—¿Grasas? —exclamé, asombrado.
—¡En el Today Show! —dijo el Enano con los ojos saltones.
—¡El Today Show! —grité yo.
—¡Grasas! —dijo el Enano.
Mi mente hizo un salto del ángel.
—Pero ¿de verdad le has visto en el Today Show? —pregunté.
—No —dijo el Enano—, pero alguien ha contado que lo vieron disfrazado de doctor Jung, y que Barbara Walters lo estaba entrevistando sobre un artilugio demencial llamado…
—El Espejo Anal. Conozco el tema.
—Dicen que Barbara no hacía más que soltar risitas y risitas. Oye, Roy, ¿quieres saber lo que hace con la boca?
—¿Quién? ¿Barbara Walters?
—No, Angel. Mira, pues me pone los labios alrededor de…
—Luego, luego… —dije—. Antes quiero encontrar a Grasas.
Sabía que lo encontraría comiendo, porque era la hora del almuerzo, y aunque lo habían destinado al Mt. St. No Sé Dónde, había llegado a un acuerdo —siempre se las arreglaba para conseguir tratos de favor—con Gracie, de Dietética y Alimentación, que le permitía comer gratis en la Casa de Dios. Me acerqué hasta la mesa y, mientras el estómago me hacía como un extraño chapoteo, me senté junto aquel Gargantúa de la Medicina.
—Qué rumor más delicioso —dijo Grasas, riendo—. Me gustaría que fuera cierto. A veces sueño despierto con una entrevista con Cronkite en las noticias de la noche de la CBS.
—¿Por qué con Cronkite? —pregunté, impactado por la visión estrafalaria de Walter Cronkite anunciando la nueva del Espejo Anal ante millones de norteamericanos que tan sólo esperaban noticias de la guerra y del Nixon de los carrillos fláccidos y colgantes.
—Se dice que tiene una fisura anal. Gran parte de las enfermedades del mundo se reflejan en el ano, ¿sabes?, y yo no paro de pensar que, si el producto se presenta como es debido, el reflejo del ano enfermo podría hacerme rico. Tú piensa: si existiera un espejo anal, y Nixon tuviera uno, todos los días se echaría una mirada y obtendría una instantánea de su exacta condición. Es sólo por dinero, ya lo sabes. Lo que quiero es hacerme rico antes de que la Medicina Socializada acabe conmigo. Algo parecido a lo que decía Isaac Singer.
—¿Singer el escritor?
—No, Singer el de las máquinas de coser. Decía: «Me importa un bledo mi invento; lo que me importa es la pasta que voy a ganar». Pero escucha, Basch, la idea del laetrile de la otra noche es pura dinamita. Ahí hay dinero.
—¿El laetrile? Es una engañifa. Sin ningún valor. Un placebo.
—¿Y qué tienen de malo los placebos? ¿Es que no conoces el «efecto placebo»?
—Por supuesto que lo conozco.
—Bien, pues ahí lo tienes. Los placebos pueden aliviar el dolor de la angina de pecho. Si el cáncer te está deprimiendo, los placebos son fantásticos. Como lo de la dispareunia.
—¿Cómo? —pregunté, dándole vueltas a la comparación.
—Ya sabes lo que suele decirse: es mejor haber tenido coitos con dolor que no haber tenido ni un coito nunca.
—Estás loco.
—Imagínatelo: sacamos el laetrile de los huesos de albaricoque que conseguimos en México cambiando por albaricoques los espejos anales.
—¿Intentas vender el Espejo Anal del doctor Jung a los mexicanos?
—El del doctor Jung no, por supuesto. El Espejo Anal del doctor Cortez. Hay muchísima diarrea de México. ¿Sabes cómo se entera un mexicano de que está hambriento?
—¿Cómo?
—Cuando le deja de arder el culo. ¡Ja, ja! Pero tendremos que tener mucho cuidado en México… Te pueden demandar por negligencia médica.
—¿Por qué?
—Aunque tradujésemos la advertencia al español, siempre habría riesgo de que algún imbécil utilizara el espejo anal en plena calle un día de sol. Y ¿sabes lo que sucedería entonces?
—No.
—Verás: la lente concentra los rayos de sol, y estos rayos pasan a través de los dos espejos y llegan y ¡PSSSSS!, tenemos un culo en llamas. No te miento. La Ciudad de los Pleitos. Empezarían a pedir que les devolviéramos el dinero y demás…
—Y ¿de dónde ibas a sacar el dinero para ese negocio?
—De la rifa y del proyecto de investigación.
—¿De qué rifa y de qué proyecto de investigación?
—Bien, estoy pensando en organizar una rifa en el Mt. St. N. parecida a las que organizaban en un hospital de Las Vegas. Si un paciente tiene que ingresar el lunes para una operación y llega el viernes en lugar del domingo por la noche, consigue un boleto para la rifa de un crucero. Así el Mt. St. N. ocupa sus camas y yo consigo una buena tajada. Si el tipo gana la rifa pero muere en la operación, el crucero pasa a sus herederos.
—¿Y el proyecto de investigación?
—Prefiero no contártelo. Saldría de tus impuestos, y es totalmente ilegal.
—¿En qué consiste?
—En la próxima rotación me toca el hospital VA. Todo el mundo sabe lo facineroso que es ese hospital, ¿no es cierto? Chanchullos a lo grande, al estilo Watergate. La Ciudad de los Chanchullos.
—Todo esto es fantasía, ¿no? —pregunté, pensando en lo que diría Berry—. Lo haces para mantener ocupada la cabeza, ¿verdad? Quiero decir que no vas a hacer nada de lo que estás diciendo, ¿no, Grasas?
Al cabo de una pausa durante la que lancé un profundo suspiro, el Gordo dijo:
—El dinero no es ninguna mierda. No es algo de lo que uno deba avergonzarse. Este gran país tiene una larga y gloriosa historia de chanchullos, corrupción, explotación… Piensa en lo que hemos hecho a continentes enteros y a pequeños países llenos de pequeñas gentes subdesarrolladas a las que hemos tratado como a ratas, y eso sin hablar de lo que hacemos a las personas individuales y concretas. ¿Por qué voy yo…, o nosotros, por qué vamos nosotros a reprimirnos? ¿Se reprimió el antisemita de Henry Ford? ¿Se reprimió Spiro Agnew? ¿Y Joe McCarthy Y Joe DiMaggio (nuestro viejo jugador de los Yanquees no hace más que darnos el coñazo en la tele con el café instantáneo)? ¿Se reprimía Marilyn Monroe de pararse encima de todas las rejillas de ventilación del metro que se encontraba por la calle para que el aire le levantara las vaporosas faldas y aireara a los cuatro vientos sus frígidos genitales? ¿Se ha reprimido Norman Mailer de algo alguna vez? ¿O la CIA o el puto FBI? ¡Y una mierda, Basch, y una mierda…! Pues tú vas y haces lo tuyo, y sacas el dinero que puedes, y se acabó la historia.
—¿Cometiendo un fraude?
—Cumpliendo el Sueño Americano. En este caso, el Sueño Médico Americano.
El Enano y Chuck estaban sentados con nosotros, y el Enano, como en uno de esos seriales televisivos que uno no es capaz de apagar, sacó a colación el último y emocionante episodio de Muslos de Trueno:
—Estaba como siempre: voraz. Estábamos viendo la tele, y no paraba de frotarme la parte interna del muslo. Se acabaron las noticias, se quitó toda la ropa, entró en el dormitorio. No quiso que anduviéramos con muchos juegos preliminares, y la primera vez que lo hicimos me dijo algo que me puso tan cachondo que creo que echaba chispas por todo el cuerpo.
—Bueno, tío, y ¿qué te dijo?
—No lo sé exactamente, pero lo que sí recuerdo es que estaba la palabra «coño». Qué mujer, una mina de oro. Yo ya le había estudiado el cuerpo bastante minuciosamente. Y estábamos llegando al punto en que se suponía que ella tenía que empezar a estudiar un poco el mío. Le había estado mordisqueando con delicadeza los labios de la vulva (son delgados y deliciosos, como las orejas de un perrito), y como había tenido la fantasía de que en el colegio la habían dejado embarazada y había tenido un niño, intentaba examinarle bien esa zona para ver si tenía la cicatriz de la episiotomía, pero me acercaba demasiado y los ojos se me quedaban como empañados. Estábamos llegando a algo bueno de verdad…, nos habíamos embarcado en una especie de contorsionismo loco; nos colocábamos dándonos la espalda y se me sentaba encima de la cara como solían hacer las chicas de mi antiguo compañero de cuarto Norman, y se arqueaba y jugueteaba con mi verga, y al final lo hice… Le di una especie de gran sorbetón y le empujé suavemente la cabeza hacia abajo hasta ponérsela entre mis piernas, y podéis creerme, se puso…
Dejamos todos de masticar.
—… ¡como loca!
—¿Como loca? —preguntó Grasas, con las mandíbulas quietas.
—Como loca —dijo el Enano—. Dios. Era algo animal. Estábamos desparramados por la cama. Ella se movía por encima de mi cara y podía sentir sus dientes en la base de mi verga. ¡Joder! Las chicas que le gustaban tanto a mi madre se habrían puesto a chillar en cuanto me hubieran visto un bulto en los pantalones… Y ¿sabéis lo que dijo esta vez, cuando volví a estar dentro de ella?
No, no sabíamos lo que Angel le había dicho al Enano cuando el Enano volvió a tener el pene dentro de su vagina.
—Dijo: «¡Oh, doctor Enanito…, estás tan grande!» —Y, en efecto, el Enano parecía alguien grande allí sentado ante nuestros ojos—. Esta mañana me ha dado un cepillo de dientes, y cuando he entrado en el baño he visto que el mío era el tercero en el estante de los cepillos.
El Gordo había dejado de comer más o menos en el momento en que Muslos de Trueno había puesto los labios en torno al glande del Enano, y, mirándole fijamente como si estuviera alelado, dijo:
—¿Qué diablos os traéis entre manos ahí arriba, chicos?
Se lo contamos. Yo le conté lo de Chuck y Hazel, y lo mío con Molly, y cómo el Enano, con la ayuda de Towl y de Muslos de Trueno, estaba mejorando enormemente. Le contamos lo de la Época Dorada en la que éramos legendarios por nuestra destreza con «los casos difíciles» y legendarios por nuestras aventuras amorosas, que, en el caso de Hazel, nos habían proporcionado sábanas limpias y ropa de cama libre de chinches y, en el caso de Molly, asistencia de enfermería instantánea. Le contamos que nos sentíamos tan altos como las hojas doradas en las altas copas de los arces de octubre, que caían y caían a través del esqueleto en formación del Ala de Zock.
—Sólo hay una cosa que sigue fallando —dije—. La «ubicación», el acomodo de los gomers. Seguimos sin poder instalar a los gomers. Anna e Ina siguen en sus cuartos de la Casa.
—No hay tal problema —dijo Grasas—. La ubicación es una operación sencillísima. ¿Quién es el responsable de buscarles un sitio a los gomers?
—El Servicio Social.
—Exacto. El Cérvix Sociable. El tercer cepillo de dientes significa que a Angel no le importa compartir pareja, así que ¿por qué va a importaros a vosotros? Lo que tenéis que hacer es follaros a la Cérvix Sociable. Oh, y recordad: siempre que uno quiera follarse a la bibliotecaria, tiene que hablarle de Shakespeare. Hasta pronto, y buena suerte.
Era, por supuesto, una idea brillante. Cada sala tenía una Cérvix Sociable, cuya tarea era buscarles un sitio a los gomers. Pero era un trabajo imposible. Nadie quería a los pobres gomers. Las residencias decían que estaban demasiado sanos y que no tenían necesidad de ingresar en ellas, y las familias decían que estaban demasiado enfermos y que necesitaban urgentemente una residencia; los Médicos Privados de la Casa decían que los gomers estaban muy mal y que necesitaban la asistencia Cruz Azul de la Casa de Dios, y los internos decíamos que no podíamos soportar a Damas Brócoli que nos agredían por mantenerlas vivas, y que por qué las Cérvix Sociables no eran tan amables de mandarlos a la calle de una vez por todas. Los gomers no manifestaban ninguna opinión al respecto.
La Cérvix Sociable era la proxeneta. Y la encarnaban dos tipos de mujeres: la primera era joven, enérgica e idealista, y se hallaba lidiando con la doble culpa de separarse de sus padres y de abandonar a sus abuelos; y se pasaba todo el tiempo maniobrando para dar con el Príncipe Azul, que había de llevar por fuerza un estetoscopio en el bolsillo. La segunda, menopáusica y divorciada, abandonada por unos hijos del tipo de la Cérvix joven que se acaba de mencionar, no era enérgica sino empática y emotiva, cínica y masoquista, y lidiaba con el problema de la vejez inminente, y se pasaba el tiempo buscando un segundo o tercer Príncipe Azul, que había de tener algo que no era un estetoscopio dentro de los pantalones. La Cérvix Sociable del primer tipo que nos correspondía a nosotros era Rosalie Cohen, una joven con cara como de pizza, con un virulento acné adolescente de esos que no responden a ningún tratamiento. Tenía la costumbre de abrirse la blusa hasta casi la mitad del torso, como para que la gente apartara la vista de su cara llena de estigmas. La de más edad, la jefa Cérvix, se llamaba Selma, y tenía una nariz muy grande y curva. Hacerse carantoñas con Selma tenía que ser harto arriesgado, e incluso podría suponerle al galán un buen pinchazo en el ojo, pero del cuello para abajo no estaba mal del todo. En rebeldía contra la fugacidad de la fuerza de la vida, Selma era sexy y estaba imbuida de la forma frustre del síndrome de ser «más liberada que mis propios hijos» que asoló el país en los años setenta, dando lugar a la mamá que fumaba hierba y a la hija que decía en tono lastimero: «Pásame el canuto, mami, por favor». Selma se me sirvió ella misma en bandeja:
—Asistí a esas estupendas discusiones en las que usted hizo hincapié en el hecho de que los pacientes de la Casa de Dios se quedaban aquí demasiado tiempo, y quiero decirle, doctor Basch, que su modo de afrontar las críticas fue increíble.
Chuck me miró y luego miró al Enano, que le miró y luego me miró a mí, y yo miré a Chuck y luego volví a mirar a Selma, que continuó:
—Llevo treinta años queriendo aprender a expresar mi ira de ese modo, y usted ya lo ha logrado. Me encantaría que pudiera enseñarme a hacerlo. Y déjeme decirle una cosa: montones de psicoterapeutas, los mejores de la ciudad, han intentado enseñarme y han fracasado.
Le sonreí con expresión seductora y con el corazón encogido, supe que yo era el elegido.
A la mañana siguiente, Chuck llegó con media hora de retraso a las reuniones de Jo. Fue el primero en llegar. Yo llegué con una hora de retraso, y un rato después llegó el Enano. Cuando logramos libramos de la furibunda Jo, les conté a Chuck y al Enano que había ido a ver a Selma a su casa la noche anterior. Habíamos empezado a escuchar rock duro, y Selma se había puesto a hablar de su soledad y de su engorrosa nariz, y después de una copa y un porro me había dicho que me quedara con ella a pasar la noche. Amilanado ante lo mucho que me recordaba a mi madre, había pensado en mi deber para con mis colegas y me había preparado para lo peor, y cuando Selma bajó la intensidad de la luz y se quitó el sostén, me quedé helado.
—Mal, ¿eh, Basch? Tío, me temo que no vamos a conseguir ubicar a esos gomers.
—¿Mal? Nada de eso. Bien. ¡Genial! Tiene unos pechos preciosos. De la generación de Ava Gardner, de la quinta de 1916, y todavía dinamita.
—Bueno, tío, y ¿cómo lo consigue?
—Se lo pregunté. Con Premarin.
—¿Premarin? ¡Premarin!
—Suplemento de estrógenos. Puras hormonas femeninas. Es como hacer el amor con la mujer molecular y absolutamente prístina. ¡Maravilloso!
Mientras les contaba esto, el Enano se había quedado callado, pero cuando terminé nos soltó enseguida su historia, a saber: que había pasado la noche con Rosalie Cohen. Chuck, al oírlo, hizo una mueca de disgusto y dijo:
—¿Te has follado a ese adefesio? ¡Uajjj!
—Fue fantástico —dijo el Enano, dirigiéndonos una sonrisa maníaca.
—El hombre que se folló a Rosalie Cohen… —dije—. Chuck, hemos creado un monstruo.
—Tío, ¿qué se siente al despertar al lado de Rosalie?
—Bueno —dijo el Enano—. Intenté con todas mis fuerzas no mirarle a la cara.
Los gomers empezaron a encontrar alojamiento. Había llegado la verdadera Época Dorada. Desde el doctor Leggo al Matón, nadie en la jerarquía podía entender cómo el acceso a las camas de las residencias se abría como por ensalmo para la sala 6 Sur (y sólo para la sala 6 Sur). Gomers tan cercanos a la muerte legal como puede estarlo un moribundo eran descritos por nuestra Cérvix Sociable como «de excelente potencial de rehabilitación», y eran admitidos en las residencias en cuanto quedaban libres las camas necesarias. Gomers incontinentes que se cagaban por toda la sala eran descritos como «capaces de continencia de heces y orina», de modo que, cagándose en la camilla de la ambulancia y cagándose en el ascensor de bajada y cagándose en el pasillo que conducía a la ambulancia y cagándose durante el trayecto en la ululante ambulancia, llegaban finalmente a ser ubicados y a cagarse camino de la inmortalidad en la residencia elegida por la familia, en instituciones como la Nueva Masada, donde eran instalados por plantas siguiendo un criterio de gravedad médica: aquellos que se consideraban más graves, en las plantas más altas, quizá porque los imaginaban más cerca del cielo. Anna e Ina habían estado en la Casa cuatro meses, y era triste verlas marchar, pero, fueran o no conscientes de nuestros gestos de adiós, no lograban articular más que RUUUDOOOL y VETE DE AQUí. Agitada y maloliente, la Dama Brócoli también dejó la Casa de Dios, y a partir de entonces el éxodo no cesó.
A medida que los gomers iban siendo trasladados de la sala, llegaban más y más «casos difíciles», y de cuando en cuando lográbamos salvar la vida a alguno de estos pobres jóvenes moribundos. Un día, examinando la última biopsia de médula ósea de Saul, el sastre leucémico, vi que en la muestra —como si en los campos calcinados de Hiroshima hubiera surgido una floración de azafrán de primavera—habían aparecido leucocitos sanos.
—¿Qué? —dije, mirando por el microscopio aquellos millones de flores que indicaban que Saul tal vez pudiera vivir—. ¡Ha remitido! ¡Mirad!
—¡Dios! ¡Es fantástico! —dijo Chuck al microscopio.
—¡Vaya, qué cosa más estupenda! —dijo Towl.
—¡Es maravilloso! —dije yo, consciente de lo escéptico que siempre había sido respecto de las posibilidades de vida de Saul, dadas las pocas probabilidades de que llegara a darse aquella floración. Corrí a su cuarto y, jadeando, le grité—: ¡Saul, ha habido una remisión!
—Suena mal —dijo—. Primero «leucemia», luego «remisión».
—No. Remisión significa cura. ¡Un milagro! No va morirse.
—¿No? ¿Quiere decir que no voy a morirme nunca?
—No, que no va a morirse ahora.
El hombrecito lleno de cardenales calló, y se quedó muy quieto. Dejó a un lado su anterior chanza, me miró a los ojos, se hundió en su cama.
—Oh… No voy a morirme ahora. O sea, ahora mismo…
—No, Saul, no va a morirse ahora. Va a vivir.
—Oh…, oh, gracias a Dios, gracias… —Se aferró a mí y me puso la cabeza sobre el hombro y, con todos aquellos siglos, con todos aquellos años de jamás atreverse a dar pábulo ala esperanza, se puso a sollozar, y su cuerpo delgado temblaba pegado a mí como el de un niño—. Así que…, así que podré volver estar con mi mujer, ¿no? Oh, qué bien, qué maravilla. Gracias a Dios…, aunque la verdad, doctor Basch, es que hasta ahora Él, por mí, no es que haya hecho demasiado… Pero esto…, esto es la vida…, es como si acabara de venir al mundo un recién nacido…
Nos sentíamos tan felices. El mundo entero podía curarse y era sexual y divertido, y estábamos en la cresta de la ola, y nos entusiasmaban los pechos y pezones y muslos de la Casa de Dios. Resultaba tan reconfortante como aquellos camiones que bajaban con ruido por la colina empedrada del Bronx, arrullándome hasta que me dormía de niño en casa de tía Lil, y todo era tan fácil y divertido…
No, no todo era tan fácil y divertido. Dimitió nuestro poco honrado vicepresidente, y el honrado Jerry Ford inauguró su nombramiento golpeándose la cabeza contra la puerta de un helicóptero. El domingo siguiente a la Masacre del Sábado por la Noche en la que Nixon trató de detener a la gente que trataba de librarse de él mediante el expeditivo método de librarse él de ellos, desperté a un día estridente de finales de otoño, un día adornado de hojas multicolores, y me sentí feliz de estar vivo… hasta que entré en el cementerio viviente de la Casa de Dios para pasarme en él las treinta y seis horas siguientes. Los domingos en la Casa siempre me hacían sentirme como un niño castigado, encerrado bajo llave y deseoso de mirar por la ventana. Jo, que estaba fuera, se pasaba la vida mirando hacia el interior, y, reacia a confiar su sala a unos locos y maníacos sexuales como nosotros, jamás dejaba de venir en su día libre, que era el domingo, a echarnos una mano.
Jo me había invitado a cenar la semana anterior. Su apartamento tenía el aire frío de un motel. Su equipo de música seguía dentro de las cajas. No había plantas. La mesa del comedor hubo de ser desalojada de textos y periódicos. Al cabo del rígido discurrir de la cena, nos sentamos a charlar. Y me vi inmerso en su soledad. Cuando me habló de lo duro que era ser mujer en el campo de la Medicina, de lo difícil que era conocer a hombres ajenos a la profesión… y ¿qué podía decir yo? Quería de veras tratar de… entendernos, incluso de ser amiga nuestra. No le agradaba en absoluto la tensión que se vivía en la sala. Me había elegido a mí por ser el de más edad, y presumiblemente el líder, y ahora me preguntaba qué era, en mi opinión, lo que impedía que todo marchara bien en la sala.
—Tienes que confiar más en nosotros —dije—. Tener más manga ancha. No es ningún crimen no llegar a hacerlo todo por todos los pacientes en todo momento, ¿no te parece?
Jo, nerviosa, dijo:
—No, no lo es. Lo sé, pero me resulta difícil aceptarlo.
—Inténtalo.
—¿Qué crees que debo hacer?
—Bueno, supongo que una de las cosas que puedes hacer es no ir a la Casa el domingo que viene, en que estaré yo de guardia. Ése sería un buen comienzo.
—De acuerdo. Lo intentaré. Gracias, Roy, muchísimas gracias.
Aquel domingo, Jo llegó a la Casa de Dios antes que yo. Tratando de contenerme, dije:
—¿Por qué has tenido que venir?
—He intentado no venir, Roy, créeme. Pero estoy estudiando para ese examen, ya sabes, y no pienso más que en estudiar y aprender. Además, puede que necesitéis que os eche una mano.
Me di perfecta cuenta de que estaba atrapado. Estaba furioso, pero no se lo podía decir por miedo a que se tirara desde lo alto de un puente. Pese a que los internos no paraban de mortificarla con sus jolgorios sexuales —la más leve referencia a estos escarceos la hería profundamente, pues hacía que se sintiera más y más marginada—, su sola felicidad la hallaba dentro de la jerarquía, en el interior de la Casa, donde era capaz de trabajar como una posesa y de realizar las más abnegadas proezas médicas.
La combinación de Jo, el Matón y mi primer ingreso logró hincarme en el suelo de rodillas. ¿Quién era aquel ingreso? Henry era un joven de veintitrés años al que no le funcionaban los riñones que había sido enviado de un Mt. St. No Sé Qué después de que los responsables médicos del establecimiento hubieran convertido su dolencia renal en una babeante, infectada y seca masa de carne urémica que se hallaba a un paso de la muerte. Henry era, además, retrasado mental. Para salvar a Henry, yo tenía que entender el cuadro clínico enviado del Mt. St. No Sé Qué. Era una fotocopia desvaída, sin numerar y escrita por un licenciado en medicina extranjero cuya letra yo no lograba desentrañar. El Matón entró en el cuarto y trató de ayudarme leyendo un párrafo del cuadro clínico en voz alta. Le dije que aquél no era un caso para un BMS y que se largara de inmediato, y el Matón, al marcharse, me preguntó:
—¿Qué tiene?
—Microbarajia.
—¿Qué es eso?
—Búscalo en un libro de consulta.
Se fue, y de nuevo intenté leer el cuadro clínico, y volví a fracasar. Miré por la ventana el paisaje otoñal. Una pareja de jóvenes se hallaba enfrascada en una batalla de hojas, y las hojas se les quedaban prendidas en los gruesos suéteres blancos de lana. Sentí que las lágrimas se asomaban a mis ojos. Me estaba perdiendo tantas cosas… que sentí un nudo en la garganta: la segunda taza de café en la cama con una mujer, y el Times dominical, y la punzada del aire helado de la mañana en los pulmones. Entró Jo y me pidió que le «expusiera el caso». Estallé. Me olvidé de todo y le grité que si seguía allí un segundo más, yo me marchaba. Le grité todo tipo de inconveniencias sobre su persona: sus problemas emocionales, su necesidad enfermiza de estar siempre dentro de la Casa. Yo estaba de pie ante ella, y la miraba desde mi altura, y seguí gritándole hasta que me puse casi azul y las lágrimas me corrían por las mejillas, y no dejé de gritar hasta hacer que aquella pequeña estúpida víctima del éxito se apartara de mi vista, entrara en el ascensor y saliera de la Casa de Dios.
Volví a las notas sobre Henry el Rápido. Me senté y lloré. Era un acto equilibrador, y me puse a dar puñetazos sobre la mesa. Despotricaba contra el mundo. No podía seguir. Pensé lo que solía pensar de niño cuando jugaba a ser Superman: si ponía todo mi esfuerzo, no podía equivocarme. Seguí, pues, y fui a ver a Henry el Rápido, un tipo joven y gris con aspecto de retrasado mental, una voz que brincaba del bajo al falsete cada dos o tres palabras y un pelo con raya en medio a lo Wrong Way Corrigan. Le pregunté qué estaba haciendo, y dijo:
—Doctor, si me muriera mañana mismo sería el hombre vivo más feliz del mundo.
Estas palabras, extrañamente, me sirvieron de gran ayuda, y me apresté a hacer mi trabajo. Mi otra ayuda en aquella mísera jornada fue el Matón, que sin necesidad de la menor ayuda desbarató él solo la sala de Jo. Se había ocupado del segundo ingreso, una joven con ropa interior de encaje negro que padecía una colitis ulcerativa. Aunque al Matón lo excitó la sangre y la mucosidad que vio en su dedo tras el examen rectal, y era firme partidario de hacerle una sigmoidoscopia aquel mismo día y de correr a la biblioteca para «leer como un loco todo lo que encontrase sobre heces», se sintió turbado por el componente erótico del examen al que la estaba sometiendo. Por desdicha, a la paciente le gustó el Matón y, desnuda de pies a cabeza, le envió el mensaje de que disfrutaba con el examen y estaba excitaba sexualmente. Cuando el Matón captó el mensaje, se quedó como alucinado, salió corriendo y llegó hasta mí temblando.
—No había visto nunca una mujer desnuda; a una paciente femenina y joven como ésta. En la facultad no nos enseñaron nada sobre esto. Oh, me siento tan avergonzado…
—¿Avergonzado? ¿Qué diablos le has hecho?
—Nada. Estoy avergonzado por los pensamientos tan poco profesionales que he descubierto en mi mente.
Estaba tan disgustado que se negó a seguir ocupándose de ella hasta hablar con su psicoanalista, de modo que le dejé que me sustituyera con la señora Biles, la mujer de la falsa enfermedad cardiaca, de quien se había ya ocupado en una estancia previa en la Casa de Dios. A la una de la madrugada, el Matón se plantó ante mí y dijo:
—Bien, acabo de hipnotizar a la señora Biles.
—¿Que le has hecho qué a quién? —pregunté como al desgaire.
—A la señora Biles. La he hipnotizado para quitarle el dolor del corazón.
—No fastidies… ¿Lo sabe el doctor Kreinberg?
—No. Aún no se lo he dicho.
—Estoy seguro de que le encantará saberlo. ¿Por qué no le das un telefonazo y se lo cuentas?
—¿Ahora? —dijo el Matón—. Es la una de la madrugada.
—¿Y qué? Le gusta estar al tanto de la evolución de sus pacientes.
El Matón llamó por teléfono a Pequeño Otto Kreinberg:
—Hola, doctor Kreinberg, soy el doctor Levy… Bruce Levy… No, tiene usted razón, aún no soy «doctor», sólo soy un BMS, pero…, muy bien…, sí, pero me he acostumbrado a llamarme a mí mismo doctor Levy… Oh, sí, quería decirle que acabo de hipnotizar a la señora Biles por el asunto de su angina… Hipnotizarla… Hip-no-ti…, sí, eso, como los magos, y ella…, para su ansiedad, y yo…, ¿sí?, por supuesto…, oh…, ohhh…, pero es algo aceptado…, de acuerdo, lo siento… Sí, señor, la despertaré de su trance ahora mismo. Adiós.
Vi que el Matón, con expresión tímida, se iba ya con el rabo entre las piernas, y le pregunté si me haría un favor.
—¿Cuál? —dijo, pensando que acaso podría redimirse.
—He estado todo el día muy ocupado y no he tenido tiempo de ir al retrete. ¿Podrías ir tú por mí? Tengo que cagar. Mear ya he meado.
—No deberías tratarme así. Además, he mirado «microbarajia» y no existe.
—¿No has encontrado «microbarajia»? Pues hombre…, significa «jugar con una baraja incompleta». Buenas noches.
Me fui a la cama. Molly era la enfermera de noche, y todos nuestros esfuerzos por meternos en la cama se habían visto frustrados hasta entonces, primero por el Matón y luego por los gomers. Pero ahora el Matón estaba en la biblioteca y yo ya había ACICALADO a los gomers para la noche, así que me senté en mi litera de guardia, desnudo, esperando a mi enfermera. Hazel había «acicalado» las sábanas, y junto a la almohada de la Casa de Dios había un muñequito hecho de tubo de goma y trozos de algodón con una nota prendida que decía: «Roy, el chico ruidoso; Molly, la chica alegre; iré a verte si eres mi juguete y no estás demasiado ocupado para un revolcón. Llámame». ¡Por fin!
Paladeando ya el delicioso encuentro, me sorprendí mirando por la ventana hacia la residencia de la Escuela de Enfermería. En uno de los cuartos había una enfermera desnudándose. Se quitó el uniforme e hizo ese maravilloso gesto de extender al máximo los codos hacia atrás para desabrocharse el sujetador. Molly entraba y se acercaba a mi litera, y la enfermera lanzaba al aire lo que acababa de quitarse. Qué maravilla… Yo era una bomba de relojería. Molly se sentó en la cama, y le mostré lo que estaba mirando. Le solté los botones del vestido y le desabroché el sostén, y cogí sus pechos de chiquilla por sus ya expectantes pezones. Encima de mí, y por todas partes, su vestido y sus pantis y sus bragas…, y ella corriéndose. Pensé en la idea de perfección de un caballero inglés: que su despertador y su amante y él mismo estallaran al mismo tiempo. Y justo antes de introducir mi artilugio tieso y alegre dentro de su conducto hueco…, Molly se detuvo y, en medio de pequeños jadeos de placer, dijo:
—¿Te he contado alguna vez lo que las monjas nos decían que hiciéramos cuando un paciente tenía una erección?
—No.
—Darle un manotazo para que se le bajara.
—¿Quieres que se me baje a mí?
—No, quiero que me la metas y que me folles.
Y nos pusimos a la faena, y seguimos y seguimos y seguimos y en el momento en que íbamos a corrernos juntos se oyó un horrísono PAMMM que sacudió la cama, y acto seguido sonó el busca y la operadora quería que acudiera de inmediato, pero Molly me requería con mayor urgencia, pues en aquel preciso instante me estaba diciendo:
—Oh, Dios Todopoderoso… Oh, sigue, sigue, sigue…
El horrísono PAMMM era obra del Matón, que, deseoso de remediar todos sus dislates de aquel día, había decidido ayudarme haciendo uso de la herramienta de LARGAR gomers —la Cama Eléctrica de los Gomers— para LARGAR a la señora Biles, la amoratada e hipnotizada señora Biles, paciente de Pequeño Otto, y por la torcedura en ángulo recto del trocánter izquierdo de la señora de Biles podía inferirse que se había roto la cadera.
—Lo he hecho por ti, doctor Basch —dijo el Matón sonriendo con orgullo—. Ya he llamado a Ortopedia.
—Matón, me resulta difícil decir esto: te agradezco lo que has hecho, pero lo de la cama de los gomers era una broma.
—¿Una qué?
—Una broma. El Gordo estaba bromeando.
—Oh, Dios. Oh, Dios mío… Creo que he cometido un tremendo error. Será mejor que vaya a telefonear al doctor Kreinberg ahora mismo.
—¿Matón?
—¿Sí?
—Antes llama a tu psicoanalista.
Morían muchos de los jóvenes moribundos. Jimmy estaba en la Unidad Quirúrgica de Cuidados Intensivos junto al tipo de PARA MONTAR EN UNA HARLEY HAY QUE TENER COJONES, y era tratado con el raticida empleado habitualmente para destruir las células cancerosas de la médula ósea, y un día, calvo e infectado y amoratado y hemorrágico, falleció. Henry el Rápido, que de hecho también tenía cáncer, vio cumplido su deseo de ser el hombre vivo más feliz del mundo el día en que pasó a mejor vida. Y muchos otros jóvenes corrieron la misma suerte. Le pregunté a Chuck:
—¿Por qué será que siempre se mueren los de nuestra edad?
Y Chuck me respondió:
—No lo sé, pero nosotros vivimos a lo grande, ¿no?
Todo el mundo sabía que el Hombre Amarillo acabaría muriendo, y el doctor Sanders también seguía agonizando.
El doctor Sanders llevaba mucho tiempo agonizando. Calvo e invadido por la enfermedad, callado y caquéctico, se dedicaba a poner en orden su vida. Éramos amigos. Estaba muriéndose con una entereza apacible, como si su muerte formara parte de su vida. Yo empezaba a profesarle un profundo afecto. Empezaba a evitar entrar en su cuarto.
—Lo entiendo —decía él—. Es lo más duro que nos puede tocar hacer: ser médicos de los moribundos.
Hablando de Medicina, le conté con amargura lo de mi creciente escepticismo en cuanto a lo que estaba en nuestra mano hacer, y él dijo:
—No, no curamos. Yo tampoco me lo llegué a creer nunca. Y yo también pasé por ese mismo escepticismo… Todos esos estudios, y luego toda esa impotencia. Y sin embargo, a pesar de todas nuestras dudas, podemos ofrecer algo. No la curación. Lo que nos sostiene es el descubrimiento de un modo de ejercer la compasión, el amor. Y nuestro acto más amoroso es estar con el paciente, como está usted ahora conmigo.
Intentaba sentarme a charlar con él. Miraba cómo Molly le cortaba las uñas de las manos y de los pies para que no pudiera rascarse y no se hiciera sangrar o se infectara. Veía cómo todo el mundo respetaba las medidas de esterilidad en torno a su cama. Veía cómo Jo lo trataba como «un caso» y cómo su oncólogo charlaba con él con entera objetividad sobre su muerte inminente, y yo, contra todo pronóstico, seguía albergando la esperanza de que cuando muriera lo hiciera de una manera pulcra y digna.
Su muerte fue un horror. Me llamaron en mitad de la madrugada y vi que, pese a las transfusiones masivas de plaquetas —aniquiladas ya por el citotóxico veneno de ratas activo en su sistema—, se estaba desangrando. Cuando llegué aún conservaba un hilo de conciencia, y apenas tenía tensión, y por los orificios de la nariz y de las comisuras de los labios amoratados e hinchados le goteaba una sangre de un rojo de geranio, y yo sabía que estaba sangrando por cada pequeño capilar roto de sus entrañas. Su mermada conciencia, sin embargo, le permitió decir:
—Ayúdeme, por favor. Por favor, ayúdeme…
Me di cuenta de que no podía hacer nada salvo lo que él me había dicho que era lo único que un médico podía hacer: estar con él. Le puse la cabeza sobre mi regazo y le limpié la sangre, y miré en sus ojos ciegos y dije:
—Estoy aquí.
Y creo que supo que estaba con él.
—Ayúdeme, ayúdeme…
Le seguía manando sangre, y se la enjugué, y dije:
—Estoy aquí.
Y me eché a llorar. En silencio, para no asustarle. Me puse a llorar.
—Hola, Roy, ¿cómo va la cosa?
Howard estaba en el umbral, con su proverbial sonrisa de necio y la pipa en la boca, y le dije en un susurro:
—Lárgate de aquí.
Se sentó en la silla del otro extremo del cuarto, dio una chupada a la pipa y dijo:
—Parece estar en las últimas, ¿no? Dios, es duro.
—Lárgate de aquí. ¡Inmediatamente!
—No te importa si me quedo mirando, ¿eh? Para seguirlos hasta el final, ya sabes. Es duro lo de la Sala de Urgencias, porque no puedes hacer el seguimiento de los pacientes a los que ingresas. Siempre me ha gustado el seguimiento. Por un sentido de la «terminación». Del acabado. Se aprende mucho.
—Fuera de aquí, Howard, por favor.
—Ayúdeme…
La sangre le manaba profusamente. Me había empapado ya el regazo. Sus ojos se estaban poniendo vidriosos.
—Estoy aquí —dije, y lo abracé.
—¿Vas a conseguir la autopsia? —dijo Howard.
Me dieron ganas de saltar sobre él para matarlo, pero no podía hacerla… No iba a dejar al doctor Sanders hasta que él me dejara a mí. Rogué a Howard que se fuera, y él sonrió y dijo lo duro que era que se te muriera alguien que te importaba, y siguió chupando la pipa sin hacer ademán alguno de marcharse.
—Ayúde…
Traté de olvidarme de Howard. Estaba empapado de la sangre delgada del doctor Sanders, y de pronto me vi deseando hacer lo que no podía hacer: matar a aquel hombre con algo indoloro y limpio en lugar de quedarme allí, a su lado, quieto, en la más absoluta de las impotencias.
—Ayúdeme… Dios, es horroro…
Traté de pensar en cosas buenas y amables, en una mujer en una batea en Oxford, en el Cherwell flanqueado de sauces, metiendo un dedo en la corriente y cortando el agua llena de hojas, pero en lo único que lograba pensar era en los titulares periodísticos del día, en la chica de dieciséis años que se había escapado de casa para ver mundo y fue encontrada en una playa de Florida, desnuda y encogida en el interior de una maleta lastrada, y en el niño maltratado que entró en el tribunal acurrucado en posición fetal en su cuna de ruedas, un ser convertido en vegetal, incapaz de «experimentar mejoría alguna», de quien el médico contó que cuando se acercó a él por primera vez ni siquiera supo qué estaba mirando porque lo que vio fue una masa de carne pútrida, de unos días de edad, sobre cuya espalda, marcada a fuego y ya con costra, podía leerse: LLORÓN.
Cuando volví a mirar en mi regazo, el doctor Sanders había muerto. Gran parte del ochenta por ciento de agua y sangre que había sido su persona estaba ahora encima de mí, empapándome.
Mantuve su cabeza en mi regazo hasta que su sangre enferma y asesina hubo abandonado por completo su corazón y su cerebro, y desembocado en su piel y en sus entrañas y en todos aquellos lugares donde jamás tendría que haber estado, una sangre que, negándose a coagularse, había aflorado por todos los orificios abiertos de su cuerpo, incluido el último de los esfínteres: el ano. Mantuve su cabeza sin pelo sobre mi regazo, entre mis brazos, hasta que el flujo cesó. Volví a dejarlo sobre la cama y lo tapé suavemente con la sábana, y lloré. Era el primer paciente querido que se me moría. Fui al cuarto de enfermeras. La manera de poner mis pies en el suelo, uno enfrente del otro, me hizo pensar en una esquizofrénica crónica que había visto una vez, una antigua chica Ziegfeld que llevaba internada en una clínica psiquiátrica desde los tiempos dorados de la revista, y que, todos los días, hiciese solo lloviese, se aventuraba por los prados con paso decidido y preciso, y describía una línea recta que hubiera hecho las delicias de un topógrafo: paso tras paso, paso tras paso, yendo a ninguna parte, vacía por dentro.
—El doctor Sanders ha muerto —dije, sentándome.
—Qué lástima. ¿Conseguiste la autopsia? —preguntó Jo.
—¿Qué?
—He dicho que si conseguiste su autorización para la autopsia.
Tuve una visión de mí mismo levantando del suelo por sus delgados hombros a aquella pequeña mujer prodigio, sacudiéndola hasta que su cerebro golpeara contra las paredes del cráneo y su propietaria fuera presa de convulsiones, dándole rodillazos en el abdomen hasta destrozarle los ovarios y hacer que no pudiera volver a generar óvulo alguno, y llevándola hasta la ventana de la planta sexta y arrojándola a la calle para que se estrellara contra el suelo y tuviera que ser recogida por ruidosas y potentes máquinas aspiradoras y se convirtiera en una bolsa de materia pringosa que acabara en el depósito de cadáveres para ser manipulada por el residente israelí de Patología de Hooper el Hiperactivo. Pero Jo era un ser digno de lástima, y me limité a apretar los dientes y a decir:
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no he querido.
—Esa respuesta no me basta.
—No quería ver su cuerpo hecho jirones en la morgue.
—No te entiendo.
—Le tenía demasiado afecto como para dejar que le destriparan ahí abajo.
—Esa forma de hablar no tiene cabida en la Medicina moderna.
—Pues no la escuches —dije, empezando a perder los estribos.
—La autopsia es importante —dijo—. Es la flor de la ciencia médica. Llamaré yo misma a su pariente más cercano.
—¡Ni se te ocurra! —grité—. ¡Si lo haces te mato!
—¿Cómo te crees que prestamos una asistencia médica de tal precisión a quienes se nos ha confiado? —preguntó Jo.
—Eso son tonterías. Lo de que prestamos asistencia médica a la gente —dije yo.
—¿Te has vuelto loco? Esta sala…, mi sala está considerada en la Casa la más eficiente, la de más alto porcentaje de éxitos en ubicaciones y pericia en el tratamiento de los «casos difíciles». Mi sala es una auténtica leyenda, maldita sea —dijo Jo, sacando la mandíbula—. Quiero esa autopsia.
—Jo, vete a tomar por el culo.
—Tendré que informar de esto al Pez y al doctor Leggo. No quiero que el sentimentalismo arruine mi sala. Mi sala ha llegado a ser una leyenda; lo es incluso hoy, actualmente.
—¿Sabes por qué se ha convertido en una leyenda? Seguro que no quieres saberlo.
—Pues claro que quiero saberlo, aunque ya lo sé.
Así que se lo dije. Empecé contándole lo de Chuck y yo: que tras nuestra primera prueba empírica en la persona de Anna O., nos habíamos vuelto fanáticos del «no hacer nada», y que le habíamos estado mintiendo desde entonces, amañando todo tipo de pruebas imaginarias y ACICALANDO los cuadros clínicos. Le conté cómo habíamos hecho lo mismo, aunque de un modo distinto, con los jóvenes moribundos, a quienes dejábamos que siguieran el curso de su sino y murieran sin el fastidio, sin el dolor, sin la prolongación del sufrimiento que su maldita asistencia médica podía provocarles. Y lo último que le dije fue lo de la ubicación de los gomers.
—Las ubicaciones van bien porque a las del Servicio Social les gusto, y por mi magnífico trabajo en la dirección de esta sala —dijo Jo en tono ansioso.
—Jo, todo el mundo te odia, y por lo único que las ubicaciones van bien es porque el Enano y yo nos estamos fallando a Rosalie Cohen y a Selma, respectivamente. Y eso sin hablar de la sábanas limpias.
—¿Qué pasa con las sábanas limpias?
—Chuck se ha estado fallando a Hazel, la de Servicios Auxiliares.
—No te creo. Nadie me haría eso a mí.
—Te lo haría todo el mundo si pudiera, pero son los internos los que se hallan en una posición privilegiada al respecto.
—Te crees por encima de todo, ¿eh? —dijo Jo—. Te crees mejor que los demás, crees que no tienes que agacharte para conseguir autopsias. Te da miedo el lado sucio de la Medicina, ¿no es eso?
—No, señor —dije.
Ahora era el doctor Leggo quien me lo había preguntado.
—¿Quiere decir que no le da miedo el lado sucio de la Medicina? —me preguntó el doctor Leggo mientras miraba de arriba abajo mi bata ensangrentada.
—No, señor. Que yo sepa, no me da miedo.
Ataviado con su larga bata blanca y el estetoscopio que, como de costumbre, le bajaba por el pecho hasta internarse Dios sabe dónde, miraba por la ventana con mi curriculum vitae en la mano. Tenía un aire solitario. Sin duda parecido al que tendría Nixon en aquel mismo momento. Yo estaba de pie ante su gran mesa de despacho. Los diplomas reclamaban mi atención desde las cuatro paredes, y me quedé como hipnotizado ante una maqueta del tracto urinario, llena de un agua de colores y provista de un motor eléctrico que hacía circular a buen trote, borboteando a través de todo el artilugio, una orina roja. Mi mente se había vaciado de todo salvo del modo en que el doctor Sanders se había convertido en una bolsa de sangre…, una bolsa blanda, hinchada, muerta.
—¿Sabe? —dijo el doctor Leggo, agitando en el aire mi currículum vitae—. En el papel suena usted fantástico, Roy. Cuando metí su nombre en el ordenador para incluirlo en este internado, me sentí feliz. Pensé que sería usted un líder entre los internos y los residentes, e incluso que algún día llegaría a Residente Jefe.
—Sí, señor. Entiendo.
—Oiga, usted nunca ha estado en el ejército, ¿no es cierto?
—No, señor.
—Ya, lo sabía… Por eso me llama usted señor. «Señor» es el término que se utiliza en la milicia, ¿comprende?
—No, no le entiendo.
—Quienes han estado en el ejército nunca me llaman «señor».
—Ah, Y ¿por qué no?
—No lo sé. ¿Lo sabe usted?
—No. Yo tampoco. Aunque puede que tenga sentido.
—Es de lo más extraño. Me refiero a que todo el mundo pensaría que sería al revés, ¿no le parece?
—¿Significará algo?
—No lo sé, ¿y usted?
—Tampoco. Qué extraño, señor.
—Sí, es de lo más extraño…
Mientras el doctor Leggo callaba y miraba por la ventana, dejé que mi imaginación le adjudicara una historia: se había jurado siempre no ser jamás tan frío como su padre, y sin embargo, al igual que Jo, el doctor Leggo se había convertido en una víctima del éxito, había ascendido por la pirámide a lametones y había llegado a ser tan frío que su hijo debía seguir un tratamiento psicológico para resolver el conflicto entre su aversión hacia su frío padre y el anhelo de que su frío padre fuera tan cálido y amoroso como el padre de su padre, es decir, su abuelo. El doctor Leggo se había pasado la vida viviendo para ese momento electrizante de la Medicina en que un concepto ahuyenta el hedor de una enfermedad, y en que tal concepto es recibido con un encendido aplauso, cuando su frío padre no le había aplaudido nunca. El doctor Leggo estaba empeñado en «producir» tales momentos electrizantes de la Medicina. Pensaba que si lograba ser una especie de generador de Van der Graaf de la Casa de Dios, podría conseguir que sus «chicos» lo amaran.
—¿Sabe, Roy? En el otro hospital, el City Hospital, mis chicos me querían. Me quisieron siempre, ¿entiende la palabra siempre…? Pues eso: siempre. Compartimos momentos magníficos, pero aquí, en la Casa de Dios…
—¿Sí?
—¿Sabe usted por qué no me quieren?
—Quizá tenga algo que ver con su actitud para con la Medicina, en especial para con los gomers.
—¿Los qué?
—Los enfermos crónicos, los dementes, los que pueblan los geriátricos, asilos y residencias, señor. Parece que usted es de la opinión de que cuanto más se haga por ellos más mejoran.
—Exacto. Tienen enfermedades, y vive Dios que se las tratamos de forma agresiva, objetiva, total, y que jamás nos damos por vencidos.
—Bien, eso es. Pero a mí me han enseñado que lo que hay que hacer es no hacer nada. Cuanto más haces, más empeoran.
—¿Qué? ¿Quién le ha enseñado eso?
—El Gordo.
Mis palabras abrieron dos hondos surcos en la enjuta frente de aquel hombre, y le oí decir:
—No me dirá que cree al Gordo, ¿eh, Roy?
—Al principio pensé que estaba loco, pero luego puse en práctica lo que decía y, sorprendentemente, funcionaba. Cuando intenté hacer las cosas como usted decía, como dice Jo, surgieron increíbles complicaciones. Aún no estoy seguro, pero creo que el Gordo tiene bastante razón. No tiene un pelo de tonto, señor.
—No lo entiendo. ¿El Gordo le ha dicho que no prestar asistencia médica es lo mejor que puede usted hacer?
—El Gordo dice que en eso consiste precisamente la asistencia médica.
—¿En qué? ¿En no hacer nada?
—Eso ya sería hacer algo.
—La sala 6 Sur es la mejor de toda la Casa, y ¿quiere usted decirme que lo consiguen no haciendo nada?
—Eso ya sería hacer algo. No hacemos absolutamente nada tantas veces como podemos sin que se entere Jo.
—¿Incluso las ubicaciones de enfermos?
—Ésa es otra historia.
—Bien, pues por hoy basta de historias —dijo el doctor Leggo, perplejo y obsesionado por el Gordo, de quien pensaba haberse librado al enviarlo al Mt. St. N.—. Así que ese modo sui géneris del que habla Jo (SI NO TOMAS LA TEMPERATURA, NO PUEDES DETECTAR LA FIEBRE) se trata en realidad de que ustedes intentan hacer algo no haciendo nada, ¿no es eso?
—Exacto. Primum non nocere, con ciertas modificaciones —dije.
—Primum non… Pero entonces ¿por qué los médicos siempre hacen algo?
—El Gordo dice que para crear complicaciones.
—Y ¿para qué quieren los médicos crear complicaciones?
—Para ganar dinero.
La palabra «dinero» dio de lleno en el doctor Leggo, que pareció acordarse de algo y dijo:
—Eso me ha recordado una cosa: el doctor Otto Kreinberg me ha dicho que está usted tratando mal a sus pacientes: magullándoles, hipnotizándoles, levantándoles la cama hasta alturas temerarias… Es un retaco, el tal Otto, pero hace años estuvo en la lista del Nobel. Bien, ¿qué me dice de esa imputación?
—Oh, no fui yo, señor. Fue Bruce Levy.
—Bruce es su BMS.
—¿Y qué?
—¿Qué? Maldita sea, que es usted responsable de él, lo mismo que Jo es responsable de usted y el doctor Fishberg es responsable de Jo y yo soy responsable del doctor Fishberg. Levy es responsabilidad suya, ¿lo entiende? Hable con él. Métale en vereda.
Pensé que sería mejor no preguntarle al doctor Leggo ante quién tenía él que rendir cuentas, y dije:
—Bueno, ya lo he intentado, señor, pero he fracasado. Levy me pidió que no me hiciera responsable de sus actos, que era él quien tenía que responsabilizarse de ellos.
—¿Cómo? Eso va en contra de todo lo que acabo decir.
—Lo sé, señor, pero está psicoanalizándose y eso es lo que le dice continuamente su psicoanalista y él me repite continuamente a mí.
Me sorprendí preguntándome quién; cuando metieran en chirona al mismo tiempo a Nixon y a Agnew, iba a responsabilizarse de todo aquel rico boato que constituía Norteamérica.
—¿Me está diciendo que cree lo que dice el Gordo?
—No estoy seguro, señor. Sólo llevo cuatro meses de interno.
—Muy bien. Porque si todo el mundo tuviera esa visión, no existiría en el mundo ni un solo internista.
—Exactamente, señor. No haría ninguna falta. El Gordo dice que por eso los internistas hacen siempre tantas cosas, para mantener la demanda de Medicina. Porque si no todos seríamos cirujanos o podólogos. O abogados.
—Tonterías. Si el Gordo estuviera en lo cierto, ¿por qué diablos iban a creer en la Medicina gentes sensatas como yo y como otros jefes de departamento?
—Bueno… —dije, reviviendo cómo el doctor Sanders había rezumado sangre por los orificios de la nariz en mi regazo—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? No podemos darnos media vuelta y largarnos.
—¡Exacto, muchacho, exacto! ¡Los médicos curamos, ¿me oye?, curamos!
—Llevo cuatro meses aquí y todavía no he curado a nadie. Y tampoco sé de nadie que haya curado a nadie. Lo máximo hasta ahora ha sido una remisión.
Se hizo una pausa incómoda. El doctor Leggo se volvió hacia la ventana, aspiró profundamente un par de veces para expulsar al Gordo de la nariz, orofaringe y pulmones, y, satisfecho, como si acabara de demostrar algo, se dio la vuelta y volvió a mirarme.
—El doctor Sanders murió y usted no consiguió la autopsia, ¿por qué? ¿Le pidió él que no se la hicieran? A veces la gente es muy melindrosa; no se libran ni los médicos.
—No. Me dijo que si quería podía hacerle la autopsia.
—¿Por qué no mandó que se la hicieran, entonces?
—No quería ver su cuerpo destripado ahí abajo.
—No entiendo.
—Lo apreciaba demasiado para mandar que diseccionaran su cuerpo.
—Ah, muy bien… Y ¿piensa usted que yo no lo apreciaba? ¿Sabía que Walter y yo éramos amigos? El primer negro de la Casa. Fuimos internos el mismo año. Dios, tuvimos grandes momentos. Esos momentos electrizantes de la Medicina, ¿entiende? Esos momentos en que un escalofrío cálido te recorre por dentro. Era un hombre estupendo. Y con todo y con eso —dijo el doctor Leggo, mirándome con humildad papal—, con todo y con eso, ¿cree que me habría asustado conseguir esa autopsia?
—No, señor, no lo creo. Creo que usted habría conseguido esa autopsia.
—Pues claro que sí, Basch, pues claro que sí, maldita sea.
—¿Puedo decir algo, señor?
—Por supuesto que sí, muchacho, dígalo.
—¿Está seguro de que podrá encajarlo?
—No habría llegado donde estoy si no supiera encajar las cosas. Suéltelo.
—Por eso precisamente es por lo que no le quieren sus internos.
Las amábamos, y como a la semana siguiente yo iba a dejar la sala 6 Sur para incorporarme a mi nuevo puesto en la Sala de Urgencias, decidimos que lo único que podíamos hacer, dada la existencia del tercer cepillo de dientes, era demostrarles nuestro amor, y hacerlo allí mismo, en aquella Casa llena de bastardos. Así pues, Chuck y yo y el maníaco sexual cuatridimensional del Enano —que para entonces ya asediaba a todo aquello que llevara faldas, incluida una fisioterapeuta pubescente con la cara de una rolliza chiquilla de ocho años y el cuerpo de una rolliza quinceañera, a quien había engatusado prescribiendo sesiones diarias de fisioterapia a seis de sus gomers y a quien metía mano en medio de las paralelas y los artilugios ortopédicos mientras ella, absorta, trataba de enseñar a caminar a los gomers— nos devanábamos los sesos sobre cómo diablos demostrar a tres mujeres hechas y derechas como Angel y Molly y Hazel y quizá también a otra mujer hecha y derecha como Selma lo mucho que las amábamos y lo mucho que apreciábamos su colaboración en aquel proceso de convertirnos en internos «divinos» en una «divina» sala de la Casa.
Era subido de tono y era ilícito. En un cuarto de guardia de la Casa en el que se suponía que no teníamos que estar en aquel momento, el Enano y yo esperábamos a los otros. Achispado por el bourbon y la cerveza, con un camisón de la Casa y una peluca para simular que era un gomer, me tumbé en la litera de abajo mientras el Enano parloteaba de la pubescencia y me conectaba a un monitor cardiaco. Cuando el monitor empezó a lanzar sus BLIP y sus centelleos verdes en la luz roja del cuarto, pensé que si en aquel marco poníamos también una luz intermitente amarilla Chuck creería que había vuelto a casa y se hallaba en la esquina de una calle de Memphis. Cuando le conté a Berry que el doctor Sanders había muerto, me preguntó: «¿Dónde está ahora?», y yo le respondí: «Está en nosotros; sólo en nosotros», y pensé en cómo su vida había revoloteado a mi alrededor como una mariposa al final del otoño: aterida, aleteando contra mis pestañas, frenética, pidiéndome que detuviese el nacimiento del invierno. ¿Qué decía la última carta de mi padre?
… llega el invierno y no hay duda de que te estás acostumbrando a los horarios y al estrés propio de la Casa. Tienes tu gran oportunidad de aprender Medicina y de empezar a tratar con gente…
Se oyó un golpe en la puerta, y luego otros dos más: la contraseña convenida. Allí estaban, con su uniforme de enfermeras, Angel y Molly. Vi cómo Muslos de Trueno echaba los brazos al cuello del Enano y lo besaba. El Enano parecía turbado, y ella dijo:
—Hola. —Hizo un gesto hacia el Enano—. ¿Cómo diablos estás, Enano?
—Hola, Angie Wangie —dijo el Enano tímidamente.
Angie Wangie le cogió la mano, se la llevó debajo de las faldas e hizo que le abarcase con ella el culo tormentoso. El Enano miró a Molly, preguntándose qué pensaría de aquella desinhibición. Molly se puso a su espalda y empezó a besarle el cuello y a pasarle las manos por pecho y vientre, de arriba abajo, desde la escotadura clavicular hasta la entrepierna. Yo empecé a gemir, en un falsete de gomer: AYÚDEME, ENFERMERA, AYÚDEME, ENFERMERA, AYÚDEME, ENFERMERA… Al oírme, las dos se acercaron a mí. Descorrieron la cortina de la litera y se inclinaron hacia mí, y como llevaban abiertas las blusas me brindaron la visión de cuatro fabulosos y elásticos pechos en sendas espumas de mar de encaje con sus correspondientes hendiduras en el centro. Oh, hincar el hocico en ellas…, meter mi furibunda y afligida cabeza en aquel lugar y hocicar en él y chupar como un caballo sediento chupa el agua en un abrevadero. Y mamar… De uno, dos, tres, cuatro pezones. Pero cuando traté de hacerlo de veras ellas me aplastaron contra el lecho y decidieron que sí, que era un gomer, y que, dado que LOS GOMERS SE VAN AL SUELO, necesitaban atarme, y se pusieron con brío manos a la obra.
… mirarás hacia atrás, hacia este período de duro trabajo de tu vida, y la experiencia quedará en ti para siempre, porque ¿quién sino el hombre sería capaz de realizar tal tarea…?
Atado y debatiéndome contra mis ataduras, vi que me iban a dar un baño de alcohol con una esponja. Me resistí lo bastante como para arrancarle el vestido a Molly hasta casi la cintura, y mientras volvían a aplastarme contra la cama me deleité en su satinado y transparente sujetador francés, que le resbalaba como una seda sobre los glaseados pezones, el tipo de sujetador que permite que los pechos brinquen mientras sus propietarias se pasean por los Campos Elíseos para que los cachondos norteamericanos puedan contemplarlas con la boca abierta. Le pregunté cuál era la largura de sus pezones, y empecé a ser un gomer con una erección. Ellas se pusieron a frotarme con la esponja, mientras Angel me tapaba discretamente la verga erecta y las inquietas y jubilosas pelotas. Vi al Enano y a Angel comiéndose con los ojos los pechos de Molly, y pensé que el tercer cepillo bien podía pertenecer —¿por qué no?—a la propia Molly. La estimulación era intensa… Allí atado e indefenso, con dos mujeres medio desnudas bañando mi calor con una frescura alcohólica y vaporosa que me hizo retornar a las fiebres de mi infancia… Mis BLIP ascendieron como un cohete hasta 110, y, ante mi inminente explosión, el Enano tiró de Angel y la alejó de la litera.
En el séptimo cielo. Molly me frotaba con la esponja de arriba abajo, besándome con suavidad y sin liberarme de mis ataduras, y cada vez que acercaba su cuerpo al mío yo hacía un brusco movimiento para pegarme a ella y mis BLIP subían a 130. Me acarició con la esponja mojada de arriba abajo, de arriba abajo, frotándome el corpus spongio sum, el tejido eréctil del interior del pene, y luego se puso a besuquearme y a mordisquearme y a «comerme» y a mamarme, mientras acunaba mis testes como huevos en un guante de terciopelo. Le supliqué que me dejara libres las manos, pero ella se limitó a seguir con aquellos mordisquitos y arrumacos. Bien, así estaban las cosas. Frote arriba, frote abajo, un mordisquito aquí, una teta allá, hasta que segundos antes de correrme se zafó de la ropa por completo, se quitó las bragas, se puso a horcajadas sobre mi cara y volvió a abarcar mi pene con los labios. Mi lóbulo olfatorio se obstruyó y dejó de funcionar, y nuestra máquina del amor, vomitando árboles de levas y tapacubos y engranajes de caja de cambios, ¡salió de estampida y se perdió en la LEJANÍAAA salvaje y azul!
… las noticias políticas son abrumadoras y dan cuenta de un Nixon mentiroso patológico y espero que pronto reciba su merecido…
Nos quedamos en la litera juntos hasta que tuvo lugar la «detumescencia» del monitor y la vuelta a la normalidad de los BLIP. Al cabo, cuando mi respiración se hizo un poco más fácil, Molly se incorporó en la litera. Me besó y se escabulló hacia afuera a través de la cortina. Volvió, y le pedí por el amor de Dios que me soltara las ligaduras. Sin decir palabra, volvió a ocuparse de mi polla, y pronto ésta ya no se lamentaba lo más mínimo sino que, bien enhiesta, se ponía a entonar una especie de himno del ejército de los Macabeos del Antiguo Testamento mientras ella volvía a sentarse a horcajadas sobre mi cara y volvía a cogerme la punta de la verga para ponérsela contra ese timonel enano de su íntimo bote de remos: el clítoris. Chispas eléctricas rasgaron la oscuridad, y sus labios genitales se replegaron y cerraron sobre mí y pude abrirme paso hacia dentro entre sus humedades. En este punto decidí: «Vaya, qué diablos, si he de ser un gomer —a excepción, claro, de la verga—, pues seré un gomer». Y me relajé al máximo. Ella se movía sobre mi cuerpo lenta, rítmicamente, como sólo las mujeres, entregadas a sus cadencias, saben hacerlo, y luego, cuando empezó a correrse, se inclinó cuanto pudo sobre mí y…
—¿Angel?
—Roy.
—¡Roy!
—Angel.
… espero que seas la persona de siempre y que tu trabajo no te resulte duro en exceso…
—He pensado —hizo un gesto hacia lo alto—darte las gracias —hizo un gesto hacia la cortina—por mandarme —hizo un gesto hacia el suelo—al Enano.
Y lo hacía meneándose a pequeños brincos y emitiendo unos ruiditos que yo no alcanzaba a oír del todo, y mientras se incorporaba y se agarraba a los muelles de la base de la litera de arriba, dijo —más con gestos que con palabras—que aquello era como hacer el amor en un tren nocturno en Europa, y siguió bailoteando como un niño en una de esas estructuras de barras de los parques infantiles, y luego, de pronto, se quedó quieta.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Creo que hay alguien —hizo un gesto hacia lo alto—ahí arriba.
Escuchamos, y, por supuesto, había alguien:
—Oh, Dios, Dios, Chuckie… DIOOOOOSSSSS…
Muslos de trueno me desató, y en cuanto tuve los brazos y las piernas libres abarqué con cada uno de ellos su cuerpo, de forma que estaba dentro de ella y fuera de ella al mismo tiempo, y entonces, como un gomer que hubiera recibido el Tratamiento de Rejuvenecimiento de Ponce de León (una figuración muy propia del Gordo), le di la vuelta y la tumbé boca arriba y me puse encima de ella y empecé a hacer lo que alguien sin pelos en la lengua llamaría follar como es debido, y mientras le daba duro al asunto como un auténtico León pensé en romperle las narices al doctor Leggo, y entonces Angel empezó a gemir y a decir algo que, ahora sin necesidad de gesto alguno, sonaba como: «¡Fóllame el coño, mi niño…, fóllame el coño, mi niño…!», y los BLIP volvieron a remontarse hacia el cielo y mis arterias coronarias, crispadas, protestaron y PAM, PAM, PAAAMMM, otra vez la explosión…
… espero que estés bien y que podamos verte pronto…
Más tarde, estando todos acurrucados unos contra otros mientras tarareábamos bonitas tonadas; Chuck cantando «Hoy hay luna en el cielo…» y nosotros haciendo los «dua, duaaa…», llamaron a la puerta.
—¡Una redada! —gritó Hazel.
Pero se oyeron dos golpes más y apareció Selma, y dijo:
—Perdonad, chicos, llego tarde. —Y se unió al grupo.
Las cosas se fundieron unas con otras a partir de entonces. Recuerdo haber visto al Enano haciéndose arrumacos con Selma en su regazo, y a Molly y a Angel y a Selma hechas un ovillo, y mientras yo flotaba en un mar de amigables genitales, palpando éste y topándome con este otro, pensé que el tercer cepillo de dientes podía ser tanto de macho como de hembra y que aquellas mujeres estaban más liberadas que cualquiera de nosotros —siendo como eran, además, mucho más divertidas—, y al final todos abundamos en lo bonita que había sido aquella fiesta y cantamos en una suerte de dulcissimo himno triunfal:
Qué Gran Adiós El Que Le Dieron A Aquel Tipo Original
El ***IMV*** Sexual: El Doctor Roy G. Basch.