—De acuerdo, Hooper, oigamos lo de la autopsia de Rose Budz. Oigamos lo que has sido capaz de hacer con esa «pequeña» aguja que le metiste…
El Gordo estaba sacando fichas mientras aguardábamos en el helado ventrículo del muerto febrero, que a su vez formaba parte del cadáver del año en curso. No había ninguna duda de que Eddie y Hooper y yo estábamos hechos polvo, y de que aquella sala estaba acabando con nuestras fuerzas. La mayoría de los jerarcas de la Casa nos odiaban. La Ciudad de los Gomers, en efecto, estaba resultando la peor de las salas. En lugar de ocuparnos nosotros de ella, ella empezaba a ocuparse de nosotros.
—La autopsia de Rose Budz ha confirmado lo que pensamos cuando se hicieron las mediciones en la aguja que utilicé —dijo Hooper, en un tono de contrición mezclado con cierta satisfacción profesional—. Llegué al bazo, a los pulmones, al estómago, al corazón y… al hígado. —Hooper hizo una pausa, y se quedó mirando cómo el Gordo tamborileaba con los dedos sobre la mesa, y luego continuó—: En otras palabras, Grasas, todos los órganos que enumeraste el otro día, más una pequeña porción de hígado y estómago… Creo que es un récord mundial: todos esos órganos con un solo pinchazo.
—¿Hígado? El hígado no está en absoluto cerca de donde tú pinchaste.
Recordé el día en que Hooper el Hiperactivo nos había expuesto su intento de drenar el pecho de Rose Budz, y nos había dicho que «había sangrado un poco». En un californiano la expresión no denotaba el menor entusiasmo, denotaba que había sucedido un desastre, y Hooper quería decir que Rose se estaba muriendo. La había enviado a la Unidad de Cuidados Intensivos, y el Gordo, preocupado ante lo que consideraba una negligencia médica, había llevado a su Equipo A de la Ciudad de los Gomers a la Unidad de Cuidados Intensivos para ver por dónde había entrado la aguja. El pinchazo en el pecho de Rose era frontal, y un poco más arriba del corazón. El Gordo había dicho:
—Dime, Hooper, no le meterías la aguja por ahí, ¿verdad? Y Hooper había dicho:
—Sí, es lo que ponía en el manual de Roy, a menos que lo leyera al revés…
Aunque pareció un tanto contrito al oír lo que el Gordo le decía —«No hay que drenar jamás un pecho de frente, ¿sabes?, porque sucede que te puedes topar con cosas como el corazón»—, Hooper volvió a animarse enseguida, y dijo:
—No te preocupes, Grasas, es una familia genial y nos permitirá hacerle la autopsia.
—Sé que el hígado no suele estar ahí —me replicaba ahora Hooper—, pero en este caso parece que existía un lóbulo atípico.
—Mala LARGADA, Hooper. Mala LARGADA… —dijo el Gordo en tono solemne, mientras rompía lentamente la ficha de Rose. De nuevo Hooper se las había arreglado para librarse por los pelos en el último momento. El Gordo levantó otra ficha, y dijo:
—¿Tina? Adelante, Eddie.
—Está muerta —dijo Trágate-Mi-Polvo.
—¿Qué? —gritó Grasas—. ¿También Tina? ¿Cómo? ¿Quién la ha matado?
—Yo no —dijo Eddie—. Lo único que he hecho ha sido hacerle firmar el permiso para la diálisis. El resto lo ha hecho el fabuloso equipo de diálisis del doctor Leggo.
Tina había muerto por el descuido de una enfermera que había mezclado las botellas en la diálisis. En lugar de diluir la sangre de Tina la Rápida, la había concentrado aún más, de forma que a la pobre Tina se le había ido toda el agua del cuerpo, y el cerebro se le había encogido y había empezado a agitársele dentro del cráneo como un guisante mientras la enfermera se sentaba a leer el Cosmopolitan. El cerebro-guisante de Tina había seguido agitándose y tensándose hasta que una de las arterias que unen el cuello y el tálamo había reventado y Tina había muerto de una hemorragia cerebral.
—Siento decirlo, Hooper —dijo Eddie—, pero como Tina era mi paciente, otra autopsia para mi menda.
—¡Basta ya! —dijo el Gordo—. Tina era paciente del Leggo. Así que no habrá autopsia.
—Pero si el Leggo adora las autopsias… Las llama la flor de…
—¡No cuando se deben a una negligencia! —dijo el Gordo en un tono que no admitía respuesta, mientras hacía pedacitos la ficha de Tina—. ¿El siguiente? ¿Jane Doe?
—Va de perlas —dijo Hooper—. Puedo jurar que hoy se ha incorporado y me ha dedicado un efusivo «hola»…
—Ni hablar —dijo el Gordo, irritado—. Esa mujer no ha saludado jamás efusivamente a ningún interno, y no va a empezar con un interno como tú, que babea como una hiena a la espera de su cadáver. ¿Alguna actividad intestinal?
—No. Ni un indicio. Su intestino está como muerto. Nada de nada desde que le diste tu «extracto» el mes pasado.
—Ese extracto es dinamita —dijo el Gordo—. Sigue administrándole ese antibiótico de la Agencia de los Veteranos, Hooper. Tenemos que volver a «poner en marcha» a Jane Doe. El siguiente.
Seguimos con el resto de las fichas y terminamos con la Dama de los Piojos, y el Gordo le preguntó a Trágate-Mi-Polvo si le había detectado algún cáncer o alergia.
—Quién sabe… —dijo Eddie—. Estoy FDC.
—¿FDC? ¿Qué diablos es FDC?
—Fuera del Caso —dijo Eddie—. Un concepto nuevo.
—Nada de eso. Échale agallas, y adelante. No puedes quedarte FDC —dijo el Gordo, secándose la frente—. Dios, ¿le has encontrado algún cáncer o alguna alergia?
—No —dijo el BMS de Eddie—. Lo único que le hemos encontrado es esperma. Sus tres últimos análisis de orina han detectado esperma.
—¿Esperma? ¿ESPERMA? ¿En una gomer demente de setenta y nueve años?
—Sí, esperma. Pensamos que es esperma de Sam Levin, tu pervertido con diabetes.
Aquella mañana el Pez nos iba a llevar a una excursión docente. Hooper había sido convocado por el doctor Leggo a su despacho, y mientras le esperábamos y nos preguntábamos si le habría llamado para castigarle por matar a la pobre Rose Budz o para felicitarle por su artera obtención de una autopsia, Eddie y yo seguimos atormentando al Pez con nuestras mañas de costumbre, hasta que éste, mirándonos con recelo, se fue a ultimar los preparativos de la excursión docente. Cuando Hooper volvió, el Pez nos hizo montar en su ranchera, y luego, durante el trayecto, hablamos francamente sobre la muerte de Rose Budz a manos de Hooper.
—¿Saben? Uno no puede aprender Medicina sin matar a unos cuantos pacientes. Yo mismo he matado a algunos. Sí, y siempre que lo hice aprendí algo nuevo.
Resultaba difícil creer que estuviera realmente diciendo aquello; me desentendí del asunto y empecé a imaginar al Pez diciendo: «Matar pacientes es uno de mis más caros intereses. Recientemente he tenido ocasión de examinar la literatura mundial al respecto. En fin, creo que lo de "matar pacientes" constituiría un magnífico proyecto de investigación…», etcétera, y para cuando me quise dar cuenta estábamos ya en el consultorio de la Perla.
Era nuestro segundo «viaje de estudios». El Pez nos llevaba a excursiones de este tipo para sacarnos de la Casa y minimizar el daño que hacíamos a su año de Jefatura de Residentes y a su carrera. La primera vez habíamos visitado el centro de salud de un gueto, donde el Pez se había sentido harto incómodo. Esta vez iba a ser totalmente diferente. La Perla había ascendido la pirámide de Lamedores de la Casa con una celeridad que para sí la hubiera deseado el Pez, y se había convertido en el Médico Privado más rico de la Casa, de la ciudad, acaso del mundo. En su consultorio todo estaba automatizado, además de amenizado por la música ambiental. En aquel momento sonaba El violinista en el tejado. El consultorio estaba atestado de pacientes: LOL sin NAD a quienes se les tomaban muestras de sangre mientras tarareaban AMANECER, PUESTA DE SOL para luego desplazarse a otra salita donde otro técnico sanitario les hacía un electrocardiograma mientras tarareaba con ellos TRAICIÓOON…, y luego, en un tercer recinto más adelante, tras pasar por el letrero que decía «Por aquí se va a Annatevka», los LOL sin NAD que habían llegado hasta allí tendrían que «facilitar» una muestra de su orina, mientras, cómo no, se veían envueltos en los agridulces compases que evocaban el hogar perdido del Violinista. Por último, los LOL sin NAD y los internos visitantes hicimos de «artistas invitados» junto a la Perla en su despacho privado, donde éste examinaba detenidamente los resultados computerizados de los análisis. El hilo musical emitía en aquel momento SI YO FUERA RICO, Y allí teníamos a la Perla, sentado tras un doble soporte del cual partían las banderas de Israel y los Estados Unidos, rodeado de Chagalls auténticos y de lo que parecía el mismísimo original del Juramento Hipocrático. La Perla se comportaba con amabilidad, ternura y generosidad, tal como haría el mejor médico del mundo, y nos dijo que veía a una media de ciento diecinueve LOL sin NAD al día. Nada de gomers. En el trayecto de vuelta, calculé que la Perra ganaba en dos días mi salario anual de interno. Volviéndome hacia la oronda masa del Gordo, contigua a mí en el asiento trasero, dije:
—Grasas, la Ciudad del Dinero era ésa.
—Por supuesto. Uno puede ganar dinero a espuertas aun con los intestinos de los «no estrellas».
Después de la cena de las diez fui a ver a Molly a la planta sexta. Estaba furiosa conmigo por haber pasado por alto el Día de San Valentín sin regalarle nada. Me gritó, y me sentí culpable porque me gustaba de verdad, e incluso a veces soñaba con ella, lo cual debía de significar que en cierto modo la amaba, y lo cierto era que me encantaba hacer el amor con ella, porque seguía gimiendo como una húmeda mesopotámica cada vez que nos acostábamos. En teoría me interesaba tanto como yo le interesaba a ella, y seguía viéndola como una majorette minifaldera del Instituto St. Mesopotamia que marchaba proyectando las bronceadas rodillas primero hacia una acera y luego hacia la otra, mientras masturbaba al más largo de los bastones de la banda entre sus alados muslos, produciendo infartos en los seniles ex combatientes que se agolpaban a ambos lados de la calzada, pero yo había padecido el «bombardeo» de la Ciudad de los Gomers y mi impulso sexual se había venido abajo. Sabía que había fallado con ella en parte para afirmar la vida, y un incómodo pensamiento me vino de pronto a la cabeza: silogísticamente, si ahora no fallaba tanto con ella, ¿significaba que estaba dejando de afirmar la vida? Escuché cómo me acusaba de ser insensible y de jugar sucio, y caí en la cuenta de que en cierto modo tenía razón, porque se me antojaba demasiado esfuerzo salir al acerado viento y al frío intenso de la calle para ir a verla a su casa, pese a mi deseo de ella cuando la veía y a mis celos de que tal vez ahora era otro hombre el que iba calzado con clavos de oro y el que recibía en su cuerpo el aceite y la mirra. Empecé a encenderme, a verla tan apetecible y adorable… Alargué las manos y se las puse bajo las tetas, prietas y subidas y vestidas de encaje dentro de su bonito uniforme de enfermera, y recordé vívidamente aquel vello púbico rubio en el que había hundido mi boca y posado mi cabeza, y la atraje hacia mí y la besé y rememoré los movimientos circulares de sus caderas y de sus labios, y empezamos a excitarnos como cuando estábamos en la cama. Me pregunté adónde había ido a parar aquella parte de mí que antes siempre estaba dispuesta a tomarse la molestia de ir a verla, y empecé a planear dormir con ella aquella noche, pero ella se apartó de mí y me preguntó si podía hacerle un favor: ir a ver a un paciente con respiración agónica.
—Respiración agónica significa muerte. ¿Se supone que tiene que morir?
—Ésa es la cuestión, que no estoy segura. Está en fase terminal de un mieloma múltiple con fallo renal, y lleva varias semanas en coma, pero el doctor Putzel aún no se lo ha dicho a la familia, y andan discutiendo si seguir o no con la diálisis y sobre cuándo se supone que debería morir. Todo muy confuso.
Fui pues, a verlo, y me pareció horrible. Un hombre joven, moribundo y gris, que anegaba el cuarto con su aliento de amonio viciado. Sus órganos respiratorios humanos estaban muertos; filogenéticamente respiraba como un pez varado. Volví a donde Molly y dije:
—Dentro de un cuarto de hora estará muerto. ¿No tiene dolores?
—No. El Enano le ha estado dando morfina toda la noche.
—Muy bien.
Embargado por la ternura de vernos jóvenes y en absoluto moribundos pese a que algún día tendríamos que morir (atiborrados hasta las «branquias» de morfina, si éramos afortunados), dije:
—Ciérrale la cortina, cariño, y ven a sentarte a charlar conmigo.
A la Casa de Dios parecía costarle trabajo dejar que un joven enfermo terminal muriese sin dolor, en paz. Aunque Putzel y el Enano habían acordado dejar que el Hombre de la Respiración Agónica muriera aquella noche, su nefrólogo, un entusiasta Lamedor de la Casa llamado Mickey, vieja estrella universitaria del fútbol americano, pasó a ver al Hombre Agónico y, después de lanzarnos unos cuantos bramidos, llamó al Enano para que se presentase DE INMEDIATO. Mickey echaba espuma por la boca, ciego de ira porque su paciente se estuviera muriendo. Le mencioné su cáncer de huesos en fase terminal, y Mickey dijo:
—Sí, pero le pusimos un shunt de diálisis de ocho mil dólares en el brazo, y cada tres días mi equipo le proporciona una sangre totalmente purificada.
Sabiendo que iba a montarse un lío de mil demonios, me fui del cuarto. El Enano salió del ascensor, echando pestes, y corrió por el largo pasillo con el estetoscopio bailándole de un lado a otro como la trompa de un elefante. Pensé en el estado de los huesos en un mieloma múltiple: consumidos por el cáncer, tan frágiles y quebradizos como un puñado de crispies de arroz. El Hombre de la Respiración Agónica no tardaría muchos minutos en sufrir un paro cardiaco. Si Mickey trataba de bombearle el pecho, sus huesos se quebrarían hasta hacerse añicos. Ni siquiera Mickey, seguidor de la filosofía del doctor Leggo de hacer siempre absolutamente todo lo posible por cada paciente en cada momento, se atrevería a ordenar un procedimiento de paro cardiaco.
Pero Mickey ordenó tal procedimiento. Desde todos los rincones de la Casa llegaron precipitadamente internos y residentes que, una vez en el cuarto del Hombre de la Respiración Agónica, se dispusieron a «salvarle» de la muerte apacible e indolora que le esperaba. Entré en el cuarto y me encontré con una confusión aún mayor de la que había imaginado: Mickey bombeaba el pecho del moribundo, y podía oírse cómo los frágiles huesos cedían, crujían y se quebraban bajo las carnosas manos del médico; un anestesiólogo hindú le administraba oxígeno en la cabecera de la cama mientras contemplaba con piadoso desdén todo aquel tráfago, acaso pensando en los mendigos muertos y abandonados en las calles de Bombay, al alba. Molly tenía lágrimas en los ojos, y trataba de seguir las órdenes que iba recibiendo, y el Enano gritaba: «¡Dejadle en paz, no le hagáis la resucitación!», y Mickey seguía bombeándole el pecho y quebrándole los huesos y gritando: «¡Adelante, hasta el final! ¡La sangre se la renovamos satisfactoriamente cada tres días…!»
Pero lo más repulsivo de aquel cuadro llegó cuando Howard, apretando la pipa entre los dientes como un caballo su bocado, entró corriendo en el cuarto con una sonrisa nerviosa y, decidido a tomar las riendas de la situación de forma idéntica al interno de Cómo salvé al mundo, gritó:
—¡Hay que intubar a este muchacho INMEDIATAMENTE!
Cogió una enorme aguja, localizó un vaso que palpitaba en el antebrazo —el creado por la cirugía, el meticulosamente protegido shunt entre la arteria y la vena, auténtico orgullo y gozo de Mickey y su equipo de diálisis—y, con los ojos brillantes por la emoción del interno que ha dado con un gran caso, Howie clavó la aguja a fondo y echó por tierra para siempre la gran proeza que repetían cada tres días Mickey y su equipo. Cuando Mickey lo vio, dejó de aplastar y de quebrar huesos y sus ojos se volvieron fieros como los de un púgil, y se puso a gritar fuera de sí:
—¡Mi shunt…! ¡Tú, gilipollas, era mi shunt! ¡Ha costado ocho mil dólares y lo has destrozado…!
Para mí era más que suficiente, así que me marché. Pensé: «Bueno, al menos acabará aquí el asunto y no trasladarán al Hombre de la Respiración Agónica y los Huesos Triturados a la Unidad de Cuidados Intensivos…».
Lo trasladaron a la Unidad de Cuidados Intensivos, donde Chuck estaba de guardia. Cuando bajé a ver a Chuck, vi a la familia del Hombre Agónico a la entrada. Escuchaban las explicaciones de Mickey, y lloraban. Chuck, empapado de sangre, se inclinaba sobre el revoltijo residual en tomo al Hombre de la Respiración Agónica, que ya no respiraba por él mismo sino asistido por la máquina. Luego alzó la mirada hacia mí y me dijo:
—Un gran caso, ¿eh, tío?
—¿Qué tal te va?
—De asco. ¿Sabes lo que me acaba de decir Mickey? Que lo mantenga vivo hasta mañana, por la familia. Es increíble…
—¿Por qué diablos hacemos todo esto?
—Por dinero. Tío, ¡quiero ser enormemente rico! Ya sabes, un cochazo fúnebre negro, de gángster, con tapacubos blancos y una corona en la ventanilla de atrás…
Nos sentamos en la sala de Personal y dimos unos tragos a su botella de Jack Daniels. Chuck, inclinado hacia adelante en su silla, entonó con voz suave, en falsete, «Hay una clara luna… esta noche…», y mientras le escuchaba pensé que nuestra amistad se estaba volviendo tan endeble como su sueño de convertirse en cantante. Chuck lo había pasado muy mal tratando de adaptarse a su nueva ciudad; no lograba entender, por ejemplo, cómo funcionaba en ella la corrupción. Lo habían parado por exceso de velocidad y él, siguiendo la práctica habitual de Chicago, le había tendido al policía el carné de conducir acompañado de un billete de diez dólares, gesto que le había costado una severa reprimenda por «intento de soborno a un agente de la ley» y la máxima multa prevista para esos casos. Perplejo, desplazado, se pasaba el tiempo durmiendo y comiendo y bebiendo y viendo la tele. Se podía ver su sufrimiento en los kilos de más de su cintura y en sus resacas. Yo había tratado de hablar con él sobre el asunto, pero él adoptaba una expresión vacía y me decía…, ¡me decía a mí!: «Estupendo, estupendo…». Nos íbamos replegando más y más en nosotros mismos. Cuanto más apoyo necesitábamos, más superficial se hacía nuestra amistad; cuanto más sinceridad necesitábamos, más sarcásticos nos volvíamos. He aquí una ley no escrita entre los internos: no digas nunca lo que sientes, porque si muestras una fisura acabarás hecho trizas. Pensábamos que nuestros sentimientos podían destrozarnos, al igual que las grandes estrellas del cine mudo habían sucumbido ante el sonoro.
El Enano entró en la sala de Personal, y se disculpó ante Chuck por haberle LARGADO al Hombre de la Respiración Agónica, y Mickey llegó segundos después y preguntó cómo estaba el paciente.
—Oh, bien —dijo Chuck—. Está bien.
—De acuerdo. No tendrían que haberle dado esa morfina —dijo Mickey.
—Estaba en las últimas, y sufría… —dijo el Enano, enfadándose—. Estaba…
—No importa. Me voy. Manténganlo vivo hasta mañana.
—¿Hasta qué hora? —pregunté como al desgaire.
—Hasta las ocho y media o las nueve menos… —dijo Mickey, dejando inacabada la frase al darse cuenta del ridículo que estaba haciendo. Nos lanzó una maldición y se marchó.
Seguimos sentados, acabándonos la botella, y el Enano desvió la conversación hacia su tema predilecto, el sexo. El sexo le permitía reconocerse a sí mismo, y defenderse del trauma del internado y del dolor que sentía dentro, pero a veces sus correrías genitales se le iban de las manos. Una vez lo encontré en el teléfono, con la cara congestionada, gritando:
—¡No, no he ido a casa hace bastante tiempo, y no voy a deciros dónde he estado! ¡No es asunto vuestro! —Tapando con la mano el auricular, el Enano me había sonreído con una grotesca mueca y había continuado—: ¿Que cómo me va la terapia? La he dejado. ¿June? La he dejado también. Ya sé que es una buena chica, mamá, la he dejado precisamente por eso. Ahora estoy con una enfermera, una tía muy, muy caliente, tendrías que verla…
Me había prometido a mí mismo que si el Enano empezaba a decirle a su madre lo que Angel hacía con la boca, le quitaría el teléfono para ponerme yo.
—¡Maldita sea, mamá, deja de decir eso…! Muy bien, ¿quieres saber lo que hace? Bien, pues deberías ver lo que hace con la…
—Hola, doctora Runtsky —dije, después de arrebatarle el auricular al Enano—. Soy el doctor Basch, un amigo de su hijo. —Oí las voces de la pareja de médicos saludándome—. No tienen que preocuparse por nada, Harold va de maravilla…
—Parece muy enfadado conmigo —dijo la doctora Runtsky.
—Sí, bueno, al parecer un episodio de proceso primario… —dije, pensando en Berry—. Una pequeña regresión. Pero ¡qué diablos!, nada grave…
—Sí —dijeron los dos psicoanalistas a coro—. Eso debe de ser…
—Conozco a esa enfermera, y es una chica estupenda. No se preocupen. Hasta la vista.
El Enano se había enfurecido conmigo, y me había dicho:
—Llevo diez años esperando esto.
—No puedes hacerles eso…
—¿Por qué no? Son mis padres.
—Por eso no puedes, Enano, porque son tus padres.
—¿Y qué?
—¿Y qué? Que no puedes contarles a tus padres que una enfermera anda restregándote el coño por la cara… —le grité—. Dios Todopoderoso, ¿es que ya no utilizas tus centros corticales superiores?
El Enano se había vuelto pura testosterona. Ni Chuck ni yo queríamos ahora oír los últimos tempestuosos «polvos» de Harold Runtsky, y nos levantamos para irnos. Antes de marcharnos, el Enano nos preguntó si notábamos en él algún cambio.
—No estoy amarillo —dijo—. Han pasado seis meses desde que me pinché con aquella aguja del Hombre Amarillo, y no me he puesto amarillo. El período de incubación ha pasado. No voy a morirme.
Me alegré de que el Enano no fuera a morirse, al menos no más inminentemente de lo que los demás tendríamos que morirnos, y pensé en Potts y en lo mal que lo estaba pasando. El Hombre Amarillo seguía en coma, ni vivo ni muerto. Potts había ido sufriendo una decepción tras otra; la más reciente había sido tener que capear el acceso de furia de su madre en el entierro de su padre. La última vez que había visto a Potts me había contado que estaba muy deprimido, que se sentía como solía sentirse de niño cuando su familia cerraba la casa de verano de Pawley’s Island a la llegada del invierno; después de que su madre hubiera vaciado su cuarto de todas las cosas que él amaba, Potts miraba atrás antes de partir, y veía el suelo desnudo, la sábana sobre su silla, el muñeco de un solo ojo apoyado contra las barras de metal de la cabecera de su cama… Aunque sentía un profundo desdén por el Norte, era demasiado cortés para expresarlo con palabras. Y había llegado a calmarse bastante. Mis preguntas, mi invitaciones, parecían hacer eco en sus interioridades vacías. Era difícil ser su amigo.
Al marcharme dejando a Chuck en la Unidad de Cuidados Intensivos, dije:
—Oye, tienes una voz excelente. No sólo buena, Chuckie, sino excelente…
—Lo sé. Y tú mantén la calma, Roy, mantén la calma…
No era nada fácil mantener la calma en la Ciudad de los Gomers. Los habituales horrores de los gomers empeoraron un tanto en aquella guardia. A medianoche me sorprendí agachado sobre una Rose del Cuarto de las Roses, dando puñetazos en la cama mientras repetía entre dientes, una y otra vez, ODIO ESTO, ODIO ESTO… Pero fue Harry el Caballo quien me dio la puntilla aquella noche. Humberto y yo habíamos planeado cuidadosamente lo siguiente: le aseguraríamos a Harry que podía quedarse, lo dejaríamos «colgado» con un Valium y a la mañana siguiente lo trasladaríamos a la residencia en coche nosotros mismos. No se lo habíamos contado a nadie, ni siquiera al Gordo. A la mañana siguiente me despertó la enfermera diciéndome que Harry tenía un ritmo cardiaco aceleradísimo, que le dolía mucho el pecho, que parecía que se estaba muriendo y que si debía dar la voz de alarma para un procedimiento de paro cardiaco. Grité para despertar a Humberto, que dormía en la litera de arriba, salté de la mía y salí corriendo hacia la puerta con Humberto pisándome los talones. De pronto me detuve, y lo hice con tanta brusquedad que Humberto chocó contra mí como un personaje de los Keystone Kops, y le dije:
—Tú quédate aquí, amigo. En este estadio de tu formación aún no debes ver ciertas cosas.
Entré a la carrera en el cuarto de Harry, donde éste decía una y otra vez EH, DOCTOR, ESPERE… mientras se agarraba el pecho con la mano; me acerqué a él y, mirándole a los ojos, le pregunté:
—¿Quién se lo ha dicho, Harry? ¿Quién le ha dicho que va a volver a la residencia?
Sabedor de que ahora podría quedarse, Harry dijo:
—P…, P-p-p…, Putzel.
—¿Putzel? Putzel no es su médico, Harry. Su médico es Pequeño Otto. Se refiere al doctor Kreinberg, ¿verdad, Harry?
—No… P-p-p…, Put… zel.
¿Así que había sido Putzel…? Bueno, el caso es que Harry había logrado infartar un poco más su ventrículo a fin de quedarse en la Ciudad de los Gomers otras seis semanas, dos más que Eddie o yo o el Gordo o Hooper, de forma que iba a tener internos y residentes nuevos a quienes podría engañar mucho más fácilmente, pues ellos probablemente le informarían de cuándo iba a ser LARGADO y él podría «entrar» en aquel ritmo de infarto sin premuras de tiempo ni agobias. Yo había perdido, pues. Y Harry el Caballo había ganado.
Cuando volvía a la cama pasé por el cuarto de Saul, el sastre leucémico. Mi mortificante empeño por conseguir —en contra de su voluntad—una segunda remisión de la enfermedad le había hecho empeorar. Estaba comatoso; según la mayoría de los criterios legales, estaba ya muerto. No iba a recuperarse, pero podía mantenerlo vivo durante mucho tiempo. Miré aquella forma pálida sobre la cama. Oí cómo los grumos de flema fluían y re fluían al ritmo de su aliento. Ya no podía suplicarme que lo matara. Su mujer, cada vez más amargada —además de sufrir se estaba gastando el dinero de la jubilación—, me dijo:
—Ya basta. ¿Cuándo va a dejarle morir en paz?
Podía hacer que muriera. Me sentía tentado. Era imposible no sentir tal tentación. Llegué a su puerta y pasé apresuradamente de largo. Intenté dormir, pero la fantasmagórica noche seguía bullendo en mi cerebro, y para cuando amaneció habían sucedido tantas cosas capaces de quebrantarme que cuando me vi de pie ante el ascensor, esperando a que bajara y pudiera subirme a la Ciudad de los Gomers para el reparto de fichas diario, me sentía furioso, a punto de estallar.
El ascensor no se movía. Me puse a dar manotazos al botón, pero el ascensor seguía sin moverse. De pronto perdí los estribos. Empecé a aporrear la puerta, a patear el pulido metal de la franja de abajo y a lanzar puñetazos contra el pulido metal de la franja de arriba, y a gritar ¡BAJA, BASTARDO. MALDITO BASTARDO, BAJA…! Parte de mí se preguntaba qué diablos estaba haciendo, pero seguía golpeando y pateando la puerta y gritando como una cretina acromegálica de parto que le gritara al feto ¡BAJA, BASTARDO. MALDITO BASTARDO, BAJA…!
Por fortuna apareció Eddie Trágate-Mi-Polvo y me calmó y subió conmigo al reparto de fichas. Cuando le pregunté si pensaba que me había portado como un estúpido, dijo:
—¿Como un estúpido? Qué va, Roy. ¡Lo que creo es qué le has dado a ese jodido ascensor su merecido!
Aquella mañana, en el reparto de fichas, pensé en cómo el doctor Putzel había echado por tierra mi plan para deshacerme de Harry el Caballo, y decidí contraatacar. Difundiría un rumor. Le pregunté a Eddie si había oído algo sobre un interno que había intentado asesinar a Putzel metiéndole una bala en el cerebro, y Eddie dijo:
—¡Eh, una Medicina contundente! ¡Es lo que el muy cabrón se merecería!
—¿Por qué una bala? —preguntó Hooper el Hiperactivo—. Lo mejor sería ponerle algún artilugio para que el sigmoidoscopio le estallara al encenderlo.
—Escuchadme, chicos —dijo el Gordo—. Dejad en paz a Putzel. Acabad con ese rumor ahora mismo.
—¿Estás preocupado por tu beca? —dije, tomándole el pelo.
—Estoy preocupado por mi Equipo A. Si seguís por ese camino, no vais a conseguir aprobar el internado. Creedme, porque lo sé. Lo sé de buena tinta.
—Tirar a matar —dijo Trágate-Mi-Polvo, como si no hubiera oído nada de lo que había dicho el Gordo—. Ponerle una trampa bomba… ¡Bummm! —Siguió acariciando el pensamiento, y al cabo puso los ojos como platos, se pasó la lengua por los labios y gritó—: ¡BUUUMMM!
Dos noches después, cuando volví a estar de guardia, Berry insistió en acompañarme. Preocupada por lo que ella llamaba mi comportamiento «maniaco» y por mi descripción «límite» de lo que los gomers me estaban haciendo y lo que yo les hacía a ellos, había pensado que quizá lo comprendería todo mejor si lo veía por sí misma. También quería conocer al Gordo. Humberto y yo la llevamos a visitar la Ciudad de los Gomers. Los vio a todos. Al principio trató de hablar con los gomers como si fueran seres humanos, pero pronto admitió que era inútil, y ya no habló con nadie más. Después de nuestra última parada, el Cuarto de las Roses, donde insistí en que escuchara a través de mi estetoscopio la respiración asmática de una Rose, Berry pareció muy impresionada.
—Gran caso esa última Rose, ¿eh? —dije, sarcásticamente.
—Me pone triste —dijo Berry.
—Bien, la cena de las diez seguro que te alegra.
En la cena de las diez observó cómo los internos jugaban al «Juego de los Gomers», en el que alguien lanzaba una respuesta —supuestamente dada por un gomer—, como «Mil novecientos doce», y los demás tratábamos de adivinar la pregunta que había dado lugar a tal respuesta, como por ejemplo «¿Cuándo tuvo su última actividad intestinal?», o «¿Cuántas veces ha sido ingresada aquí?», o «¿Qué edad tiene usted?», o «¿En qué año estamos?», o incluso «¿Quién es usted?» o «¿Quién soy yo?» o «¿Quiere que gritemos ¡yupi!?»
—Es enfermizo —dijo Berry luego en tono apagado, casi furioso—. Es enfermizo.
—Te lo dije: los gomers son horribles.
—No me refiero a los gomers sino a vosotros. Ellos me ponen triste, pero la forma que tenéis de tratarlos, de burlaros de ellos como si fueran animales…, es de enfermos. Estáis enfermos.
—Lo que pasa es que no estás acostumbrada —dije.
—¿Crees que si estuviera en vuestro lugar haría lo mismo que vosotros?
—Sí.
—Puede que sí. Bien, acabemos cuanto antes. Llévame a ver a vuestro líder.
Encontramos al Gordo en la Ciudad de los Gomers, «desatascando» manualmente a Max el Parkinsoniano. Con dos pares de guantes y con mascarilla quirúrgica para filtrar en lo posible el hedor, Teddy y el Gordo hurgaban en el insondable «tapón» de heces del megacolon de Max, mientras de la cabeza calva de éste, llena de cicatrices purpúreas, nos llegaba una inacabable cantinela: ARREGLARME EL BULTO, ARREGLARME EL BULTO, ARREGLARME EL BULTO… En la radio de Teddy sonaba Brahms. El olor era más fuerte que el de la mierda fresca.
—Grasas —dije desde el umbral—, te presento a Berry.
—¿Qué? —dijo Grasas, sorprendido—. Oh, no… Hola, Berry. Basch, eres idiota. ¿No querrás que vea esto? Fuera de aquí. Os veo en un momento.
—Estoy aquí para ver —dijo Berry—. Dime lo que estás haciendo. Entró en el cuarto. El Gordo empezó a explicarle lo que estaban haciendo, pero cuando las vaharadas llegaron a ella, Berry se tapó la boca y salió de estampida del cuarto.
Grasas se volvió hacia mí, enfurecido.
—Basch, a veces actúas como un marine en «descanso cerebral». Como un auténtico cretino. Teddy, termínalo tú. Tengo que hablar con la pobre chica que aguanta al memo de Basch.
Cuando Berry salió del servicio de señoras, parecía que había estado llorando. Al ver al Gordo, dijo:
—¿Cómo…, cómo eres capaz de hacer eso? Es nauseabundo.
—Sí —dijo el Gordo—. Lo es. ¿Que cómo puedo? Bueno, Berrry, cuando nos hagamos viejos y seamos nauseabundos, ¿quién va a cuidar de nosotros? Alguien tiene que hacerlo. No podemos largarnos y dejarlos solos. —Luego, con expresión triste, añadió—: Viéndote reaccionar así me acuerdo de lo repulsivo que es todo esto. Es horrible, pero no tenemos más remedio que olvidarnos. Venga, Berry, vámonos —dijo, pasándole uno de sus gruesos brazos por el hombro—. Ven a mi despacho. Tengo una provisión especial de gaseosa Dr. Pepper. En ocasiones como ésta, el Dr. Pepper ayuda.
Echaron a andar hacia la sala de guardias, y les seguí, y dije:
—Un gran caso, Grasas. ¿Sabes, Berry? La mayoría de la gente es como tú y como yo, odia la mierda, pero Grasas la adora. Incluso va a dedicarse a la Gastroenterología.
—Cállate, Roy —me espetó Berry.
—Cuando un gastroenterólogo mira por el tubo de un sigmoidoscopio, ¿sabes lo que tenemos?
—¡BASTA YA! Vete. Quiero hablar con Grasas a solas.
—¿A solas? ¿Por qué?
—Por nada. Vete.
Enfadado y celoso, los vi alejarse, y les grité:
—¡Pues tenemos mierda mirando mierda!
El Gordo se volvió, furioso, y dijo:
—No hables así.
—¿Hiero tus sentimientos, Grasas?
—No, pero hieres los de ella. No puedes utilizar nuestras bromas con la gente de fuera de la Casa, con la gente como ella.
—Claro que puedo —dije—. Tienen que ver…
—¡NO, NO TIENEN POR QUÉ…! —aulló el Gordo—. No tienen necesidad de ver nada, y además no quieren. Hay cosas que han de quedar en privado, Basch. ¿Crees que los padres quieren oír cómo los maestros se ríen de sus hijos? Piensa con la maldita cabeza. Tienes una mujer estupenda, y créeme, mujeres así no son fáciles de encontrar y conservar, sobre todo si eres médico. Me pone furioso ver cómo la tratas.
Una hora después me llamaron para que fuera a verlos. Me sentí como ante un tribunal militar. Berry dijo que Grasas y ella estaban preocupados por mí, por mi amarga actitud sarcástica y mi rabia.
—Creí que me habías dicho que debía expresar lo que sentía —dije.
—Con palabras —dijo Berry—, no con actos. No sacando lo que llevas dentro para lanzarlo contra pacientes y colegas… Grasas me ha contado lo del rumor que has inventado sobre el doctor Putzel.
—Te pescarán, Roy —dijo el Gordo—. Y te lo harán pagar.
—No pueden hacerme nada. No pueden hacer funcionar la Casa sin internos. Puedo hacer lo que me venga en gana. Soy indispensable, invulnerable.
—Es peligroso… La externalización es una defensa muy endeble.
—Otra vez con jeroglíficos —dije—. ¿Qué diablos es la externalización?
—Ver el conflicto como algo externo a uno. El problema no está fuera de ti, sino dentro. Cuando lo comprendas, verás que «se rompe» algo…
—Tengo que verlo como lo veo si quiero sobrevivir.
—No es cierto. Mira a Grasas. Tiene una forma de lo más saludable de lidiar con esta increíble situación. Utiliza la compasión, el amor. Es capaz de reírse.
—Yo también soy capaz de reírme —dije—. Yo también me río.
—No, tú no te ríes. Tú gritas.
—Antes solías decir que era un cínico, que estaba enfermo. Él fue el que me enseñó a llamades gomers a esos pobres viejos.
—Él no ha matado la parte humanitaria y generosa que hay en él. Tú sí.
—Mira —dijo el Gordo en tono grave—. Dejémoslo, ¿vale? No podemos decirle lo que tiene que hacer. Aunque parezca mentira, yo el año pasado estaba mucho peor que él, y no permitía que nadie me dijera nada. Incluso en julio pasado estaba peor que él. Este año es el tuyo, Roy. Y sé lo que es… Es un infierno.
—Eso del doctor Putzel me da mucho miedo —dijo Berry. ¿Por qué él?
—Porque cada día que se pone delante del espejo y se endereza la pajarita, se dice a sí mismo: «¿Sabes, Putzie?, eres un gran médico. No un buen médico, no. Un gran médico». Lo odio. ¿Dices que tienes miedo? Entonces deberías verlo a él. ¡Tiembla de pies a cabeza! ¡Está a punto de venirse abajo! Ja, ja.
—No odias a Putzel, sino a ti —dijo Berry—. Odias algo que llevas dentro. ¿Lo entiendes?
—No. Y sí le odio. Grasas sabe lo gilipollas que es Putzel.
—No lo hagas, Roy —dijo Berry—. Sólo te harás daño a ti mismo.
—Grasas, díselo.
—Putzel es un gilipollas, es cierto —dijo el Gordo—. Un sacacuartos, un incompetente y un mierda. Cierto. Pero no es el monstruo que tú quieres hacerle parecer. Es un pelele inofensivo. Me da pena. Déjale en paz. Sea lo que sea lo que estés tramando, no lo hagas.
Sí lo hice. Dejé pasar una semana para que el rumor hiciera su labor corrosiva en Putzel. Había llegado mi hora. Encontré a Putzel cogiéndole la mano a una Rose; me deslicé sigilosamente hasta su espalda y le susurré al oído:
—Estoy harto de usted, Putzel. Le juro que en el curso de las próximas veinticuatro horas voy a matarle.
Putzel brincó de la cama, me dirigió una mirada de pánico y salió corriendo del cuarto. Salí al pasillo y me quedé mirando cómo se alejaba a la carrera aquel pequeño emperador de los test intestinales: mantenía la espalda casi pegada a la pared, y de cuando en cuando se refugiaba en alguna puerta, como con miedo a recibir un disparo, y finalmente se perdió al fondo del pasillo. Y yo me fui tranquilamente a la reunión de examen de los casos.
No lo conseguí. Dos gorilas de Seguridad de la Casa arremetieron contra mí, me retorcieron los brazos en la espalda y me llevaron a la sala de guardias. Me pusieron de cara a la pared, me cachearon en busca de un arma y me sentaron frente a Lionel, el Pez, el Gordo y —trémulo en un rincón—el doctor Putzel.
—Pero ¿qué diablos pasa? —dije.
Todos miraron a Putzel, que al cabo de unos segundos dijo:
—Había oído el rumor de que un interno quería matarme, y entonces…, entonces va éste y me dice al oído que en las próximas veinticuatro horas va a matarme.
Esperé hasta que el silencio se hizo insoportable, y dije:
—¿Qué ha dicho usted?
—Usted me ha dicho que iba a… matarme.
—Doctor Putzel —dije, en tono incrédulo—, ¿se ha vuelto loco?
—¡Me lo dijo! ¡Se lo oí decir! ¡No lo niegue delante de mí!
Lo negué, por supuesto, y dije que cualquiera que pensara que un interno podía ser capaz de amenazar de muerte a un Médico Privado de la Casa de Dios estaba loco de remate, y les dije a los gorilas que dejaran que me fuera.
—¡No! ¡No le dejen marchar! —gritó Putzel, tratando de agarrarse a las paredes como un maniaco presa del pánico.
—Miren —dije—. No soy más que un interno que trata de hacer su trabajo. No puedo reponsabilizarme de este chiflado. Les veré luego, ¿de acuerdo?
—¡NO! ¡NOOO…! —gimió Putzel, poniendo los ojos en blanco como un demente.
—¿Qué cree que debemos hacer? —le preguntaron al Pez los gorilas.
—No lo sé —dijo el Pez—. ¿Grasas?
—Nunca he visto nada parecido —dijo el Gordo—. Pero una cosa es segura: la forma de actuar del doctor Putzel es de lo más extraña.
—De lo más extraña… —estaba diciendo el doctor Leggo mientras yo le escuchaba sentado en su despacho, único lugar seguro al que finalmente decidieron enviarme—. Sí, es de lo más extraña… —añadió, mirando por la ventana y sumiéndose en la contemplación de aquel punto en el espacio donde al parecer se hallaban las respuestas a las cosas más extrañas—. Me refiero a que, claro, usted no le amenazó con matarle… ¡No lo hizo, por supuesto! —concluyó, y la consternación hacía aún más morada su horrible mancha de nacimiento.
—¿Cómo iba a hacer yo una cosa así, señor?
—Exactamente. Es extraordinario.
—¿Puedo hablarle confidencialmente?
—Dispare… —dijo el doctor Leggo, preparándose para otro golpe.
—Para mí esto prueba que el doctor Putzel es un enfermo.
—¿Un enfermo? ¿Un Médico Privado de la Casa?
—Exceso de trabajo. Necesita un descanso. Y quién no, señor… y quién no.
El Jefe Médico calló unos instantes, como perplejo, pero luego volvió a iluminársele la cara y dio con la respuesta:
—Bueno, todos lo necesitamos, en efecto. Todos lo necesitamos. Le diré al doctor Putzel que se tome un descanso, que lo necesita tanto como cualquiera de nosotros. Gracias, Roy, y siga perseverando en el trabajo, siga haciendo méritos…
—¿Méritos? ¿Para qué?
—¿Para qué? Pues… para…, pues para los premios. Eso es, siga haciendo méritos para los premios.
Me sentía bien. Acaso mejor que nunca. Mi única punzada de pesar venía de que había dado aquel paso por mi cuenta y riesgo, dejando atrás a Berry y al Gordo, los seres que decían preocuparse de mí, los seres con quienes yo contaba para salvarme…