12

Había Papás Noeles por todas partes, puntuando el mundo real de la Asistencia Social y la inseguridad ciudadana con las comas de la fantasía y el recuerdo. Había un Papá Noel del Ejército de Salvación, un militante que hacía sonar su campana al frente del obligado trombón tísico; un Papá Noel con aire de pachá de Rubens en un Cadillac con chófer en la hora punta; e incluso un Papá Noel —de aire esquizoide pero Papá Noel al fin y al cabo—a lomos de un elefante muerto de frío en el parque. Y, por supuesto, un Papá Noel en la Casa de Dios, repartiendo alegría en medio del dolor y del horror.

El mejor Papá Noel era el Gordo. Para el grupo de pacientes de su dispensario, era un Mesías Gordo. Dadas sus maneras bruscas y sus risotadas roncas, para mí fue una sorpresa comprobar cuánto le querían sus pacientes. Una tarde de antes de Navidad, iba yo con él hacia nuestros dispensarios, y me dijo:

—Pues claro que me quieren. ¿No me quiere todo el mundo? Si dejamos aparte la gente que me tenía celos, todo el mundo me ha querido toda mi vida. ¿Sabes quién era el centro de los niños en el patio del recreo? ¿El niño a cuya casa iba todo el mundo? Grasas, de Flatbush. Siempre. Todos me quieren. ¡Es genial!

—¿Tan burdo y cínico como eres?

—¿Quién lo dice? ¿Y además, qué importa?

—¿Por qué te quieren?

—Verás por qué: soy sincero con ellos y les hago reírse de sí mismos. En lugar del fariseísmo lúgubre del doctor Leggo y del cogerles la mano y el gimotear de Putzel, que les hace sentir que están al borde de la muerte, yo les hago sentir que aún son parte de la vida, que forman parte de un inmenso y chiflado plan en lugar de estar solos en su enfermedad (la cual, la mayoría de las veces, y sobre todo en los dispensarios y ambulatoríos, apenas existe). Conmigo sienten que siguen formando parte de la raza humana.

—Pero ¿y tu sarcasmo?

—¿Quién no es sarcástico? Los médicos no son diferentes del común de los mortales; sólo fingen ser diferentes para hacerse los importantes. Dios, pero me preocupa ese proyecto de investigación… ¿sabes cuál es mi problema?

—No, ¿cuál es?

—La conciencia. ¿Puedes creértelo? Hasta estafar al gobierno federal en el VA Hospital me produce escalofríos. Es de locos. Sólo rindo un cuarenta por ciento de lo que puedo rendir. Es horrible.

—Qué horror —dije, y luego, a medida que nos acercábamos a los dispensarios, sentí el desánimo de tener que lidiar con aquellas LOL sin NAD sin marido e hipertensas con sus necias demandas de asistencia, y solté un gruñido.

—¿Qué te pasa? —preguntó Grasas.

—No sé si podré aguantar tener que estar siempre pensando qué hacer por esas mujeres de mi ambulatorio.

—¿Hacer? ¿Quieres decir que intentas hacer algo?

—Pues claro, ¿tú no?

—Yo casi nunca. En mi ambulatorio hago todo lo posible por no hacer nada. Espera, no entres todavía —dijo, y me apartó hacia un lado hasta que quedamos ocultos tras la puerta—. ¿Ves toda esa gente de ahí dentro?

Miré. En la sala de espera había un montón de gente, un grupo heterogéneo que parecía una bar mitzvah en las Naciones Unidas.

—Mis pacientes ambulatorios, ahí los tienes. No hago nada «médico» por ellos, y me quieren. ¿Sabes cuánta bebida y comida, cuántas cosas caprichosas me trae esa gente como regalo de Hanuka y de Navidad? Y todo porque no hago absolutamente nada por ellos en el terreno médico.

—¿Me estás diciendo otra vez que la curación es peor que la enfermedad?

—No. Te estoy diciendo que la curación es la enfermedad. La mayor fuente de enfermedades en este mundo es la enfermedad del propio médico: su compulsión por tratar de curar y su equivocada creencia de que puede hacerlo. No es tan fácil no hacer nada, ahora que la sociedad le dice a todo el mundo que su cuerpo está lleno de imperfecciones y a punto de autodestruirse. La gente tiene miedo de hallarse al borde la muerte todo el tiempo, y piensa que lo mejor es ir a hacerse inmediatamente su «chequeo médico rutinario». ¡Chequeo médico! ¿Cuánto has aprendido tú de los chequeos médicos?

—No demasiado —dije, mientras caía en la cuenta de que tenía razón.

—Pues claro que no. La gente quiere tener una salud perfecta. Se trata de un deseo absolutamente nuevo que procede de los publicitarios de Madison Avenue. Es tarea nuestra decirle que la salud imperfecta es y siempre ha sido la salud perfecta, y que la mayoría de las cosas que funcionan mal en su cuerpo no las podemos remediar nosotros. Así que puede que hagamos diagnósticos, ¡qué gran hazaña!, pero raras veces curamos.

—Sobre eso no puedo decir nada.

—¿Qué quieres decir? ¿Es que has curado a alguien? ¿En seis meses?

—Una remisión.

—Fabuloso. Nos curamos a nosotros mismos, eso es todo. Bueno, vámonos. Vas a perderme de vista en ese gentío, Basch, así que FELIZ NAVIDAD, y mucho cuidado con dónde metes el dedo la próxima vez.

Perplejo una vez más, y sintiendo que me había «sacudido» el cerebro como solía hacer normalmente y que lo más probable era que tuviera razón, me quedé allí unos instantes viendo cómo se acercaba a sus pacientes. Éstos, al ver a Grasas, se pusieron a lanzar gritos de gozo y lo envolvieron por completo. Muchos de ellos llevaban viniendo a verle todas las semanas durante año y medio, y casi todos se conocían entre ellos. Formaban una gran familia, una familia feliz con aquel médico gordo por cabeza. Se cruzaron las sonrisas, se entregaron los regalos, y Grasas se sentó en medio de su gente y disfrutó de la situación. De cuando en cuando sentaba a un chiquillo en sus rodillas y le preguntaba qué quería para Navidad. Me sentí conmovido. He ahí, pensé, lo que podía ser la Medicina: algo humano para los humanos. Como todos nuestros maltrechos sueños. Entristecido, entré en mi despacho, como un niño no invitado a jugar en casa del Gordo.

Con todo, la preparación anímica que había tenido con el Gordo me brindó la sorpresa de encontrar divertido el Ambulatorio. Aliviado por el pensamiento de que mi compulsión por intentar curarles era la sola dolencia real de mis pacientes, me senté ante mi mesa y dejé que ellos mismos, en su calidad de gente de carne y hueso, me introdujeran en sus vidas. ¡Qué diferencia! Mi paciente negra artrítica y aficionada al baloncesto, cuando pasé por alto sus dolientes rodillas y le pregunté por sus hijos, me abrió su corazón, se puso a charlar alegremente e hizo pasar a sus chicos para presentármelos. Cuando se marchó, olvidó por primera vez dejar el folleto de los Testigos de Jehová que solía dejar siempre sobre la mesa. Muchos de mis pacientes me traían regalos. La LOL sin LAD de los párpados pegados con papel celo me trajo a su sobrina, una soberbia y genuina israelí de tez tostada, hombros de jugador de fútbol americano y sonrisa tan seductora como una naranja de Jaffa; mi paciente del pecho artificial me trajo una botella de whisky, y la portuguesa del pie artificial otra de vino. Tales regalos eran por haberlas «ayudado». Lo único que había hecho para ayudarlas era no haberlas LARGADO a otra parte. El asunto era el siguiente: con una asistencia médica que era como una veloz puerta giratoria y en la que todo médico del planeta se moría por ACICALARLAS y LARGARLAS a otra parte, aquellas gentes se habían vuelto expertas en encontrar un centro estático donde afincarse permanentemente. Podían identificar a un «Grasas» a un kilómetro de distancia. A aquellas gentes les importaban un bledo sus enfermedades o sus «curaciones»; lo que querían era lo que todo el mundo quiere: sentir que alguien les cogía de la mano, sentir que su médico se preocupaba por ellas.

Y eso es lo que hice. Llevar a mis pacientes al terreno del Gordo.

>En la Sala de Urgencias seguí sintiendo aquella sacudida que suponía para mí sentirme humano. Me sentía bien, orgulloso de mi pericia, entusiasmado. No me irritaba tener que ir a trabajar, y, fuera de la Casa, empecé a poder soportar pensar en mí en el interior de la Casa. Sentarse en la Sala de Urgencias era como sentarse en un banco del Louvre: todo un fresco humano que se desplegaba sin tregua ante mis ojos. Como París, la Sala de Urgencias era un lugar ilimitado en el tiempo: podía marcharme, y seguía sin mí hasta mi vuelta. Una inmensa eternidad de enfermedad que te movía a sentirte humilde. Con el «lujo» de las LARGADAS, empecé a encarnar al «médico» de fantasía de las cartas de mi padre: competente, capaz de resolver todo cuanto pudiera entrar por aquellas puertas automáticas al término de un trayecto de ambulancia.

Un sábado por la tarde antes de Navidad, en la calma que precede a la tormenta del sábado por la noche, Gath y yo estábamos sentados en el cuarto de enfermeras. Abe el Loco había desaparecido hacía dos noches, y todo el mundo se sentía un poco abatido por su ausencia. Las enfermeras estaban más irascibles que nunca, e incluso Flash, el camillero, se mostraba irritable y parecía utilizar olvidadas zonas de su cerebro. Había caído una fuerte nevada, y yo ya había tratado el primero de los varios infartos que se irían dando durante aquella guardia, a medida que los cabezas de familia de edad mediana y en pésima forma física que habitaban los barrios residenciales empezaran a quitar la nieve de la entrada de sus casas. Le dije a Gath que parecía un poco bajo de ánimo, y él dijo:

—Sí, lo estoy. Es por Elihu. No tiene ni idea de nada y estoy supervisando todo lo que hace. Estoy haciendo suturas. Un hombre de mis aptitudes, suturando… Si dejo solo a Elihu…, esto se convierte en un matadero. Sería como cuando teníamos a Frannie, el antiguo jefe de Cirugía. ¿Sabes lo que decían de él?

—¿Qué?

—Que mataba más judíos que Hitler. En fin…, ya no nos llega nada grande… Ni tiroteos, ni accidentes… Sólo dolores de barriga, puntos de sutura y caños y más caños. Me da náuseas.

La enfermera nos tendió sendas tablillas de pinzas. Gath echó una ojeada a la suya y, cubriéndose los ojos con la mano en ademán cansino, dijo:

—¿Sabes lo que tengo aquí, muchacho? Un coño… Un coño enfermo. Puede que sea un blanco racista de Alabama, pero por el amor de Dios…, que me llegue algo interesante para variar. Estos caños enfermos están arruinando mi vida sexual.

En mi tablilla había un blanco esmirriado de treinta y tres años que había sido recogido en la calle, enfrente de la biblioteca pública, donde había entrado a utilizar los servicios. Zalman medía dos metros y pensaba poco más de cuarenta kilos. Con aire de recién salido de un campo de concentración, era todo nalgas, costillas y mandíbulas, y se mostraba absolutamente apático salvo en el hablar: no quería comer carne porque las almas de los animales transmigraban como las de los humanos. Era un filósofo desempleado: el mundo estaba lleno de incompetencia, y su cena habitual consistía en una única uva sin pepitas. Un tipo fascinante. LARGADA a Psiquiatría. Mi llamada al residente de Psiquiatría fue interrumpida por mi segundo infarto de miocardio de padre de familia que quita la nieve de la entrada. Se hallaba al borde de la muerte, y Gath, Elihu y yo logramos hacer que volviera a la vida.

Mientras me hallaba dedicado a salvar al padre de familia «quitanieves», las tablillas de pinzas se habían ido apilando sobre la mesa. Eran las primeras víctimas —las que no sabían nadar—de la marea del sábado por la noche. Cogí unas cuantas tablillas, y volvía ya para seguir visitando los cuartos cuando me salió al paso un tipo de mi edad y de calvicie incipiente, con vaqueros y un jersey negro de cuello vuelto.

—Doctor Basch, soy Jeff Cohen, residente de Psiquiatría. Acabo de saludar a su anoréxico, el señor Zalman.

—Encantado de conocerle. Los policías me han hablado mucho de usted. Sí, Zalman…, un tipo increíble. Necesita de sus servicios.

—Cuénteme algo de él —dijo Cohen, interesado, mientras tomaba asiento.

—Ahora no tengo tiempo —dije.

—De acuerdo, más tarde. Zalman nos interesa, pero no aún. Nosotros no nos ocupamos de ningún paciente hasta que no ha recibido el alta médica. Jamás tocamos a los pacientes físicamente.

—¿No? ¿Jamás? ¿Jamás tocan un cuerpo?

—Parece que le sorprende. No, no existe el contacto físico… Porque desencadena la transferencia. Bien, veo que está muy ocupado; yo subía ahí arriba a leer un poco. Ya hablaremos de él luego, si dispone usted de tiempo. La anorexia en varones es rara, y fascinante. Llámeme, ¿de acuerdo? Hasta la vista.

Vi cómo se alejaba. Era diferente: escuchaba. En la Casa de Dios, como en otras casas judías, cuando hablabas nadie te escuchaba. Me dio la impresión de que a Cohen le había interesado lo que yo tenía que decir. Como al Gordo, sólo que sin el cinismo del Gordo. ¡Y le interesaban sus pacientes! Lo había podido percibir: para él los huesos de Zalman no eran ni la mitad de interesantes que su historia. Hasta yo la había escuchado como hechizado. Y a Cohen, además, aún le quedaba tiempo para leer mientras estaba de guardia. Un tipo genial.

Me reincorporé a la cada vez más vertiginosa noche del sábado. Trajeron a una mujer de una fiesta —llegó sobre los hombros de su novio—, sin respiración y con una incipiente tonalidad azul. En un abrir y cerrar de ojos —¡VOILÁ!—Gath y yo la metamorfoseamos de Ingreso Cadáver por Sobredosis en Paciente que Vomita Histéricamente por Subdosis, y la LARGAMOS a Jeff Cohen. Mientras atendía a un Papá Noel con indigestión ácida, vi a Gath engatusando a un joven para que franqueara las puertas automáticas y entrara en el vestíbulo. El joven se paró y se quedó quieto, escrutándonos con recelo bajo unas bragas rosas de seda que llevaba en la cabeza. Cohen reapareció y trató de hablar con él, pero desistió, y cuando le pregunté qué es lo que pasaba dijo:

—Pánico homosexual paranoide. Manteneos lejos de él. Yo me ocuparé. Con paciencia.

Caben inició su aproximación con un «¡santo Dios!» y yo fui a ver a un «Hijo de Charlie Chaplin» que tenía un insoportable dolor de cabeza y pedía codeína, y a quien LARGUÉ a la calle. Empecé a caer en la cuenta de que muchos de aquellos pacientes necesitaban a Cohen mucho más que a mí. Durante un descanso, mientras observaba cómo Elihu utilizaba lo que él llamaba «método estándar» de despertar a un pantagruélico borracho noruego —echarle cubitos de hielo en las pelotas—, la enfermera dijo que había un hombre que debía ver inmediatamente, pues tenía una tensión de «patente en trámite».

—¿Patente en trámite? ¿Qué diablos quiere decir eso?

—El aparato, en lo alto de la escala, donde se acaba el mercurio, dice «patente en trámite». O sea, lo más alto que puede marcar.

Un nuevo récord de la Casa. El noruego despertó de su estupor, gritó BASTARDOS, BESADME ESTE REAL CULO NORUEGO, y empezó a perseguir a Elihu por todo el cuarto de enfermeras. Gath y yo confiamos en que pudiera atraparlo. Salí y vi al hombre de la tensión de «patente en trámite». Era un negro gordo con una expresión nerviosa en la mirada, tobillos hinchados, pulmones mojados y un terrible dolor de cabeza. Me dejó que le pusiera una intravenosa, y cuando le informé de que las arterias del tronco del encéfalo le podían estallar en cualquier momento accedió a entrar en la Casa. Pero luego se arrancó la aguja y soltando sangre por el pinchazo dijo que antes tenía que «arreglar unos asuntos» relacionados con un Cadillac plateado y dos mujeres, y salió tranquilamente por la puerta. Reivindicar para mí el récord de la Casa de la tensión más alta LARGADA a la calle no podría dañar en absoluto mi reputación de MURO.

Hacia las once sucedió algo maravilloso: una racha erótica. Uno de los escasos placeres del oficio médico: cuando, con la excusa de una titulación médica, uno podía ir más allá de la fantasía de desnudar mentalmente a mujeres tentadoras y hacerlo realmente. Empecé con una princesa persa y terminé con una solitaria estudiante universitaria en fase oral que, incapaz de elegir entre su padre y su novio, había sido víctima de una súbita dificultad al tragar, lo que en aquel solitario sábado le había deparado un joven médico judío —yo—que inició serios contactos médico-eróticos con su boca, lengua, pilares tonsilares, naso-oro-faringe, cuello, garganta, clavícula, tórax, pechos, e incluso —¿por qué no?—pezones…

Pero la más notable de ellas era danesa. De dientes resplandecientemente blancos, pelo rubio, pestañas rubias —lo cual significaba también vello púbico rubio—, mejillas rosadas por el frío invernal, ojos de un azul de fiordo, y un ceñido vestido cruzado y dorado que le dejaba al desnudo un hombro y hacía que los pezones le sobresalieran en punta bajo la tela, en la que se veía una perdiz en un peral. Se quejaba de una «tortícolis que me baja hasta uno de los senos». Qué delicia… Bromeé, flirteé, inquirí sobre la historia de aquella tortícolis y aquel seno. Tenía que decidir si la hacía o no desnudarse para que yo la viera. Vacilé. La tensión creció. Me miró socarronamente en medio del silencio. Lo había echado todo a perder. Enrojecí, pero dije:

—Será mejor mirarla más detenidamente. ¿Le importaría desnudarse y ponerse ese camisón de la Casa?

Me miró a los ojos y permaneció callada unos instantes, y yo pensé: «Oh, no, voy a tener problemas; ya está hecho, y ella va a contarle a alguien todo esto… Veo los titulares de mañana: MARINERO NORUEGO ASESINA A INTERNO DE LA CASA DE DIOS - UN CRIMEN PASIONAL, DECLARA LA ESCULTURAL DANESA».

—No, por supuesto —dijo, sonriéndome con una sonrisa rubia y azul.

¡Lo sabía y estaba dispuesta a seguirme el juego! Fui hasta el otro lado de la cortina, donde había otra mujer joven con una enfermera. Pregunté cuál era el problema, y la enfermera dijo: «Sobredosis de comida para perros».

—¿Ah, sí? —pregunté en tono pedante—. Y ¿cuál es la dosis habitual de comida para perros?

Me puse a examinar a la víctima de la comida para perros, que presentaba un aspecto erótico totalmente diferente: amodorrada, desnuda —sin vergüenza alguna—de cintura para arriba, estaba vomitando. Al ponerle el estetoscopio sobre el pecho, algo en el espejo entre cortinas concitó mi atención: podía ver el otro cubículo, donde la danesa se estaba desnudando. Cuidadosa, delicadamente, se desabrochaba y luego descruzaba el ceñido vestido dorado. Se quedó allí sentada sobre la camilla, sin nada salvo unas bragas también doradas, y estiró los brazos en un bostezo largo. Sentí que el martilleo en mis arterias temporales reverberaba entre las paredes de azulejo. La danesa se estremeció con el frío, y se rodeó el torso con los brazos. Sus pezones eran tensos botones morenos en la seda suave de sus pechos. Justo antes de alargar la mano hacia el camisón de la Casa, bajó la mirada y la fijó en los pezones, una mirada de niña a dos juguetes excitantes, y como con un toque de pluma que cae dedicó una lenta y circular caricia a cada uno de ellos, esa lenta y circular caricia propia de una pelvis, de un muslo… Bien, ante aquel roce…, todo —sus pezones, mi verga, el estetoscopio de la Casa brincaron y se aunaron como judíos hambrientos en la última oración del ayuno del Yom Kippur. Presa de la febril expectación del amante, prolongué el examen de la víctima de la comida para perros y al cabo entré en el cubículo que albergaba a la danesa, y me vi preguntando ridículamente:

—¿Qué tal están?

—¿Están?

—Los dolores de cuello.

—Oh, sí… Igual que antes.

—Permítame que le suelte esto —dije, desabrochándole el camisón de la Casa y dejando que le cayera hasta la cintura—. Permítame que la examine.

Me «permití» disfrutar de ella: mis manos y cabeza vagaron por su cuerpo. Sentí la atracción sexual borboteando en torno; reflectantes burbujas eróticas prismáticas y elásticas flotaban a nuestro alrededor, resplandeciendo y resbalando, tensándose y reventando en el acto del amor. Mi palma en su mejilla rosada, palpando el dolor donde el trapecio se contrae; su mano sobre mi antebrazo, buscando apoyo mientras le examinaba el manguito rotatorio del hombro; mis dedos en el suave y adorable hueco de la inserción deltoidea, en busca de un dolor de bursitis, en sus costillas, en sus pechos, sí, e incluso rozándole aquellos pezones erectos, hipersensibles, porque ¿cómo reprimirse…? ¿Era ético «ligar» con ella en aquellas condiciones? Norman, el compañero de cuarto del Enano en la BMS, había «ligado» una primavera, en una Sala de Urgencias, con una viuda madurita llamada —cómo no—Suzie, y había conseguido un abono de temporada para el béisbol.

—Doctor Basch —dijo la danesa al ver que, a regañadientes, daba yo por finalizado el reconocimiento y miraba cómo se volvía a cubrir los pechos y le decía que se tomase dos aspirinas cuando lo que en realidad quería decirle era que me llamara a la mañana siguiente—, ¿puedo preguntarle una cosa?

LO QUE QUIERAS, ¿QUIZÁ ACERCA DE ESA ESPECIE DE ARENQUE QUE ME ESTÁ ABULTANDO EL PANTALÓN?

—¿Le resulta muy duro ver constantemente tanta… enfermedad?

—Sí, es duro —dije, buscando desesperadamente el modo de pedirle una cita.

—Se siente atraído por mí, puedo notarlo…

¡VAYA, ME HA DESCUBIERTO USTED!

—Y usted también me gusta. Tiene buenas manos: delicadas, pero fuertes.

POR FIN VA A SUCEDER COMO EN LOS LIBROS.

—Qué pena que tenga que volar a Copenhague mañana mismo…

Ohhh, nooo…

—Bien, tío, ¿qué te han parecido? —me preguntó Gath, sentado a mi lado en el cuarto de enfermeras.

—Increíble. Vaya racha de suerte, ¿eh?

—¿Suerte? Una mierda. He estado ahí fuera seleccionándolas… De cintura para arriba para ti, de cintura para abajo para Elihu. Esos coños verdosos y untuosos no creo que puedan hacer daño a su vida sexual. ¡Cielos! ¡Mira eso… Abe el Loco ha vuelto! ¡El viejo Abe ha vuelto!

En efecto, había vuelto. Con aquel destello eléctrico en los ojos, Abe nos saludó desde el interior de las puertas automáticas. Flash corrió hacia él y lo abrazó, y el ánimo de las enfermeras mejoró de inmediato. ¡Qué noche más maravillosa! Si un viejo encuentra el camino de vuelta a la Casa desde el exterior inhóspito, ¿quién no iba a ponerse contento?

Justo antes de medianoche estaba yo sentado con los policías, charlando, cuando Cohen se unió a nosotros mientras rellenaba los datos de un joven esquizofrénico que había llegado en estado comatoso, después de haber inhalado el contenido de un aerosol de desodorante.

—Hola, doctor Jeffrey Cohen —bramó Gilheeny al verlo entrar; luego, volviéndose hacía mí, dijo—: Nos perdonará que centremos la atención en Cohen, porque tenemos que aprovechar el que esté de guardia una vez cada siete noches. Una programación bastante más humana que la suya, ¿eh, doctor Basch?, lo que prueba el buen juicio del doctor Cohen al elegir psiquiatría, al tiempo que prueba la veracidad de la máxima de su ciudad natal: «Se puede sacar al muchacho del sur de Filadelfia, pero nunca sacar al sur de Filadelfia del muchacho».

Me quedé atónito ante la idea de tener una guardia cada siete noches, y oí que Gilheeny le preguntaba a Cohen:

—¿En qué singular profundidad de la mente humana se ha sumergido usted hoy, doctor Cohen? Y ¿cuál es su opinión sobre nuestro joven esquizofrénico que acaba de inhalar todo ese desodorante?

—Son problemas de «cercanía» —dijo Cohen—los que definen la esquizofrenia. Todos nosotros, nos dejó dicho Freud, padecemos conflictos neuróticos de distonía del ego.

—Como usted ya nos ha explicado —dijo Quick—, uno nunca supera su propia necesidad de neurosis.

—Cierto —dijo Cohen—. Pero las pulsiones esquizofrénicas son mucho más tempranas, pregenitales, y giran en torno a fronteras personales… Cuán cerca de alguien puede uno llegar sin resultar aniquilado. Le he dado Stelazine.

—Y ¿qué me dice del móvil suicida de lo del aerosol? —preguntó Gilheeny.

—Muy sencillo —dijo Cohen—. ESE AEROSOL ACABA CON LA PREOCUPACIÓN DE LA «CERCANÍA».

—No estaría nada mal —dijo Quick—que todo el cuerpo de policía acudiera a usted, doctor Cohen, para una gran terapia de grupo.

—Sobre la poli ya lo hemos oído todo —dijo Cohen, guiñándome un ojo—. Una panda de maricas.

—¡Oiga, doctor Cohen! —dijo Quick—. No puede usted generalizar de ese modo.

—El caso es que vivimos —dijo Gilheeny—en constante temor por nuestras vidas. Eso hace que la tensión nos suba como un géiser de Arabia… Los dolores de cabeza que la tensión nos produce dejarían fuera de combate a un toro con senos maxilares de acero.

—Debo confesar —dijo Quick—que he llegado sentir una extraña pasión por las pajitas de plástico flexibles y en espiral. Y cuando mi mujer me gritó la otra noche, la mandé a hacer puñetas. Así, como suena. ¿Qué cree que me pasa, doctor Cohen?

—¿Lo ve? —dijo Cohen, volviéndose hacia mí de nuevo con un brillo en la mirada—. Lo que acabo de decirle: homosexuales todos ellos.

Eddie Trágate-Mi-Polvo llegó para relevarme. Me estaba divirtiendo tanto que no tenía ningunas ganas de irme. En la sala de espera me encontré con Abe, que se había aventurado fuera de su rincón, ocupado ahora, además de por su bolsa de las compras, por el joven de las bragas rosas en la cabeza, que me escrutaba con recelo desde una esquina.

—¿Está contento de que haya vuelto? —me preguntó Abe.

—Sí, claro.

—Está usted haciéndolo muy bien. Yo he hecho un amigo; está allí, en el rincón. A veces, ¿sabe?, uno se siente un poco solo aquí en estas noches tan lentas, aunque tampoco me gusta que la sala esté a rebosar de gente. Ese tipo es raro, pero es un amigo. No habla con nadie más que conmigo, así que es un amigo. Mi amigo. Conduzca con cuidado, el suelo está muy resbaladizo por la nieve. Buenas noches.

Me sentía lleno de esperanza. Aquellas dieciséis horas habían sido como tenían que ser, como en las novelas, como en los libros. Como un libro de texto. Como un libro abierto.

Brillo y deslizamiento. Bajo las luces de colores, la pareja con lentejuelas giraba y centelleaba al ejecutar figuras mil veces practicadas y ahora ejecutadas sin esfuerzo. El atavío de ella era minúsculo: unos tirantes que sujetaban las copas de lentejuelas que ceñían sus pechos, y una pieza en la entrepierna que se desdibujaba en la oscuridad de la pista de patinaje sobre hielo. Se deslizaban sobre piernas grandes y fuertes, y giraban y giraban describiendo complejas filigranas que no hacían sino intensificar el erotismo del baile. Y entonces, como broche de su número, él la aupó hacia lo alto y la llevó en un deslizamiento final por todo el círculo de la pista, mientras los focos hacían saltar destellos de las cuchillas de los patines, y al cabo hombre y mujer quedaron inmóviles en un clímax tan delicado y violento como el propio hielo. Como me sucedía a menudo, quedé prendido de un detalle: el pulgar de él se hundía en el pliegue de las nalgas de ella, tensándole las terminaciones nerviosas de los labios, del clítoris…

—¡Ooohhh…! ¿No es fantástico, Roy?

Instintivamente, antes de saber qué mujer me estaba hablando, dije:

—Sí.

—Es tan…, ya sabes, tan excitante, tan impecable y limpio.

Era Molly, y estábamos en un espectáculo de patinaje sobre hielo.

—¿Sabes? —dijo, deslizándome una mano por debajo del jersey, y subiéndomela hacia el pecho para dejarla caer enseguida, con decisión, hasta hundírmela más abajo…, donde, un poco a regañadientes, se me empezaba ya a poner tiesa—. Me pone cachonda de veras. Como Angel le dice al Enano: «Eso me pone a punto para el trote». Tengo un regalo de Navidad para ti. Está en mi apartamento. Vámonos.

Sí, era Molly y estábamos viendo patinaje sobre hielo. La pareja había finalizado su número con un giro en espiral y una parada instantánea, acuchillando el hielo, con la mujer abierta de brazos y piernas mientras sus genitales de lentejuelas me dirigían un guiño. Al marcharnos pensé en la sala de Ginecología de Urgencias, en todas aquellas mujeres abiertas de piernas de extremo a extremo, en el perineo apagado y gris de las gomers. Molly me guiaba a través de aquella nieve fangosa que cubría la ciudad desde noviembre hasta marzo, y volvimos a su casa, donde le faltó tiempo para ponerse a desabrocharme el pantalón, y cuando una pizca de nieve se deslizó desde su sombrero hasta mi glande —que aún seguía hinchándose—y solté un grito y me estremecí de arriba abajo, Molly se rió y dijo:

—Oh, Oscar necesita que le den calor, ¿no es eso?

Cosa que se apresuró a hacer ella con la boca… (¿dónde habrían conseguido aquellas enfermeras tales hambrientas y gimnastas bocas?). Empecé a ponerme como loco, y mientras mis pensamientos se desmoronaban a mi alrededor le pregunté por qué acababa de bautizar a mi pene con el nombre de Oscar, y ella dijo:

—Es tierno… A mis tetas les puse nombre en cuanto me salieron. Mira.

Se quitó el suéter y, saltándose el sostén, me las enseñó y me explicó que la de la derecha, ligeramente más grande, se llamaba Toni, y la de la izquierda, ligeramente más rosada, se llamaba Sue. Bien, para qué oír más. Manoseé a Toni y chupeteé a Sue, y las visiones de los caños grises de las gomers y los caños enfermos blancos y negros y aborígenes de América del Norte y superprivilegiados y subprivilegiados fueron reemplazadas por visiones de caños daneses rubios y vellosos y de un nítido y pequeño clítoris estremeciéndose entre un pliegue glúteo con lentejuelas. Trotamos, ¡vaya si trotamos…!

La sesión de patinaje había sido vespertina; tenía, pues, que irme directamente del apartamento de Molly a la Sala de Urgencias para el turno de las ocho de la noche a las ocho de la mañana. Hice cosquillas a Toni y besuqueé a Sue hasta que logré despertar a Molly, que al ver que ya me iba dijo:

—Oh, Roy, espera, se me ha olvidado darte tu regalo de Navidad.

Brincó fuera de la cama —con Toni colgándole un poco más que Sue—y se llegó hasta el tocador, y mientras yo me maravillaba ante el genio creador capaz de hacer algo tan cálido, de tetas tan rosadas y coño tan suave como una mujer, Molly me tendió una cajita envuelta en un papel de niña pequeña. La abrí y, dentro, para mi gran asombro, vi un alfiler de corbata de plata con las iniciales siguientes:

IMV.

—Compré las letras, y las he soldado yo misma —dijo—. Para mí eres el Interno de Más Valía. ¿Sabes?, creo que eres la persona más inteligente que he conocido en mi vida… Un genio. Debes de pensar que soy terriblemente tonta. Pero no me importa. Aprecio de veras el tiempo que pasamos juntos.

El regalo perfecto. Sentí que en mi cabeza pugnaban sentimientos muy intensos…, desde mi abuelo preguntándome si tenía otra mujer a lo mucho o poco que me importaba en verdad Molly, y le pregunté:

—¿No crees que soy un bastardo por tener a Berry y verme en secreto contigo?

—No. De verdad que no, Roy.

—Es increíble —dije—. Eres tan bella y tan sexy y tan… divertida y tan libre que me resulta difícil de creer. No imaginaba que alguien como tú pudiera existir realmente… Me importas mucho, mucho.

—Bien, supongo que te amo, Roy, aunque tú no veas en mí más que una enfermera tonta…

—No eres ninguna enfermera tonta.

—No, no lo soy. No soy más que una católica harta, que está hasta las tetas de lo que tuvo que pasar con las monjas y que quiere recuperar el tiempo perdido. Así que vamos a jugar.

—¿No soy un bastardo para ti?

—Oh, Roy, chiquillo, déjalo ya. Vamos a pasarlo bien juntos, ¿vale?

Pues claro que valía. La cogí entre mis brazos y la besé a ella y a Toni y a Sue y a aquella parte húmeda y caliente y vellosa cuyo nombre no había logrado captar y que exprimiría a Oscar como tan sólo un veinte por ciento de las criptas vaginales son capaces de hacerla, y me besó y besamos a «todo el mundo», y con aquel calor y aquellos besos y aquel alfiler de corbata y todo «aquello» volviéndose a excitar y los dos diciéndonos adiós, fue un milagro que yo y el gran Oscar pudiéramos siquiera andar, y aún menos salir de aquella casa a la tormenta de nieve fangosa rumbo a la Casa del buen Dios.

¿No fue en una noche como aquella cuando mi tataratíoabuelo Thaler, viendo que se le negaba el derecho a ser escultor, se había deslizado hasta el establo, había birlado el mejor de los caballos y se había alejado al galope sin que nadie volviera a verle ni a oír noticia alguna de él jamás?