Tras padecer el hostigamiento de Jo durante cinco tórridas semanas, Chuck y yo aprendimos mucho. Una de nuestras principales destrezas consistía en lograr soberbios ACICALADOS de los cuadros clínicos que jamás dejaban de satisfacer a Jo, que así lograba satisfacer al Pez, que a su vez lograba satisfacer al doctor Leggo, que a su vez lograba satisfacer a quienquiera que tuviese que satisfacer. Además, Chuck y yo habíamos aprendido a ocultarle a Jo lo que en realidad hacíamos con los gomers, pues lo que en realidad hacíamos con los gomers era «no hacer nada», y lo hacíamos con mucha más intensidad que cualquier otro interno de la Casa. Jo, al leer en sus cuadros clínicos los prodigiosos esfuerzos que realizábamos con los gomers, y ver lo bien que se encontraban, se volvía una y otra vez a Chuck y a mí llena de orgullo, y decía: «Buen trabajo. Sí, señor, un trabajo de primera. Ya os dije que el Gordo no es más que un chiflado con los pacientes, ¿no os lo dije?»
Pero Chuck y yo, sin damos cuenta, nos estábamos poniendo la soga al cuello. Porque los cuadros clínicos estaban tan magníficamente ACICALADOS que cuando Jo, en sus visitas con el Pez, se los iba mostrando, y cuando el Pez, en sus visitas con el doctor Leggo, hacía lo propio, todos se iban quedando con la boca abierta. ¡He ahí la verdadera prestación de asistencia médica! ¡Aquellas notas al pie! ¡Aquellas curas! Así que el doctor Leggo, al cabo, decidió que Chuck y yo debíamos recibir una recompensa.
—¿Cómo podríamos recompensarles? —le preguntó el Pez al doctor Leggo.
—Les premiaremos con la mayor de las recompensas que un interno pueda desear —dijo el doctor Leggo—. Cuando yo era interno, solíamos disputarnos los casos más difíciles para mostrarle a nuestro Jefe de lo que éramos capaces. Ésa será su recompensa: permitirles que nos muestren de lo que son capaces. Les daremos los casos más difíciles. Ya puede usted decírselo.
—Vamos a asignarles el trabajo más duro —le dijo el Pez a Jo.
—Os van a dar el trabajo más duro —nos comunicó Jo.
—¿El trabajo más duro? —pregunté yo—. ¿Cuál es?
—Los ingresos más peliagudos de la Casa.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Ya ves, tío… Y ¿qué es lo que hemos hecho mal?
—Ahí está la cosa —dijo Jo—. Nada. Es la forma que tiene el doctor Leggo de decir gracias: plantearos el reto más difícil. Creo que es estupendo. Vais a ver los casos que vamos a tener de ahora en adelante.
Pronto tuvimos ocasión de ver los casos que íbamos a tener a partir de entonces. Los peores. Eran los desastres de la Casa de Dios, la mayoría de ellos casos de jóvenes varones y mujeres con horribles enfermedades sin curación posible, ya a un paso de la muerte, enfermedades con espantosos nombres como leucemia, melanoma, hepatoma, linfoma, carcinoma y demás horrendomas para los que no había cura en este mundo ni en ningún otro. Así que Chuck y yo nos «colgamos» por el cuello a nosotros mismos, y creamos, en la 6 Sur, la sala más «dura» de la Casa de Dios. Sin siquiera darnos cuenta, sin pretenderlo en absoluto —de hecho, habiendo optado por lo contrario siempre que habíamos podido—, tuvimos que aprender a lidiar con las peores enfermedades que aquella institución era capaz de ofrecer. Sudamos y maldijimos y odiamos nuestra suerte, pero nos apoyamos el uno en el otro —él me utilizaba a mí para los hechos y los números, y yo a él para las cosas prácticas—y nos jugamos el tipo, y aprendimos. Dada la concentración creciente de jóvenes moribundos, disminuyó el número de tests intestinales para la jaqueca, y también el tráfico de gomers, y el señor Rokitansky fue enviado de vuelta a su residencia de ancianos y Sophie fue conducida de nuevo a su casa en el Continental del doctor Putzel. Ina y Anna, testigos residuales de nuestro anterior y erróneamente agresivo enfoque asistencial, seguían en la sala, y retornaban lentamente a su acunadora demencia. Al doctor Sanders se le diagnosticó la enfermedad de Hodgkin, en estado avanzado e incurable, y había empezado a recibir quimioterapia, y fue enviado a casa para que pudiera preparar aquella última excursión de pesca con su hermano en West Virginia. El Hombre Amarillo seguía en su cama, yacente e inmóvil, y tan ajado como la primera hoja amarillenta del otoño.
Cuando Chuck y yo descubrimos lo mucho que nos gustaba a los dos el baloncesto, empezamos a jugar a cada ocasión que se nos presentaba. Dos de cada tres noches librábamos, así que nos echábamos una mano en el trabajo que aún pudiera quedarnos, huíamos de Jo, transferíamos nuestros pacientes a Potts, metíamos las bolsas negras en las taquillas y sacábamos el balón de reglamento que habíamos comprado a medias y las zapatillas negras bajas que, mientras nos las atábamos, nos traían vívidos recuerdos de los tiempos anteriores a los serios juegos que ahora ocupaban nuestra vida, nos poníamos la ropa verde quirúrgica de faena y corríamos por los pasillos de la Casa y salíamos a la calle con aquel sentimiento de «¡el cole ha terminado!» tan familiar a nuestros oídos durante un cuarto de siglo. En el campo de juegos público, si sólo estábamos los dos, jugábamos el uno contra el otro, y nos dejábamos atrapar por ese instante eléctrico en que uno hace una finta para despistar a su mejor amigo y abrirse paso hasta la cesta. A veces, cuando nos uníamos a quienes estuvieran ya en la cancha, jugábamos en el mismo equipo, y sentíamos esa excitación de jugar juntos en la que hay una justa combinación de hechizo y falta de egoísmo, y nos enfrentábamos a una extraña mezcla de estrábicos BMS judíos y de chiquillería dura del gueto, corriendo y gritando y respirando con dificultad y preocupándonos por un dolor en el pecho que pudiera presagiar un ataque cardiaco, y lanzando agresivos codazos y jugando sucio en el rebote y entablando agrias y sonoras disputas con quinceañeros sobre ciertas decisiones arbitrales, cuando en realidad los codazos se los lanzábamos a Jo y al Pez y al doctor Leggo y a las muertes y las enfermedades y a los buenos momentos perdidos por estar siempre enclaustrados en la Casa de Dios. Luego nos íbamos de copas o al apartamento de Chuck, de un mobiliario chillón muy semejante al de ciertos anuncios de la tele, y nos sentábamos y bebíamos bourbon y cerveza y veíamos algún partido, o quitábamos el volumen del televisor y poníamos discos de soul de Chicago mientras veíamos una película. Empezábamos a comprendernos. Convertidos en chiquillos de diez años por obra de las tensiones de la Casa, nos hicimos amigos íntimos como sólo son capaces de llegar a serlo los niños de diez años, y un día sucedió algo que me haría darme cuenta de algo que siempre había sospechado: la estudiada indiferencia de mi nuevo amigo no era sino un puro y absoluto fingimiento.
Chuck y yo estábamos en la cancha de baloncesto jugando contra unos BMS que se creían increíblemente buenos. Con la misma feroz competitividad con la que habían conseguido el ingreso en la BMS, los tipos empezaron a jugar duro: nos marcaban con violencia y hacían multitud de faltas y saltaban a la más mínima de las nuestras y discutían las decisiones arbitrales como si fueran a sacar un sobresaliente en cirugía si ganaban el partido… El que marcaba a Chuck era el peor de todos, un jovencito cuya arrogancia le venía directamente del cordón umbilical y de la teta maternos (tal faceta de su personalidad era seguramente la que más había apreciado siempre su progenitora), el tipo de jovencito que todo el mundo odia y que juega para que le admiren y no por el juego mismo, incluso cuando no hay espectadores que puedan admirarle. Cada vez que Chuck se hacía con el balón, el jovencito le hacía una falta, y cada vez que el jovencito llevaba el balón decía que Chuck le había hecho falta. A pesar de verse sometido a un continuo vapuleo, Chuck nunca protestaba por las faltas que le hacía su adversario. Al cabo, tras una falta tan flagrante que hasta sus propios compañeros de equipo le dijeron al listillo «limítate a jugar, Ernie, ¿vale?», el tal Ernie le dijo a Chuck: «Eh, tú…, si no me has hecho falta, ¿por qué no te defiendes y lo dices?», y Chuck se limitó a contestarle: «Está bien, está bien, sigamos jugando», y le tendió el balón.
En aquel «está bien, está bien» había algo de ominoso, y a partir de ese momento Chuck empezó a jugar. Estaba fuera de la zona de tiro y corría como un rayo para encestar; entraba en la zona y Ernie se pegaba a él y él lograba llegar hasta el tablero una y otra vez a pesar de las faltas que le hacía su adversario; fingía el tiro desde fuera de la zona para acto seguido pasar junto a Ernie rozándolo, y fingía iniciar la carrera para luego parar en seco y lanzar el balón a la cesta, y mientras lo hacía y se anotaba punto tras punto, Ernie iba poniéndose más y más furioso y le hacía más y más faltas, aunque sin lograr más efecto que el de una mosca en un caballo de carreras. El juego se convirtió en un ballet de fuerza, finura e inteligencia, y en una contienda de uno contra uno dirimida en un silencio intenso y lleno de rabia. Chuck siguió poniendo en ridículo a Ernie hasta que al final alguien dijo que ya había oscurecido y que apenas se podía ver el aro de la cesta. Chuck le pidió a Ernie el balón, que era nuestro, y Ernie lo lanzó a unos matorrales. Se hizo un silencio en la cancha. Me entraron ganas de romperle los dientes a Ernie. Y Chuck dijo:
—Bien, Roy, ahora que hemos ganado el partido creo que será mejor que vaya a buscar el balón.
Y, sonrientes, nos pasamos el brazo por los hombros sudorosos y, orgullosos de haber vencido, nos marchamos. Más tarde, mientras nos tomábamos unas copas, dije:
—Maldita sea, eres un jugador increíble. ¿Jugaste en la universidad?
—Sí. Campeones universitarios en el último año. En el primer equipo.
—Bien, te he descubierto —dije—. Tu indiferencia es fingida. Te importa todo lo que haces.
—Pues claro, tío. Pues claro que me importa.
—Entonces ¿por qué haces como que no te importa?
—En la calle no te queda más remedio que ser así. Si dejas que sepan lo que eres y quién eres y lo que tienes y cómo pueden utilizarte, abusan de ti de mala manera. Como Potts con Jo. Yo puedo estar muriéndome de dolor, tío, pero nadie va a enterarse. Es la única manera de seguir vivo.
—Asombroso. Yo vengo de un sitio donde es justamente lo contrario. Te pasas la vida aireando tu dolor para que la gente te deje en paz. ¿Qué te parece?
—¿Que qué me parece? Me parece muy bien, tío, me parece estupendo.
En los raros días en que Potts venía con nosotros a jugar al baloncesto, a Chuck y a mí nos resultaba bastante embarazoso. Era torpe y tímido, le daba miedo hacer daño a alguien y le daba miedo poder destacar en algo. En las disputas, siempre tenía razón el contrario. Muy pocas veces chillaba. Los arces empezaron a enrojecer, los partidos de fútbol americano «suave» empezaron a proliferar en los campos ya pardos y el rocío del amanecer se hizo más y más helado, y Potts empezó a empeorar por momentos. Al margen de las vidas de Chuck y mía, abandonado durante semanas enteras por su mujer, preocupado por los gañidos cada vez más frecuentes de Otis, su perro cobrador dorado, acosado, por el Hombre Amarillo y por Jo, Potts se volvió un ser asustado que se negaba a correr riesgos. Dado que la única forma de aprender Medicina era arriesgarse en los momentos difíciles en que uno está a solas con su paciente, Potts tenía problemas con el aprendizaje. Avergonzado y asustado como estaba, un buen día, siguiendo la rotación programada por ordenador que se nos había entregado el primer día, dejó nuestra sala y pasó a ocupar el siguiente puesto que le habían asignado.
Le reemplazó el Enano. El día de su llegada, Chuck y yo estábamos sentados en el cuarto de enfermeras, con los pies en alto, bebiendo ginger ale en grandes cubos de hielo de la Casa, y sabiendo lo nervioso que estaría el Enano, habíamos llenado una jeringuilla con Valium y la habíamos pegado con cinta adhesiva debajo de su nombre en la pizarra, con la prescripción siguiente: «Para serle inyectado en la nalga derecha a su llegada». La pizarra era el medio habitual por el que los Médicos Privados se comunicaban con los internos acerca de los pacientes. Debajo de mi nombre habían pegado una leyenda que decía:
IMV
Unas iniciales crípticas que habían empezado a aparecer por toda la Casa. Eran siempre las mismas, y siempre referidas a mi persona. Nadie sabía quién las escribía debajo de mi nombre. Últimamente había llegado a saberse que quería decir «Interno de Más Valía». El rumor sostenía que había una competición entre internos, auspiciada por el Pez y el doctor Leggo, para alzarse con tal título. Como las iniciales iban asociadas siempre y únicamente a mi persona, la gente empezó a dirigirse a mí como el IMV y a menudo me saludaban diciendo: «Aquí viene el IMV». Le pregunté al Pez si yo era realmente el mejor situado para el galardón, y él me dijo que no había oído hablar de tal galardón. Le dije que había oído que el doctor Leggo decía que, en efecto, existía ese galardón y que formaba «parte de la específica tradición de la Casa». Luego se lo pregunté al doctor Leggo, que me respondió que no había oído hablar de ese galardón, y yo le dije que había oído que el Pez decía que sí existía y que era «parte de la específica tradición de la Casa». Empecé a quejarme ante el Pez diciendo que no me gustaba en absoluto ver mi nombre asociado a tales iniciales por toda la Casa, y el Pez me dijo que haría que el Servicio de Seguridad de la Casa se ocupara del caso, y, en efecto, llevaba ya algún tiempo entreviendo a un gorila ataviado a lo West Point espiando con sigilo desde una esquina, con la esperanza de atrapar a quienquiera que estuviera escribiendo tales iniciales debajo de mi nombre.
Pero quienes más irritación sentían ante el asunto de las misteriosas iniciales eran los Médicos Privados, y de los Médicos Privados quien más se irritaba al respecto era Pequeño Otto Kreinberg, el médico cuyo nombre seguía sin sonar en Estocolmo. Dado que Otto no se dignaba hablar con los internos, y dado que la pizarra era el único medio de comunicación con ellos, y dado que las iniciales no le dejaban espacio en la pizarra para poder poner en práctica tal comunicación, Pequeño Otto se ponía hecho una fiera. Chuck y yo estábamos allí sentados y vimos cómo Pequeño Otto entraba en el cuarto, maldecía, borraba las iniciales IMV, me escribía una nota y se marchaba. Casi inmediatamente después de que se hubiera ido, y en cuanto el gorila encargado de impedirlo descuidó unos segundos la vigilancia, volvió a aparecer en la pizarra, debajo de mi nombre:
IMV
Las iniciales seguían proliferando, y gnomos como Pequeño Otto y otros se pasaban cada vez más tiempo manejando el borrador. Y cuando el borrador desaparecía, Pequeño Otto se ponía histérico. Y a medida que Pequeño Otto se ponía más y más histérico yo me ponía más y más iracundo con el Pez y con el doctor Leggo, y me quejaba de la utilización abusiva de mi nombre. Haciéndose eco de mis protestas, emplearon más y más gorilas para vigilar más y más esquinas, y así, con toda esta atención prestada al galardón de marras, los otros internos empezaron a protestar ante el Pez y el doctor Leggo diciendo que Basch, que se pasaba el tiempo sentado en zapatillas de deporte negras, con los pies sobre la mesa y bebiendo ginger ale, no podía en absoluto ser el interno mejor situado para el título de IMV, galardón que jamás había existido salvo en las pizarras de la Casa.
—¿Hombre?
—Eh, vaya, Hazel… —dijo Chuck—. Entra, entra, chiquilla…
Hazel, empleada de Servicios Auxiliares, seguía de pie en la puerta. Yo la había visto manejando la fregona y vaciando cubos de basura, pero nunca la había visto así: con mallas blancas y prietas y uniforme verde muy ceñido al torso, de forma que los botones tiraban de la tela hacia los lados y hacían que ésta se abriera y dejara al descubierto tentadores retazos de unos pechos negros alojados en un sujetador blanco. Su cara era maravillosa: lápiz de labios rojo rubí sobre unos labios negros; pelo afro castaño claro, rímel, sombra de ojos, pestañas postizas y todo un despliegue de pulseras. Su lengua descansaba como un cojín sobre el lecho de la boca. Sus dientes eran piedras de la luna.
—¿Tienes ya el agua caliente y las sábanas limpias, Chuck?
—Sí, Hazel, sí. Fantástico. Gracias, chiquilla.
—¿Qué tal el coche? ¿No necesita algunos arreglos?
—Oh, sí, Hazel… No me funciona bien. Necesita un buen repaso. Sí, tengo que arreglar el coche sin falta, y pronto. Sí, tengo que arreglarle la parte frontal. Sí, eso es, la parte frontal.
—¿La parte frontal? ¡Ja! ¡Chico malo! ¿Cuándo piensas meter el coche en el taller?
—Bueno, vamos a ver… Mañana, chiquilla, ¿qué te parece mañana?
—Muy bien —dijo Hazel entre risitas—. Mañana. ¿La parte frontal? Chico malo… Adiós.
Me quede estupefacto. Sabía que Chuck se había interesado por Hazel, pero no tenía ni la menor idea de que las cosas hubieran progresado tanto. Incluso mucho después de que aquella explosiva cubana hubiera desaparecido del umbral, su «dispositivo poscombustión» —la persistencia de su imagen—seguía colmando el aire, caliente y roja, a nuestro alrededor.
—Pero Hazel no es un nombre español… —dije.
—Bueno, tío, ya sabes cómo son estas cosas. Es que no se llama así.
—¿Cómo se llama?
—Jesulita. Y tampoco vayas a creerte que hablamos de mecánica del automóvil…
Jesulita… Ésa era la otra cosa que había empezado a suceder: la «sexualización» de aquel internado. Sin darnos cuenta, de forma perniciosa, paralelamente a nuestra cada vez mayor competencia profesional y nuestro creciente resentimiento por la forma en que éramos instruidos por Jo y los Lamedores, habíamos empezado de forma casi inconsciente a «ponernos cachondos» —en palabras de Chuck—con toda fémina de la Casa de Dios de la que emanara el mínimo erotismo necesario.
Pensé en Molly, una bella mujer desengañada del amor romántico que había logrado un sobresaliente en la «inclinación directa» en su escuela católica de enfermeras, y en cómo había empezado a «enredarme» con ella. Todo comenzó inocentemente cuando un día la encontré deshecha en lágrimas en el cuarto de enfermeras, y le pregunté por qué lloraba, y me dijo que le daba miedo morirse porque se había descubierto un lunar en el muslo —en la parte alta del muslo—que se le estaba haciendo más y más grande, y yo le dije: «Deja que le eche una ojeada», y nos metimos en la habitación de las guardias como dos chiquillos pícaros y ella se sentó en la litera de abajo y se bajó los pantis y me dejó echar una mirada, y, Dios, era un muslo maravilloso, y, claro está, también pude ver las maravillosas bragas de flores que ceñían aquel protuberante y rubio Monte de Venus, pero, no había duda, se trataba de un lunar negro maligno y la chica iba a morirse. Yo no sabía nada de lunares, así que me hice el importante y utilicé mi título de «Dr. Basch» para hacer que la vieran en el consultorio dermatológico aquella misma mañana, y el residente de Dermatología se puso perdido de su propia baba al serle dado contemplar aquel Monte de Venus y aquellas bragas en lugar de las habituales psoriasis y excoriaciones de los gomers, y le hizo una pequeña biopsia y en el curso de las veinticuatro horas siguientes le dijo que no era más que un lunar puro y simple, completamente benigno, y que no iba a morirse. Al ver que se había salvado de la muerte gracias a mi intervención, sintió un gran agradecimiento y me invitó a cenar. La cena fue un guiso horrible, y traté de llevármela a la cama aquella misma noche, pero lo único que conseguí fue meterme con ella en la cama y ponerle las manos en los pequeños pechos —casi de niña aunque con largos pezones—, y oírle decir NO, NO, NO, sin ese delicioso SÍ final, y oírle también la profesión de fe religiosa siguiente: SI TE DIERA ESO, TE LO HABRÍA DADO TODO, y hasta ahí es hasta donde había llegado el maldito asunto de momento, y allí seguía encaramado eróticamente en medio de los gomers, sobre esa inveterada y mortificante cornisa llamada «aventura», con la nueva amante enfrentada a la amante estable, la única capaz de entender el impulso que me llevaba a desear una nueva amante, y a la que no se lo podía contar antes de que lo descubriera por sí misma porque de hacerla todo se iría al traste. Dentro de la Casa de Dios Berry no parecía existir, e incluso fuera tampoco, porque, cuando estaba con Molly, Berry parecía volver a la nada. Así pues, para Chuck y para mí había quedado claro que una de las formas de supervivencia era sobrevivir sexualmente. Ello le resultaba enormemente desconcertante y amenazador a la mema sexual de Jo, nuestra residente, pues la única vez que había sacado una nota bastante inferior a sobresaliente en la BMS había sido en el tema «Aspectos médicos de la sexualidad humana». Su sistema límbico estaba en Babia. El as en la manga que siempre podríamos utilizar con ella era el sexo.
Cuando el Enano apareció en nuestra sala, estaba tan nervioso… después de pasarse ocho semanas con un residente inflexible al que llamaban Perro Loco, y con Hooper el Hiperactivo y con Eddie Trágate-Mi-Polvo; después de oír lo del trabajo («el más duro») que le esperaba en nuestra sala; después de vivir con el miedo a una muerte cierta por haberse pinchado con una aguja que había estado en la ingle del Hombre Amarillo; y después de soportar que June, su poetisa intelectual, estuviera hecha una furia con él porque apenas se veían, estaba tan nervioso que parecía flotar en el aire, vivir a unos diez centímetros del suelo. Tenía el pelo a hilachas y su bigote parecía poseer vida propia, y se lo estiraba primero de un extremo y luego del otro. Chuck y yo intentamos calmarle mediante la palabra, pero no hubo manera, así que llamamos a Molly para que nos trajera la jeringuilla de Valium.
—Muy bien, tío —dijo Chuck—, bájate los pantalones.
—¿Aquí? ¿Estás loco?
—Adelante —dije—. Lo tenemos todo preparado.
El Enano se bajó los pantalones, se inclinó y se apoyó sobre la mesa del cuarto de enfermeras. Entró Molly con una amiga, una enfermera de la Unidad de Cuidados Intensivos llamada Angel. Angel era pelirroja, pechugona, irlandesa, con anchos y musculosos muslos y tez cremosa. Se rumoreaba que trabajar en Cuidados Intensivos —el Corredor de la Muerte de la Casa—había intensificado su apetito sexual, y que llevaba años prodigando intensivos cuidados no sólo a los enfermos sino también a los internos varones de la Casa. Tal pericia, acaso apócrifa —pensamos—, tendría en todo caso que ser experimentada por los miembros de nuestro grupo.
—Molly —dije—, quiero presentarte a este nuevo interno. Se llama Runt el Enano.
—Mucho gusto —dijo Molly—. Ésta es Angel.
Alargando el cuello hacia un lado, el Enano se ruborizó. Sus bulbococcígeos se tensaron, haciendo que sus testes brincaran dentro de su escroto como peces sobresaltados en un estanque electrificado, y dijo:
—Encantado de conoceros. Yo…, bueno, jamás he sido presentado a nadie en esta postura. La idea es de éstos, no mía.
—Oh, no… —dijo Angel, haciendo un gesto hacia lo alto con las manos—, no es nada nuevo para una… —Hizo otro gesto, esta vez hacia sí misma enfermera.
Daba la sensación de que le estaba costando poner una palabra detrás de otra sin ayudarse de algún gesto, pero probablemente tendría algo que ver con cierto nerviosismo al conocer al Enano así, por la retaguardia. Parecía también como si le estuviera costando resistirse al impulso de llegarse hasta el Enano y pasar sus cremosas manos por aquel trasero lascivo y grumoso, por cada una de las nalgas, por los testículos, e incluso, por qué no, por la zona mínima y almenada del ano. Decidimos que fuera Angel quien le pusiera la dosis de Valium, cosa que ella hizo con profesional pericia, para acabar poniendo broche a la operación plantándole un beso en donde acababa de pincharle. Cuando las enfermeras se fueron le preguntamos al Enano cómo se sentía, y él nos dijo que muy bien, y que se había enamorado de Angel, pero que seguía muerto de miedo ante la perspectiva de tener que ocuparse de las tareas más duras de la sala.
—No tienes por qué preocuparte, tío —dijo Chuck—. Aunque heredas los desastres de Potts, heredas también a Towl.
—¿Quién es Towl?
—¿Que quién es Towl? ¡Towl, ven aquí inmediatamente! —gritó Chuck—. Towl es el mejor BMS que hayas podido ver en toda tu vida.
Y, en efecto, lo era. Entró en el cuarto: de no mucho más de un metro veinte, gruesas gafas negras y gruesa piel negra, con un gruñido, voz como de sargento primero y un vocabulario tan breve y duro como él mismo. Las palabras que conocía las pronunciaba arrastrándolas, y estaba dotado para la acción, no para el habla. Era una auténtica locomotora de Georgia.
—Towl —dijo Chuck—, éste es el Enano. Va a ser tu nuevo interno. Empieza mañana.
—Rrnmm…, rmmm…, hola Enano-gruñó Towl.
—Chico —dijo Chuck—, tienes que coger las riendas del trabajo del Enano, lo mismo que hiciste con Potts. ¿De acuerdo? Venga, explícale las cosas de la sala.
—Rmmm…, rmmm…, veintidós pacientes: once gomers, cinco locos, y seis pavos que para empezar no tendrían que estar aquí. De todos, nueve en la montaña rusa.
—¿En la montaña rusa?
—Exacto —dijo Towl, haciendo como si su mano fuera un coche en una montaña rusa: fue subiendo y bajando en el aire hasta que, en uno de los ascensos, acabó saliendo despedida al espacio abierto.
—Se refiere a LARGARLOS fuera de la Casa —dije.
—¿Y qué hago con los locos? —preguntó el Enano—. ¿Tengo que empezar a verlos ahora mismo?
—No —dijo Towl—. No tienes que verlos ahora mismo. Ya me ocuparé yo de ellos. No dejo que ningún interno nuevo les toque un pelo hasta que estoy seguro de que sabe lo que se trae entre manos.
—Pero tú no puedes hacer recetas —dijo el Enano.
—Ya, pero puedo escribirlas. Lo que no puedo es firmarlas. Vete a casa, Enano, y vuelve mañana. Bueno, tengo que acabar con el dichoso trabajo que me falta para poder irme también pronto. Hasta la vista, Enano. Te veré mañana.
Pese a nuestros preparativos, Jo y la Sala 6 Sur dieron comienzo a su labor destructiva con el Enano. Jo, de guardia con él, tomó las cosas justo donde las había dejado Perro Loco, y se apresuró a hacer que el Enano sintiera que nunca hacía lo bastante y que no debía hacer nunca nada sin antes consultárselo. Temeroso de correr cualquier riesgo, el Enano no aprendía. El agresivo enfoque de Jo con los gomers pronto dio lugar a que el Enano prestara la peor y más lamentable de las atenciones médicas en su sala. Actuaba con absoluta desorganización, y, lo que era aún peor, si no apreciaba mejora alguna en un paciente, se echaba la culpa del fracaso. Si Lazarus tenía una hemorragia, era culpa suya; si una mujer enormemente frágil y de intestinos contumaces no había evacuado, era culpa suya. El Enano empezó a dedicar más y más tiempo a hablar con sus pacientes, y llegó a sentirse tan unido a un anciano paciente suyo que, cada vez que aparecía por la sala, el viejo le agarraba la mano y se echaba llorar, se la besaba y decía que el Enano era el único amigo que tenía, y cuando el Enano intentaba marcharse el viejo volvía a besarle la mano, volvía echarse a llorar, y le ofrecía una y otra vez el mismo obsequio: una corbata de lazo usada. A pesar de nuestros esfuerzos —de Chuck, Towl y míos—, al Enano lo devoraba la culpa. Lo habíamos visto en Potts y no queríamos verlo en él. Chuck y yo pensamos que si el Enano tenía una aventura con Angel, tal vez ganaría algo de confianza en sí mismo. Su poetisa, harta de verlo siempre demasiado preocupado por la Medicina para detenerse a leer sus poemas, lo había mandado a dormir al sofá de la sala. El Enano se sentía, pues, demasiado inseguro como para pedirle una cita a Angel.
—¿Por qué no le pides que salga contigo? —le pregunté—. ¿Es que no te gusta?
—¿Que no me gusta? Estoy loco por ella. Sueño con ella. Es una belleza. Es el tipo de mujer con la que mi madre no me hubiera dejado salir jamás. El tipo de chica con la que no paré de ver follar a Norman a lo largo de cuatro años en la BMS. Una chica Play boy.
—Entonces ¿por qué no le pides que salga contigo?
—Tengo miedo de no gustarle, de que me diga que no.
—¿Y qué? ¿Tienes algo que perder?
—La posibilidad… Si me dice que no, la posibilidad de poderme haber dicho que sí. Pase lo que pase, no quiero perder esa posibilidad.
—Mira, tío —dijo Chuck—, si no meneas la polla un poco más deprisa, nunca aprenderás nada de Medicina.
—¿Qué diablos tiene que ver la Medicina con esto?
—Quién sabe, tío. Quién sabe…
Así que, en lugar de pedirle que saliera con él, el Enano siguió lidiando con sus sentimientos de culpa en el trabajo, acostándose y dando vueltas y más vueltas en el sofá de la sala de su poetisa, asistiendo a todos los entierros de sus pacientes jóvenes muertos, dejando que Jo le fuera cercenando poco a poco —diaria y metafóricamente—el pene al echarle en cara continuamente sus fallos…, y, por si fuera poco, y siguiendo la sugerencia de su poetisa, que a la sazón se hallaba inmersa en las fases anales y sádicas de su terapia psicoanalítica, el Enano volvió a la senda curativa de lo que desde el principio le había deformado la «hombría» en el seno de su hiperpsicoanalizada familia, al acudir de nuevo al psicoanalista que en su época de la BMS le había tratado el tormento que le infligía constantemente Norman, su promiscuo compañero de cuarto, poseedor de un órgano eléctrico en el que sólo sabía tocar una canción: «Si conocieras a Suzie como yo conozco a Suzie…», única balada de su repertorio pues todas sus chicas se llamaban Suzie y a todas, oh, les encantaba que al llamar a la puerta de Norman éste brincara hasta su órgano y se pusiera a gritar: «¡Adelante, Suzie!», con lo que las sucesivas Suzies de turno alardeaban luego de que «les había tocado su canción».
Una noche terriblemente caliente y húmeda en que estaba yo de guardia el Enano se había quedado trabajando hasta tarde y se negaba a dejar sola a una de sus pacientes que se encontraba en grave estado. Le insté a que se fuera a casa, y le insté a que llamara a Angel para pedirle una cita, pero no se avenía a hacer ninguna de las dos cosas. Towl se había ido a su casa, así que el Enano se hallaba absolutamente perdido sobre lo que debía hacer con sus pacientes, en especial con Risenshein, una LOL sin NAD cuya médula ósea había sido prácticamente aniquilada por nuestras drogas citotóxicas y no había sido capaz de volver a generar células sanguíneas, lo cual la condenaba a un fatal desenlace. El Enano me preguntaba insistentemente qué hacer. Yo estaba ocupado con mis ingresos y con el seguimiento puntual de la nada gratificante sala de los «casos duros», así que perdí la paciencia y estallé:
—¡Fuera de aquí, maldita sea! Ya me ocupo yo de todo. ¡Vete a casa!
—No quiero irme a casa. En casa está June. Si me voy a casa, seguro que nos ponemos a discutir sobre su sadismo anal.
—Adiós —dije, marchándome.
—¿Adónde vas?
—Al váter —dije—. Tengo la gripe.
Me recluí en el santuario del retrete, arropado por el último grafitto: ¿ESTABA SAN FRANCISCO SENTADO?
—¿Qué tengo que hacer? —gemía el Enano fuera, ante la puerta del retrete.
—Llama a Angel.
—Me da miedo. ¿Por qué tengo que llamada? —Al ver que yo no le contestaba, se debatió en el silencio unos instantes, y al cabo dijo—: Está bien. ¡Maldita sea, se me había olvidado…! Llego tarde a la terapia. La llamaré cuando vuelva.
—Nada de eso. Llámala ahora mismo, y no vuelvas. El que está de guardia soy yo, ¿estamos?
Así que finalmente la llamó y le preguntó si quería salir con él, y salió de estampida a hablar con su psicoanalista, al que pagaba cincuenta dólares la hora para que le desalmidonara el pene. Me senté en el cuarto de enfermeras, agotado por una fastidiosa gripe que me obligaba a ir a cagar cada dos por tres, y abrumado por el desánimo ante el trabajo que me esperaba. El sol se estaba poniendo sobre las hojas otoñales, y aunque era un atardecer del veranillo de San Martín particularmente caluroso, sabía que pronto los días se volverían frescos y claros y brillantes —un tiempo propio para el fútbol—, y vendría esa época en que uno se acurruca con una mujer con suéter bajo una manta y se emborracha para combatir el frío y la besa en los labios y se estremece…
—La señora Biles ya está de vuelta de su cateterismo cardiaco —dijo mi BMS, Bruce Levy el Perdido—. Los que le han puesto el catéter dicen en el cuadro clínico que «la señora Biles ha sangrado en exceso por el punto de la ingle donde se le introdujo la aguja». Voy a ocuparme de ello, doctor Basch. Puede que padezca un trastorno hemorrágico.
La señora Biles no padecía ningún trastorno hemorrágico. Los tipos de los catéteres siempre escribían que los pacientes «habían sangrado en exceso» para ACICALAR los cuadros clínicos en previsión de un eventual litigio. De hecho la señora Biles, paciente de Pequeño Otto, ni siquiera padecía dolencia cardiaca alguna, sino —como sabía todo el mundo, incluido Pequeño Otto—una bursitis. Lo que Pequeño Otto buscaba era meterse más «pasta» en el bolsillo. Y Bruce Levy, mi BMS, jugaba al juego de «inventarse alguna oscura dolencia para sacar sobresaliente en Medicina». ¿Quién era yo para impedírselo?
—Suena interesante, Bruce. ¿Como vas a enfocarlo?
Bruce recitó de un tirón varios análisis de sangre que estaba a punto de ordenar.
—Un momento —dijo Jo, que camino de la salida se había parado y había venido hasta nosotros para cerciorarse de que todo estaba en orden antes de regresar a donde no era sino otra mujer soltera y solitaria y no una almirante de los gomers—. Esos análisis cuestan una fortuna. ¿Qué pruebas tienes de que padezca un trastorno hemorrágico? Por ejemplo, ¿le has preguntado si suele padecer hemorragias nasales?
—¡Oh, magnífica idea! —dijo Bruce, y corrió como un rayo por el pasillo para ir a preguntárselo.
Una vez de vuelta, dijo:
—Sí, tiene hemorragias nasales. ¡Es fantástico!
—Un momento —dije yo—. Todo el mundo contesta que sí cuando se le pregunta eso.
—Ya, entiendo… —dijo Bruce con aire alicaído.
—¿Le has preguntado si sangra después de las extracciones dentales? —le preguntó Jo.
—¡Oye, qué maravillosa idea! —dijo Bruce, y volvió a salir corriendo.
Al volver dijo:
—Sí, sangra muchísimo cuando le sacan una muela.
—Brucie, todo el mundo sangra muchísimo cuando le sacan una muela —dije yo.
—Maldita sea, doctor Basch, tiene usted razón —dijo el BMS, y su expresión era triste, pues para llegar a ser interno en el sistema de las BMS era preciso sacar sobresaliente, y para sacar sobresaliente era preciso que encontrara una enfermedad que curar, y elaborar luego una disertación al respecto, y se estaba dando cuenta de que la nota se le escapaba de las manos e iba menguando hasta quedar en un aprobado justo, y que el internado se alejaba más y más hacia el oeste del río Hudson.
—Oye, Bruce —dije como en tono indiferente—, y ¿qué me dices de los cardenales?
—¿Cardenales? Oye, qué gran idea…
—¡ESPERA! Ahórrate el viaje. Va a decir que sí, que le salen muchísimos cardenales, ¿no es cierto?
—Sí, es cierto, doctor Basch. ¿Alguien diría que no?
—Nadie —dije—. Así que ¿cómo podrías saber si te está diciendo la verdad?
—No tengo ni idea —dijo Bruce, pasándose el puño por la frente.
—Qué pena… —dije—. Los trastornos hemorrágicos son fascinantes.
A Bruce, de pronto, se le iluminó el semblante, y gritó:
—¡Ya lo tengo!
Y se alejó corriendo por el pasillo. Segundos después nos llegó el eco de un grito: «¡AYYYYY!» y acto seguido Bruce se presentó ante nosotros sonriendo de oreja a oreja.
—Ya está, ya lo he hecho.
Y alargó la mano para coger los datos hematológicos.
—¿Ya lo has hecho? ¿Hacer qué? —preguntó Jo, con ojos como platos.
—Le he hecho un cardenal.
—¿QUÉ? ¿QUÉ LE HAS HECHO QUÉ?
—Lo que usted me acaba de sugerir, Jo. Le he hecho un buen moretón a la señora Biles. Le he dado un golpe en el brazo. Tenía usted razón, no debería haber intentado esa analítica tan cara hasta haberle hecho un moretón con mis propias manos.
Justo antes de que el Enano volviera del psicoanalista, un paciente suyo de cuarenta y dos años tuvo una parada cardiaca, y mientras el Enano se acercaba por el pasillo fue adelantado por la camilla de su paciente intubado, que era rápidamente conducido hacia la Unidad de Cuidados Intensivos por Eddie Trágate-Mi-Polvo, el interno en rotación en la sala. Al Enano se le dibujó una expresión horrorizada en el semblante, y dijo:
—Estoy seguro de que es algo que he hecho mal.
—No seas tonto —dije—. Es un ACICALAMIENTO en toda regla. Vete de aquí ahora mismo. Vas a llegar tarde a tu cita con Muslos de Trueno.
—Me quedo.
—Vete ahora mismo. Piensa en esos pelos púbicos rojos.
—No puedo. Será mejor que vaya a ver a la señora Risenshein. Me siento fatal cuando veo cómo se van muriendo todos esos enfermos jóvenes.
—LEY NÚMERO CUATRO: ES EL PACIENTE EL QUE ESTÁ ENFERMO. Vete ahora mismo de aquí —dije, empujándolo hacia la puerta—. ¡Largo!
—Te llamaré desde el restaurante chino.
—Llámame cuando estés encima de ella o no me llames.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? —gritó, metiendo un pie en la abertura de la puerta, como un vendedor a domicilio—. ¿Por qué estoy haciendo esto?
—Porque todo se tambalea.
—¿A qué te refieres?
—A todo este maldito tinglado. Hasta la vista.
El Enano se marchó y, como de costumbre, estalló el caos en la sala, sobre todo entre sus pacientes. El Enano había aprendido a ser agresivo con los gomers y cauto con los jóvenes moribundos, y como Chuck y yo habíamos empezado a creer en la teoría del Gordo de que la «marcha atrás», o LARGADA, era la esencia de la asistencia médica, y los pacientes del Enano estaban todos al borde del desastre, el primer tramo de cada noche de guardia nos lo pasábamos ACICALANDO a los pacientes del Enano, sigilosamente, ocultándoselo a Jo, al Enano, a los propios cuadros clínicos. Me colaba subrepticiamente en el cuarto que albergaba a la joven asmática condenada a morir sin los esteroides que al Enano le daba miedo administrarle, y ¡PIM, PAM!, le inyectaba una gran dosis que le permitía llegar al día siguiente. Luego me ocupaba de la amable dama leucémica a la que Towl mantenía con vida, y secretamente le transfundía las seis unidades de plaquetas sin las cuales se desangraría por completo antes del alba. Y el horrendoma final era Lazarus, el conserje alcohólico, en perpetuo estado de shock, siempre con infecciones, ya quien el Enano trataba siempre con dosis homeopáticas de medicamentos por miedo a meter la pata. Día tras día, Lazarus trataba denodadamente de morirse, por lo general desangrándose —por la nariz o por los labios o por las tripas o por las bolas—, y noche tras noche Chuck o yo, en una operación clandestina y casi religiosa, lo ACICALÁBAMOS de arriba abajo para que al día siguiente pudiera vivir las emocionantes aventuras que le habría de deparar un interno flojo y trastornado y muerto de miedo ante la posibilidad de hacer algo de forma activa, fuera lo que fuera, cualquier cosa. Aquella noche me acordé de que había olvidado lo que el Enano me había dicho justo antes de marcharse la primera vez, cuando le pregunté si había drenado la infección del vientre ascítico de Lazarus:
—Ahora está bien —había dicho el Enano mirando hacia otra parte.
—Espera un momento —le había dicho yo—. ¿Le has drenado la tripa o no?
—No.
—¡Santo Dios! ¿Por qué no?
—No me han enseñado cómo se hace. Hay que utilizar una enorme aguja y yo… Me daba miedo hacerle daño.
Flojo, eso es lo que era. Maldiciendo, entré en el cuarto de Lazarus, donde el hombre se estaba muriendo una vez más, y como llevaba encontrándome en la misma situación cada dos días; cuando me tocaba estar de guardia, sabía lo que había que hacer, y después de mucho esfuerzo logré que reviviera. Molly se acercó a mí para decirme que me llamaban por teléfono. Éra el Enano.
—¿Cómo está la señora Risenshein? —me preguntó.
—Bien, pero Lazarus se está viniendo abajo —dije, mientras me decía a mí mismo que no iba a echarle un rapapolvos por no haberle drenado el abdomen.
—Tendría que haberle drenado el vientre.
—¿Dónde estáis?
—En Chinatown. Pero ¿cómo está Lazarus?
—¿Qué habéis comido?
—Lo mein, moo goo gai y mucho arroz, pero ¿cómo está Lazarus?
—Mmm…, suena delicioso. Lazarus se ha vuelto a hundir —dije.
—¡Oh, no! ¡Voy enseguida!
—Pero lo he salvado.
—¿Sí? ¡Fantástico!
—Perdona un momento —dije, viendo que Molly me estaba haciendo gestos desde el cuarto de Lazarus—. Creo que otra vez se está dejando morir…
—¡Voy inmediatamente!
—¿Que vais a hacer después de cenar?
—He pensado llevarla a mi apartamento.
—¿Qué? ¿Con June allí? ¿Estás loco?
—¿Por qué no?
—Déjalo. Tengo que irme, pero escucha: hagas lo que hagas, no la lleves a tu apartamento. Vete al suyo. Y recuerda: FINGE GRAN ALTURA Y CAE MUY BAJO. Hasta la vista.
Los diagnósticos de los pacientes que ingresaban en la Casa de Dios solían conocerse como a rachas: tres casos cardiacos, dos renales, cuatro pulmonares. Aquella noche calurosa y deprimente la enfermedad casaba bien con la opresión que se palpaba en el ambiente: era una noche de cáncer en la Casa. El primer enfermo era un pequeño sastre llamado Saul. Mientras leía su cuadro clínico en la sala de urgencias, Howard —el interno al que parecían apasionar todos y cada uno de los aspectos del internado, y a quien yo odiaba por eso—, lleno de excitación al sentirse «un médico de verdad», me comunicó que Saul tenía neumonía. Al ver la mancha de sangre supe que Saul padecía una leucemia aguda, y que su neumonía era parte de una sepsis generalizada derivada del hecho de que no le funcionaban los leucocitos. Saul sabía que estaba enfermo, aunque no sabía la gravedad de su estado, y cuando lo llevé en la camilla a la sala de rayos X para la radiografía del pecho le pregunté si podía tenerse en pie por sí mismo.
—¿Tenerme en pie? Podría jugar un partido entero —dijo, y nada más decirlo se desplomó. Lo ayudé a levantarse; era el cuerpo menudo de un hombre lo bastante joven para morir y a quien acababa de decirle que tenía leucemia. Cuando lo dejé solo frente a los rayos X, se le cayeron los calzoncillos.
—Saul —dije—, se le han caído los calzoncillos.
—¿Y? Estoy perdiendo la vida y… ¿se le ocurre decirme que estoy perdiendo los calzoncillos?
Me conmoví. Encarnaba plenamente el espíritu de nuestros mayores. Con la lacónica resignación de un judío de la diáspora, contemplaba cómo aquel último nazi —la leucemia—le expulsaba de su único y genuino hogar: la vida. La leucemia era la perfecta encarnación de mi impotencia, pues el tratamiento consistía en bombardear la médula ósea con un veneno celular —las cito toxinas—que la dejaba reducida, en el microscopio, a una suerte de Hiroshima: negra, vacía, calcinada. Luego habría que esperar a ver si la médula ósea regeneraba células sanas o las mismas células cancerosas. Dado que existía un período de tiempo en el que no había células sanguíneas —ni blancas para combatir la infección, ni rojas para transportar el oxígeno, ni plaquetas para detener las hemorragias—, nuestra prestación de asistencia médica consistía en luchar contra la infección y transfundirle células rojas para el transporte de oxígeno y plaquetas para el control de cualquier posible hemorragia, mientras seguíamos causándole constantes hemorragias y anemias al seguir extrayéndole sangre para los incontables análisis. Un espanto. Había pasado por todo ello con el doctor Sanders, y lo odiaba. Al comienzo de este horrible tratamiento se inyectaba un raticida modificado —al que llamaban la Muerte Roja por su color y por la forma en que erosionaba la piel si entraba en contacto con ella—directamente en las venas. Diciéndome para mis adentros «adiós, médula», y disgustado de veras, le inyecté a Saul aquel raticida.
El segundo ingreso de la Sala de Urgencias fue Jimmy, también enfermo de cáncer. Lo bastante joven para morir, por supuesto. Howard, regordete y sonriente, con su abultada pipa en la boca como un médico de la tele, me informó del caso, una neumonía, y me dijo que pensaba que podía tener leucemia. Una ojeada a la radiografía del pecho de Jimmy mostraba que Howard había pasado por alto un cáncer de pulmón que mataría a Jimmy sin tardanza. Mientras me ocupaba de él en la Sala de Urgencias, intentando ahuyentar al moscón de Howard, oí cómo Hooper batallaba con una gomer al otro lado de la cortina contigua. La gomer no paraba de intentar patearle las pelotas. Le pregunté a Hooper qué talle iba.
—Fatal. MHP, Roy, MHP.
—¿MHP?
—Matrimonio Hecho Polvo. Estamos haciendo todo lo que podemos para evitarlo… Nos hemos apuntado a una especie de sauna en la que te azotan con hojas calientes de eucalipto y te dan una psicoterapia de grupo acuático-nudista… Pero no creo que funcione. Mi mujercita está hecha una fiera porque dice que me paso aquí metido todo el tiempo, y que me dedico a la muerte…
—¿Que te dedicas a la muerte?
—¿Y quién no, en realidad? Es nuestro destino, ¿no?
—No puedo negarlo, pero creo que a mí no me divierte tanto como a ti. Siento lo de tu matrimonio —dije, preguntándome si mi R (por relación) terminaría también HP durante mi internado.
—No importa —dijo el interno Hiperactivo—. No tenemos niños. En California, llevar casado dos años significa haber llegado a la duración media. Oye, tengo que hacerte una pregunta: ¿crees que es legal hacer que esta mujer firme el permiso para su autopsia al mismo tiempo que el impreso del seguro?
—Seguramente será legal, pero no estoy seguro de que sea ético.
—Estupendo —dijo Hooper—. Otra autopsia en el bote. En Sausalito nadie ha oído hablar de ética. Bueno, Roy, gracias… De todas formas no me apetecía seguir casado con esa zorra. Tendrías que ver el asunto que me estoy trabajando ahí abajo en la morgue.
—¿En la morgue?
—Una israelí residente de Patología. Pura dinamita. Le encanta Tanatos, como a mí. Romeo y Julieta, tío. Hasta la vista.
Me senté en el cuarto de enfermeras de la Sala de Urgencias y me puse a pensar en cómo el Pez y el doctor Leggo habían bendecido nuestra sala con «los casos más duros»: los jóvenes moribundos, gente como Jimmy, como mi amigo el doctor Sanders, ahora en su última excursión de pesca antes del otoño último…
—Eso es lo más duro: enfrentarte a los moribundos, y a la muerte.
Levanté la vista. Era uno de los policías, el gordo, Gilheeny.
—Fortaleza de carácter —dijo Quick, el otro policía—. Algo que no crece en los árboles.
—Ni se compra en las tiendas —dijo el policía gordo y pelirrojo—. Es el aprendizaje del retrete lo que te permite conseguirla, creo. Eso dicen Freud y Cohen.
—¿Dónde ha podido aprender un poli irlandés lo que dice Freud? —pregunté.
—¿Dónde? Pues aquí, pasándome los últimos veinte años en esta Casa: cinco noches a la semana de triálogos y debates con gentes refinadas y supereducadas como usted. Mucho mejor que ir a clases nocturnas. Mucho más completo y útil y además te pagan.
—No sólo eso —dijo Quick—, sino que aquí encontramos todo tipo de puntos de vista. En veinte años uno aprende bastante. Actualmente es un cirujano llamado Gath el que nos trae las noticias de la Zona Sur, y con Cohen disfrutamos de una verdadera mina de oro del pensamiento psicoanalítico.
—¿Quién es Cohen?
—Un sofisticado, divertido y desmadrado residente de Psiquiatría —dijo Quick—. Un libro abierto.
—Le conviene conocerle —dijo Gilheeny. Frunció las rojas cejas, y el resto de la cara se le torció en una sonrisa de dientes separados. Luego añadió—: Ya sé que tenemos pocas esperanzas de oírle a usted, todo un Becario Rhodes, alguien de tan altas cualidades de cuerpo y alma, de una experiencia cosechada en todos los rincones del globo, como Inglaterra, Francia e Isla Esmeralda, lugar que yo sólo he podido visitar dos veces.
—Todo un libro abierto —dijo Quick.
Volví arriba, y acababa de empezar a ocuparme de Jimmy —de ponerle los tubos y las sondas y de iniciar el tratamiento de sus «intratables» dolencias—cuando la señora Risenshein tuvo un paro cardíaco y me sorprendí a mí mismo maldiciendo entre dientes mientras intentaba la resucitación: «Ojalá se muriera y me pudiera ir a dormir». Me causó una gran conmoción darme cuenta de que acababa de desear la muerte a un ser humano sólo para poder irme a dormir. Un animal. Trágate-Mi-Polvo llegó de la Unidad de Cuidados Intensivos para llevarse a la señora Risenshein, y le pregunté qué talle iba.
—Me alegra que me lo preguntes. Me va fantástico. Eh, Bob —dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a su BMS—, baja esta camilla a la Unidad, ¿quieres? Sigue bombeándole oxígeno y manténle las sondas abiertas. Yo voy un minuto a la planta octava para tirarme por la ventana.
Se fue, y Molly —limpia y guapa y apetecible y fuera de servicio—se fue también, y me dejó desolado el verla marchar. Tendría que haberme ido con ella. El Enano volvió a llamar.
—¿Cómo está Lazarus? —preguntó.
—Estable. ¿Dónde estás?
—En el apartamento de Angel. Tengo miedo. ¿Cómo está la señora Risenshein?
—No tienes que tener miedo de nada. La señora Risenshein ha tenido un paro cardiaco y está en la Unidad de Cuidados Intensivos.
—¡Oh, no! ¡Voy inmediatamente!
—Si lo haces te mato. Que se ponga Angel.
—Hola, Roy —dijo una voz saludablemente ebria—. Estoy… borracha.
—Muy bien. Escucha, Angel: me preocupa el Enano. No va a lograr superar su situación actual a menos que consiga cierta seguridad en sí mismo. Es un gran tipo, pero necesita seguridad en sí mismo. Chuck y yo estamos verdaderamente preocupados… Hablo de suicidio…, estamos preocupados hasta ese punto.
—¡Suicidio! ¡Dios santo! ¿Qué puedo hacer yo?
Le expliqué exactamente lo que tenía que hacer para evitar el suicidio del Enano.
—¡Suicidio! Dios… Y ¿me dices que es libre…?
—Aún no, Angie, en este momento sigue siendo un pájaro enjaulado. Ábrele la jaula, Angel, libéralo, déjale volar… —Vuela… Vuela… Adiós…
El teléfono quedó mudo.
Agobiado de calor, sudoroso, con la sal del sudor seco pegada a los párpados como arenilla, padeciendo la gripe en forma de malestar, fotofobia, mialgia, náusea y diarrea, maldiciendo por estar en la Casa mientras Molly estaba fuera y Berry estaba fuera —¿dónde, con quién?—y el Enano estaba siendo seducido para que no se suicidase, traté de terminar mi informe sobre el joven y ya pronto difunto Jimmy. Y apareció Howard, regordete y sonriente, chupando la pipa.
—¿Qué diablos haces aquí arriba?
—Oh, pensé que podía seguir un poco la evolución de Jimmy. Un gran caso. La va a palmar de un momento a otro, ¿no? Ah, y quería preguntarte sobre esa enfermera de Cuidados Intensivos, esa tal Angel. Una chica guapa… He pensado que quizá podría pedirle que saliera conmigo.
Lo miré: seguía fumando su pipa. Lo odiaba porque su felicidad en la vida, incluso en la Casa de Dios, consistía en darle una buena chupada a la pipa. Dije:
—Oh, ¿así que no has oído lo del Enano y Angel?
—No. No querrás decir…
—Exactamente. En este mismo momento. Y escucha, Howard, escucha atentamente: tendrías que ver lo que esa chica hace con la boca.
—Con la…, ¿con la qué?
—Con la boca —dije, sabiendo que para la mañana siguiente Howard habría propalado ya por toda la Casa lo que Angel hacía con la boca—. Verás, coge y pone los labios alrededor del…
—Bueno, no quiero oír más, y me alegro de que me hayas avisado antes de pedirle que salga conmigo. Lo que quiero saber ahora es por qué Jimmy no tiene apenas tensión: se la acabo de tomar hace un momento y sólo tiene cuatro de máxima.
—¿Qué? —dije entrando como un rayo en el cuarto de Jimmy, donde comprobé que, en efecto, tenía cuatro de tensión máxima y se hallaba al borde de la muerte. Me entró el pánico. No sabía por dónde empezar para intentar salvarlo. Miré a Howard, que seguía apoyado como al desgaire contra el quicio de la puerta, encendiéndose la pipa y sonriendo, y le dije:
—Howard, échame una mano.
—Oh, ¿sí? Y ¿qué puedo hacer?
No tenía la menor idea de lo que podía hacer él ni de lo que podía hacer yo, pero entonces pensé en el Gordo, y dije:
—Llama al Gordo inmediatamente.
—¿Sí? ¿Crees que le necesitamos? ¿No puedes arreglártelas solo, Roy? Además, dicen que no llegas a ser médico de verdad hasta que no matas a unos cuantos pacientes.
—Ayúdame, haz algo —dije, tratando de pensar con claridad.
—¿Qué puedo hacer yo?
Llegó el Gordo, jadeando por el esfuerzo de las escaleras, y al ver mi pánico me ordenó tomarme el pulso. Mientras lo hacía, empezó a hacer lo pertinente para que Jimmy no se muriera de inmediato. Acometió la tarea con aquella suave y fantástica pericia suya, y podíamos casi oír los clic, clic de cada operación vital de salvamento. Grasas charlaba mientras manipulaba el cuerpo de Jimmy, nos dirigía comentarios a todos los presentes, incluida la enfermera y una mujer llamada Gracie, del Servicio de Dietética y Alimentación, que a aquella alta hora de la noche estaba con él en… ¿en la cama?
—¿Qué es lo que tiene Jimmy? —preguntó Grasas, metiéndole una gran aguja.
—Cáncer de pulmón —dije.
—Dios —dijo Grasas—. Y es lo bastante joven para morir…
—Si yo fuera tú, lo intentaría con laetrile —dijo Gracie, la mujer de Dietética y Alimentación.
—¿Con qué? —preguntó el Gordo, deteniendo la operación de reanimación de Jimmy.
—Laetrile. Una cura para el cáncer —dijo Gracie.
—¿Una qué? —le espetó Grasas, hirguiéndose y quedándose como petrificado.
—Los mexicanos han descubierto que el extracto de una sustancia del hueso de albaricoque, llamado laetrile, puede curar el cáncer. Un asunto polémico, pero…
—Pero que puede valer una fortuna… —dijo Grasas, con los ojos brillantes—. Oye, Roy, quiero que Gracie me hable más de este asunto.
Hizo ademán de marcharse.
—¡Espera, Grasas! —dije—. ¡No me dejes solo!
—¿Has oído lo que ha dicho Gracie? Una cura para el cáncer. Vamos, Gracie, quiero que me cuentes todo lo que sepas de ese asunto.
—Tonterías —dije—. No hay cura para el cáncer. Es otra engañifa.
—No lo es —dijo indignada Gracie, de Dietética y Alimentación—. Funcionó con el marido de mi prima. Se estaba muriendo y ahora está bien.
—Se estaba muriendo y ahora está bien… —dijo Grasas. Luego, mientras iba hacia la puerta, repitió en voz baja, como en un trance—: Se estaba muriendo y ahora está bien…
—Por favor, Grasas, no te vayas todavía —dije, porque Jimmy volvía a agonizar y a mí volvía a invadirme el pánico.
—¿Por qué no? —preguntó Grasas, sorprendido.
—Tengo miedo.
—¿Todavía? ¿Sigues necesitando ayuda?
—Sí, necesito ayuda.
—Bien, pues la vas a tener. Venga, manos a la obra.
Nos pusimos a trabajar, pero al poco me di cuenta de que Grasas se había escabullido y de que me había quedado solo con Jimmy y Howard y Maxine, la enfermera de noche. Y entonces supe que el que Grasas se hubiera marchado y me hubiera dejado solo significaba que estaba convencido de que podía dejarme a cargo de todo aquello, y aunque lo único que me apetecía de verdad era romperle la cara a Howard, trabajé con Jimmy hasta que vi que no podía respirar por sí mismo y necesitaba ayuda, lo cual implicaba un ACICALAMIENTO a la Unidad de Cuidados Quirúrgicos Intensivos, y mientras miraba cómo el alegre y sádico residente de Cirugía se llevaba en una camilla a Jimmy, que para entonces se hallaba rodeado por tal cantidad de tubos que parecía una albóndiga en medio de un plato de espagueti, sentí un alivio muy grande, y oí que Howard decía:
—Soberbio trabajo en un caso harto difícil.
Dicho lo cual, se fue y me dejó allí solo con la mirada llena de odio.
El sudor se deslizaba por mi frente y caía sobre el cuadro clínico de Jimmy, y la gripe rezumaba en cada músculo y vellosidad intestinal de mi anatomía, y terminé el informe y mandé al Matón con él a Cuidados Quirúrgicos Intensivos. Me quedé allí sentado unos instantes, pensando: «Ésta ha sido la peor noche de mi vida, pero ya ha terminado, y ahora puedo irme a dormir. Ahora ya estoy fuera de su alcance». A través de la ventana abierta me llegó el reconfortante aroma de la lluvia fresca sobre el caliente asfalto. La enfermera entró y dijo:
—El señor Lazarus acaba de defecar, y todo es sangre.
—Vaya, qué divertido, Maxine. Tienes un gran sentido del humor.
—No, lo digo en serio. Tiene la cama llena de sangre solidificada.
Se empeñaban en que siguiera trabajando, pero yo ya no podía hacer más. El mundo volvía a ser mundo justo antes de que pudiera echarme sobre el lecho. Dios, no podía ser verdad.
—Esta noche ya no puedo ni con mi alma —me oí decir—. Así que hasta mañana.
—Oiga, Roy, ¿es que no lo entiende? Acaba de echar litros y litros de sangre. Está tumbado en medio de ella. Usted es el médico; tiene que hacer algo.
Embargado por el odio, tratando de apartar de mi cabeza el pensamiento de que Lazarus quería morirse y yo quería que muriera y sin embargo tenía que hacer lo imposible por impedir que se muriera, entré en su cuarto y me encontré cara a cara con aquella sangre pegajosa y negra y pútrida. Como en piloto automático, me puse manos a la obra. Lo último que recuerdo con claridad fue la introducción de una sonda nasogástrica hasta el estómago de Lazarus, y el vómito sanguinolento que me salpicó por todas partes mientras Lazarus ponía en blanco unos ojos que se enfrentaban a la muerte.
Justo después de lo de Lazarus, justo antes de despuntar el alba, el doctor Sanders volvió a ingresar en la Casa: calvo por la quimioterapia, con infecciones y hemorragias, tras dar por terminada bruscamente su excursión de pesca.
—Me alegro de que vuelva usted a ser mi médico —dijo con voz muy débil.
—Y yo me alegro de serlo —dije, preguntándome si aquel ingreso suyo sería el último, y dándome cuenta de que le había tomado mucho afecto.
—Y recuerde: nada de susurros a mi espalda, Roy. Y en cuanto a la posible adopción de medidas heroicas…, lo discutiremos juntos.
Lo ingresé en el cuarto de Saul, el sastre leucémico, pensando que si Sanders tenía que morir tal vez Saul fuera lo bastante viejo como para sobrevivir. Qué locura. Mientras seguía allí tumbado en mi hora libre de sueño, todo manchado de vómito, me sorprendí preguntándome con más interés dónde estaría Molly que dónde estaría Berry, y preguntándome si ello significaría el comienzo de un RHP (Romance hecho Polvo), y luego pensé con placer en la llamada telefónica que había recibido hacia la una de la madrugada: June, la poetisa del Enano, me preguntó si sabía dónde estaba su novio, y yo me reí entre dientes y elaboré mentalmente una carta que le entregaría al Enano a la mañana siguiente y que diría: «Enhorabuena por su salvaje noche de amor tridimensional. Por la presente, sin embargo, se le acusa a usted de violación. Los vellos púbicos rojos, le advierto, serán esgrimidos ante el tribunal». Pero entonces caí en la cuenta de que, ¡maldita sea!, el Enano estaba comprobando empíricamente lo que Angel hacía con la boca mientras yo aún no había ido más allá de los largos pezones de Molly, aunque finalmente recordé que nadie podía saber aún lo que Angel hacía con la boca por la sencilla razón de que fuera lo que fuere me lo acababa de inventar para martirizar al optimista de Howard, que sabía que ser médico era, después de todo, algo fantástico. Y caí en la cuenta también de que nunca podrían hacerme más daño del que ya me habían hecho aquella noche, y de que de un caos como aquél tendría que salir por fuerza cierta seguridad en uno mismo y cierta destreza. Algo me había sucedido al relacionarme con Saul y Jimmy y Lazarus y el doctor Sanders, y aunque no sabía muy bien qué era, sabía que al afrontar riesgos y al aprender y al acordarme de lo que decía el Gordo había abatido mi terror y había logrado hacerlo añicos. A partir de aquella noche podría pasarme cualquier cosa, pero jamás volvería a invadirme el pánico en la Casa de Dios. Fue un pensamiento apasionante, parecido al que podría darse en las novelas de internos o en la mollera de Howard o en las cartas de mi padre, pero instantes después caí en la cuenta con espanto de que no había aprendido en absoluto cómo salvar a las personas: ni al doctor Sanders ni a Lazarus ni a Jimmy ni a Saul ni a Anna O…, y de que lo que en realidad me estaba resultando apasionante era aprender cómo se salva uno a sí mismo.