Al cabo de tres semanas, el Gordo fue LARGADO de la Casa de Dios para hacer una rotación en uno de los hospitales públicos del vecindario, que él solía llamar «Montes San Otra Parte». Aunque seguiría siendo el residente que haría la guardia conmigo cada tres noches, tras su obesa estela llegó la nueva residente de la sala, una mujer llamada Jo, cuyo padre acababa de matarse tirándose de un puente. Como tantos otros profesionales médicos, Jo era una víctima del éxito. De estatura baja y constitución nervuda, sencilla y dura, en la adolescencia Jo había hecho caso omiso de las exhortaciones de su madre para que se preparara para la puesta de largo y había centrado su atención en la Biología, en la disección de cuerpos en lugar de la asistencia a bailes. Empezó a ser víctima del éxito cuando derrotó fulminantemente a su hermano gemelo ingresando en Radcliffe mientras él se iba a una de esas fábricas de jugadores de fútbol americano donde los jóvenes se atiborran de cerveza, a oficiar de trombón en la banda de música. Su buen hacer académico siguió su ritmo acelerado en la universidad, lo que la catapultó de inmediato a una BMS a una edad apenas púber, y su meteórico ascenso sólo se vio levemente detenido por la quiebra psicótica involutiva típicamente americana de su madre, que tuvo el efecto de reducir a su padre a una especie de masa de gelatina trémula. La desintegración de su familia había intensificado sus logros médicos, como si al aprender a practicar magistralmente un examen rectal aprendiera de paso a detectar el cáncer psicológico de su familia. Y así, Jo había llegado a la Casa de Dios y se había convertido en la residente más implacable y competitiva.
Desde el primer día en que Jo se plantó ante nosotros con los pies separados y las manos sobre las caderas como un capitán de navío y dijo: «Bienvenidos a bordo», estuvo claro que era alguien tan distinto del Gordo que iba a suponer una amenaza para todo lo que él nos había enseñado. Era una mujer baja y esbelta, de pelo negro y corto, mandíbula saliente y oscuros círculos bajo los ojos, con blusa y chaqueta blancas y una especie de pistolera sujeta al cinturón que contenía un cuaderno de anillas negro de unos cinco centímetros de grueso en el que había resumido las tres mil páginas de Principios de Medicina Interna. Así, si no tenía las cosas en la cabeza, las tenía en la cadera. Hablaba de un modo extraño, en un tono monocorde despojado de sentimiento. Si las cosas no eran «hechos», no se ocupaba de ellas. Y carecía de sentido del humor.
—Siento no haber estado aquí en la fecha programada —nos dijo a Chuck y a Potts y a mí y a los BMS el día de su llegada—. Pero ha habido razones personales que me lo han impedido.
—Sí, lo hemos oído —dijo Potts—. ¿Qué tal va todo ahora?
—Va bien. Son cosas que pasan. Me lo he tomado con calma. Me alegra volver al trabajo para poder dejar atrás todo eso. Sé que habéis tenido al Gordo las tres primeras semanas, y quiero que sepáis que yo tengo una forma muy distinta de hacer las cosas. Haced las cosas a mi manera y nos llevaremos bien. Mi forma de llevar una sala no tiene nada que ver con hacer las cosas a la ligera. Yo no dejo cabos sueltos. Bien, chicos, vamos a ver pacientes. Coged los cuadros clínicos.
Encantado, Levy el Perdido dio un brinco para ir a coger los cuadros clínicos.
—Con el Gordo —dije—, nos sentábamos aquí y estudiábamos los casos. Un método eficiente y relajante…
—Y poco cuidadoso. Yo veo a cada paciente cada día. No existe excusa para no ver a todos los pacientes todos los días. Pronto descubriréis que cuanto más hagáis en el terreno médico, mejor asistencia ofreceréis a los pacientes. Yo doy de mí todo lo que puedo. Te lleva un poco más de tiempo, pero merece la pena. Ah, a propósito, eso significa que las visitas empiezan un poco antes, a las seis y media. ¿Entendido? Estupendo. Dirijo un barco muy estricto. Nada de actuar descuidadamente. Mi interés profesional se orienta hacia la cardiología. El año que viene tengo una beca para el NIH. Vamos a escuchar los latidos de un montón de corazones. Pero escuchad: si tenéis alguna queja, quiero oída. A las claras, ¿entendido? Muy bien, chicos, soltemos amarras.
A Chuck y a mí no nos iba a ser posible aparecer una hora antes para las visitas. Seguimos todos a Jo, que salió de la habitación con aquel fanatismo sólo propio de quienes rinden más de lo que se espera de ellos, esos seres que viven con el eterno miedo de que alguien poco rendidor al acecho, en un destello de brillantez, rinda un buen día más que ellos. Mientras empujábamos el carrito de los cuadros clínicos y entrábamos y salíamos de los cuartos de cada uno de los cuarenta y cinco pacientes de la sala, y Jo los examinaba y luego nos endilgaba una conferencia con la ayuda del cuaderno de la pistolera que llevaba en la cadera, y nos decía a cada uno de los internos lo que habíamos olvidado hacer, empecé a sentir una creciente aprensión. ¿Cómo íbamos a sobrevivir a aquella mujer, alguien que iba en contra de todo lo que Grasas nos había enseñado? Nos haría trabajar hasta dejamos exhaustos.
Llegamos al cuarto de Anna O., y Jo, después de buscar su cuadro clínico entre las fichas del carrito, entró y examinó a la anciana, y, pasando por alto el estruendo de los martillos neumáticos del Ala de Zock, centró la atención en su corazón. A medida que Jo escuchaba y palpaba y daba golpecitos, Anna se iba poniendo más y más rabiosa, y acabó gritando:
—RUUUDOL, RUUUDOL, ¡RUUUDOL… DOOOL!
Después de terminar, Jo me preguntó qué era lo que consideraba más importante en el tratamiento de Anna. Recordando las LEYES del Gordo, dije:
—La ubicación, encontrarle un sitio.
—¿Qué?
—LO PRIMERO ES LA UBICACIÓN.
—¿Quién te ha enseñado eso?
—El Gordo.
—Qué tontería —dijo Jo—. Esta mujer padece una demencia senil grave. No tiene interés ni por el alojamiento ni por la hora que es ni por las personas. Lo único que dice es RUDOL. Es incontinente, y está confusa. Hay varias causas de demencia que pueden tratarse, y una de ellas es el tumor cerebral operable. Tenemos que hacer todo lo médicamente posible. Voy a explicároslo.
Jo nos largó un largo discurso sobre las causas tratables de la demencia, lleno de oscuras referencias neuroanatómicas que me recordaron la anécdota que había oído sobre ella y un examen de Anatomía en la BMS. El examen había sido muy difícil, y las notas realmente bajas, pero Jo había sacado un sobresaliente. La pregunta que falló —«identificar el círculo de Polgi»—, en realidad era una pregunta con trampa, pues el tal círculo no era otra cosa que la rotonda que había ante la puerta principal del colegio mayor de la BMS. El discurso de Jo sobre Anna fue vivo, completo, cohesivo y coherente. Y Jo, al terminarlo, pareció tan satisfecha como si acabara de satisfacer una necesidad fisiológica relacionada con las tripas.
—Empieza por mandar hacer los tests —me dijo Jo—. Vamos a hacer todo lo médicamente posible. Todo. Nadie va a poder decir que hacemos las cosas con desgana.
—Pero el Gordo dijo que Anna O. está siempre así, y que en una persona de noventa y cinco años la demencia es algo normal…
—La demencia nunca es normal —dijo Jo—. Nunca.
—Quizá no —dije—, pero el Gordo dijo que el tratamiento que convenía en este caso es no hacer nada más que intentar por todos los medios encontrarle cama en la residencia de ancianos.
—Yo nunca me conformo con «no hacer nada». Soy una médica, y presto asistencia médica.
—El Gordo dice que, en el caso de los gomers, no hacer nada es precisamente prestarles la asistencia médica adecuada. Porque si haces algo, dice, lo que consigues es empeorar las cosas. Como cuando Potts hidrató a Ina Goober… Todavía no se ha recuperado.
—Y ¿te crees lo que dice el Gordo? —me preguntó Jo.
—Bueno, parece que con Anna está funcionando —dije.
—Escúchame bien, sabihondo —dijo Jo, perpleja. Se sentía desafiada—. Uno: el Gordo está loco. Dos: si no me crees, pregúntale a cualquiera de la Casa. Tres: por eso no quieren dejarle hacerse cargo de los internos que van llegando. Cuatro: soy el capitán de esta nave, y presto asistencia médica a la gente, lo cual, para tu información, no quiere decir en absoluto «no hacer nada», sino todo lo contrario: hacer algo. De hecho, hacer todo lo que se puede, ¿lo entiendes?
—Creo que sí. Pero el Gordo dijo que era peor…
—¡Basta! No quiero oír nada más. Ponte hacer lo que hay que hacer en los casos de demencia que admiten tratamiento: punción lumbar, escáner cerebral, película craneal… Hazlo todo, y luego, si te sale negativo, me hablas de la ubicación. Ridículo. Muy bien, chicos, larguemos amarras. A moverse. ¿El siguiente?
Zarpamos y navegamos a través del señor Rokitansky, de Sophie, de Ina con su casco futbolístico —que Jo se apresuró a quitarle—, del muy enfermo doctor Sanders y de todos los demás, y casi todos acabaron con alguna dolencia cardiaca no detectada hasta entonces. La especialidad de Jo. Acabamos ante la puerta del Hombre Amarillo, en la linde de los dominios de la sala 6 Norte. Aunque no era nuestro paciente, Jo tuvo que echarle un vistazo. Al salir, se volvió hacia Potts y dijo:
—He oído hablar de este caso. Hepatitis necrótica fulminante. Mortal a menos que la cojas a tiempo y prescribas esteroides. Déjame que te lo explique.
Se embarcó en un discurso sobre la enfermedad, ajena por completo al dolor reflejado en el semblante de Potts. Al acabar, dijo que nos haría fotocopias de las referencias médicas, y se fue para informar al Pez y a Leggo, que visitaban a sus pacientes, sobre nuestros casos. Se las había arreglado para dejarnos «desinflados». Había dejado algo en el ambiente, algo tenso y pesado y gris, un estómago que se revolvía en el salto hacia el agua desde el puente.
—Bueno, la verdad es que es un rato distinta que Grasas —dijo Chuck.
—Yo ya le estoy echando de menos —dije yo.
—Al parecer todo el mundo está enterado de lo del Hombre Amarillo —dijo Potts.
—¿Creéis que debería hacerle a Anna O. todo ese estudio dignóstico para la demencia?
—No creo que te quede otra alternativa, tío.
—El Gordo nunca se equivocaba, ni una sola vez —dije.
—No creo que haya en todo el mundo nadie que sepa más de los gomers que el Gordo —dijo Chuck—. Qué sangre fría con los gomers… Tú también tienes que estar tranquilo, Roy. Tienes que estar tranquilo.
Espoleado por el miedo a dejar de hacer algo, y obsesionado por ello como Potts por lo del Hombre Amarillo, en las primeras semanas con Jo hice todo lo que ella me sugería. Mandé hacer todos los tests posibles en todo caso que me cayó en suerte, y tomé nota de todo en los cuadros clínicos. Con ayuda de Jo, incluso redacté notas a pie de página. Los cuadros clínicos pronto fueron estupendos: los ACICALABA hasta dejarlos «relucientes». Los Lamedores de la Casa como el Pez y Leggo echaban un vistazo a los rutilantes y ACICALADOS cuadros y sus caras se iluminaban con amables y amplias sonrisas. Si ACICALAS los cuadros clínicos, automáticamente ACICALAS a los Lamedores. Y no sólo eso, porque pronto averigüé que cuantos más tests mandaba hacer más complicaciones surgían, más tiempo se quedaban los pacientes en la Casa y más dinero cobraban los Médicos Privados. ACICALAS los cuadros clínicos, y automáticamente ACICALAS a los Médicos Privados. Jo tenía razón: cuanto más hacías, más ACICALABAS a los señores doctores.
El «gancho» eran los pacientes, especialmente los gomers. En lo concerniente a los gomers, Jo estaba totalmente equivocada. Cuanto más hacías, peor les iba. Cuando Jo se puso al frente del servicio, Anna O. estaba en perfecto equilibrio electrolítico, y sus sistemas orgánicos funcionaban todo lo perfectamente que podía hacerlo un modelo de 1878. Y ello, a mi juicio, incluía el cerebro, porque ¿no era la demencia una especie de sistema de seguridad, un lenitivo olvido de la «máquina» ante su propia decadencia? De hallarse a punto de ser LARGADA de vuelta a la Casa Hebrea para Incurables —como habíamos visto a Anna en las calurosas semanas de agosto—, tras una película craneal aquí y una punción lumbar allá había empeorado mucho. Dada la dureza de las pruebas para el diagnóstico de la demencia, cada sistema orgánico sufrió un deterioro: en progresivo efecto dominó, la inyección de un tinte radiactivo para el escáner cerebral hizo que se le ocluyeran los riñones, y el estudio de la tintura renal le supuso un duro golpe para el corazón, y la medicación del corazón le produjo vómitos, lo cual alteró su equilibrio electrolítico de un modo amenazador para su vida, lo cual incrementó su demencia e hizo que se le obstruyeran los intestinos, lo cual la convirtió en candidata para el test intestinal, cuyo lavado a fondo la deshidrató e hizo que se le cerraran definitivamente los atormentados riñones, lo cual produjo una infección, y la necesidad de diálisis, y graves complicaciones derivadas de tales graves trastornos. Tanto ella como yo acabamos exhaustos, y ella muy enferma. Como el Hombre Amarillo, entró en una fase convulsiva de atún que ha mordido el anzuelo, y luego en otra aún más horrible, en la que yacía en la cama mortalmente inmóvil, acaso muriéndose. Yo me sentía triste, porque para entonces me había encariñado con ella. No sabía qué hacer. Empecé a pasarme bastante tiempo sentado a su lado, pensando. El Gordo estaba de servicio conmigo cada tres noches, como residente de apoyo, y una noche, cuando vino a buscarme para la cena de las diez, me encontró con Anna, observando cómo se debatía en su aparente agonía.
—¿Qué diablos estás haciendo? —me preguntó.
Se lo dije.
—Anna estaba punto de volver a la Casa Hebrea, ¿qué diablos…? Espera, no me lo digas. Jo ha decidido ir hasta el final en lo de la demencia, ¿no es eso?
—Sí, eso es. Y ahora Anna parece que se muere.
—La única posibilidad de que se muera es que tú la mates haciendo lo que Jo te dice que hagas.
—Sí, pero ¿cómo negarme, con Jo echándome el aliento en el cogote?
—Muy fácil. No hagas nada con Anna, y ocúltaselo a Jo.
—¿Ocultárselo a Jo?
—Pues claro. Sigue haciendo las pruebas de forma totalmente imaginaria, ACICALA el cuadro con los resultados imaginarios de los tests imaginarios, y Anna recuperará su estado de demencia, los análisis mostrarán que las causas no son tratables, y todo el mundo feliz. Es facilísimo.
—No estoy muy seguro de que sea ético.
—¿Es ético asesinar a esa encantadora gomer con todas esas pruebas?
No supe responder.
—Bien, pues ahí tienes… Vámonos a cenar.
Durante la cena le pregunté a Grasas sobre Jo. Adoptó un aire lúgubre, y dijo que Jo estaba terriblemente deprimida. Pensaba de ella lo mismo que pensaba del Pez y de Leggo y de muchos otros Lamedores: que eran fantásticos «textos» médicos carentes de sentido común. Todos ellos compartían la creencia de que la enfermedad era un monstruo salvaje y peludo al que había que encerrar en las pulcras coordenadas médicas de los diferentes diagnósticos y tratamientos. Lo único que se requería era un pequeño esfuerzo sobrehumano, y todo iría bien. Jo había dedicado su vida a ese esfuerzo, y le quedaba muy poca energía para lo demás. La Medicina, dijo Grasas, era su vida. Toda su vida.
—Es realmente triste, y todo el mundo lo sabe. Jo lleva preparándose para esto, para llegar a residente, muchos años, y ahora que ha llegado está a punto de echarlo todo a perder. Necesita tan desesperadamente a estos pacientes para llenar el vacío de su vida que viene hasta los domingos…, hasta sus noches libres. Nunca se siente necesitada más que cuando imagina que sus internos o sus pacientes la necesitan, lo cual no es cierto, porque en la Medicina práctica y en el trato humano es un auténtico desastre. El mejor tratamiento para Anna O. sería encontrarle las gafas que ha perdido. Jo debería dedicarse a la investigación, pero sabe que hacerla sería confesar al mundo lo que todo el mundo sabe: que es incapaz de tratar con la gente.
Pensando en Berry, dije:
—Hablas como un cerdo machista.
—¿Yo? —dijo Grasas, sorprendido de verdad—. ¿Por qué?
—Estás diciendo que las mujeres como Jo son pésimos médicos porque son mujeres.
—No. Estoy diciendo que las mujeres como Jo son pésimas personas porque son médicos, lo mismo que algunos hombres. Esta profesión es una enfermedad. No importa en absoluto de qué sexo seas. Puede cogerla cualquiera de nosotros, y está clarísimo que Jo ya la ha cogido. Es horrible. Deberías ver su apartamento. Es como si…, como si no viviera nadie en él… Lleva ya un año, y ni siquiera ha sacado de la caja el equipo de música.
Seguimos allí, sumidos en la contemplación de la sórdida vida de Jo, los dos rumiando el asunto, hasta que, finalmente, digerido ya, Grasas volvió a animarse y dijo:
—Eh, ¿te he contado alguna vez mi sueño, el Invento?
—No.
—El Espejo Anal del doctor Jung: el Gran Invento Médico Americano.
—¿El Espejo Anal del doctor Jung? ¿Qué diablos es eso?
—¿Te acuerdas en la facultad, en el curso de Gastroenterología, cuando nos decían que teníamos que examinarnos el ano con la ayuda de un pequeño espejo?
—Sí.
—¿Conseguiste hacerla?
—No.
—Pues claro que no. Es imposible. Pero con la ayuda del Espejo del doctor Jung todo el mundo podrá examinarse el propio ano en la comodidad e intimidad de su casa.
—¿A qué diablos te refieres? —pregunté, ya de lleno en la broma.
Me explicó en qué consistía. Dibujó en una servilleta de papel una compleja e intrincada combinación de dos espejos reflectantes y una gran lente, todo unido por unas varillas ajustables de acero inoxidable. Trazó las trayectorias de los rayos de luz desde el ano hasta los ojos, y en sentido inverso, y descompuso el conjunto en arcos iris llenos de color y sofisticados espectros elaborados con complejas ecuaciones de múltiples variables y gráficos. Y al acabar, dijo:
—¿Sabes cuántos norteamericanos tienen diariamente evacuaciones dolorosas y manchan de sangre el papel higiénico? Millones.
—¿Por qué sólo los norteamericanos? —bromeé—. ¿Por qué no la gente de todo el mundo?
—Exactamente. El único problema es la traslación. Si son millones de norteamericanos, son miles de millones en el planeta. El ano suscita una gran curiosidad en casi toda la humanidad. Todo el mundo querría vérselo, pero nadie puede. Como el África más profunda antes de los misioneros. El ano es el Congo del cuerpo.
Cuando empecé a pensar que tal vez no se trataba de una broma, sentí un ligero cosquilleo en el vello de la parte de atrás del cuello y dije:
—Estás bromeando.
El Gordo no contestó.
—Es la idea más ridícula que he oído en toda mi vida —añadí.
—No lo es. Y además siempre se dice eso de los grandes inventos. Es como esos espejos vaginales que los ginecólogos suelen dar a sus pacientes… Oh, a propósito, el Espejo Anal se puede ajustar para mirar también ahí dentro… Las mujeres utilizan los espejos vaginales para llegar a conocer sus vaginas. El mío es un adminículo unisex. CONOZCA SU AGUJERO DEL CULO. —Extendió las manos hacia los lados, y como si estuviera leyendo la pegatina de un coche o la leyenda de una marquesina, dijo—: LOS AGUJEROS DEL CULO SON BELLOS. LIBERAD A LOS AGUJEROS DEL CULO. El potencial de este invento, en términos humanos y financieros, es inmenso. Un fortunón.
—No tiene ni pies ni cabeza.
—Pues por eso se venderá bien.
—Pero es una broma, ¿no? ¿No habrás hecho de verdad un espejo anal?
El Gordo fijó distraídamente la mirada en algún punto del espacio.
Inquieto, dije:
—No digas tonterías, Grasas… —y le pedí que me dijera la verdad. Era tan absurdo que bien podía ser verdad. En el curso de los últimos diez años siempre que había pensado que algo de lo que sucedía en Norteamérica era pura fantasía…, de Jack Ruby y los disparos que llenaron la tripa de plomo a Lee Harvey Oswald y salpicaron los tubos catódicos de todos los televisores de Norteamérica, a las bolsas de papel de estraza llenas de dinero que le entregaban a Spiro Agnew en su gabinete de vicepresidente…, me había equivocado como un imbécil, había subestimado la realidad, me había quedado corto al juzgar su capacidad de absurdo, porque al cabo, inevitablemente, todo había resultado cierto—. ¡Deja de decir tonterías, Grasas! —grité—. ¡Dime la verdad, maldita sea! ¿Hablabas en serio o no?
—¿Tú qué crees? —Grasas pareció despertar de su ensoñación, y, recuperando la compostura, dijo—: Oh, por supuesto que no, ¿no? Me refiero a que nadie puede pensar en serio algo tan delirante como eso, ¿no crees? Acuérdate, Basch, de lo de Anna y los demás gomers: ACICALA los cuadros clínicos, y ocúltaselo a Jo. Te veré luego.
Lo intenté. Decidí jugar a fondo con Anna O. e intentar por todos los medios no hacer nada. Anna, tambaleante en el borde de aquel yermo precipicio previo al largo salto que conduce a la muerte, fue puesta en un compás de espera gobernado por la LEY NÚMERO UNO: LOS GOMERS NO MUEREN. Al cabo, un buen día, al pasar junto a su cuarto oí un saludable y demente «¡RUUUDOOOL!» y mi corazón se llenó de orgullo y supe que Anna había vuelto a su ser y que yo había probado «cientifantásticamente» que, como había dicho Grasas, no hacer nada por los gomers era en realidad hacer mucho, y que cuanto más concienzudamente no hacía nada mejor estaban, y resolví que a partir de entonces haría más «nada» por los gomers que cualquier otro interno de la Casa. Me las arreglaría de alguna forma para ocultarle a Jo mi «no hacer nada».
Seguía sin estar muy claro cómo iba a funcionar el enfoque médico ortodoxo de Jo en aquellos pacientes que, según el Gordo, podían morir realmente, es decir, los no gomers, los jóvenes. A medida que los verdes y sudorosos y apestosos meses del verano nos iban dejando exhaustos; a medida que Norteamérica retozaba con la revelación de un burócrata de poca monta de la Casa Blanca llamado Butterfield, que contó que Nixon había llegado a emocionarse tanto con el hecho de ser presidente que había hecho instalar un sistema de grabación magnetofónica que registraba todas y cada una de las inmortales palabras presidenciales, inmortales palabras que ahora, mediante cierta argucia denominada «privilegio ejecutivo», el presidente intentaba desesperadamente hurtar a Sirica y a Cox…, Chuck y yo, durante el día, nos resignábamos más y más al fanatismo de Jo respecto de los jóvenes moribundos, y le permitíamos que nos mostrara cómo hacer todo lo médicamente posible por tales pacientes no gomers. Durante el día nos afanábamos junto a ella, utilizándola a modo de libro de texto vivo, y también, y dado que a ella se le antojaba inconcebible dejamos hacer las cosas a nuestro aire, fingiendo incompetencia y consiguiendo que fuera ella quien se encargara de las cosas más desagradables, como los «desatascos» intestinales. Yo ya les había contado a Chuck y a Potts el análisis que había hecho el Gordo de Jo, así que al principio nos conteníamos, y nos movíamos en torno a ella como si se tratara de un frágil castillo de naipes. Los tres le ocultábamos el desprecio que sentíamos por ella, y Chuck y yo le ocultábamos nuestro «no hacer nada» en relación con los gomers. Yo me pasaba los largos, trabajosos, tediosos, arteros días con Jo, y mantenía a Grasas vivo dentro de mí hasta que, cada tres noches, volvíamos a estar juntos de guardia. Y recordaba lo que había dicho de sí mismo: «Yo digo en alto lo que los demás médicos sienten, lo que la mayoría de ellos reprime mientras les corroe las entrañas». Observaba detenidamente a Jo para detectar los síntomas de su úlcera, y observaba detenidamente al Pez para detectar su úlcera de buen tamaño, y observaba detenidamente a Leggo para detectar su úlcera gigante. Pero, cada vez más y más presente hasta hacerse casi tangible, me acompañaba siempre aquella reconfortante presencia obesa que se hallaba apenas un poco más allá de los límites de mi vista.
Mientras yo tenía al Gordo, y Chuck se tenía a sí mismo —lo cual, dado que había tenido que soportar en la vida cosas peores que los gomers, parecía serle suficiente—, Potts no tenía gran cosa, y estaba pasando un auténtico calvario. Como había sido duramente hostigado por no haberle contado a Grasas lo de las funciones hepáticas del Hombre Amarillo, Potts era reacio a ocultarle datos a Jo. Jo estaba siempre de guardia Con Potts, de forma que para él las noches eran iguales que lo días, con Jo «pinchándole» constantemente para que hiciera esto y aquello, para que sometiera a todo tipo de pruebas a los cuarenta y cinco pacientes de la sala. Aunque hubiera tratado de «no hacer nada» en relación con algún gomer, Potts no habría podido ocultarlo, porque Jo, en su incapacidad para confiar en nadie, prácticamente tomó bajo su cargo el trabajo de Potts, y se ocupaba de él como si se tratara del propio. Como un BMS tratando de conseguir un sobresaliente, Jo solía pasarse en vela toda la noche escribiendo oscuras disquisiciones llenas de referencias sobre los «fascinantes casos» de los cuadros clínicos, y cada BLIP y cada grito y cada pregunta de alguna enfermera que resonaba entre aquellas solitarias paredes de azulejo hacía que Jo se sintiera realmente colmada y necesitada como jamás se había sentido colmada y necesitada fuera de la Casa de Dios.
Potts estaba, pues, con el ánimo por los suelos. Gracias al agresivo tratamiento que Jo aplicaba a los gomers, éstos empeoraban y jamás eran LARGADOS a ninguna parte, y los jóvenes moribundos tardaban más en morirse, con lo que Potts se vio enormemente agobiado de trabajo, ya que del total de cuarenta y cinco pacientes él debía ocuparse de veinticinco. Que Jo le diera más y más trabajo significaba que en sus noches de guardia Potts no dormía, y que debía trabajar más duro y más tiempo para dar abasto con el trabajo de las jornadas diurnas. Mientras Chuck y yo, a menudo libres la misma noche, íbamos haciéndonos más y más amigos, Potts nunca tenía tiempo para hacer nada con nosotros fuera de la Casa, y fue volviéndose cada vez más callado y reservado. Su mujer, entusiasmada y absorbida por su internado quirúrgico en el MBH, en el que las guardias eran como mínimo cada dos noches, prácticamente había desaparecido de su vida. Lo veíamos hundirse gradualmente, y cuanto más se hundía más se alejaba de nosotros. Su perro empezó a añorarle y a sumirse en la tristeza.
Durante una tormenta de finales de agosto, el Hombre Amarillo se puso a gritar, y a juzgar por la expresión del semblante de Potts al escuchar tales gritos se diría que era su propio hígado quien gritaba de dolor y de queja ante su suerte. A Potts, por aquellas fechas, le había tocado en suerte otro enfermo hepático: Lazarus, un conserje de mediana edad que a había tenido el mal juicio y la«buena suerte» de ir consiguiendo trabajos de noche toda su vida, lo que le había permitido pasarse el tiempo sentado y destrozarse el hígado con alcohol barato. La dolencia hepática de Lazarus no era en absoluto elitista: era el tipo común de cirrosis mortal que se contraía apurando botellas de mala muerte en cualquier esquina de cualquier calleja del mundo. Lazarus no sólo iba a morir, sino que hacía todo lo posible por conseguirlo. Jo y Potts se interpusieron en su camino. Sus esfuerzos se inscribieron desde el principio en el plano de lo heroico, y pronto se hicieron —incluso allí, en la Casa de Dios—legendarios. De cuando en cuando Chuck y yo intentábamos que Potts se sintiera mejor en relación con Lazarus, y le hablábamos de lo triste que era que tuviera cirrosis y se estuviera muriendo.
—Sí —dijo Potts—, siempre me toca lidiar con el puto hígado.
—¿Por qué no dejas que se muera, sin más? —le pregunté.
—Jo dice que va a conseguirlo.
—¿Conseguir qué, tío? ¿Un nuevo hígado? —dijo Chuck.
—Jo dice que tengo que emplearme a fondo con él, que tengo que intentarlo todo.
—¿Es eso lo que tú quieres hacer? —dije yo.
—No. No hay cura para la cirrosis, y además vaya contaros una cosa: esta última vez que ha estado consciente, Lazarus me ha confesado que le gustaría estar muerto. Que su agonía era tal que me rogaba que lo dejara morir. Su última hemorragia de esófago, en la que se ahogaba en su propia sangre, lo ha aterrorizado. Yola que quiero es dejarle morir, pero tengo miedo de decírselo a Jo.
—Ya le oíste lo que dijo, tío. Que quería oír nuestras quejas.
—Tienes razón —dijo Potts—, Jo dijo «cualquier queja, a las claras». Voy a decirle lo que pienso sobre lo de mantenerle con vida.
Sabiendo que Jo sacaría a colación lo del Hombre Amarillo, dije:
—No se lo digas. Te hará pedazos.
—Quiere oírnos las quejas —dijo Potts—. Dijo que quería oírlas.
—No quiere oírlas —dije—. Ni por asomo.
Era cierto que Jo había dicho: «Quiero oídas. A las claras, ¿entendido?»
—Quiere oírlas, eso es lo que dijo —repitió Potts.
—No, no quiere oírlas. Díselo, y te hará pedazos.
Potts se lo dijo. Le dijo que no creía que lo que le estaba pidiendo que hiciera con Lazarus —mantenerle con vida a toda costa—fuera lo correcto, y Jo le hizo pedazos. Como ejemplo de sus fracasos, Jo sacó a relucir al Hombre Amarillo.