Negros como la pez, cubiertos de sudor y de espuma, la pareja de caballos se debatía en el fango de la mina de carbón buscando tierra firme en la rampa que conducía al exterior. Salté a la charca y los desenganché, y mientras se afanaban por ganar la boca de la mina iban dejando húmedos pegotes negros de estiércol a mi alrededor, uno de los cuales me alcanzó con un sonoro PLAFFF en la parte desnuda del cuello. Indignado, me llevé la mano al cuello para limpiármelo…
—¡Eh! Roy, me has dado en el ojo. Estaba dándote un beso de despertar…
Berry. Le había dado un manotazo en el ojo. ¿Dónde estábamos? En su coche, en mi ciudad natal. Dije:
—Lo siento. No sabía dónde estaba.
—Ya estamos aquí. He llegado hasta donde he podido siguiendo tus instrucciones. Tienes que indicarme cómo llegar a tu casa. Mira…, allí hay nieve. ¿No es fantástico? La primera nevada del año.
Era fantástico. El negro de los troncos y ramas de los árboles contra el blanco de la nieve, todo ello bajo el encapotado gris del húmedo noviembre. Día de Acción de Gracias. Sí, era eso… Pese a nuestra conflictiva RHP —Relación Hecha Polvo—, Berry y yo íbamos a pasar en mi casa el día de Acción de Gracias.
Aquella mañana Berry me había recogido en la puerta de la Sala de Urgencias de la Casa de Dios, después de mi turno de noche, y había conducido hasta mi casa, situada en los parajes siberianos del norte del estado de Nueva York. La tundra. Centro ballenero, de putas, de bares, de iglesias, había alcanzado su ápice de población justo después de la revolución norteamericana, Y ahora el lugar era sostenido por dos fábricas de cemento que la cubrían por las noches de polvo de cemento, y los obreros del cemento sostenían a las putas, los bares, las iglesias, los Leones, los Alces y demás remanentes de la bestialidad del hombre para con el hombre.
—Esta ciudad tuya es tan pintoresca… —dijo Berry.
—Comprar condones no era nada fácil.
—¿Qué le hizo a tu padre mudarse de la gran ciudad para venirse aquí?
Recordaba a mi padre contándome cómo había luchado para abrirse paso como dentista en la gran ciudad después de la guerra, cómo mi madre y él habían dormido en una cama plegable que durante el día hacía de sofá en la sala de espera, y recordaba que mi madre me había contado lo contento que mi padre estaba cuando, después del primer día de consulta en la nueva localidad, volvió a casa como un chiquillo al que acaban de regalar un juguete con ochenta y cinco dólares en la mano, y yo, sabiendo lo mucho que le gustaba a mi padre el golf, dije:
—Dinero, miedo y golf.
—¿Miedo?
—Sí. De ser un don nadie en la gran ciudad.
En mitad de la calle mayor me vi bregando con la confusión traída a la ciudad por la Cámara de Comercio, que había profanado los recuerdos de mi primera juventud con numerosos cambios en los edificios, de modo que no lograba identificar las características de cada cuál ni dónde me había tomado la primera cerveza o había tenido lugar mi primer beso o había recibido la primera paliza a manos de los italianos por salir con su hermana —pese a que era su hermana la que había querido salir conmigo—, y al cabo vi un letrero en la ventana del segundo piso de un viejo edificio, un letrero con la pintura desconchada y medio oculto por la nieve:
Dentista.
El letrero de mi padre. Llevaba allí veintisiete años. Mi padre había querido ser médico, pero el cupo judío en las facultades de Medicina de la gran ciudad en los años treinta había dado al traste con sus ilusiones. Él y los de su generación habían levantado la Casa de Dios e instituciones parejas a fin de garantizar los estudios médicos a sus hijos. Aquel letrero me puso triste. Las lágrimas asomaron a mis ojos. Cuánto más fácil era para mí sentirme triste y dar muestras de ello cuando no estaba con ellos…, cuando no oía a mi padre silbar alegremente «Un anochecer hechizado» mientras balanceaba los brazos de un lado a otro, ni veía cómo trataba de vivir sus sueños a través de mí, su hijo.
Así pues, no asomó a mis ojos ni una lágrima cuando los vi al entrar en casa. El verme con Berry disparó de inmediato las esperanzas de todo el mundo acerca de mi eventual matrimonio. Aunque mi madre era célebre rompiendo relaciones —el ejemplo más conspicuo de ello fue el día de Acción de Gracias de unos años atrás en que, después de la cena, había anunciado al pretendiente de una prima solterona que «ya es hora de que tú y yo hablemos claro, Roger»; acto seguido se había encerrado con él en el estudio durante una hora, al cabo de la cual nadie volvió a ver en la vida al tal Roger—, no tardó en asediarme con preguntas al respecto. El cansancio me dictaba descabezar un sueñecito, así que me excusé por hurtarme a las preguntas de toda la familia y me sumí en un mar de vívidos sueños. Desperté de uno de esos profundos sueños en que uno siente su propia baba en la mejilla, sobre la almohada, y en la cena mi mente seguía como embotada por el sueño. Me había pasado toda la noche en vela en la Sala de Urgencias (a menudo me pasaba varias noches seguidas en vela tratando de lidiar con la riada de humanidad que fluía y se encrespaba ante mis ojos). Mi madre estaba un poco molesta por mi pequeña siesta y por mi fatiga, pero el que Berry estuviese allí diluyó un tanto su atención airada, y el nivel de su posible grito se mantuvo en mezzo.
Después de la cena, las cosas empezaron a mejorar. Acababa de descubrirse la «laguna» de dieciocho minutos y medio en la última cinta de la Casa Blanca, y ¡qué gran placer nos proporcionó tal noticia a todos! Cuatro generaciones de Basch vibraron con el asunto Rose Mary. Estimulados por las fotos de prensa de una Rose Mary Woods abierta de brazos y piernas entre el pedal de su magnetófono y el teléfono que había a su espalda, como esperando un rápido revolcón con Nixon, estallamos en carcajadas y nos regocijamos juntos ante la idea de que, por fin, Nixon iba a recibir su merecido. ¡Para nosotros, fantástico! ¡Fantástico para Norteamérica! Desde el más pequeño de los Basch, la niña de cuatro años de mi hermano, que estaba aprendiendo a levantar su teléfono de juguete y a abrir brazos y piernas mientras gritaba RO-MARY… RO-MARY, pasando por mi hermano, que al parecer despreciaba a Nixon aún más que todos nosotros, hasta mi padre, al que interesaban más los aspectos técnicos de aquel «escamoteo», anticipándose al panel de expertos que habría de demostrar, más allá de cualquier asomo de duda, que «se habían producido entre cuatro y nueve "borraduras" manuales consecutivas», y finalmente dictaminar que «tal hecho no había podido producirse accidentalmente», y mi propio abuelo, el único de su generación con vida en la familia, que sonrió con sonrisa sabia y se limitó a decir:
—Después de todos estos años, poder ver esto es maravilloso.
Durante un instante en que decayó la conversación, mi abuelo se puso en pie y me dijo:
—Bien, señor doctor, ahora va usted a aconsejarme gratis. Vamos.
Entramos en mi habitación y nos sentamos, y me dijo:
—No es tu consejo lo que busco.
Acercó su silla hasta ponerla frente a la mía y se inclinó hacia adelante con ese ademán propio de los viejos, y recordé a mi abuela, su esposa muerta, perennemente sentada a su espalda, un eco sobre su hombro.
—Como sabes —dijo—, eres el mayor de mis nietos, y recuerdo bien el día en que naciste. Me enteré estando en Saratoga. Yo era presidente de los Comerciantes Italianos de Comestibles de Manhattan. Aquel año tuvimos la convención allí.
—¿Un judío presidente de los tenderos ítalo-norteamericanos?
—Sí. La asociación entera era judía. Tú eres un hombre educado, y te pregunto: ¿le comprarías las cosas a un italiano? Los italianos nos compraban a nosotros los espaguetis. Después del polaco y el yiddish, el siguiente idioma que aprendí fue el italiano. Y luego el inglés. Comestibles ítalo-norteamericanos, ese era mi negocio entonces. Recibí cartas de «la Mano Negra», de la Mafia y demás… También en Kolomea, en Polonia, éramos tenderos. Mi padre hizo todo su dinero durante la guerra contra Japón: compró pieles, y la gente decía que estaba loco, que por qué compraba aquellas pieles, y él decía que no se preocuparan, y cuando estalló la guerra se empezaron a necesitar pieles.
—¿Para qué?
—Botas para los soldados. Para que pudieran llegar a Japón. Oh, mi salud no es demasiado mala… Tengo un poco fastidiadas las piernas. Pero quiero saber si tengo algo malo de verdad, porque hoy día las cosas se curan. Conozco a un italiano, un tipo de la Novena Avenida, buena gente. Le abrieron así…, le quedó una cicatriz de aquí a aquí, y de aquí a acá. Pero luego corría por todas partes como un chiquillo. No como otros… Medraban un poco, y ¿qué decían? Estoy demasiado ocupado, estoy demasiado ocupado. Y un buen día ¡plaf!, se quedaban tiesos. Yo lucharé como un demonio para seguir viviendo. —Hizo una pausa y se acercó un poco más, hasta que sus rodillas casi tocaron las mías y pude ver las livianas nubes de las cataratas que empañaban sus ojos—. Esa chica tuya es muy bonita, ¿no crees?
—Sí, lo es.
—¿A qué esperas, entonces? No será que tienes otra, ¿eh, muchacho?
Traté de que no me notara que sí, que tenía otra.
—¿A qué esperas, entonces? ¡Sé un mensch! Yo nunca esperé en estas cosas. En mis tiempos no se podía esperar. ¿Sabes que tu abuela jamás quiso casarse conmigo? Jamás. Y ¿sabes lo que hice? Cogí una pistola, se la puse en la cabeza y le dije: «Geiger, cásate conmigo o te mato». ¿Qué te parece?
Nos reímos, pero luego mi abuelo se puso triste y dijo:
—¿Sabes?, en todos los años que he pasado con ella, nunca me fui con otra mujer. Nunca. Y no me faltaron ocasiones, puedes creerme. En Saratoga. Ocasiones a montones.
Me sentí mal por lo que estaba haciendo con Molly.
—Eres una persona inteligente. En tu hospital ves continuamente a gente de residencias y asilos, ¿no es cierto? Les llevan allí, ¿no es eso?
—Sí, abuelo.
—Yo nunca quise dejar Magaw Place, nunca. Tenía mi club, mis amigos. Cuando murió la abuela, tu padre me obligó a marcharme, a entrar en esa residencia. Un hombre como yo en un sitio como ése. En cierto modo no está mal, la verdad… Gente con la que jugar al póquer, una sinagoga y demás… No está mal.
—Y además es segura —dije, recordando que en una ocasión había sido víctima de un atraco.
—¿Segura? ¿A quién le importa la seguridad? No, eso no me preocupa. Nunca me ha preocupado. Pero el ruido… Estamos en el pasillo aéreo del aeropuerto Kennedy, ¿puedes creértelo? ¡En eso se nos trata peor que a los perros! Todo lo que yo he hecho en la vida y ahora esto. La gente se está muriendo todos los días. Es terrible, terrible…
Se echó a llorar. Me sentí angustiado.
—Está mal, muy mal… Y nadie va a verte. Háblale a tu padre, dile que no quiero estar allí como un animal. A ti te escuchará. Yo amo Magaw Place. No soy ningún niño, podía haberme quedado allí. ¿Te acuerdas de Magaw Place?
—Por supuesto, abuelo —dije, y la mente se me llenó de sofás de un felpa color púrpura en un oscuro vestíbulo y del chirriante ascensor con planchas de metal y de la emoción que sentía de niño al correr por el largo pasillo de singular olor hacia la puerta del abuelo y la abuela, que se abría para dar paso a sus abrazos—… Por supuesto que me acuerdo.
—Tu padre me obligó a mudarme. Así que háblale… Todavía estoy a tiempo de volver a Magaw Place. Toma, aquí tienes un pequeño gelt mío, para tu consulta, doctor Basch.
Cogí el billete de diez dólares que me tendía y seguí sentado mientras él se levantaba. Sabía lo terrible que era su situación. Mi padre, desorientado ante el problema de qué hacer con un padre viejo y solo, había buscado la solución en la pautas habituales de la clase media: «Enviarlos a las residencias de los gomers». Ganado en vagones de carga. Algo delirante. Cuando lo hizo, le pregunté por qué, y lo único que supo responder fue: «Es lo mejor para él; no puede vivir allí solo. La residencia es buena. La hemos visto. Hay montones de cosas que puede hacer en ella, y cuidan a los residentes francamente bien». Lo mucho que mi abuelo había tenido que soportar en la vida y lo poco que le quedaba ahora. Se convertiría en un gomer. Yo sabía mucho mejor que él dónde habría de acabar su viaje cuando un día lo sacaran de la residencia. Me vino a la cabeza un ominoso pensamiento: cuando empezara a abismarse en la demencia, iría a visitarle con una jeringuilla de cianuro —que parecería una chocolatina—en el bolsillo. No, no llegaría nunca a ser un gomer. Nunca.
Nos reunimos con los demás. El ambiente era alegre y luminoso. Mi madre, captando mi ambivalencia respecto de la Medicina, contó una vieja historia:
—Nunca estás satisfecho, Roy. Eres como mi tío abuelo Thaler, el hermano del padre de mi padre. En la familia Thaler, en Rusia, todos eran comerciantes. Un negocio seguro y sólido de venta de paños, comestibles… Creo que hasta tenían la licencia para vender whisky en la ciudad. Pero mi tío abuelo quería ser escultor. ¿Escultor? ¿De qué diablos hablaba? Todos se echaron a reír. Le dijeron que hiciera lo que todo el mundo en la familia. Así que una noche, de madrugada, se deslizó hasta el establo, montó en el mejor caballo y salió a galope de la casa, y nadie volvió a verle ni a oír hablar de él nunca más.
Unas horas más tarde Berry volvía a dejarme ante la entrada de la Sala de Urgencias de la Casa. Cuando entré en la sala de espera a medianoche y saludé a Abe, di gracias al cielo por haber podido dormir un poco durante el día de Acción de Gracias.
Los policías estaban sentados en el cuarto de enfermeras, como si esperaran mi llegada a medianoche, y Gilheeny me espetó nada más verme:
—Felices fiestas, doctor Roy. Espero que, tanto arropado por su familia como en compañía de su novia en ese encantador Volvo rojo, se lo haya pasado estupendamente.
Me resultó un alivio verlas allí. Les pregunté si también ellos habían pasado un buen día de Acción de Gracias.
—El rojo es un bonito color —dijo el policía de pelo rojo y espeso—. Según Freud y el residente Cohen, existe una continuidad en los procesos inconscientes que se dan en el hogar, el juego, el trabajo, de forma que la continuidad del rojo de los arándanos del día de Acción de Gracias y el rojo del derramamiento de sangre humana que presenciamos noche tras noche en nuestras rondas resulta grato a nuestros sentidos.
—¿Ese Cohen les está hablando a ustedes del inconsciente? —le pregunté.
—Como Freud descubrió y Cohen pone de relieve —dijo Quick—, el proceso de libre asociación es liberador, y permite que la oscuridad del niño-policía se ilumine con el entendimiento del adulto. ¿Ve esta porra de plomo?
La veía, en efecto.
—Golpear a alguien con esta porra de plomo en un codo es algo de lo más seguro e infalible, para consternación de esos que escriben thrillers para la tele —dijo Quick—. Romper un codo con el entendimiento del inconsciente de la niñez resulta un acto casi exento de culpa.
—No hace más que agradecerle a Cohen —dijo Gilheeny—el haberle enseñado la técnica de la libre asociación.
—Cohen y ese maestro de raza judía llamado Freud. Nosotros tenemos grandes esperanzas puestas en usted, Roy, porque hemos visto que su historial está entre los mejores.
—Usted suena muy bien en el papel —apostilló Gilheeny—. Humano aunque atlético. El testamento de Rhodes de 1903 dice, creo, que se elegirán «los mejores hombres para la batalla del mundo», ¿no es cierto?
Fuimos interrumpidos por un chillido procedente del Cuarto de la Granada.
VETE DE AQUÍ, VETE DE AQUÍ, VETE DE AQUÍ…
Se me encogió el corazón. Una gomer en el cuarto 116. Amañar un ACICALAMIENTO, como preámbulo a una LARGADA a las plantas superiores, en aquel caso, se me antojaba excesivo.
—«No te vanaglories —dijo Gilheeny—, uno de los ladrones fue muerto; no desesperes, uno de los ladrones fue salvado».
—San Agustín, por supuesto —dijo Quick.
—¿Dónde diablos han aprendido eso? —salté sin pensarlo, y luego me ruboricé, porque en mi pregunta estaba implícito que en aquellos policías no veía sino a un par de irlandeses desgarbados y simplones.
—Nuestra fuente fue un judío minúsculo que era un notable agitador. Un auténtico sionista —dijo Gilheeny, pasando por alto mi indelicadeza.
—Su nombre llegará a hacerse familiar; está escrito en el corazón de todos, y encima del dintel del cuarto 116, el cuarto que lleva su nombre.
—¿Dubler el del Cuarto de la Granada? —pregunté.
—El interno total. Dubler sabía todas las reglas básicas y las astutas triquiñuelas que harían de él un mago médico. Sin ningún género de dudas, en los veinte años que llevamos conociendo esta Casa, Dubler ha sido el mejor.
—Bien, me gustaría que me contaran cosas de él, pero tengo que ir a ver a esa gomer —dije cogiendo la bolsa para marcharme, aunque era cierto que me habría gustado oír más sobre aquel excéntrico y fascinante Dubler.
—No hace falta que vaya a verla —dijo Gilheeny, poniéndome su rolliza mano encima de la mía—. No hace falta. La conocemos todos. Ina Goober. Todo un arquetipo. Y ya la hemos ACICALADO todo lo posible. Está con su colega Chuck en este mismo instante.
—¿Que la han «tratado» ustedes? —pregunté lleno de asombro.
—Está más allá de todo tratamiento. No necesita sino una cama en una residencia de ancianos, porque la suya ya la han vendido. No hace ninguna falta que vaya usted a verla, porque prácticamente la están subiendo ya en el ascensor.
Tenían razón. Chuck salió del cuarto 116, puso su bolsa sobre la mesa y dijo:
—Eh, Roy, ¿cómo te va? Un gran caso, ¿eh?
—Ya, una maravilla. ¿Cómo te ha ido con ella?
—De fábula. Creía que yo era Jackson, el interno negro que tenía el año pasado. No sólo eso, sino que hasta ve a LeRoy en el Dispensario, Y cree que también soy él.
—¿LeRoy es también de raza negra? —preguntó Quick.
—No, en serio. Nos tiene a todos pendientes y confundidos. No importa si es negro o no, tío, porque nunca he conocido a ningún gomer que supiera distinguir entre dos médicos negros. Ya sabes cómo son estas cosas. Hasta la vista. Y, por favor, sé un MURO.
—Antes de irnos a hacer la ronda de esta noche —dijo Gilheeny—, tenemos tiempo para contar otra anécdota de Dubler el del Cuarto de la Granada. Después de entablar fuertes lazos de amistad con nosotros, y como pago por la transferencia de conocimientos de su cerebro a los nuestros en un abanico enciclopédico de temas, Quick y yo nos ofrecimos para educarle en los aspectos más pornográficos de nuestras rondas policiales. Dubler se excitaba mucho ante la expectativa sexual del asunto, y un día lo recogimos a medianoche en estas mismas puertas automáticas y le dijimos que le habíamos preparado toda suerte de lascivias con una «mujer de la noche», si sabe a lo que me refiero…
—El gran Gilheeny iba al volante; yo iba en el asiento de disparar —dijo Quick—y Dubler en el asiento trasero. Recorríamos la zona de la Franja, llena de marineros y gente de mar, y paramos el coche y dejamos que una conocida nuestra, una tal Lulu, subiera a la parte trasera con Dubler. Lulu era el perfecto prototipo de sexo duro y emociones baratas.
—Le habíamos dicho a Dubler que podía hacer con ella lo que quisiera, y que no íbamos a mirar por el retrovisor. Encendimos la radio y nos pusimos a dar vueltas sin rumbo fijo en medio de los deslumbrantes letreros de neón.
—Dubler y Lulu enseguida entraron en harina —siguió Quick—. Dubler le puso la mano en una teta, y la respuesta no pudo ser mejor. Tras muchas vacilaciones, el «granadero» de Nueva Jersey hizo acopio del coraje necesario para deslizarle una mano cachonda bajo la minifalda. Siguió subiéndola por el muslo mientras nosotros lo observábamos todo por el retrovisor.
—De pronto tocó algo duro —dijo Gilheeny—, algo duro y largo, con forma del falo erecto propio de los cromosomas XY.
—Fue como si en el pequeño «granadero» se operara una auténtica explosión. Paramos el coche. Lulu saltó al asfalto por uno de los lados, y Dubler hizo lo propio por el otro. Pasaron días antes de que pudiéramos dejar de hacer lo único humanamente posible en estos casos: partirnos de risa.
—Dubler nos perdonó, aunque muy despacio.
—Y sólo después de que le sugiriéramos que aquello había sido parte de la educación que nosotros le brindábamos, ya que en cierto modo, y en otro orden de cosas, también nosotros somos como un libro abierto.
—Porque ¿qué es el aprendizaje sino un intercambio de ideas? —preguntó el pelirrojo en tono alegre—. Tenemos que irnos. Y para que se ponga contento y vaya pensando en lo que quizá pueda enseñarnos de aquí en adelante, durante las ocho horas de su turno de noche vamos a llevar a todos los borrachos, accidentados, heridos por arma de fuego y putas agresivas lejos de la Casa de Dios, a la Sala de Urgencias del MBH. Así podrá usted tener una velada tranquila. Buenas noches.
—¿Por qué vienen ustedes aquí en lugar de ir al Man’s Best Hospital? —pregunté—. Y ¿por qué están siendo tan amables conmigo?
—El MBH no es un lugar amistoso. Está lleno de profesionales supereficientes carentes de calidad humana y de humor. Internarían a Abe el Loco en un santiamén. Como judío, usted sabe que está lleno de gentiles muy profesionales y muy serios. Como policías católicos, nosotros sabemos que está lleno de protestantes muy profesionales y muy serios. El raro interno judío que pueda darse en el BMH supone un descrédito para la alcurnia de esa institución. Sabemos, por ejemplo, que Dubler el del Cuarto de la Granada, y usted mismo, fueron rechazados como internos en el MBH, a pesar de sus más altas cualidades sobre el papel y en persona, y tal rechazo les vino por su «actitud».
—¿Cómo saben todo eso de mí? —dije en voz alta mientras los veía desaparecer por las puertas automáticas, consciente de que sólo el ordenador que me había aceptado para aspirar a un internado sabía que había elegido el MBH antes que la Casa de Dios y que había sido rechazado. El ordenador en cuestión era célebre por la absoluta confidencialidad respecto de los datos a él confiados—. ¿Cómo están ustedes tan seguros de lo que dicen?
Con suavidad, por encima del ruido de las puertas al cerrarse y quedando luego prendida en un gancho imaginario del aire tan airosamente como el pañuelo de seda de un mago, me llegó su respuesta:
—¿Seríamos policías si no lo estuviéramos?