A la mañana siguiente, cuando fui a despertar a Chuck, lo encontré con un aspecto deplorable: el pelo a lo afro caído y pegado contra un costado, la cara llena de marcas de las arrugas de las sábanas, el blanco de un ojo rojo, y el otro hinchado y casi cerrado.
—¿Qué te ha pasado en el ojo?
—Me ha picado un bicho. Un jodido bicho, justo en el ojo. Hay unos bichos rabiosos en esta sala de guardia.
—El otro ojo también lo tienes horrible.
—Pues tendrías que ver con él, tío… Llamé a Servicios Auxiliares para que me trajeran sábanas limpias, pero ya sabes cómo funcionan estas cosas. Yo tampoco respondía nunca a las llamadas antes de que empezaran a llegarme aquellas tarjetas. Sólo hay una forma de lidiar con Servicios Auxiliares, tío, y la voy a poner en práctica.
—¿A qué te refieres?
—Con amor, tío. La jefa del servicio de camas se llama Hazel. Es una cubana grande. Sé que sería capaz de amarla.
En el reparto de las fichas, Potts le preguntó a Chuck qué tal le había ido.
—De miedo —dijo Chuck—. Seis ingresos, el más joven de setenta y cuatro años.
—¿A qué hora te fuiste a dormir?
—A medianoche.
Asombrado, Potts preguntó:
—¿Cómo? ¿Cómo es posible que pudieses terminarte todos los informes?
—Muy fácil, tío. Haciendo una mierda de informes, tío. Haciendo verdaderas mierdas.
—Concepto clave —dijo el Gordo—. Pensar que lo que estás haciendo es una mierda. Si te resignas a hacer tu trabajo pésimamente, pues vas y lo haces, y como nosotros pertenecemos a una minoría de lo más selecta de internos al estar en uno de los mejores internados médicos del mundo, pues lo que haces resulta que es fantástico, que es un trabajo soberbio. No olvides que cuatro de cada diez internos de los Estados Unidos no saben hablar inglés.
—Así que no te fue tan mal, ¿eh, Chuck? —pregunté esperanzado.
—¿Mal? Vaya si me fue mal… Tío, anoche acabé agotado.
Pero el peor de los augurios me vino del Enano. Al entrar en la Casa aquella mañana, aplanado por la transición del brillante y saludable día de julio al neón enfermizo y al hedor estacional del pasillo, pasé por el cuarto del Hombre Amarillo. Fuera, junto a la puerta, vi las bolsas con la etiqueta «Peligro - Contaminado», ahora llenas de sábanas manchadas de sangre, toallas, monos de la limpieza, instrumental… El suelo del cuarto estaba cubierto de sangre. Una enfermera de servicios especiales, embutida en ropas estériles, con aspecto de mujer astronauta, estaba sentada al otro extremo del cuarto —lo más lejos posible del Hombre Amarillo—, leyendo Las Mejores Casas y Jardines. El Hombre Amarillo yacía en la cama inmóvil, absolutamente inmóvil. Al Enano no le vi por ninguna parte.
No le vería hasta la hora del almuerzo. Estaba gris como la ceniza de un cigarro. Eddie Trágate-Mi-Polvo y Hooper el Hiperactivo lo llevaban hacia la mesa como a un perro con una correa. Cuando puso la bandeja encima de la mesa nos dimos cuenta de que no había cogido nada más que los cubiertos. Pero nadie dijo nada.
—Voy a morirme —dijo el Enano, sacando del bolsillo la cajita de pastillas.
—No vas a morirte —dijo Hooper—. No vas a morirte en absoluto.
El Enano nos contó lo de la transfusión de cambio, que consistía en sacar la sangre vieja de una vena y transfundir la nueva en otra.
—Las cosas iban bastante bien, y entonces, cuando acababa de sacarle la aguja de la ingle y estaba a punto de meterla en la última bolsa de sangre, va esa foca de enfermera, Celia, y levanta la otra aguja de la tripa del Hombre Amarillo y… me la clava en la mano.
Se hizo un silencio sepulcral. El Enano iba a morirse.
—De repente me sentí mareado. Vi cómo la vida me abandonaba. Y Celia dijo «Ay, lo siento», y yo dije «Oh, cielos, no importa, lo único que va pasarme es que voy a morirme y que el Amigo Amarillo tiene veintiún años y yo tengo veintisiete y por tanto he vivido seis años más que él y me he pasado la última noche de mi vida haciendo algo que sabía que no valía absolutamente para nada, y nos vamos a morir al mismo tiempo, él y yo, pero qué más da, no te preocupes, Celia…». —El Enano hizo una pausa, y luego gritó—: ¿ME OYES CELIA? ¡NO PASA NADA! Me fui a la cama a las cuatro de la madrugada, convencido de que no iba a volver a despertar.
—El período de incubación es de cuatro a seis meses.
—¿Y? Eso quiere decir que dentro de cuatro meses uno de vosotros me hará a mí una transfusión de cambio.
—Todo ha sido por mi culpa —dijo Potts—. Tendría que haberle dado esteroides.
Cuando los demás se hubieron ido, el Enano se volvió a mí y me dijo que tenía que confesarme algo:
—Es sobre mi tercer ingreso de anoche. En medio de toda esta mierda del Hombre Amarillo, aparece un tipo en la Sala de Urgencias y…, bueno, no me sentía capaz de atenderle. Le ofrecí cinco dólares si se iba a casa. Y el tipo los cogió y se largó.
Espoleado por mi miedo a su inminencia, el momento de quedarme solo de guardia no tardó en llegar. Potts me transfirió a sus pacientes con una firma y se fue a casa a estar con Otis. Asustado, me senté en el cuarto de enfermeras y me puse a contemplar cómo se extinguía el sol triste de la tarde. Pensé en Berry, y deseé estar con ella, haciendo esas cosas que los jóvenes como nosotros se supone que hacen mientras conservan la salud. Mi miedo se multiplicó. Chuck llegó al cuarto de enfermeras, me transfirió a sus pacientes y me preguntó:
—¿Eh, tío, no me notas nada diferente?
No, no le notaba nada.
—El buscapersonas, tío. Lo tengo apagado. Ahora no pueden localizarme.
Lo vi alejarse por el largo pasillo. Me entraron ganas de llamarle a gritos: «No te vayas, no me dejes aquí solo», pero no lo hice. Me sentía tan solo que me entraron ganas de llorar. El Gordo, horas antes, al ver cómo me ponía más y más nervioso, había intentado tranquilizarme diciéndome que tenía suerte, porque él, el Gordo, iba a estar conmigo de guardia toda la noche.
—Además —dijo—, la noche se presenta de lo más interesante. Ponen El Mago de Oz, y hay blintzes.
—¿El Mago de Oz? ¿Blintzes? —dije yo—. ¿A qué te refieres?
—Ya sabes, el tornado, la carretera de ladrillo amarillo, el increíble Hombre de Hojalata intentando meterse en las bragas de Dorothy. Una peli genial. Y a las diez de la noche, la cena: blintzes. Nos lo vamos a pasar divinamente.
Pero no me había servido de gran cosa. Mientras me ocupaba del caos de mi sala, lidiando con la ahora hidratada y violenta Ina Goober y atendiendo a la febril Sophie, que para entonces estaba tan «sonada» por la punción lumbar que incluso había atacado a Putzel, casi me puse a temblar de miedo ante lo que me esperaba. Y luego, cuando llegó el momento, sentí que me ahogaba. Estaba en el retrete, y el operador de mensafonía, en su centralita-búnker de seis pisos más abajo, dio directamente en el blanco:
LLAMADA PARA EL DOCTOR BASCH, UN INGRESO EN LA SALA DE URGENCIAS, LLAMADA PARA EL DOCTOR BASCH… Alguien se estaba muriendo en la Sala de Urgencias. ¿Y me llamaban a mí? ¿Es que no sabían que no se debe ingresar en un hospital universitario en la primera semana de julio? No iban a encontrar a ningún médico, iban a encontrarme a mí. Y ¿qué sabía yo? Me entró el pánico. La Cabeza de Olaf empezó a cruzarme vertiginosamente la cabeza, y, con el corazón golpeándome en el pecho, busqué al Gordo, que estaba en la sala de la televisión engolfado en El Mago de Oz. Mordisqueando un salami, cantaba al unísono con la banda sonora de la película: «Por las, por las, por las, por las maravillosas cosas que hace… Vamos a ver al Mago, al maravilloso Mago de Oz…».
No resultaba fácil interrumpirle. Me pareció muy extraño que mostrase tanto interés por algo tan «travieso» como El Mago de Oz, pero pronto caí en la cuenta de que era —como muchos otros intereses suyos—un interés depravado:
—Házselo —decía entre dientes el Gordo—, házselo a Dorothy con la lata de aceite. Hazle dar vueltas sobre tu sombrero, Ray, hazle dar vueltas sobre tu sombrero.
—Tengo algo que decirte —dije.
—Dispara.
—Hay una paciente, un ingreso, en la Sala de Urgencias.
—Muy bien. Vete a verla. Eres médico, ¿recuerdas? Los médicos examinan a sus pacientes. Hazlo, Ray Bolger, ¡házselo inmediatamente!
—Sí, lo sé —dije, a gritos—, pero es que…, es que…, alguien se está muriendo ahí abajo, y yo…
Apartando los ojos del televisor, el Gordo me miró y dijo con voz solícita:
—Oh, ya entiendo. Tienes miedo, ¿no?
Asentí con la cabeza y le dije que lo único que me venía a las mientes era lo de la gran cabeza de Olaf.
—Muy bien. De acuerdo, tienes miedo. Y ¿quién no, en su primera noche de guardia? Hasta yo estuve asustado. Vamos. Tenemos que darnos prisa. Sólo nos queda media hora hasta las diez, la hora de la cena. ¿De qué residencia viene la paciente?
—No lo sé —dije mientras nos dirigíamos hacia el ascensor.
—¿Qué no lo sabes? Maldita sea. Lo más seguro es que ya hayan vendido su cama, así que no podremos LARGARLA de vuelta a la residencia. Es uno de los casos de verdadera emergencia médica, cuando la residencia de ancianos vende la cama del gomero.
—¿Cómo sabes que es una gomer?
—Por las probabilidades, por el cálculo de probabilidades.
Se abrió el ascensor, y apareció el interno de la sala 6 Norte, Eddie Trágate-Mi-Polvo, junto a una camilla sobre la que se hallaba tendido su primer ingreso de Urgencias: ciento cincuenta kilos de carne mortal, desnuda a excepción de unos sucios calzoncillos, unas enormes hernias en la pared abdominal, una cabeza parecida a un gran balón medicinal, con pequeñas aberturas para ojos, nariz, boca, y un cráneo calvo surcado en todas direcciones por purpúreas cicatrices neuroquirúrgicas que le daban un aire de bolsa de comida para perros Purina. Y todo ello presa de convulsiones.
—Roy —dijo Trágate-Mi-Polvo—, te presento a Max.
—Hola, Max —dije.
—HOLA JON, HOLA JON, HOLA JON…, —dijo Max.
—Max persevera —dijo Trágate-Mi-Polvo—. Le han «desconectado» el lóbulo frontal.
—Enfermedad de Parkinson, sesenta y tres años —dijo el Gordo—. Max es todo un récord de la Casa. Viene cuando se le obstruyen las tripas. ¿Veis esos intestinos que casi le asoman por las cicatrices de la barriga? ¿Esos bultos?
Sí, los veíamos.
—Si los miramos por rayos X, vemos las heces. La última vez que Max estuvo en la Casa nos llevó nueve semanas limpiarlo, y lo único que al final funcionó fue una violonchelista japonesa de manos pequeñas provista de unos largos guantes ginecológicos; la chica estudiaba en una BMS y le prometieron poder elegir el internado que quisiera si desatascaba a Max manualmente. ¿Queréis oír lo de «Arreglarme el bulto»?
Dijimos que sí.
—Max —dijo el Gordo—, ¿qué quieres que hagamos?
—ARREGLARME EL BULTO, ARREGLARME EL BULTO, ARREGLARME EL BULTO —dijo Max.
Trágate-Mi-Polvo y su BMS empujaron con fuerza la camilla para que Max ganara la aceleración necesaria para rodar fuera del ascensor, y, una vez en el atardecer de neón del pasillo, los tres se alejaron pesadamente, como uncidos, como si se hallaran recorriendo un círculo de la montaña del Purgatorio. Volví de mi ensimismamiento mientras bajábamos en el ascensor, y le pregunté al Gordo que cómo se las arreglaba para conocer a todos los pacientes, a Max, a Ina, al señor Rokitansky…
—Hay un número finito de gomers en la Casa —dijo Grasas, y como los GOMERS NO MUEREN, rotan de un lado a otro de la Casa varias veces al año. Es casi como si recibieran sus horarios programados del año en julio, como nosotros. Acabas conociéndolos por sus peculiares chillidos. Pero ¿qué enfermedades tiene esa gomer que te ha tocado en Urgencias?
—No lo sé. Todavía no la he visto.
—No importa. Di un órgano, uno cualquiera.
Me quedé callado; estaba tan asustado que no conseguía dar con ninguno.
—¿Qué pasa? ¿De dónde te han sacado? ¿De algún cupo? ¿De un acto de afirmación de los judíos? ¿Qué es lo que está ubicado dentro de la cavidad torácica y late?
—El corazón.
—Muy bien. Así que la gomer tiene insuficiencia cardiaca congestiva. ¿Qué más?
—Los pulmones.
—Estupendo. Vas entrando en materia. Neumonía. Tu gomer tiene insuficiencia cardiaca congestiva y neumonía, y una infección causada por el catéter interno; se niega a comer, quiere morirse, tiene demencia y no se le encuentra la tensión. ¿Qué es lo primero, lo más crucial que hay que hacer?
Pensé en un diagnóstico de choque séptico, y sugerí una punción lumbar.
—No, señor. Eso es en los libros de la BMS. Olvídate de los libros de texto. Nada de lo que aprendiste en la BMS te va a servir esta noche. Escucha: concepto clave: LEY NÚMERO CINCO: LO PRIMERO ES LA UBICACIÓN.
—Creo que esto está yendo demasiado lejos. Estás haciendo todo tipo de suposiciones sobre esta paciente. Como si fuese una maleta.
—Oh… Soy burdo, soy cruel, y además un cínico, ¿no es eso? No siento nada por los enfermos. Bueno, pues sí que siento. Y lloro en las películas. Me he pasado veintisiete fiestas de Pascua mimado por la abuelita más dulce que ningún chico de Brooklyn haya tenido jamás. Pero un gomer de la Casa de Dios es algo muy distinto. Lo averiguarás por ti mismo esta noche.
Estábamos en el cuarto de enfermeras de la Sala de Urgencias. Había otras personas: Howard Grinspoon, el interno nuevo de guardia en la Sala de Urgencias, y dos policías. A Howard lo conocía de la BMS. Era un tipo dotado de dos rasgos que habrían de serle muy útiles en el mundo de la Medicina: falta de conciencia de sí mismo y falta de conciencia de los otros. Howard, que no era inteligente, se había abierto paso en la BMS a lametones, y había logrado entrar en la Casa de Dios porque había hecho algo relacionado con la orina, no sé muy bien si introducir la orina en los ordenadores o hacer que los ordenadores funcionaran con orina… Ello le había granjeado la simpatía del otro reputado colega que tenía que ver con la orina: el doctor Leggo. Tesonero y calculador, Howard había dado también en utilizar las tarjetas informáticas de IBM como elementos de ayuda en la toma de decisiones médicas. Para cuando dio comienzo a su internado había ya desarrollado unos fabulosos modos de tratar a los pacientes que conseguían ocultar su indecisión crónica. Aunque Howard quería «exponernos el caso» a Grasas y a mí, Grasas no le hizo el menor caso y centró su atención en los policías. Uno de ellos era enorme, rotundo como un tonel, con pelo rojo que le nacía de casi todas partes y se le metía en casi todas las hendiduras de su obesa y roja cara. El otro era un palillo facialmente engalanado de piel blanca y pelo negro, con ojos vigilantes y boca grande e inquietante llena de dientes disparejos.
—Soy el sargento Gilheeny —dijo el pelirrojo fornido—. Finton Gilheeny, y éste es el agente Quick. Doctor Roy G. Basch, le saludamos y le decimos Shalom.
—No parece usted judío —dije.
—No hay que ser judío para que te gusten los bollitos integrales de centeno, y además los judíos y los irlandeses se parecen en una cosa.
—¿En qué?
—En su respeto por la familia, con la consiguiente jodienda de sus vidas.
Howard, irritado al ver que no le atendíamos, trató de explicarnos de nuevo el caso de mi paciente. El Gordo lo hizo callar de inmediato.
—Pero es que no sabéis nada de ella… —dijo Howard.
—Dime cómo chilla, y lo sabré todo.
—¿Cómo chilla?
—Sí, cómo chilla. Qué sonido emite.
—Bueno —dijo Howard—, chillar sí chilla. Algo así como RUUUDOOOL…
—Anna O. —dijo el Gordo—. De la Casa Hebrea para Incurables. Este ingreso seguramente hará el número ochenta y seis. Tienes que empezar con ciento sesenta miligramos del diurético Lasix, y luego ir subiendo la dosis.
—¿Cómo puedes saber eso? —preguntó Howard.
Sin hacerle el menor caso, Grasas se volvió a los policías y dijo:
—Es obvio que Howard no ha hecho lo más importante en estos casos. Espero que ustedes, caballeros, sí lo hayan hecho.
—Incluso en nuestro papel de policías que patrullan la ciudad y alrededores de la Casa de Dios, y se sientan a menudo a charlar y tomar café con los jóvenes y brillantes médicos —dijo Gilheeny—, a veces intervenimos para ayudar a pacientes de urgencia.
—Somos hombres de la ley —dijo Quick—, y seguimos la ley de esta Casa: LO PRIMERO ES LA UBICACIÓN, así que hemos llamado a la Casa Hebrea, pero ¡ay!, durante el trayecto en la ambulancia han vendido la cama de Anna O.
—Qué pena —dijo el Gordo—. Bueno, al menos Anna O. es un estupendo ejemplo del que podemos aprender. Ha enseñado a incontables internos de la Casa de Dios. Roy, vete a verla. Tienes veinte minutos, hasta la cena de las diez. Esperaré aquí charlando con nuestros amigos los policías.
—¡Magnífico! —dijo el policía pelirrojo, dedicándonos una enorme y luminosa sonrisa—. Veinte minutos de charla con el Gordo es un caballo regalado al que no le vamos a mirar el dentado.
Le pregunté a Gilheeny cómo él y Quick estaban tan bien informados sobre esta urgencia médica, y su respuesta me dejó perplejo:
—¿Seríamos policías si no lo estuviéramos?
Dejé al Gordo y a los policías formando una piña, haciendo más íntima su charla privada. Fui hasta la puerta del cuarto 116 y de nuevo me sentí solo y asustado. Aspiré profundamente y entré. Las paredes estaban cubiertas de azulejos verdes, y la brillante luz de neón hacía centellear el acero inoxidable. Era como si hubiera entrado en una tumba, porque no había duda de que allí, de alguna forma, me hallaba en conexión con esa cosa mísera: la muerte. En el centro del cuarto había una camilla. En el centro de la camilla estaba tendida Anna O. Yacía inmóvil, con las rodillas encogidas y dobladas hacia el techo, los hombros encorvados, como abatiéndose sobre las rodillas, de forma que la cabeza, sin sujeción y rígida, casi tocaba los muslos. De costado recordaba mucho a una W. ¿Estaba muerta? La llamé. No hubo respuesta. Le tomé el pulso. No tenía pulso. ¿Latidos? Ninguno. ¿Respiración? Tampoco. Estaba muerta. Pensé: cuán oportuno que en su muerte el cuerpo entero se hubiera acoplado sobre sí mismo, como en un acto mimético de su vilipendiada nariz judía. Me sentí aliviado de que estuviera muerta, de que hubiera cesado la presión de tener que ocuparme de ella. Vi su pequeña mata de pelo blanco, y recordé a mi abuela en su ataúd, y me invadió la tristeza de aquella pérdida. Se me hizo un nudo en el estómago que me tocó el corazón y fue ascendiéndome hasta la garganta. Sentí la extraña sensación de ese vivo calor que precede a las lágrimas. Se me curvó hacia abajo el labio inferior. Para controlarme, me senté.
El Gordo irrumpió de pronto en el cuarto, y dijo:
—Venga, Basch, los blintzes y… Pero ¿qué te pasa?
—Está muerta.
—¿Quién está muerta?
—Esta pobre mujer. Anna O.
—No digas bobadas. ¿Es que has perdido el juicio?
No respondí. Quizá había perdido el juicio y los pintorescos policías y aquella gomer no eran sino alucinaciones. El Gordo, viendo mi tristeza, se sentó a mi lado.
—¿Te he aconsejado mal hasta ahora?
—Eres demasiado cínico, pero las cosas que dices parece que son ciertas. Aunque todo esto es de locos.
—Exactamente. Así que hazme caso; yo te diré cuándo llorar, porque habrá veces en este internado en que tendrás que llorar, y si no lloras entonces acabarás tirándote por una ventana de este edificio y tendrán que recogerte en pedacitos del aparcamiento para meterte en una bolsa de plástico. No serás más que un montón de porquería, ¿lo entiendes?
Dije que sí, que lo entendía.
—Pero te estoy diciendo que aún no es el momento, porque esta Anna O. es una verdadera gomer, y LEY NÚMERO UNO: LOS GOMERS NO MUEREN.
—Pero está muerta. Mírala.
—Oh, pues claro que parece muerta. Lo admito.
—Está muerta. La he llamado, le he tomado el pulso, he intentado oír sus latidos, encontrarle la respiración. Y nada de nada. Está muerta.
—Con Anna tienes que invertir la técnica del estetoscopio. Mira.
El Gordo sacó su estetoscopio, metió los auriculares en los oídos de Anna O. y, utilizando el disco de auscultación a modo de boca de megáfono, gritó:
—¡Llamando a cóclea, llamando a cóclea! ¿Me recibes, cóclea? ¡Llamando a cóclea!
El cuarto, de pronto, se estremeció. Anna O. brincaba convulsivamente sobre la camilla, chillando a voz en cuello:
—¡RUUUDOOOL, RUUUDOOOL, RUUUDOOOL…!
El Gordo le sacó los auriculares de los oídos, me agarró la mano y me sacó del cuarto. Los gritos retumbaron en la Sala de Urgencias, y Howard, que estaba en el cuarto de enfermeras, se quedó mirándonos con fijeza. Al verle, Grasas aulló:
—¡Parada cardiaca! ¡Cuarto 116!
Y mientras Howard salía disparado de un salto, el Gordo, riendo, me empujó hacia el interior del ascensor y apretó el botón del comedor. Sonriendo de oreja a oreja, dijo:
—Repite conmigo: LOS GOMERS NO MUEREN.
—LOS GOMERS NO MUEREN.
—Puedes jurarlo —dijo—. Venga, vamos a comer.
Pocas cosas cabría imaginar más repulsivas que la contemplación del Gordo engullendo a manos llenas blintzes del día anterior, sin parar de hablar de cosas tan dispares como los elementos porno en El mago de Oz, las virtudes de la mierda de comida que estábamos comiendo y, finalmente, cuando los dos nos quedamos solos, sus perspectivas en relación con lo que él seguía indefectiblemente llamando el Gran Invento Médico Americano. Dejé vagar mi cabeza, y pronto estuve con Berry en una playa de junio, llenos de la excitación del amor, de posibilidades compartidas. Tantas. Paisajes ingleses. La mirada en la mirada, la sal del mar en los acariciantes labios…
—Basch, corta el rollo. Si te quedas allí mucho tiempo, cuando vuelvas a esta mierda de realidad te vas a morir del susto.
¿Cómo se había dado cuenta? ¿Qué me habían hecho, Dios, poniéndome con aquel loco?
—No estoy loco —dijo el Gordo—. Lo que pasa es que yo digo claramente lo que todos los demás médicos sienten, y casi todos reprimen y dejan que se les pudra en las entrañas. El año pasado perdí peso. ¡Yo! Así que me dije a mí mismo: «No a costa de tu mucosa gástrica, Grasas, chiquillo. Y no por lo que te están pagando. Tú no vas a coger ninguna úlcera». Y aquí estoy. —Ya ahíto, se dulcificó un tanto y continuó—: Mira, Roy, estos gomers tienen un talento increíble: nos enseñan Medicina. Vamos a bajar a Urgencias y, con mi ayuda, Anna O. va a enseñarte más métodos médicos útiles en una hora que todo lo que podrías aprender de un paciente frágil en una semana. LEY NÚMERO SEIS: NO HAY CAVIDAD CORPORAL A LA QUE NO PUEDA LLEGARSE CON UNA AGUJA DEL 14 Y UN BRAZO FUERTE. Aprendes de estos gomers, y cuando una persona joven llega a la Casa de Dios muriéndose…
Mi corazón dio un respingo.
—… sabes lo que hacer, lo haces divinamente, y lo salvas. Esa parte del trabajo es emocionante de verdad. Espera a sentir la emoción de clavar una aguja a ciegas en el pecho de alguien para formular un diagnóstico, para salvar a un ser humano joven. Créeme, es fantástico. Vámonos.
Y así fue. Asesorado siempre por el Gordo, aprendí a drenar una cavidad torácica, una rodilla, a poner sondas, a hacer como es debido las punciones lumbares y a aplicar otros muchos métodos invasivos. El Gordo tenía razón. A medida que fui más hábil con las agujas empecé a sentirme bien, más seguro de mí mismo, y la posibilidad de poder llegar a ser un médico competente empezó a abrirse paso en mi interior. Empecé a dejar de tener miedo, y cuando me di cuenta de lo que me estaba sucediendo sentí, muy dentro de mí, un rubor, un ímpetu, un estremecimiento.
—Muy bien —dijo Grasas—, ya basta de diagnósticos. Ahora los tratamientos. ¿Qué hemos de hacer en una insuficiencia cardiaca? ¿Cuánto Lasix?
¿Cómo iba a saberlo yo? La BMS no me había enseñado nada sobre la praxis de los tratamientos.
—LEY NÚMERO SIETE: EDAD + SUN = DOSIS DE LAXIS.
Era absurdo. Aunque el SUN, o sea, el «sangre, urea, nitrógeno» era una medición indirecta de la insuficiencia cardiaca, estaba claro que Grasas me estaba gastando otra broma, y dije:
—Esa ecuación es una tontería.
—Por supuesto que sí. Pero funciona siempre. Anna tiene noventa y cinco años, y su SUN es ochenta. Total: ciento setenta y cinco miligramos. Quedan veinticinco para llegar a doscientos. Haz lo que quieras, pero Anna sólo empezará a hacer pis cuando llegues a esos doscientos. Ah, y acuérdate, Basch, de ACICALAR su cuadro clínico. Los litigios son muy desagradables, así que haz un bonito ACICALAMIENTO del cuadro de Anna O.
—Bien —dije—, pero ¿tendré que solucionarle la insuficiencia cardiaca antes de ponerme a hacerle el test intestinal?
—¿Test intestinal? ¿Estás loco? No es una paciente privada, es tu paciente. No hay que hacerle ningún test intestinal.
Rebosante de gratitud y de alegría de que aquel mago médico estuviera a mi lado, dije:
—¿Sabes lo que eres, Grasas?
—¿Qué?
—Un gran norteamericano.
—Y con un poco de suerte, pronto un norteamericano rico. Hora de irse a la cama para Grasas. Recuérdalo, Roy, primum non nocere, y hasta la vista, so gilipollas.
El Gordo tenía razón, por supuesto. Mientras redactaba los informes de mis ingresos del día, y ACICALABA los cuadros clínicos, intenté dosis más bajas de Lasix en Anna, y no sucedió nada. Me senté en el cuarto de enfermeras y escuché los arrullos de los gomers acompañados de los BLIP, BLIP de los monitores cardiacos. El conjunto tenía una calidad apaciguadora de canción de cuna:
BLIP, BLIP, ARREGLARME EL BULTO… BLIP, BLIP, RUUUDOOOL, RUUUDOOOL…
VETE, VETE, RUUUDOOOL, RUUUDOOOL… ARREGLARME EL BULTO, BLIP, BLIP…
BLIP, BLIP…
Les Brown y su banda de famosos gomers dándome una serenata mientras esperaba a que Anna O. hiciera pis. A los ciento setenta y cinco miligramos echó unas gotas; a los doscientos, un gran chorro. Era de locos. Sin embargo, viendo aquella orina, como alguien que acaba de ser padre por vez primera, sentí que mi pecho se henchía de orgullo. Y anuncié el evento a Molly.
—Vaya, Roy, es fantástico. Vas a conseguir que esa amable ancianita vuelva a ponerse en pie. Maravilloso. Que duermas bien. Yo me quedo aquí. Me ocuparé de que todo vaya bien. Tengo mucha confianza en ti. Feliz Cuatro de Julio.
Miré el reloj. Eran las dos de la madrugada del excelso Cuatro de Julio. Sintiéndome bien, sintiéndome orgulloso y competente, me alejé por el pasillo vacío y entré en la sala de guardia. Todo un despliegue de dominio. Estaba al mando de todo aquello. Sentí que un frío me recorría, como al interno del libro. Me encontraba en el séptimo cielo.
La cama estaba sin hacer, y no pude encontrar ningún pijama de cirugía; Levy, el BMS Perdido, roncaba en la litera de arriba, pero me sentía tan cansado que me dije «que más da». Mientras me encaminaba hacia el sueño, escuchando los BLIP, BLIP, me puse a rumiar sobre el asunto de los paros cardiacos, y al tiempo que mi mente hacía recuento de todo lo que sabía acerca de ellos fui haciéndome más y más consciente de lo mucho que seguía sin saber. Empecé a preocuparme. No podía dormir, porque en cualquier momento podían llamarme para que atendiera a alguien con uno de aquellos paros, y cuando eso sucediera, ¿qué iba a hacer? Sentí un codazo, y allí estaba Molly. Se llevó un dedo a los labios para indicarme que guardara silencio. Se sentó en el borde de la litera, se quitó los zapatos blancos de enfermera y se bajó los pantis blancos y las escuetas bragas. Levantó las mantas, dijo algo sobre que no quería que se le arrugara el uniforme, y se sentó encima de mí con las piernas cruzadas. Se desabrochó la blusa y se inclinó sobre mí y me besó en los labios, y cuando puse mi palma en torno a su vítreo trasero, su perfume…
Sentí un golpecito en el hombro. Y olí el perfume. Volví la cabeza hacia donde había sentido el golpecito y me encontré mirando directamente al interior de los muslos de Molly, que estaba en cuclillas junto a la litera, despertándome. Maldita sea, había sido un sueño… Pero esto no lo era. Iba a suceder, después de todo. Me puso una mano en el hombro. ¡Dios, iba a meterse en la cama conmigo de un saltito…!
Me equivoqué. Me hablaba de una paciente, uno de los casos cardiacos de Pequeño Otto, que se negaba a seguir atada y quieta en su cama. Tratando de ocultar el ente tieso y escandaloso y ávido de placer que alentaba dentro de mis calzoncillos blancos, salí con paso vacilante al pasillo, parpadeando ante el fulgor del neón, y seguí a aquel trasero respingón que brincaba mientras me guiaba hacia el cuarto de la paciente. Se oyó un alboroto. Entramos precipitadamente y vimos a la anciana, que ya se había IDO AL SUELO, de pie y desnuda en medio del cuarto, gritando obscenidades a su propia imagen reflejada en el espejo. Cogió una botella de goteo intravenoso, Y aulló:
—¡Mira! ¡Mira! ¡Mira esa vieja en el espejo!
Lanzó la botella contra su imagen e hizo añicos el cristal. Cuando me vio, se arrodilló sobre los cristales del suelo y se aferró a mis rodillas y dijo:
—Por favor, señor, por favor, no me mande a casa.
Era patético. Su cuerpo olía a rancio. Intentamos calmarla. Volvimos a atarla a la cama con las correas.
Fue el primero de una serie de incidentes que parecían festejar el Cuatro de Julio. Cuando llamé a Pequeño Otto para decirle que su paciente tenía ganas de juerga, Otto se puso hecho una furia, acusándome de «inquietar a mi paciente con sus cuidados ineptos. Es una amable mujer y usted ha debido molestarla. Déjela en paz». Luego, la puerta del ascensor se abrió y, como llegados precipitadamente de otro círculo del Infierno, salieron de él Trágate-Mi-Polvo y su BMS empujando a otra «carcasa» humana hacia el fondo del pasillo. Ahora se trataba de un hombre huesudo con aire de molusco, con una nudosa protuberancia roja en lo alto del cráneo, que iba sentado y tieso como un cadáver sobre la camilla, salmodiando:
—RUGALA, RUGALA, RUGALA, RUGA…, RUGALA, RUGALA, RUGALA, GUUUUU…
—Es mi cuarto ingreso —dijo Eddie—, y eso quiere decir que el siguiente te toca a ti. Deberías ir a ver lo que están tramando en la Sala de Urgencias.
¿Me tocaba el siguiente? Qué horror. Volví a la cama, y me dormí, pero mi dedo, de pronto, como si también celebrara el Cuatro de Julio por su cuenta y riesgo, empezó a dolerme endiabladamente. Grité con todas mis fuerzas, lo que hizo que Levy saltara de la litera de arriba y Molly llegara corriendo de la sala de Urgencias y me pusiera contra la cara aquella delicia de muslos.
—¡Me ha picado algo! —grité.
—Créame, doctor Basch —dijo Levy—, le juro que yo no he sido.
El dedo se me empezaba a hinchar. El dolor era insoportable…
—Iba a llamarte de todas formas —dijo Molly—. Hay otro ingreso para ti en la Sala de Urgencias.
—Oh, no. No podré soportar otro gomer esta noche.
—No es un gomero Tiene cincuenta años, y está muy enfermo. También es médico.
Presa del pánico, fui a la Sala de Urgencias y leí el cuadro clínico del paciente: doctor Sanders, cincuenta y un años, negro. Del personal médico de la Casa de Dios. Historial de tumores de las glándulas parótida y pituitaria con gravísimas complicaciones. Esta vez ingresaba con dolor en el pecho, progresiva pérdida de peso, letargia, dificultad al respirar. ¿Debería llamar al Gordo? No. Primero lo vería yo. Entré en el cuarto.
El doctor Sanders estaba tendido en la camilla. Era un hombre negro que aparentaba veinte años más de su edad real. Trató de darme la mano, pero estaba demasiado débil. Le cogí la mano y le dije mi nombre.
—Me alegro de tenerle de médico —dijo.
Conmovido por su impotencia —su débil mano seguía confiadamente dentro de la mía—, me invadió una gran lástima.
—Dígame lo que le ha pasado.
Me lo contó. Al principio yo estaba tan nervioso que apenas podía escuchar lo que me decía. Consciente de ello, dijo:
—No se preocupe. Lo hará todo muy bien. Olvídese de que soy médico. Me pongo en sus manos. Yo estuve hace años donde está usted ahora, ahí mismo. Fui el primer interno negro de la Casa. Entonces nos llamaban «morenos».
Gradualmente, pensando en lo que el Gordo me había enseñado, empecé a sentirme más seguro de mí mismo, más despierto, nervioso aunque lleno de expectación. Me gustaba aquel hombre. Me estaba pidiendo que me ocupara de él, y yo iba a hacer todo lo que estuviera en mi mano. Me puse a trabajar, y cuando los rayos X le detectaron líquido de la cavidad torácica, y consideré que lo mejor era drenarle el pecho para ver lo que tenía, decidí llamar al Gordo. Instantes antes de que llegara, reuní los datos de mis análisis y caí en la cuenta de que el diagnóstico más probable era el de una tumoración maligna. Sentí náuseas. El Gordo, una especie de alegre zepelín verde en su pijama quirúrgico, entró pausadamente, y con unas cuantas palabras entabló con el doctor Sanders una relación magnífica. Una calidez llenó el cuarto: una confianza, una petición de ayuda, una promesa de intentarlo. Lo que sin duda debía ser la verdadera Medicina. Le drené el pecho. Como lo había practicado con Anna O., ahora me resultaba fácil. El Gordo tenía razón: con los gomers te arriesgabas y aprendías, y cuando llegaba el momento de poner en práctica en otros lo aprendido, lo hacías. Y entonces caí en la cuenta de que la razón por la que los Lamedores de la Casa toleraban al Gordo y sus pintorescos modos era que se trataba de un médico increíblemente bueno. Lo diametralmente opuesto al doctor Putzel. Terminé el drenaje, y el doctor Sanders, respirando con mayor facilidad, dijo:
—No deje de decirme el resultado de la citología de ese líquido, ¿de acuerdo? Sea el que sea.
—No habrá nada definitivo hasta dentro de unos días —dije.
—Bien, pues dígamelo dentro de unos días. Si es maligno, tengo que hacer ciertos planes. Tengo un hermano en West Virginia; nuestro padre nos dejó unas tierras. Llevo demasiado tiempo posponiendo una excursión de pesca con mi hermano.
Una vez fuera del cuarto, sentí que un escalofrío me recorría de arriba abajo al pensar en lo que podría haber en aquel tubo de ensayo lleno de líquido que llevaba en el bolsillo. Oí que el Gordo me preguntaba:
—¿Le has visto la cara?
—¿Qué le pasa en la cara?
—Recuérdala. Es la cara de un hombre moribundo. Buenas noches.
—Eh, espera un momento. Creo que ya lo sé: la razón por la que te dejan andar por ahí haciendo el tonto es que eres un buen médico.
—¿Bueno? No, no sólo bueno. Muy bueno. Incluso excelso. Buenas noches.
Volví a llevar al doctor Sanders a la Sala de Urgencias, y me fui otra vez a la cama cuando ya el amanecer empezaba a dar al traste con aquella horrible y calurosa velada. Los frenéticos cirujanos comenzaban sus visitas matutinas, y se aprestaban a una jornada de bonitos actos cívicos como coser manos en brazos seccionados y demás, y los primeros turnos de los Servicios Auxiliares se afanaban ya en las entrañas de la Casa. Me puse los calcetines para asistir al reparto de fichas del Gordo, y me di cuenta de que me sentía un poco como mis calcetines: sudoroso, viciado, maloliente, entumecido, usado un día más de lo estrictamente conveniente. A partir del reparto de fichas las cosas empezaron a mezclarse, a fundirse, a desdibujarse, y para la hora del almuerzo estaba tan grogui que Chuck y Potts tuvieron que guiarme desde la cola del mostrador del comedor hasta la mesa. Lo único que me había puesto en la bandeja era un gran vaso de café helado, y estaba tan atáxico que cuando intenté sentarme me golpeé la espinilla contra la pata de la mesa, di un traspié y me derramé todo el café encima de la bata. Sentí que un frío me bajaba por la entrepierna. Me sentía muy lejos, en algún lugar remoto. Aquella tarde el doctor Leggo, en su calidad de Jefe Médico, dirigía el examen de los casos de nuestro grupo. Bajó al vestíbulo con su habitual larga bata blanca y el largo estetoscopio que le bajaba por el pecho y se le metía en los pantalones, silbando «Daisy, Daisy, dame una respuesta de verdaaad…». Mientras él examinaba al paciente, yo sentí el impulso de empujar a Levy contra Leggo para que los dos cayeran sobre la cama y encima del gomer que estaba siendo salvado a toda costa, y tuve la fantasía de que «Leggo» era una especie de derivación criptográfica de «dejad que mis gomers se vayan». Y visualicé a Leggo sacando a los gomers del apacible reino de la muerte y conduciéndolos al cautiverio de una vida prolongada y lastimosa y sufriente, recorriendo el Sinaí y devorando pan ácimo y cantando «Daisy, Daisy, dame una respuesta de verdaaad».
El caos. Lo borroso se hizo más borroso. Empecé a pensar que no lograría acabar el día. La enfermera se acercó a mí y me dijo que mi único paciente italiano, una mujer apodada Boom Boom, que no era una enferma cardiaca, sentía un dolor en el pecho. Entré en su cuarto, donde la familia de ocho miembros parloteaba en italiano. Le hice un electrocardiograma, que resultó normal, y luego, hecho todo un showman ante un público de ocho personas, decidí emplear la técnica del Gordo del estetoscopio al revés. Le «enchufé» a Boom Boom los auriculares, y grité en el disco a modo de megáfono:
—¡Llamando a cóclea, llamando a cóclea…! ¿Me recibes, cóclea?
Boom Boom abrió los ojos, gritó, dio un respingo, se puso el puño en el pecho con el gesto clásico de quien padece un dolor cardiaco, dejó de respirar y se puso azul. Me di cuenta de que tanto yo como los ocho familiares italianos estábamos presenciando un paro cardiaco. Golpeé a Boom Boom en el pecho, y la mujer volvió a gritar, lo cual me indicó que seguía viva. Tratando de asegurar a la familia que todo aquello era algo rutinario, hice salir del cuarto a todo el mundo y llamé para poner en marcha el código de paro cardiaco. El primero en llegar fue un miembro de Servicios Auxiliares, que —quién sabe por qué—traía en la mano un ramo de azucenas. El siguiente fue un anestesista paquistaní. Con el soniquete de aquella delegación italiana en mis oídos, era como si estuviese en las Naciones Unidas. Llegaron otras personas, pero Boom Boom ya estaba reaccionando. Grasas echó una mirada al segundo electrocardiograma y dijo:
—Roy, éste es el día más grande de la vida de esta mujer, porque por fin ha tenido un verdadero ataque al corazón.
Traté de persuadir al residente de Cuidados Intensivos de que la pusiera en otras manos más competentes que las mías, pero me echó una mirada de soslayo y me dijo: «¿Hablas en serio?» Se negaba, pues, a la LARGADA. Tímidamente, intentando evitar a la familia, me alejé con sigilo por el pasillo. El Gordo señaló la valiosa LEY de la Casa NÚMERO OCHO: ELLOS SIEMPRE PUEDEN HACERTE MÁS DAÑO. Terminé mi jornada, y, medio grogui, llamé a Potts para firmar el traspaso de pacientes. Le pregunté qué tal le iba.
—Mal. A Ina le ha entrado como un ataque de vandalismo, y se ha puesto a robar zapatos y a mearse dentro de ellos. No debería haberle dado Valium.
—¿Valium?
—Sí, para intentar controlarle esa violencia. Como le ha ido bien al Enano, pensé que también le vendría bien a ella, pero se ha puesto peor.
Yendo hacia el ascensor con el Gordo, dije:
—¿Sabes?, creo que los gomers están intentando joderme.
—Por supuesto que intentan joderte. Tratan de joder a todo el mundo.
—¿Y a mí por qué? Yo en ningún momento he intentado hacerles daño, y ellos intentan hacérmelo a mí constantemente.
—Exacto. Así es la medicina moderna.
—Estás loco.
—Hay que estar loco para dedicarse a esto.
—Si esto es así siempre, y no hay más, no podré soportarlo. Imposible.
—Claro que podrás, Roy. Manda a la mierda tus ilusiones, y el mundo abrirá un camino hasta tu puerta.
Se fue. Esperé a Berry, que venía a recogerme. Cuando me vio, su cara se torció en un gesto de disgusto.
—¡Roy! ¡Estás verde! ¡Uf! ¡Y apestas! ¡Estás verde y maloliente! ¿Qué te ha pasado?
—Me han pillado.
—¿Que te han pillado?
—Sí. Me han matado.
—¿Quién?
—Los gomers. Pero el Gordo me acaba de decir que hacen daño a todo el mundo, que así es la medicina moderna, así que ya no sé qué pensar. Dice que mande a la mierda las ilusiones y que el mundo abrirá un camino hasta mi puerta.
—Suena extraño.
—Eso es lo que yo le he dicho, pero ya no estoy seguro.
—Yo puedo hacer que te sientas mejor —dijo Berry.
—Me basta con que me arropes.
—¿Qué?
—Que me metas en la cama y me arropes.
—Hoy es tu cumpleaños. Vamos a cenar fuera, ¿es que no te acuerdas?
—Se me había olvidado.
—¿Te olvidas de tu propio cumpleaños?
—Sí. Y estoy verde y maloliente, y quiero que me arropes.
Y me arropó, y aunque estaba verde y maloliente me dijo que a pesar de todo me amaba, y yo le dije que yo también la amaba a ella, pero era mentira porque los gomers habían roto algo en mi interior, algo rico y exuberante que tenía que ver con el amor, y me quedé dormido antes incluso de que Berry llegara a cerrar la puerta del cuarto.
Sonó el teléfono, y me llegó una armonía doble: «Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños, feliz cumpleaños, querido Roy, feliz cumpleaños…». Mi cumpleaños…, primero olvidado, luego recordado, luego vuelto a olvidar… Eran mis padres. Mi padre dijo:
—Espero que no estés demasiado cansado, y tiene que ser estupendo tener por fin pacientes tuyos de verdad.
Supe que pensaba que la medicina moderna era el invento más grande desde el torno dental de alta velocidad, y mientras colgaba pensé en el doctor Sanders, que iba a morir, y en los gomers, que no morían nunca, y traté de deslindar lo que era ilusión y lo que no lo era. Había esperado —como en el libro Cómo salvé al mundo sin mancharme la bata— llegar siempre a tiempo y salvar vidas en el último momento, y lo que había conseguido en lugar de eso era contemplar cómo un jodido sureño era golpeado en plena cara por una gomer que llevaba el casco con cuernos de carnero de un equipo de fútbol americano, y que un mago gordo que era un maravilloso médico y también alguien fantasmagórico —loco o genial—no parara de decirme que no hacer nada salvo ACICALAR y LARGAR era la esencia de la prestación de asistencia médica. Si había habido sentimiento de poder en el pasillo vacío, por la noche, y en el atestado ascensor durante el día, había habido también una pavorosa impotencia ante los gomers y los desvalidos jóvenes desahuciados. Por supuesto que había habido batas blancas y limpias, y la blancura y la limpieza del Continental blanco del doctor Putzel, pero las batas blancas y limpias habían sido pringadas por vómitos y sangre y meada y mierda, y las sábanas sucias habían criado chinches que atacaban directamente a los dedos y a los ojos, y Putzel era un imbécil. Dentro de unos meses el doctor Sanders habría muerto. Si yo supiera que iba a morir dentro de unos meses, ¿emplearía mi tiempo en hacer esto? Ni mucho menos. Mi sano cuerpo mortal, mi ridícula vida enferma… A la espera de un soberbio bateo y de una carrera letal, a la espera de que un aneurisma me estallase en el tronco del encéfalo y encharcase de sangre toda la corteza y me dejara cerebralmente seco. Pero ya no había salida. Me había convertido en un interno en el apestoso internado-invernadero de la Casa de Dios.