—Quiero comer —dijo Tina, la mujer que había llegado en taxi desde Albany.
—No puede comer —dijo Eddie Trágate-Mi-Polvo.
—Quiero comer.
—No puede comer.
—¿Por qué no puedo comer?
—Porque no le funcionan los riñones.
—Sí que me funcionan.
—No le funcionan.
—Sí me funcionan.
—No le funcionan. ¿Cuándo fue la última de vez que hizo pis?
—No me acuerdo.
—¿Lo ve? No le funcionan.
—Quiero comer.
—¡Si los riñones no le funcionan no puede comer! Va a firmar para la diálisis y va a tener una vida asquerosa.
—Entonces quiero morirme.
—¡Así se habla, señora, así se habla! —dijo Eddie Trágate-Mi-Polvo.
Y pasando de largo al taxista de Albany, que trataba de cobrar su carrera de doscientos dólares más propina, Eddie y yo dejamos a Tina y nos sentamos para el reparto de fichas del Gordo.
—Ficha uno —dijo Grasas—: Golda M.
—Un caso interesante —dijo Eddie—. La Dama de los Piojos. Setenta y nueve años de edad, ingresada directamente desde el suelo de su cuarto, donde fue encontrada haciendo muecas como en una versión estilo Barbie de El exorcista. Ganglios linfáticos del tamaño de ciruelas por todo el cuerpo. La pobre mujer se cree que está en la cola del autobús en St. Louis, y tiene PIOJOS.
—¿Piojos?
—Exacto. Esos bichitos que corretean por el pelo. Las enfermeras se niegan a entrar en su cuarto.
—Muy bien —dijo el Gordo—. No hay problema. Lo que hay que hacer para LARGARLA es encontrarle un cáncer o una alergia. Necesitamos análisis de piel: tuberculosis, moniliasis, estreptococos, excrementos de parásitos, foo yong… y demás. Un test de piel positivo explicaría los ganglios, y justificaría una LARGADA de vuelta al suelo de su casa.
—Putzel, su Médico Privado, dice que no permitirá que la pobre anciana vuelva allí. Pide que la «ubiquemos», que le encontremos una plaza en algún sitio.
—Estupendo —dijo Grasas—. Llamaré a Selma. ¿El siguiente? Sam Levin…
—A propósito —dijo Trágate-Mi-Polvo—: no he tenido ocasión de decirle a Putzel lo de los piojos. Y acaba de entrar en su cuarto.
Una buena jugada, ¡bien por Eddie!
—Sam, de ochenta y dos años, tiene demencia senil y está solo en el mundo. Vive en una pensión. Fue recogido por la policía por merodeo. Cuando los polis le preguntaron dónde vivía, dijo «Jerusalén», y fingió que se desmayaba, así que lo LARGARON aquí. Una diabetes grave. Es un notorio pervertido. Su principal queja: «Tengo hambre».
—Pues claro que tiene hambre —dijo el Gordo—. Su diabetes le está quemando: utiliza su propio cuerpo como combustible. ¿Piojos y perversión sexual? Pero ¿a qué sitio están viniendo los judíos?
—Al Cuervo Negro —dijo Hooper.
—A la Ciudad de la Insulina —dijo Grasas—. Una LARGADA difícil… ¿El siguiente?
—Deberías saber —dijo Eddie—que Sam Levin es un viejo que se come todo lo que pilla. Así que ten cuidado con tu despensa, Grasas.
Grasas se levantó y cerró con llave su taquilla, en la que guardaba un auténtico alijo de comida, incluidos varios salamis ganadores de cierto premio nacional hebreo.
—La siguiente es Tina la Rápida, la mujer del taxi —dijo Eddie—, una paciente privada del doctor Leggo.
En este punto el taxista se puso a gritar exigiendo el pago de su carrera, y Grasas lo LARGÓ a AYUDA. El hombre se fue maldiciendo, y entró Bonni y le dijo a Eddie:
—La botella de goteo de su paciente Tina Tokerman se ha acabado. ¿Qué quiere que le cuelgue ahora?
—A la propia Tina —dijo Eddie.
—Eso no tiene gracia. Y en cuanto a los piojos, en nuestro trabajo no entra despiojar. Es cosa de los internos.
—Mierda —dijo Trágate-Mi-Polvo—. Es cosa de las enfermeras, porque las enfermeras ya tienen piojos.
—¿Qué? ¡Habráse visto! ¡Voy a llamar a la supervisora! ¡Y para lo de los piojos, ahora mismo marco AYUDA! Tenemos problemas de comunicación. Adiós.
—Qué más da —dijo Eddie—. Vi a Tina, y pensé: mmm…, demencia senil; iré directamente al grano: una punción lumbar. Y eso es lo que he hecho.
—¿Lo primero que le has hecho es una punción lumbar? ¿Le has pedido permiso al Leggo?
—No…
—¿Una paciente privada del doctor Leggo que ha recorrido quinientos kilómetros en taxi y empiezas con un tratamiento invasivo sin antes pedirle permiso al Leggo? ¿Por qué?
—¿Por qué? Se trataba de ella o yo, por eso.
—Puede que a Tina no le haya importado —dijo el Gordo.
—Oh, sí que le ha importado… Chillaba como un animal. Y a las tres de la madrugada he oído por allí a un chiflado silbando «Daisy, Daisy, dame una respuesta de verdaaad…».
—Daisy, Daisy… —dijo Grasas, mirando por la ventana la cara de un operario que estaba colgado como una araña de la tela cada vez más alta del Ala de Zock—. No creo que el doctor Leggo hubiera venido a esa hora. ¿Por qué iba a hacerlo?
Quiero decir que no existe ningún Ala de Tina Tokerman, ¿no?
—Tina estaba tan furiosa que me soltó un golpe en la nariz y me empezó a subir y bajar por la cara esa especie de dolor cosquilleante que te pone los ojos llenos de lágrimas. Y entonces vi que tenía que meterle una de esas gruesas agujas en la yugular interna.
—¿No le habrás puesto un catéter de ésos en el cuello? Sabes que el Leggo los odia porque en sus tiempos se las arreglaban sin ellos y porque además no los entiende…
—Aciertas, no lo he hecho.
—Muy bien, Eddie, muy bien —dijo Grasas.
—Pero lo intenté por todos los medios, y cuando estaba intentándolo el doctor Leggo entró y le preguntó a Tina: «¿Sucede algo, querida?», y Tina gritó: «¡Sí! ¡Esta aguja en el cuello!» y el doctor Leggo se volvió hacia mí y me dijo: «En mis tiempos nos pasábamos sin esos catéteres, ¿sabe? Sáqueselo enseguida y vaya a verme mañana por la mañana a mi despacho». Y Tina se niega a firmar la autorización para la diálisis.
—Eddie —dijo Grasas con voz suave—, no sigas haciendo lo que haces. Créeme, no vale la pena enfrentarse a esos tipos. Tómatelo con calma; será mucho mejor que te tomes las cosas con calma, ¿de acuerdo? Dios, un caso difícil: la única posibilidad de mejora de su demencia es la diálisis, pero lo que le impide firmar la autorización para la diálisis es su demencia. Una LARGADA realmente difícil.
—¿Qué tal si le sujetamos un bolígrafo en la mano y garabateamos su nombre? —preguntó Hooper—. Es lo que hago para que mis gomers firmen la autorización para la autopsia.
—¡Pues deja inmediatamente de hacerlo, es ilegal! —aulló Grasas.
—No te preocupes —dijo Eddie—. Cuando Tina se dé cuenta de que por la noche, cuando estoy de guardia, está totalmente a mi merced, firmará. Ya verás como firma, Grasas.
Aquella misma mañana, más tarde, Hooper, el Gordo y yo estábamos sentados en el cuarto de enfermeras. El Gordo estaba leyendo el Wall Street Journal, y Hooper y yo mirábamos el tráfico. Aún seguíamos riéndonos de haber visto a Lionel, el Chaqueta Azul de AYUDA, que había sido llamado por una enfermera, mirando los números de los cuartos y luego, tras estirarse la chaqueta y ordenarse el tupé con sendos ademanes relamidos, entrando en el cuarto de la Dama de los Piojos, ¡un cuarto lleno de ladillas! Eddie había sido convocado al despacho del doctor Leggo, y estábamos muy preocupados, pero vimos con alivio que el doctor Leggo se acercaba por el pasillo con Eddie, a quien le había pasado el brazo por el hombro. Mientras esperábamos al Pez para poder empezar las visitas con nuestro zanquilargo Jefe Médico, Grasas rescató a Eddie, nos empujó a todos al interior de la sala de guardias y cerró la puerta a nuestra espalda.
—Muy bien, Eddie —dijo el Gordo—, estás metido en un buen lío.
—¿A qué te refieres? Hemos tenido una charla muy amable. «Proceda con cuidado con Tina», es todo lo que me ha dicho. Hasta me ha puesto el brazo en el hombro cuando veníamos hacia aquí.
—Exactamente —dijo Grasas—. El brazo encima del hombro. ¿Has mirado detenidamente alguna vez la anatomía de ese brazo? Dedos de rana de San Antonio, con ventosas en las puntas. Aracnodactilia, como las arañas. Doble articulación en los nudillos, articulación universal en las muñecas, codo y hombro. Cuando el Leggo pone el brazo alrededor de alguien, a menudo significa el final de una prometedora carrera. El último tipo al que le pasó el brazo por el hombro fue a Dubler el del Cuarto de la Granada, y ¿sabéis adónde fue Dubler a hacer su beca de investigación?
—No.
—Nadie lo sabe. Y dudo mucho que fuera en la Norteamérica continental. El Leggo te pasa el brazo por el hombro y te susurra al oído algo parecido a «Akron» o «Utah» o «Kuala Lum… puf», y allí es donde vas. Yo no quiero disfrutar de mi beca en el Gulag, ¿entendéis?
—La tuya, vale —dijo Eddie—. Pero ¿y la mía? En Oncología.
—¿Qué? ¿De veras? ¿En cáncer?
—Pues claro. ¿Qué puede haber mejor que un gomer con cáncer?
La visita docente de aquel día la impartió el Jefe Médico, el doctor Leggo, y fue presentada por el Pez. El paciente era un tal Moe, un duro camionero que había tenido que pasarse horas y más horas en el frío helador para repostar su camión durante la crisis de la gasolina. Tenía una rara enfermedad de la sangre llamada crioglobulinemia, que hacía que con el frío la sangre se le coagulase en los pequeños vasos. El dedo gordo del pie se le había enfriado tanto y se le había puesto tan blanco como el de un cadáver tendido en la morgue.
—¡Qué gran caso! —exclamó el doctor Leggo—. Permítanme que les haga algunas preguntas.
La primera, realmente difícil y dirigida a Hooper, obtuvo la respuesta siguiente:
—No lo sé.
Y la respondió el propio doctor Leggo, que se extendió luego en una breve disertación. La siguiente pregunta, que no era difícil, se la hizo a Eddie, y éste respondió:
—No lo sé.
El doctor Leggo le concedió el beneficio de la duda, y acto seguido dio una pequeña conferencia al respecto con la que ni a Eddie ni a ninguno de nosotros nos descubría nada nuevo. El Pez y el Gordo empezaban a sentirse un poco inquietos ante lo que estaba sucediendo, y la tensión subió cuando el doctor Leggo se volvió a mí y me hizo una pregunta tan fácil que hasta cualquier memo lector del Time sería capaz de contestar. Me tomé mi tiempo, fruncí el ceño y dije:
—Yo… No lo sé, señor.
El doctor Leggo dijo:
—¿Ha dicho que no lo sabe?
—Eso es, señor, y me enorgullece decirlo.
Desconcertado y molesto, el doctor Leggo dijo:
—En mis tiempos, la Casa de Dios era una de esas instituciones en las que al interno, en las visitas docentes, le daba apuro decir «No lo sé». ¿Qué está pasando aquí?
—Bueno, señor, verá: Fishberg nos dijo que quería que la Casa de Dios fuera de ese tipo de sitios en los que un interno pudiera enorgullecerse de decir «No lo sé», y, puede creernos, Jefe, nos enorgullece hacerlo…
—¿Sí? ¿Eso les dijo Fishberg? El… Bueno, no importa. Veamos a Moe.
El Jefe Médico ardía de entusiasmo ante la idea de ocuparse del dedo gordo del pie de Moe Dedo Gordo, pero una vez junto a su cama, quién sabe por qué, fue directamente a su hígado y se puso a manosearlo sensualmente. Finalmente acometió el dedo gordo del pie de Moe Dedo Gordo, y ya nadie supo con certeza lo que pasó a continuación. El dedo estaba blanco y frío, y el doctor Leggo, en íntima comunión con él, como si aquel apéndice carnoso fuera capaz de hablarle de los grandes dedos muertos del pasado, lo examinó, lo palpó, lo movió de un lado para otro y, por último, inclinándose sobre él, le hizo algo con la boca. Ocho de nosotros contemplábamos la escena, y más tarde habría ocho opiniones diferentes sobre lo que el doctor Leggo le hizo al dedo gordo de Moe. Algunos dijeron que mirarlo, otros que soplarlo, y otros que chuparlo. Lo que todos presenciamos, asombrados, fue cómo el doctor Leggo se enderezó y, mientras acariciaba distraídamente aquel dedo gordo como si se tratara de un amigo reciente, le preguntó a Moe Dedo Gordo cómo tenía el dedo, y Moe dijo:
—Bueno, no demasiado mal, amigo, pero ya que está usted en faena, ¿por qué no me hace lo mismo un poco más arriba?
—¿Los Diez Mandamientos y el pollo? —le pregunté al Gordo aquella noche, mientras esperábamos los ingresos y la cena de las diez.
—Exacto. Charlton Heston, judíos aplastados bajo las rocas, y luego el «pollo con huellas de neumáticos» de la Casa de Dios. Y Teddy.
—¿Quién es Teddy?
Teddy resultó ser uno de los muchos pacientes que amaban al Gordo. Superviviente de los campos de concentración, Teddy había ingresado en la Sala de Urgencias de la Casa desangrándose a causa de una úlcera una noche en que el Gordo estaba de guardia. El Gordo lo había LARGADO a Cirugía, y a Teddy, después de perder medio estómago, le habían convencido de que el Gordo le había salvado la vida. Teddy «es propietario de una tienda de platos preparados y se siente muy solo y, cuando estoy de guardia, suele venir a verme con una bolsa de comida. Le pongo una bata blanca y le doy un estetoscopio y hace como que es médico. Un tipo estupendo, este Teddy». Y, en efecto, estábamos Grasas, Humberto —mi BMS mexicano-norteamericano—y yo sentados en la sala de la televisión viendo cómo empezaba a rugir el león de la Metro cuando vimos entrar a un tipo delgado, de aire preocupado y ajado traje negro, con una radio que emitía una melancólica música de Schumann en una mano y una gran bolsa de papel con manchas de grasa. Mientras Moisés pasaba de ser un bebé entre juncos y rodeado de extras italianos a ser un altísimo y brillante egipcio con cara de Charlton Heston, el Gordo y Teddy y Humberto y yo gobernábamos la sala a través del sistema telefónico de Bell. Hacia el momento en que Dios, haciendo de galeno, tendía los Diez Mandamientos y decía: «Toma estas dos tablas y llámame por la mañana», Harry el Caballo sintió un dolor en el pecho. Envié a Humberto a hacerle un electrocardiograma, y cuando volvió, el Gordo, sin mirar siquiera el resultado, dijo que se trataba de «un marcapasos nodal ectópico que releva al nódulo sinusal y produce dolor pectoral. Y tenía razón».
—Pues claro que tengo razón. El médico privado de Harry, Pequeño Otto, ha ideado un método para mantener a Harry aquí indefinidamente: siempre que Harry está a punto de ser LARGADO a otra parte, Pequeño Otto le dice que lo van a trasladar, y entonces Harry hace que su corazón empiece a marchar a un ritmo desenfrenado y que lo atenace un dolor en el pecho, y entonces Pequeño Otto le dice que se queda. Harry es el único ser humano de la historia con absoluto control de su nódulo auriculoventricular.
—El nódulo auriculoventricular no puede nunca controlarse a voluntad —dije.
—Harry el Caballo sí puede.
—Entonces, ¿cómo vamos a conseguir que se vaya?
—Diciéndole que puede quedarse.
—Pero si le decimos eso se quedará para siempre.
—¿Y? Y si así fuera ¿qué? Es un colega, un hermano. Un tipo estupendo.
—Claro, tú no tienes que cuidar de él… —dije, irritado.
—Apenas te da trabajo. Déjale quedarse. Le encanta estar aquí. ¿A quien no?
—A mí sí —dijo Teddy—. Aquí pasé las seis semanas mejores de mi vida.
Terminaba ya Los Diez Mandamientos cuando recibimos una llamada informándonos de un ingreso en la Sala de Urgencias, y Grasas nos reunió a su alrededor y dijo:
—Tíos, rezad para que este ingreso sea nuestro vale para dormir.
—¿Cómo? —dijo Teddy—. ¿Es que necesitáis un vale para dormir aquí?
—Necesitamos un ingreso a eso de las once, alguien que no nos dé mucho trabajo; así, cuando terminemos, podremos irnos a la cama y al relevo no se le ocurrirá llamarnos para otro ingreso a las cuatro de la madrugada. Rezad, amigos, rezad a Moisés y a Israel y a Jesucristo y a la nación mexicana entera.
Nuestras plegarias fueron atendidas. Bernard era un joven de ochenta y tres años: no era un gomer, sino alguien perfectamente capaz de hablar. Había sido transferido desde el MBH, el hospital rival de la Casa de Dios. Fundado en la época colonial por los WASP, «la inseminación» del MBH con genes no WASP sólo había tenido lugar hacia mediados del presente siglo, con la simbólica admisión de algún virtuoso y polifacético cirujano oriental, y más tarde, con la admisión asimismo simbólica de algún brillante judío de Medicina Interna. Pero el MBH seguía siendo «Brooks Brothers», mientras que la Casa de Dios seguía siendo «Garment District». Para los judíos del BMS la contraseña era: «Viste british, piensa yiddish». En la Casa de Dios era raro recibir una LARGADA del MBH, y el Gordo sentía curiosidad:
—Bernard, usted ingresó en el MBH, donde le hicieron todo tipo de análisis, un gran trabajo; pero usted les dijo luego que quería ser trasladado aquí. ¿Por qué?
—Pues la verdad es que no lo sé… —dijo Bernard.
—¿Fue por los médicos? ¿No le gustaban los médicos?
—¿Los médicos? No, no me puedo quejar de los médicos.
—¿Los análisis, el cuarto?
—¿Los análisis, el cuarto? No, no me puedo quejar de eso.
—¿Las enfermeras? ¿La comida? —siguió preguntando el Gordo, pero Bernard negó con la cabeza. El Gordo se echó a reír y dijo—: Mire, Bernie, usted fue al MBH, y le hicieron una tanda completa de análisis, todo perfecto, y cuando le pregunto que por qué ha querido venir aquí lo único que me dice es que no puede quejarse de nada… Por el amor de Dios, dígame ¿por qué ha querido venir a la Casa de Dios? ¿Por qué, Bernie, por qué?
—¿Por qué he querido que me traigan aquí? Bueno… —dijo Bernie—, pues porque aquí puedo quejarme.
Cuando me dirigía hacia la cama del cuarto de guardias, la enfermera de noche se acercó a mí y me preguntó si le hacía un favor. No estaba de humor, pero le pregunté de qué favor se trataba.
—Esa mujer que trajeron de Cirugía ayer, la señora Stein.
—Cáncer con metástasis —dije—. Inoperable. ¿Qué pasa con ella?
—Sabe que el cirujano la abrió, echó una ojeada y, sin hacer nada, la cosió.
—¿Y qué?
—Bueno, está preguntando que qué quiere decir eso, y su Médico Privado no quiere decírselo. Creo que alguien debería decírselo, eso es todo.
Para eludir el compromiso, dije:
—Eso es cosa de su Médico Privado, no mía.
—Por favor —dijo la enfermera—. Quiere saber… Alguien tendría que…
—¿Quién es su Médico Privado? —preguntó el Gordo.
—Putzel.
—Ah, ya… Está bien, Roy, yo me ocuparé de ello.
—¿Tú? ¿Por qué?
—Porque Putzel es un gusano y no va a decírselo. Yo estoy a cargo de esta sala, y me ocuparé de ello. Vete a dormir.
—Pensé que querías que Eddie y yo no interviniéramos en nada.
—Sí. Pero esto es diferente. Esa mujer necesita saber.
Vi cómo entraba en el cuarto de la mujer y se sentaba en su cama. La mujer tenía cuarenta años. Delgada y pálida, se confundía con la blancura de las sábanas. Visualicé la radiografía de su columna vertebral: invadida por el cáncer, un auténtico panal óseo. Si se movía con demasiada brusquedad se rompía una vértebra, se cercenaba la médula espinal y se quedaba paralizada. Su collarín le daba una apariencia sobremanera estoica. En medio de su cara cerúlea, sus ojos parecían inmensos. Desde el pasillo vi que le hacía la pregunta al Gordo, y luego que alargaba la mano hacia él en demanda de respuesta. Cuando el Gordo habló, los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Vi cómo la mano del Gordo se deslizaba hacia ella y, con delicadeza maternal, le cogía una de la suyas. No pude seguir mirando. Con el corazón en un puño, me fui a la cama.
A las cuatro de la madrugada me despertaron para un ingreso. Maldiciendo, entré con paso vacilante en la Sala de Urgencias y vi a Saul, el sastre leucémico, por cuya curación había yo llorado de alegría el pasado octubre. Saul se estaba muriendo. Como enfurecida por la demora en su carrera a la muerte, la médula de Saul había enloquecido, y se había puesto a generar deformes células óseas cancerosas que a Saul le producían fiebre y delirios, hemorragias, anemia y dolor, y, en las zonas donde los leucocitos malignos no habían logrado prevenir la propagación de la normal flora epidérmica, su cuerpo se había cubierto de agusanadas pústulas de estafilococos. Demasiado débil para moverse, demasiado furioso para gritar, con las encías hinchadas y la lengua amoratada, le hizo una seña a su mujer para que se apartara y me hizo un gesto para que me inclinara sobre él, y susurró:
—Se acabó, doctor Basch, ¿verdad? ¿Es el final?
—Podemos intentar otra remisión —dije, sin creer en lo que decía.
—No me hable de remisiones. Esto es el infierno. Escuche…, quiero que usted me haga morir.
—¿Qué?
—Que me mate. Estoy muerto, así que déjeme morir. Yo no quería ningún tratamiento…, me obligó ella. Estoy preparado; usted es mi médico, así que déme algo para acabar, ¿lo hará?
—No puedo hacerlo, Saul.
—Mierda. ¿Se acuerda de Sanders? Yo estaba allí, en la cama de al lado. Lo vi todo. ¿Sufrió? Fue terrible. No me haga acabar como él. Si quiere que firme algo, dígamelo y lo haré. Ayúdeme.
—No puedo, Saul, y usted lo sabe.
—Pues encuentre a quien lo haga.
—Le prometo que no tendrá dolor. Es lo más que puedo hacer.
—¿Dolor? ¿Y el dolor aquí dentro, en el corazón? ¿Qué es lo que tengo que hacer, doctor Basch? —dijo, iracundo—. ¿Suplicarle? No quiere que sufra como Sanders, ¿no es cierto? A usted también le gustaba Sanders, lo sé.
Miré en sus ojos inyectados de sangre; la infección le subía por los párpados hacia los vasos conjuntivos, pálidos por la carencia de glóbulos rojos, y quise decir: «No, no quiero que sufra, Saul, quiero que muera apaciblemente».
—Por favor… No le costará nada. Por favor, acabe con mi vida.
Mientras yo seguía protestando, y recordando lo mucho que había sufrido Sanders para acabar muriendo de todas formas, un horrible pensamiento me vino a la cabeza, horrible porque por espacio de un instante no me pareció horrible…, tan horrible como ver a un bebé y pensar en clavarle un punzón en la fontanela del cráneo… Pensé: «Sí, Saul, lo haré. Le daré muerte». Y acto seguido me puse a hacer todo lo posible para salvarle la vida.
Luego volví a la sala y pasé por el cuarto de la paciente de Putzel con cáncer terminal. El Gordo seguía allí, jugando a las cartas con ella, charlando. Y justo cuando pasaba ante la puerta sucedió algo en la partida, algo que sorprendió a los jugadores, y se oyó un grito, y ambos se echaron a reír a carcajadas.
Después de la distribución de fichas de la mañana siguiente, Grasas se fue a comer y Hooper bajó a Patología, y Trágate-Mi-Polvo, con una expresión idiota en el semblante, me dijo que Lionel el Chaqueta Azul le había llamado para que le echara una ojeada a unas «cositas rojas» que le habían salido en el fastuoso pubis y que picaban como demonios. Eddie me preguntó qué hacer, y yo le dije:
—¿Qué hacer? Eres médico, así que haz lo que hacen los médicos: examinarle. Espera cinco minutos y lo haces aquí mismo.
Llamé al operador para que pidiera a Grasas y a Hooper y a Selma y a las enfermeras y al Pez y a Servicios Auxiliares que se presentaran INMEDIATAMENTE en la Ciudad de los Gomers, e instantes después vi que Lionel se acercaba por el pasillo, miraba a su alrededor cautelosamente y entraba en la sala de guardias. Corrí hacia el grupo al que acababa de llamar y dije:
—¡Me han llamado para que entre en la sala de guardias INMEDIATAMENTE!
Y los diez entramos en tromba en la sala. Lionel, en chaqueta y desnudo de cintura para abajo, estaba sentado en la mesa y se hurgaba en el vello púbico. Trágate-Mi-Polvo estaba sentado frente a él, absorto en la contemplación de lo que le estaba mostrando. Cuando Lionel nos vio, se puso rojo y empezó a explicarse. Se dio cuenta de que no tenía por qué explicarnos nada y se calló bruscamente, y se ruborizó aún más, y dijo:
—Es un problema médico.
—Ladillas —dijo Eddie—. Lionel ha cogido unos bichitos venéreos.
—¿Así que un problema médico? —dije—. ¿Sabéis?, no podemos culpar a Lionel por esto, no señor. Tenemos que culpar al sistema, por permitir que el personal no médico de la Casa obtenga consejo médico gratuito. Hay montones de veces, a quien la Casa, en que sentimos un golpecito en el hombro y oímos que nos dicen: «Eh, doctor, tengo un problema. ¿Tiene un minuto?»
Lionel se puso los calzoncillos con dibujos de veleros y sus elegantes pantalones y se escabulló de la sala. A partir de aquel día, cuando nos topábamos con Lionel, se nos venía inmediatamente a la cabeza la imagen del Chaqueta Azul en cueros de cintura para abajo y con los huevos llenos de ladillas.
—No deberías haberlo hecho, Basch —dijo el Gordo, saliendo conmigo de la sala de guardias.
—¿Por qué no?
—Porque con tipos como los Chaquetas Azules no puedes ganar nunca: siempre que te enfrentas a ellos, pierdes. El jefe de Lionel, el lacayo Marvin, que es quien asigna los ingresos, te va a hacer la vida imposible. Mira, Roy, eres mayor que Hooper y que Eddie; recula un poco, y déjate llevar. Ya es lo bastante duro sin los Chaquetas Azules y los Médicos Privados y los Lamedores para que esos cabrones te lo pongan aún peor.
—¿Tengo que agachar la cabeza ante esos gilipollas?
—No he dicho eso.
—¿Cuál es la alternativa? —pregunté, retándolo.
—No dejes que nadie te utilice, Roy. Utilízalos tú a ellos.
—¿Cómo?
—Así —dijo Grasas, sentándose enfrente de Jane Doe y quitándose el cronómetro—. Observa.
—¿Qué estás haciendo?
—Utilizando a los gomers. Te lo explicaré dentro de diez minutos.
—Mira, quiero irme a casa. Vaya firmarle a Hooper.
—Ve, ve… Vuelve dentro de diez minutos y te lo explico.
Fui a la sala de guardias y le pasé el testigo a Hooper, y aunque sabía que no me estaba escuchando una palabra de lo que le estaba diciendo no me importó lo más mínimo, y me levanté para irme a casa. Hooper estaba con el manual que yo solía leer en los primeros tiempos —Cómo ha de arreglárselas el interno novato—, y consultaba el capítulo «Cómo hacer un drenaje pectoral». Me pareció extraño, porque había pasado ya más de la mitad del año y los drenajes pectorales eran algo que hacíamos con cierta frecuencia. Como teníamos el acuerdo tácito de ayudarnos unos a otros, aunque ello significara quedarse un rato más después de terminar nuestro horario, le pregunté si necesitaba ayuda, y Hooper dijo:
—¿De Lionel?
—No, mía.
Y él dijo:
—No, me leeré este manual y luego iré a hacerle un drenaje a Rose Budz.
Lo dejé leyendo el libro y señalándose con el dedo el pecho en el punto imaginario donde habría de clavarle la aguja a Rose Budz. Me reuní en la sala con el Gordo, que había apagado ya el cronómetro. Al verme se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Qué es lo que no ha pasado?
—No tengo ni idea.
—Diez minutos, Basch, y Jane Doe no se ha tirado ningún pedo.
—¿Y qué?
—Pues que su intestino ha dejado de «manar» anárquicamente por primera vez en las crónicas de esta Casa. Ese extracto podría ser la curación de la diarrea causada por el antibiótico de la Agencia de los Veteranos. Toda una proeza. Que vale una fortuna. Justo lo que yo y el mundo necesitamos. Utilízalos, Basch, utilízalos…
—¿Os lleváis mejor el Gordo y tú? —preguntó Berry.
—Peor —dije—. No sólo ama a los gomers, sino que actúa como un auténtico boy scout. Sigue diciéndonos que no tenemos que defendernos, me hace buscar por toda la Casa las gafas de una demente de noventa y siete años y se pasa toda la noche en vela con una mujer con cáncer terminal después de decirle que va a morirse.
—¿Ha hecho eso?
—Sí. ¿Por qué?
—Nunca me lo había imaginado haciendo algo semejante. Según tu descripción, parecía tan cínico, tan harto… Ahora ya no estoy segura.
—No es lo bastante cínico. Se ha convertido en una víctima… Y ahora casi parece que me estuviera abandonando a mi suerte.
—Pues parece que se ha vuelto más razonable. Tú eres el que pareces trastornado.
—Muchas gracias.
—Estoy preocupada, Roy. Esa manera de actuar tuya es peligrosa. Puede que el Gordo tenga razón y alguien acabe quemándose.
Estaba echado, despierto, pensando en la preocupación de Berry. Había sido divertido decir «no lo sé» para burlarme del Pez y de Lionel, andar por ahí riéndome y siendo sarcástico, pero en ello había un fondo de amargura que acaso despertaría en mí la fiereza y me pondría tan triste como para matarme, o tan furioso como para «morder». Traté de dominar mi desasosiego, pero no era más que un niño que trataba de asir un rayo de sol, que abría la mano y veía que la luz se había vuelto oscuridad, y que se había esfumado todo calor. Me fui deslizando hacia el sueño, y pronto estaba junto a la pista de un circo viendo a un elefante, sí, a un elefante, y a una chica de voluminosos pechos montada sobre un viejo elefante que resoplaba un serrín polvoriento bajo la alta y airosa y gigantesca carpa… ¡UN MOMENTO…! Con cierta alarma caí en la cuenta de que Hooper el Hiperactivo había estado sentado en la sala de guardias leyendo mi manual mientras su dedo, a modo de aguja, apuntaba… —no, no podía ser…, pero sí, así era…—, apuntaba directamente hacia Rose Budz, hacia el corazón de aquella desdichada LOL sin NAD.