8

Para mediados de septiembre, según el particular programa de Jo, ni yo ni ningún otro interno tenía por qué saber aún cómo salvarse a sí mismo. Aquella mañana, cuando la calidez del final del verano seguía alentando aún en el aire fresco, y aquel tiempo claro y con cirros tan apropiado para los partidos de fútbol nos llegaba a la sala a través del esqueleto cada vez más alto del Ala de Zock que se recortaba como los barrotes de una celda contra nuestras ventanas, me presenté a las reuniones de estudio de los casos con media hora de retraso y comprobé con sorpresa que era el primero de los internos en llegar. Jo estaba furiosa, y cuando una hora más tarde entró Chuck con paso lento, con la misma bata sucia del día anterior y la misma bragueta abierta y el mismo cuello sin corbata, Jo estalló y dijo:

—Chuck, te he dicho mil veces que las reuniones empiezan a la seis y media. ¿Lo has entendido?

—Vale, vale.

—¿Dónde has estado?

—Oh, bueno, he estado arreglando el coche.

Cuando finalizó el estudio de los casos entró el Enano. Llevaba el pelo desordenado, el cinturón desabrochado, la camisa fuera de los pantalones, el estetoscopio colgándole del bolsillo trasero y con una gran sonrisa en medio de la cara alborozada. Estaba como unas castañuelas.

—¿Estás enfermo? —le preguntó Jo.

—Dios, no…, estoy de fábula.

—¿Dónde has estado?

—Matándome a follar —dijo el Enano; y luego, riendo a carcajadas, nos agarró por el hombro a Chuck y a mí y, con una sonrisa enorme y boba, soltó un aullido.

—¿Qué has estado qué? —preguntó Jo.

—Follando. Copulando. Ya sabes, la vasodilatación de las venas del pene y demás; al macho se le pone dura y se la mete a la hembra en…

—Qué inconveniencia…

—Oye, Jo —dijo el Enano, mirándonos en busca de apoyo; luego, haciendo caso omiso de la fragilidad de Jo, añadió—: Vete a follar, ¿vale?

Entonces Chuck y yo supimos que habíamos creado un monstruo y nos sentimos estupendamente, pero Chuck comentó que aquello era un poco como ver a tu suegra conduciendo tu Cadillac nuevo hacia el borde de un abismo, porque los dos sabíamos que Jo no iba a irse a follar ni nada por el estilo, sino que iba a hablar con el Pez, que a su vez hablaría con el doctor Leggo, el cual nos lo haría pagar bien caro, pues la esencia de toda jerarquía es el ejercicio de la represalia. Jo repasó el resto de los casos en silencio, hasta que finalmente llegó a Jimmy, que había sido LARGADO a la Unidad de Cuidados Quirúrgicos Intensivos. Jo insistió en que fuéramos a verle, y mientras la comitiva recorría el pasillo Jo fue animándose más y más con el caso hasta que, incapaz de contener su entusiasmo, me soltó a bocajarro:

—Eh, Roy, ese Jimmy parece que es un ingreso fabuloso, ¿no?

Entonces, sin pensado siquiera, recordando cómo la descompensación de Jimmy me había puesto al borde de la histeria, como si me viniera a los labios de algún lugar externo a mí —aunque sabía que partía de alguna biliosa región de mis entrañas—, me oí de pronto crear una nueva ley de la Casa, LA LEY NÚMERO NUEVE: EL ÚNICO INGRESO BUENO ES EL INGRESO MUERTO, lo que hizo que Jo se parara en seco, del mismo modo que minutos después, estando Chuck y el Enano y yo deambulando por las cercanías de la Unidad Quirúrgica de Cuidados Intensivos mientras Jo «maceraba» a Jimmy, nos paramos en seco cuando vimos de pronto, entronizados en medio de un gran artilugio ortopédico, los restos de un ser humano. Estaba vendado de pies a cabeza, y no había duda de que había chocado con algo y de que había recibido el impacto en los testículos. Los tenía del tamaño de un melón cantalupo, o incluso de un melón normal y corriente. Estábamos ante un extrañísimo Angel del Infierno que, en su Harley Hawg, se había estrellado de cabeza contra un árbol. Un pequeño letrero al pie de la cama rezaba: PARA MONTAR EN UNA HARLEY HAY QUE TENER COJONES.

Ninguno de nosotros hubiera imaginado jamás lo increíblemente buena «mecánica de automóviles» que era Angel hasta que el Enano nos contó cómo, ya en su primera cita, le había «dejado como nuevo su utilitario».

—El caso es que me sentía tan a disgusto por todo lo que estaba pasando anoche en la Casa que ni acertaba a hablar con normalidad cuando, después del restaurante, fuimos a su apartamento. No sé lo que le dijiste por teléfono, Roy, pero cuando colgó las cosas se hicieron mucho más fáciles. Me sirvió una copa, pero en lo único que yo podía pensar era en Lazarus y en la señora Risenshein y en el grafito que había leído en los urinarios del restaurante chino: PÉGATE MÁS, QUE LA TIENES MÁS CORTA DE LO QUE TE PIENSAS. Bueno, el caso es que Angel me preguntó si quería ver la tele y le dije que sí, que por mí estupendo. Estábamos sentados en el sofá, y yo ni siquiera sabía si le gustaba, y entonces, de pronto, Angel estaba con una teta pegada a mi costado y el pelo rojo suelto hasta los omóplatos, y empecé a sentirme mucho mejor. Y va y dice que qué incómodos estamos en aquel sofá, que por qué no la vemos en el cuarto, y desenchufa el televisor y lo lleva al dormitorio. No me lo podía creer. Empiezo a acariciarle el cuello con los labios, y ella dice que qué engorro de ropa, y se quita el jersey y la falda. Muy bien. Empieza a hacer unos ruiditos roncos y, como se ha quitado el jersey, voy y le quito el sostén. Dios… ¡Perfecto! ¡Tetas grandes y suaves! Dios. Le quito las bragas… —Mientras lo cuenta, el Enano hace como que le quita las bragas a Angel ante nuestros ojos atentos, en medio del cuarto de enfermeras y ella me quita los pantalones. ¡Increíble!

—¿Y qué me dices de su vello púbico? —pregunté.

—¡Rojo brillante! —dijo el Enano con una expresión salvaje en la mirada—. ¡Perfecto! Dios. Bueno, luego, al ir a metérsela, vacilo un poco, y pienso en Lazarus muriéndose y demás…, y bueno, pues se me queda moribunda a mí también…

—¡Maldita sea! —dijo Chuck.

—Pero ahí está ella con la mano, y se me vuelve a poner tiesa, y cuando se la consigo meter, ella ya está mojada y lista, no como June o como aquellas tías que tanto le gustaban a mi madre. La primera vez no me porté demasiado bien, me corrí enseguida, pero antes de que pudiera darme cuenta, ella volvía a tener la mano entre mis piernas, y ahí nos tienes otra vez a la faena… ¡Dioos! ¡Diooooos…! Veintitrés minutos. De reloj. Cronometrados. Y luego, estando ella a punto de llegar al orgasmo, le oí decir algo como «¡Es fantás… tiií… cooooo!», y esas palabras fueron para mí como una fusta que no parara de atizarme. Sonaron campanas, tembló la tierra. ¡Yeeepaaa…! Y luego, la vez siguiente…

Chuck y yo nos miramos.

—… bueno, está echada dándome la espalda, y pienso que está dormida, pero no lo está, y se da la vuelta hacia mí y empieza a tirarme del pene, y de lo siguiente que puedo darme cuenta es de que me manipula y se lo mete dentro, y ahí estamos otra vez dale que dale, y creo que es esa vez cuando lo consigo. ¡Yeeepaaa…!

—¿Conseguir qué?

—Lo que me dijisteis que conseguiría…, convertirme en médico. Seguimos follando y follando, ella gimiendo y gritando cosas, y yo sudando y resoplando, y justo antes de corrernos se pone a decir, al principio en un susurro y luego más y más alto, y al final a gritos tan fuertes que hasta me entró miedo de que alguien pudiera oírlos: ¡DOCTOR ENANITO, DOCTOR ENANITO, DOCTOR ENANIIII… TOOO! Y cuando terminamos, mientras seguíamos allí echados, se acurrucó contra mí y suspiró con un suspiro maravilloso de satisfacción y dijo: «Enano, eres un gran médico, buenas noches», y lo último que he visto esta mañana ha sido el sol reflejado en ese vello púbico ardiente y rojo. ¡Dios! Os lo debo todo a vosotros. ¡No hay nada que no sea capaz de intentar ahora, nada!

—Joder —dijo Chuck—. Enano, has perdido por completo los nervios.

—Sí, señor. Me muero de ganas de decide a esa zorra huraña de June que hemos terminado. ¿Poesía? ¡Ja! Aquello no era poesía; poesía es esto. ¿Sabéis lo que vaya hacer cuando vuelva a ver a Angel?

Ni Chuck ni yo sabíamos lo que iba a hacer cuando volviera a ver a Angel.

—Voy a probar su vello púbico, porque en el fondo de mi corazón sé que sabe a fresa. Roy, quiero darte las gracias. Gracias por hacer mi turno anoche, por ayudarme, por mandarme fuera de la Casa y meterme en la cama de Angel.

Y ésa fue la primera entrega, con pelos y señales, del lance amoroso del Enano con Angel. Al principio Chuck y yo nos sentíamos un poco incómodos al escuchar los detalles íntimos que nos narraba el Enano a la mañana siguiente de cada encuentro, aunque no tanto como para no poder soportarlo, y ambos caímos en la cuenta de que el Enano estaba atravesando una saludable fase de desarrollo que nosotros habíamos pasado unos diez años antes. Además, el asunto era tórrido y untuoso. En reciprocidad, le enseñamos Medicina al Enano, y fue germinando en los tres un sentido cada vez más fuerte de la camaradería, y nos echábamos una mano en el trabajo que a cada uno nos caía en suerte en la Casa.

Poco después de la primera «reparación mecánica» del Enano, varios hechos vendrían a poner de manifiesto la verdadera grandeza de Chuck. El primero tuvo como protagonista a Lazarus. Chuck y yo, deseosos de aligerar un tanto las cargas del Enano, nos habíamos echado a cara y cruz a Lazarus, y la suerte había querido que pasara a ser paciente de Chuck. Un día, mientras discutíamos los casos, nos paramos ante la puerta del cuarto que Lazarus ocupaba desde julio. Oímos unos gritos. Y al entrar vimos que en la para nosotros familiar cama de Lazarus había un gomer nuevo.

—¿Qué ha pasado con el señor Lazarus? —preguntó Jo.

—Oh, ha muerto —dijo Chuck.

—¿Que ha muerto? ¿Qué ha pasado?

—No lo sé, chica, no lo sé. Supongo que se ha muerto.

—Potts y yo y el Enano y yo lo llevamos manteniéndolo tres meses…, y la primera noche que está a tu cargo se te muere…, ¿cómo es eso? ¿Qué está pasando aquí?

—Me gustaría saberlo.

—¿Has conseguido su autopsia?

—No.

—¿Por qué no?

—Quién sabe, chica, quién sabe…

Aquel mismo día, ante la insistencia de Chuck, nos detuvimos delante del cuarto de la mujer que iba hacerle famoso en toda la Casa.

—Bien, éste es el caso más asombroso de todos —dijo Chuck—. Me llamaron a la Sala de Urgencias para que viera a esta ballena. La había visto ya Howard, y Perro Loco, y Putzel. Estaba allí tumbada, sin respirar ni una pizca de aire, y nadie conseguía saber por qué no respiraba. Bien, entré y la examiné. Me dije: «No respiras, ¿eh? Mmmm… Será mejor que te mire la boca». Así que se la abrí y miré dentro. ¡Joder! Me digo: «¿Qué es ese gran bulto verde que tienes ahí dentro?» Me pongo como cuatro pares de guantes y le meto la mano hasta el fondo, y he aquí lo que me encontré en su garganta.

Sacó un frasco de muestras, y en su interior vimos un grueso tallo de brócoli…

—¡Es brócoli! —exclamó el Matón, en una de sus escasas respuestas correctas.

—Ni más ni menos —dijo Chuck—. Ni Howard ni Perro Loco ni Putzel…, ninguno de esos gilipollas se molestó en mirarle a la dama dentro de la boca.

—La dama Brócoli —dije—. ¡Qué hazaña!

—Hablo en serio. Entrad a verla.

La dama Brócoli era una mujer enorme, gomertosa y maloliente. Si se exceptuaba algún ocasional y espasmódico temblor del pecho, seguía sin respirar, y no parecía haber mejorado gran cosa.

—Va bien, ¿no os parece? —dijo Chuck.

—Un gran trabajo, Chuck —dijo el Enano.

—¿Cómo la estás tratando? —preguntó Jo.

—¿Que cómo la estoy tratando? Hombre, le he prescrito una dieta baja en brócoli, chica, ¿qué otra cosa podía hacer?

A partir de entonces, la Casa de Dios dejó de ver en Chuck un negro estúpido admitido sólo por cuestiones de cupo, y empezó a considerarlo un interno brillante. A medida que él y yo e incluso el Enano fuimos ganando en competencia profesional, empezamos a darnos cuenta de que, como nadie quería hacer lo que los internos teníamos que hacer a la fuerza, nos estábamos haciendo imprescindibles. La Casa nos necesitaba. La Casa —razonaba la jerarquía—nos necesitaba para que hiciéramos algo por los gomers y por los jóvenes desahuciados.

Para lo que de verdad nos necesitaba la Casa era para «no hacer nada» por los gomers y para resignarnos a una total impotencia en relación con los moribundos. Nos adentrábamos ya en el otoño, y mientras cada día parecía más verosímil que tanto Agnew como Nixon pudieran dar con sus huesos en la cárcel, tratábamos denodadamente de ocultar a nuestro hurón Jo que «no hacíamos nada» por los gomers. Las reuniones de estudio de los casos se convirtieron en actos de consumada impostura, y constantemente nos devanábamos los sesos tratando de recordar los análisis imaginarios que habíamos reseñado en los informes, las complicaciones imaginarias que se habían derivado de ellos, los imaginarios tratamientos prescritos para tales complicaciones imaginarias y las imaginarias respuestas de los pacientes, amén de no dejar nunca de esforzarnos al máximo para conseguir que los gomers tuvieran una ubicación adecuada. La tensión que soportábamos era tal que de cuando en cuando las cosas se torcían. Un día, balbuceando ante la pregunta de Jo de por qué no había ordenado que le tomaran la temperatura a Anna O. a las cuatro de la madrugada para tratarle una fiebre imaginaria que yo le había endosado en su cuadro clínico, logré formular atropelladamente una nueva ley: LEY NÚMERO DIEZ: SI NO TOMAS LA TEMPERATURA, NO PODRÁS DESCUBRIR LA FIEBRE, y había ya empezado a catalogar las otras cosas que si no se hacían no se descubrían dolencias que exigían tratamiento, como por ejemplo —y en lugar de TEMPERATURA y FIEBRE—ELECTROCARDIOGRAMA Y ARRITMIA CARDIACA, y había llegado ya a RAYOS X Y NEUMONÍA cuando Chuck y el Enano acudieron en mi ayuda y me rescataron de las garras de Jo.

Para aliviarnos la tensión, Chuck y yo pasábamos más y más tiempo de holganza con los pies en alto y bebiendo ginger ale en el cuarto de enfermeras. Aunque el Enano se había calmado bastante, seguía estando demasiado tenso como para hacernos compañía. Como Towl, su BMS, no estaba tan tenso, se hacía con una buena provisión de ginger ale y venía y se ponía a rezongar junto a nosotros con los pies en alto.

—Towl, quiero preguntarte algo sobre Enid —dijo el Enano—. Aún no se le ha hecho la limpieza para el test intestinal.

—Ya lo sé. ¿Y qué? —rezongó Towl.

—¿Qué crees que debo hacer, entonces? Tengo que conseguir limpiarla, porque por mucho que hago y sin que la buena señora coma nada de nada, sigue ganando peso y no ha evacuado desde hace tres semanas. Su hija dice que no ha cagado espontáneamente en ocho años. Es asombroso…, convierte el agua en mierda.

—Ya lo sé. ¿Por qué quieres hacerle el test intestinal?

—Porque para eso está aquí.

—Ya, pero me refiero a si vamos hacerle el test intestinal de verdad o si sólo vamos a fingir que se lo hacemos… Desde que te la he pasado a ti, no está en mi mano mantenerla como es debido.

El Enano admitió tímidamente que era Putzel, el Médico Privado de Enid, quién quería que se le hicieran los análisis intestinales, y que por tanto no le quedaba más remedio que hacérselos.

—Bien, entonces dale leche con melaza; se la das por la boca y se la metes por el culo al mismo tiempo.

—¿Leche con melaza?

—Eso es. Leche con melaza. Por los dos extremos. Ya verás cómo explota.

Durante nuestras charlas de ginger ale, era inevitable que de cuando en cuando apareciera el Pez como un jefe de vendedores en visita de inspección. Se presentaba en el cuarto de enfermeras y, evitando nuestra mirada, preguntaba:

—Hola, muchachos, ¿cómo va todo?

Luego, sin esperar a que respondiéramos, añadía:

—¿Saben una cosa? Lo que están haciendo ahora mismo no parece muy profesional.

—Está bien, está bien —decía Chuck, quitando los pies de encima de la mesa.

Yo, para irritar al Pez, me encendía un pitillo.

—Me dice Jo que está llegando usted tarde a las reuniones de trabajo.

—Ah, sí —dijo Chuck—. Es culpa del coche. Se me estropea continuamente y tengo que estar continuamente llevándolo al taller.

—Oh, entiendo… ¿Tiene usted un buen mecánico? Puede ir al mío si quiere. Te arregla el cacharro de una vez por todas y ya no tienes que preocuparte más del asunto. Bien, y otra cosa: su ortografía es horrorosa. Vamos a repasar juntos unos cuantos informes suyos, ¿de acuerdo?

—Muy bien, muy bien.

—Hay algo que no entiendo —dije yo—. No logro dilucidar si bebo porque meo o meo porque bebo.

—Deje de beber a ver qué pasa.

—Ya lo he intentado. Y me entra mucha sed.

—Quizá tenga usted la enfermedad de Addison —dijo el Pez. Su atención se desplazó a mi cigarrillo, y se quedó mirándolo hasta que no pudo reprimirse más y dijo—: No puedo comprender cómo sabiendo lo que sabe sobre el cáncer de pulmón sigue fumando. Aunque a lo mejor no se traga el humo.

En efecto, no lo tragaba, y por lo tanto dije:

—Sí me lo trago.

—¿Por qué lo hace?

—Porque está muy rico.

—Si cada cual hiciera lo que está rico, ¿dónde estaríamos todos?

—Disfrutando de las cosas ricas.

—Es usted muy laxo —dijo el Pez—. No comprendo cómo puede hacer tan bien su trabajo siendo tan laxo. Disfrute de ese cigarrillo, doctor Basch, porque le está quitando tres minutos de vida.

En aquel momento entró en el cuarto de enfermeras Pequeño Otto. Se dirigió hasta la pizarra para escribirme una nota, y vio el espacio ocupado por las consabidas siglas

IMV.

Lanzó un furioso rugido que hizo que todas nuestras cabeza se volvieran hacia él, y al no encontrar ningún borrador a mano escupió contra la pizarra y, sin dejar de gruñir, borró la siglas con la manga.

—Es de ese tipo de cosas que me dan cien patadas —le dije al Pez—. Que escriban esas malditas siglas debajo de mi nombre por toda la Casa. Sus matones parece que no han conseguido nada. ¿No podría usted hacer que dejen de escribirme eso?

—Lo he intentado —dijo el Pez—, pero no he tenido ningún éxito. Lo más seguro es que no sea más que una broma pesada.

—No es eso lo que yo he oído. He oído que el premio al Interno de Más Valía es un viaje para dos a Atlantic City para asistir a la convención AMA del mes de junio, en compañía de usted y del doctor Leggo.

—Yo no he oído nada de eso —dijo el Pez, haciendo ademán de marcharse.

—¡Maldita sea! —dijo Chuck—. ¡Mira eso, tío!

El Pez y Towl y Pequeño Otto y yo miramos todos a un tiempo, y vimos que en la pizarra había aparecido debajo de mi nombre, en todos los colores del arco iris, otra nítida y adornada leyenda que decía:

***

***Roy G. Basch***

*** ***IMV***

***

Días después, aquella misma semana, el doctor Leggo y el Pez convocaron un almuerzo en el B-M Deli para anunciar otro galardón que los internos pronto bautizaríamos como el Cuervo Negro. Como era la primera vez que nos reuníamos desde el uno de julio, nos saludamos unos a otros efusivamente y con una gran sensación de alivio. Nos había sucedido de todo. La mayoría habíamos aprendido la suficiente Medicina como para preocuparnos menos de salvar a los pacientes que de salvarnos a nosotros mismos. Aunque algunos de estos modos de salvación propia empezaban a resultar harto pintorescos, nunca llegaban al punto de ser peligrosos o intolerables. Al mirar de un lado otro de la sala, y oír el rumor contenido de las bromas y las risas y las charlas que de cuando en cuando perdían la moderación y se convertían en fragor abierto, caí en la cuenta de lo mucho que habíamos llegado a preocuparnos los unos de los otros. Estábamos desarrollando un código de camaradería que entrañaba tanto el ayudarse y no hacerse faenas como el tolerar las chifladuras de cada cual y escuchar sus quejas. Cada una de nuestras vidas era escudriñada y etiquetada. Estábamos compartiendo algo grande, algo infernal y grandioso. Y al experimentar esa sensación me sentí al borde de las lágrimas. Nos estábamos convirtiendo en médicos.

Eddie Trágate-Mi-Polvo, que sudaba la gota gorda en la sala de los «condenados a muerte» —la Unidad de Cuidados Intensivos—, tenía un aspecto horrible, y nos hablaba de su guardia de la noche anterior:

—Estoy ingresando a mi sexto paciente con paro cardiaco y me llaman de la Sala de Urgencias, y llegas tú, Hooper, diciéndome que hay un tipo ahí abajo que ha tenido un paro cardiaco y que piensas mandármelo si consigue salir adelante. Cuelgo el teléfono, me pongo de rodillas y rezo: «¡Por favor, Dios mío, mata a ese tipo!» Me puse de rodillas, ¿entendéis? ¡DE RODILLAS!

—Se murió —dijo Hooper—. La residente era Jo, y quería seguir bombeándole el pecho, pero le dije: «Si me preguntan mi opinión, ese tío lleva muerto unos diez minutos». Y me largué.

—Hooper, eres un tío grande —dijo Eddie Trágate-Mi-Polvo—. Me dan ganas de besarte.

—Puedes besarme, bésame si te apetece, pero lo único que sé es que si un desastre humano como ése se hubiera presentado en Sausalito habría tenido que firmar el permiso para su propia autopsia antes de ser admitido.

—Eso no es muy delicado —dijo Howie, sonriendo.

—No vayas nunca a Sausalito cuando tengas un paro cardiaco.

Entró Potts —con mucho retraso—, se preparó un sandwich delgado y se sentó, y entonces recordé que el Hombre Amarillo aún no había muerto. Potts seguía atormentado por su causa, seguía ligado a él, y cuando veíamos a Potts veíamos al Hombre Amarillo. Potts iba haciéndose más y más retraído. No había salido ni una vez a jugar con nosotros al fútbol. Era un árbol con una rama desgajada, de pulpa blanca y áspera y cruda. Nadie mencionaba al Hombre Amarillo en su presencia. Ni en la del Enano. Pero si el Enano resultaba contagiado, al menos habría hecho unas cuantas «sabrosas lascivias» con Angel antes de morir. Le pregunté a Potts qué talle iba.

—No lo sé. Supongo que bien. Otis adora el otoño, las hojas. Sigo pensando que no estoy haciendo un buen trabajo aquí, ya sabes…

—Sí está haciendo un buen trabajo —dijo el doctor Leggo, de pie delante de nosotros—, pero usted y su grupo no han conseguido suficientes autorizaciones de autopsias. Es difícil explicar la importancia de la autopsia. En fin, la autopsia es el corazón…, no, la flor, la rosa roja… de la Medicina. Sí, el gran Virchow, el padre de la Patología, realizó con sus propias manos veinticinco mil autopsias. Es vital para nuestra comprensión de la enfermedad. Por ejemplo, ese checo al que llamaban…, ¿cómo le llamaban, doctor Fishberg?

—No le llamaban, señor, le llaman. El Hombre Amarillo, señor.

—Bueno, pues tomen al Hombre Amarillo, por ejemplo.

El doctor Leggo siguió hablando del Hombre Amarillo, haciendo hincapié en lo importante que sería para todos nosotros poder hacerle la autopsia cuando muriese, y sus palabras parecían dardos que herían al pobre y callado Potts.

—Cuando yo era interno —dijo el doctor Leggo en tono jovial—, conseguíamos un setenta y cinco por ciento de autorizaciones de autopsias. Y, claro, en aquellos tiempos las hacíamos nosotros mismos. Pero ¿saben una cosa? No nos importaba. Porque estábamos contribuyendo al avance de la ciencia médica.

El doctor Leggo dijo que los internos no estaban consiguiendo suficientes autorizaciones para autopsias, y dado que sabía «lo duro que es acercarse a la familia para solicitarla en esos momentos de dolor», había pensado en «crear un incentivo: un premio. El premio se concederá al interno que en el año consiga más autorizaciones para autopsias. Y consistirá en un viaje para dos a Atlantic City, para la convención AMA de junio, a la que también asistiremos el doctor Fishberg y yo».

Se hizo un silencio sepulcral. Nadie sabía qué decir, hasta que Howie, resoplando y sonriendo, dijo:

—Una idea estupenda, jefe, pero en lugar de a la AMA ¿no estaría mejor a la American Pathological?

—No creo que deba concederse al mayor número de autopsias —dije, convencido de que el doctor Leggo estaba bromeando—. Me refiero a que, a fin de cuentas, ¿no sería un premio a la muerte? El interno con más muertes sería probablemente el ganador, y eso nos haría suspender los tratamientos, o incluso matar a los pacientes para ganar el premio.

—Sí —dijo Eddie—. ¿Por qué no dárselo al porcentaje más alto de muertes?

El doctor Leggo y el Pez no se reían, y al final de la conversación nadie sabía con certeza si hablaban en serio o bromeaban.

—Pues claro que hablan en serio —dijo Hooper el Hiperactivo—, y voy a llevarme el premio. ¡El Cuervo Negro! ¡Atlantic City, allá voy…! Preciosidades de agua salada, paseos por el muelle de tablas… —Sonrió, se volvió hacia nosotros y se puso a cantar—: Bajo el paseo de tablaaas, a la orilla del maaaaar…

Acababa de nacer, pues —si es que nuestros jefes hablaban en serio—, el premio del Cuervo Negro. Y con tanta realidad al menos como el premio al Interno de Más Valía. Tanto Hooper el Hiperactivo, el interno que se lo pasaba en grande con la muerte, que realmente disfrutaba con ella, como el resto de los internos, a los que nos seguía sin gustar la muerte y a los que nos repelían aún más las autopsias, sentimos que los hados, una vez más, se habían confabulado contra los vivos, y que tendríamos que trabajar con mucho más ahínco que antes para proteger a los pobres pacientes, que nada sospechaban y que ingresaban en la Casa confiados e ignorantes de aquel incentivo para sus muertes y autopsias: el premio del Cuervo Negro. Hooper no perdía el tiempo, y, a la tarde siguiente, estaba yo dictando un informe de alta cuando oí su voz familiar en el cubículo contiguo: «La paciente ingresó con buena salud, a excepción de una infección del tracto urinario…».

Seguí dictando, pero volví a prestar atención pasados unos segundos:

—… la temperatura subió a 41° y apareció una cepa resistente de Pseudomonas en el cultivo del fluido espinal.

¿En el fluido espinal?, me pregunté. Creía que había empezado en el tracto urinario.

—… el interno fue llamado para que viese a la paciente, y la encontró sin respuesta. Expiró tres horas después. Se obtuvo la autorización para la autopsia. ¡Y epaaa! Ahí tenéis a Hooper el Hiperactivo, todo un señor médico.

Al verlo salir apresuradamente lo agarré del brazo y le pregunté qué había pasado, y dijo:

—Lo de siempre, la Ciudad de la Muerte. He conseguido la autopsia. Atlantic City, espera que voy. Cuervo Negro, Pantalones Negros, etcétera…

—Pero esa paciente entró sana…

—Sí, y luego la palmó, y conseguí su permiso para la autopsia. El Cuervo Negro tiene que irse. Hasta la vista.

—Ese premio es una broma. No pueden hablar en serio.

—No es ninguna broma. Las autopsias son la flor…, no, la rosa roja de la Medicina. El doctor Leggo quiere más autopsias para quedar bien.

—¿Con quién?

—¿Qué más da? Con ese horror de mancha de nacimiento, intenta cualquier procedimiento cosmético. Oye, me tengo que ir. Mi mujercita y yo vamos otra vez al salón del Eucalipto esta noche. A tratar de salvar nuestro matrimonio. Ciao.

El interno primero en partir desde la línea de salida para el premio del Cuervo Negro, pues, se alejó por el pasillo y bajó las escaleras de prisa camino de la calle, con el mismo brillo en los ojos que yo le había visto al Gordo al mirar la comida o al hablar de su Invento, el mismo que Chuck y yo habíamos visto en los ojos del Enano cuando nos contaba con detalles pornográficos lo de Muslos de Trueno, el mismo que vi en Chuck al hacer picadillo a Ernie en la cancha de baloncesto o al hablar de Hazel, y el mismo de mi propia mirada cuando pensaba en Molly.

Siempre que pensaba en Molly, pensaba en sus «inclinaciones directas» y en su ropa interior de encaje y en las lágrimas que había derramado al pensar que iba a morir cuando se bajó las bragas para enseñarme aquel lunar en lo alto del muslo. Siempre que pensaba en Molly, algo bullía dentro de mis pantalones, y me sentía más joven, y se me encendía un fulgor en la mirada, y pensaba en mi primer amor, en aquel caos agridulce de hurgar a tientas en broches y cinturones y cremalleras y de pensar en padres y de arrellanarnos en sofás y en asientos delanteros y traseros de coches y en butacas de cine y en rocas y en cualquier parte menos en la cama. Imaginaba a Molly joven, simpática e inocente.

¿Joven e inocente? ¿Cómo podía haber sabido yo que aquella concepción de Molly no era sino una creación amable de mi imaginación? Cuanto más culpable me sentía por tratar de seducir a aquella joven e inocente criatura, con más ahínco trataba de seducirla. En la Casa de Dios, cuando trabajábamos juntos, la tocaba, le ponía una mano en el hombro, en la cadera. Ella dejaba que uno de sus pechos me rozara el brazo, se dejaba el vestido abierto, y amén de la «inclinación directa» me mostraba más parcelas de su anatomía, incluida la brindada por lo que el Gordo llamaba la «sentada fugaz», ese instante entre el tomar asiento y el cruzar las piernas en que se ofrece una fugaz visión del triángulo de la fantasía: las breves bragas se abomban sobre el suave monte de Venus como una vela ante los blandos y rubios y vellosos vientos alisios. Médicamente, sin embargo, yo lo sabía todo de esa zona de la anatomía, y ponía mis manos continuamente en ella cuando se hallaba aquejada por alguna enfermedad, y aun así la deseaba, y cuando se constituía en objeto de la fantasía y era sana y joven y fresca y rubia y suave y acre y pilosa… la deseaba mucho más.

Así que finalmente me pidió que saliera con ella y otras enfermeras, y fuimos a un bar donde la música sólo destrozaba los oídos de quienes, como yo, tenían más de treinta años, y dejaba indemnes a los que tenían menos, que aún pedían la música más alta, y luego me enseñó a bailar un baile del que jamás había oído hablar, al son de una música que no había oído en toda mi vida, y luego fuimos al apartamento que compartía con un palillo de enfermera llamada Nancy, y Molly me preguntó si había estado allí alguna vez, y yo mentí y dije que no, que no había estado nunca, y empezó a enseñármelo y fuimos recorriéndolo y entramos en el cuarto de Nancy cuando se estaba desvistiendo, y Molly dijo que me estaba enseñando el apartamento, y Nancy, recordando mi anterior visita, dijo que yo ya había estado allí antes, y Molly me miró a los ojos y yo tragué saliva y dije que sí, que ya había estado, y Molly dijo: «Bueno, deja que te enseñe mi cuarto».

Oh, delicia… Me enseñó su dormitorio, con sus chucherías de chiquilla y sus muñecos de peluche —tenía incluso un gatito con mucho pelo—, y había máscaras de Halloween y campanillas del templo del Lejano Oriente y una mesita de maquillaje con bombillas como de camerino de teatro y los consabidos pósters y pantis y sostenes tirados aquí y allá, y luego, en un arrebato de romanticismo para el que temí ser demasiado viejo, nos abrazamos, y le hurgué a tientas en los broches del sujetador, y luego me quedé atrapado en el instante y ya no sabía dónde estaba hurgando, y al cabo de un breve lapso en que la oí protestar mientras le iba recorriendo con la boca los largos pezones y le ponía una mano en su monte de Venus velloso, nos entregamos a una suerte de refriega y ella se puso encima de mí, y en medio de un gran NO dice OOOHHH…, y me meto dentro de ella y ella me revela su secreto, a saber, que no folla como una niñita inocente sino como una gemidora cortesana bizantina, toda oro y cálido aceite y mirra.

—Ahora ya conoces mi debilidad —me dijo Molly al día siguiente, en medio del cuarto de enfermeras, blandiendo un enema de Fleet como si fuera una pistola.

—¿A qué te refieres? —dije.

—A que soy tremendamente física.

—¿Eso es una debilidad?

—Sí, lo es.

—No si sabes controlado.

—¿Qué quieres decir?

—En mí no lo considerarías una debilidad, ¿no es cierto?

—No es lo mismo: tú eres un hombre.

—No me vas a venir ahora con esas ideas sexistas, ¿eh, Molly?

—No.

—No es más debilidad en ti de lo que pueda serlo en mí. Lo único que tendrás que hacer es aprender a controlarlo.

—Sí —dijo, y su tono me dejó confuso, ya que no sabría decir si le preocupaba o no; y añadió—: Sí, supongo que tendré que hacerlo.

Sólo más tarde, cuando quedó bien claro que a ambos nos encantaba el sexo, y que, en sentido amplio, nos queríamos con una intensidad razonable, cuando el gemidor monte de Venus se desplazó de su cuarto de chiquilla y fue a meterse en mi litera de las guardias siempre que conseguía librarme del Matón, para seguidamente desplazarse al cuarto de baño de la sala para amarnos en cinco minutos sentados en la taza, e incluso, a mitad de la madrugada, arrullados por la eximia banda de los gomers, nos escabullíamos hasta un rincón oscuro de la sala y lo hacíamos de pie, acelerando los orgasmos para que no nos sorprendiera el supervisor de noche en su patrulla; sólo entonces, Molly —que a la vivencia de hacer el amor la comparaba a ser recorrida por un ciempiés calzado con clavos de oro—, sólo entonces me confesó que le importaba un rábano que tuviera otra mujer, una mujer estable, que ella ya había sufrido bastante en sus amores pasados, y también con los flagelos espirituales de las monjas, y que lo que ella defendía ahora era «la libertad en las relaciones», lo cual me pareció fantástico y demasiado bueno para ser verdad, hasta que empecé a preguntarme si algún otro ciempiés con clavos de oro oiría también aquellas risitas y gemidos y orgasmos fulgurantes, de arco iris, cuando yo estaba con Berry, mi amor de tantos años.

Berry debía de sospechar algo, porque empezó a comentar que me veía cambiado, y a quejarse de lo celoso que me había vuelto, y de que la acusaba de irse a la cama con otros hombres cuando yo estaba de guardia en la Casa de Dios. Debería de haber sabido que mis celos los causaba mi sentimiento de culpa, que mi furia nacía de los celos al preguntarme con quién estaría ella o con quien estaría Molly cuando yo no estaba con ellas. La situación llegó a ser tensa, aunque al principio la menor de las tensiones era la tensión emocional. Estaba disfrutando de una época maravillosa: hacía el amor con dos mujeres el mismo día, y me producía un gran gozo poder asociar grupos de dolientes músculos con determinados movimientos de cada una de las dos. La verdadera tensión estaba en cómo esconder a Molly de Berry. Las contorsiones a que me vi obligado cuando Molly empezó a venir a mi apartamento; tenía que esconder las huellas de su paso: los pelos encima de la almohada, su rastro sobre las sábanas, su horquilla olvidada en la cómoda, sus pendientes en un estante del baño, su perfume en el ambiente… Empecé a pasar el tiempo libre haciendo coladas. Empecé a temer el timbre del teléfono. Pero no se lo podía contar a Berry. Me importaba demasiado. Me sentía demasiado avergonzado. Tenía demasiado que perder.

Berry y yo habíamos pensado en la posibilidad de vivir juntos, pero cuando descubrimos que mis guardias me habían convertido en un oso rugidor, decidimos que no era una buena idea. Decidimos también que no nos veríamos las noches siguientes a las de guardia, porque lo único que hacíamos era refunfuñar y peleamos. Ello nos dejaba sólo una noche cada tres, la noche en que —se suponía—no debía estar exhausto. Con el espaciamiento de nuestros encuentros, con Molly trabajándome el rectus abdominis y el músculo cremaster causante de aquel cosquilleo en las pelotas, con Berry la psicóloga clínica inmersa en la mente y yo inmerso en el cuerpo…, empezamos a alejarnos. Empecé a pensar incluso que su gato había llegado a odiarme.

Tratábamos por todos los medios de disfrutar del otoño. Íbamos a partidos de fútbol americano, pero en lugar del claro júbilo que recordaba en los partidos de la universidad, los días se habían vuelto fríos y húmedos y sombríos, y nos llenaban a los dos de un intenso miedo al invierno. Exhaustos, más o menos en silencio, como prendidos en los desgarrones de nuestro amor, volvíamos a mi apartamento, y Berry estaba como grogui por la gripe, y se acurrucaba en mi cama con su gato. Hecha un ovillo fetal, caliente y a salvo, se dormía. El gato, con los ojos cerrados, ronroneaba. Y ella roncaba. Y entonces me sentía tan enamorado de ella, protegiéndola de la gripe y del mundo y de mi furia y de mi culpa, que me embargaba la dicha. Pero cuando tal dicha por lo que había sido y lo que aún podía ser salía a la superficie, la tristeza por lo que nos había sucedido se apresuraba a desbaratarla. Yo era un tío increíblemente mierda.

Berry se despertó, y hablamos. Hablamos de los gomers y de lo furioso que lograban ponerme Jo y el Pez y el doctor Leggo, y de que Berry, probablemente, no podría entenderlo.

—¿Sabes cuál es el problema? —me dijo.

—¿Cuál?

—Que no tienes modelos de rol. No puedes tomarlos a ellos como modelos.

—Y ¿qué me dices del Gordo?

—Está enfermo.

—No lo está —dije, empezando a ponerme furioso—. Además está Chuck y el Enano y Hooper y Trágate-Mi-Polvo. y Potts.

—Oh, claro, existe la camaradería; y tienes razón, el único motivo por el que los hombres van a la guerra es morir junto a sus amigotes, pero me da la sensación de que lo que a ti te está pasando es que estás institucionalizando completamente el internado, a lo Goffman.

—Pero ¿qué dices? —dije, con la mayor calma posible, tragándome la rabia ante sus pretenciosas teorías sobre mi sufrimiento.

Empezó a repetirlo, y al ver que sus palabras no obtenían ningún eco, dijo:

—No importa.

—¿Por qué no importa?

—Porque a ti no puede importarte menos. Maldita sea, Roy, te has hecho tan «limitado»… No sabes hablar más que del internado.

Sintiéndome empantanado en las palabras, me sorprendí gritando como Ralph Cramden, ese pocero de la tele:

—Maldita sea, no quiero pensar, porque cuando lo hago pienso en las náuseas que me dan las cosas que hago todos los días, y es tan horrible que me entran ganas de matarme. ¿Entiendes?

—¿Es que piensas que hablar de tus sentimientos va a destruirte?

—Sí.

—Eso es una fantasía.

—¿Una qué?

—Una fantasía. ¿Por qué no buscas ayuda?

—¿Ayuda?

—Una terapia.

Nos peleamos. Ella probablemente sabía que nos estábamos peleando por la larga agonía del doctor Sanders y por lo ilusorias que eran las cartas de mi padre y por mi enorme carencia de modelos de rol y por la incipiente idea de que los gomers no eran nuestros pacientes sino nuestros adversarios, y sobre todo estábamos peleándonos por mi sentimiento de culpa por poseer carnalmente a Molly de pie en un oscuro rincón de una sala de hospital, a aquella Molly que, como yo, no se quería parar a pensar ni a sentir, porque si se ponía a rumiar lo que sentía sobre las lavativas y las bacinillas de los vómitos perdía la fe hasta en su ciempiés y hasta le entraban ganas de matarse. Nuestra pelea no era la violenta, aulladora y estentórea pelea que mantiene vivos los vestigios del amor, sino esa cansada, distante, silenciosa pelea en la que los contendientes temen golpear por temor a asestar un golpe mortal. Así es como están las cosas, me dije sombríamente: cuatro meses en el internado y me había convertido en un animal, en un alce con verdín en el cerebro que no hablaba ni podía ni quería hablar, que no pensaba ni podía ni quería pensar. Nos ha llegado: le ha llegado —como un exhausto y canceroso animal—a mi amor de siempre, a mi compañera Berry; y me ha llegado a mí… Sí, nos ha llegado a los dos: la RHP, la Relación Hecha Polvo.