Para el final de las primeras dos semanas estaba haciendo unos siete kilómetros diarios. Por fortuna, lo que había tomado por una angina de pecho no era, según Pinkus, sino un dolor debido al estiramiento de los ligamentos intercostales al ensanchárseme la caja torácica, algo muy común en los corredores principiantes. Empecé a correr los siete kilómetros que me separaban del trabajo, siguiendo el carril de bicicletas —que llevaba el nombre de un famoso cardiólogo corredor de maratón que había muerto de viejo a una edad harto avanzada—que bordeaba el río, mientras despuntaba el alba sobre el despertar de la ciudad y los CLOC, CLOC me confirmaban tranquilizadoramente los latidos de la vida.
Pero aún no me asemejaba lo bastante a Pinkus. A diferencia de él, aún tenía que llegar a «asumir» la UCI. Una mitad de mí estaba llena del horror de la miseria y la impotencia humanas; la otra se sentía estimulada, reina en un feudo erótico y enfermo, perfectamente competente en el manejo de las máquinas. Estar de guardia cada dos días significaba no tener nunca tiempo para pensar en el mundo exterior a la Casa, y los conflictos de la Unidad se convirtieron en los conflictos más cruciales de mi vida. ¿Las enfermeras? Como en el fondo de Dama con guitarra, de Vermeer —esa negrura vacía que daba realce al fulgor de la vela sobre los diestros dedos—, la enfermedad daba realce al sexo.
A menudo me sorprendía engolfado en las variantes de un mismo tema erótico: entrada la noche, la fantasmal luz artificial de la Unidad es perturbada tan sólo por los fugaces destellos verdes del BLIP, BLIP de los monitores cardiacos; la enfermera me despierta para que vaya a ver a un paciente en coma cuyo cuerpo es «gobernado» por una máquina; hay un parámetro, empero, que indica alguna anomalía; cuando la sigo hacia la cabecera del paciente, advierto que no lleva sostén, y que tampoco lleva pantis; pego el estetoscopio al cuerpo del paciente; necesito escucharle el pecho, y le pido a la enfermera que me ayude; se inclina sobre el enfermo, y los dos le aupamos el torso hasta que queda sentado, con el tubo bailándole de un lado a otro; le escucho los pulmones obstruidos, inflados por el respirador, y mis dedos están sobre aquella piel cerúlea, y trato de luchar contra el hedor de aquella enfermedad crónica; huelo el perfume de la enfermera (un aroma a coco); nuestras cabezas están muy juntas; dejo caer el estetoscopio, pongo la mano libre alrededor de su cuello, la beso; su lengua y mi lengua, juntas, resbalan la una sobre la otra; apoyo el hombro sobre el cuerpo del paciente, y libero mi otra mano; el beso se prolonga, le acaricio un pecho a través de la tela de algodón, que es basta y se restriega contra su piel, y siento cómo el pezón se le pone erecto; nos separamos, y el cuerpo cae hacia atrás, PAM, sobre la cama… Luego, en su descanso, viene a mi litera, se levanta la falda verde del uniforme quirúrgico —no hay tiempo para que se la quite—, y nos ponemos a sacar todo nuestro odio, nuestra soledad, nuestro horror ante el sufrimiento humano, nuestra desesperación ante el mísero final de algunas vidas…, y lo hacemos a través del acto humano que entraña más ternura: el del amor. Sabiendo que ella me odia por ser médico, por olvidar su nombre tres veces en el mismo turno, por ser un judío que juzga —en el mejor de los casos—cómicas las declaraciones de su papa eunuco sobre la «vida humana», por estar al mando de la Unidad, por verse utilizada por hombres como yo, por saber que soy siempre el más listo de la clase, por todos esos odios y por la excitación sexual alimentada por esos odios… Nos atacamos salvajemente, piel contra piel, polla en el coño, con la desesperación de dos viajeros espaciales en un viaje de años luz, con la muerte como destino final y sin posibilidad de vuelta atrás, prisioneros en una nave de cromo y luces y computadoras Y música ambiental… Ella no me hablará de su odio, no me lo mostrará siquiera con gestos; lo que hará será follarme por su odio y dejar las cosas ahí, sin más… Gemimos, hicimos crujir los muelles de la litera, fiados en la seguridad que nos brindaban dos certezas: su DIU y el olvido, a la mañana siguiente, de todas nuestras destrezas amatorias. ¡Oh, Dios, me estaba corriendo…! Terminamos. Y ella, con la cara encendida por el clítoris y no por el corazón, volvió al trabajo.
En sintonía con esta melodía primaveral de sexo y muerte, los ocho días de la Pascua judía cayeron como buitres sobre la Casa de Dios. Pese a las falsas esperanzas del Viernes Santo y del Domingo de Resurrección, con la llegada de la Pascua judía ya no hubo duda del propósito de Dios: la muerte. Pese a la pujanza tecnocrática en pro de la vida, Dios flexionaba sus bíceps y tríceps y puede que hasta sus infini-omniceps, y empezaba a reírse de nosotros enviándonos la muerte. Durante la Pascua judía, los pacientes empezaron a morirse como moscas.
Era sobrecogedor. Tratábamos a un paciente con todos nuestros medios, con todas nuestras fuerzas, y cuando parecía que había logrado superar el trance… BLIP, un paro cardiaco y la muerte… Me hacía cargo de un enfermo en la Sala de Urgencias, le auscultaba con el estetoscopio, y él se agarraba el pecho, se ponía azul… y la muerte. Estaba durmiendo tranquilamente, y de pronto sonaba la alarma de paro cardiaco y corría hacia el lugar —parpadeando, tratando de ocultar la erección nocturna—y llegaba al vivo neón y al hilo musical, y buscaba el cuarto en el que se había declarado el pánico, y, no había duda, Dios había movido su pieza y otro paciente se moría ante nuestros ojos atónitos. Luego, examinando los datos registrados por Ollie descubríamos que pese a nuestros preparativos y precauciones, su ritmo cardiaco se había vuelto anómalo en un momento crítico y… BLIP…, hacía su entrada triunfal la altanera muerte…
Todos estábamos consternados. Las familias de los muertos, que primero habían albergado ciertas esperanzas y luego habían caído en la desesperación, sufrían indeciblemente. Destrozadas, con el corazón desgajado de sus amarras y flotándoles dentro del pecho como ovillas de lana en bolsas vacías, nos abrumaban con sus lágrimas. Jo, la perfeccionista, también se sentía muy afectada. El Cuarto Día de Pascua estaba frenética. Se debatía contra el fantasma de lo que tomaba como un fracaso personal: no haber sido capaz de mantener con vida a sus pacientes. Jo adoptó una suerte de teoría flogística según la cual habría algo contaminado en alguna parte de la Unidad. Cuando llegó Pinkus, lo asaltó con tal idea, e insistió en que la Unidad debía ser desmantelada de arriba abajo para dar con el agente tóxico que estaba diezmando a sus pacientes. Pinkus, flemático, le dijo que podía hacer lo que le viniera en gana, aunque en su opinión no era ésa la causa. Luego me pidió que le palpara las piernas, y lo hice, y dije:
—Increíbles.
—Quedan sólo seis días para la maratón. El acopio de carbohidratos empieza hoy.
—Pinkus —dijo Jo en tono vehemente, y con las ojeras más oscuras que nunca—, quiero dejar clara una cosa: vamos a ganarle la batalla a la muerte.
El penúltimo revés que habría de recibir Jo tuvo lugar a las cuatro de la Quinta Noche. Jo solía pasar en vela la mayor parte de la madrugada, pero el estrés de ser la primera mujer residente que luchaba directamente contra el Ángel de la Muerte la había dejado exhausta, y, una vez las cosas aparentemente bajo control, se había ido a la cama a dormir una hora. Poco después, sin embargo, se armó un terrible revuelo: un hombre llamado Gogarty, un novato en enfermedades coronarías que acababa de padecer su primer infarto, había tenido un paro cardiaco. Se llamó a Jo, quien, con un fanatismo jamás visto antes en la Unidad, dedicó cuatro horas —con todo el arsenal tecnológico funcionando a destajo—a hacer volver a la vida al desdichado. Por desgracia, Gogarty hizo a la postre de cortina de humo, pues en cuanto Jo y las enfermeras abandonaron su cuarto se toparon con la pavorosa visión de la Vieja Dama Zock tendida de bruces y abierta de brazos y piernas sobre el suelo de baldosa de la Unidad. Muerta como un pajarito. Resultó que, al oír aquel revuelo en el cuarto de Gogarty, la Vieja Dama Zock, en un postrero gesto filantrópico, había querido arrimar el hombro en aquel paro cardiaco, y al disponerse a hacerla había seguido fielmente la más conmovedora de las leyes de la Casa (LOS GOMERS SE VAN AL SUELO), con tan mala fortuna que, al caer, se le había desplazado bruscamente el marcapasos que acompasaba su generoso corazón, y había fallecido en el intento. La ironía final, claro está —era la historia misma de la vida de Jo—, estaba en que la insistencia de Jo en que todas la enfermeras acudieran a asistir a Gogarty había hecho que se desatendiera momentáneamente a Zock. Y, cuando se desatendía a un Zock, temblaba la Casa de Dios.
A la mañana siguiente la conmoción fue considerable. Y se planteó así: Zock frente a la Medicina. Y fue la Ciudad de las Recriminaciones. Aunque en el curso de tal enfrentamiento el doctor Leggo se abstuvo de pedir la autorización para la autopsia a los familiares, Jo no renunció a ello, y la pidió, y las cosas se pusieron feas. El doctor Leggo le dijo a Jo: «¡Maldita sea, vuelva inmediatamente dentro!», y todos nos quedamos mirando cómo aquel cortejo de los Zock se dirigía hacia una de las verdes y lujosas salas de reuniones donadas por ellos mismos y utilizadas sólo para «dar coba» a los filántropos de la Casa.
Harto de la «teoría de la contaminación» de Jo, anuncié mi intención de tomar otro rumbo en aquel asunto. Jo me preguntó a qué me refería, y le dije que había que «combatir el fuego con el fuego». Cogí el teléfono y le dije a la telefonista que llamara al Rabino de guardia INMEDIATAMENTE. Sobresaltado por el repentino sonido de su busca, y viendo además que la llamada era URGENTE, no tardó en presentarse ante mí, resoplando, el joven rabino Fuchs. Le hablé de aquel Reinado de la Muerte, y de mi convicción de que en cierto modo se trataba de un Azote de Dios Nuestro Señor, que castigaba nuestra Pascua al habernos tomado por egipcios.
—No le entiendo —dijo el rabino Fuchs.
—¿No cree posible que Dios nos esté castigando con todas estas muertes, y que lo que haya que hacer sea cumplir a rajatabla sus Leyes de la Pascua? ¿Como, por ejemplo, pintar las jambas de las puertas de la UCI, y utilizar una vajilla especial de Pascua, y dejar una copa de vino para el Profeta Elías, etcétera…?
Aquel rabino intelectual de barba negra pareció desconcertado; miró a través de sus gafas de abuelita la consola eternamente fluctuante de Ollie, y dijo:
—La Hagadah, la Historia de la Pascua a la que usted hace referencia, no es algo literal, sino que ha de entenderse a modo de homilía. Sí, eso es: la exégesis de la Hagadah, desde el siglo XI, ha producido comentarios que la mayoría de las veces han adoptado la forma de homilías, aunque también los ha habido de carácter místico.
—¿Ha entendido eso, Pinkus? —pregunté.
—No.
—Yo tampoco. ¿Qué quiere usted decir, rabí?
—Que no lo tome en sentido literal. Sino en un sentido mítico. Dios no actúa ya así. Esas muertes tienen que ver con hechos fisiológicos, no con antojos de la Divinidad. Son cuerpos, no almas, los que están muriendo aquí.
La Casa de Dios solía elegir a su rabino entre una pléyade de estudiantes de Teología brillantes y entusiastas. Me volví a él y le pregunté:
—¿A qué confesión pertenece usted, rabino Fuchs?
—¿Yo? Pues… a la reformista.
—Me lo figuraba —dije, levantando el auricular del teléfono—: Muchas gracias. Voy a llamar a los ortodoxos, a los hasidim.
El rabino ortodoxo que acudió a mi llamada era un anciano patriarca de barba blanca procedente de una semiabandonada sinagoga del gueto negro. Entusiasmado con mi idea, citó escritos cabalísticos sobre «las casas de los enfermos durante el Éxodo», y ratificó la oportunidad de las enseñanzas de la Pascua, como esta de la Mishnah: «Que cada hombre de cada generación se vea a sí mismo como si acabara de huir de Egipto». Por desgracia, este rabino padecía una insuficiencia cardiaca congestiva, y antes de que pudiéramos acometer los cánticos y las «pintadas» nos pidió asesoramiento médico gratuito. Ello nos llevó hasta la hora del almuerzo, momento en que el rabino dijo que debía hacer un alto para el almuerzo. Sacó un pequeño tarro con tapa de rosca, se sentó con las enfermeras y conmigo y se puso a abrirlo, y en cuanto lo hizo supe lo que había dentro.
—Arenque… —les dijo a las enfermeras—. Un arenque.
_—¿No seguía un régimen bajo en sal? —dije.
—Sí, es cierto. Pero puede creerme: mi ración diaria de sal me la voy a tomar en este pequeño arenque.
Luego, Mantenimiento nos trajo por fin la lata de pintura rojo sangre, y mientras el rabino eructaba arenque y se ponía a rezar, a entonar las salmodias y a recitar los preceptivos rezos, yo me puse a pintar aquí y allá. Al cabo le deseé al rabino buena suerte, hice una pequeña donación para su sinagoga y volvía entrar en el «laboratorio espacial» que era la UCI. Aquella noche, mientras escuchaba al Enano alardear de sus ecuménicas fornicaciones con Angel, que muy oportunamente había estado menstruando tanto en Semana Santa como en la Pascua judía, me mantuve alerta para oír el batir de alas del Ángel de la Muerte al pasar de largo por mi Unidad.
Y durante una noche, al menos, funcionó. La mayor amenaza de aquella madrugada era el doctor Binsky, un Médico Privado de edad mediana que había padecido un grave infarto de miocardio. Yo sabía que él sabía que podía morirse, y pese a la simpatía que suscitaba en mí el hecho de que fuéramos colegas, el temor a involucrarme me hizo mantenerme al margen. Aquella noche el doctor Binsky me ofreció un muestrario de todas las arritmias conocidas por el hombre. Por fortuna, y milagrosamente, todas respondieron a mis esfuerzos y el alba pudo ver a Binsky con vida, y viceversa. La «ortodoxia», pues, había funcionado.
A la mañana siguiente, el Día Séptimo, Jo estaba en éxtasis. Al no ver a nadie muerto, estaba radiante y sonreía de oreja a oreja. Me dio un apretón de manos, y dijo: «¡Dios, vamos a ganar! Y si lo que hace falta es pintar de rojo las jambas de las puertas por el bien de nuestros pacientes, ¡pues qué diablos, se pintan las jambas de las puertas!» Fuimos a ver al doctor Binsky, y Pinkus, viejo amigo suyo, le dijo:
—Hola, Morris. ¿Qué tal te sientes hoy?
—Me siento bien, Pinkus. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya, cuarenta horas?
—Más o menos.
—¿Cómo va hoy mi ritmo cardiaco?
—Doctor Binsky —dijo Jo, poniéndole una mano sobre el hombro como lo haría un hermano mayor, y con un leve quiebro en la voz—. Su Ritmo Sinusal ha vuelto a ser Normal. O sea, RSN, por fin.
—Qué alivio —dijo el doctor Binsky—. Qué enorme alivio. Diez segundos después sufrió un paro cardiaco y, a pesar de todos nuestros esfuerzos, media hora después había muerto.
Y entonces Jo estalló. Sentada en la sala de Personal con Pinkus y conmigo, repetía una y otra vez entre sollozos:
—No tenía que morirse; tenía un ritmo normal. Un Ritmo Sinusal Normal…, y ahora está muerto. ¿Cómo es posible? No tiene el menor sentido. Estadísticamente es absurdo. No lo puedo soportar, es completamente absurdo.
—La gente se muere aun en RSN —dijo Pinkus con calma—. Lo cual indica que hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano, ¿no, Roy?
Asentí con la cabeza. Pinkus tenía razón.
—Mira, Jo —dijo Pinkus—. Se nos ha ido con un ritmo sinusal normal, perfecto. Se ha ido con clase. Sí, se ha ido al estilo de la Casa de Dios.
Pensé en la siguiente LEY de la Casa: ES EL PACIENTE EL QUE ESTÁ ENFERMO. Era su corazón, no el mío. Yo no tenía la más mínima responsabilidad en el asunto, y no debía preocuparme. Mi mundo era correr, comer adecuadamente y mantenerme en calma. Dejé a Jo devanándose los sesos, y me puse a atender a los demás pacientes de la Unidad. Luego, aquella misma tarde, dije adiós a todo el mundo, deseé a Jo buena suerte y me marché, y mientras recorría a la carrera los siete kilómetros que me separaban de mi casa pensé en Pinkus y en Dios. Había hecho todo lo que estaba en mi mano, y el doctor Binsky había muerto. Caer en la ansiedad por ello, dejar que el pesar me corroyese por dentro, sólo aumentaría mi estrés y, santo Dios, ahora sabía que debía cuidarme muy mucho de tal factor de riesgo. La personalidad de Tipo A era una auténtica «granada» cardiaca. No la quería para mí, muchas gracias.
Aquella noche, después de cenar en un restaurante, Berry y yo fuimos a casa dando un paseo. Estaba muy sorprendida por mi energía, máxime cuando llevaba una media de tres horas de sueño al día desde que había empezado en la UCI.
—Pinkus dice que, dentro de ciertos límites, la fatiga es mental, no fisiológica. Lo de las guardias cada dos noches no está tan mal. Creo que hasta me gusta.
—¿Te gusta? Creí que odiabas pasar la noche en la Casa.
—Si no es en la Unidad, sí. Pero en la Unidad me gusta. De hecho, casi podría decir que me encanta. Como dicen los cirujanos: «El único inconveniente de estar de guardia una noche sí y otra no es que sólo te llegan la mitad de los pacientes». Así es como me siento. Creo que no me importaría ser cardiólogo.
Berry se detuvo, me cogió por los hombros y me obligó a mirarle. Y, cuando habló, parecía que lo hacía desde muy lejos:
—Roy, ¿qué te pasa? Llevas nueve meses contándome cómo el internado te está destrozando la vida, la creatividad, la humanidad, la pasión… ¿Qué diablos te está pasando en esa UCI, Roy?
—No lo sé. Hay montones de muertes. Jo se ha derrumbado. Ha llorado. Soportamos un alto grado de ansiedad. Del Tipo A. Aun con sus estrógenos, la situación es dura.
—¿Que Jo se ha derrumbado? Y ¿qué me dices de ti? ¿Qué efecto han hecho en ti esas muertes?
—¿Esas muertes? ¿Qué pasa con esas muertes?
—¿Que qué pasa? —dijo Berry, en un tono que le salía de muy dentro, como del fondo de un pozo, y en el que había un timbre sombrío y pesaroso—. Te diré lo que pasa: que cuantas más muertes, menos humano te vuelves.
—No deberías preocuparte, Berry. Como dice Pinkus, «la ansiedad es asesina».
Luego, en la cama, cuando me di la vuelta y le toqué un hombro, pude percibir su tensión. No me permitió seguir, y dijo:
—Roy, estoy preocupada. Fui capaz de entender que te encerraras en ti mismo por el dolor de la muerte de Potts, pero esto es demasiado. Estás aislado. Nunca ves a tus amigos, ya nunca mencionas al Gordo ni a Chuck ni a los policías…
—Sí. Parece que los he dejado atrás.
—Escucha: no amas esa Unidad; no es más que una defensa. No amas a Pinkus, es una defensa. Eres hipomaníaco, te identificas con el agresor, deificas a Pinkus para no desmoronarte. Puede que te funcione en la Casa, pero no va a funcionarte conmigo. Para mí, esta noche, estás muerto. No tienes la menor pizca de vida.
—Mira, Berry, no sé… Me siento sano y lleno de vida —dije. Y, pensando en Hal, la computadora de 2001: una odisea del espacio, añadí—: Las cosas me están yendo maravillosamente bien.
—¿Cuánto más va a durar tu rotación en la UCI?
—Diez días —dije, y le acaricié el pelo, pensando plácidamente en nuestra actividad suprema y primera: el sexo.
Berry se zafó de mí, y le pregunté por qué.
—No puedo hacer el amor contigo cuando existe una distancia entre nosotros.
—¿Quieres decir que no puedes soportar la idea de que haya otra mujer? Porque eso se ha termi…
—¡NO! ¡No puedo soportarte a ti! Empiezo a estar harta de tratar de comprenderte. Tengo que empezar a pensar en mí misma. Voy a concederte el beneficio del tiempo: esperaré a que termines en la UCI, y veremos si puedes salir de la situación en que te encuentras. De lo contrario, esto se ha acabado. Después de todo este tiempo…, habremos roto. Dicho en aquella expresión que utilizaste: RHP, Roy, la Relación estará Hecha Polvo…
Como si las palabras vinieran de muy lejos, me oí decir:
—Mejor la RHP que la ansiedad, Berry. Mejor eso que ser del Tipo A.
—¡Pero… maldita sea, Roy! ¿Qué estás diciendo? —gritó Berry, echándose a llorar—. ¡Eres un gilipollas! ¿Es que no te das cuentas de lo que te está pasando? ¡Contesta!
—En este momento concreto —dije, tratando de mantenerme en calma frente a aquella situación emocionada y estresante—, es todo lo que tengo que decir.
Berry dejó escapar un sonido sibilante, como el de la frenada de un tren a su llegada a una estación, y dijo:
—No eres un gilipollas, Roy. Eres una máquina.
—¿Una máquina?
—Sí, una máquina.
—Bueno, y ¿qué?