología y Psiquiatría.
El Gordo las escribió en la pizarra, y dijo que a continuación iba a escribir, mientras le íbamos diciendo nuestras sugerencias, las ventajas e inconvenientes de cada una de ellas. La «teoría de los juegos», lo llamó él. El cuadro resultante nos ayudaría a «optimizar» nuestra elección de especialidad.
—La primera —dijo Grasas—es la Radiología. ¿Ventajas de la Radiología?
—El dinero —dijo Chuck—. Se gana mucha pasta.
—Exacto —dijo el Gordo—. Una fortuna. ¿Otras ventajas? Aparte de la mencionada de «Sin Cuidado de Pacientes», a nadie se le ocurrió ninguna más, y el Gordo preguntó entonces cuáles eran los inconvenientes.
—Los gomers —dije yo—. Tienes que hacerles radiografías intestinales a los gomers.
—La narcolepsia —dijo Hooper—. Porque trabajas siempre en la oscuridad.
—Las gónadas —dijo el Enano—. Los rayos X te fríen el esperma. El primer hijo te sale con un ojo, dos dientes y ocho dedos en una mano.
—¡Estupendo! —dijo el Gordo, escribiéndolo todo en la pizarra—. ¡Señores, vamos muy bien!
Seguimos elaborando el cuadro de las Especialidades SCP:
ESPECIALIDAD |
VENTAJAS |
INCONVENIENTES |
RADIOLOGIA |
Dinero (100.000 dólares anuales) |
Gomers Cuartos oscuros, Narcolepsia, Gónadas dañadas, progenie con ocho dedos. Enemas de bario y tests intestinales |
ANESTESIOLOGÍA |
Dinero (100.000 dólares anuales) |
Gomers Cuartos oscuros Aburrimiento Ocasional pánico. Astronómicas primas de los seguros que cubren las negligencias médicas. Gases tóxicos, que dan lugar a personalidades extrañas. El desprecio diario de los cirujanos. |
PATOLOGÍA |
No se trabaja con cuerpos vivos. Bajas prinas de los seguros para las negligencias médicas |
Gomers (raras veces) Cadáveres. Oñor a cadáveres y a sustancias conservantes como el formol. Lugar de trabajo: los sótanos. Desprecio continuo de todo el mundo, salvo de los demas patologos. Depresión |
DERMATOLOGÍA |
Dinero (100.000 dólares anuales) Viajes a convenciones a lugares soleados. Piel desnuda… (atracción) |
Gomers. Contagios. Piel desnuda (repulsión) |
OFTALMOLOGÑIA |
Ganancias astronomicas (millones anuales) Oportunidad diaria de martirizar a los anestesiologos |
Goners. Astronomicas primas de seguros para las negligencias médicas. Se requiere internado de cirugía. Ocasional cuidado de pacientes |
PSIQUIATRÍA |
¡NO HAY GOMERS! No se tocan cuerpos, salvo en las terapias de subrogación sexual. Voyeurismo, perversión, erotismo, autoerotismo, polierotismo. No hay grandes cansancios.Largas horas para el almuerzo. Curas de supone. Muchas otras ventajas |
Cobro por horas. Dolores de columna. Acusaciones multiples desde la derecha politica: comunistas, maricas, pervertidos… Desprecio continuo de todos los demas médicos salvo los que estan yendo a algún psiquiatra. |
Para cuando finalizó la disertación del Gordo, había sucedido algo harto curioso: sobre el papel, la Psiquiatría era la especialidad claramente ganadora.
En la excursión en canoa la Psiquiatría habría de alzarse con una victoria aún más desahogada. Chuck había organizado una excursión última para todos los internos, y una mañana estival clara y con suave brisa lo dejamos todo en manos de los residentes, hicimos acopio de cerveza y salimos rumbo a la costa; llegamos a las estribaciones pantanosas y descendimos por el río de marea, zigzagueando entre los pastos rumbo al mar. Mientras remábamos perezosamente río abajo, Berry y yo nos vimos embarcados en una carrera con los dos policías. En la proa, Gilheeny, un gran pato silvestre de plumaje rojo, maldecía a Quick, su timonel, cada vez que su canoa escoraba y se golpeaba primero contra una orilla y luego contra la otra. Y ¿qué podía haber mejor que deslizarse por el agua sin esforzarse, bebiendo cerveza fresca y escuchando a nuestra espalda la profunda y encendida voz de barítono del pelirrojo y la insistente voz de tenor de su compañero entonando «un lamento de la Isla Esmeralda»?
Nos detuvimos en una isleta para la merienda. En un bosquecillo de pinos moteado de sombra, nos agrupamos todos en torno a Berry y empezamos a hablarle de nuestro descontento. Ella nos escuchaba y convenía en que el año de internado había sido un espanto:
—Ha sido inhumano —dijo, comentando lo que le contábamos—. No es extraño que los médicos se muestren tan fríos y distantes ante los más conmovedores dramas humanos. Lo trágico no es lo indelicado de su actitud, sino su falta de hondura humana. La mayoría de la gente muestra reacciones humanas en su trabajo diario, pero los médicos no. Es una increíble paradoja: ser médico degrada, y sin embargo se valora tanto socialmente… En cualquier comunidad, el grupo más respetado es siempre el de los médicos.
—¿Quieres decir que todo es un gran engaño? —preguntó el Enano.
—Sí, un engaño inconsciente, una terrible represión interior que hace que los médicos se crean realmente que son sanadores omnipotentes. Si os oís a vosotros mismos decir: «Bueno, este año no ha sido demasiado malo», estáis reprimiéndoos, y ocultando la verdad para que el grupo siguiente lo pase igual de mal que vosotros.
—Bien, pues entonces, mi muy inteligente amiga —dijo Gilheeny—, ¿por qué estos buenos muchachos se avienen a pasar por todo esto?
—Porque es muy duro decir que no. Si uno está programado desde los seis años para ser médico, y llegado el momento invierte un montón de años en ello, va creándose unas destrezas represivas que hacen que ni siquiera se acuerde de lo mal que lo pasó cuando era interno, y que no pueda parar. ¿Puede una figura deportiva «salirse» del partido que está jugando? En absoluto.
Tenía razón. ¿Qué podíamos decir? Seguimos allí sentados, quietos, absortos, callados, mientras caían lentamente las sombras del atardecer. Berry respondió a algunas preguntas sobre Psiquiatría, y a medida que iba abriéndonos los ojos la merienda fue convirtiéndose en una suerte de terapia de grupo. El tema era la pérdida.
—¿A qué pérdida te refieres? —preguntó Chuck.
—A lo que cada uno de vosotros ha perdido este año. De primera mano sólo lo sé de Roy, pero he oído lo de los MHP y las RHP y…, y cómo se derrumbó Eddie y… —Se interrumpió unos instantes, y luego, con voz trémula, continuó—: Y lo de Potts. Habéis perdido a Potts. Si pudiérais sentir realmente esa pérdida, todavía estaríais llorando. Pero estáis tarados por la culpa, la culpa de haber matado las partes más preciadas de vosotros mismos.
En el bosquecillo oscurecido, el silencio se había vuelto lúgubre como un sudario. Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué es lo que yo había matado en mí mismo? Días como éste, mi creatividad, mi capacidad de amar… Pesimismo. Anquilosamiento. Ruina. Finalmente, mientras el sol se ocultaba tras las colinas teñidas de rojo, Gilheeny preguntó con voz suave:
—Estos hombres están maltrechos. ¿Aún puede hacerse algo al respecto?
—La culpa es una «patata caliente»…, y quien la «coge» se quema. Todos vosotros estáis quemándoos poco a poco. Soltadla ya. Poneos furiosos. Devolvédsela a los que os han «infantilizado». ¿Hay algún psiquiatra en la Casa con quien podáis hablar?
Sí, lo había: el doctor Frank, el psiquiatra que vino al almuerzo de la B-M Deli el primer día del internado. Había mencionado el suicidio, y el Pez le había hecho callar. Había seguido callado durante todo el año. ¿Por qué? Volvimos a las canoas, y nos deslizamos de nuevo hacia el sonido del océano, y cada uno de nosotros se preguntaba qué había perdido, y qué podría hacer el doctor Frank para ayudarle a recuperarlo, y luego, cuando ya las luciérnagas empezaban a danzar, todos acabamos preguntándonos qué hacer para arrojar nuestra rabia contra aquellos que nos habían despojado de partes vitales de nosotros mismos, contra los Explotadores de la Casa de Dios, contra los Patronos de la Pérdida.
Aquella noche estaba de guardia, y llegué a la Casa con ampollas en las manos a causa de los remos. Se me empezaba a pasar la borrachera y me preocupaba lo que había dicho Berry, y me sentía furioso por volver a estar en la Casa de Dios. Hacía calor y el ambiente era húmedo, y el sudor me trajo recuerdos del espantoso verano que había pasado como interno novato un año antes. La guardia se presentaba «movida». Me aguardaba un ingreso en la Sala de Urgencias. Un ingreso fuera de lo normal, en el sentido de que habría de resultarme muy beneficioso. Me recibió la Perla, que quería ponerme al corriente sobre el «peculiar» paciente, pero yo no estaba de humor y cogí el cuadro clínico y leí: «Nathan Zock, sesenta y tres años; diarrea con sangre; pólipo benigno». No era extraño que la Perla en persona quisiera endilgarme unas palabras previas. Un Zock filántropo de la Unidad de Cuidados Intensivos, un Zock filántropo del Ala de Zock, el edificio que había enfrente de la sala de guardias y que nos tapaba el sol en verano.
Irritado, entré en el cuarto, con la Perla pegado a mis talones. Jamás en mi vida había visto tanta carne junta. Seis especímenes bovinos de la raza Zock, auténticos globos de carne bien inflados, se movían alrededor de la camilla, masticando, chupando, mordisqueando, picoteando, relamiéndose…, en un homenaje viviente a la fase oral de desarrollo de Freud. Las joyas refulgían aquí y allá, y la Perla fue presentándome a los orondos hijos de Nate Zock, en un esfuerzo por alejarlos de la camilla en la que yacía su padre. Cuando por fin se apartaron pude ver a una mujer de mirada horrible, una especie de guacamayo de voz terrosa y negro pelo postizo que, al oír mi nombre, dijo:
—Bien, joven doctor Kildare, ya es hora de que…
—Trixie —dijo una voz autoritaria desde la camilla—, ¡cállate!
Y el guacamayo se calló. Y vi allí tendido a Nate, un sesentón carnoso, un tanto trabajado por la bebida, con modos de creso y firmeza en el semblante. Aun hostigado por aquel rebaño, mantenía la calma. La Perla me presentó y se fue. De inmediato fui sitiado por la familia. Todos querían información acerca del diagnóstico y el pronóstico, y de una posibilidad intolerable: que a Nate no le estuvieran dando el mejor cuarto de la Casa. Para tratar este hipotético problema, Trixie no hacía sino soplarme en el oído una y otra vez el nombre de Zock, y repitiéndome «¿Sabe usted quién es Nate: ha oído hablar del Ala de Zock?» Tras padecer tal acoso unos tres minutos, me harté y dije en voz alta:
—Bien, ¡todo el mundo, excepto Nate, fuera de este cuarto ahora mismo!
Conmoción general. Nadie se movió. ¿Qué osadía era aquella, hablarles así a los Zock?
—Oiga, un momento, joven doctor Kil…
—¡Trixie, calla la boca y lárgate de aquí! —dijo Nate, y cuando Nate Zock hablaba, hasta los demás Zock callaban.
El cuarto quedó vacío de inmediato. Cuando empecé a examinarle, Nate continuó hablando:
—Están demasiado gordos. Intentamos remediarlo, pero nada ha funcionado. ¿Sabe?, el doctor Pearlstein me ha hablado de usted, Basch. Me ha advertido: me ha dicho que es usted un tipo duro, que no debo contrariarle. Me ha dicho que es usted muy bueno, pero muy franco. Me gusta. Los médicos han de ser duros. Cuando se es rico como yo, la gente no te trata con la suficiente dureza.
Asentí con la cabeza, y continué examinándolo. Le pregunté cuál era su negocio.
—Tuercas y tornillos. Empecé con quinientos pavos en la época de la Depresión, y ahora…, millones y millones. Tuercas y tornillos; no son los mejores, pero sí los que más se venden.
Le dije a Nate que mientras no «tocáramos» demasiado su intestino sangrante, probablemente se curaría. Cuando terminé, Trixie asomó la cabeza por el hueco de la puerta, muy molesta, diciendo que a Nate sólo le iban a dar el segundo mejor cuarto de la Casa. Nate le dijo que se largara, y luego dijo:
—Qué más da… Siempre me dan el mejor cuarto, pero nadie te visita en el mejor cuarto. Así que me conformaré por una noche. Qué más da. Eso es lo que les pasa a esos chicos: siempre lo mejor, y ¿qué ha pasado? Que ahí los tiene: gordos. Gordos como vacas.
789 había tenido un día malo. Atrapado en el laberinto de análisis ordenados por el Médico Privado de Olive O., Pequeño Otto, cuyo nombre seguía —¡ay!—sin sonar en Estocolmo, Siete estaba muy bajo de ánimo: dudaba que pudiera avanzar en el caso de las jorobas. Su primer ingreso del día había soportado que Siete y el residente de Radiología «decidieran» detectarle una lesión en la radiografía de pecho, y cuando Siete me presentó el caso se quedó anonadado al oírme citar una LEY de la Casa: SI EL RESIDENTE DE RADIOLOGÍA Y EL BMS VEN UNA LESIÓN EN LA RADIOGRAFÍA DE PECHO, NO PUEDE HABER TAL LESIÓN. Pese a la insistencia de Siete, la lesión resultó ser la pulsera de la técnica de rayos, lo cual sumió a Siete en un profundo abatimiento. Traté de animarlo, pero al ver que se negaba a hacerme caso lo dejé por imposible. Y decidí que aquella noche ya nO haría nada por nadie.
—Siete —dije, descolgándome de la litera de arriba a la de abajo—, voy a dormir. Quiero que cojas tu ropa de faena y te la pongas ahora mismo para que luego no entres en tromba, enciendas la luz y me despiertes.
A través de los ojos semicerrados vi cómo el bajo y barbado erudito se quitaba la ropa, desnudaba a la luz del neón su cuerpo lleno de granos y ya fofo, y rápida y sigilosamente se ponía el pantalón y la chaqueta de un gris de morgue. Pero, en lugar de marcharse, se quedó quieto. Le pregunté qué pasaba. Tras un reflexivo silencio, característicos en él, dijo:
—Basch, me quedan varias horas de trabajo esta noche, y a ti no. ¿Cómo es que tú siempre te vas a dormir y yo siempre me quedo en vela?
—Muy sencillo. Eres matemático, ¿no? Pues bien: a mí me paga un salario fijo la BMS, con independencia de las horas que esté despierto. Tú pagas una cantidad fija de matrícula a la BMS, con independencia de las horas que estés despierto. Por tanto, cuanto más duermo yo, más gano por hora de vigilia; y cuanto más tiempo estás despierto tú, menos pagas por hora de vigilia. ¿Lo coges?
Hubo un silencio, y al cabo Siete dio con la respuesta (es decir, lo que había que demostrar…):
—A ti te pagan por dormir, y yo pago por estar despierto.
—Exacto. Apaga la luz cuando salgas, ¿quieres, chaval? Ah, y recuerda: Nate Zock no es un caso de los BMS. Si le hablas y se te ocurre decirle «Hola, Nate», o «Hola, señor Zock» o algo por el estilo…, estás perdido. Buenas noches.
Oí el atáxico arrastrar de pies de aquel pequeño erudito, y sentí la perpleja mirada última que me dirigía. Luego se apagó la luz y me quedé dormido.
A la mañana siguiente algo había cambiado. Se había declarado una pequeña epidemia. En la Casa de Dios nunca se había visto nada semejante. Lo que había empezado como un murmullo, un goteo, una «pérdida» vista frente a frente en una isleta moteada de luz en el crepúsculo, se convirtió en una epidemia y fue propagándose y pronto hubo muchas corrientes en torno a islas que sonaban con más y más fuerza y que acabaron convirtiéndose en el ulular de un río que llegaba a un mar. De modo súbito y urgente, cinco internos de la Casa nos habíamos contagiado del pensamiento psicoanalítico. Y habíamos empezado a ACICALARNOS ante la posibilidad de LARGARNOS a nosotros mismos a una residencia en Psiquiatría a partir del uno de julio.
Los cinco empezamos a estudiar Duelo y melancolía. Los cinco buscamos al doctor Frank, que al principio estuvo encantado ante el interés de Eddie por la residencia en Psiquiatría que ofrecía la Casa, pero que, cuando cuatro más de nosotros siguieron sus pasos, acudió apresuradamente al doctor Leggo a darle «el parte». Prescribíamos pruebas psiquiátricas a nuestros pacientes; asistíamos a las rondas docentes de Psiquiatría, y nuestras sucias batas desentonaban en el desfile de modelos de los alevines de psiquiatra, y hacíamos preguntas sobre la ira, sobre la «pérdida», sobre la culpa que delataban a las claras nuestra ignorancia. En una reunión en la que se debatía una oscura enfermedad autoinmune, Hooper nos dejó perplejos al aventurar una interpretación basada en el «deseo de muerte» freudiano. A Eddie, que seguía compitiendo con Hooper por el premio del Cuervo Negro, le encantó encontrar a Freud tan versado en sadismo anal, y contrajo un tic facial. A Chuck le fascinaba la personalidad pasiva-agresiva, y al descubrir la patológica cercanía que siempre había tenido con su madre, mientras su padre leía novelas de vaqueros en el trabajo, exclamó:
—Tío, es asombroso que no sea un poco… raro, porque en mi educación todo apuntaba a que saldría maricón.
El Enano, cómo no, se sumergió más que nadie en el autor a quien el Gordo había llamado «ese entusiasta de Viena», y, obsesionado con lo que había estado permitiendo que Angel le hiciera a horcajadas sobre la cara, repetía como un lelo:
—¡Santo cielo! ¡Siempre tengo que tener alguna anomalía!
Yo, por mi parte, me psicoanalizaba en la litera de arriba del cuarto de guardias, y detectaba e iba ordenando pequeños trozos de mí mismo.
Llegó el día de las «charlas con el Leggo sobre nuestro futuro». El doctor Leggo estaba perfectamente al tanto de la «epidemia», y no le había concedido mucha importancia. No le cabía ninguna duda sobre nuestros planes: un año de residentes en la Casa. A menos de un mes de la fecha —el uno de julio—, y con todo un año de guardias nocturnas de residentes por asignar, el doctor Leggo se quedó un tanto sorprendido al oír que el Enano, Hooper y Eddie, uno tras otro, le decían:
—Señor, estoy pensando en decidirme por Psiquiatría.
—¿Psiquiatría?
—Sí, señor, desde el uno de julio.
—Pero eso no es posible… Usted acordó seguir en Medicina Interna en su año de residencia. Contaba con usted, con todos ustedes, muchachos…
—Sí, pero verá: siento una especie de urgencia al respecto. Tengo montones de cosas que resolver, y algunas de ellas, señor, bueno…, algunas de ellas no pueden esperar.
—Pero su contrato…
—No hay contrato, ¿lo recuerda?
El doctor Leggo no recordaba que la Casa se había negado a firmamos un contrato, ya que era la única manera de poder tratamos, legalmente, como pura mierda, y dijo:
—¿No hay contrato?
—No. Usted nos dijo que no nos hacía falta.
—¿Dije eso? Mmmm… —dijo el doctor Leggo, poniéndose a mirar por la ventana—. Bueno, no hay nadie que no necesite un contrato. Nadie. Nadie en absoluto.
Cuando fue Chuck quien mencionó la Psiquiatría, el doctor Leggo estalló:
—¿QUÉ? ¿USTED TAMBIÉN?
—En serio, jefe. Lo que este país necesita es un psiquiatra negro de primera, ¿no cree?
—Sí, pero…, pero usted ha hecho un trabajo tan bueno en Medicina… Viene del Sur pobre y rural, su padre es portero, ha estudiado en Oberlin…
—Exacto, jefe, exacto. Y oiga esto: hoy estaba en el Ambulatorio, y una chica se ha puesto hecha una furia conmigo y me ha tirado un libro de texto a la cabeza y me ha dado en una oreja, y en lugar de darle un sopapo le he dicho: «Mmmm…, jovencita, debes de estar muy enfadada, ¿no?» Y me he dado cuenta enseguida de que lo que me apetece es ser loquero. Mañana voy a hablar otra vez con el doctor Frank para ver si me hago psicoanalizar.
—Pero no puede empezar este julio… Necesito chicos como usted.
—¿Chicos? ¿Ha dicho «chicos»?
—Bueno, yo… Lo que quería decir…
—¿Quiere que haga pasar a Roy?
—¿A Basch? Mmmm… ¿No sabrá por casualidad sus planes para el futuro…?
—Sí, los sé.
—¿Psiquiatría?
—Exacto.
—Bien, bueno…, no se moleste en hacerle pasar.
Así pues, el doctor Leggo no me hizo pasar a su despacho. Pese a la tesis de Berry de que el doctor Leggo no podía evitarlo, de que también a él le había hecho daño el sistema, yo estaba demasiado furioso para no ver en él un personaje nixonesco, alguien a quien le estábamos apretando las tuercas como se las estaban apretando Sirica y el Tribunal Supremo a Nixon por el asunto de las cintas. ¿No podía haber sido el propio Leggo, de pie con St. Clair en la proa del yate Sequoia, en Mount Vemon, quien, tras la ceremonia de las campanadas horarias y del Himno Nacional, había farfullado con voz ebria: «Os pagan calderilla, sí, pero eso es lo que hace que merezca la pena…»? Berry tenía razón; era patético. Pero estos hombres patéticos eran hombres poderosos, y el doctor Leggo no tardaría mucho en empezar a presionamos para que nos quedáramos. Al principio con meras insinuaciones y luego con claras amenazas, el doctor Leggo nos hizo saber a través del Pez que el no seguir con él en julio «pondría en grave peligro —¡en grave peligro!—nuestros futuros planes y carreras». Pero ninguno de nosotros cambió de opinión. Y el doctor Leggo se volvió más despiadado. Vulnerables e inermes, nos enfurecimos más y más. Se acercaba el mes de julio, y el doctor Leggo, al ver que sus represalias no obtenían el resultado apetecido, empezó a ser presa del pánico.
Y nadie tenía la menor idea de cuál podría ser su próximo movimiento.