Pero ahí quedó la cosa. Aquella guardia nocturna me había ayudado a sobrellevar mi estancia en la Sala de Urgencias. Pero la diversión se había acabado. Y habían empezado los malos modos.
Todo empezó cuando crucé la sala de espera y vi a Abe bamboleándose en su rincón, solo, con unas bragas de seda en la cabeza. Insultaba a la gente que estaba esperando, y ésta empezaba a devolverle los insultos. Cuando me vio se calló, me miró como si no me conociera y me preguntó:
—¿Es usted judío?
—Sí, lo soy.
—¿Sabe cuál es el problema de ustedes los judíos? Que están circuncidados.
Las enfermeras estaban muy disgustadas con la regresión de Abe, y trataban de convencer a Cohen para que hiciera algo que previniera lo inevitable: que volvieran a hospitalizar a Abe en un centro del estado. Cohen parecía muy nervioso. Los policías no llegarían hasta medianoche. Flash estaba de vacaciones, haciendo autostop rumbo a algún rincón de mala muerte del oscuro vientre agrario de Norteamérica, donde harían estragos en él sus parientes retrasados mentales.
Fui a ver a un borracho insultante, que decía:
—Me atropelló una carretilla en el Garment District, y desde entonces tengo problemas en las piernas.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace seis años.
—No es una urgencia, entonces —dije—. Vuelva mañana al dispensario.
Pero no quería marcharse. Llamé a Gath, y juntos tratamos de convencerle para que se marchara, pero en lugar de hacernos caso empezó a quitarse la venda de la pierna derecha y dijo:
—Miren, echen una ojeada.
Cuando los harapos ajados y manchados de sangre empezaron a desenrollarse, sentí un vuelco en el estómago, y Gath gritó:
—¡NO SE QUITE ESO!
—¿Por qué no? —preguntó el borracho en tono alegre—. Ustedes son médicos, ¿no?
Los harapos, amarillentos por el pus, se deslizaron hasta el suelo, y Gath y yo nos vimos ante las llagas más feas, hediondas, supurantes y cercanas al hueso que habíamos visto en nuestra vida. Sentí náuseas. Gath se puso rojo de ira, pegó su cara a la del borracho y aulló:
—¡TENÍAS QUE HACERLO!, ¿NO, BASTARDO?
A partir de entonces todo fue de mal en peor. Todo el mundo aunó su voz en un coro de improperios. Gente con sobredosis, gente con síndrome de abstinencia, borrachos, psicópatas, putas, enfermos venéreos y mujeres con prurito vaginal… fueron brindándome el placer de sentarme entre los estribos de la camilla ginecológica a contemplar la miseria de un mundo en fiesta. Mis intentos de dormir fueron sistemáticamente interrumpidos. A las tres de la madrugada llegó un ama de casa de los barrios residenciales traída por su marido.
—No puedo andar derecha —dijo, ladeándose.
—¿Desde cuándo tiene usted ese problema? —pregunté, con los ojos entre cerrados por el sueño.
—Desde hace tres meses.
—Y ¿por qué viene hoy precisamente?
—Porque esta noche estoy peor. Mire: puedo estar así —dijo, manteniéndose inclinada—, pero no puedo mantenerme así —dijo, poniéndose derecha.
—Está poniéndose como dice que no puede —le señalé yo.
—Lo sé, pero prefiero estar así, inclinada.
La LARGUÉ con viento fresco y ella, después de insultarme un rato, se marchó por donde había venido. A las cuatro y media me despertó un soniquete (OIII. OIII, OIII…) y supe que acabábamos de tener un ingreso. La enfermera me tendió una tablilla de pinza en la que leí: «No se preocupe, no hay nada que hacer: cáncer de mama en fase terminal; metástasis en pelvis, abdomen y espina dorsal». Era horrible. Una ruina escoliótica humana, hecha un ovillo infame, enloquecida por la propagación de un cáncer que le afectaba ya el cerebro, luchando como un animal contra mis intentos de hacer algo por ella. Dos hermanas suyas rondaban en torno, exigiéndome que hiciera esto y lo otro por su hermana. Era una enfermedad repulsiva, y muy dolorosa. Y aquellas hermanas me resultaban irritantes en su absurda esperanza. Aquello no era un ser vivo; era un ser al que no podía caber ninguna esperanza. Aquello era la muerte. La desesperación, esa peculiar mirada en el espejo a la primera arruga, a las primeras canas, al primer síntoma de tez ajada… El pánico abismal ante la tersura perdida de las mejillas de la niñez, ante la juventud perdida. Me enfurecía aquella mujer, porque lo que para ella era el principio del fin para mí suponía trabajo. Angustiado, firmé el ingreso. El sol se alzó sobre aquel pivote mío que era la guardia nocturna, y para mí el sol era algo anómalo, un segundo, una mota liviana y cansina al fondo de una vasta e ignota negrura interestelar. Al salir de la Sala de Urgencias fui víctima de los insultos de Abe, que cayeron como un montón de mierda sobre mi cabeza. Suspicaz y furioso, sentí que el mundo se hallaba demasiado esquilmado para poder sacarme de mi amargura. Un caballito de balancín se pudría en medio de la nieve. Yo, por mi parte, estaba convencido de que germinaban ya en mi vejiga las primeras células de un cáncer. Mi «cangrejo», perdido en la orilla de un crepúsculo invernal, se arrastraba entre desechos inertes —con su intemporal seguridad en mi último reflujo—en busca de comida.
—Levántate, Roy —oí que me decía alguien en tono áspero, mientras me sacudía—. ¡Roy…!
Era Berry. Estaba rodeado de gente bien vestida y de pie, y Berry me decía:
—Venga, Roy. Es el coro del Aleluya, ponte de pie.
Me puse en pie: estábamos en el Symphony Hall. Escuchábamos aquella penúltima «granada», El Mesías, interpretada por los miembros solitarios y de voz de carraca de la Handel Society. Otra sesión vespertina. Como me sucedía a menudo en toda actividad de fuera de la Casa, El Mesías me había puesto enseguida en brazos de Morfeo. ¡PORQUE NUESTRO SEÑOR DIOS OMNIPOTENTE REINA ENTRE NOSOTROS! ¡ALELUYA! Cantad, cantad, muchachos. Cómo vais a saber vosotros que Él no parece reinar gran cosa en la Sala de Urgencias de la Casa de Dios… ¿Y REINARÁ POR SIEMPRE JAMÁS? ¡POR SIEMPRE JAMÁS! ¡POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS! ¡ALELUYA! ¡ALELUYA! No era una mala «granada», en realidad, aquel Mesías… Miré a mi alrededor, a la sala. Al público que ocupaba el recinto dominado por el gigantesco órgano doble del escenario y dispuesto en filas y más filas de chirriantes bancos. Muchos gomers de ambos sexos, sobre todo en las primeras filas. Penachos y penachos de pelo cano, carne hiperémica sobre mejillas amarillentas. ¡LOS GOMERS NUNCA MUEREN! ¡ALELUYA! ¡ALELUYA! ¡POR SIEMPRE JAMÁS! ¡POR SIEMPRE JAMÁS! ¡VIVIRÁN POR SIEMPRE JAMÁS! El precio de las localidades situaba más cerca del escenario a los gomers ricos, y progresivamente hacia atrás a la gente joven. Berry y yo estábamos en la mitad del patio de butacas, a medio camino de convertirnos en gomers ricos.
—Roy, siéntate. Ahora hay que sentarse, ¿lo ves?
Algunas mujeres de dientes afilados dejaron escapar un menstrual SÉ QUE MI REDENTOR VIVE Y Berry y yo nos marchamos. Nuestros pies se empaparon de una nieve fangosa, y dije:
—Me encuentro mal. No logro quitarme esta pesadez del pecho, y no sé lo que hacer.
—Pareces congestionado —dijo Berry.
—Sí. ¿Qué crees que debo hacer? Ni siquiera toso.
—Ése es el problema. Que no toses. Necesitas algo para que salga lo que tienes dentro. Un tusígeno.
—¿Tú crees? No había pensado en eso. ¿Qué me sugieres?
—¿Qué te pasa, Roy? El médico eres tú, no yo.
—Tienes razón. No se me había ocurrido.
—Disociación. Te estás disociando del mundo exterior. Debes de estar muy deprimido.
—¿No te lo he contado? Los policías dicen que me he vuelto paranoico. Que lo han visto ya en otros internos. Y que es por trabajar en la Sala de Urgencias.
—Creí que te gustaba la Sala de Urgencias.
—Me gustaba. Me lo pasaba bien. No sólo había gomers. Había gente a la que salvaba la vida. De hecho he salvado a algunos.
—¿Qué es lo que ha pasado, Roy?
—He llegado a ser competente en el tratamiento de los casos importantes, pero los demás pacientes no hacen más que maltratarte de palabra. Una mierda. Drogadictos que intentan engañarte para que les des droga, borrachos, mendigos, enfermos venéreos, gente solitaria… Los odio. No confío en nadie. Me han vomitado y escupido encima, y me han chillado y engañado como a un chino. Todos pretenden que haga algo por ellos, por sus enfermedades fingidas. Lo primero que hago ahora es tratar de descubrir cómo van a intentar jugármela. ¿Paranoico, no?
—La paranoia no está mal —dijo Berry—. Sólo es una defensa un poco más primitiva. Si piensas que alguien te está vigilando, piensas que no estás solo. Alejas de tu mente la desesperación de la soledad. Y la ira. Estás tan deprimido, Roy… Has estado tan alejado últimamente. Me resulta horrible verte así. Has cambiado.
En este punto, las lágrimas asomaron a mis ojos. El abismo entre lo que era humano —con aquella inteligente y cariñosa mujer—y lo que era inhumano —con los gomers y la gente que te llenaba de insultos—se hizo excesivo. Con un nudo en la garganta, agaché la cabeza y me vi a mí mismo confesando atropelladamente que tenía algo que decirle: que estaba follando con una enfermera. Aguardé el estallido.
—¿Crees que no lo sabía? —dijo Berry.
—¿Lo sabías? —dije, sorprendido.
—Por supuesto. Las fulanas y las ostras y demás…, ¿te acuerdas? Te conozco muy bien. Por mí no te preocupes, Roy. Siempre que la cosa funcione en ambos sentidos.
—¿Cómo? ¿Lo dices en serio?
—Sí —dijo Berry, y luego, mirándome directamente a los ojos, continuó—: Con ese internado que te está haciendo polvo no podemos seguir como antes. Lo he visto claro hace meses. Vamos a mantener nuestro amor, Roy. Voy a luchar por ello. Pero recuerda: tu libertad presupone también la mía. ¿De acuerdo, amigo?
Tragándome los celos, dije:
—Por supuesto, amiga… Por supuesto, mi amor. —La abracé y besé, con lágrimas en los ojos, y añadí—: Sólo me queda una semana en la Sala de Urgencias, y estoy realmente preocupado por lo que me espera después. Puede que no lo consiga. Temo que una noche de estas, cuando no tenga a nadie a mi lado y alguien empiece a maltratarme de palabra, pueda perder el control y me líe a golpes con algún pobre diablo.
—Déjame que te advierta, Roy: en Psiquiatría, esta semana que viene, la que va de Navidad a Año Nuevo, es la peor. Es una semana de muerte. Ten mucho cuidado, y prepárate. Va a ser terrible.
—Un Holocausto.
—Exacto. Algo salvaje.
—¿Cómo vaya sobrevivir?
—¿Cómo? Quizá como en los campos de concentración: sobrevivir para dar testimonio, para dejar constancia de aquellos que no han sobrevivido.
Más tarde, cuando la furia del sexo dio paso a la ternura y la caricia, empecé a hablar de Gilheeny, Quick y Cohen. Me eché a reír, Berry se rió también, y pronto la cama, el cuarto, el mundo entero era una boca y una lengua y unos dientes gigantescos embarcados en una risa elipsoidal, y Berry dijo:
—Qué tipos más pintorescos. ¿En serio que hablan así? ¿Como libros de texto? ¿Cómo han llegado a hablar así?
—Dicen que frecuentando durante veinte años la Sala de Urgencias de la Casa y hablando con gente brillante como yo. Llevan veinte años embebiéndose de la educación humanística de cada uno de los internos que pasan por Urgencias.
—Los aprecias mucho, ¿no?
—Sí, son geniales. Me ayudan a seguir adelante.
—Y te intriga e interesa Cohen, ¿verdad?
—Sí. ¿Sabes lo que me ha dicho? Que jamás toca un cuerpo. Si yo no tuviera que tocarlos, también me gustaría escuchar lo que me cuentan, maldita sea.
—¿Quieres decir que no sopla en el estetoscopio cuando examina a los gomers?
—Ni siquiera tiene estetoscopio. Y va a trabajar en vaqueros.
—Bueno, y ¿cómo se comunica con los gomers?
—No se comunica.
—¿No? —dijo Berry en tono seductor.
—¡Maldita sea! No, no lo hace. ¡A lo mejor tendría que haberme hecho psiquiatra!
En este punto volvieron a estallar las carcajadas. ¿Yo residente de Psiquiatría, psiquiatra? No más gomers, no más coños infectos ni pruritos vaginales ni penes llenos de manchas y picores ni llagas en las piernas ni tactos rectales ni tantas y tantas guardias… Sólo el jodido palique. (Aunque eso es lo que la mayoría de ellos —gentes que se empeñaban en conseguir de los médicos lo que los médicos no podían darles—necesitaban). Podría tirar el estetoscopio a la basura e ir a trabajar en vaqueros.
Berry y yo nos vestimos para la fiesta de Navidad del doctor Leggo. Ella se puso un vestido negro ceñido, y yo, como a medianoche tenía que irme a la Sala de Urgencias para la guardia, la bata blanca. Berry, entusiasmada por la idea de conocer al Pez y al doctor Leggo, dijo:
—Ardo en deseos de ver cuánto de lo que me has contado es pura transferencia.
—¿Transferencia?
—Distorsión de la relación real por fuerzas inconscientes. Puede que odies al Pez y al doctor Leggo porque te recuerdan a tu padre.
—Yo quiero a mi padre.
—¿Sí? Y ¿qué me dices de tu madre?
—¿El Pez y el doctor Leggo van a recordarme a una enérgica mujer que cumple escrupulosamente con el kosher?
La fiesta era en casa del doctor Leggo, situada en una linde de los barrios residenciales. Un camino de entrada largo y circular conducía hasta la entrada de una mansión regia. La orina daba dinero. Fuimos recibidos en el vestíbulo por el doctor Leggo, cuyos ojos se fijaron inmediatamente en mi identificación de la Casa y en las tetas de Berry. Cuando dije «Hola, señor», el hombrecito cachondo pareció un poco desconcertado, y supe que estaba tratando de recordar si yo había estado en el ejército. En la hora que precedió a mi marcha para la Sala de Urgencias, decidí beber tanto champaña como pudiera caberme, y pronto me sentí achispado y lleno de burbujas. Y así estaba cuando llegó Chuck. Venía directamente de la sala 6 Sur, con la bata sucia y cubierta de las habituales excreciones. El doctor Leggo dirigió a Chuck un sonoro «Oh, qué tal…», y luego, tratando de leer su nombre en su distintivo, dijo:
—Bien…, Charles, veo que ha estado usted trabajando…
—Y Chuck dijo:
—No, siempre tengo este aspecto, jefe. Ya sabe cómo son estas cosas…
La fiesta siguió su curso. La mujer del doctor Leggo era tan apetecible sexualmente como un catéter. Las charlas, entre los médicos, versaban todas sobre Medicina, y entre los cónyuges, la mayoría mujeres, sobre lo dura que era la Medicina para sus maridos. Chuck y yo nos enamoramos de una mujer y no lográbamos entender por qué. A medida que yo iba estando más y más «cargado», la cara de Berry tenía una expresión más y más incrédula. Conoció al Pez, conoció al doctor Leggo. Al cabo de unos cuarenta minutos vino hasta nosotros y nos dijo que se marchaba. Nunca la había visto tan molesta, y Chuck y yo le preguntamos por qué.
—Los dos estáis borrachos —dijo—, y entiendo perfectamente por qué. Yo también me emborracharía si tuviera que tratar con todos esos gilipollas. No es transferencia. Es neurosis obsesivo-compulsiva. A vosotros se os «va» un poco, pero ellos padecen un auténtico ataque de diarrea. No me extraña que los médicos tengan la tasa más alta de suicidios, divorcios, drogadicción, alcoholismo y muerte prematura. Y probablemente eyaculación precoz. Llevo dos horas aquí y nadie me ha preguntado nada sobre mi persona. Es como si no fuera más que un apéndice tuyo.
Un «corte», pensé para mis adentros.
—Roy, jamás he pasado un rato más degradante. ¿Sabes lo que son estos tipos? Unos hijos de puta. Hasta luego.
Nos dio un beso en la mejilla a cada uno, cogió el abrigo y se fue. Después de tomarnos todas las copas que pudimos Chuck y yo fuimos en coche a la Casa de Dios.
—Joder, tío. Esa Berry es fuera de serie.
—Sí, es genial. Oye, intenta mantenerte en la calzada, ¿vale? ¿Sabes que está preocupada por ti?
—¿Sí? Dime qué es lo que le preocupa de mí.
Yo estaba lo bastante borracho como para decírselo. Le conté que Berry había notado que estaba mucho más gordo, que no estaba en absoluto en forma; que devoraba la comida, que había dejado de cuidarse y que había empezado a beber.
—Tiene razón. Yo siempre me he mantenido en forma, y mira la ruina que estoy hecho ahora. Lamentable, tío, lamentable…
—Dice que es de rabia. Que todos estamos tan jodidos que hemos empezado a hacer cosas raras. Y lo tuyo dice que es «oral». Le preocupa que te estés volviendo un alcohólico.
Aparcó el coche como un alcohólico: perpendicularmente a las rayas blancas de la Casa de Dios. Nos bajamos y, a modo de desafío callado, echamos una meada en el aparcamiento. Las dos vaharadas de vapor fueron un auténtico consuelo.
—Así que Berry está un poco preocupada por mí, ¿eh? —dijo Chuck.
—Sí. Más que un poco. Y, ¿sabes?, yo también estoy preocupado por ti.
—Bueno, Roy, te diré un pequeño secreto: también yo lo estoy, tío, también yo lo estoy…
Sonó el despertador. Me separé de aquel «invernadero» bajo las mantas que era estar pegado a Berry. Gruñí. El padre de Potts había muerto y Potts se había ido a Charleston para el entierro, y Eddie Trágate-Mi-Polvo le estaba relevando en la sala y yo le estaba haciendo a Eddie su turno de veinticuatro horas en la Sala de Urgencias. La mañana era tan fría que, a pesar de la ropa de abrigo que llevaba, cuando puse el trasero sobre el asiento del coche me recorrió un escalofrío y me castañetearon los dientes, y mientras avanzaba rumbo a la Casa tiritando pensé en Wayne Potts.
Lo extraño de Potts era que no actuaba de forma extraña. Quizá se había vuelto más callado, más retraído. Una noche lo encontré sentado en el cuarto de enfermeras con una expresión de aturdimiento en el semblante, como la de un niño en un funeral.
—Ah, Roy, qué tal… —dijo—. ¿Sabes? Acabo de ir a ver al Hombre Amarillo, y juraría que me ha mirado y me ha reconocido, pero luego, cuando le he vuelto a mirar, estaba como siempre, con los ojos cerrados, comatoso.
Potts iba tirando mal que bien. Con su mujer disfrutando de múltiples orgasmos de poder como interna de Cirugía en el MBH, Potts pasaba mucho tiempo solo. Solíamos pasar muchos ratos juntos, y había llegado a apreciarle. Sus raíces sureñas despertaban resonancias en mi amor por las raíces de Inglaterra, de Oxford y sus meriendas de fresas con nata y champaña servidos sobre los suaves céspedes de sus jardines del siglo XV. Nos hicimos amigos, en parte, por el desprecio que sentíamos por los competitivos Lamedores del Norte, y por un anhelo compartido de permanencia, de un pasado sólido y arraigado. Solíamos sentarnos en su casa y hablar y escuchar blues y gospels, y la balada preferida de Potts era una de John Hurt, del Mississippi, que hablaba del morir:
Cuando mis tribulaciones terrenas hayan terminado,
arrojad mi cuerpo al mar;
ahorraos la factura del empresario de pompas fúnebres,
y dejad que las sirenas coqueteen conmigo.
Un día hablamos de cómo habíamos decidido estudiar Medicina.
—Bueno, recuerdo un verano en Pawley Island… Yo tenía unos doce años. Mi madre había echado de casa a mi padre, y aquel verano mi hermano y mi madre y yo fuimos a la playa. Un día se me cayó aceite hirviendo en la mano, y me la quemé, y mi madre me llevó inmediatamente a Charleston a que me viera nuestro médico de cabecera. Su consulta eran dos grandes y viejas piezas con paneles de caoba y pomos y tiradores de latón y estanterías y cajones de boticario con frascos y redomas… Me vendó la quemadura, y dijo: «Chico, te gusta pescar ¿no?». «Sí, señor», dije yo. «Y ¿qué peces te gusta pescar, chico?». «Corvinas y peces azules, señor». «¿Es temporada ya para el pez azul?». «No, señor», dije. «Bueno, verás cómo podrás volver a pescar en cuanto esos peces azules estén listos para morder el anzuelo». Así que iba a verle cada dos días para que me cambiara el vendaje. Me ponía una pomada especial en la herida, y recuerdo que una vez, al cabo de una semana, me dijo: «Bien, se me ha acabado la pomada y he llamado al laboratorio que la prepara, en Nueva Jersey, y me han dicho que no sé qué agencia del gobierno la ha prohibido en seres humanos porque resultaba nociva para unos ratones blancos. Sé perfectamente que esa pomada no tiene nada de malo, chico, y lo sé porque llevo casi veinte años usándola. Así que lo que he hecho ha sido irme a la granja a por el ungüento que utilizo para los caballos. Si con ellos funciona, supongo que contigo también». El ungüento funcionó, por supuesto, y me curé estupendamente. Aquel verano pesqué peces azules, como él me había dicho. Y empecé a salir por ahí con él, a acompañarlo en sus visitas. ¡Las cosas que vi! Allí donde iba, la gente le abría de par en par las puertas. Era capaz de pasarse toda la noche en vela en una cabaña de negros asistiendo a un parto de mellizos, y a continuación visitar la más suntuosa mansión del East Battery, y lavarse las manos con su jabón perfumado y tomar café con achicoria servido por el mayordomo en el porche de Bahamas, mientras la brisa marina que llegaba de Fort Sumter se mezclaba con el aroma de madreselva del jardín trasero. Hice muchas cosas con él, vi muchas cosas, y deseé con todas mis fuerzas ser como él.
—¿Que fue de él?
—Oh, sigue allí. Está esperando a que yo termine el internado y vaya a trabajar con él durante un tiempo, hasta que se retire y me deje el puesto. Puede que lo haga el año que viene.
—Suena fantástico. ¿Es eso lo que quieres hacer?
—Sí, pero supongo que sólo es un sueño.
—¿Por qué un sueño?
—No es el tipo de Medicina que estoy aprendiendo aquí, ¿no te parece? No tendría la más mínima idea de qué hacer en un parto de mellizos. Además, mi mujer no quiere dejar el programa quirúrgico del MBH. No quiere ni oír hablar de mudarse al Sur.
En la fiesta del doctor Leggo, Berry me había preguntado quién era Potts, y se lo había dicho. Era el único sin distintivo en la solapa, y Berry me preguntó por qué.
—Lo ha perdido.
—¿Y no ha pedido otro?
—No.
—No tiene un aspecto muy saludable. A menos que sea un tipo extravagante.
—¿Potts extravagante? No, en absoluto.
—No parece que se preocupe mucho de sí mismo.
—Eres demasiado analítica —dije—, empezando a irritarme.
—Puede ser, pero yo me preocuparía por él, Roy.
—Gracias por tu diagnóstico de experta. Yo no pierdo ni un minuto de sueño por Potts.
Pero me equivocaba. Una noche me sorprendí en la cama despierto, pensando en él. Pensé en sus desencantos: su mujer, su internado excesivamente académico, su sueño cada vez más lejano de volver a Charleston a ejercer la Medicina, su perro triste… Empecé a impacientarme. Unos días antes, Potts y yo habíamos estado viendo la aplastante victoria de los Crimson Tide de Alabama sobre los Georgia Tech en el televisor de su cuarto. Junto a la cama había un revólver, un 44 cargado y fuera de su funda.
Aparqué en el aparcamiento de la Casa y me dirigí de prisa hacia la Sala de Urgencias. Cuando al hablar con Potts por teléfono le dije que sentía la muerte de su padre, me había dicho:
—Yo no. Ha muerto tirado en la calle después de una pelea con algún otro borracho. Ya imaginaba que acabaría así. Me siento como aliviado.
—¿Aliviado?
—Sí. Entiéndeme, Roy: durante años entraba en mi cuarto cuando pensaba que estaba dormido y se quedaba allí en la oscuridad, mirándome fijamente. Y de vez en cuando, a través de los párpados entreabiertos, me llegaba un destello del cañón del revólver que llevaba en la mano. Voy al entierro sólo para ver a mi madre. Lo siento, pero tienes que hacer mi turno. Te devolveré el favor.
Así que era un gélido domingo —el de la semana mortecina que va desde Navidad a Año Nuevo—y hacía la guardia de veinticuatro horas con la esperanza de que no me cayeran en suerte casos graves, de no tener que atender más que las pequeñas incidencias de la gente que llegaba a la Casa de Dios en busca de calor. Pero qué poca perspicacia la mía…, pensar que aquel domingo sólo vería lo generado por aquel domingo. Dos mil años atrás Cristo había mordido el polvo, cientos de años atrás algún entusiasta del Renacimiento había ideado los hospitales, cincuenta años atrás un entusiasta judío había concebido aquella Casa, dos meses atrás Dios había ido engendrando un nuevo invierno, unos cuantos días atrás cierto programador de televisión había cancelado un partido de fútbol americano «de infarto» para reponer la «granada» teutónica de Heidi, haciendo que la tensión arterial masculina se elevara en todo el país, y una noche atrás habían tenido lugar dos eventos cruciales. El primero: en aras de la «educación pública», se había emitido un documental televisivo sobre «los síntomas de un ataque al corazón»; el segundo: acababa de transcurrir un «sábado por la noche» en una ciudad agriada. Y todo iba a converger en mí. La cuestión era cómo, y con qué gravedad.
Para las ocho de la mañana la sala de espera estaba atestada, sobre todo de mujeres, la mayoría de ellas negras. Abe el Loco, brincando en medio de aquellas pacientes negras, me gritó: EL PROBLEMA DE USTEDES ES QUE ESTÁN CIRCUNCIDADOS, EL PROBLEMA DE USTEDES… En el cuarto de enfermeras las cosas no iban nada bien. Howard Greenspoon, con la cara pálida; estaba sentado entre Gath, Elihu, Cohen y los dos policías, y tomaba una taza de café, algo que jamás le había visto hacer antes, ya que sus tarjetas de IBM establecían la positiva correlación entre el café y el cáncer de vejiga. Howie les estaba contando lo que le había pasado:
He entrado en los servicios de la segunda planta hace una hora, y estaba en uno de los retretes cuando un tipo ha abierto la puerta, ha metido una pistola y me ha exigido que le diese todo el dinero. Le he dado tres dólares, y entonces he hecho una cosa tonta de verdad: le he dado mi anillo de la facultad. ¿Cómo diablos he podido hacer algo semejante? Me encantaba el anillo de la clase. Le tenía mucho cariño. El tipo ni siquiera me lo había pedido, Y yo se lo he dado sin más. ¿Por qué? ¿POR QUÉ?
—Curioso —dijo Gilheeny—. Pero mejor que el anillo no esté aquí y usted sí que lo contrario.
Howie se fue, pero los policías siguieron allí, y Quick se puso a explicar:
—Son unas fechas de terror, y se nos ha pedido que sigamos otras ocho horas, hasta las cuatro de la tarde, o sea, las 16.00, según el modo militar, ¿no, oficial naval Gath?
—Sí, señor —dijo Gath—. Dios, ya me gustaría que nos llegara algún caso grave, en lugar de tanto prurito vaginal… Me siento tan mal que sería capaz de ir a cazar osos con un látigo.
—Una afirmación notable, sí señor —dijo Gilheeny—. La noche pasada, sin ir más lejos, nos llamaron por radio para que fuéramos a un bar de strip-tease donde, según la denuncia, había habido un tiroteo. Entramos, se paró la música, las cabezas se volvieron hacia nosotros. La Ley. Silencio. «Demasiada calma», le susurré a Quick mientras observábamos cómo el camarero pasaba lentamente la fregona por el suelo y negaba que hubiera habido tiroteo alguno en su establecimiento. Entonces Ouick dio con la clave.
—El líquido que estaba limpiando el camarero era rojo —dijo Ouick—. La cerveza no es roja, pero la sangre sí lo es.
—Entonces vi a tres hombres que estaban sentados demasiado juntos contra la pared, y les ordené que se movieran. Lo hicieron, y el hombre que estaba en medio cayó hacia adelante. Muerto. La sorpresa de los tipos fue tal que nos abstuvimos de «convencerles» con las porras de plomo, evitando así muchos meses de trabajo con Cohen por la cuestión de la culpa y demás. Una situación muy arriesgada.
—Situación dura y límite en la que las palabras ceden paso a los actos —dijo Quick.
—Todos debemos tener cuidado —dijo el pelirrojo—. Si hay suerte nos veremos de nuevo a las cuatro. Adiós.
Se fueron, y se afincaron en mi cabeza el pesimismo y el miedo. Los cuadros clínicos formaban ya un montón sobre la mesa; los casos más frecuentes eran hombres angustiados tras haber visto en la televisión el reportaje «Cómo afrontar un ataque al corazón», y mujeres con dolores de vientre de domingo por la mañana. Cogí un cuadro clínico y me adentré en el meollo del día, mientras resonaban en mi cabeza la palabra COMPASIÓN y la palabra ODIO. No había ningún caso «imponente», no vi humor por ninguna parte; sólo se detectaba una clara traslación de cólera negra a —en palabras de Cohen—«ego corporal». La mayoría de las veces se trataba de traslaciones a la región abdomino-genital, y la queja que oí repetidamente fue la de «me duele el estómago»; hubo que recoger, pues, litros y litros de orina para ser analizada, y realizar decenas y decenas de exámenes pélvicos, y realizarlos con sumo cuidado, pues de cuando en cuando podía presentarse un «corte» (una apendicitis).
Con una de las mujeres llegó el desastre. Le había hecho un reconocimiento completo, y al no encontrarle nada entré en su cuarto para decirle que no tenía nada que yo pudiera tratarle. Ella lo aceptó y se empezó a poner la ropa, pero su novio se revolvió y dijo:
—Eh, un momento, tío. ¿Quiere decir que no va hacer nada por ella? ¿Nada?
—No le encuentro nada que pueda tratarle.
—Atienda bien, tío, a mi chica le duele, le duele de verdad, y quiero que le dé algo para el dolor.
—Ignoro lo que le causa ese dolor, y no voy a darle nada porque si se pone peor quiero saberlo, y lo sabré cuando ella vuelva. No quiero enmascarar lo que pueda estar gestando.
—Maldita sea, mírela, está sufriendo. Tiene que darle algo para el dolor.
Le dije que no iba a darle nada. Volví al cuarto de enfermeras para anotar los datos del caso. El novio me siguió, y aunque la mujer, cohibida, se quedó junto a la puerta, lista para marcharse, el hombre se negaba a irse, y empezó a utilizar la Sala de Urgencias como una tribuna:
Maldita sea… Sabía que no nos iban a ayudar. Lo que usted quiere es que sufra, porque le divierte. A los blancos les importa una mierda todo con tal de que nosotros nos llevemos la peor parte.
Se me empezaba a agotar la paciencia, y sentí en las orejas, en el cuello el hormigueo del cálido flujo límbico. Me entraron ganas de lanzarme contra aquel tipo para darle una paliza o para que me la diera él a mí. El no podía saber que yo compartía su sentimiento de víctima, su sentimiento de desesperación ante la aniquilación de las mujeres negras por obra de fuerzas sin control, su frustración ante la enfermedad, ante la vida. Había llegado incluso a compartir su paranoia. No podía explicárselo, y él no quería escuchar. Paralizado por la ira —ambos sentíamos la misma ira que disparó las balas contra los Kennedy y contra Luther King—, apreté los dientes y dije:
—Le he dicho todo lo que puedo decirle. Eso es todo.
Las enfermeras llamaron a los guardias de Seguridad de la Casa, que se plantaron ante él y le deslumbraron con sus falsas chapas de West Point hasta que el hombre, arrastrado por la mujer, acabó yéndose. Me quedé allí quieto, trémulo, exhausto. No podía escribir en el cuadro clínico: me temblaban demasiado las manos. No podía moverme.
—Está blanco como el papel —dijo Cohen—. Ese tipo le ha dejado hecho polvo.
—No sé cómo voy a aguantar veintitrés horas más en este sitio.
—El secreto está en «decatectizar». En despojarse de la «investidura» libidinal cuando uno está haciendo cualquier cosa. Es como ponerse un casco espacial y funcionar en piloto automático. Emocionalmente uno se retira, de modo que no está realmente allí. Cuestión de supervivencia, ¿lo ve?
—Sí. Me gustaría tener un casco espacial.
—No es un casco real, claro. La «desinvestidura» es un casco espacial interior. Casi todos los trabajos suelen estar «decatectizados», y ¿sabe por qué?
—¿Por qué?
—Porque todos los trabajos son tediosos, salvo éste. Bueno, inténtelo.
Me calé mi casco espacial imaginario, y me puse a mí mismo en piloto automático. Y «decatecticé» como un loco. Estudié litros y litros de orina y me sumergí en la riada de hombres asustados de dieciséis a ochenta y seis años que habían visto el reportaje televisivo y cuya principal queja era «un dolor en el pecho». Aquel reportaje había cumplido con su cometido primordial: confundir a los ciudadanos varones en lo tocante a la anatomía, pues ninguno de aquellos dolores en el pecho era en rigor dolor de pecho, sino dolor de tripa, dolor de brazo, dolor de espalda, dolor de ingle…, y, sí, un dolor genuino en un dedo gordo del pie, que resultó ser gota. Examiné montones de electrocardiogramas normales, y sentí un enorme desprecio por aquella «educación del público» acerca de la enfermedad. Algún predicador televisivo estaba tratando de «vender» ataques al corazón a diestro y siniestro, y los internos de todo el país se estaban viendo desbordados por los hipotéticos enfermos. El único infarto de miocardio que vi en aquellas horas fue en un hombre de mi edad que ingresó cadáver. De mi edad. Y allí estaba yo empleando los pocos años previos a mi propio infarto tratando de insensibilizarme, de sobrevivir.
Media tarde. Calma. Respiraba con un poco más de tranquilidad dentro de mi casco espacial, y pensaba que quizá podría conseguirlo. De pronto las puertas se abrieron bruscamente. Gath, Elihu y yo fuimos arrastrados a esa percepción onírica e hipersensitiva del tiempo en que suelen sumirnos los grandes desastres. Aullaban las sirenas, centelleaban las luces, y, con un cura a un lado y Quick al otro, entró en la Sala de Urgencias Gilheeny, blanco como el papel y con el costado derecho lleno de sangre. Saltamos todos a un tiempo y en un abrir y cerrar de ojos estábamos en la sala de los traumatismos graves. Gilheeny estaba vivo. En estado de shock. Mientras la enfermera le cortaba la tela del uniforme y nosotros lo intubábamos y examinábamos sus partes vitales —cabeza, corazón, pulmones—, oímos cómo Quick, conmocionado, nos contaba lo que había sucedido:
—Hubo un atraco en una heladería. Perseguimos al atracador, y él, en un momento dado, se volvió hacia nosotros y vació la escopeta en el cuerpo de Finton.
—Agente Quick —dijo Gath—, será mejor que salga de esta sala.
Me sentía rebosante de vida, y me vi haciendo cinco cosas a la vez. Pese a estar concentrado en Gilheeny, me asombró que una tarde de domingo de las más frías del año, un bastardo no sólo atracara una tienda, una heladería, sino que además lo hiciera armado…, y armado con una escopeta. ¿Cuanto dinero en metálico podía haber en una heladería en una gélida tarde de un domingo invernal? Mientras miraba las heridas sangrantes en el costado del policía, deseé tener al atracador allí, en aquella sala, para poder zurrarle de lo lindo.
Gilheeny tuvo suerte. Tal vez la pierna derecha no volviera a funcionarle a la perfección, pero al menos no iba a perder la vida. Gath, aunque trémulo como todos nosotros, intentó hacer una valerosa broma y le dijo a Gilheeny que LAS OPERACIONES SON BUENAS PARA LA GENTE Y que él estaba a punto de tener una. Mientras esperábamos a que lo trasladaran a la sala de operaciones, me senté al lado de Gilheeny para asegurarme de que no le sobrevenía ningún imprevisto, y entonces entró el cura acompañado del policía más grande que había visto en mi vida, con cuatro estrellas en cada hombro, galones en el uniforme azul, una gran insignia dorada, pelo gris y elegantes gafas de tonalidad naranja.
—Mis mejores saludos para usted, valeroso sargento Finton Gilheeny.
—¿El comisario jefe?
—El mismo. El joven doctor dice que con la ayuda de una operación quirúrgica, dada la eficacia demostrada del escalpelo, sobrevivirá usted.
Así que aquella peculiar forma de hablar venía de lo más alto… Me pregunté cuántos años habría pasado en la Casa de Dios el comisario jefe.
—Doctor Basch, parece que no vaya necesitar los últimos sacramentos. Si estoy en lo cierto, ¿podría marcharse ya el sacerdote? Me da miedo pensar en cuán cerca del cielo o del otro sitio ardiente he estado en esta ocasión.
—¿Hay algún mensaje para esa mujercita, para la esposa, Gilheeny? —preguntó el comisario jefe en cuanto el cura hubo salido de la sala.
—Ah, Sí… No la llame, porque verá: siempre le he dicho que enviaría a alguien, así que si usted la llama por teléfono pensará que estoy muerto… Con una hija epiléptica y una esposa con continuas crisis nerviosas, sería un lamentable error. De modo que mejor será enviar a alguien a mi casa, señor, si es que es posible.
—Iré yo mismo. Ah, por cierto, el atracador ha sido capturado. Sí, señor —dijo el comisario jefe, haciendo chasquear los nudillos—. Y cuando lo hemos detenido le hemos dicho: «Salga un momento ahí afuera que vamos a tener un interrogatorio privado», ya sabe a lo que me refiero… Un largo y cuidadoso «interrogatorio privado», porque usted es un policía muy querido para nosotros. Y no crea que no le he castigado yo mismo, personalmente, con unas cuantas y duras preguntas… Bien, buena suerte, muchacho; yo me vaya ver a su mujer para animarla con mi espléndida y jovial apariencia y mi cara de poli de la tele. Adiós, y para el joven especialista aquí presente que le ha salvado la vida, SHALOM y que Dios le bendiga.
Alucinante todo ello… Alucinante. Gilheeny fue llevado al quirófano y Quick se quedó con nosotros el resto del día, conmocionado y exhausto. Abe, que había presenciado la mayor parte de los hechos, se puso hecho una fiera. A pesar de los esfuerzos de Cohen, siguió chillando y chillando VOY A MATARLOS, VOY A MATARLOS y finalmente fue reducido y atado de pies y manos y enviado a un centro estatal.
Transcurrió el día, y oscureció. Gilheeny superó la fase crítica. Quick se fue a casa. A Abe ya se lo habían llevado. Entré como pude en la noche y al cabo, hacia las dos de la madrugada, justo antes de sumirme en un profundo sueño, pensé que aquel instante —aquella suerte de éxtasis de la huida—habría sido un instante perfecto para morir. Fui despertado, con vida, a las tres de la madrugada. Traté de centrar mi atención en la tablilla de pinza que me ponían delante: una mujer casada, de veintitrés años, que afirmaba haber sido violada mientras caminaba hacia su casa. No… Sí, vaya a verla. En la calle hay dos grados bajo cero. Fui a verla: a las once de la noche se dirigía hacia su casa desde la casa de una amiga; un hombre surgió de pronto de un camino de entrada, le apuntó con una pistola en la cabeza y la violó. Estaba en estado de shock, profundamente aturdida. No había sido capaz de volver a casa con su marido. Se había sentado en uno de esos cafés abiertos toda la noche y al final había acudido a la Casa.
—¿Ha llamado ya a su marido?
—No… estoy demasiado avergonzada —dijo, y levantó la cabeza por primera vez y me miró a los ojos, y al principio sus ojos eran muros secos y fríos, pero luego, con gran alivio por mi parte, se quebraron en fragmentos mojados y se puso a gritar, y siguió gritando entre sollozos. La cogí entre mis brazos y la dejé llorar, y yo también lloré. Cuando se calmó un poco, le pregunté por su número de teléfono, y después de someterla al reconocimiento habitual en las violaciones, llamé a su marido. Había estado sumamente preocupado, y se alegró mucho de que no estuviera muerta. Se presentó enseguida en la Casa. Me quedé sentado en el cuarto de enfermeras mientras él entraba a verla, y seguí sentado cuando salieron. La mujer me dio las gracias, y los vi alejarse por el largo pasillo de azulejos. Él hizo ademán de pasarle el brazo por el hombro, pero ella, con un gesto que reconocí como de repugnancia ante el saqueo de su cuerpo por el hombre que la había violado, lo apartó con un respingo. Separados, salieron a la noche inhóspita. Repugnancia. Asco. Eso es lo que yo sentía… Me sentía asqueado, lleno de furia, como si también rechazara la mano que se me tendía, porque la mano que se tiende nunca puede ayudar, porque es ilusorio que una mano pueda tocar lo que está muerto.
El broche final de aquella noche fue un homosexual drogadicto y alcohólico con una sobredosis potencialmente letal de una sustancia desconocida. Con pantalones y zapatos blancos, chaqueta blanca de marinero con pañuelo rojo y gorra blanca y uñas pintadas de blanco, estaba comatoso, a un paso de la muerte. Metadona, pensé, y le administré por vía intravenosa un narcótico antagónico de la metadona. Salió del coma y se puso insultante y agresivo. Sacó una navaja del bolsillo. Pensé que iba a venir hacia mí, pero no lo hizo. Agarró el tubo de la intravenosa y lo cortó. Se incorporó y se puso en pie y fue hasta las puertas automáticas. Para poder salvado en caso de que sus constantes vitales se vinieran abajo en el proceso, le había puesto una aguja de sección gruesa, y la sangre le manaba abundantemente por el pinchazo, y dejaba gruesas gotas rojas sobre el pulido piso, y dije:
—Escuche, déjeme al menos que le quite la aguja antes de irse.
—No —dijo, esgrimiendo la navaja—. No me voy a ir. Quiero desangrarme hasta morir aquí mismo, sobre este piso. ¿Lo ve? Quiero morir.
—Oh, bien, eso es otra cosa —dije, y llamé a los gorilas de Seguridad.
Nos quedamos allí sentados, sin decidirnos a saltar sobre él, mirando cómo las gotas rojas iban formando manchas, pequeños charcos… Tapizó de sangre el espacio en torno a sus caprichosos zapatos blancos. Cuando por fin se hizo un gran charco, se puso a salpicarnos, a lanzarnos sangre que dejaba en el aire como rayos de sol de un ritual expiatorio maya. Había enviado a por dos litros de sangre —de su grupo sanguíneo y lista para transfundir—, y Flash esperaba en el banco de sangre para bajármela en cuanto lo llamara. Allí sentado, sumido en la zozobra, traté de empuñar las armas de la mente para lidiar con la brutalidad de aquel día. Pero no pude. Y esperé a que el hombre se desmayara.
Berry y yo estábamos en la Capital de la Nación visitando a Jerry ya Phil, que habían estado en Oxford conmigo con una beca Rhodes. Mientras yo había elegido el fanatismo de las facultades de Medicina norteamericanas, ellos habían elegido el fanatismo de las de Derecho. En la actualidad trabajaban para dos jueces del Tribunal Supremo, en una especie de «internado» similar al mío. Había muchos paralelismos entre ambos campos. Los jueces del Supremo, como los Médicos titulares de la Casa, integraban un clan misceláneo: algunos bordeaban la incompetencia, otros eran alcohólicos, otros eran tontos, y otros sencillamente «no humanos», como el doctor Leggo y el Pez. En Jerry y Phil se delegaba la tarea de elaborar las leyes de rango más alto de la nación, del mismo modo que era yo quien lidiaba con los cuerpos y las muertes reales. Su cometido principal era influir en su respectivo juez a fin de «orientado» en cierto sentido sobre una decisión que habría de afectar a millones de norteamericanos. De hecho, pasaban mucho tiempo en el «más alto tribunal» de facto, la cancha de baloncesto de la última planta, situada inmediatamente encima de las salas del Tribunal Supremo de iure. Una de sus apasionantes funciones era precisamente meterle el codo en la cancha a un cazador de comunistas de cuerpo atlético nombrado a dedo por Nixon.
Pese a mi nueva propensión a ver un enfermó en todo el mundo, y pese a su nueva propensión a ver a todo el mundo como acusado, las cosas fueron bien durante un tiempo. Mientras nos paseábamos por el tribunal de reverberante mármol, nos reíamos con las variadas farsas que constituían la comidilla de la prensa, la más suculenta de las cuales era el rumor de que cierto reportero, provisto de unos poderosos prismáticos y situado en un punto escondido y estratégico de los acantilados de San Clemente, había espiado el paseo de Nixon y Bebe Rebozo con traje oscuro por la playa y había presenciado cómo el presidente se detenía de pronto, se volvía y plantaba un beso en los labios al señor Rebozo.
Pero ni la amistad ni el fin de semana fuera de la Casa eran capaces de contener mi rabia. Al sentirme libre, más persona, el contraste me resultaba aún más doloroso. Me había llevado conmigo el recelo y el desprecio. En un momento dado Jerry y Phil se sorprendieron ante mi vehemencia, y ante lo mucho que había mudado, desde la Izquierda Socialista Inglesa hasta la Derecha de Alabama a lo Dwayne Gath. El cinismo de mis amigos —por una u otra razón—no había caído en el terreno de la paranoia. El viaje se agrió, y en el avión, de vuelta, Berry dijo:
—Tienes que volver a pasar toda una «socialización» desde el principio, Roy. Nadie puede estar tan cargado de ira y convivir con la gente en este mundo. Tus amigos están realmente preocupados por ti.
—Tienes razón —dije, pensando en que todas las parcelas de mi vida se habían visto afectadas por mi experiencia en la Casa de Dios, y en que, con todas aquellas horribles enfermedades venéreas, hasta mi vida sexual se había resentido hasta enfriarse.
Las cosas, sin embargo, empeoraron. En la fiesta de Nochevieja, de la que tuve que irme temprano para presentarme a medianoche, por última vez, en la Sala de Urgencias de la Casa, y en la que acabé emborrachándome a conciencia, Berry me dijo a la cara:
—Ya apenas te conozco, Roy. Ya no eres el de antes.
—Tenías razón sobre estas fechas —dije yo, yéndome—. Es asqueroso, es de locos, es una mierda. Hasta la vista.
Salí al frío de la noche, anduve sobre la nieve helada y bajé por un terraplén de nieve ennegrecida por la suciedad de la ciudad en dirección a mi coche. El aterrador espacio vacío entre lo que es amor y lo que ya no lo es se cernía sobre mis pensamientos. Me senté allí solo, asqueado, y el azul de las lámparas de arco de mercurio acentuaban la irrealidad de la noche. Apareció Berry, y trató de devolverme al mundo humano. Metió el torso por la ventanilla, y me abrazó y me besó y me deseó un feliz Año Nuevo, y luego dijo:
—Míralo de este modo, Roy: el Año Nuevo significa que ya estás a mitad de camino.
Sintiéndome estafado —se me había prometido la vida para luego hacerme apechugar con la muerte—, entré en la Sala de Urgencias muy borracho, deseoso de encontrar a quien me había engañado. A la medianoche en punto, cuando el año viejo se daba la vuelta y mostraba su vientre blanco y el año nuevo empezaba a mamar de su primera mañana negra, un borracho desnudo lo celebraba vomitándose encima una materia inmunda. Me senté en el cuarto de enfermeras rodeado de las fútiles tentativas de éstas por instaurar en aquel lugar un espíritu de fiesta. Mientras contemplaba cómo Elihu movía las caderas y daba taconazos al ejecutar una caricaturesca horah, pensé en los «números de revista» de Treblinka. Y luego pensé en las fotografías de los campos de concentración tomadas por los Aliados tras la liberación. Las fotografías mostraban a hombres terriblemente escuálidos a través del alambre de espino, seres todo ojos. Oh, aquellos ojos, aquellos ojos… Discos duros, en blanco. Mis ojos se habían vuelto discos duros y en blanco. Pero había algo en el fondo de ellos…, sí, eso era lo peor. Lo peor era que tenía que vivir con lo que había en lo más profundo de ellos; tendría que vivir con ello pero nunca habría de ser visto por el resto de los humanos, porque me separaba de ellos, como acababa de hacer con mis mejores amigos del pasado y con mi amor antiguo y único, Berry. Había furia y cólera y rabia…, tapizándolo todo como petróleo crudo sobre el mar. Me habían hecho mucho, mucho daño. Ahora no tenía fe en las gentes de este mundo. Y ¿la prestación de asistencia médica? Pura farsa. ACICALAR Y LARGAR. Una puerta giratoria. Yo no era alguien que aguardaba al final de un trayecto de ambulancia, no. No había ningún glamour en todo aquello. Mi primer paciente de Año Nuevo fue una niña de cinco años encontrada dentro de una secadora de ropa con la cara ensangrentada. Había recibido una gran paliza: su madre, embarazada, la había golpeado una y otra vez con unos pantis llenos de trozos de cristal.
¿Cómo iba yo a sobrevivir?