Como me había ido tan bien en la UCI, me resultó duro decir adiós. Me sentía triste. Quería quedarme. ¿Cómo dicen adiós los astronautas? Como corresponde a un profesional, mis despedidas fueron frías, asépticas. Neal Armstrong diciendo adiós a Frank Barman; John Ehrlichman diciendo adiós a Robert «Bob» Haldeman. Adiós a Pinkus, mi héroe, que había corrido los cuarenta y tantos kilómetros de la maratón en dos horas, cincuenta y siete minutos y treinta y cuatro segundos, y que me estaba diciendo:
—La Cardiología puede ser muy gratificante en términos tanto crematísticos como personales. Y si a eso le añadimos la práctica de un hobby, la vida puede resultar harto saludable. Piense en ello, Roy. Usted es un joven con un brillante futuro.
Me fui.
Aquella tarde, horas después, Berry y yo, en situación de RHP, nos dirigíamos hacia el campo para pasar un rato tranquilo. Yo estaba leyendo una carta de mi padre:
… Tu experiencia es sin duda estimulante y estoy seguro de que estás totalmente ensimismado en tu trabajo. Pronto terminarás el internado y tendrás que decidir sobre tu futuro…
—¿Sabes? —le dije a Berry—. Después de todos estos años de no estar de acuerdo con él en absoluto, pienso que tiene razón.
Nos sentamos en la linde de un parque. La primavera estallaba caóticamente a nuestro alrededor. Un gran retazo de verde, exuberante por la lluvia reciente, se extendía ante nosotros. Partía del estanque donde se reflejaba una mansión que había a nuestra izquierda, pasaba junto a un roble centenario bajo el que unos WASP celebraban una boda, y llegaba hasta un viejo muro de piedra detrás del cual se alzaban unas viejas y venerables casas simétricas. Un perro vino hasta nosotros con ganas de jugar; llevaba un palo en la boca, que iba dejando caer más y más cerca de nosotros, hasta que lo cogí y lo lancé muy lejos. Al poco me lo trajo. Pero me cansé enseguida, y él, percibiéndolo, se alejó. Mi mente, como un misil, seguía rememorando con nostalgia la Unidad de Cuidados Intensivos.
En el trayecto de vuelta me sentía inquieto, y Berry lo notó y me preguntó:
—¿Qué te pasa, Roy? Ya has dejado atrás la parte más dura del año.
—Lo sé. Pero lo echo de menos. Me resulta difícil relajarme. Hasta pescar se me hará más fácil que esto. ¿Te he dicho que me he comprado una caña y un carrete? Creo que necesitaré tu ayuda. Eres una experta en Psicología, así que seguramente podrás decirme cómo puedo cambiar.
—¿Cambiar qué?
—Mi personalidad. Quiero cambiar del Tipo A al Tipo B.
Berry no hizo ningún comentario. Nos despedimos, y nos citamos para la noche. Teníamos entradas para ver a Marcel Marceau.
Me sentía inquieto. Me faltaba algo. No me sentía a gusto. No quería ver a Marcel Marceau, quería estar en la Unidad. Sería extraño volver a ella aquella noche, la primera que tenía libre después de terminar mi rotación en ella. Pero…, un momento: Jo lo había hecho. En mi primera guardia en la Unidad, Jo se había pasado toda la noche con la señora Pedley. Yo haría lo mismo. Con el pretexto de estar preocupado por la anciana con taquicardia ventricular, iría a verla, y pasaría la noche en la Unidad. Fui a la Casa, y hasta que las herméticas puertas no se cerraron a mi espalda y oí un etéreo «La vueeelta al muuundo en ochenta díaaas…» y me senté en una silla en el cuarto de Pedley, no recuperé la calma.
Pero aquella calma no iba a durar. Apareció Berry, vestida de tiros largos, y me dijo:
—Roy, ¿qué diablos estás haciendo aquí? Teníamos que estar viendo a Marcel Marceau. Compraste dos entradas, ¿no te acuerdas?
—Ven, toca esto —dije, señalándole mi gastrocnemius.
—¿Y qué pasa con Marcel Marceau?
—Descartado.
—Muy bien, Roy. O esto o yo: elige.
Me oí decir:
—Esto.
—Me lo esperaba —dijo Berry—. Y no lo acepto…, ¡porque estás enfermo!
Hizo ademán de salir al pasillo, y en aquel momento entraron en la Unidad los policías Gilheeny y Quick. Y, detrás de ellos, Chuck y el Enano.
—Muy buenas noches tenga usted; se lo deseo desde las profundidades de mi nervioso estómago —dijo el pelirrojo, cojeando—. No le hemos visto desde que se ha vuelto un fanático de esta extraña Unidad.
—Le hemos echado de menos —dijo Quick—. Finton, con esa pata chula, no puede buscar su compañía con la asiduidad de antes.
—¿Qué diablos están haciendo aquí? —pregunté, suspicaz.
—Su novia nos ha dicho que ha estado portándose como un necio, y que no quiere dejar esta Unidad para ir a cierto espectáculo con ella —dijo Gilheeny.
—No voy a ir —dije—. Ella y yo estamos RHP. Asúmelo, Berry. Hemos terminado.
—Eh, tío —dijo Chuck—. ¿No querrás quedarte aquí con toda esta gente que está en las últimas…? Ya has terminado con esta mierda de Unidad, así que ¡sal de aquí ahora mismo!
—No están en las últimas. Son salvables.
—Roy —dijo el Enano—, estás actuando como un burro.
—Muchas gracias. Sois de esos que sólo sois amigos cuando las cosas marchan bien. Voy a quedarme aquí. Ya ninguno de vosotros puede entenderme. Por favor, dejadme en paz.
—Entrar en un sitio sin permiso es un delito —dijo Gilheeny—, así que tendremos que hacerle salir. Muchachos, procedamos.
Tras un furioso forcejeo —salpicado de maldiciones por mi parte—, Quick, Chuck, el Enano y Berry, dirigidos por Gilheeny, me alzaron en vilo, me sacaron al pasillo, me llevaron escaleras abajo y me metieron en el coche de policía, el cual, una vez conectada la sirena, arrancó como un rayo y sorteó el denso tráfico urbano y nos depositó a Berry y a mí ante la puerta del teatro. Seguí en mi asiento, enfurruñado. Planeaba escaparme en cuanto estuviera solo en el teatro con Berry, pero enseguida vi que había vuelto a subestimar a aquellos polis.
—¿Entran con nosotros? —dije, asombrado.
—Somos admiradores del genuino genio —dijo Gilheeny—, y genuino es el genio de Marcel Marceau, judío de confesión católica francesa en quien se combinan las mejores tradiciones de ambas creencias.
—¿Cómo diablos han conseguido entradas con tan poca antelación?
—Chanchullos nuestros —se limitó a decir Quick.
Una vez encajados Berry y yo entre el voluminoso Gilheeny y el nervudo Quick, comprendí que no había escapatoria, y me resigné a quedarme allí sentado hasta el intermedio. Permanecí vigilante mientras se apagaban las luces y comenzaba el mimo. Al principio estuve indiferente, con la mente en la Unidad, pero a medida que Marceau avanzaba en su espectáculo, y Berry me apretaba la mano y los policías reaccionaban con espontaneidad, como chiquillos, no puede evitar ir interesándome. En el primer sketch, el Vendedor de Globos, Marceau le daba un globo gratis a un niño, el cual, agarrándolo con fuerza con la mano, se elevaba del suelo y se perdía de vista en el aire. Todos rieron a mi alrededor. A mi izquierda oí una carcajada, que se convirtió en un rugido, y por el olor a grasa y a uniforme sudado colegí que partía de Gilheeny. Un corpulento codo se hundió en mis costillas, y el pelirrojo se volvió hacia mí, me dirigió una enorme sonrisa de hipopótamo y lanzó un alarido, inundándome con un efluvio de picadillo de carne con cebolla. Me eché a reír. El siguiente mimo era un número que ya le había visto hacer a Marceau en Inglaterra: en treinta segundos pasaba por los sucesivos estadios de la vida: la juventud, la madurez, la vejez y la muerte. Permanecí en mi butaca en silencio, como el resto de los espectadores. Era emocionante, fascinante ver cómo la vida humana fluía ante nuestros ojos en cuestión de unos segundos. Atronadoras salvas de aplausos resonaron en el teatro. Miré a Quick: tenía los ojos llenos de lágrimas.
De pronto sentí como si me acabaran de conectar una especie de audífono válido para todos los sentidos. Y me envolvió una oleada de sentimiento. Y grité. Y al tiempo que sentía ese estallido de sentimiento sentí que me hundía, que aunque me resistía con uñas y dientes caía en un negro abismo de desesperación. ¿Qué diablos me había sucedido? Algo en mí había muerto. La tristeza anegó mis entrañas, y me afloró luego, ardiente, por las hendiduras de los ojos. Alguien me puso un pañuelo en la mano. Me soné la nariz. Y sentí un abrazo.
El último sketch me dejó sobrecogido: un artesano de las máscaras va poniéndose y quitándose una máscara que ríe y una máscara que llora; las va alternando en una secuencia cada vez más rápida, hasta que finalmente la máscara que ríe se le queda fija en el rostro y no puede quitársela. La humana lucha, el frenético esfuerzo por librarse de una sofocante máscara; el ser humano está atrapado, se retuerce, lleva su obligada máscara.
El teatro prorrumpió en una ovación. Diez bises, doce… ¡BRAVO! ¡BRAVO!, gritamos todos. Luego salimos de la sala junto a un público rejuvenecido. Parpadeé, aturdido. Dentro de mí todo era caos. Mi calma había sido la calma de la muerte. Más que cualquier otra cosa. Tenía ganas de darle una patada a Pinkus en su abultado y rosado soleus. Gracias a Dios por haber tenido a Berry, y a mis samaritanos ortodoxos: los polis. Cuando nos despedíamos de ellos, Gilheeny, emocionado, dijo:
—Buenas noches, amigo Roy. Estábamos muy preocupados pensando que podíamos perderle.
—Lo hemos visto ya en otros internos —dijo Quick—. Si le hubiera sucedido a usted, habría sido una gran pérdida. Dios les bendiga.
Más tarde, Berry me dijo que le alegraba que no hubiéramos terminado, y sentí que sus amorosos brazos me rodeaban como la vez primera. Estaba despertando; empezaba mi deshielo. Primero fue un goteo, luego una riada de sentimiento que me abrumaba, que me daba miedo. Sentí un nudo en la garganta, y me puse a hablar. Hablé y hablé hasta entrada la madrugada de las cosas que había estado callando. El terna —recurrente, reiterativo, incesante—era la muerte. Hablé del horror de los moribundos y del horror de los muertos. Le conté, sintiéndome culpable, que le había inyectado KLC a Saul, el sastre leucémico. Berry no pudo ocultar su turbación. ¿Cómo podía haber hecho algo semejante? Por mucho que mi cabeza me dijera «Sí», es lo mejor, mi corazón gritaba «¡No!». No lo había hecho por él, por la piedad humana del acto, no… Furioso, deseoso de librarme de él y de vengarme de los otros, lo había hecho por mí. ¡Había matado a un ser humano! ¡Cómo habría de atormentarme esta frase! Me pisaría los talones como un agente israelí a un nazi; me buscaría cuando menos lo esperara; me gritaría cuando estuviera en somnolientos patios tropicales, en la nueva vida que habría de forjarme para encontrar la paz; me encontraría, me acusaría, y yo diría:
—Supongo que perdí el control, que me volví loco.
Y ella, la frase, respondería con frialdad, con justeza:
—Esa excusa no vale.
Y seguí hablando: de las familias de los pacientes de la Unidad, que al entrar buscaban mis ojos en demanda de esperanza. Y ¿qué había hecho yo? Había hecho todo lo posible por evitarlos. Me había mantenido alejado del mundo de los humanos. Asqueado, hablé de cómo, ante el sufrimiento, me había mostrado profesionalmente indiferente. Allí donde se habría necesitado compasión más desesperadamente que cualquier medicamento, yo había estado sarcástico. Había esquivado el sentimiento en todo momento y situación, como si los sentimientos fueran pequeñas granadas que pudieran arrancarte de cuajo una uña, un dedo del pie, un trozo de corazón. Con lágrimas en los ojos, le pregunté a Berry:
—¿Dónde he estado, Berry?
—En una regresión. Creí que te había perdido para siempre.
—¿Por qué? ¿Por qué me ha pasado esto?
—Cuanto más le hieren a uno, más necesidad siente de defensas. La muerte de Potts te sacudió de arriba abajo. Te imaginaste tan frágil que no quisiste permitirte el sufrimiento. Como un niño de dos años asustado por la oscuridad, te aferraste a unos rituales (tus máquinas, tu disparatada deificación de pinkus…) para protegerte.
Tenía razón. Desde el suicidio de Potts, todos habíamos actuado un poco como zombis: aturdidos, pasmados, demasiado asustados para llorar. Todos habíamos pasado por una tensión extrema al intentar salvarnos; habíamos luchado como demonios para no volvernos psicóticos como Eddie o para no matarnos de verdad, para no saltar de un edificio real y no estrellarnos contra el suelo de un aparcamiento de ocho plantas más abajo. Sabíamos que podía haber sido cualquiera de nosotros. ¡Llegar a ser médico podía ser letal! Y tales médicos, negada la esperanza y negado el miedo, levantaban defensas ritualizadas en torno a ojos y oídos, a modo de altos cuellos vueltos… Para sobrevivir, tales médicos se habían convertido en máquinas, se habían aislado de los demás humanos, de esposas, hijos, padres…, del calor de la compasión y de la emoción del amor. Caí en la cuenta de que no se trataba sólo de que hubieran estado martirizando a Potts con el Hombre Amarillo. No. Habían hecho caso omiso de su sufrimiento, de sus meses de depresión fatal. Y yo, sintiéndome impotente y no sabiendo qué hacer, también me había comportado como si no existiese.
—Este internado… —dije—, este período de aprendizaje está destruyendo a los internos…
—Sí. Es una enfermedad. Con la tensión que tienes que soportar, a menos que puedas encontrar donde guarecerte o quien cuide de ti, sólo te quedan unas cuantas opciones: matarte, volverte loco, matar a alguien. Potts no tenía nada, no podía sobrevivir… —Berry hizo una pausa, tomó mi cabeza entre sus manos y, más seria de lo que jamás la había visto, dijo—: Roy, eres un superviviente. Ahora vas a lograrlo, y vas a dar testimonio, vas a dar fe de quienes no sobrevivieron.
A todo lo largo y ancho del país, los internos, tratando de sobrevivir, se mataban o se volvían locos. La jerarquía médica se perpetuaba. Los nuevos residentes decían a los internos:
—Nosotros lo logramos. Ahora logradlo vosotros.
Era el lado oscuro y mísero del Sueño Médico Americano. Era Nixon, que en aquellas transcripciones —según él manipuladas—, dejaba atónitos a los ciudadanos con lo de «me importa una mierda lo que pase, quiero que lo paréis todo…». Y era mi propia arrogancia ante las situaciones humanas en las que más podía darse el sentimiento: la enfermedad de un ser querido, el dolor de un ser querido, la muerte de un ser querido… No, nunca más. No volvería a pagar ese precio. Ya había sentido las primeras y tentadoras succiones de esa sanguijuela, de esa enfermedad de los médicos. Y me iba a librar de ella para siempre. Pero ¿cómo?
—Estoy aquí, Roy —dijo Berry—. No me excluyas. Me importas, y también les importas a tus amigos. Compartir vuestra experiencia es lo único capaz de sacaras adelante.
—¡El Gordo! —exclamé. Inquieto, temiendo que el haber discutido con él en la Ciudad de los Gomers y haberlo evitado cuando estaba en la DCI pudiera haber acabado con nuestra amistad, me levanté dispuesto a irme. Tenía que verle inmediatamente para decirle lo que sentía—. Tengo que ver al Gordo —dije, dirigiéndome a la puerta—. ¡Tengo que decirle todo esto antes de que sea demasiado tarde!
—Son las tres de la madrugada, Roy. ¿Qué es lo que quieres decirle?
—Que lo siento… Y que lo aprecio… Y que gracias.
—No va a gustarle oírlo si le despiertas a estas horas…
—Es verdad, maldita sea… —dije, volviendo a sentarme—. Espero que aún esté a tiempo.
—Claro que estás a tiempo. Siempre hay tiempo con gente como el Gordo.
Fue el principio. Reparar aquel deterioro, volver a hacerme humano llevó su tiempo. Y hasta muchos meses después —no, años…—no lograría liberarme de una pesadilla recurrente: atado de pies y manos sobre una gélida plancha de metal, me debatía desesperadamente por zafarme de mis ataduras, y corría y corría y corría, como en una maratón, huyendo de la muerte… Cuando ya empezaba a curarme las heridas, me pregunté qué era lo que me había faltado. Como desde otro tiempo, como otro país —un país semitropical asolado por una guerra civil—, como un hombre que saca con orgullo el pecho frente al pelotón de fusilamiento mientras recuerda un joven y claro verano y una carta de amor con cintas doradas y una orla de palomas, caí en la cuenta de que lo que me había faltado era todo lo que amaba. Cambiaría, sí. Y no volvería a abandonar jamás el país del amor.