19

A la mañana siguiente me desperté con un dolor de garganta más intenso. Conduje hasta la Casa tosiendo continuamente, ajeno a todo salvo a la tensión que sentía en el centro de la espalda. Estaba a punto de correr la misma suerte que el BMS; iba a entrar en un letargo premórbido. Jo acababa de examinar las excreciones de la noche anterior, y antes de empezar la ronda de visitas insistí en que me examinara el pecho con el estetoscopio. Lo hizo, y me dijo que lo tenía despejado. A pesar de ello, seguía tan preocupado que no podía concentrarme, y me LARGUÉ yo mismo a Rayos X para que me sacaran unas placas. Fui con ellas al radiólogo, que las examinó y dijo que eran normales. Me llamaron por el busca a la Unidad, para un paro cardiaco, y subí corriendo.

Era el BMS. Quince personas se apiñaban en su cuarto: un árabe de Oriente Medio le aplicaba la respiración asistida; una enfermera, de rodillas sobre la cama, le «bombeaba» el pecho, y a cada compresión sistólica la falda se le subía hasta la cintura; el Residente Jefe de Cirugía, con los hirsutos vellos del pecho, negros y rizados, asomándole por la V de la bata verde de faena…; y amén de otros, y casi como si no estuvieran presentes, Pinkus y Jo… A Pinkus lo habían llamado durante su carrera matutina, y ahora, en shorts y zapatillas de deporte, miraba distraídamente por la ventana. Jo, imperturbable, con los ojos fijos en la máquina del electrocardiograma, trataba de elegir los medicamentos y lanzaba secas órdenes a las enfermeras. Y, en medio de todo ello, el BMS…, un pelele inmóvil.

Pese a todos los esfuerzos, el BMS seguía agonizando. Como de costumbre en los paros cardiacos —al igual que en ciertas fiestas tediosas—, los presentes, al cabo de una media hora, empezaron a cansarse y a aburrirse, a tirar la toalla y a dejar que el paciente se muriese; el corazón seguiría a la muerte cerebral como el motor de un coche se para tras unas cuantas combustiones internas cuando la ignición ha cesado. Jo, furiosa ante la idea de un fracaso, gritó:

—¡Con este chico estamos empleando a destajo todas los aparatos!

No se daba por vencida. Cuando el corazón del BMS dejó definitivamente de latir, Jo ordenó que le «achicharraran» el pecho, y al ver que cuatro descargas no conseguían reanimarlo, agotados ya todos sus recursos médicos, se quedó quieta. Y aquí fue donde entraron en escena los cirujanos: el Residente Jefe, viendo la ocasión de hacer de aquella carnicería un drama, se enardeció y dijo:

—Eh, ¿quieres que le abra el pecho? ¿Quieres intentar el masaje manual?

Jo siguió callada unos instantes, y luego, en medio del silencio, dijo:

—Pues claro que sí. Este chico entró aquí andando. Vamos a echar el resto. ¡Adelante!

El cirujano dio un tajo en el pecho y lo abrió de axila a axila, y apartó hacia ambos lados las costillas. Agarró el corazón y empezó a masajearlo con la mano. Pinkus salió del cuarto. Yo me quedé en mi sitio, petrificado. Era obvio que el BMS estaba muerto. Lo que ahora hacían Jo y los demás lo hacían por ellos. El cirujano, al sentir la mano al borde de sus fuerzas, me preguntó si quería continuar. Confuso, como en una neblina, dije que sí. Rodeé con la palma la parte oculta de aquel corazón sin vida, y lo apreté con fuerza. Coriáceo, resbaladizo, el nervudo músculo era como una bolsa de cuero llena de sangre estrujada entre mis dedos, envuelta en el vaho de la cavidad torácica y ligada a los conductos de los vasos mayores. ¿Por qué estaba haciendo aquello? Me dolía la mano. Desistí. El corazón era como un fruto azul grisáceo en un árbol de huesos. Sentí un escalofrío. La cara del BMS estaba azul, y empezaba a ponerse blanca. El largo tajo del pecho era de un vivo tono rojo, que mudaba ya hacia el negro de la sangre coagulada. Habíamos destrozado su cuerpo, pese a estar ya muerto. Salía ya del cuarto cuando oí que Jo, en tono vivo y enérgico, gritaba:

—¿Hay aquí algún BMS? Es una oportunidad que raras veces se os presentará mientras estáis aprendiendo; el masaje cardiaco manual. Una gran lección. ¡Vamos!

Asqueado, me fui a la sala de Personal, donde las enfermeras charlaban y comían donuts como si nada hubiera pasado en el cuarto contiguo.

—Me alegra ver que no destroza sus coronarias con esos donuts, Roy —dijo Pinkus—. He intentado explicárselo a estas chicas, pero no me hacen ningún caso. Tienen suerte, claro, de que sus estrógenos las hagan menos propensas a ese tipo de dolencias.

—No tengo hambre —dije—. Creo que he cogido lo que tenía ese BMS. Voy a morir. Acabo de medirme la respiración: treinta y dos respiraciones completas por minuto.

—¿Morir? —dijo Pinkus—. Mmm… Veamos, ¿el BMS tenía algún hobby?.

La enfermera jefe cogió el cuadro clínico del BMS fallecido, buscó en el epígrafe «hobbies», creado por Pinkus, y dijo:

—No. Ninguno.

—Ahí está —dijo Pinkus—. ¿Lo ve? Ningún hobby. No tenía ningún hobby. ¿Comprende? ¿Usted tiene algún hobby, Roy?

Con cierto espanto reparé en que no tenía ninguno, y se lo dije.

—Debería tener, al menos, uno. Verá: lo que mis hobbies hacen es cuidar de mis arterias coronarias: pescar, para la calma; correr, para la forma física. En mis nueve años en esta Unidad, Roy, jamás he visto morir a un corredor de maratón. Ni de infarto, ni de ningún virus, ni de nada. Ninguna muerte, y punto.

—¿De veras?

—Sí. Mire: si no se mantiene en forma, su corazón late así —Pinkus hizo un movimiento con la mano: movió los dedos, despacio, hacia la palma, como si estuviera diciendo adiós a cámara lenta—. Pero si usted sale a correr, el corazón se pone a bombear a un ritmo increíble, y cuando digo bombear quiero decir ¡BOMBEAR! ¡Así! —Pinkus empezó a abrir y cerrar el puño con tanta rapidez y fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y se le marcó la musculatura del antebrazo. Algo espectacular. Tenía que «convertirme». Le agarré la mano con fuerza y le pregunté—: ¿Qué tengo que hacer para empezar?

A Pinkus le agradó oírme, y acto seguido se puso a hablarme del número de zapatillas idóneo. En lugar de virus y aterosclerosis, mi mente se llenó de New Balance 320, del metabolismo muscular anaerobio de la glucosa, de la conveniencia de suscribirme a Runner’s World… Elaboramos un plan inicial capaz de hacerme correr una maratón antes de un año. Pinkus era, sin duda, un ejemplo vivo de Gran Norteamericano.

A excepción de algún ligero y ocasional regodeo erótico, me pasé el resto del día evitando a Jo, huyendo de ella muerto de miedo. Jo quería enseñármelo «todo» sobre «todo», a fin de que, cuando ella se fuera aquella noche y me dejara solo, pudiera hacer frente a cualquier contingencia. Inquieta ante la idea de dejar la Unidad en mis manos, se quedó remoloneando por la UCI, repitiéndome de cuando en cuando que «nunca apagaba su busca», hasta que finalmente se fue a casa. Como de costumbre durante mi período de instrucción médica, me dejaron a cargo de todo sin yo saber nada de nada. Necesitaba a alguien que conociera los entresijos de la Unidad. Corrí hacia la enfermera de noche, y le dejé bien claro que me ponía a sus órdenes. Complacida, hizo uso de mi ofrecimiento y me empezó a enseñar cosas que yo jamás había oído en mis cuatro selectos años en la BMS, llenos de cinética de las enzimas y de dolencias arcanas. Me convertí en todo un técnico, y presté particular atención al modo de disponer los diales del aparato de la respiración asistida.

Momentos antes de la cena de las diez, me llamaron a la Sala de Urgencias para mi primer ingreso: un varón de cuarenta y dos años llamado Bloom que acababa de sufrir un primer infarto de miocardio. Iba a ser ingresado en la UCI porque así lo aconsejaba su edad. Si hubiera tenido sesenta y dos años, por ejemplo, habría tenido que arreglárselas por sí mismo en cualquiera de las salas, ya que sus probabilidades de supervivencia inmediata se habrían visto reducidas a la mitad. Bloom, tendido en la camilla de la Sala de Urgencias, estaba blanco como el papel y respiraba trabajosamente a causa de la ansiedad y el dolor torácico. En sus ojos podía verse el aterrado deseo del moribundo de haber pasado sus últimos días de un modo diferente. Su mujer y él se volvieron hacia mí: yo era su esperanza. Incómodo, me sorprendió verme pensando en Pinkus, y luego preguntando a Bloom si tenía algún hobby.

—No —dijo él, jadeando—. No tengo ningún hobby.

—Bien, después de esto será mejor que vaya pensando en tener uno. Yo estoy empezando a correr, para mantenerme en forma. Y además está la pesca, para la calma.

Los factores de riesgo jugaban en su contra. Acababa de padecer un grave infarto de miocardio, e iba a pasarse cuatro días en el umbral de la muerte. Cortesía de la Unidad. Lo llevé en la camilla hasta la UCI, donde las enfermeras se arremolinaron a su alrededor y le conectaron cuantos cables —sonido, luces, etc…—encontraron a su alcance. La faz de Ollie se iluminó con el anómalo electrocardiograma de Bloom. ¿Qué podía hacer yo por el pobre corazón de aquel hombre? Poca cosa. Estar atento por si se le ocurría pararse.

El Enano y Chuck, sabedores de la tensión que estaría soportando en mi primera noche de guardia en la Unidad, vinieron a charlar un rato conmigo. Aunque se nos hacía cada día más difícil reunirnos con frecuencia, lo sucedido a Eddie y a Potts nos impelía a intentar vernos más veces. Le dije al Enano:

—Siempre he querido preguntarte, Enano, qué es lo que le pasa a Angel con el habla. Me refiero a que empieza a hablar, y se calla, y se pone a mover las manos en el aire… ¿Qué diablos le pasa?

—No me he dado cuenta —dijo el Enano—. A mí me parece que habla normal.

—¿Quieres decir que todavía no habéis hablado de nada?

El Enano se puso a pensarlo, y al cabo esbozó una amplia sonrisa, se dio una fuerte palmada en la rodilla y dijo:

—¡No, señor! ¡Nunca! ¡JA! ¡JA!

—Dios —dijo Chuck—. ¿Qué diablos ha sido del poeta que eras antes?

—Creo que amo a Angie, pero no creo que me case con ella. Veréis: odia a los judíos y odia a los médicos, y dice que silbo demasiado fuerte y que la persigo demasiado cuando no estamos en la cama. Creo que tal vez… Ah, hola, Angie Wangie, estaba diciéndoles a éstos que…

—Enano —dijo Angel—, ¿sabes… —hizo un gesto hacia sí misma—qué? —hizo un gesto hacia el Enano—. Que pienso que hablas —gesto hacia el cosmos—demasiado. Roy, el señor Bloom quiere —gesto hacia la boca—hablar contigo. Necesitamos —gesto hacia el cielo—ayuda.

Chuck y el Enano se fueron, y me dejaron frente a los eventuales «sobresaltos y emociones» de mi primera noche en solitario «en el espacio». Caminando sobre la cuerda floja con Bloom y los demás pacientes de la UCI, paliando como podía sus personales catástrofes, se pasó la noche. A las once llegó el striptease de las enfermeras al cambiarse. Suaves y espléndidos muslos, bragas negras de encaje que se bajaban con el roce descendente de unos vaqueros prietos, fugaces vislumbres de vello púbico, el costado turgente de un pecho brincador, un par de ellos de frente, muy firmes, algún que otro pezón errante… Un turbión de testosterona. ¿Con quién había estado cada una de ellas, cómo había estado cada una de ellas con quien fuera, antes de venir al trabajo, de venir a mí? Cuando logré apaciguarme, me fui a la cama. Me despertó una enfermera a las cuatro de la madrugada: un nuevo ingreso: una paciente de ochenta y nueve años; un infarto leve, sin complicaciones.

—No admitimos a pacientes tan ancianos —dije—. Que la lleven a una de las salas.

—No si el nombre es Zock. No si la paciente es la Vieja Dama Zock.

La Vieja Dama Zock, salvo en lo referente a su dinero —que era mucho—, resultó ser una gomer típica. Me impresionó. Sería terriblemente amable con ella, me daría un poco de su dinero, dejaría la Medicina y me casaría con Muslos de Trueno después de prometerle no silbar nunca jamás ni perseguirla por todas partes. Empujé la camilla de la Vieja Dama Zock —cuyo grito era MOOO-EEEL MOOO-EEEL hasta la Unidad. Si Bloom y Zock se hubieran disputado la última cama de Cuidados Intensivos, ¿quién de los dos la habría conseguido? Huelga la pregunta.

Cuando un Zock era ingresado en la Casa de Dios, el cucurucho entero de los Lamedores se agitaba y bullía como una bailarina del vientre en una sala de los espejos. El doctor Leggo recibió una llamada telefónica, y se apresuró a dar aviso a los sucesivos niveles inferiores del cucurucho hasta llegar a los Lamedores más bajos, y cuando las enfermeras estaban instalando a la Vieja Dama Zock en su cama, Pinkus entró en la Unidad dando saltitos. Lo miré y dije:

—¿Un gran caso, eh?

—¿Tiene un hobby esta dama?

—Sí, claro. Moelar.

—¿Qué es eso? —dijo Pinkus—. Jamás lo he oído.

—Pregúntele a ella.

—Hola, querida. ¿Cuál es su hobby?.

—MOOO-EEEL MOOO-EEEL…

—Qué broma más aguda, Roy —dijo Pinkus.

—Mire, mire esto. Se desabrochó la camisa y me enseñó lo que llevaba debajo: una camisa de correr con un lozano corazón a todo color y de tamaño gigante. Luego se bajó los pantalones y nos mostró unos calzoncillos rosas en los que podía leerse, en letras rojo sangre: TIENES QUE ECHARLE CORAZÓN. PINKUS. LA CASA DE DIOS.

—Y miren, miren esto —dijo, dirigiéndonos un gesto a las enfermeras y a mí para que nos fijáramos en sus pantorrillas—: Pueden palpar aquí.

Tocamos los cordones de acero de su gastrocnemius y su soleus. Pinkus alargó la mano y cogió su bolsa y sacó un par de zapatillas de correr, y dijo:

—Roy, son para usted. Un par que ya no uso. Están ya «domadas», así que puede empezar cuando quiera. Mire, voy a enseñarle los ejercicios de estiramiento. Estaba a punto de salir a correr mis diez kilómetros matutinos.

Pinkus y yo realizamos los estiramientos rituales de los músculos, desde la pelvis a los dedos de los pies. Una vez desentumecidos y calentados los músculos, Pinkus se dispuso a abandonar la Unidad al ver que despuntaba el alba. Pasó ante el cuarto iluminado de Bloom, y preguntó:

—¿Quién hay ahí?

—Un nuevo ingreso. Se llama Bloom. No tiene hobbies. Ninguno.

—Entonces no me extraña. Hasta la vista.

Al día siguiente me sorprendió no sentir cansancio. Sentía excitación. Había estado a cargo de los pacientes más enfermos, más muertos en vida. Vigilando los números, ocasionalmente administrando algún medicamento o haciendo girar algún dial, había conjurado cualquier posible desastre durante toda mi guardia nocturna. Bloom había logrado sobrevivir. Mi mayor emoción, aquella mañana, sería que Pinkus se volviera hacia mí al final de la ronda docente y, para gran disgusto de Jo, me dijera: «Roy, ha hecho un buen trabajo en su primera noche de guardia. No sólo bueno, Roy. Un trabajo excelente. Un trabajo excelente de verdad».

El resto del día me lo pasé «cabalgando» las ondulantes olas de la embriaguez que sentía por mi competencia. Antes de marcharme, fui a la reunión «M y M», es decir, de «Morbilidad y Mortalidad». En tales reuniones se sacaban a relucir los errores para, en teoría, no volver a caer en ellos. En la práctica era una buena ocasión para que los superiores «jodieran» a sus subordinados. Dada la propensión a los errores de ciertos internos, solíamos ver las mismas caras una y otra vez. Aquel día estaban «jodiendo» de nuevo a Howie, que había tratado equivocadamente una enfermedad de su futura especialidad, la Nefrología. Por desgracia, Howie había errado el diagnóstico, y había tratado al paciente de artritis, y éste finalmente había muerto de un fallo renal. Entré en el momento en que Howie estaba dando cuenta de la muerte de su paciente.

—¿Ha conseguido usted la autopsia?

—Por supuesto —dijo Howie—. Pero me equivoqué…, porque el paciente aún no había muerto.

Tapándose los ojos con la mano, el doctor Leggo dijo:

—Oh, Dios… Bien, ¿qué pasó luego?

—Llamé al residente —dijo Howie, mientras los presentes reían.

—¿Y? —dijo el Jefe Médico.

—El paciente, al fin, se murió de veras, y conseguimos el permiso para la autopsia. Las palabras que el hombre pronunció antes de morirse fueron algo así como «la enfermera es una incompetente» o «la enfermera es una incontinente»…

—¿Y eso qué importa? —preguntó el doctor Leggo en tono desabrido.

—Bueno…, no sé —dijo Howie.

¿Y Molly amaba a ese merluza? Me quedé dormido, y desperté cuando el doctor Leggo, hablando del mismo caso, decía:

—La mayoría de la gente que tiene glomerulonefritis y escupe sangre tiene glomerulonefritis y escupe sangre.

Creí que estaba soñando, pero, despertando de nuevo, oí la nueva «perla» del doctor Leggo:

—Hay cierta tendencia a la curación en esta fatal enfermedad.

Cuán pedestre… Ellos dando vueltas y más vueltas a las enfermedades renales, y yo ejerciendo una Medicina «de alto voltaje» en la UCI, con regulación precisa de cada parámetro corporal conocido. Dejé la reunión «M y M», firmé la salida de mi guardia y me fui a casa. En el trayecto, mientras conducía, me sorprendí silbando, feliz, y pensando en la musculatura de la pierna. Llegaría a ser como Pinkus. La sensación de muerte que había experimentado en la Ciudad de los Gomers estaba siendo reemplazada por la excitación de la UCI. Al igual que la Sala de Urgencias, no era un lugar en el que los gomers pudieran eternizarse y «sobrevivirme». No, señor. De la Unidad de Cuidados Intensivos, a menos que fueran ricos o jóvenes, eran LARGADOS a otra parte. Era emocionante controlar toda la complejidad de la enfermedad, estar al mando de todo, tener poder, llevar las riendas, pertenecer a la élite de la profesión… Era el rey. Qué maravilla.

Estaba impaciente por ponerme los shorts y las zapatillas usadas de Pinkus. El uso las había hecho sumamente cómodas. Cansado como estaba, hice los ejercicios de estiramiento de Pinkus, y salí al trote a la calle, y con el sol casi enfrente de los ojos, con el relajante CLOC, CLOC de las gruesas suelas contra el asfalto, al cabo de unos kilómetros me vi transportado a la tierra de la dilatación de las arterias coronarias, de la sangre roja y rica en oxígeno. Yo era un niño que, libre tras la cena flotaba con alas de Ícaro en la primera brisa cálida de un atardecer —en Horario Economizador de Energía—de primavera.

Volví con dolor de pecho, con miedo de estar padeciendo una angina pectoris y de haber empezado a hacer ejercicio muy tarde en la vida. Moriría de un infarto mientras corría por las calles. Pinkus miraría mi cuerpo y diría con cierta tristeza:

—Qué pena. Demasiado tarde.

Berry me estaba esperando en casa. Dada mi habitual vida sedentaria, no podía dar crédito a lo que veía.

Le cogí las manos y me las llevé hasta el gastrocnemius, y dije:

—Toca, toca aquí.

—¿Y?

—Esto es ANTES. Quiero que te hagas una clara imagen mental de esto, para cuando me lo palpes DESPUÉS.