Estaba equivocada. Yo no era una máquina. Y tampoco estaba muerto. Estaba vivo. Todo me estaba yendo maravillosamente bien. Mi vida era una vida plena. El CLOC, CLOC de mis zapatillas sobre el carril de bicicletas que bordeaba el río me ayudaba a afianzar en mi interior estos pensamientos de autoafirmación. Sentía la cabeza clara, despejada como el liso interior de una arteria coronaría, como una mujer en bañador, tersa y recién salida de un mar tropical.
Aquella noche realicé mi obra maestra. Una enfermera y yo recibimos la consigna de poner en práctica un procedimiento médico maravillosamente complicado y difícil. Una joven madre con dos hijos llevaba meses recorriendo el duro camino hacia la muerte. Ahora, con una dolencia de hígado en fase terminal, iba a morir al fin de una infección masiva y de un fallo generalizado de corazón, hígado, riñones, cerebro y pulmones. Había sido enviada a la Unidad, y se nos había ordenado que le drenáramos el fluido infectado del vientre y le transfundiéramos fluido sano en el sistema. Pero dado que el fluido suministrado, a causa de su bajo porcentaje de proteína del suero, pronto volvería a invadirle el vientre, la operación, aun cuando resultara un éxito, a la postre carecería de eficacia. Así que ¿qué hacer? Yo hacía tiempo que había renunciado a la idea de que la aplicación de un tratamiento debía estar condicionada a si resultaba beneficiosa o no al paciente. Lo aplicaba, sin más. ¿Por qué había de preocuparme ser el último eslabón del fracaso médico de la Casa?
Le inserté tubos por todas partes y la conecté a los monitores. Y la enfermera y yo nos preparamos para el «lanzamiento»: sería mi «alunizaje», mi obra de arte, mi «granada». Inclinados sobre el vientre anaranjado de la joven madre de dos niños, nos volcamos por entero, en sincronía erótica, y sacamos fluido e inyectamos fluido, y vigilamos los números y manipulamos adecuadamente los diales, y la fantasmal luz de la Unidad nos envolvía mientras tarareábamos la melodía servida por el hilo musical. De cuando en cuando se pasaban por allí médicos y enfermeras, que observaban el proceso con callada admiración. El tiempo se hizo intemporal. El marido, después de «padecer» el tratamiento y de «vivir» la muerte que los brillantes y entusiastas galenos de la Casa le estaban negando a su esposa, nos dijo que quería que paráramos, que no hiciéramos nada más. Aunque sabía que esta final prolongación de la vida era absolutamente inútil, fruto de la impotencia y la culpa colectivas, convencí al marido para que nos dejara continuar un poco más, asegurándole —¿mendazmente?—que su esposa ya no sufriría lo más mínimo. Demasiado enfurecido para gritar, se fue al instante de la Unidad. Lo vi marchar, abrazando a sus dos hijos, un niño y un niña muy pequeños. Los tres tenían una expresión como de incredulidad inquisitiva en la mirada.
Hacia medianoche sonó la alarma de paro cardiaco en el cuarto número 5, donde se estaba muriendo una mujer con un traumatismo irreversible en la médula espinal. Ollie ratificó su muerte expidiendo un electrocardiograma plano. El marido, allí sentado, se consolaba con la ilusión de vida que le brindaba el respirador, que seguía hinchando y deshinchando el tórax del cadáver de quien había sido su esposa. Le pedí que me dejara examinarla. Me miró, y se echó a llorar: Lo ayudé a sobreponerse, y lo llevé a tomar una taza de café. Una enfermera me preguntó qué debía hacer. Me disponía a entrar en el cuarto de la joven madre de dos niños, y le dije que desconectara el respirador de la mujer muerta.
—No desconecto respiradores —respondió la enfermera.
Me quedé desconcertado. ¿Por qué no? Miré a la enfermera sin decir nada, tratando de entender. Volví sobre mis pasos y entré en el cuarto del cadáver. Lo miré: tenía ya el blanco de cera de la muerte; ni rastro de latidos o de circulación sanguínea; cerebralmente muerta, con el cráneo lleno de sangre coagulada; los pulmones seguían bombeados por la máquina. Busqué entre la maraña de cables de detrás de la cama el enchufe del respirador. Me detuve. No había duda, estaba muerta. Cruzó mi mente Saul el sastre leucémico. Era muy fácil. Lo hice. El tiempo volvió a ser intemporal.
La agradable simetría formal de aquella noche continuó al día siguiente, el día de la maratón. Todo me iba extremadamente bien. Me alegré mucho por Pinkus, y decidí salir pronto del trabajo para ir a verle subir la peor de las colinas, la Humbler. En la ronda de aquella mañana las cosas fueron tan suaves como la música ambiental. Un incidente con la joven madre de la hepatitis terminal hizo que por espacio de unos minutos no todo marchara de perlas en la UCI. Hacia mediodía, después de pasar gran parte de la noche empeñados en la difícil tecnología de lo que en la UCI podría ser el correlato de un «paseo lunar», la enfermera —que, apiadada de aquella pobre mujer «salvable», llevaba trabajando dos turnos seguidos—y yo fuimos abordados por el marido, que, con la cara roja de ira, nos dijo:
—¡Creo que son ustedes terriblemente crueles por seguir manteniendo a mi pobre mujer con vida!
La enfermera rompió a llorar. Yo estaba de acuerdo con el marido, y callé. La enfermera y yo seguimos allí de pie, junto a aquella mujer moribunda que apestaba a desinfectante y a infección y a bilirrubina y a amoníaco, hasta que el marido, cumplida su particular y aturdida catarsis, salió del cuarto. Durante unos breves instantes sentí que me hallaba al borde de algún desastre, de algún abismo de pesadilla que se me antojaba familiar. Luego la sensación pasó, y volví a sentirme en calma.
Desde mediodía hasta el final de mi jornada debía trabajar en el Ambulatorio de la planta baja. Con cierta aprensión, dejé la Unidad y me incorporé al mundo irremediablemente incompetente de los demás departamentos de la Casa. Me dirigía hacia mi despacho cuando me topé con Chuck, que se dirigía hacia el suyo. Tenía peor aspecto que de costumbre.
—Bueno, tío —dijo—. Malas noticias. Me han descubierto.
—¿Descubierto? ¿Qué te han descubierto?
—Bueno, ya sabes…, ¿te acuerdas de la increíble suerte que tenía de que esas ancianas nunca aparecieran por mi consulta en el Ambulatorio, por mucho que hubieran pedido cita y demás…?
—Sí, una suerte increíble… —dije.
—Bien, pues la razón de que no aparecieran nunca era que estaban muertas.
—¿Muertas?
—Exacto, muertas. Verás: lo que hacía era ir a la sala de historiales y sacar un montón de fichas y… Bueno, usaba nombres de viejas muertas y hacía como que pedían cita. Y jamás aparecían, claro.
También mi consulta era ridícula. Empleaba una útil técnica anatómica de la Medicina ambulatoria, llamada Espacio Romboidal de los Míseros, que consistía en desabrochar el cuarto botón de la camisa o blusa, a fin de dejar al descubierto un retazo de epidermis romboidal donde poder pegar el estetoscopio. Con una hábil finta de muñeca, hacía que el estetoscopio se desplazara por la piel y presionara aquí y allá en un examen de todos los órganos vitales sin necesidad de que el paciente se desvistiera. Utilizando esa técnica, atendía las triviales quejas de mis pacientes habituales, mientras mi mente evocaba la precisión y elegancia de las técnicas de la Unidad de Cuidados Intensivos, como por ejemplo el modo de insertar una aguja de acero en una arteria radial hasta entonces «intocada». Mis pacientes parecían mirarme con recelo, y muchos de ellos me preguntaban si me sentía bien. Les aseguraba que sí, que maravillosamente bien. Una en particular, la testigo de Jehová aficionada al baloncesto, se mostró insistente:
—Oiga, doctor Basch, no me había mirado con ese estetoscopio desde hacía mucho tiempo. Lo que solíamos hacer era charlar. Sé que a mi corazón le pasa algo, ¿qué es?
Le dije que a su corazón no le pasaba nada, y terminé de examinarla. Y, sacudiendo la cabeza, se marchó.
Aquella tarde fresca de abril me encaminé hacia la colina Humbler mascullando: «¡Toda esa formación académica para acabar recetando sujetadores acolchados y con “bolsillos”! ¿A qué diablos te estás dedicando, Roy? ¿A la lencería femenina?»
Los corredores de la maratón, ataviados de vistosos colores, empezaron a pasar ante mi puesto de observación. Los que iban en cabeza parecían aún en forma y con ganas, pese a llevar ya treinta kilómetros y hallarse a punto de acometer la temible colina Humbler. La constitución de los que iban en cabeza era muy parecida a la de Pinkus: delgados de la cabeza a la cintura, robustos y musculosos de ésta para abajo. Pasaron entre ovaciones y aplausos. ¡Cuán celoso me sentí! Seguí con la mirada aquella mancha móvil de colores, y cuando hubieron pasado unos quinientos corredores vi llegar a Pinkus, con un ritmo decidido y seguro que muy probablemente le permitiría hacer un tiempo de menos de tres horas. Le grité:
—¡A por ellos, Pinkus!
Me miró y, sin saludarme ni sonreír, siguió subiendo trabajosamente por la colina con zancadas pausadas y enérgicas. Parecía en buena forma. Estaba haciendo un tiempo extraordinariamente bueno. Cuando desaparecía ya en la cima de la Humbler leí en la espalda de su camiseta, con cierta melancolía, la leyenda: TIENES QUE ECHARLE CORAZÓN. Mi amigo Pinkus ni siquiera había cambiado de ritmo en el ascenso. ¿La colina Humbler? ¡Ja!
Aquella tarde, horas después, en el gimnasio del instituto donde solíamos hacer deporte, acababa de jugar un poco al baloncesto cuando me topé con una enfermera de la Unidad cuyo nombre siempre se me olvidaba y entonces tampoco pude recordar. Llevaba unas mallas negras muy ceñidas, y estaba haciendo unos ejercicios de pesas. Me sorprendió y me gustó su cuerpo —un cuerpo delicioso—, y el interés que parecía prestarle. Bañados en sudor, charlamos un poco. Le pregunté si quería tomar una copa conmigo. En el bar, vimos en la tele a Nixon, quien, por mucho que Haig afirmara que «ya no vendía en TV», estaba logrando un gran eco en la franja horaria de más audiencia con su alocución desde el Despacho Oval sobre algo relacionado con «las transcripciones manipuladas» de las cintas. ¡La escenografía era impresionante! Sobre una mesita auxiliar que de cuando en cuando enfocaba la cámara había unas carpetas negras de plástico con el sello dorado presidencial. «Pongo toda mi confianza en el sentido de la justicia del pueblo norteamericano…».
Acercando la boca al cuello sudoroso de la enfermera, dije:
—Muy buena idea. Ya era hora de que lo hiciera. Aclarar todo este maldito asunto de una vez por todas.
Para mí, el aroma a vestuario de aquella fibrosa enfermera era aún más tentador que cualquier perfume. Me encantaba.
Después de la copa, antes de irnos a la cama, me acompañó a una tienda de deportes que estaba abierta toda la noche y me compré una caña de pescar y un carrete, los primeros de mi vida.