10

—… fulana.

—¿Qué? —dije.

—¿Es que nunca me escuchas, Roy?

Era Berry. ¿Dónde estábamos? Estaba comiéndome una ostra. Esperaba que fuera en Francia, en Burdeos, comiéndome una ostra de Marenne, o en Inglaterra, en Londres, comiéndome una ostra de Wheeler, pero enseguida me temí que estaba en los Estados Unidos, comiéndome una ostra de Long Island, y digo que me temí porque los Estados Unidos contenían la Casa de Dios, y la mayor parte del tiempo la Casa de Dios me contenía a mí, y las veces que estaba fuera de la Casa de Dios eran ahora aún más insoportables —por su suculencia—, que las veces que estaba dentro. Le dije a Berry que no era cierto, que yo siempre la escuchaba.

—Vi a Judy el otro día, y me dijo que siempre que te ve por ahí con alguien es con alguna fulana.

Una fulana norteamericana, una ostra norteamericana.

—Maldita sea —dije—, son ostras norteamericanas, ¿verdad?

—¿Qué? —dijo Berry, mirándome con expresión extraña; luego, dándose cuenta de que yo estaba muy lejos, me miró con ojos comprensivos y dijo—: Roy, has llegado a tener asociaciones libres.

—No sólo eso, sino que, según Judy, también he llegado a tener fulanas.

—Está bien —dijo Berry, hincando los dientes del tenedor en la parte más jugosa de una ostra—. Lo comprendo. Todo es parte del «proceso primario».

—¿«Proceso primario»?

—Placer infantil. El principio del placer. Las fulanas, las ostras, incluso yo… Cualquier placer, y todos los placeres a un tiempo. Un estadio preedípico, una regresión de la lucha edípica con el padre por la madre a estadios más tempranos, infantiles. Espero que en ti, Roy, aún quede lo bastante del proceso secundario como para incluirme a mí en tu narcisismo. De lo contrario, es el final para nosotros, no hay duda. ¿Lo entiendes?

—No mucho —dije, preguntándome si se refería a que sabía lo de Molly. ¿Debería yo sacar el asunto a colación? Las cosas, con Berry, habían alcanzado un equilibrio incómodo que, dentro del marco de lo que ella llamaba «los límites», se basaba difusamente en la tácita aceptación compartida de la libertad del otro, al menos de momento. No, no diría nada. ¿Por qué habría de hacerlo?

—¿Adónde te van a mandar? ¿Cuál es tu próxima rotación?

—¿Mi próxima rotación? —dije, viéndome como un asteroide rotando alrededor de Venus—. La Sala de Urgencias, mañana mismo. Desde el uno de noviembre hasta el día de Año Nuevo.

—¿Cómo crees que te va a ir?

En este punto mi mente volvió Inglaterra, a uno de los momentos cumbre de mis amorfos «años de holgazanería» en Oxford. Aquel primer verano de la minifalda de Mary Quant me encontraba pasando el rato en una ajetreada esquina cuando, de pronto, hubo un revuelo y oí la sirena de una ambulancia. El mundo se detuvo, curioso y aprensivo, al verla pasar ofreciéndonos una vislumbre del drama que se desarrollaba en su interior. A vida o muerte. Escalofriante. Y pensé: «¿No sería estupendo ser la persona que está al final del trayecto de esa ambulancia?» Aquel pensamiento me había rondado la cabeza una y otra vez, y me había llevado de regreso a los Estados Unidos, mi país, con sus ostras y sus Molly y sus BMS. Y sus casas de Dios. Aunque el pensamiento seguía intacto en mi cerebro, ante la pregunta de Berry sólo pude contestar:

—No creo que en la Sala de Urgencias puedan hacerte tanto daño como en las demás.

—Pobre Roy, qué miedo tienes a permitirte la esperanza. Venga, tómate todas las que quieras…

Con cada nuevo «bombazo» sobre Watergate, los norteamericanos iban cayendo en la cuenta de que la «Operación Franqueza» de Nixon no era sino una monumental mentira. El día en que Leon Jaworski fue nombrado fiscal especial para sustituir a Archibald Cox, casi por las mismas fechas en que Ron Ziegler rechazaba la sugerencia de Kissinger de que Nixon pronunciara un discurso de arrepentimiento argumentando que «el arrepentimiento era una memez», entré en la Casa de Dios por las puertas automáticas de la Sala de Urgencias. La sala de espera estaba vacía a excepción de un vejestorio de mirada penetrante que estaba de pie en un rincón, bamboleándose y con una abultada bolsa de la compra a sus pies. Perfecto. Sólo un paciente a quien ver. La quietud del recinto circular y alicatado de la Sala de Urgencias era a un tiempo apacible y ominosa. Del cuarto de enfermeras llegaba un murmullo feliz, salpicado de risas. En él había varias personas: Dini, la Enfermera Jefe; una enfermera negra llamada Sylvia; dos cirujanos: el residente, un nativo de Alabama que mascaba chicle llamado Gath, y su inferior jerárquico, un interno que se llamaba Elihu, alto y de aguileña nariz sefardita y pelo crespo judío-afro, de quien se rumoreaba que era el peor interno de Cirugía de la historia de la Casa.

Gilheeny y Quick, los dos policías, también estaban en el grupo, y al verme entrar el pelirrojo exclamó:

—¡Bienvenido! Bienvenido a este pequeño trozo de Irlanda en el corazón de la Casa Hebrea. Sus hazañas en la pícara planta de arriba le han precedido, Basch, y estamos seguros de que sus lances de pasión amenizarán las largas y frías noches que nos esperan.

—¿Estoy quizá a punto de escuchar otra historia de irlandeses y judíos?

—Ahora que acaba de pasar el Año Nuevo judío —dijo Gilheeny—, me viene a la cabeza la maravillosa historia de una criada irlandesa que entró a trabajar para una familia judía, ¿la conoce?

No, no la conocía.

—¡Ajá! Bien, pues es una agradable mujer irlandesa que busca trabajo en una casa judía por las fechas de Rosh Rashanah, el Año Nuevo judío, y pregunta al portero que qué tal es el empleo que ofrecen. «Bien», dice el hombre, «es un buen trabajo, querida. Celebran todas las fiestas; por ejemplo, en el Año Nuevo dan un gran banquete familiar, y el cabeza de familia se levanta ante los comensales y, en señal de gratitud, toca el shofar». Entonces a la criada se le encienden los ojos y dice: «¡Se la chupa al chofer! ¡Joder, tío, pues no tratan poco bien al servicio en esta casa…!»

Cuando las carcajadas cesaron, pregunté si el paciente de la bolsa de la compra que estaba en la sala de espera era para Cirugía o para Medicina general.

—¿Paciente? ¿Qué paciente? —preguntó Dini.

—Ah, se refiere a Abe —dijo Flash, el camillero de la Sala de Urgencias. Flash era un joven más bien enano, con labio leporino y una cicatriz que le empezaba en el labio y se perdía más abajo, en un rincón desconocido. Parecía haber sufrido algún grave daño cromosómico en la infancia—. Ése no es un paciente, es Abe el Loco. Vive ahí, eso es todo.

—¿Vive en la sala de espera?

—Más o menos —dijo Dini—. Su familia dio un dineral a la Casa hace años, cuando murieron todos, y ahora Abe no tiene casa, así que le dejamos quedarse aquí. No es mal tío, sólo que no le gusta que la sala de espera esté abarrotada, y que pierde un poco los estribos cuando llegan las Navidades.

Qué delicado, permitir que un pobre viejo viviera en la sala de espera. Los dos policías, terminada su ronda nocturna, se levantaron para marcharse.

—Ser policía nocturno —dijo Quick—, y pasarte gran parte de la fría y oscura noche en este cuarto caldeado tomando café, a salvo de los peligros de la noche, es estupendo… Bien, cuando nuestros turnos coincidan volveremos a vernos. Que tengan una buena mañana y que Dios les bendiga.

Al salir, Gilheeny dijo:

—Conocerán pronto a Cohen, el residente de Psiquiatría. Un freudiano.

—Un libro abierto —dijo Quick, instantes antes de que se cerrara la puerta a su espalda.

Dini nos fue mostrando a Elihu y a mí las dependencias de la Sala de Urgencias. Aunque era una mujer atractiva, había algo inquietante en ella. ¿Qué? Sus ojos. Sus ojos eran como discos duros y vacíos en cuya hondura no era posible vislumbrar nada. Llevaba doce años trabajando en aquel feudo. Nos enseñó las diferentes dependencias: Ginecología, Cirugía, Medicina General, y finalmente el cuarto número 116, que ella llamaba cariñosamente «el Cuarto de la Granada».

—El nombre se lo puso Dubler hace años. Dubler el del Cuarto de la Granada… Metían en él a los gomers más chillones. Una noche en que había tres dentro, Dubler nos llamó y cuando llegamos sacó una granada del bolsillo, abrió la puerta, tiró de la anilla, lanzó la granada al interior y se quedó esperando a que estallara.

Elihu y yo nos miramos, incrédulos.

—Tranquilos —dijo Dini—. Era una granada de mentira.

Volvimos al cuarto de enfermeras, donde estaban las tablillas de pinzas con los nombres y los síntomas de los numerosos pacientes. Tras un copioso desayuno y una segunda taza de café, los «de urgencias» empezaban a llegar a la sala con paso cansino. La sala de espera estaba llena. Abe el Loco, padeciendo ya las apreturas, empezaba sentirse más y más inquieto. Nadie sabía lo que podía suceder cuando Abe se alterara de verdad. Gath salió a seleccionar a los pacientes más urgentes, descongestionando un poco el espacio vital de Abe. Las enfermeras convertían a gentes normales y corrientes en pacientes «vestidos de hospital», les tomaban sus datos vitales y volvían a sentarse en el cuarto. Dini dirigió sus duros discos vacíos hacia Elihu y hacia mí, y dijo:

—Bueno, ya estáis listos. A trabajar.

Y Elihu y yo nos pusimos manos a la obra.

Yo me detuve un momento ante la sala de Ginecología y leí mi primera tablilla de pinzas: Princess Rape, dieciséis años, negra, dolor de vientre. Me quedé en blanco, como en las primeras semanas del internado. ¿Qué sabía yo de los dolores de vientre? A mí me había dolido la tripa alguna vez, es cierto, pero en una mujer es diferente: hay demasiados órganos en su interior, y el mismo dolor puede deberse a un sandwich de atún en mal estado o a un embarazo ectópico capaz de matar en media hora. Esperé en el umbral unos instantes.

—Entre —me gritó Sylvia—. Esa chica no tiene nada.

Entré. En aquella sala, nueve de cada diez veces se trataban cosas de poca monta: enfermedades venéreas, pruritos vaginales y urinarios, atún en mal estado… Esta vez —me temí—la cosa era más seria: apendicitis. Volví al cuarto de enfermeras, y Sylvia dijo:

—Si le dedica tanto tiempo a cada paciente, sólo va a poder ver a unos diez al día, y Abe le va a matar.

—Creo que tiene apendicitis.

—¡Maldita sea! ¿Quiere escucharme? Alcánceme el bisturí, querido.

Al oír la palabra «bisturí», Gath se materializó a mi lado. Ansioso aunque escéptico, escuchó mi diagnóstico y entró en la sala. Yo, hecho un manojo de nervios por mi reputación, me replegué a los retretes. Minutos después, una voz de blanco de Alabama gritó desde el exterior:

—¿Basch? Eh, chico, ¿estás ahí?

—Sí.

—¿Podemos entrar, Basch?

—¿Para qué?

—Para felicitarte. En opinión del doctor Dwayne Gath, residente de Cirugía de esta Sala de Urgencias, tenemos un «corte». ¡Fantástico!

—¿Qué es un «corte»?

—¿Un «corte»? Un apéndice. Entras en la sala con el bisturí, buscas en la tripa y cortas. Escucha: SÓLO SE PUEDE CURAR CON EL FRÍO ACERO. Le has dado a un cirujano hambriento la posibilidad de cortar y UNA OPORTUNIDAD DE CORTAR ES UNA OPORTUNIDAD DE CURAR. Vamos a cortar a Princess inmediatamente.

Secándome el sudor de la frente, abrí la puerta del retrete y salió un radiante Buen Muchacho que acababa de brindar a su colega de Cirugía la oportunidad de cortar auténtica carne humana.

Me sentía mejor, y me puse a examinar a otros pacientes. Y empecé a quedarme empantanado en solitarios horrendomas, LOL sin NAD y gomers con sus generalizados fallos multisistema, cuya gravedad muchas veces era, según los libros de texto, «incompatible con la vida». Empecé a examinarlos detenidamente, a hacer las cosas que hacía en las salas de arriba: recabar historiales, hacer reconocimientos, poner intravenosas, goteas, catéteres de Foley, iniciar tratamientos que los harían regresar de nuevo a la demencia. Después de haber visto a unos tres de ellos, volví al cuarto de enfermeras y encontré mi mesa llena de tablillas de pinzas. Me abrumó un sentido de futilidad. No veía el modo de lidiar con toda aquella colección de cuerpos. ¿Cómo iba poder ocuparme de todos ellos? ¿Cómo iba a arreglármelas para salir adelante?

—¿Quiere sobrevivir aquí? —me preguntó Dini, llevándome hacia un lado.

—Sí.

—Muy bien. Dos reglas: la primera, ocúpese sólo de las urgencias con riesgo de muerte; la segunda, todo lo demás LÁRGUELO. ¿Sabe ya lo de LARGAR?

—Sí, me lo enseñó el Gordo.

—¿Sí? Estupendo. Entonces no tiene ningún problema. Como dice el Gordo: «ACICALA y LARGA». No es fácil distinguir entre urgencias de verdad y simples amagos, sobre todo en épocas de vacaciones, y más difícil aún es LARGARLOS sin que REBOTEN. Es un arte. Si no son urgencias de verdad, no nos ocupamos de ellas. ¡Vamos, vuelva ahí dentro y póngase a ACICALAR Y a LARGAR como un loco!

Qué alivio. Un terreno afecto al Gordo. Aquellos cuerpos en busca de reposo no iban a hallado en aquel lugar. Serían LARGADOS de vuelta a la calle, LARGADOS a las plantas superiores o, si morían, LARGADOS abajo, al depósito de cadáveres. Podía llegarnos el más grotesco y gritón de los gomers, y yo podía ocuparme del caso con la serena seguridad de que pronto sería LARGADO a otra parte. Pensamiento éste que inducía a la estupefacción: la prestación de asistencia médica consistía en ACICALAR Y LARGAR a cualquier otra parte a los solicitantes de asistencia. Y allí estaba la puerta giratoria, aquella puerta perpetuamente giratoria que siempre les aguardaba al final…

La tarea consistía en separar la enfermedad de la hipocondría. Con la sala de espera atestada de cuerpos solitarios y hambrientos en busca de un lugar caliente para pasar la noche invernal, un lugar provisto de ropa de cama limpia, buena comida y una joven enfermera de trasero redondo y un médico de verdad, RECIBIRLOS y MANDARLOS A LA CALLE no era tarea fácil. Poseedores de muchos años de experiencia en la Casa de Dios, muchos de los supuestamente enfermos habían ideado sofisticados métodos para lograr ser admitidos en la Casa. Yo llevaba seis meses de interno; ellos llevaban décadas y décadas de ingresos. Con frecuencia no les había hecho falta más que engañar a un interno años atrás, y haber conseguido así que su documentación figurara en un cuadro clínico, porque dada la creciente amenaza de litigios por parte de los pacientes ninguno de nosotros podía no atender una dolencia documentada. Con la ayuda de la biblioteca local, estas gentes habían ACICALADO sus propios cuadros clínicos, y sabían de sus enfermedades mucho más de lo que podía saber yo. Un síntoma concreto de una antigua enfermedad documentada podía cobrar nueva virulencia una noche cualquiera, y la sufriente víctima ingresaba para ser amorosamente abrazada y amamantada por los pechos de la Casa de Dios.

Empecé a trabajar en medio de los variopintos y experimentados enfermos. En un momento dado, mientras estaba ACICALANDO a un gomer, sentí un golpecito en la parte baja de la pantorrilla. Me volví y vi a Chuck y al Enano arrodillados en el suelo de baldosas, alzando la mirada hacia mí como cachorros de cocker spaniel en el escaparate de una tienda de animales. El Gordo estaba de pie a su lado.

—No me digáis nada —dije—. Dejad que adivine lo que os traéis entre manos.

Me lo contaron, de todas formas. Y siguieron de rodillas.

—Tío, y ¿sabes por qué pasa esto? —preguntó Chuck.

—Porque Howard —dijo el Enano—lleva en la Sala de Urgencias las últimas doce semanas, y tiene tanto miedo de perderse algo si manda a un paciente a casa que lo que ha hecho es admitirlos a todos. Es un COLADOR.

—¿Un colador? —dije yo.

—Exacto —dijo Grasas—. Deja pasar a todo el mundo. En Bellevue, la mitad de los que admite Howie serían LARGADOS a la calle en la misma Recepción. O hasta les habría dado demasiada vergüenza entrar. La gente de Nueva York conserva cierto orgullo, sobre todo en situaciones de degradación. Howie ha estado ingresando a seis pacientes por interno y día. Y estos pobres chicos han acabado en el suelo, de rodillas. Eran amigos tuyos, ¿lo recuerdas?

—Siguen siéndolo —dije—. ¿Qué puedo hacer por vosotros, chicos?

—Tío —dijo Chuck—, ser un MURO. No dejar pasar ni a uno.

—Una vez, en Nueva York —dijo Grasas—, se organizó un concurso para ver cuánto tiempo podía aguantar el servicio médico sin admitir ni un solo ingreso. Treinta y siete horas. Tendrías que haber visto a los enfermos que se mandó a la calle. Roy, ayúdales. Sé un MURO.

—Podéis contar conmigo —dije, y me quedé mirando cómo se marchaban de la sala.

Luego, aquella misma tarde, sentado en el cuarto de enfermeras, me puse a rumiar el asunto de los COLADORES y los MUROS…

—¡Un enfermo cardíaco en un coche!

Una mujer gritaba a voz en cuello desde el lado interno de las puertas automáticas. Mi primer pensamiento fue que se trataba de una loca, y el segundo por qué un enfermo cardiaco llegaba en un coche en lugar de en una ambulancia, y también que la mujer estaba bromeando, y entonces me entró el pánico. Antes de que pudiera moverme, Gath y las enfermeras salían por las puertas y corrían hacia el coche empujando una camilla de urgencias. Para cuando yo me puse de pie, ellos ya estaban golpeando al tipo en el pecho, haciéndole la respiración artificial y bombeándole el tórax. Gath le ponía una inyección intravenosa en los grandes vasos del cuello, y el grupo entero entraba como un rayo en la sala de las urgencias graves. Temblando, me vino a las mientes de pronto la siguiente LEY: EN UNA PARADA CARDIACA, LO PRIMERO QUE HAY QUE HACER ES TOMARSE EL PROPIO PULSO. Aquello me ayudó, y entré en la sala. Se trataba de un hombre más bien joven, revestido ya de la pátina pálida y blanquiazul de la muerte. Gath le pinchaba el corazón, Dini le tomaba la tensión, Flash seguía con la respiración artificial y Sylvia empezaba a hacerle el electrocardiograma. Y yo estaba allí delante, sin hacer nada, como alelado. Y entonces el electrocardiograma me salvó. En cuanto vi la tira de papel rosa con la cuadrícula azul, empecé a reaccionar. Ya no era un hombre cinco años mayor que yo que estaba al borde de la muerte, era «un paciente con un infarto de miocardio y con episodios de taquicardia ventricular que ponían en peligro su circulación pulmonar y agravaban su infarto». Se convirtió de pronto en una serie de conceptos y de números que quizá responderían a un tratamiento correcto. Su ritmo se me metió en la cabeza, activó un CLIC en su interior y me asaltó la consigna publicitaria VIVA MEJOR CON LA AYUDA DE LA ELECTRICIDAD Y dije:

—¡Desfibrilación!

Y eso hicimos. El paciente volvió a su ritmo sinusal normal, el azul cadavérico de sus labios se volvió rosado, recuperó la conciencia. Y el residente de la Unidad de Cuidados Intensivos bajó a la Sala de Urgencias y el paciente fue LARGADO a esa unidad, y yo volví a sentarme temblando de pies a cabeza.

—No está mal para ser su primer infarto —dijo Dini en tono clínico.

—Me ha entrado el pánico —dije—, y no lo entiendo. Me refiero a que he estado presente en montones de paros cardiacos.

—Sí. En las salas de los departamentos —dijo ella—. Es diferente. Ahí arriba tienes información sobre el paciente y sabes lo que te puedes esperar. Aquí abajo, lo único que tienes es un cuerpo entrando como un rayo por esas puertas. Se parte desde cero, sin pasos previos. Por eso me encanta.

—¿Le encanta?

—Sí. Es realmente emocionante saber que por esas puertas te puede llegar cualquier cosa y que vas a ser capaz de ocuparte de ella. Será mejor que vaya a hablar con esa mujer. Es más fácil cuando el paciente no ha muerto. Háblele, y lo tendrá todo hecho.

Con manchas de vómito y sangre por toda la bata, salí de la sala en la que aquella esposa había visto desaparecer a su marido moribundo. La mujer tenía una mirada ansiosa y suplicante, y trataba de leer en la mía lo que estaba a punto de decirle. ¿Vivía o había muerto? Cuando le dije que vivía, y que estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos, se echó a llorar. Luego me agarró por los hombros y me abrazó y siguió llorando, mientras me daba las gracias por haberle salvado la vida a su marido. Con un nudo en la garganta, dirigí la vista hacia el otro extremo y vi a Abe, que había dejado de bambolearse y nos miraba fijamente como enviándonos un acerado y vibrante rayo láser. Volví a entrar por las puertas automáticas, imaginando las veces en que tendría que decir: «Ha muerto». Lo que no le dije a aquella mujer es que si hubiera esperado cinco minutos más habría tenido que decirle que su marido había muerto. El final de un viaje en ambulancia deparaba siempre una cosa u otra.

Las cosas iban bien. Seguí expurgando los casos sin historial o no urgentes, procurando ser un buen MURO. Al atardecer, Gath se sentó mi lado y dijo:

—Eh, chico, tengo algo para ti. Una sorpresa. Cierra los ojos y alarga la mano. Quiero que adivines lo que es.

Sentí una cosa húmeda, suave, blanda —algo, al tacto, parecido a un gusano—sobre la palma de la mano, y aventuré: —Una salchicha pequeña.

—No. Un «corte»…

Abrí los ojos y, en efecto, era el apéndice, y Gath dijo:

—Bien infectado, a punto de reventar. LAS OPERACIONES SON BUENAS PARA LA GENTE, ¿no crees? Y, por haberme ayudado, querido, de ahora en adelante voy a ayudarte yo. No tienes más que llamarme, ¿de acuerdo?

Era una novedad. ¿No pasarlo mal en la Casa de Dios? ¿Acoger con buena cara todo lo que pudiera llegarme a través de aquellas puertas? ¿Salvar una vida? ¿Dos vidas? Me sentí orgulloso. La pesada carga de tener que tratar lo «intratable», lo incurable, lo inclasificable, lo indeseable había sido reemplazada por el sueño de ser un médico de verdad, alguien que trataba enfermedades reales. Poco antes de medianoche, mientras esperaba a mi relevo, Eddie Trágate-Mi-Polvo estaba sentado en el cuarto de enfermeras hablando con los dos policías, que se habían pasado por la Sala de Urgencias para tomarse el primer café antes de ir a enfrentarse al terror de su velada en la calle.

—Le han vomitado encima —dijo Gilheeny.

—Su bautismo de fuego —dijo Quick—. Si me permite una metáfora del Catolicismo de Roma.

—Estoy más que harto, de eso no hay duda.

La enfermera de noche llegó con una petición final. Apuntando hacía una apenada pareja que se hallaba de pie ante las puertas automáticas, me explicó que les habían dicho que su hija acababa de ingresar en la Casa a causa de una sobredosis.

—No hemos ingresado a nadie con sobredosis —dije.

—Ya lo sé. Lo he comprobado, pero será mejor que vaya a hablar con ellos.

Lo hice. Judíos acomodados. Él ingeniero y ella ama de casa. Estaban muy preocupados por su hija, que estudiaba en la facultad femenina de enfrente de la Casa. Les dije que iba a llamar al MBH —al Man’s Best Hospital—, para comprobar si había ingresado allí. Lo hice, y el MBH hizo la gestión. Sí, la habían llevado allí, pero había ingresado cadáver.

Los dos policías me miraron. Sentí de nuevo un nudo en la garganta. Volví a donde los padres de la chica muerta sin saber qué decir.

—La han llevado al MBH. Será mejor que vayan allí.

—De acuerdo. Muchas gracias, doctor. Cuando esté mejor, quizá puedan trasladarla aquí. Es nuestro hospital, ya sabe a lo que me refiero.

—Sí —dije, incapaz de decirles la verdad—. Quizá puedan hacerlo.

Volví al cuarto de enfermeras y me senté. Sentía mala conciencia por mi cobardía, y pensé en la gente que un día había conocido con vida y ahora estaba muerta (fuera lo que fuere estar muerto).

—Qué duro es ser franco con las cosas de la muerte —dijo Gilheeny.

—Más duro que el duro codo de un gomer —dijo Quick.

—Y sin embargo esa dureza saca la suavidad que hay en nosotros —dijo el pelirrojo—, ese espíritu de nuestro interior que nos hace llorar en bautizos y bodas y velatorios y en esas ocasiones tristes en que los guijarros del enterrador rebotan sobre la tapa de la caja. Sí, nos hace a todos más humanos. Sí, esta Sala de Urgencias no es ningún sitio mezquino, no señor.

—No, no es un sitio mezquino en absoluto —dijo Quick.

Llegó Trágate-Mi-Polvo, y los policías lo acogieron con un sonoro «¡Bienvenido!». Dije buenas noches y salí a la sala de espera. Abe el Loco dejó de bambolearse y me atravesó con su mirada vibrante y eléctrica.

—¿Es usted judío? —me preguntó.

—Sí, lo soy.

—Hasta ahora lo ha hecho usted muy bien. Tenga cuidado con el coche; el suelo, con la lluvia, está resbaladizo. Buenas noches.

Tenía razón: había hecho un buen trabajo; también tenía razón en lo de que era judío, en lo de la lluvia y el suelo resbaladizo… ¿Cómo no iba a sentirme contento y bien? Me sentía humano. Era la primera vez que pasaba dieciséis horas humanas en la Casa de Dios.