17

Aquel marzo del Watergate fue un mes de «rabiosos» acontecimientos, y muchos ciudadanos de la Gran Nación Norteamericana aprovecharon la oportunidad para explotar ellos mismos. Jane Doe, hinchada y sacada a flote por la inyección del antibiótico de la Agencia de los Veteranos, empezó con un pequeño y sibilante pedo controlado por el cronómetro alerta del Gordo; luego, mientras el resto de nosotros la estábamos observando, la emprendió contra todo el mundo con un gran estrépito de pedos orquestados, y luego de pedos líquidos, y finalmente con un estallido de intestinos seguido del chorro de algo muy parecido a una deposición eterna. Richard Nixon, henchido por el poder y la duda, empezó con un pequeño bramido cuando el juez Sirica lo consideró cómplice «no juzgado» de los Chicos del Watergate, y luego montó en cólera en la cornucopia «pedorrera» de un programa de televisión de difusión nacional, convenciendo a casi todos los ciudadanos de la Gran Nación Norteamericana, con su reacción desproporcionadamente exagerada y sus invectivas paranoicas contra otros Grandes Norteamericanos, de que era tan culpable como mucha gente se había imaginado. Todos sentimos un gran alivio al pensar que, por mucho que nos sucediera, siempre nos quedaría Nixon para reírnos de él y ponerlo a caldo durante una buena temporada. En cierto modo, después de Vietnam, era precisamente lo que el país necesitaba: un presidente tan absolutamente falto de carisma.

En la Ciudad de los Gomers explotamos los internos. El primero fue Eddie Trágate-Mi-Polvo. Abrumado por su propio sadomasoquismo, se derrumbó. Se declaró FDC de todos los gomers, hasta el punto de que su trabajo lo hacía su BMS, y Eddie sólo hablaba de los gomers en términos de «¿Cómo podría yo herir a este tipo hoy?» o «Algunos quieren que les matemos y otros que no, y a mí me gustaría que se decidieran de una vez porque la cosa se está poniendo muy confusa…». El BMS no pudo soportar tanta tensión y pronto acabó cediendo ante los pensamientos pervertidos de Eddie, y un día en que un gomer particularmente recalcitrante no paró de chillar ¡POLICÍA! ¡POLICÍA! Durante horas, Eddie y su BMS consiguieron unos uniformes de policías y se presentaron en la cabecera de su cama diciendo:

—Sí, señora, aquí está el agente Eddie y el oficial Katz. ¿En qué podemos ayudarla?

—¿Por qué los torturáis así? —les preguntaba el Gordo.

—Porque ellos nos torturan a nosotros —respondía Eddie—. Me tienen hecho polvo, ¿me oyes? ¡HECHO POLVO!

Cuando su mujer empezó a tener dolores de parto, empezó a armarse la de Dios es Cristo. Y el día en que su mujer dio a luz, Eddie se presentó en la Casa con su vestimenta negra de «motero»: gorra y botas negras, gafas de sol reflectantes —negras, de oreja a oreja—y chupa de cuero negra con la leyenda

***

***Trágate-Mi-Polvo***

***

de tachones plateados en la espalda, y recorrió la sala con una cámara con flash viendo a sus gomers y sacándoles fotos «para recordarles». Se armó una algarabía de mil demonios: aterrorizados, los gomers se habían puesto a chillar todos a un tiempo. La sala empezó a «sonar» y a oler como un zoológico. Cada jerarca de la Casa envió su propio emisario, y encontramos a Eddie sentado apaciblemente en la sala de guardias, con las botas sobre la mesa, sonriendo de oreja a oreja y leyendo Rolling Stone. Ante cualquier pregunta, se limitaba a repetir:

—Me han destrozado. Estoy FDC.

Luego, cuando me preguntó si pensaba que estaba actuando muy poco razonablemente, yo, en contra de mi opinión, y recordando lo que él me había dicho cuando me puse a dar porrazos contra la puerta del ascensor, le respondí:

—¿Poco razonablemente? ¡Qué va! Creo que les estás dando exactamente lo que se merecen.

—Está chiflado —le dije al Gordo.

—Sí. Tiene delirios. Psicosis paranoide. Terrible de ver, Basch. Ah…, bueno, chico, tendrán que darle unas vacaciones…

—No pueden —dije—. No hay ningún otro interno para sustituirle.

—No hay nadie que no necesite un descanso —le decía el Leggo al Pez en el curso de su charla para decidir qué hacer con Eddie—. Absolutamente nadie. Mire, por ejemplo, el pobre doctor Putzel. Le diré a Eddie que necesita tomarse un descanso, como cualquiera de nosotros.

—¿Y quién va a sustituirle? —preguntó el Pez.

—¿Quién? Pues… los demás. Mis muchachos arrimarán el hombro para capear el temporal.

Al día siguiente Eddie no estaba en el reparto de fichas, y cuando le llamé a casa por teléfono me dijo:

—Voy a estar FDC durante un tiempo. Siento haceros esto, tíos, pero el Leggo no me deja volver a la Casa. Piensa que si sigo allí un poco más de tiempo puedo matar a un gomer, y, claro, la Casa tendría que hacer frente a una querella. Y puede que esté en lo cierto.

—Sí —dije—. Seamos sinceros: no te faltaba mucho para hacerlo.

—No habría estado mal, de todas formas, ¿no crees?

—Es ilegal. ¿Cómo está el bebé?

—Oh, ¿te refieres a la gomer? —dijo Eddie.

—¿La gomer?

—Sí, la gomer: incontinente de heces y de orina, incapaz de caminar y de hablar, sin sentido de la orientación y durmiendo con sujeción por la noche. La muy gomer… Habitación 811. No sé cómo está porque no me dejan entrar en la Casa a verla.

—¿No te dejan entrar a ver a tu bebé?

—Eso es. Les dije que quería sacarle unas fotos y me quitaron la cámara, así que de momento estoy también FDC de mi propio bebé gomero.

El Pez nos dijo a Hooper y a mí que para remediar la situación y tratar de tapar el hueco creado por la quiebra de Eddie, él y el doctor Leggo habían decidido que tuviéramos guardia cada dos noches durante nuestras últimas semanas en la Ciudad de los Gomers, pero que a cambio se tendría una consideración especial con nosotros.

—Oh, Dios —dije—. Espero que no nos vuelvan a tocar los «casos duros».

—No van a ser los «casos duros» —dijo el Pez—, sino el «tratamiento preferente».

El tratamiento preferente suponía ahorrarte un ingreso al día en el reparto rotatorio de casos. En principio sonaba bien, pero luego te dabas cuenta de que el que te dispensaran de un ingreso diurno significaba ser despertado a las tres de la madrugada para ocuparte de algún gomer que llegaba de Mt. St. No Sé Qué, y que, tras una breve estancia en el Cuarto de la Granada, acababa recalando en la Ciudad de los Gomers, por cortesía de Marvin y de los Chaquetas Azules. Cada dos noches, pues, nos esperaba este «especial» de las tres de la madrugada, y eso era lo peor de todo. Al cabo de una semana del «tratamiento preferente», Humberto, Teddy y yo estábamos casi tan locos como Eddie. Teddy fue el primero en irse. Su úlcera había empezado a darle guerra. Mascullando algo sobre «retortijones» —o sobre «campos»—, se largó.

La siguiente deserción fue la de Molly. Afectado por la tensión que me causaba la Ciudad de los Gomers, mi romance con Molly había ido desfalleciendo a lo largo de los meses, y como el «tratamiento preferente» me hacía trabajar treinta y seis horas y librar tan sólo dieciséis, lo único que me apetecía hacer fuera de la Casa era dormir. De cuando en cuando veía a Molly en la sala de arriba, y era patente que había perdido interés por mí. Un día vi cómo Howard la ayudaba a hacer una cama. Y me afectó mucho. ¿El cálido aceite y la mirra eran ahora para él? Le pregunté a Molly qué se traían entre manos.

—Pues sí, he estado viendo a Howard Greenspoon. Es el interno de servicio en esta sala. Creo que ya no te entiendo, Roy.

—¿Qué quieres decir?

—Te has vuelto tan cínico. Te burlas de todos estos pobres viejos.

—Todo el mundo se burla de estos pobres viejos.

—Howard Greenspoon no. Él los trata con respeto. Pero tú…, es como si también te burlaras de lo que yo hago. ¿Recuerdas cómo te fuiste cuando el paro cardiaco de aquel hombre con mieloma múltiple?

—Sí, pero es que había un lío de mil demonios…

—Puede que sí, pero Howard se quedó al pie del cañón hasta el final.

—¿Howie? ¡Tú y yo solíamos reírnos de Howie!

—Puede que sí, pero la gente cambia, ¿sabes? Mira, he tenido que trabajar muy duro para llegar a donde estoy. No es culpa mía que para ti las cosas siempre hayan sido fáciles; tú llegaste a la Medicina de una forma muy cómoda. Mientras a ti te daban suaves palmaditas en la cabeza a mí las monjas me zurraban. ¿Sabes lo grande y terrorífica que puede ser una monja para una niña? Seguramente no. Bien, pues Howard dice que sí lo sabe.

—¿Que Howie sabe…? —dije, pensando que quizá Howard no era tan tonto, después de todo.

—Sí, dice que sabe lo que es eso. Y es sincero. Algo que nadie puede decir de ti.

—¿Así que tengo que «entregar» mis clavos de oro a…?

—Oh, Roy —dijo Molly, recordando su amor, su forma de acurrucarse contra mí—. No sé… Me sigues importando. Supongo que depende de lo que diga Howie.

¡Dios santo! ¡Mi mirra dependiendo de lo que dijera Howie! Howie, el interno que se sentía un héroe cada vez que metía un tubo de alimentación en alguna abuela demente, que se henchía de orgullo cuando entraba en un ascensor lleno de empleados no médicos y oía los susurros: «Es de ellos…, es médico». Howie, que se creía la patraña de que los médicos no eran gente común y corriente, de que los médicos eran gente «de primera». Howie, que cortejaría a Molly para hacer con ella todas las fantasías sexuales que jamás había logrado poner en práctica, que creería amar a Molly y que se vengaría de sus padres casándose con Molly, la enfermera no judía, con quien tendría tres niños, y luego, después de quince, años de convivencia, Molly se despertaría un día y se daría cuenta de que al casarse con Howie no había hecho más que volver con las monjas, y qué diablos, por qué no follarse al macho que venía a arreglar la lavadora-secadora, y por qué no dejar a Howie, y entonces, después de quince años de convivencia, Howie despertaría un día a la conciencia de que como marido-padre-amante había fracasado a causa de su fanática dedicación a la Medicina, y de que con la Medicina ni siquiera podía «curar» nada ni a nadie, y se registraría en un motel y en el cuarto, a solas, tendría que enfrentarse a la decisión más crucial de toda su vida: quitarse o no de en medio con los cinco gramos de fenobarbital que había sustraído de la farmacia del hospital al enterarse de que su esposa y sus hijos le habían abandonado. ¿Debía yo luchar? ¿Debía enfrentarme a Howie por Molly? No, ahora me suponía demasiado esfuerzo, y además ella tenía razón: me había vuelto demasiado cínico, demasiado destructivo.

Hooper el Hiperactivo y yo acusábamos las cosas de forma diferente que Trágate-Mi-Polvo. Pese a que Hooper seguía haciendo muy buenas migas con la muerte, y que con Eddie temporalmente varado en casa tenía más posibilidades que nunca de alzarse con el galardón del Cuervo Negro, la presión que la Ciudad de los Gomers ejercía sobre nosotros era tal que Hooper empezó a actuar un poco como un gomero Estaba muy delgado, casi escuálido, y había descuidado su aseo personal. Empezó a balancearse de un lado a otro, como un esquizofrénico o un viejo judío en oración. Había perdido a su mujer, y ahora estaba perdiendo a su patóloga. A veces lo encontraba dormido junto a Jane Doe en uno de los sillones abatibles, con la boca abierta como la letra O, y cuando el Pez insistía en que lo acompañáramos en las visitas, Hooper se dejaba caer en una silla de ruedas y se paseaba por la sala cantando la escala cromática de Jane Doe. Si el Pez le reprendía, él le daba la espalda y decía: «Hooper, dale marcha a la silla…». Pero el verdadero problema surgió cuando a Hooper le dio por dormir en la «cama eléctrica de los gomers», y un día en que entré y lo vi con un tobillo escayolado y le pregunté qué le había pasado, me respondió: LOS GOMERS SE VAN AL SUELO. Y eso era lo que le había pasado: se había fracturado un pequeño hueso del tobillo, lo que en adelante le permitió seguir en silla de ruedas las diarias visitas docentes.

La gota que colmó el vaso tuvo lugar durante la ronda de una de las Cérvix Sociables. Balanceándonos, parloteando, riendo, haciendo juegos de palabras…, Hooper y yo nos las arreglábamos para arremeter contra la jerarquía de la Casa. Habíamos discutido con Lionel sobre el pervertido Sam, el Hombre que se lo Comía Todo, a quien, cuando empezamos a encontrarlo día tras día comiéndose nuestras provisiones alimenticias, lo habíamos LARGADO directamente a la helada calle, negándonos luego en redondo a readmitirlo. Los Chaquetas Azules lo habían vuelto a ingresar en la planta octava, y trataban de convencernos para que lo readmitiéramos. Selma, perpleja ante el conflicto, había preguntado a Lionel quién se estaba haciendo cargo de aquel hombre, diabético y pervertido sexual, y Lionelle había dicho:

—Nosotros, el personal de AYUDA.

—¿Ustedes? —había dicho Selma—. ¿Los de AYUDA tratando una diabetes? Eso es ilegal.

Al oírla, me animé un tanto, y dije:

—Por lo que sé de esas «petunias» de AYUDA, Selma, puede que no sepan cómo tratar su diabetes, pero seguro que saben disfrutar de sus perversiones.

Lionel se levantó para irse, rojo de ira, y yo, echándome al suelo de espaldas en cuanto pasó a mi lado, me puse a gritar:

—¡Socorro, Selma! ¡Socorro!

Abrí los ojos y miré hacia arriba, y lo único que vi fue ¡Chaquetas Azules! Nos metíamos mucho con Salli y Bonni por haber impedido que Eddie LARGARA a la Dama de los Piojos (había omitido consignar en el formulario de su traslado y «ubicación» en una residencia quién iría a recogerla en St. Louis); Eddie había reaccionado pronunciando, de pasada, las palabras «jodidos coños», lo cual había hecho que las dos enfermeras y la BMS femenina salieran apresuradamente del cuarto. Al final, la ronda de visitas acabó como el rosario de la aurora cuando Hooper y yo empezamos a balancearnos sincrónicamente y a decir entre dientes «el autoerotismo…, ésa es la única forma…». El Pez, con ojos saltones como los de un besugo, tomó las riendas de la situación y organizó una repentina excursión docente a Chinatown para el almuerzo.

Quién podía saber que durante nuestro feliz almuerzo chino iba a originarse un «temblor de tierra» en la Casa de Dios, y que aquel movimiento telúrico había empezado a despertar a su vez otros viejos y más soterrados movimientos en el doctor Leggo, nuestro Jefe. Cada jerarquía agraviada por nosotros acababa de darle puntual noticia telefónica de tales afrentas, y el doctor Leggo había montado en cólera. Al volver a la Casa, orondos y felices, nos llevamos una mayúscula sorpresa al ver al Leggo al fondo del pasillo, viniendo hacia nosotros a paso rápido. A medida que se acercaba fuimos percatándonos de que en su cara había una sonrisa que no le habíamos visto nunca. Temblando, el Pez se volvió a Hooper y a mí y nos dijo:

—Será mejor que tengáis cuidado, muchachos, porque os la vais a cargar.

Hooper y yo nos miramos llenos de asombro, y en los ojos de mi compañero vi reflejado mi propio desconcierto. ¿Por qué nos la íbamos a cargar con el Leggo? ¿Había algo realmente grave en lo que habíamos hecho hasta entonces?

Nos preparamos para el golpe. Las rígidas piernas del Leggo estaban cada vez más cerca, y su sonrisa iracunda se iba ensanchando más y más hasta dar la sensación de que iba a partir en dos aquella cara tensa e iba a derramar lo que escondía bajo la mancha de nacimiento purpúrea sobre el piso de la Ciudad de los Gomers. Cuando estuvo lo bastante cerca como para poder leerle —de una forma extraña que podía quizá deberse al glutamato de monosodio de la comida china—la marca del estetoscopio apenas unos centímetros antes de que se hundiera en la jungla de sus genitales, no uno sino dos brazos surcaron el aire y no una sino dos manos largas fueron a posarse sobre sendas escápulas, una la del Gordo y otra la del Pez. Mirándoles con fijeza, el doctor Leggo preguntó:

—¿Quién es el responsable? Alguien debe de ser el responsable de estos pobres internos, del desastre de esa sala. Y es mi deber averiguar quién. Ustedes dos, vengan conmigo.

—He aguantado el chaparrón —diría el Gordo luego—, pero me las he arreglado para amansarlo, al menos en un tanto por ciento muy elevado. Lógicamente, se ha sentido contra las cuerdas. Tenía dos opciones: tomarla con vosotros los internos, o tomarla con los responsables de vosotros los internos. Después de haber perdido a Eddie, estaba claro que no podía tomarla con vosotros. Así que tenía que tomarla con vuestros responsables. Yo soy vuestro responsable, sí, pero el Pez es mi responsable, y ¿adivináis quién es el responsable del Pez?

—Él, el Jefe Médico.

—Exacto. Así que estaba en un callejón sin salida. Me las he arreglado, pues, para salir airoso de esa parte, la parte lógica, pero no he podido suavizar lo que el Leggo siente. ¿Sabéis?, al Leggo no le importa lo que hayáis podido hacerle a la Dama de los Piojos, o a Sam el pervertido hambriento, o a Putzel o a los Chaquetas Azules o a las enfermeras o a los BMS o a Tina o a Harry o a Jane Doe o a las Roses que Hooper sigue matando… Ni siquiera le importa que hayáis logrado los récords de temperatura más baja en un ser humano vivo y de más órganos «tocados» por una sola aguja de drenaje y de más tests intestinales realizados en una noche… En muchos y variados sentidos, piensa que habéis hecho un magnífico trabajo, sobre todo en lo relativo a las autopsias. Pero lo que hace que se lo lleven los demonios es que no os caiga bien, que no os guste. No puede soportar que os mostréis fríos con él. Sospecha que hasta os reís de él a sus espaldas…, ¿no es increíble? Cuando dais muestras de que no os gusta, le herís en una fibra muy íntima, y cuando se siente herido en esa fibra se pone hecho un basilisco. Y nadie puede amansar a un basilisco. —El Gordo se quedó un instante pensativo, y luego continuó—: Claro que, para castigarme por mi parte de responsabilidad en el asunto, está posponiendo la escritura de la carta de recomendación para mi beca. Y me aterra que pueda enviarme a Samoa. Lo último que me ha dicho ha sido: «Hagan lo que hagan, no hagan nada más. No hagan nada, ¿lo entienden?» Imaginaos al Leggo diciéndome a mí eso.

—Le habrás dicho, claro —dije—, que precisamente «TIO hacer nada» es tu mayor invento, tu teoría de «la prestación de asistencia médica»…

—Claro. ¿Por qué contentarse con Samoa? Se juega uno el todo por el todo y ¡hala!, al Gulag.

Se quedó en silencio. Hooper se fue, y entonces le pregunté al Gordo qué estaba pensando.

—Bueno, quizá esto sea más serio de lo que imagino. Quizá ahí esté el problema. Todo lo que he recorrido desde Brooklyn, todos esos exámenes y páginas escritas, todos esos esfuerzos para llegar aquí, al lugar del éxito, y casi a punto de oír el gran «¡Hola, Grasas!» de Hollywood… Y acaba de asaltarme el pensamiento de que quizá todo se vaya al traste… Y no me gusta. Éste puede ser el adiós a Los Ángeles, el adiós a los sueños. A veces parece que no compensa, ¿eh, Basch?

—¿Qué no compensa?

—Imaginar cosas. Soñar.

Potts estaba delante de mí en la oscuridad de la Ciudad de los Gomers, a las dos de la madrugada. Y reflejado en su semblante, como de costumbre, estaba el Hombre Amarillo.

—¿Qué estás haciendo aquí a estas horas? —le pregunté. No me contestó, se limitó a quedarse allí, mirándome fijamente.

Volví a preguntarle qué estaba haciendo.

—El Hombre Amarillo acaba de morir.

Sentí un escalofrío. Potts estaba blanco y aterido, y tenía los ojos apagados y sin vida, y dije:

—Lo siento. Lo digo de verdad. Lo siento mucho.

—Sí… —dijo Potts, nervioso e inquieto y como fuera de este mundo—. Sí, bueno, iba a morirse de todas formas…, sólo era cuestión de…, de tiempo.

—Sí, así es —dije, y pensé en el tormento por el que había pasado cada día que el Hombre Amarillo había seguido viviendo—. ¿Estás bien?

—¿Quién, yo? Oh, sí, estoy bien. Sólo que es un poco duro… No le pedí el permiso para la autopsia. No quería que se la hicieran… —dijo, como suplicándome que le dijera que no importaba.

—Está bien. Sé cómo te sientes. Yo tampoco le pedí el permiso al doctor Sanders. Siéntate y charlemos, ¿te parece?

—No, creo que subiré a verlo una vez más… Luego puede que me vaya a dar un paseo.

—De acuerdo. Estaré aquí abajo por si cambias de opinión.

—Gracias. ¿Sabes?, debería haberle dado esteroides.

—Déjalo ya, Wayne. No había nada que hacer.

—Ya…, pero los esteroides habrían ayudado un poco. Bueno, en fin… Lo pasamos bien la otra noche con Otis, ¿eh?

—Sí, Wayne, muy bien. Lo volveremos a hacer, ¿vale?

—Sí. Muy pronto. En cuanto tenga un rato libre.

Mientras me quedaba mirando cómo se alejaba por el pasillo y entraba en el ascensor de subida, pensé en «lo bien», según sus palabras, que lo habíamos pasado la otra noche. Había ido a su casa a verle, y aunque el sitio era deprimente —además de estar hecho un desastre, vi un revólver cargado en su mesilla—, Potts y yo habíamos sacado a Otis a correr en aquel frío glacial de marzo, y habíamos charlado del Sur. Potts me había contado cosas sobre la Clase de Baile que la señora Bagley daba todos los viernes en el club de campo. La señora Bagley, que era inmigrante, aparecía con un vestido de gasa y de ceñido talle y depositaba con suavidad la aguja sobre el disco, y salían a la pista las parejas de novatos. Aprendían a bailar con una nuez entre ambas narices, y el gran acontecimiento, año tras año, tenía lugar la noche del último viernes, cuando Potts y sus menos sumisos pero igualmente vástagos de las Viejas Familias tiraban perdigones en el pulido suelo de roble durante una viva —un, dos, tres…, un, dos, tres y ceremoniosa polca. Me había parecido extraño que Potts, aquella noche, ni siquiera hubiera mencionado la reciente y violenta muerte de su padre.

¡De pronto supe lo que iba a suceder! ¡Estúpido de mí! Corrí hasta el ascensor y apreté una y otra vez el botón de llamada, pero el aparato no se movía. Subí corriendo las escaleras hacia la planta octava, mientras me maldecía una y mil veces por no haberme dado cuenta antes y rezaba para llegar a tiempo o para estar equivocado.

Pero no estaba equivocado. Mientras yo me complacía en la evocación de sus recuerdos de la señora Bagley, Potts había subido al piso octavo, había abierto la ventana y se había lanzado al vacío. Me asomé por la ventana abierta y vi su cuerpo estrellado contra el asfalto del aparcamiento, y entre mis violentos jadeos y mis escalofríos por la corriente helada oí el primer aullido de una sirena, y apoyé la frente sobre el antepecho de la ventana y me eché a llorar.

—¿Ha dejado alguna nota? —me preguntó Berry.

—Sí. Prendida al cuerpo del Hombre Amarillo. Decía: «Dad de comer al gato». Pero no tenía gato.

—¿Qué quería decir?

—Era para Jo. Cuando Potts y Chuck y yo estábamos juntos arriba, con Jo, Jo siempre le estaba repitiendo a Potts que tenía que cuidar mejor a sus pacientes, que tenía que «dar de comer al gato». Jo decía que si Potts hubiera tenido los ojos bien abiertos, puede que el Hombre Amarillo no hubiera muerto. —Callé, y me vi pensando en Potts como figura trágica: un tipo que un día había sido un chico rubio con el que a todo el mundo le gustaba ir a pescar, alguien que equivocadamente había puesto su afán en la Medicina académica cuando lo que le habría hecho feliz era ocuparse de los negocios familiares, alguien que había acabado reventado contra el aparcamiento de un hospital de una ciudad por la que él sentía desprecio. ¿Qué era lo que le había seducido de la Medicina? ¿Por qué había elegido esa ocupación? Dije—: Lo han matado.

—¿Quién? —preguntó Berry.

—Jo, el Pez, los demás…

La mayoría de nosotros nos sentíamos vacíos y no sabíamos qué decir, pero había quien tenía ideas concretas al respecto. Jo, por ejemplo, acaso pensando en su propio padre saltando desde el puente, planteó la cuestión de la autopsia «para averiguar si había habido algún precipitante orgánico». El Pez nos habló, de un modo muy sentido, de cómo «el suicidio era siempre una alternativa existencial». El doctor Leggo parecía molesto, perplejo ante el hecho de que uno de «sus muchachos», precisamente aquel que —según creía—más le había apreciado de todos nosotros, se hubiera dado muerte. Habló de «las fuertes presiones del año de internado» y de «la pérdida de un gran talento». El doctor Leggo, luego, nos aseguró que le habría gustado darnos algún tiempo libre para que pudiéramos llorar a nuestro compañero. Sin embargo —afirmó—, no podía permitírselo. De hecho tendríamos que trabajar con un poco más de ahínco para paliar su falta: «Tendréis que arrimar el hombro, muchachos».

Como en muchos otros sucesos de la Casa de Dios, la respuesta de nuestros superiores ante la tragedia de Potts fue en extremo burda. Pero en rigor no nos sorprendió gran cosa: era perfectamente previsible. Nadie mencionó cómo la Jerarquía Médica de la Casa había atormentado al pobre Potts con el asunto del Hombre Amarillo, cómo había hecho caso omiso de su dolor. Los internos deseábamos con todas nuestras fuerzas olvidar a Potts cuanto antes, pero pasaría mucho tiempo hasta que llegáramos a conseguirlo, porque cuando utilizábamos el aparcamiento cada mañana no podíamos evitar, por mucho que lo intentáramos, ver aquella pequeña y turbia decoloración en el asfalto. Nadie quería pasar por encima de «Potts» con el coche, aunque Potts estuviera muerto. Al principio parecía justificado orillar la mancha, porque quedaban restos de sangre y hebras de pelo y fragmentos de hueso pegados a aquel asfalto en proceso de deshielo. Nuestros esfuerzos por evitar la mancha incrementaron los problemas en el aparcamiento, y la Casa envió a unos empleados de Mantenimiento a restregar el suelo hasta dejarlo absolutamente limpio. Pero por mucho que se esforzaron, por mucho que fregaron escrupulosamente los pelos y los fragmentos de hueso, la decoloración del asfalto se resistía a sus esfuerzos. Consiguieron, sí, hacer que ésta fuera menos visible, pero a costa de hacerla más y más grande y consecuentemente más difícil de evitar, y empezamos a constatar que el evitar aparcar encima de «Potts» nos exigía una verdadera lucha diaria. Todos tratábamos de aparcar en la zona de los bordes, y algunos procuraban llegar muy temprano para no tener que aparcar en la zona central. A la postre, el remedio resultó mucho peor recordatorio que la mancha original. Cada uno de nosotros, al ver aquel asfalto restregado y desvaído, visualizábamos primero una imagen de hueso y sangre y pelos y luego una imagen de Potts cayendo…, y luego de Potts saltando…, y luego de Potts vivo, y finalmente, de Potts vivo y abrumado por la culpa por no haberle dado esteroides al Hombre Amarillo. Y el pensar en lo mucho que habían atormentado a Potts, hasta el punto de hacerle «creer» que su negligencia había sido atroz, nos ponía frenéticos, porque muchos internos pensábamos que Potts, con su compasión y delicadeza, podía haber llegado a ser un médico mejor que los demás, un médico maravilloso. Pero, de todos nosotros, sólo él estaba muerto. Era espantoso.

—¿Por qué se suicidan las personas? —le pregunté a Berry.

—Ven —me dijo, atrayéndome hacia sí—. Pon la cabeza aquí encima. Cierra los ojos. ¿Qué sientes?

Sentía vacío. Y luego furia, así que dije:

—Estoy hasta los cojones. Estoy tan furioso que sería capaz de matar a alguien.

—Pues por eso se suicidan las personas. Al soportar increíbles presiones, estar solos, no tener apoyo de vuestros jefes, la mayoría de vosotros habéis ido encontrando peculiares modos de… (esa «inmersión», por ejemplo, de Hooper en la muerte, del Enano en el sexo…), peculiares modos de proyectar vuestra ira fuera de vosotros mismos. Potts, sin embargo, no. Él nunca actuó de forma extraña, nunca se enfureció hasta perder los estribos. Asumió su rabia y la volvió contra sí mismo. Se llama introyección. Lo contrario de lo tuyo, Roy.

—Y ¿qué es lo mío?

—Tú arremetes contra todo, te muestras sarcástico…, y aunque acabas haciéndote bastante odioso, es la forma que has encontrado de sobrevivir.

¿Sobrevivir? No era en absoluto cierto que fuera a sobrevivir a la Ciudad de los Gomers. Ya no sabía mucho de nada, pero lo que sí sabía era que me encontraba en un grave aprieto y que estaba actuando disparatadamente y que ni siquiera me importaba demasiado.

El Gordo y yo estábamos sentados en la sala de guardias. Se percibía la muerte en el ambiente. El Gordo parecía triste, y le pregunté en qué estaba pensando.

—En Dubler, el del Cuarto de la Granada, y su Servicio SPA —dijo.

—¿Su Servicio SPA?

—Sí. «Sujetad la Puerta del Ascensor». Cuando Dubler estuvo aquí, en la Ciudad de los Gomers, acabó tan harto de ellos, cuentan, que los liquidaba sin contemplaciones, uno detrás de otro. Utilizaba KCL por vía intravenosa, porque no deja rastro en las autopsias. Cuando, después de esperar al ascensor, lo veía abrirse, gritaba invariablemente: «¡Sujetad la puerta!»; luego entraba empujando una camilla con un cadáver y bajaba con ella al depósito. Cuentan que Dubler raras veces bajaba solo en el ascensor.

—¿QUÉ HAS DICHO? ¿Que liquidaba a los gomers?

—Rumores, Basch, rumores…

Seguíamos allí sentados, y me puse a pensar en aquel Servicio SPA y en Saul el sastre y en Wayne Potts. Me sentía como embotado. Al cabo de unos minutos levanté la mirada y vi que el Gordo estaba llorando. Lágrimas calladas anegaban sus ojos, gruesas lágrimas de desesperación y de fracaso. Le caían despacio por las mejillas, mientras él se mantenía erguido en la silla como un héroe vencido.

—¿Por qué lloras?

—Lloro por Potts, Roy. Y lloro por mí mismo.

Oí, en mi cabeza, una melodía que venía de muy lejos: no era la viva y estruendos a marcha de Sousa interpretada a todo volumen por los trombones y subrayada por los platillos mientras la banda avanza calle abajo tras un milagro humano como Molly, no; al ver al Gordo llorando oí esa melodía ejecutada siempre por un corneta solista, esa melodía que surca el aire sobre una loma de hierba salpicada de losas de alabastro, esa melodía que escuchan quienes lloran como las viudas y los huérfanos de los Kennedy habían llorado un día, una melodía de inmensa y estremecida soledad, un toque de silencio…

Saul el sastre leucémico estaba pasando por un infierno. Todos, incluido el risueño oncólogo que no había podido curarle la leucemia, habían tirado la toalla y ya sólo esperaban que muriera. Estaba en coma, y moría lentamente. Podía durar mucho tiempo. Lo peor de todo era que tenía terribles dolores; la médula ósea envenenada le enviaba descargas y alaridos directamente al corazón y a la cabeza, que eran exteriorizados luego a través de gemidos y lágrimas. Saul no gritaba. Saul lloraba. Pero no era un llanto natural, humano, porque varios derrames cerebrales habían abolido en él el ciclo humano del sueño, y jamás dormía. Su llanto era continuo, animal, salpicado de gemidos de dolor, de regueros de lágrimas sobre las mejillas. Su agonía estaba haciendo enloquecer a todo el mundo. Yo la odiaba; y lo odiaba a él.

Sin pensarlo demasiado, lleno de una íntima rabia, una noche entré a hurtadillas en el botiquín y cogí una ampolla de KCL y una jeringuilla. Luego me cercioré de que nadie me veía entrar en el cuarto de Saul. Tendido en medio de sus propias heces, aquel sastre moribundo era un amasijo de tubos y cinta adhesiva, y cardenales y piel podrida y huesos vacíos que le sobresalían a la altura de las costillas y las rodillas y los codos. Pensé en lo que estaba a punto de hacer. Me detuve. El recuerdo de la muerte del doctor Sanders me vino de pronto a la cabeza, y lo vi rezumando sangre y diciendo: «Dios, es espantoso…», y oí a Saul diciéndome: «Máteme, doctor, ¿tengo que suplicárselo? ¡Máteme, por favor!» Luego pensé en Potts. Y Saul gritó. Furioso, quité el capuchón de la jeringuilla, me incliné sobre Saul, le busqué en el brazo la válvula de las intravenosas y le inyecté unas dosis de KCL capaz de matar a una persona. Vi cómo pugnaba por atraer el aire a sus pulmones al despolarizársele el corazón; la respiración se le fue haciendo más y más trabajosa, y su mano dio como un respingo, y al cabo, a excepción de la respiración agónica, que parecía durar eternamente, lo envolvió una gran quietud, una gran paz. Apagué la luz y me fui a buscar un sitio donde poder estar a solas conmigo mismo. Me llamó la enfermera de noche. Saul había muerto.

El día de St. Patrick me llamaron a la Sala de Urgencias de madrugada, en el curso de aquel «tratamiento preferente» inventado por el Pez para convertirnos en lunáticos, y hube de presenciar lleno de asombro una serie de «números» protagonizados por unos pacientes sin duda «pésimos»: una monja muerta a quien Chuck trataba de hacer volver a la vida; un asesino homosexual LARGADO desde la cárcel y empeñado en que su interno, el Enano, pese al bigote, era una chica; dos compañeros de cuarto con sobredosis de heroína, moribundos; muchos gomers… Cogí la lista de ingresos y me dirigí al Cuarto de la Granada. Me pregunté dónde estaría Grasas, aunque en realidad no me importaba demasiado, pero enseguida encontré respuesta a mi pregunta porque al abrir la puerta vi a Grasas y a Humberto y a los dos policías —con un atuendo verde que sin duda eran uniformes, ya que era el día de St. Paddie—y una gomer llamada, ¡cómo no!, Rose, y Grasas y Humberto estaban cubiertos de vómitos y heces y orina y sangre.

—Buenas y felicísimas noches tenga usted —dijo Gilheeny al verme, dirigiéndome una seña beoda con la porra—, y no voy a negar que el buen agente Quick y un servidor nos hemos pasado la guardia metiéndonos cervezas y cervezas Guinness dentro del cuerpo, y que estamos ebrios.

—El trabajo es la maldición del hombre bebedor… —dijo Quick.

—Y para conmemorar al Hombre que Expulsó a las Serpientes de Irlanda —dijo el pelirrojo—, ¡hemos encontrado a una digna Rose!

Con la ayuda del Gordo y de Humberto, auparon a Rose hasta dejarla sentada en la cama, y entonces vi que le habían prendido en el camisón una insignia verde orlada de tréboles que decía:

Bésame, soy irlandesa.

Me eché a reír, y entonces pisé mierda y resbalé y caí al suelo, junto al umbral de la puerta. Y me quedé allí tirado sobre aquel excremento humano, riendo a carcajadas, y el Gordo vino hasta mí y se agachó y agitó un pequeño tubo de ensayo bajo mis narices, y dijo:

—¿Ves esto? Pues es toda la orina que ha hecho en cinco días, y la mitad se debe al diurético que le he estado dando. Su cama ha sido «vendida» para siempre. A lo largo de su vida ha recibido cinco sesiones de electrochoque para la depresión; la última en 1947.

Nos llegó un grito de la gomer: REEE-REEE-REEEEE…, y todo lo que yo hice, mientras los otros me miraban, fue quedarme allí tumbado sobre el suelo de baldosas, riéndome.

—La pobre tiene el cuello tan rígido que sería capaz de estar echada con la cabeza fuera de la cama, sin almohada y sin que le doliese lo más mínimo —dijo Grasas—. No responde a nada de lo que hemos intentado con ella.

—REEE-REEE-REEEEE…

Yo seguía en el suelo, riéndome.

—Cuando le he metido un depresor de la lengua lo ha succionado con tanta fuerza que luego no he podido quitárselo. Ni yo ni nadie. Tiene la succión refleja más fuerte de la historia de la Medicina, lo cual, lógicamente, indica que no hay actividad del lóbulo frontal; ni la más mínima. Y ¿sabes por qué? Porque le hicieron una lobotomía en 1948. ¿Qué te parece? ¡Jua! ¡JUAAA…!

Yo seguía en el suelo partiéndome de risa.

—La gomer suprema… y tú, el IMV, el Interno de Más Valía. Sí, señor… Es toda tuya, tuya por entero… ¡JUAAA…!

—REEE-REEE-REEEEE…

Pero todo lo que fui capaz de hacer, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas y me daba cuenta de que aquellos gomers habían ganado, de que me habían «sobrevivido» y seguirían, sin más, sobreviviendo en la Ciudad de los Gomers cuando yo me fuera dentro de dos semanas y los dejara allí tratando de acabar también con Howie, mi sustituto…, todo lo que fui capaz de hacer, en medio de las lágrimas, fue seguir tendido en el piso, sobre la mierda, y reír a carcajadas…

Pero ya no pude reírme cuando volví a caer en la cuenta de que Potts había muerto y el doctor Sanders había muerto y Saul había muerto y Molly salía con Howie y Eddie Trágate-Mi-Polvo estaba como una cabra y Teddy se había ido —como la mitad de su estómago—y el Gordo pronto se iría muy lejos, allí donde le llevara su beca, y de que los únicos que no se habrían ido serían los gomers. Jamás había visto morir a un gomer en la Casa de Dios, si exceptuábamos a los fallecidos por los pinchazos de Hooper o a manos de los cretinos de Diálisis, que a Tina le habían reducido el cerebro al tamaño de un guisante, y además, qué diablos, todo el mundo comete errores, ¿o no? Casi todas las personas que me importaban «se habían ido», habían estallado en miles de millones de fragmentos minúsculos, como esa Gran Granada Norteamericana que quizá estallaba en Vietnam haciendo llover metralla como confeti, sólo que no era el bonito y suave confeti rojo y blanco y azul, porque te quebrantaba y te causaba dolor y te dejaba heridas que no curaban y sangre aguada y envenenada que no coagulaba ni se iba jamás de tu bata e imágenes que no se irían de tu retina, como aquella decoloración del aparcamiento que un día había sido Wayne Potts. Todos estábamos ya al borde de la partida, atrapados en una red de silencio y de dolor donde acaso yacían también los muertos, que incluso en la muerte seguían inquietos, temerosos de una muerte peor o de algo peor incluso que eso.

Estaba echado encima de la cama. Entró Berry. Seguí en silencio. Berry se sentó en el borde de la cama y me habló, pero yo seguí callado. No estaba ni cansado ni furioso ni triste. Me puso la cabeza sobre su regazo, y me miró a los ojos, y se puso a llorar. Luego se marchó. Volvió un par de veces y se quedó quieta entre el umbral de la puerta y la cama, y al cabo, dudando en el umbral una vez más, como un deudo que vacilara unos instantes antes de permitir que cerraran el ataúd del fallecido, se fue. Sus pasos resonaron en las escaleras, y al fin cesaron, y yo no me sentía triste. No estaba ni cansado ni furioso. Seguí allí echado, sin dormir. Imaginé que sentía lo que sentían los gomers: una ausencia de sentimientos. No tenía conciencia cierta de lo mal que me sentía, pero sabía que no podía hacer lo que el doctor Sanders me había dicho que hiciera: «estar con» los demás. Yo no podía «estar con» los demás porque estaba en otra parte, en algún sitio frío, insomne entre soñadores. Y muy muy lejos de la tierra del amor.