23

—¿Qué vas a hacer el primero de julio? —le pregunté a Chuck.

—Quién sabe, tío, quién sabe… Lo único que sé es que no quiero hacer más esto.

Era el Primero de Mayo. Yo estaba en la sala de guardias de mi rotación final, la sala 4 Sur, acostado en la litera de arriba. No era lo normal: el interno solía dormir en la de abajo para evitar el riesgo de CAER AL SUELO desde una Altura Ortopédica y romperse la cadera. Había sentido —no sabría decir por qué—la necesidad de acostarme en la de arriba, cerca del techo, alejado del borde y pegado a la pared. Había cogido varias almohadas, subido la escalera de mano y adoptado una apacible horizontalidad, y me había acurrucado contra la pared, con la mirada fija en el techo verde manzana, verde mar. Todo muy bonito. Me habría gustado que la litera de arriba hubiera tenido una barandilla lateral, como la cama o la cuna de un gomer. Me habría gustado, ¿por qué no?, tener comida, un pecho de mujer, un pezón…

Estaba allí para quedarme. Habría quienes tratarían de moverme, y, a veces, quienes lo lograrían, pero sentía que tenía un trabajo que hacer. Había identificado ya la enfermedad del médico, y no estaba seguro de poder zafarme. Oh, sí, tenía un trabajo que hacer; relacionado con la compasión, relacionado con el amor. Como el guarda de un parque con su vara de punta de acero, yo tenía que patrullar por un oscurecido parque costero en el estío, inspeccionar el quiosco de la música después de una boda, pinchando, recogiendo los desperdicios humanos que iba encontrando en el suelo, diseminados entre un arco iris de confeti. Desde mi litera de arriba podía ver, a través de los huecos de sus ventanas, el interior de la descarnada Ala de Zock. Con la primavera, los obreros parecían haberse renovado, y en la lujosa sala de Radiología Gastrointestinal que tenía enfrente, vi las griferías de falso oro de los baños esparcidas como setas por la gruesa moqueta verde. Aquella Ala de Zock aún no inaugurada encarnaba una esperanza para la Casa de Dios, para las Gentes. Mi esperanza era terminar el año sin acabar hecho jirones.

El día uno de julio, la profesión médica jugaba al único juego que sabía: el de la adjudicación de los puestos. Era un juego cuyos preliminares llevábamos ya cierto tiempo practicando.

Todo interno de la Casa de Dios se había avenido tácitamente a hacer no sólo un año de internado, sino otro segundo año como residente. Para algunos internos, como Howie, era fantástico: dos años de «médico de verdad» era el doble de bueno que uno solo. Sonriente, con su eterna pipa, Howie parecía adorar el internado. Cauto e indeciso, Howie era —lo reconocía todo el mundo—el peor interno de la Casa. Aterrado ante la idea de hacer daño a algún paciente o de asumir cualquier riesgo, practicaba una Medicina homeopática, casi fantasmal.

—¿Sabes? —le dije a Chuck—, la dosis de antibiótico que le está dando Howie a esa mujer de ahí abajo es como darle una millonésima de aspirina.

—Como mear al viento, tío. Eso es lo que es. Es asombroso: sigue feliz en la Ciudad de los Gomers.

—Imposible.

—No, no lo es. He entrado en la sala esta mañana y Howie estaba silbando. Entró hace un mes, silbando, y hoy sigue silbando. Chupando esa pipa y silbando. A él no van a quebrantarle, no. No hay manera. A él le encanta.

Otros lo vivíamos de forma diferente. Hooper, Eddie, el Enano, Chuck y yo nos apoyábamos, formábamos una piña en nuestro desencanto. Si bien nos habíamos avenido a seguir otro año a partir del uno de julio, estábamos seguros de una Cosa: no queríamos hacer ese segundo año en la Casa de Dios. Pero ninguno de nosotros sabía qué hacer. ¿Qué íbamos a decirle al doctor Leggo cuando nos llamara a su despacho y nos preguntara, creyendo conocer ya la respuesta, cuáles eran nuestros planes para después del uno de julio?

Los dos meses que faltaban hasta tener que decidirme habría de pasarlos en la sala 4 Sur, con Chuck y con el residente, una sombra llamada Lean. Lean, que estaba finalizando su segundo año en la Casa, había perfeccionado la técnica de la «Anodinidad». La presencia del Lean era tan anodina que nadie reparaba en él jamás. Tras constatar que la gente veía arruinados sus planes vitales en la Casa al hacerse en exceso visible, Lean había perfeccionado su propia invisibilidad. Delgado, de facciones vulgares, vestido de forma pulcra y vulgar, Lean sabía que le faltaban sólo dos meses de «anodinidad» para el reparto de puestos y la ciudad de destino, Phoenix, y la beca de investigación ambicionada, Dermatología. En la sala 4 Sur, aparte de mi persona, sólo aquello verdaderamente extraordinario —me había dicho a mí mismo—merecería mi atención. Y me topé con dos seres verdaderamente extraordinarios: 789 y Olive O.

Era mi nuevo BMS 789, había estudiado Matemáticas en Princeton y había hecho su tesis —merecedora de las más altas calificaciones—sobre el número 789, por lo que Chuck y yo lo apodamos 789, o, para abreviar, Siete. Prodigio intelectual con la cara llena de granos y con escasas destrezas sociales —tan sólo las apreciadas por las BMS—, 789 siempre tenía una expresión de conejo asustado en la mirada. Con un talento poco común para los números, era absolutamente nulo para el sentido común. Su coordinación corporal era sencillamente infame, hasta el punto de que todos, salvo los gomers más «idos», pronto le prohibieron terminantemente que aplicara tratamiento alguno a sus personas.

Olive O. era de una rareza semejante. Era una gomer extraordinaria que había sido trasladada a la Casa con cierto sigilo por su familia. El lacayo Marvin, de Ingresos, me acababa de informar de su LARGADA desde Ortopedia, y envié a Siete a investigar. Tras examinar el cuadro clínico de Olive, Siete había hablado con el residente de cirugía y había averiguado que los cirujanos, quién sabe por qué —quizá llevados por un celo «en celo» de comienzos de verano—, le habían hecho el honor de practicarle una hemipelvitomía —extirpación de media pelvis que la había dejado con una sola pierna. Víctima de los modos ortodoxos en toda LARGADA quirúrgica, la pobre Olive O. había recibido menos transfusiones de las debidas, lo que le había provocado un ataque al corazón que había requerido cuidados médicos extras. Mientras me mostraba con orgullo una serie de trazos en su electrocardiograma, Siete me explicó, con diagramas de vectores y miríadas de esos números imaginarios que siempre habían desbordado mi coeficiente intelectual en mis años de secundaria, cómo había logrado obtener un electrocardiograma electrofisiológicamente correcto utilizando sólo tres de las extremidades de Olive O., ya que la cuarta se hallaba en un cubo en el depósito de cadáveres. ¿Cómo no iba a sentirme impresionado? Siete y yo, orgulloso hijo y orgulloso padre, bajamos a Ortopedia.

Atada en medio de su personal estructura ortopédica de barras, postes, campanillas y cadenas, allí estaba nuestra Olive O. Una mata de pelo blanco coronaba su cabeza incipientemente calva. Pálida, con los ojos cerrados, respirando pausadamente, Olive O. se deleitaba en su quietud casi postrera. Desde la punta de la cabeza hasta la punta de sus diez dedos de los pies, se hallaba en paz. ¿Sus diez dedos de los pies? Le destapé la pierna y el pie y le conté los dedos. Diez. Le conté los pies. Dos. ¿Y las piernas? Dos. Llevé a Siete hasta la cama y, esta vez juntos el pequeño sabio y yo, me dispuse a contar:

—Bien, ahora vamos a contarle las piernas: una…

—No le veo la gracia —dijo Siete—. Sé contar.

—Bien, entonces ¿qué diablos ha pasado?

—Me habré equivocado de cuadro clínico.

—¿No habías mirado a esta paciente?

—Sí. La miré —dijo Siete—. Claro que la miré. Pero no le vi la otra pierna, eso es todo. Mi programación cognitiva esperaba sólo una pierna, no dos.

—Maravilloso —dije—. Me recuerda a una famosísima LEY de la Casa: ENSÉÑAME A UN BMS QUE TRIPLIQUE MI TRABAJO, Y LE BESARÉ LOS PIES.

La rareza de Olive O. residía en sus «protuberancias». Al hacer una breve incursión en el reino de su cuerpo, le detecté, bajo las sábanas, dos gruesos bultos entre el pecho y el abdomen. Intrigado, elucubré sobre qué podrían ser. ¿Pechos? Muy poco probable. ¿Abultamientos tumorales? Tampoco. Destapé las sábanas y le subí el camisón, y ¡helas ahí! En el abdomen un poco más abajo de los vacíos y fláccidos pechos, tenía dos jorobas.

Siete, al pie de la cama, acababa de permitirse el lujo de ponerle los cables para un nuevo electrocardiograma en las dos piernas. Alzó la vista y sus ojos se llenaron de espanto, y exclamó:

—¡Aj…! ¿Qué es…, qué son esas cosas?

—¿A ti qué te parecen?

—Son como jorobas.

—Bravo, Siete. Muy bien. Pues eso es lo que son.

—Jamás había oído hablar de gente con jorobas. ¿Qué tendrán dentro?

—No sé —dije, viendo mi propia repugnancia reflejada en los ojos de Siete—. Pero bien sabe Dios que vamos a averiguado —concluí, y me puse a examinarlas.

—¡AJJJ…! —explotó Siete—. Perdona, pero tengo ganas…, tengo ganas de…

Lo vi precipitarse hacia la puerta. Yo también sentía náuseas. Pero era eso precisamente, Roy Basch, lo que habías aprendido aquel año en la Casa de Dios: cuando tenías ganas de vomitar, no vomitabas.

Luego, en la sala de guardias, Siete se acercó a mí y me pidió perdón por haber sentido náuseas y haberme dejado solo, y le dije que era una reacción comprensible y que no tendría que volver a enfrentarse con aquellas jorobas nunca más. Y, entonces, me sorprendió oírle decir:

—Ya, pero el caso es que me gustaría trabajar en ellas.

—¿En las jorobas? Creí que te daban asco.

—Y me lo dan, pero me tomaré un antiemético si es necesario. Qué diablos, Basch, voy a ocuparme de esas jorobas; tú espera y verás.

—Como quieras —dije—. La verdad es que no has sabido ni contarle las piernas ni los dedos de los pies, Siete…, pero vale, desde hoy es toda tuya.

—No sé cómo decírtelo, Basch, pero en fin…, gracias, muchísimas gracias. Necesitaré una receta de Compazine.

Y ¿quiénes éramos nosotros, de todas formas, para creer que sabíamos lo que aquellos gomers sentían, para empeñarnos en salvarlos? ¿No era ridículo imaginar que sentían como nosotros? ¿No era tan ridículo como tratar de imaginar lo que sentía un niño? Proyectábamos en aquellos gomers nuestro miedo a la muerte, pero ¿quién podía saber si ellos sentían tal miedo? Tal vez acogerían la muerte como se acoge a un pariente perdido hace mucho tiempo, a un primo que ha envejecido pero al que aún se reconoce, que viene de visita y mitiga nuestra soledad, la decadencia de nuestros sentidos, la furia de quien está ya medio ciego y se mira en el espejo sin reconocer quién le devuelve la mirada, a un viejo amigo que ha de aliviarles, curarles, estar con ellos para toda la eternidad, la misma eternidad de hace ya tanto, tanto tiempo, de antes de haber nacido… ¿No sería eso la muerte para ellos?

—¿Sabes, Roy? ¡Quiero ser muy rico! —dijo Chuck—. ¡Sí, señor! Puede que en julio me ponga a montar una de esas organizaciones para la igualdad de oportunidades que se dedican a descubrir por qué unos somos tan buenos chicos y otros no, ¿qué te parece?

—¿Odias realmente la Medicina?

—Bueno, tío, ponlo de este modo: sé que odio esto.

Uno de los de Entregas asomó la cabeza por el hueco de la puerta y dejó el corred sobre la mesa. Cogí el Doctor’s Wife, una publicación gratuita dirigida a la «Sra. Roy G. Basch». Chuck empezó a mirar su correo, y de pronto sus ojos se encendieron, y dijo:

—¡Dios! ¡Ha vuelto a suceder!

—¿Qué?

—Lo de las tarjetas. Mira, mírala —dijo, y me tendió una tarjeta—: ¿LE APETECERÍA ABRIR UN LUCRATIVO CONSULTORIO EN NOB HlLL, SAN FRANCISCO? EN CASO AFIRMATIVO, RELLENE Y DEVUÉLVANOS ESTA TARJETA.

Salí de la Casa de Dios y me dirigí en coche hacia las afueras. Me detuve frente a una gran casa victoriana coronada de torrecillas, abrí la puerta principal y de pronto comprendí por qué el Gordo no me había dejado ver su casa antes. Me vi en medio de una enorme sala de espera atestada de gente. La consulta se pasaba en la primera planta. ¡El Gordo tenía un próspero consultorio privado de Medicina General! La recepcionista me saludó y dijo que el Gordo iba un poco retrasado en su programación del día, y, a través de un laboratorio y de una sala de reconocimientos, me condujo hasta una suerte de taller. Me senté y esperé. No pude evitar fijar mi atención en lo que parecían vestigios de numerosos proyectos abandonados, y en un rincón vi un montón de lentes y de tubos de acero inoxidable, y unos letreros manuscritos que rezaban: SEA DUEÑO DE SU PROPIO AGUJERO DEL CULO; AGUJEROS DEL CULO ALEGRES, AGUJEROS DEL CULO ANODINOS, AGUJEROS DEL CULO DE GUERRAS EXTRANJERAS… Y, más allá, otro de tenor zumbón que decía: LA MAYORÍA DE MIS MEJORES AMIGOS SON GILIPOLLAS.

—¿Cómo va el Espejo Anal? —le pregunté al verlo entrar.

—Ah, sí —dijo Grasas en tono ensoñador—. El Espejo Anal del doctor Jung… Una idea cuyo momento quizá haya llegado ya, ¿eh, Basch? Si al menos tuviera tiempo…

—¿Qué es lo que te tiene tan ocupado?

—La diarrea.

—Lo siento, Grasas.

—No la mía, la de los Veteranos. ¿No lo has oído?

—No —dije, pensando en que aquello me serviría de introducción para lo que tenía planeado decirle—. No, hace tiempo que no nos vemos, ¿no? Por eso he insistido en…

—Sí, más de un mes. ¡Han sucedido tantas cosas! Y hablando de las últimas veces que nos vimos, Basch, te diré que estaba contra las cuerdas…, ni siquiera sabía si iba a conseguir que el Leggo escribiese la carta de recomendación para mi beca.

—Sí… —dije, tratando de sacar a colación los sentimientos que quería expresarle—. Quería decirte que…

—Espera a oír lo que está pasando, Basch. Oh, Dios, ¡espera a oír lo que tengo que contarte! —Empezó a contarme que, al igual que uno de esos payasos que al recibir un puñetazo y caer al suelo de espaldas vuelven de inmediato a la vertical, se había recuperado y estaba como nuevo, pero al reparar en mi expresión angustiada calló unos instantes, y luego dijo—: ¿Has venido a decirme que lo sientes? ¿Es eso?

¿Cómo lo sabía? Miré aquellos ojos oscuros, tan familiares, y se me hizo un nudo en la garganta. Avergonzado, me ruboricé. Mi cara se torció en un gesto, y se puso triste.

—Lo sé, lo sé —dijo Grasas con voz suave—. Ya tendremos tiempo de hablar de eso. Pero, escucha…, un tipo como yo no puede contenerse, tiene que contarle a su viejo amigo-protegido lo del último dineral que… Basch, deja de lloriquear y escucha lo que te estoy diciendo: ahora mismo, en este mismo instante, aquella diarrea que sin querer creé se está propagando al colon de sólo Dios sabe cuántos cientos de miles de veteranos norteamericanos; es una diarrea que les destruye el revestimiento de mucosa del colon y hace que lo pongan todo perdido de caca. ¡Qué horror! ¿Te acuerdas de aquel coronel que te perseguía por la Unidad para sonsacarte sobre mi persona?

—Sí —dije, y volví a oír mentalmente cómo me hacía todo tipo de preguntas sobre el Gordo y sobre la diarrea de Jane Doe y sobre si el extracto que se traía entre manos Grasas era o no efectivo, y cómo, de pronto, en mitad de la conversación, me miró con expresión suplicante y me preguntó dónde estaban los retretes—. Sí, recuerdo perfectamente a aquel coronel. ¡Él también tenía una diarrea de campeonato!

—Exacto. Bueno, pues ahora la dichosa diarrea está por todas partes: en la OTAN, en la SEATO… Dicen que hasta Tito la ha cogido. Verás: es un virus. Hasta la fecha sólo existe una Cura. Y el solo inventor de esa cura es un servidor.

—¿Has encontrado el remedio?

—Inventé la enfermedad, así que tenía que inventar el remedio: el extracto. Un remedio no sólo para la diarrea sino también para la carrera de gastroenterólogo del Gordo. —Pensativo, cogió una lente y, jugueteando con ella, me preguntó en tono travieso—: ¿Seré yo, como Lincoln, quien tendrá que vendarle las tripas a la nación? Te pregunto a ti, Basch, en tu calidad de ciudadano, ¿no será ya hora de dejar atrás ese Watergate de la diarrea y de acometer de una vez por todas la tarea de la paz mundial?

—¿A qué te refieres con que también ha sido un remedio para tu carrera?

—Ah, sí… El Leggo tiene espíritu castrense, ¿no? ¿Y qué militar no salta cuando un superior le ordena que salte? Ninguno. Saltan todos, Basch. ¡Tendrías que haberlo visto! ¡Fue maravilloso! La semana pasada, el Leggo y yo íbamos andando juntos por el pasillo, y alguien me había pasado un brazo por el hombro, pero el caso es que al Leggo le habían pasado otro por el suyo, porque en medio de los dos iba un gorila de dos metros y ciento treinta kilos con cuatro estrellas en la bocamanga: un general del ejército de los Estados Unidos. Tenía la sensación de estar participando en un desfile de una república bananera: los coroneles habían ganado.

—Así que el Leggo no tuvo más remedio que escribir esa carta de recomendación, ¿no es eso?

—No exactamente. Cierto que estaba encantado ante la promesa de una jugosa subvención a la Casa para investigaciones gastrointestinales, pero el Leggo tiene su orgullo. Me dijo que la escribiese yo mismo. Que él la firmaría. Así que tengo la beca asegurada.

—¿No será en Hollywood?

—Sí, en Hollywood. ¡Los tests intestinales de las estrellas!

Me sentía abrumado. En mi vida había visto un ejemplo semejante de aplicación continuada del genio. Me sentía pequeño.

—Es alucinante, Grasas… Y ¿has estado atendiendo esta consulta privada durante todo el año?

—Pues claro. Desde que obtuve el permiso para ejercer, en julio del año pasado. ¿De qué sirve tener la licencia de médico si no la utilizas para «aliviar el dolor y el sufrimiento»? Este trabajo de gastroenterólogo es fabuloso… Éstos son mis vecinos, mi gente. Ya lo dijo John F. Kennedy: «No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por los intestinos de tu país».

—Así que todo te ha salido como lo habías planeado…

—Es la historia de mi vida, Basch: siempre me sale todo bien.

—Grasas, puede que pienses que es estúpido, pero he venido para decirte que lo siento, que siento haberme peleado contigo. Ya…, bueno, a darte las gracias.

—Está bien, Basch. No tienes por qué decirme nada de eso…

—¡Cállate, gordinflón, y escucha! —dije, sonriendo al ver cómo su voluminosa humanidad se replegaba y se dibujaba en su semblante una tímida sonrisa—. Me has ayudado a conseguirlo…

—Berry te ha ayudado a conseguirlo. Maravillosa mujer. Ya me gustaría a mí tener…

—¡CÁLLATE, GRASAS! —grité, arrojándole una pieza de Espejo Anal que encontré a mano—. Poco a poco, a lo largo del año, me he ido deshaciendo de mis compañeros, de todos los demás, hasta que sólo me quedabas tú. Y cuando también me deshice de ti me derrumbé por completo.

—No, Roy —dijo el Gordo, muy serio—. Las cosas se fueron al traste cuando Eddie se vino abajo y Potts saltó al vacío. Ninguno de nosotros quedó incólume después de eso.

—Es cierto. Pero me enseñaste que se puede uno dedicar a la Medicina y seguir siendo uno mismo, que existen otros caminos distintos de los del Leggo y Putzel. —Callé unos segundos, hice acopio de fuerzas y dije—: Grasas, eres un tipo fantástico. Gracias. Gracias por todo… —Volví a callar; me quedé mirando cómo sus ojos tranquilos me mostraban su felicidad. Nos quedamos sentados, en silencio, durante un rato. Y al cabo lancé un suspiro, y dije—: Lo malo es que tu modo de enfocar la cosa no es la mía. Yo no soy capaz de dedicarme a la Gastroenterología. Dudo incluso que pueda dedicarme a la Medicina a secas. Esto no es para mí, me temo.

—¿Te refieres a que no te ves dedicándote por entero, día tras día, para el resto de tu vida, a un órgano en concreto? —preguntó el Gordo con sarcasmo—. ¿Al hígado? ¿Al bazo? ¿Al recto? ¿A las muelas?

¿Dentista como mi padre? Inimaginable. Mi abuelo, un inmigrante, nunca se había dedicado por entero a algo concreto.

Recuerdo que mi madre me contó qué un día su madre les había llevado a ella y a la tía Lil a ver cómo trabajaba su padre: como una abeja en un panal dorado, casi tocando el cielo, grababa centelleantes arcos y refulgentes soles en la aguja del edificio Crysler, entonces el más alto de la ciudad, o acaso del mundo. Ahora, después de tantos años, ¿iba yo a decidirme por las muelas?

Desanimado por completo, dije:

—No, no me veo.

—Lo sé. Está claro que eso no es para ti.

—Bueno, y ¿qué es para mí, entonces?

—¿Crees que yo lo sé? Algo grande. Lo que tienes que hacer es picar alto, Roy. Y pasártelo bomba. Las mentes grandes, como las nuestras, no pueden limitarse a una sola cosa.

—Sí, pero tengo que decidirme pronto —dije, sintiéndome perdido y solo después de tantos años perfectamente programados—. No sé qué hacer, Grasas.

—¿Hacer? Bueno, en Brooklyn siempre solíamos hacer esto —dijo, y, alargando el dedo meñique, lo enganchó con un meñique mío—: juntar estos deditos.

¿Una broma? No, su cara estaba seria. Era sincero. Sentí que su rollizo meñique me apretaba el mío. Y de pronto supe lo que quería decir aquel gesto. Era algo perfecto, un momento mágico. Una cosquilleante corriente me recorrió por entero. El Gordo había percibido mi vacío, y había respondido. Su roce físico quería decir que yo no estaba solo. Que entre él y yo existía un vínculo. Mi meñique apretó también el suyo. Era amor. Pasara lo que pasara, el Gordo y yo seguiríamos siendo amigos.

Riendo, dije:

—¿Sabes, Grasas? Para ser un chico gordo, no sudas mucho.

—Es cierto. La vida es dura, pero hasta un chico gordo puede ayunar en el Yom Kippur.

Berry y yo nos estábamos riendo con el artículo de fondo de Doctor’s Wife, un homenaje a la fantástica mujer de un médico que, «al caer en la cuenta de ciertas "cargas de profundidad" que podían padecer durante la cena», tales como que su maravilloso maridito fuera llamado para una urgencia y tuviese que pasarse fuera el tiempo suficiente para que se enfriaran los apetecibles manjares que le había preparado, había aprendido «un método infalible para mantener el rosbif durante horas deliciosamente poco hecho», y era el siguiente: envolverlo en papel de plata y dejarlo en un calientaplatos. Le conté a Berry lo de la postura que últimamente adoptaba en la litera de arriba, y le pregunté si pensaba que era síntoma de otra regresión.

—No, creo que es una «integración»; que estás pensando qué hacer contigo mismo. Ahora que sabes lo que es ser médico, tienes la opción de descartar la Medicina y buscarte otra cosa. ¿Qué piensas hacer?

—Irme de vacaciones a Francia contigo. Quizá tomarme un año sabático.

—Pero ¿qué vas a decirle al doctor Leggo en julio?

—No lo sé. Pero odio esto. Ha sido un año asqueroso.

—No es cierto. Está Grasas, y los policías, y los compañeros… Ellos te gustan. Y también te ha gustado escuchar a tus pacientes en el Ambulatorio, ¿no es cierto?

—Siempre que no tenía que poner en práctica algo médico…, sí, me lo pasaba bien.

—En la Sala de Urgencias sentíais fascinación por ese residente de Psiquiatría, ese tal Cohen, ¿no? —dijo, y, en tono tentador, añadió—: ¿Por qué no te haces psiquiatra?

—¿Yo? —dije, sorprendido—. ¿Un loquero?

—Sí, tú. —Me miró directamente a los ojos, y dijo—: Estar con la gente es lo único que te ha hecho soportar todo este año, Roy. Y «estar con» es la esencia de la Psiquiatría.

CLIC. Oí un CLIC en la cabeza. Le pedí que me repitiera lo que acababa de decir.

—Que «estar con» es la esencia de la Psiquiatría. Tú siempre has adoptado cierta posición contemplativa respecto al universo. La Psiquiatría podía venirte como anillo al dedo.

«Estar con». ¡CLlC! El doctor Sanders, al morir, me decía que lo que los médicos hacían realmente era «estar con» los pacientes.

—¿Quieres decir «estar con» los pacientes?

—Quiero decir «estar con» —dijo ella—. Aunque sea con tu propia familia.

¿Familia? Mi abuelo, LARGADO a pudrirse en una residencia de ancianos, no había vuelto a «estar con» nadie. Y ¿mi padre?

… No hay nada más consolador en la enfermedad que el que un ser querido esté contigo, y un buen médico puede desempeñar tal papel…

—¿Me estás diciendo que la Psiquiatría ofrece de veras algo a sus pacientes? ¿Que se diferencia de la Medicina en que puede curar?

—A veces. Si coges a tiempo la vida en cuestión, sí.

—¿El quid de la Psiquiatría, entonces, es que puedes ofrecerles algo a los pacientes?

No. Que puedes ofrecerte algo a ti mismo.

Aturdido, le pregunté:

—¿Qué puedes ofrecerte a ti mismo?

—Maduración. En lugar de olvidar, tratarás de recordar. En lugar de la superficialidad defensiva, obsesiva, tratarás de ser más abierto, menos rígido, más profundo. Y llegarás a crear. Tu única herramienta como psiquiatra es quién eres y quién puedes llegar a ser.

Me resultaba difícil pensar. Pero, de algún modo, sentí que en aquel caos se estaba abriendo como un claro. ¿Podría llegar a ser alguien a quien no despreciara? ¿Podría dejar de seguir atado al balancín del pasado, de llenar y llenar de recuerdos mi caja de las baratijas? ¿Liberarme de mi tendencia a eludir las cosas, de mis estallidos, de mi desprecio? Temblando, le pregunté si podía recomendarme algunas lecturas para empezar.

—Freud. Empieza con Duelo y melancolía. En esta obra, Freud dice: «La sombra del objeto perdido cae sobre el ego». Tú llevas bajo esa sombra todo un año.

—¿Qué sombra?

—Tú mismo. La sombra de ti mismo.

Mi pozo de humanidad, mi Berry. Cómo había llegado a amarla; cómo había llegado a amar a aquel ser comprensivo, bondadoso, perspicaz a lo largo de aquel año terrible…

—Te quiero —dije—. He logrado salir de esta pesadilla porque has estado conmigo.

—En parte es cierto. Y tienes razón: este internado ha sido como la materia de los sueños, como las agobiantes pesadillas de la infancia: agresividad, miedo a las represalias, y al final la determinación siguiente: allí donde no puedas vencer, vive. Es claramente el tema edípico: madre, padre, hijo.

… Espero que te encuentres bien en tu última etapa y que estés contento de terminar por fin esa experiencia. No entendí tu afirmación de que ahora eres capaz de enfrentarte a todos los problemas médicos, y lo que yo digo es que hay tantas cosas por aprender… Estoy muy preocupado por esta situación económica mundial en la que ni los mejores cerebros del mundo son capaces de resolver la inflación ni la crisis económica, y ya ni siquiera merece la pena tener dinero en el banco. No sé lo que te ha dicho tu madre y no importa porque sé que será algo básico y acertado. Sé que te preocupas por nosotros como un buen hijo y que eso nunca va a cambiar. La distancia y las circunstancias han hecho que no podamos estar juntos, y ello es inevitable en el mundo de hoy. Me encantaría volver a jugar al golf con mi hijo el número uno, y es una esperanza a la que no renuncio. Mamá tiene un swing tan corto y controlado…, y es todo un espectáculo verla. Mi pasión por este juego no tiene límites y disfruto muchísimo practicándolo…