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Tenía puestas muchas esperanzas en que el Gordo pudiera salvarme.

Rechoncho, hinchado, rebosante del fresco optimismo de un bebé que se meciera en la cuna del Año Nuevo, el Gordo había vuelto. Como residente de la Casa de Dios. Durante su largo periplo por diversos hospitales Mt. St. No Sé Dónde y de la Agencia de los Veteranos, lo había echado mucho de menos. Claro que siempre había estado muy presente en mí, y en los momentos de desesperación sus enseñanzas siempre me habían ayudado a salir adelante. Sin embargo, cuanto más lo conocía más contradicciones le descubría. Mientras se reía del sistema tan caro a Jo y al Pez y a Pequeño Otto y al doctor Leggo, Grasas parecía no sólo ser capaz de sobrevivir en él, sino también de utilizarlo en provecho propio e incluso de disfrutar mientras lo hacía.

Entre los rumores que circulaban sobre los avatares de la larga ausencia del Gordo había algunos referidos al Espejo Anal del doctor Jung, incluido uno en el que supuestamente Esquire había publicado una lista de «Los Diez Agujeros del Culo Más Bellos del Mundo». Sin embargo, cuando el Gordo hablaba de su invento siempre lo hacía en modo potencial, jamás en presente ni en futuro. En la Casa siempre había sido gregario, pero cuando lo trasladaron dejó de vérsele por completo. Pese a mis reiterados ofrecimientos, nunca me vi con él fuera de la Casa. Aunque dentro de la Casa se traía algo entre manos con Graciela de Dietética y Alimentación, no se le conocía relación femenina alguna fuera de ella. Ambicioso, Grasas no permitía que las mujeres le entorpecieran el camino. Hasta su principal meta en la vida, «hacer una gran fortuna», era en él harto complicada: siempre que le preguntaba cómo iba la cosa a ese respecto, me dirigía una mirada preñada de nostalgia y decía:

—No soy lo bastante granuja.

Y me explicaba que, sólo el último año, había dejado pasar varias oportunidades que le hubieran hecho ganar diez grandes fortunas.

—Si al menos tuviera el corazón y la cabeza de los chicos del Watergate… —dijo, suspirando—. Si al menos pudiera ser un G. Gordon Liddy…

Yo sabía que perseguía una beca de investigación en la especialidad gastrointestinal, que era el único graduado en el Brooklyn College que había logrado entrar en la Casa de Dios y que era el único genio genuino que había conocido en mi vida. Ahora, gordo y brioso, con un pequeño anillo de oro en un gordo dedo de una gorda mano y una brillante cadena de oro colgada de un carnoso cuello —apenas existente, dado el modo absoluto en que la cabeza gorda y lustrosa y coronada de una mata negra parecía descansar sobre los rollizos montículos de los hombros—, su buen ánimo contrastaba extrañamente con el riguroso invierno que aprisionaba con gélidas tenazas la ciudad desde enero hasta el deshielo. Por lo que contaban otros internos, yo sabía que esta sala —la 4 Norte—iba a ser la peor. Pero, con Grasas de residente, confiaba en que no se cumpliera tal pronóstico.

—Esta sala no va a ser la peor —dijo Grasas, con una tiza entre los dedos rechonchos, garabateando la palabra PEOR en la pizarra de la sala de guardias—. Esta sala ha malogrado a muy buenos jóvenes internos… —La palabra MALOGRADO aparecía en la pizarra—. El año pasado, sin embargo, los internos de esta sala salieron adelante, y este año, conmigo aquí estos tres meses, vosotros también vais a lograrlo.

Hooper el Hiperactivo, uno de los adscritos a aquella sala, preguntó:

—¿Qué le hace a esta sala ser la peor?

—Vete enumerando… —dijo Grasas.

—¿Los pacientes?

—Los peores.

—¿Las enfermeras?

—Salli y Bonni. Las dos llevan cofia y esa chapa de la escuela de enfermeras parecida a la de las guardias que vigilan los parquímetros; y además les dicen a los gomers cosas como «Venga, cómase estas natillas, sea buen chico…». Las peores.

—¿El Docente?

—El Pez.

El tercer interno, Eddie Trágate-Mi-Polvo, dejó escapar un lento y largo gruñido de desesperanza.

—No podré soportado —dijo—. No aguanto al Pez. Es gastroenterólogo, y no aguanto más peroratas sobre mierda.

—Oyéndote —dijo Grasas—cualquiera diría que nadie caga en California. —Luego, otra vez serio, se inclinó hacia adelante y dijo—: Eso me recuerda… que he solicitado esa beca. Espero conseguida para el uno de julio. El doctor Leggo aún no ha escrito la carta de recomendación crucial. Dice que esperará a ver cómo llevo esta sala. Así que no me jodáis esa carta, ¿me oís? Esto va a ser una rotación de turnos para «proteger la beca del Gordo», ¿estamos?

—¿Dónde quieres que te den la beca? —preguntó Hooper.

—¿Dónde? En Los Ángeles, en Hollywood.

Trágate-Mi-Polvo soltó un gruñido y se tapó la cara con las manos.

—Los análisis intestinales de las estrellas… —dijo Grasas, con un centelleo en los ojos oscuros.

Grasas quería hacer dinero. Había tenido una infancia pobre. Su madre, en las Grandes Festividades, aunque no tuviera con qué hacer sopa ponía pucheros y cazuelas llenas de agua en el fuego, para que si pasaba alguien a vedes pensara que estaban preparando sopa. Arropado por su familia como un auténtico genio, había ascendido como un meteoro de Flatbush, sacado las mejores notas en Ciencias en el Brooklyn College, arrasado en la Einstein Med y accedido al mejor Internado de la Mejor Facultad de Medicina: la Casa de Dios. Ahora, como él decía, «subía paso a paso hacia la cumbre», y al parecer, desde la perspectiva de Flatbush, la cumbre era Hollywood.

—¿Os imagináis haciéndole una sigmoidoscopia a Groucho Marx? —nos decía—. ¿A Mae West, a Fay Wray, ¡a King Kong!? ¿A todas esas estrellas que creen que el colon está lleno de colonia?

Volví a prestar atención a lo que estaba diciendo el Gordo:

—Esta sala es el cielo para la especialidad gastrointestinal, pero también es el infierno. ¿Cómo vais a sobrevivir vosotros los internos?

—Suicidándonos —dijo Eddie.

—Respuesta errónea —dijo Grasas en tono serio—. No vais a suicidaros. Sois mi Equipo A. A estas alturas ya sabéis lo que os traéis entre manos. Si os dejáis llevar, sobreviviréis.

—¿Dejarnos llevar? —pregunté.

—Exacto. Como en las partidas de cartas: astucia, chicos, astucia…

¿Astucia? Mi mente vagó. Pensé que aquello era un tanto diferente de lo que Grasas había dicho antes. ¿En qué sentido iba a ser la peor aquella sala? No tendríamos que ocultarle a Grasas que no hacíamos nada, y, después de pasar lo que yo había pasado en las demás salas y en la Sala de Urgencias, ya no me cabía ninguna duda de mi capacidad para ocuparme de cualquier caso, por engorroso que fuera. Supuse, pues, que sería la peor de las salas porque los gomers tratarían de martirizarnos aferrándose a ese extremo final de la prestación de asistencia médica: «acampando» indefinidamente en la Casa; y porque también los Lamedores y los Médicos Privados tratarían de martirizarnos cada uno a su propio e infalible modo. Sería la peor de las salas precisamente porque no habría dobleces ni fingimientos, sino tan sólo la eterna, casi ecológica lucha por practicar la Medicina de «la puerta giratoria» propia de la Casa de Dios.

—No lo olvidéis —dijo Grasas para terminar—: Si no hacéis nada, no os podrán hacer nada. Lo creáis o no, tíos, vamos a divertirnos de lo lindo. Muy bien, ahora ya estamos listos para la acción. ¡A trabajar!

Rompimos filas con el mismo entusiasmo de un equipo de fútbol americano de secundaria que sale de los vestuarios sabiendo que va a recibir una paliza y dejando las tripas a su espalda, en el retrete. La 4 Norte era una sala alicatada de amarillo, maloliente y sinuosa como un gomer. Fuimos de cuarto en cuarto, y en cada uno había cuatro camas y en cada cama había un ser humano en posición horizontal y sin otro signo externo de tal humanidad que el de estar echado sobre un lecho. Yo ya no consideraba disparatado ni cruel llamar gomers a aquellos seres. Aunque una parte de mí juzgaba disparatado y cruel haber dejado de hacerla. En uno de los cuartos un gomer tiraba espasmódicamente de su catéter y decía lastimeramente algo así como PASTRAMI, PASTRAMI, PASTRAAA… MI…, y, al oírle, Trágate-Mi-Polvo se puso a hacerme en el oído ruidos como de vómitos. Salimos al pasillo y vimos a dos varones juntos, codo con codo, tan sólo diferenciados por la boca…, del modo siguiente:

El Gordo preguntó a los BMS —los aterrados, impacientes e idealistas BMS—qué diagnóstico aventurarían después de haberlos observado detenidamente, y ninguno de los BMS se atrevió a formular hipótesis alguna. Y Grasas dijo:

—Son síntomas clásicos: la O de la izquierda y la Q de la derecha. La O es reversible, pero cuando llegan a la Q ya jamás volverán atrás.

Seguimos recorriendo el pasillo. De pronto nos encontramos ante dos sillones abatibles, uno al lado del otro, ocupados por dos pacientes: ¡la pareja de pacientes con que Chuck y yo nos habíamos topado en nuestro primer día en la Casa: Harry el Caballo (EH, DOCTOR, ESPERE…, EH, DOCTOR, ESPERE…). Y Jane Doe (OOOH… AYYY… EEEH… IIIH… UUUH…)! ¡Aún seguían allí! Nos quedamos mirándoles, como hipnotizados.

—Venga, venga —dijo Grasas, tirando de nosotros para que siguiéramos andando—. El que ahora vais a ver es el peor: el cuarto de Rose. Este cuarto ha logrado acabar con Jóvenes Internos de buen temple. Debería haber una máquina expendedora de antidepresivos en la puerta. Siempre que salgáis del cuarto de Rose y tengáis ganas de suicidaros, recordad que son ellos, los inquilinos del Cuarto de Rose, los enfermos, y no vosotros. ES EL PACIENTE EL QUE ESTÁ ENFERMO.

—¿Por qué se llama Cuarto de Rose? —pregunté.

—Se llama Cuarto de Rose porque en las cuatro camas para féminas hay siempre, indefectiblemente, cuatro gomers llamadas Rose.

Permanecimos en silencio en medio de la penumbra del Cuarto de Rose. Era un ámbito quieto, espectral, con las cuatro Roses yacentes, en paz, casi sin peso sobre las sábanas que las envolvían. Todo muy bonito…, hasta que te llegaba el olor. Y entonces todo era repulsivo. Era olor a mierda. No pude soportarlo. Salí atropelladamente. Desde el pasillo, oí que Grasas continuaba su disertación. Salió Trágate-Mi-Polvo dando arcadas. Grasas siguió hablando. Salió Hooper el Hiperactivo, resoplando. Y Grasas no dejaba de soltar su perorata. Los tres BMS novatos, pensando erróneamente que si se iban del Cuarto de Rose antes que el Gordo sus calificaciones bajarían hasta rozar casi el suspenso, se quedaron. Grasas siguió con su cantinela. Finalmente, entre gritos y arcadas, con pañuelos en la boca, salieron precipitadamente los BMS. Mientras Grasas seguía para sí mismo y para las gomertosas Roses, los BMS abrieron una ventana y sacaron la cabeza al exterior, y los fornidos obreros que remachaban el Ala de Zock les señalaron con el dedo con grandes risas, y las carcajadas parecían llegar de muy lejos. Deseé ser un robusto operario y estar lejos del olor a mierda. Grasas seguía y seguía. La próxima en salir —pensé para mis adentros—sería sin duda una de las Rose. Al cabo salió nuestro maestro, y preguntó:

—¿Qué mosca os ha picado, chicos?

Le explicamos que era el olor.

—Sí, bueno…, se puede aprender mucho de ese aroma. Con un poco de suerte, dentro de tres meses seréis capaces de quedaras quietos en medio de ese cuarto y de emitir los diagnósticos de las cuatro Roses según los diferentes olores que os lleguen a los lóbulos olfatorios. El caso es que hoy ha habido Una malabsorción estatorréica, un carcinoma de intestino, una insuficiencia mesentérica superior que ha dado lugar a una isquemia intestinal y una diarrea, y… ¿qué ha sido lo otro? Ah, sí…, pequeñas bolsas de gas en tránsito a través de una ya antigua impacción fecal.

—Eh, Grasas —dijo Hooper—, ¿qué tal si ponemos una caja con formularios de autorizaciones para autopsias aquí a la entrada del Cuarto de Rose?

—LEY NÚMERO UNO: LOS GOMERS NO MUEREN —dijo el Gordo.

—Hooper, ¿qué perra te ha entrado a ti con las autopsias? —dije yo.

—El premio del Cuervo Negro —dijo Hooper.

—Nada de eso. La autopsia es la flor…, no, la rosa roja… de la medicina.

Mientras Hooper iba andando por el pasillo, pensé en lo feliz que se sentía ahora que su Matrimonio estaba definitivamente Hecho Polvo y que tenía a aquella israelí residente de Patología haciéndole las autopsias «en el día». Compitiendo por el Cuervo Negro, Hooper odiaba a los aparentemente inmortales gomers, y buscaba pacientes más jóvenes, es decir, pacientes que podían morir. Codiciaba en especial a los jóvenes de alto nivel socioeconómico, que, según un reciente artículo del J. Path, eran los más proclives a autorizar su propia autopsia. Ocasionalmente alguien le comentaba a Hooper que tal vez se hallaba demasiado ensimismado en la muerte, pero él se limitaba a sonreír con una de sus sonrisas de jovencito californiano y se ponía a dar saltitos como un mosquetero y decía:

—¿No es ahí donde todos acabamos?

La muerte se había convertido en un ingrediente vital para aquel joven menudo de Sausalito.

Grasas había pasado directamente del hedor de las Roses al desayuno, y Eddie y yo nos quedamos solos. Volvió hacia mí sus ojos tensos y dijo:

—No puedo soportado… Son todos gomers

—Es una gran oportunidad para que pongas en práctica tus veintiséis años de educación y madurez al prestar asistencia médica a la población geriátrica necesitada.

En dura lid con Hooper por el premio del Cuervo Negro, Eddie se había «metido» hasta el cuello en el sadomasoqmsmo pues disfrutaba especialmente con pacientes que le hacían daño o a los que él hacía daño. Traté de cambiar de tema, y dije:

—Oye, he oído que tu mujer va a tener un bebé.

—Un bebé. Tu mujer. Sarah…, ¿te acuerdas?

—Sí, mi mujer va tener un bebé. Muy pronto.

—¡No es sólo de ella, también es tuyo! —le grité.

—Sí, claro, Roy… ¿Los has visto? Todos son gomers… Si hubiera tres de esos gomers en California cerraban el estado. Huelen mal, y yo odio los malos olores. Gomers, gomers y más gomers… Y… —Me miró con una expresión de desconcierto casi suplicante, y concluyó—:… gomers. Me refiero a… ¿Sabes a lo que me refiero?

—Sí, lo sé —dije—. No te preocupes: nos ayudaremos mutuamente.

—Me refiero a que… sólo hay gomers, no hay más que gomers

—Querido —dije, desistiendo—, es la Ciudad de los Gomers.

El Pez era un individuo notable. Con las manos en los bolsillos y la cabeza en las nubes, estaba tan perdido en su propio mundo que siempre que tenías una conversación con él te entraban ganas de correr a contárselo a alguien, porque la experiencia te causaba extrañas cosas en el cerebro, como si alguien te hubiera desenrollado unas cuantas circunvoluciones, y si la cosa no hubiera venido del Residente Jefe habrías jurado que venía de un lunático. En su primer día como Docente de nuestro grupo se acercó y fue recibido por el Gordo, que estaba de pie entre Harry el Caballo y Jane Doe, y el Pez dijo:

—Hola, muchachos, ¿cómo van las cosas? —Evitó nuestra mirada y no esperó a que respondiéramos, y continuó—: Vamos a ver a los pacientes, ¿de acuerdo?

—Bienvenido. Fishberg —dijo el Gordo—. Los dos somos «gastrointestinales», y aquí material de la especialidad no falta…

Jane Doe se tiró un pedo largo, líquido, interminable.

—¿Qué le acabo de decir, Fishberg? —dijo el Gordo—. ¡El tracto del ojo del culo!

—El tracto gastrointestinal tiene para mí un interés especial —dijo el Pez—. Tomemos la flatulencia, por ejemplo. Recientemente he tenido la oportunidad de examinar la literatura mundial sobre la flatulencia en las enfermedades hepáticas. Bueno, la flatulencia en las enfermedades hepáticas constituiría un proyecto de investigación harto interesante. Quizá haya alguien de la Casa interesado en tal proyecto…

Nadie dijo estar interesado.

—Permítame preguntarle lo siguiente —dijo el Pez, fijando la mirada en Hooper—: ¿Qué enzima es la que falta cuando surge la flatulencia en una enfermedad hepática?

—No lo sé —dijo Hooper.

—Bien —dijo Pez—. Ya ven, es fácil contestar a una pregunta. Pero a menudo se hace difícil, durante estas clases prácticas, decir francamente «no lo sé». En algunos hospitales, como el MBH, pondrían mala cara ante una respuesta así. Pero yo quiero que la Casa de Dios sea esa clase de institución en la que el interno pueda sentirse orgulloso de decir «no lo sé». Muy bien, Hooper. ¿Y usted, Eddie? ¿Qué enzima falta?

—No lo sé —dijo Trágate-Mi-Polvo.

—¿Roy?

—No lo sé —dije.

—¿Grasas? —preguntó el Pez, inquieto.

Tras una tensa pausa, el Gordo dijo:

—No lo sé.

El Pez, ante aquella ignorancia general, pareció un poco contrariado. Jane Doe se tiró otro pedo, y el Pez, irritado, dijo:

—Adoro el tracto gastrointestinal como el que más, pero no es profesional tener a alguien con semejante «soltura» de intestino sentada en medio del pasillo. Es demasiada «soltura». Háganla entrar en su cuarto.

—Oh, no podemos hacerla —dijo Grasas—. En su cuarto se pone realmente violenta. Pero no se preocupe, estoy trabajando en algo muy especial para acabar con las ventosidades. Forma parte del CIT.

—¿El CIT? ¿Qué es el CIT?

—El Control Intestinal Total. Es parte del Proyecto de Investigación de la Agencia de los Veteranos.

—Disculpe, Fishberg —dijo Eddie—, pero quizá pueda usted decirnos la respuesta a su pregunta sobre esa enzima.

—Pues…, la verdad es que no la sé.

—¿Tampoco usted lo sabe? —dijo Eddie.

—Pues no, Y me enorgullece decirlo. Esperaba que alguno de ustedes lo supiera. Pero les diré una cosa: mañana, para la hora de las clases, lo sabré y podré decírselo.

Dado que la ubicación de los gomers era un asunto polémico en la Ciudad de los Gomers, también lo era el de las Cerviz Sociables. Poco después de nuestro carnaval sexual del otoño, mi aventura con la madura Selma se había enfriado. En las visitas del Servicio Social de aquel primer día, tanto Selma como Rosalie Cohen estuvieron cordiales, aunque cautelosas. No me importaba. Estaba preocupado por lo que llevaba ya visto de«la peor» de las salas, y había estado muy volcado en las reuniones de estudio de los casos. Encontré a Eddie mascullando algo acerca de «he echado una mirada, y lo único que he visto ha sido gomers…», y a las enfermeras pidiéndonos que rellenáramos los tres apartados del formulario de ubicación de los gomers, que planteaba interrogantes de este tenor: «¿Ha recibido unción de los enfermos?: Sí - No - Fecha»; «Incontinencia: De vejiga - De vientre - Fecha del último enema», etcétera. Para cuando terminaron las visitas yo ya había fijado la atención en un joven rubio, de tez maravillosamente bronceada, que estaba sentado en un rincón y que de cuando en cuando se apartaba un mechón de los ojos azules claros.

Más tarde, Hooper y Eddie y yo estábamos sentados en la sala de guardias, ensayando nuevas formas de usar el estetoscopio que no exigieran pegar la boca al disco. Y planteé la siguiente cuestión: «¿Por qué sólo hay gomers en esta sala?» Hooper y Eddie se miraron el uno al otro, un tanto perplejos. Ninguno lo sabía.

—¿Por qué no marcas AYUDA y lo averiguas? —sugirió Hooper.

—¿Marcar qué?

—A-Y-U-D-A El tipo de la Chaqueta Azul. Una nueva prestación de la Casa: si necesitas ayuda de algún tipo, marcas AYUDA.

Marqué AYUDA y dije:

—Hola, necesitaría que me ayudara… No, no soy un paciente; estoy en el equipo contrario, el de los médicos, y necesito a uno de esos Chaquetas Azules… ¿Cuál? ¡Dios! Sí, planta cuarta… Gracias.

Me volví a los otros y dije:

—Cada planta tiene su propio Chaqueta Azul, y el nuestro se llama Lionel.

—Sorprendente —dijo Eddie—. Me pregunto cuánto les pagarán a esos tipos.

Llegó el Chaqueta Azul. Era el mismo tipo que veíamos en las visitas a los pacientes, y su aspecto era tan imponente como de costumbre. Le saludamos amablemente y le invitamos a sentarse. Con aristocráticos y enérgicos movimientos de muñeca y sacudidas de tupé, aceptó la invitación. Cruzó las piernas de un modo mundano que dejó bien claro que por fin había llegado alguien que sabía cómo sentarse y cruzar las piernas.

Sucedió algo extraño. Le hicimos al Chaqueta Azul todo tipo de preguntas: en qué consistía el servicio de AYUDA al que pertenecía, lo que hacían, cuánto ganaban…, y «¿por qué sólo hay gomers en esta sala?». Lionel respondió a cada una de las preguntas con voz franca y calmosa; era como un pozo de información inagotable, y parecía feliz de transmitírnosla a nosotros, los sufridos internos, «sin los cuales la Casa de Dios se derrumbaría como un castillo de naipes». Pero sus tranquilizadoras respuestas no eran sino algodón de azúcar, porque en cuanto las recibíamos parecían esfumarse como si nunca hubieran sido pronunciadas. Lionel no nos había dicho nada. Para nuestra supervivencia era vital conseguir respuestas, pues por mucho que LARGÁRAMOS a la calle a todos los gomers de la sala, si cada gomer LARGADO iba a ser enseguida reemplazado por otro; ¿para qué diablos molestarse en absoluto? Nos enfadamos, y nuestras preguntas se volvieran más y más cáusticas. Y ello empeoró las cosas, y cuando los tres estábamos a punto de estallar entró el Gordo. Captando la situación al instante, le dijo unas cuantas cosas amables a Lionel, y cuando éste salió disparando se volvió hacia nosotros y preguntó:

—¿Qué diablos estáis haciendo, chicos?

Se lo explicamos.

—¿Y? —dijo el Gordo sentándose y sonriendo—. ¿Y qué?

—El gilipollas ese no nos ha dicho ni lo que hacen en el servicio de AYUDA ni lo que cobran… En el sitio de donde vengo pagan a los asistentes lo que valen: una mierda —dijo Eddie.

—Estáte tranquilo —dijo el Gordo—. Déjate llevar. Encabronándote con gilipollas como ése no conseguirás nada.

—Quiero saber por qué en esta sala sólo hay gomers —dije.

—¿Sí? Bueno, y yo, y todos los demás. Pero ¿sabes qué? No lo sabrás jamás. Así que ¿para qué vas a enfadarte?

—No voy a enfadarme —dije—. Ya estoy enfadado.

—¿Y? ¿Qué ganas con eso? Astucia, Basch, astucia…

Gracie la de Dietética y Alimentación asomó la cabeza por la puerta. Llevaba una botella de goteo con un líquido amarillo; lo levantó hacia nosotros y anunció:

—El extracto está listo, querido.

—Estupendo —dijo Grasas—. Vamos a ver cómo le sienta.

Seguimos a Grasas y a Gracie por el pasillo, y vimos cómo Gracie sustituía la botella de goteo de Jane Doe por la botella del «extracto». Grasas, utilizando la técnica del estetoscopio invertido, le gritó a Jane al oído:

—¡ESTO LE PARARÁ EL FLUJO DEL INTESTINO, JANIE, ESTO LE «SUJETARÁ» EL VIENTRE!

—¿Qué es ese extracto? —le pregunté.

—Oh, algo que he inventado y que Gracie me ha preparado. Es parte del CIT, ya sabes, el Control Intestinal Total, a su vez parte del Proyecto de Investigación de la Agencia de los Veteranos. Me vaya hacer de oro.

—La fruta fresca es el laxante del buen Dios —dijo Gracie—. Esperemos de esto exactamente lo contrario. Es totalmente orgánico. Como el laetrile.

Le pregunté al Gordo acerca de esta investigación de la Agencia de los Veteranos, y me explicó que cierto granuja de la agencia había conseguido «una enorme subvención del gobierno» para experimentar un nuevo antibiótico en esos eternos conejillos de Indias, esas víctimas abandonadas de la neurosis bélica: los veteranos. El Gordo había acordado con el granuja que percibiría un porcentaje por cada veterano al que administrara el antibiótico en cuestión, y el Gordo los había medicado con él a todos.

—¿Qué tal resulta? —le pregunté, dándome cuenta al instante de que era una pregunta estúpida, ya que no había sido suficientemente experimentado.

—Es fantástico —dijo el Gordo—. Pero tiene un inconveniente: su efecto secundario.

—¿Efecto secundario?

—Sí, verás: en las pruebas destruyó toda la flora intestinal, y uno de los virus latentes del intestino se hizo activo y produjo una pequeña diarrea imposible de controlar. Hasta ahora, al menos. Así que tenemos puestas grandes esperanzas en este extracto, ¿entiendes?

—Sí, pero ¿a qué le llamas una pequeña diarrea? —preguntó Hooper.

—¿Una pequeña diarrea? —dijo el Gordo, abriendo mucho los ojos—. Pues una pequeña… —Se echó a reír a carcajadas: gruesas y gozosas ráfagas de risa que fueron haciéndose más y más intensas, hasta que el Gordo acabó por agarrarse la panza como si fuera a rompérsele y a desparramarse por el suelo de baldosas, y Gracie y Eddie y Hooper y yo estallamos también en carcajadas, y él, con lágrimas en los ojos, nos llevó hacia un lado y dijo—: No es una pequeña diarrea, tíos, sino una gran diarrea. Una diarrea enorme y contagiosa. Esta primera parte del CIT, el antibiótico de la Agencia de los Veteranos, puede producir diarrea en cualquier intestino de cualquier persona. Si hubiera sabido lo malo que iba a ser este efecto secundario, nunca habría seguido adelante. Por eso tengo que encontrar la segunda parte: la cura. Ya veis: la muy cabrona es la diarrea más contagiosa e incontrolable de todo el ancho campo gastrointestinal.

Al final de la jornada fui a firmarle mi salida a Trágate-Mi-Polvo, que estaba de guardia. Le pregunté qué tal le iba.

—Comparado con California, una mierda. Mi tercer ingreso viene de camino. Estoy temblando.

—¿Por qué?

—Viene desde Albany. Casi quinientos kilómetros. En taxi.

—¿En taxi?

—En taxi. Una gomer hecha polvo y completamente ida que, según el informe previo, lleva semanas sin orinar y su demencia es demasiado profunda para poder firmar su consentimiento para la diálisis. Torturaba a su familia de tal forma que ésta, subrepticiamente, la ha LARGADO de Albany metiéndola en un taxi lentísimo que lleva en la carretera desde mediodía. Nos la mandan para la diálisis.

—Si no ha podido firmar allí, ¿qué les hace pensar que vaya a firmar aquí?

—Por lo que tú mismo dijiste: «Querido, esto es la Ciudad de los Gomers». Va a ser una paciente privada del doctor Leggo. Es el día más grande de su vida.

Camino de casa, el sol tenía ese aire acerado y duro de pleno invierno, y, enfurecido ante el gris del hielo, hería el mundo de soslayo. Tenía frío, y me sentía desprotegido y desconcertado. Había puesto grandes esperanzas en que el Gordo me salvara, y ahí estaba él diciéndome que no me enfureciese con el Chaqueta Azul de marras.

—Me ha dicho que me calme, y no tengo ganas de calmarme —le conté a Berry—. Quiero decir que tú siempre me dices que exprese mis sentimientos, y temo que el calmarme pueda volverme loco. ¿Cómo haceros caso a los dos al mismo tiempo?

—Quizá podáis acercar las posiciones —dijo Berry—. Comprendo que tengas miedo de no poder sobrevivir en la Casa en caso de acabar enfrentados. ¿Qué dice él de esos gomers?

Caí en la cuenta con tristeza de que también Berry había acabado llamando gomers a aquellos desdichados, y dije:

—Dice que los ama.

—Eso no es más que un recurso contrafóbico. Un narcisismo secundario.

—¿Qué quiere decir eso?

—Contrafóbico es hacer exactamente lo que más miedo te da, por ejemplo el tipo que tiene terror a las alturas y se hace pintor de puentes. Narcisismo primario es el de Narciso en la Fuente, cuando uno trata de amarse a sí mismo pero no puede abrazar su reflejo, y fracasa. Narcisismo secundario es cuando abrazas a los otros, y los otros te aman por ello, y tú te amas a ti mismo mucho más que antes. El Gordo está abrazando a los gomers.

—¿Está abrazando a los gomers?

—y todo el mundo lo ama por eso.

… todo el mundo ama al médico y estoy seguro de que a estas alturas tus pacientes te aman. Confío en que estés muy ocupado y sé que estás haciendo un magnífico trabajo. Vi a los Knicks en la televisión por cable y demostraron que el baloncesto es esencialmente un juego de equipo…

El Gordo nos había dicho que éramos su «Equipo A». Y ¿qué clase de equipo iba a ser ése si su *** IMV *** empezaba por cuestionar a su entrenador?