18

Estaba preparado para ser sustituido por las máquinas. En la mañana del Día de los Inocentes me encontré ante las dobles puertas cerradas a cal y canto de la UCI, la Unidad de Cuidados Intensivos, que el Gordo había llamado «ese mausoleo del fondo del pasillo». Como el morador de un barrio residencial que, en patológico «estado de fuga», saliera de su casa en dirección a Wall Street y apareciera tres días después, con la mente en blanco, en Detroit, yo no tenía ni pasado ni futuro, estaba allí, sin más. Tenía miedo. Porque durante el mes que me esperaba tendría que hacerme cargo de los cuidados intensivos de unos seres precariamente asidos al borde de ese trineo que se desliza hacia la muerte. Estaría de guardia cada dos noches, en turnos alternos con el residente. Llamó mi atención una placa de bronce que había en la pared: GRACIAS A LA MUNIFICENCIA DE G L ZOCK y SU ESPOSA, 1957. ¿Zock el del Ala de Zock? ¿Cuándo conocería yo a algún Zock? Con el desapasionamiento de un astronauta, empujé las puertas dobles, pasé a través de ellas y quedé «recluido» herméticamente en el interior de la Unidad.

Era un lugar en extremo silencioso, en extremo limpio, en extremo liberado de las prisas. El hilo musical avivaba la fresca atmósfera reinante con la delicadeza con que un chef francés revolvería unos huevos para un huésped madrugador. Me paseé por la en apariencia desierta sala de ocho camas en busca de los «cuidados intensivos». Los pacientes estaban en sus camas, quietos y en silencio, en paz, a gusto con lo que les rodeaba en aquel mar en calma, peces felices que flotaban y flotaban… Me sorprendí tarareando alegremente la melodía de la música ambiental: «Una noche encantada…», y callé al verme ante una consola de ordenador que me llenó de una mezcla del reverencial respeto de mis recuerdos infantiles de Cabo Cañaveral y los miedos adolescentes que despertó en mí 2001: una odisea del espacio. Vi el parpadeo de las brillantes luces, el fluctuar del osciloscopio con lo que parecían las líneas de los latidos de un corazón. De pronto oí un desagradable zumbido que venía de la consola, y vi que una de las líneas de latidos quedaba inmóvil en el espacio y en el tiempo, y, como una cinta de teletipo, empezó a salir el papel rosado y cuadriculado de azul de un electrocardiograma. Entonces, de un cuarto contiguo, salió una enfermera. Miró el electrocardiograma, miró la pantalla del osciloscopio, no miró en ningún momento al paciente y, con una mezcla de resquemor y zalamería, le dijo a la consola del ordenador:

—Mierda, Ollie, despierta y pórtate bien, ¿quieres? Por el amor de Dios…

Y, como si la estuviera castigando, presionó con fuerza unas cuantas teclas, lo que hizo que la máquina se pusiera a zumbar de nuevo, y casi en sincronía con la fresca melodía que sonaba en el hilo musical en aquel momento, una samba: «Cuando comienzan…, ese comienzz-zooo…».

Aliviado al ver un ser de sangre caliente en aquella especie de laboratorio de reptiles, me volví hacia ella y le dije:

—Hola, soy Roy Basch.

—¿El nuevo interno? —preguntó ella, recelosa.

—Exacto. ¿Qué es esta cosa?

—¿Cosa? No le llame cosa. Es Ollie, el ordenador. Ollie, di le hola a Roy Basch. Es el nuevo interno.

Ollie, tras acusar unos cuantos empellones en sus partes vitales, escupió una hoja rosada con cuadrícula azul en la que podía leerse: HOLA, ROY, BIENVENIDO, SOY OLLIE. Le pregunté a la enfermera dónde podía poner mis cosas, y ella me dijo que la siguiera. Llevaba una bata cruzada de algodón verde de las utilizadas en los quirófanos, abierta por la espalda desde la nuca hasta la lumbar-4, esa zona donde la columna vertebral empieza a describir una deliciosa curva de contrappunto para lo que en tiempos remotos fue una cola y hoy es el comienzzzooo de esa turgente inserción superior del gluteus maximus: el culo. Mientras caminaba, su espina dorsal describía imaginarias curvas en el espacio de la Unidad de Cuidados Intensivos. Qué apropiado, pensé, que aquellos músculos jóvenes y firmes de las nalgas, envueltos en la música ambiental, danzaran juntos en tal perfección de sincronía neurofisiológica.

… No hay nada tan magnífico como el cuerpo humano, y a estas alturas ya debes de ser un experto en él…

La pequeña sala del personal estaba llena de enfermeras, donuts y chismorreos. Mi llegada pinchó la burbuja de la cháchara, y de ella salió silencio. Entonces Angel, la Angel del Enano, se levantó, vino hasta mí, me dio un abrazo y dijo:

—Quiero —hizo un gesto hacia mí—presentaros a Roy Basch, el nuevo interno. Les he hablado —hizo un gesto hacia las enfermeras—de —hizo un gesto hacia mí—ti. Nos alegra —gesto hacia el cielo—que estés —gesto hacia la tierra—aquí. ¿Quieres algún —gesto hacia los donuts—donut?

Elegí uno relleno de crema. Olvidé el trabajo y me integré en el amigable grupo, contento de encontrarme en aquel ambiente tan relajado. Dejé que mi mente «desconectara».

El cotilleo versaba sobre la residente a cargo de la Unidad: Jo. En las semanas que llevaba allí, Jo había asombrado, asustado y, en última instancia, hostigado a las enfermeras, siguiendo la arcaica pauta tan habitual aún en las médicas que trabajan con enfermeras. Aunque Jo acostumbraba a convocar sus reuniones previas a las visitas antes de la hora oficial de entrada, hoy no se la veía por ninguna parte.

—Se pasó la noche pasada, o sea, su noche libre, aquí… —dijo una de las enfermeras—. Se quedó toda la noche con la señora Pedley, preguntándose por qué la buena mujer aún sigue con vida. Pero lo único que le pasa realmente a la señora Pedley es el tratamiento que le está aplicando ella. Hoy debe de haberse dormido. ¡No tendrá mal genio ni nada…!

Jo entró echando chispas. Me dirigió una mirada llena de recelo, acordándose de la debacle que habíamos armado Chuck y el Enano y yo en la planta de arriba, pero sacó la mandíbula y alargó la mano y dijo:

—Hola, Roy. Bienvenido a bordo. No te preocupes por lo que pasó allá arriba; esto te va a gustar. Es una Medicina con garra. Una tarea de gran responsabilidad, la de más responsabilidad de la Casa. Empecemos de cero. Nada de reproches, nada de rencores, ¿de acuerdo?

—Nada de rencores, Jo —dije.

—Muy bien. Mi especialidad es Cardiología. Voy a hacer mi beca en el NIH de Bethesda, en julio, así que pégate a mí y aprenderás un montón de cosas. En la Unidad tenemos un control absoluto de todos los parámetros cardiacos. Es un trabajo con mucha tensión, pero si trabajamos duro salvamos vidas, y además nos lo pasamos bien. Vamos.

En el momento en que Jo, la enfermera jefe y yo empujábamos el carrito de los cuadros clínicos en dirección al primer cuarto, vimos que entraba en él dando saltitos Pinkus, el especialista de la Unidad, listo para dar comienzo a sus visitas. Pinkus, cardiólogo de la Casa, era un tipo alto, de aire demacrado, que frisaba ya la cuarentena. LARGADO de la Universidad de Arizona a la BMS y luego a la Casa de Dios, Pinkus era toda una leyenda, y un tipo harto fanático en su vida profesional y personal. Se decía que raras veces abandonaba la Casa. Yo mismo le había visto, noche tras noche, vagando por los pasillos con el pretexto de seguir la evolución de los pacientes cardiacos. Fuera la hora que fuera, siempre lo había visto paciente, servicial, cortés, siempre dispuesto a escribir un artículo, a poner un marcapasos, a charlar. Tal era su apego a quedarse en la Casa que circulaba una hablilla sobre su vida privada: casado, con tres hijas, se rumoreaba que la única forma que su mujer e hijas tenían de enterarse de si había estado o no en casa era comprobar si la tapa hueca de la taza estaba levantada.

La otra cara del fanatismo de Pinkus era su obsesión por los factores de riesgo cardiaco. El tabaco, el café, la obesidad, la tensión arterial alta, las grasas saturadas, el colesterol y la falta de ejercicio eran, para él, sinónimos de muerte. Con un pasado —se decía—de persona sedentaria, ansiosa, con exceso de peso, dada a los donuts y el café, Pinkus había conseguido, a través del esfuerzo, llegar casi a la escualidez. Tenía fobia al colesterol y se mantenía en una extraordinaria forma física, hasta el punto de que en los dos últimos años había logrado una marca cercana a las tres horas en la maratón de abril. De una forma u otra, Pinkus se las había ingeniado para reducir en su persona la variable final de los factores de riesgo: el tipo de personalidad. En un giro copernicano, había mudado del Tipo A (ansioso) al Tipo B (tranquilo).

Pinkus y Jo, tras una breve descalificación del «engorro» que suponía realizar diversas rondas docentes, habían decidido que a partir de aquel mismo día «las rondas» pasaban a ser «una ronda» unificada. Pese a la existencia de problemas más apremiantes, tanto Pinkus como Jo se interesaban sobremanera por la mujer con quien Jo había pasado la noche, la señora Pedley. Pedley, una agradable dama de setenta y cinco años, había sido LARGADA a la Casa por Putzel, y a su ingreso se le habían practicado los habituales tests intestinales dada su queja de eructar y soltar ventosidades después de comer comida china. Los tests intestinales no le habían descubierto ninguna anomalía, pero, infelizmente, cierto médico entusiasta, al examinar su electrocardiograma, había detectado que Pedley padecía una taquicardia ventricular, o, en palabras de los libros de texto, una «arritmia letal». Confinada, pues, por algún interno nervioso en la Unidad de Cuidados Intensivos, había caído en las garras de Jo, quien tras echar una ojeada al electrocardiograma había decidido que Pedley se estaba muriendo, y le había conectado los electrodos del cardioversor, y le había quemado sin anestesia alguna la piel del pecho. El corazón de Pedley, ofendido al verse forzado a latir a un ritmo sinusal normal, y tras adoptarlo apenas unos minutos, había vuelto a la cadencia de su propio «tambor» interno: la taquicardia ventricular. Frenética, Jo le había vuelto a chamuscar el pecho otras cuatro veces, hasta que Pinkus entró en escena y detuvo la «barbacoa». Pedley llevaba, pues, una semana disfrutando de su propio ritmo taquicárdico. Si se exceptuaban las enconadas quemaduras del pecho, Pedley estaba bien, es decir, era una LOL sin NAD. Pinkus y Jo, olfateando un artículo publicable, habían acudido luego al arsenal de especialista de Pinkus: los fármacos cardiacos. Habían administrado a Pedley toda droga cardiaca conocida, y en vano, y cuando yo llegué a la Unidad, Pinkus estaba ensayando en ella fármacos que sólo él osaría utilizar, y que iban desde medicamentos para dolencias no cardiacas tales como el lupus eritematoso sistémico (un trastorno autoinmune) a remedios para el tínea pedís (pie de atleta). Pedley, prisionera en la Unidad y víctima de los efectos secundarios de estos medicamentos, quería irse a casa. Pinkus y Jo, día tras día, obligaban a Pedley a pasar por alguna nueva prueba. Aquel día se trataba del Norplace, un derivado de la grasa utilizada para pegar los cables del monitor del electrocardiograma de Ollie al tórax de los pacientes.

—Hola, querida, ¿cómo está nuestra chica hoy? —preguntó Pinkus.

—Quiero irme a casa. Me siento estupendamente, joven. Déjeme irme a casa.

—¿No tiene ningún hobby, querida? —preguntó Pinkus.

—Todos los días me pregunta lo mismo, y todos los días le respondo lo mismo: mi hobby es mi vida fuera de aquí. Si hubiera sabido que lo de la comida china me llevaría a esto, jamás habría llamado a Putzel. Espere a que le ponga las manos encima… No viene a visitarme, no. Me tiene miedo.

—Mis hobbíes son correr y pescar —dijo Pinkus—. Correr para mantenerme en forma y pescar porque me calma. He oído que anoche tuvo usted preocupada a Jo.

—Ella es la preocupada, no yo. Deje que me vaya a casa.

—Hay un nuevo medicamento que quiero que intentemos hoy, querida —dijo Pinkus.

—¡No más medicamentos! El último me ha hecho pensar que era una chiquilla de catorce años y que estaba en Billings, Montana. ¡Vine aquí toda confiada, y me hacen hacer viajes a Montana! ¡No más medicamentos para la señora Pedley!

—Éste va a funcionar.

—¡No tengo nada malo que me tenga que arreglar!

—Por favor, señora Pedley, hágalo por nosotros… —le rogó Jo con toda franqueza.

—Sólo si me dan sopa de pescado en el almuerzo.

—Hecho —dijo Jo.

Y nos fuimos.

En el pasillo, Pinkus se volvió a mí y me dijo:

—Es importante tener un hobby, ¿cuál es el suyo, Roy?

Antes de que tuviera oportunidad de responder, Jo fustigó de nuevo a la caravana para que continuara viaje. De los cinco pacientes que nos quedaban, ninguno podía hablar. Todos vivían la agonía de alguna horrible, larga, incurable enfermedad que muy probablemente acabaría con su vida, y que afectaba a algún órgano vital como corazón, pulmón, hígado, riñón, cerebro… El caso más patético era el de un hombre cuya pesadilla había comenzado con un grano en la rodilla. Sin ordenar un cultivo, su Médico Privado, Donowitz el Soplapollas, le había recetado un antibiótico equivocado, el cual había aniquilado las bacterias que estaban deteniendo la propagación del resistente estafilococo que invadía su rodilla, permitiendo que éste se extendiera y produjera una sepsis generalizada que había hecho de aquel próspero broker de cuarenta y cinco años un esqueleto epiléptico, debilitado y mudo, tras perder el habla al pudrírsele el orificio abierto en el cartílago de la tráquea después de meses de vivir conectado a un respirador. En las rondas me miraba, mudo y aterrorizado, suplicándome que lo salváramos. Su sola esperanza era ya la de soñar, su solo consuelo era ya el de esperar que su voz soñada, su vida plena soñada lo confortara hasta el diario despertar a aquella pesadilla, a aquella vida totalmente destrozada. Se trataba, a todas luces, de una negligencia de Donowitz. Pero nadie le había dicho a aquel hombre cuyo calvario había empezado con un grano en la rodilla que podía demandar a Donowitz para exigirle una compensación de millones de dólares. En el umbral de su puerta, Jo me contó su caso en una jerga concisa y desapasionada muy similar a la de Ollie. Vi que los ojos de aquel hombre se aferraban a mí, el recién llegado, alguien que podría acaso obrar el milagro, y me pedían que le devolviera la voz, el partido de squash de los sábados por la tarde, los breves trotes con sus hijos sobre los lomos. La pena me abrumó. El destino, con la pequeña ayuda de un médico incompetente y perezoso, había hecho que la vida de un hombre diera un brusco y permanente giro hacia el abismo. Aparté la vista de él. No quería volver a mirar jamás en aquellos ojos mudos.

Pero no era sólo él. Otras cuatro veces habría de sacudirme el horror de una vida destrozada. Uno tras otro, aquellos seres inmovilizados por completo, con pulmones asistidos por respiradores mecánicos, corazones regidos por marcapasos, riñones suplantados por máquinas, cerebros apenas levemente «gobernados» (si es que es posible algún «gobierno» en este caso)… Era horrible. El olor era el que la muerte deja: un olor mórbidamente agrio, un olor febril, un olor que se iba perdiendo en dirección a un lejano horizonte que yo apenas podía vislumbrar. Me negaba a participar en todo aquello. No tocaría a ninguno de aquellos seres pútridos… Todo era demasiado triste.

Pero no para Jo. En cada cuarto barajaba sus fichas de ocho por doce centímetros y recitaba los números; luego la enfermera incorporaba en la cama al paciente para que ella pudiera escucharle el pecho a través del estetoscopio. Pinkus miraba distraídamente por la ventana, sin preguntar ni decir nada acerca de los hobbies, y yo me sentía muerto por dentro. Jo me preguntaba si quería escucharles el pecho, y yo, de manera refleja, me avenía a hacerla. El último que escuché fue el de un estudiante BMS de segundo año que, contagiado por un chiquillo durante las prácticas, había cogido un resfriado que había degenerado en una tos, y luego en una gripe, y luego en algo —algo más allá del reino de lo conocido o lo tratable—que le había afectado los pulmones, el corazón, el hígado, los riñones, y lo había dejado postrado y «gobernado» por un respirador, un marcapasos y una máquina de diálisis. Pese a ello, pese a los «cuidados intensivos» aplicados a destajo a sus órganos vitales, se estaba muriendo. La barba incipiente, en sus mejillas, era rubia. Jo hizo que la enfermera lo incorporara, le pegó el estetoscopio al pecho y me dirigió una seña para que escuchara yo también. Yo le dije que «pasaba».

—¿Qué? —dijo lo, sorprendida—. ¿Por qué?

—Tengo miedo de coger lo que ha cogido él-dije, marchándome.

—¿Cómo? Eres médico, tienes que hacerla. Vuelve aquí.

—Jo, deja de perseguirme, ¿vale?

Más tarde, Pinkus y yo bajamos a almorzar y dejamos a lo al cuidado de la Unidad. Pinkus se traía su propia comida, a fin de controlar su dieta adecuadamente cuando estaba en la Casa. Mientras picoteaba delicadamente su requesón, su alfalfa y su fruta fresca, me preguntó primero por mis hobbies —me dijo que los suyos eran «correr para mantenerse en forma» y pescar «porque le daba calma»—, y luego sobre mi actitud en relación con los factores de riesgo cardiaco. En el curso de aquel almuerzo aprendí más sobre cómo estaba destrozando mi vida, estrechando mis arterias coronarias, siendo presa de la aterosclerosis endémica que azotaba Norteamérica, que lo que había aprendido en cuatro años en la BMS. Pinkus sugirió que, dado mi claro historial familiar, yo tenía la obligación de ejercer el máximo control posible sobre mi destino cardiaco: no comer ni tomar lo que me apetecía (donuts, helados, café…), no fumar lo que me venía en gana (cigarrillos, cigarros puros), no hacer lo que me gustaba (haraganear todo lo que podía) ni sentirme como me sentía (ansioso)…

—¿El café también? —pregunté, no demasiado consciente de tal «factor de riesgo».

—Es un irritante cardiaco. Viene en el Green Journal. Un estudio realizado aquí en la BMS por el interno Howard Greenspoon.

Por último, tras una extensa charla sobre el tema de «correr», y de informarme de que actualmente corría cien kilómetros a la semana en su preparación de la maratón que habría de celebrarse dentro de tres semanas, Pinkus me invitó a su despacho para que le palpara las piernas. Hicimos, pues, un alto en él, y siguiendo sus instrucciones examiné sus piernas. De cintura para arriba era un tipo absolutamente escuálido; de cintura para abajo, mister Perfección. Sus cuádriceps, sus ligamentos de las corvas, sus pantorrillas…, todo lustroso y tenso, y unido a tendones de acero.

Volvimos a la Unidad de Cuidados Intensivos, donde, repelido por la enfermedad y atónito ante las máquinas, sentí la urgente necesidad de huir. Jo me acorraló, insistió en que aprendiera cómo se clavaba una gran aguja en la arteria radial de la muñeca —operación brutal, peligrosa y, a la postre, poco efectiva—. Al cabo, huí tan lejos como me fue posible: hasta la sala de Personal, donde argüí que debía examinar los cuadros clínicos de los pacientes. Cogí el del BMS del cuerpo aniquilado por algún mal de etiología desconocida, y me puse a leerlo. Todo había empezado por un dolor de garganta, una tos, un resfriado, una ligera fiebre… Yo tenía dolor de garganta, tos, resfriado, una ligera fiebre… Mi garganta roja era un campo arado, listo para recibir la semilla viral de aquel BMS. Iba a contagiarme de su dolencia. Iba a morir. Miré a mi alrededor y caí en la cuenta de que era el cambio de turno de las enfermeras. Llegaban con ropa de calle y se cambiaban en un cubículo contiguo a la sala de Personal, donde había taquillas. Como hacia las tres había cierta aglomeración por el cambio de turno y el cubículo estaba atestado, algunas enfermeras, despreocupadamente, se quedaban en la sala y se quitaban las blusas y las faldas o los vaqueros, dejando que la luz de sus sostenes y bragas y demás ropa interior bañara todo el recinto, y luego se arropaban con las batas de algodón verde de la Unidad. Incluso las que no llevaban sujetador solían quedarse fuera del cubículo y cambiarse ante mi vista, sonriendo al verme boquiabierto, y me emocionaba esa especie de sensación de comodidad con el propio cuerpo que de algún modo experimentaban tanto médicos como enfermeras, habituados a encarar, día tras día, la decadencia de otros cuerpos humanos.

Me fui. Mientras conducía bajo la fría lluvia de abril mi mente seguía en la Unidad de Cuidados Intensivos. ¿Qué había de tan diferente en ella para que me absorbiera de tal forma?

Quintaesencia. Era eso. La Unidad de Cuidados Intensivos era la quintaesencia. En ella, una vez despejado lo accesorio, se hallaba la representación más fiel, en términos vivientes, de la muerte. Era lo que se esperaba de ella; era el sentido de la placa de bronce en honor a Zock que había visto en la pared. Y en ella, asimismo, se hallaba la representación más fiel, en términos vivientes, del sexo. No podía dejar de percibirlo. Aunque no pretendía entenderlo. Las enfermeras, en medio de todos aquellos moribundos, constituían todo un alarde de vida.

Berry me preguntó cómo me había ido, y le dije que había sido diferente, muy intenso; que era como formar parte de un viaje espacial tripulado, pero que al mismo tiempo era como estar en un huerto en el que los frutos fueran seres humanos. Me sentía deprimido porque algunos eran jóvenes y estaban fatalmente condenados, pero no importaba gran cosa porque yo también iba a morir víctima del desconocido virus que había invadido el cuerpo menudo del BMS. Berry sugirió que el miedo a morir que yo sentía era otra «enfermedad de los estudiantes de medicina», y que le preocupaba más mi corazón. Pensando en Pinkus, dije:

—Ah, ya… y ¿cómo sabes que voy a tratar de controlar más mis factores de riesgo cardiaco?

—No, no me refiero a la «mecánica» de tu corazón. Me refiero a los sentimientos. Han pasado varias semanas desde el suicidio de Potts, y no has dicho ni media palabra al respecto. Es como si no hubiera sucedido.

—Sucedió. ¿Y qué?

—Que era un buen amigo tuyo y que está muerto.

—No puedo ponerme a pensar en ello. Tengo un nuevo trabajo que hacer. Estoy en la Unidad de Cuidados Intensivos.

—Asombroso. A pesar de todas las cosas que pasan, no hay pasado.

—¿Qué quieres decir?

—Tú y los demás internos «borráis» los días, cada uno de ellos, para poder empezar el siguiente. Mañana olvida el día de hoy. La negación total. La represión instantánea.

—Qué tremendo… ¿Y qué?

—Que así nada cambia jamás. Que la historia y la experiencia personales no significan nada. No hay desarrollo. Es increíble: a todo lo largo y ancho del país los internos están viviendo esto: pasar al día siguiente como si no hubiera sucedido nada el día anterior. «Olvídalo todo; todo perdonado; vuelve a casa; con amor, la Jerarquía Médica». Y la cosa sigue y sigue, con mucha más entidad que el suicidio de cualquiera. Fantástico.

—No veo qué hay de malo en ello.

—Ya sé que no lo ves. Eso es lo malo. No son las maravillas médicas que aprendes, es la capacidad de despertarte al día siguiente como si nada hubiera pasado el día anterior, aunque lo que haya pasado sea que un compañero tuyo se haya suicidado.

—Hay montones de cosas nuevas que aprender en la Unidad. No puedo permitirme pensar en Potts.

—Basta ya, Roy. No eres ningún cretino, Roy, eres una persona.

—Mira, ya no soy el intelectual brillante y entusiasta que antes era. No soy más que un tipo que trata de aprender un oficio para ganarse la vida, ¿vale?

—Maravilloso. Ninguna nube te estorba el horizonte.

—¿Cómo puedes pedirme que piense… si mañana mismo voy a morirme?