Cuando a la mañana siguiente entré en la Sala 6 Sur, mi miedo se vio atemperado por la curiosidad. Me encontré con una escena verdaderamente singular: Potts estaba sentado en el cuarto de enfermeras, con aspecto de haber sido disparado por un cañón, con la bata sucia y el pelo lacio y rubio enmarañado, con sangre bajo las uñas y vómito en los zapatos, con ojos rosados de conejo enfermo. Junto a él, atada a una silla y aún con el casco de los Rams en la cabeza, estaba Ina. Potts escribía algo en su cuadro clínico, y de pronto Ina se liberó de su atadura, gritó VETE, VETE, VETE… Y le lanzó un golpe a Potts con el puño izquierdo. Enfurecido, Potts —el gentil Potts, el moroso lector de Moliere de la mansión familiar de Legare Street—gritó:
—¡Maldita sea, Ina, cierre la boca y compórtese como es debido!
Y le dio un empujón que la devolvió a la silla. No podía creerlo. Una sola noche de guardia y aquel caballero del Sur se había convertido en un sádico.
—Hola, Potts, ¿cómo ha ido la noche?
Alzó la mano y, con lágrimas en los ojos, dijo:
—¿Que cómo ha ido la noche? Espantosa. El Gordo me había dicho: «No te preocupes: los Privados saben que han llegado los internos nuevos y sólo están admitiendo ingresos de urgencia». Bueno, pues ¿sabes qué ha pasado? Que he tenido cinco urgencias y media.
—¿Y media?
—Un traslado de otro centro médico. Le he preguntado al Gordo qué es lo que se hace en esos casos, y me ha dicho: «Como sólo te conceden la mitad del mérito, les haces sólo medio reconocimiento».
—¿Medio? ¿Cuál?
—La mitad que te dé la gana. Y con estos pacientes, Roy, yo sugeriría la de arriba.
Ina se incorporó otra vez, y cuando Potts la volvió a sentar a empujones llegaron el Gordo y Chuck, y el Gordo dijo:
—Veo que no has hecho el menor caso de mi consejo y has hidratado a Ina.
—Sí —dijo Potts como avergonzado—. La he hidratado, y tenías razón: se ha puesto violenta. Se porta como una psicótica, así que le he dado un antipsicótico, Toracina.
—¿Que le has dado qué?
—Toracina.
El Gordo se echó a reír. Grandes carcajadas le iban bajando desde los ojos a las mejillas y a las mandíbulas y a la panza.
—¡Toracina! —dijo—. Por eso actúa como un chimpancé. Seguro que no tiene más de sesenta de tensión. Dame un brazal. Eres increíble, Potts. Tu primer día de interno, e intentas matar a una gomer con Toracina. Había oído hablar del Sur militante, pero no sabía que la cosa llegara hasta ese punto.
—No tenía ninguna intención de matarla…
—Tensión sistólica, cincuenta y cinco —dijo Levy, el BMS.
—Bajad la cabecera de la cama —dijo Grasas—. Que le baje algo de sangre. —Mientras Levy y la enfermera llevaban a Ina a su cuarto, el Gordo nos informó de que a los gomers la Toracina les bajaba la tensión hasta hacer que no les llegara el riego a las zonas más altas del cuerpo—. Ina luchaba por incorporarse para luego poder tumbarse. Por poco la matas.
—Pero anoche se volvió loca…
—La puesta de sol —dijo Grasas—. Les pasa continuamente a los gomers ingresados en la Casa. Para empezar, no tienen mucho aporte sensorial, y cuando el sol se pone y oscurece se vuelven majaras… Venga, vamos a estudiar las fichas. Así que Toracina, ¿eh? Me encanta…
El Gordo procedió al examen de las fichas, y empezó por los cinco ingresos y medio que habían convertido a Potts en un sádico. De nuevo, como el día anterior, gran parte de lo que yo había aprendido de medicina en la BMS resultó o bien erróneo o bien extemporáneo. Así pues, a la deshidratada Ina la hidratación la empeoraba; el tratamiento para la depresión era el enema de bario; y el apropiado para el tercer ingreso de Potts —un hombre con dolor de abdomen que «sabía que todos ustedes los médicos eran nazis, pero de lo que aún no estoy muy seguro es de quién de ustedes es Himmler»—no fue un enema de bario ni un test intestinal sino lo que el Gordo llamaba una «LARGADA» A PSIQUIATRÍA.
—¿Una largada? —preguntó Potts.
—Una LARGADA es librarte de alguien. Quitártelo de encima y endosárselo a otro departamento, o incluso largarlo fuera de la Casa. Es un concepto clave. La principal forma de tratamiento en medicina. No tienes más que llamar a Psiquiatría y contarles lo que dice de los nazis. No menciones para nada lo del dolor de tripa. Y listo: LARGADA A PSIQUIATRÍA. —Rompió en pedazos la ficha del «buscador de nazis» y los tiró hacia atrás por encima del hombro, y añadió—: Eso es la LARGADA. Me encanta. Sigamos, ¿quién viene ahora?
Potts presentó su último ingreso, un hombre de nuestra edad que había estado jugando al béisbol con su hijo y que, cuando intentaba apuntarse un tanto corriendo hacia la primera base, se había desplomado y había quedado tendido en tierra como un fardo.
—¿Qué piensas que ha sido? —preguntó el Gordo.
—Una hemorragia intracraneal —dijo Potts—. Está muy mal.
—Va a morir —dijo el Gordo—. ¿Quieres que antes de nada le concedamos el beneficio de una intervención neuroquirúrgica?
—Ya lo he hecho.
—Estupendo —dijo el Gordo, rompiendo la ficha del hombre de nuestra edad y tirando los trozos al suelo—. Potts, lo estás haciendo muy bien… Una LARGADA A NEUROCIRUGÍA. De tres pacientes, dos LARGADAS.
Potts y yo nos miramos. Nos entristecía que un hombre de nuestra edad que había estado jugando al béisbol con su hijo de seis años un precioso atardecer de verano fuera ahora un vegetal con la cabeza llena de sangre y a punto de que los cirujanos le abrieran la cabeza.
—Sí, es triste —dijo el Gordo—, pero no podemos hacer nada. La gente de nuestra edad es la que se muere. Punto. Las enfermedades que nos afectan a nosotros no las cura ninguna gilipollología medicoquirúrgica. ¿El siguiente?
—Bien, el siguiente es el peor —dijo Potts con voz ronca.
—Explícate.
—El checo, el Hombre Amarillo, Lazlow. Anoche, a eso de las diez, tuvo convulsiones, y aunque hice lo imposible para detenerlas no hubo manera. Lo intenté todo. Su analítica de la función hepática, ya a altas horas de la noche, desbordaba todo límite. Se… —Potts nos miró a Chuck ya mí, y luego, avergonzado, bajó la mirada hacia el regazo y dijo—: Una hepatitis necrótica fulminante. Lo he mandado a la unidad de aislamiento y se han hecho cargo de él. Ya no es mi paciente, nuestro paciente.
El Gordo preguntó a Potts con voz amable si le había dado esteroides al Hombre Amarillo. Potts dijo que había considerado la posibilidad, pero que no lo había hecho.
—¿Por qué no me notificaste los resultados del laboratorio? ¿Por qué no me pediste ayuda? —le preguntó el Gordo.
—Bueno, yo… Pensé que debía ser capaz de tomar una decisión por mí mismo.
Un silencio sombrío se abatió sobre nosotros, el silencio de la pena y la tristeza. Grasas extendió un grueso brazo y se lo pasó por el hombro a Potts, y dijo:
—Sé lo jodido que te sientes. No hay ningún sentimiento parecido en el mundo. Si no lo sientes al menos una vez en la vida, Potts, no serás nunca un buen médico. No te preocupes, no pasa nada. Los esteroides nunca sirven de gran ayuda, de todas formas. Así que lo has LARGADO a la 6 Norte, ¿no es eso? Verás: después del desayuno, en vista de que las LARGADAS han sido tantas, voy a haceros una demostración de la cama eléctrica de los gomers.
Camino de la cama eléctrica de los gomers —fuera lo que fuere tal cosa—, Potts, abatido, se volvió a Chuck y dijo:
—Tenías razón. Debería haberle dado esteroides. Ahora seguro que se muere.
—No le habrían servido de gran cosa —dijo Chuck—. Estaba muy, muy grave.
—Me siento tan mal —dijo Potts—. Necesito a Otis.
—¿Quién es Otis? —pregunté.
—Mi perro. Necesito a mi perro.
El Gordo nos reunió alrededor de la cama eléctrica de los gomers, en la que estaba tendido un paciente mío, el señor Rokitansky. Grasas explicó que la meta del interno era tener los menos pacientes posibles. Meta opuesta a la de los Privados, los Lamedores y los Administradores de la Casa. Dado que, de acuerdo con la LEY NÚMERO UNO: LOS GOMERS NO MUEREN, los gomers no iban a dejar el departamento de los internos por causa de muerte, lo que tenían que hacer los internos era encontrar otros medios para LARGARLOS a otra parte. La dispensación de cuidado médico consistía en admitir a un paciente para luego LARGARLO a otra parte. Era el concepto de la puerta giratoria. El problema con las LARGADAS era que el paciente podía REBOTAR, es decir, ser LARGADO de vuelta al lugar de origen. Por ejemplo, un gomer que hubiera sido LARGADO a Urología por no poder orinar a causa de una hipertrofia de la próstata, podía REBOTAR a Medicina General después de que el interno de Urología, con sus sondas filiformes y demás adminículos flexibles, le causara una septicemia generalizada que aconsejara un estrecho seguimiento médico. El secreto de la LARGADA profesional, en la que el gomer no REBOTABA, era —según el Gordo—el ACICALAMIENTO.
Le preguntamos qué era el ACICALAMIENTO.
—Es como cuando adecentas un coche —dijo el Gordo—. Hay que acicalar a los gomers para que cuando los LARGUES a otra parte no te vuelvan REBOTADOS. Porque no olvidéis que no sois los únicos que tratáis de LARGARLOS. Cada interno y cada residente de la Casa de Dios se pasan la noche despiertos pensando en cómo ACICALAR y LARGAR a sus gomers para que no vuelvan. Gath, el residente de cirugía de ahí abajo, seguramente está en este momento dándoles a sus internos una disertación en tal sentido: cómo hacer que a sus gomers les dé un ataque al corazón para LARGARLOS a Atención Médica. Una de las herramientas clave para LARGAR a los gomers a otro departamento es la cama eléctrica gomer. Voy a haceros una demostración con el señor Rokitanski. Señor Rokitansky, ¿qué tal se encuentra hoy?
—BATANTE BEN.
—Estupendo. Vamos a hacer un pequeño viaje, ¿de acuerdo?
—BATANTE BEN.
—Estupendo. Bien, lo primero que hay que tener en cuenta es que la cama eléctrica gomer tiene una especie de barandillas laterales. Aunque de poco sirven. LEY NÚMERO DOS…, repetid conmigo: LOS GOMERS SE VAN AL SUELO.
Obedientes, repetimos: LOS GOMERS SE VAN AL SUELO.
—Que las barandillas estén subidas o bajadas —dijo el Gordo—, poco importa. Poco importa lo fuerte que estén sujetos, poco importa lo dementes que estén, poco importa lo aparentemente incapacitados que estén: LOS GOMERS SE VAN AL SUELO. Lo segundo que hay que saber de la cama eléctrica gomer es que tiene pedal. Los gomers no tienen bien la tensión, y cuando, como a Ina, les falla el riego de las zonas más nuevas del cerebro, se vuelven locos, se ponen a gritar, tratan de TIRARSE AL SUELO. Cuando, en mitad de la noche, te llaman porque uno de tus gomers tiene la tensión arterial de una ameba, vienes y pisas este pedal. Algo elemental, como saber lo que es un do mayor. Muy bien, Maxine, tómele la tensión; voy a haceros una demostración preliminar.
—Siete, cuatro —dijo Maxine.
—Muy bien —dijo el Gordo, y pisó el pedal.
La cama eléctrica gomer entró en acción. En menos de treinta segundos el señor Rokitansky fue volteado y quedó prácticamente cabeza abajo, con los pies en alto, a cuarenta y cinco grados de la vertical, y la cabeza al otro extremo, aprisionada contra la cabecera de la cama.
—¿Que tensión tiene, Max? Señor Rokitansky, ¿cómo va todo?
El señor Rokitansky no parecía estar muy bien, pero mientras Maxine intentaba leerle la tensión en el brazo casi vertical, dijo:
—BATANTE BEN.
Todo un veterano.
—Diecinueve, diez —dijo Maxine.
—Esta postura —dijo el Gordo—se llama Trendelenburg. Puedes conseguir que un gomer tenga la tensión que te dé la gana si le aplicas el Trendelenburg adecuado. Y lo contrario del Trendelenburg, ¿qué diréis que es?
Nadie lo sabía.
—El Trendelenburg al revés —dijo el Gordo—. Como la mayoría de los gomers suelen tener problemas de tensión, no se les puede poner al revés así como así.
Lo que el Gordo nos enseñó a continuación fue cómo levantar la cabecera de la cama en los casos de edema pulmonar, el pie de la cama en los de ulceraciones estásicas en los pies, y la parte central de la cama en los de desórdenes abdominales. Finalmente, después de haber hecho con la cama todo menos retorcerla hasta convertirla en una galleta de lazo —en la que el señor Rokitansky habría hecho de agujero—se puso solemne y dijo en tono excitado:
—He dejado para el final el control más importante. Este botón controla la altura. Señor Rokitansky, ¿está usted preparado?
—BATANTE BEN.
—Estupendo, porque allá vamos —dijo el Gordo. Y apretando el botón, que envió la cama hacia abajo, añadió—: Éste es el botón de subir y bajar, y ahora estamos bajando. Teniendo en cuenta LA LEY NÚMERO DOS, que dice…
—LOS GOMERS SE VAN AL SUELO —dijimos todos automáticamente.
—… la única manera de evitar que se hagan daño es bajar las camas hasta el suelo. Las enfermeras odian esta posición porque tienen que andar a gatas para coger las cuñas. Lo intentamos el año pasado y no funcionó. Disminuyó el trajín de cuñas y la sala empezó a oler como los corrales de Topeka. Pero ahora vamos a subir. —El Gordo gritó a continuación—: ¡Arriba! —Apretó el botón, y el señor Rokitansky empezó a elevarse. Durante el suave ascenso el Gordo se puso a decir a grandes voces—: ¡Aspiradoras, ropa interior femenina, electrodomésticos, juguetes…! —Finalmente, cuando el señor Rokitansky estaba ya a un metro y medio del suelo y nos llegaba a la altura del pecho, el Gordo dijo—: Ésta es una de las posiciones más importantes. Desde esta altura, si un gomer se cae al suelo se produce automáticamente una fractura intertrocantérica de cadera, y entonces tendríamos una LARGADA A ORTOPEDIA. Esta altura —dijo el Gordo, radiante—se llama «altura ortopédica». Es la penúltima. Y ahora, la última… —El Gordo volvió a apretar el botón, y el señor Rokitansky siguió elevándose hasta llegamos a la altura de la cabeza—. Esta altura se llama «altura neuroquirúrgica». Desde aquí tendríamos, pues, una LARGADA A NEUROLOGÍA. Y de allí raramente REBOTAN a ninguna parte. Gracias, caballeros, les veré en el almuerzo.
—Espera —dijo Levy, el BMS—. Has sido cruel con el señor Rokitansky.
—¿A qué te refieres? Señor Rokitansky, ¿qué tal se encuentra?
—BASTANTE BEN.
—Siempre dice eso…
—¿Ah, sí? Eh, señor Rokitansky… ¡Sí, usted, el de arriba! ¿Tiene algo más que decirnos?
Aguardamos conteniendo la respiración. Desde la altura neuroquirúrgica nos llegó flotando su respuesta:
—SÍ.
—¿Qué?
—NO ME INFORMEN DE LOS DETALLES.
—Caballeros, gracias de nuevo. Descubrirán que si aprietan el botón de bajada, el señor Rokitansky bajará a la altura normal. Hora del almuerzo.
—Por supuesto que no hablaba en serio —dijo Potts—. Nadie puede ser tan sádico. Ha sido una forma perversa de tratar de levantarme el ánimo.
—Creo que sí hablaba en serio. Creo que lo decía de verdad.
—No tiene ni pies ni cabeza —dijo Potts—. ¿Quieres decir que quiere que utilicemos esa cama para que los viejos se rompan las caderas? Qué monstruosidad.
—¿Qué piensas tú, Chuck?
—Quién sabe, tío, quién sabe…
Potts y yo estábamos en la mesa comiendo, observando cómo el Gordo se metía la comida en la boca. A Chuck, de guardia aquella noche, le habían llamado para el ingreso de sus primeros pacientes. De lo único que sabía hablar Potts era de que debía haberle dado esteroides al Hombre Amarillo, y de lo mucho que deseaba estar con Otis, su perro. Yo me sentía más confuso que asustado, desconcertado ante la versión del Gordo sobre la «dispensación de asistencia médica». Se unieron a nosotros los tres internos de otra sala, la 6 Norte. Confortado por Eddie Trágate-Mi-Polvo y por Hiperactivo Hooper, estaba Runt el Enano, con aquel aire de haber sido disparado por un cañón que podíamos ver también en Potts. Chuck había visto al Enano horas antes, en el curso de la jornada, y me había contado lo nervioso que estaba:
—Tío, va a todas partes con una caja gigantesca de pastillas de Valium, y cada cinco minutos va y se mete una en la boca.
Harold Runtsky, el Enano, había sido amigo mío durante los cuatro años de la BMS. Bajo y fornido, vástago de dos entusiastas psicoanalistas, el Enano parecía haber pasado él mismo por algún tipo de análisis, y aunque era tan listo y vivo como cualquiera de la clase, había acabado por ser tímido y apacible, y como con las «cuerdas» no demasiado tensadas, un tipo reactivo más que activo, con una ronca risa con la que normalmente reía las bromas de los demás. Al Enano le costaba Dios y ayuda estar sexualmente a la altura de las mujeres. Atado durante su época de BMS a un compañero de cuarto que era el tipo más promiscuo de la clase y que a veces le permitía fisgar a través del agujero de la cerradura sus tejemanejes lúbricos, el Enano se había embarcado en un sexo «bidimensional de revistas y películas. Poco antes del internado, y tras muchas incitaciones y apremios, había iniciado una relación con una poetisa e intelectual llamada June, cuyos poemas eran asexuados, asensuales, secos y áridos».
El Enano parecía sedado. Tenía el bigote caído. Estábamos en la mesa, comiendo, y de pronto se metió la mano en el bolsillo, sacó una cajita de pastillas y puso una en medio de su hamburguesa. Le pregunté qué era, y dijo:
—Valium, vitamina V. Nunca he estado tan nervioso en toda mi vida.
—¿Estuviste de guardia anoche?
—No. Esta noche. El que estuvo de guardia anoche fue Hooper.
Cuando le pregunté a Hooper qué tal le había ido, le sorprendí el mismo brillo en los ojos que le había visto el día del B-M Deli, cuando la Perla contó la anécdota de la autopsia hecha a hurtadillas por un interno, y se puso a reír entre dientes y dijo:
—Fantástico. De veras. Dos muertos. Y permiso para hacerle la autopsia a uno de ellos. La he estado viendo esta mañana. Una maravilla.
—¿Te sirve de algo el valium? —le preguntó Potts al Enano.
—Me deja un poco adormecido, pero también imperturbable. Se lo estoy recetando a todos mis pacientes.
—¿Qué? —dije—. ¿Estás recetándoles valium?
—¿Por qué no? Están siempre nerviosísimos teniéndome a mí de médico. A propósito, Potts, muchísimas gracias por el traslado de anoche, por el Hombre Amarillo —dijo el Enano sarcásticamente—. Qué maravilla…
—Lo siento —dijo Potts—. Tendría que haberle dado esteroides. ¿Ha dejado de tener convulsiones?
—No. Todavía no.
Sonó mi busca; tenía que volver a la sala, pero antes de marcharme le pregunté a Trágate-Mi-Polvo que talle iba.
—¿Que qué tal me va? Comparado con California, esto es una mierda.
Cuando las hermanas del señor Rokitansky quisieron hablar conmigo de nuevo, me sentí muy importante. Con los audífonos a todo volumen, querían saber las últimas nuevas de boca del «médico de nuestro hermano». Me sentí como al mando de todo aquello, como si realmente tuviera algo que ofrecer. Las dos ancianas estaban pendientes de cada una de mis palabras. Cuando mi busca volvió a sonar, dijeron que lamentaban mucho molestarme, que seguro que tenía cosas mucho más importantes que hacer, y en el momento en que ya me iba para pasar mi primera consulta en el dispensario, me embargó la emoción. Cuando entré en el ascensor, la gente me miraba, intentaba leer mi nombre en el distintivo de la solapa, sabía que era médico. Me sentía orgulloso de mi estetoscopio, de la mancha de sangre de mi manga. El Gordo era un caso perdido. Ser médico era verdaderamente emocionante. Podías hacer cosas por la gente. La gente tenía fe en ti. No podías defraudarles. El señor Rokitansky saldría adelante.
Con aire de suficiencia, seducido por la ilusión de ser capaz de conseguir que al señor Rokitansky se le regenerara el cerebro, entré en el dispensario. Chuck y yo pasábamos consulta en el dispensario el mismo día, así que, codo con codo, escuchamos las explicaciones de cómo debía hacerse este servicio ambulatorio. Funcionaríamos como médicos de medicina general. Sólo que no nos pagarían. Nos asignaron a cada uno un despacho, que utilizaríamos una vez cada dos semanas. Y el elemento de seducción final llegó cuando nos entregaron nuestras tarjetas de facultativos:
ROY G. BASCH, MÉDICO, DISPENSARIO DE LA CASA DE DIOS.
Con el ánimo muy alto y lleno de orgullo, fingiendo saber lo que estaba haciendo, me apresté a cumplir con mi primer día de práctica ambulatoria. Los pacientes, demasiado pobres para permitirse un médico privado de la Casa, resultaron ser de dos tipos: madres negras sin marido, de unos cincuenta y dos años de edad y con la tensión alta, y LOL sin NAD judías sin marido, de setenta y dos años y con la tensión alta. Rara vez llegaría a ver a algún varón, y el hecho de ver a alguien de menos de cincuenta y dos años —salvo en casos de «trastorno mental» o de enfermedad venérea—podía considerarse algo insólito. Mi primera paciente fue una LOL sin NAD que necesitaba un chequeo y que le prescribiese un pecho artificial y un sujetador con relleno y huecos rellenables. Pero ¿quién sabía rellenar una prescripción? Yo no, desde luego. Lo hizo ella, firmé yo, y la mujer, agradecida, se fue de la consulta. La siguiente fue una mujer portuguesa que quería que hiciese algo por sus callos. ¿Quién diablos entendía algo de callos? Jugué con la idea de prescribirle un pie ortopédico y un zapato relleno con huecos rellenables, pero recordé al Gordo y la LARGUÉ a Podología. La siguiente LOL sin NAD tenía setenta y cinco años, era judía y venía con los párpados superiores pegados a la frente con papel de celo. Leí su cuadro médico y vi que era un caso de «caída de párpados de etiología desconocida», y que el anterior interno del dispensario la había LARGADO a Oftalmología, donde el residente le había dicho que «se los pegase a la frente o tendría que operarla». Ella había elegido pegárselos, y había sido LARGADA de vuelta a Medicina General. Un claro ejemplo de REBOTE.
—Oh, me encanta conocer a todos los guapos y jóvenes médicos de la Casa —dijo.
—¿Cuánto tiempo lleva con los párpados pegados con celo?
—Ocho años. ¿Cuánto tiempo más tendré que seguir llevándolo?
—¿Qué le sucede si se lo quita?
—Que se me caen los párpados.
Le receté más papel de celo. Me cogió la mano y se puso a charlar sobre lo contenta que estaba de tenerme como médico. Resultaba penoso escuchada porque sus párpados pegados a la frente hacían que los ojos le sobresalieran como los de un monstruo de las profundidades, y la única forma de que dejase de contar la historia de su vida fue que la enfermera hiciese entrar ala paciente siguiente, la última de la tarde. Se trataba de una mujer negra hipertensa de cincuenta y cuatro años llamada Mae, sin más pretensiones que la de quejarse de que «me duelen las articulaciones cuando juego al baloncesto con mis chicos», y la de pedir que le hiciera un examen pelviano. Cuando se hallaba ya con las piernas sobre los estribos, Mae empezó a recitar el evangelio de los Testigos de Jehová, y después de vestirse, sin dejar su cháchara mezcla de religión, historia familiar e historia de sus anteriores internos en el dispensario de la Casa, soltó unos cuantos «panfletos» de los Testigos de Jehová y salió cerrando la puerta a su espalda. Eran mujeres a las que les encantaba ir al médico. Entré en el despacho de Chuck y lo encontré con una LOL sin NAD y haciendo algo que jamás había visto hacer a nadie en medicina, algo con una cinta métrica y un pecho.
—Bueno, ya ves, tío, esta señora dice que le está creciendo un pecho.
—¿Sólo uno?
—Exacto. Así que he pensado que lo que tenía que hacer era medírselo y ver si realmente le crece en las próximas dos semanas.
De vuelta en la sala de mi departamento, me sentía importante de verdad. Excitado, emocionado por el hecho de ser médico. Si había sido un estudiante brillante y entusiasta en la carrera, no había razón alguna para no ser también un médico brillante y entusiasta en la Casa de Dios. ¿No me había felicitado el mismísimo la Perla, aquella misma mañana, por el lavado que le había hecho a su paciente para el test intestinal? Sintiéndome, pues, el doctor Kildare, fui a sentarme al cálido sol del cuarto de enfermeras. Miré hacia la habitación del otro lado del pasillo y vi a Molly, a la vivaracha y diáfana Molly, inclinándose sobre la cama para estirar la sábana. Tenía las piernas rectas, y la minifalda se le había aupado por encima de los muslos, y cuando finalmente se estiró sobre la cama para alcanzar el otro extremo, y el dobladillo de la falda le descubrió el trasero, mis ojos se regalaron con el dibujo «arco iris y flores» de sus pequeñas bragas de niña, ceñidas contra las firmes y llenas redondeces glúteas que formaban una suerte de doble marquesina sobre la jugosa zona femenina que palpitaba bajo ellas. Sentí que algo se me encrespaba bajo la bata.
—Es la «inclinación directa» —dijo el Gordo. Estaba sentado a mi lado, abriendo el Wall Street Journal.
—¿Qué?
—Una maniobra de las enfermeras; cuando se inclinan de la cintura hacia adelante y te enseñan el culo. Se llama «la Maniobra de Inclinación Directa». Se aprende en la escuela de enfermeras. ¿Qué vas a hacer con la LARGADA de Sophie? Está empezando a asentarse aquí, y te lo advierto: esta vez está «putzelizándose». Puede que llegue a quedarse meses.
—¿Putzelizándose?
—De Bob Putzel, su médico privado, ¿te acuerdas de él? Utiliza el método estándar: ingresa a la LOL sin NAD, le hace una prueba, le causa una complicación, le hace otra prueba para diagnosticar la complicación, sobreviene otra complicación, y así sucesivamente hasta que la anciana queda gomerizada y ya no puede ser LARGADA a ninguna parte. ¿Quieres que esa amable ancianita sin enfermedad aparente alguna se convierta en otra Ina Goober? Corta el asunto de raíz. Haz algo ahora mismo. Tienes que hacer que se marche.
—¿Cómo?
—Aplicándole un tratamiento doloroso. A Sophie no le gustan nada los tratamientos dolorosos.
—No se me ocurre ninguno.
—Oh, bueno…, tiene dolor de cabeza, y a mediodía algo de fiebre. No importa que aquí arriba haga muchísimo calor y que todas las tomas de temperaturas den un poco altas. Porque su cuadro médico está ACICALADO con temperaturas un poco altas al mediodía. Ah, y también tiene tortícolis. Así que tenemos: jaqueca, fiebre, tortícolis. ¿Diagnóstico?
—Meningitis.
—¿Tratamiento?
—Punción lumbar, una PL. Pero el caso es que no tiene meningitis.
—Pero podría tenerla. No vayas a caer en una omisión fatal, como Potts con el Hombre Amarillo. Y no te preocupe hacerle daño: Sophie es fuerte. Una Pantera Gris. Que te ayude Molly. —El Gordo, mirando el periódico, masculló—: El Dow Jones ha subido, muchacho, va para arriba. Estupendo. Buen clima para la Invención, no hay duda.
—¿Para qué?
—Para el Invento. ¡El Invento! ¡El Gran Invento Médico Americano!
Con el índice Dow Jones subiendo y subiendo sobre el pintoresco culo norteamericano, ¿cómo no disfrutar practicándole una punción lumbar a Sophie? Molly nunca había asistido a una PL, así que estaba encantada de poder ayudarme. Entramos juntos al cuarto. Levy el Perdido, mi BMS, estaba sentado en la cama de Sophie putzelizándole la mano, haciéndose una «composición de lugar». Levy iba aún por el principio, y le preguntaba: «¿Qué la ha traído al hospital?»
—¿Que qué me ha traído? El doctor Putzel en su Continental blanco.
Paré a Levy, y di instrucciones a Molly sobre cómo sujetar a Sophie acurrucada y en posición fetal sobre un costado y dándome la espalda. Cuando Molly se inclinó sobre Sophie y la agarró desde atrás por rodillas y cuello, con los brazos extendidos a ambos lados como Cristo en la Cruz, vi que llevaba los dos botones superiores de la blusa de puntilla desabrochados, y me quedé con la mirada fija en la tentadora hendidura entre sus pechos, que desbordaban las copas de su sujetador de encaje. Ella se dio cuenta de que la estaba mirando, y dijo sonriendo:
—Adelante.
Qué extraño el contraste entre las dos mujeres. Sentí la urgencia de encajarle el pene en aquella hendidura entre los pechos. Potts asomó la cabeza hacia nosotros y nos preguntó si sabíamos dónde podía encontrar una Biblia.
—¿Una Biblia? ¿Para qué diablos quieres una Biblia? —preguntó Molly.
—Para certificar la muerte de un paciente —dijo Potts, y desapareció de nuevo…
Traté de recordar cómo se hacía una punción lumbar. En la BMS yo había sido particularmente malo en esa lid, y las punciones lumbares en los ancianos eran particularmente difíciles, ya que los ligamentos existentes entre las vértebras se hallan calcificados, como guano en una vieja roca. Y luego estaba la grasa. La grasa es mortal para el interno. Todos los «mojones» anatómicos desaparecen bajo la grasa, y cuando intenté localizar la «línea media» de Sophie, con unos guantes de goma que me encajaban mal en los dedos y toda a aquella grasa que no dejaba de moverse, no tuve el menor éxito. Al final creí encontrarla, y cuando clavé la aguja Sophie se puso a gritar y dio un respingo. Cuando seguí clavándole la aguja volvió a gritar y dio un brinco. A Molly se le soltó el pelo, una cascada rubia sobre el viejo y sudoroso torso de Sophie. Cada vez que miraba el escote de Molly me excitaba, y cada vez que Levy decía algo me enfadaba y me entraban ganas de arrearle un guantazo, y cada vez que clavaba más la aguja Sophie brincaba de dolor. Intenté otro punto en la pingüe espalda de Sophie. No tuve suerte. Intenté otro. Nada. Vi que la sangre brotaba de la aguja espinal, y supe que no la había clavado donde debía. ¿Dónde estaba el punto exacto, pues? Lubricadas por el sudor, las gafas se me cayeron de la cara y contaminaron la zona estéril. Al mismo tiempo, y al dejar Molly de sujetarla, Sophie dejó de estar hecha un ovillo y pareció a punto de IRSE AL SUELO desde un poco más abajo de la Altura Ortopédica, pero conseguimos cogerla a tiempo. Cohibido, con la suficiencia hecha un sudor que salpicaba el cuerpo de Sophie, le dije a Levy que dejase de sonreír estúpidamente y fuese a buscar al Gordo. El Gordo entró en el cuarto, y en un abrir y cerrar de ojos hizo que Molly recuperara su anterior postura provocativa y Sophie volviera a darnos su espalda porcina, y, tarareando un anuncio de la tele —que sonaba algo así como «me gustaría ser una salchicha Oscar Weiner»—, con un golpecito suave y airoso, a lo Sam Snead, le clavó la aguja en la grasa y llegó al espacio subaracnoideo. Su virtuosismo me dejó pasmado. Vimos cómo el claro fluido espinal brotaba de la carne. Grasas me llevó a un lado, y, como si fuera mi entrenador, me pasó la mano por el hombro y dijo en un susurro:
—Estabas muy lejos de la línea media. Has podido pinchar un riñón o el intestino. Esperemos que haya sido el riñón, porque si ha sido el intestino va a entrar en juego Ciudad Infección y puede que a esta pobre mujer le den la última LARGADA a Patología.
—¿Patología?
—El depósito de cadáveres. De donde jamás se REBOTA. Pero creo que ha funcionado. Escucha.
—QUIERO IRME A CASA, QUIERO IRME A CASA, QUIERO IRME A CASA…
Me aterraba haber podido causarle a Sophie una infección que la enviara a casa para siempre. Como confirmándome tal temor, Potts, en la cama de al lado, detrás de la cortina, se encargaba de su primera muerte. Su paciente, el joven padre que se había desplomado sobre la línea de primera base el día anterior, había muerto. Potts había sido requerido para certificar la muerte de su paciente, como exige la ley. Miramos al otro lado de la cortina: Potts estaba al pie de la cama; su BMS, junto a él, sostenía una Biblia sobre la que Potts tenía puesta una mano. La otra la tenía levantada hacia el cuerpo, que estaba tendido y blanco como un cadáver, que era lo que en realidad era. Nos quedamos mirándole, y Potts entonó:
—Por el poder que me otorga este gran estado y esta gran nación, te declaro a ti, Elliot Reginald Needleman, oficialmente muerto.
Molly, pegándose a mí de forma que su pecho izquierdo me rozaba el brazo, preguntó:
—Pero ¿es necesario eso?
Yo dije que no lo sabía, y le pregunté al Gordo.
—Por supuesto que no —dijo—. La única norma federal al respecto es que cojas las dos monedas de tus mocasines y las pongas sobre los ojos del muerto.
Potts, muy afectado, se sentó con nosotros en el cuarto de enfermeras. Arrastrando las palabras, con los ojos inyectados de sangre, dijo:
—Está muerto. Tal vez tendría que haberlo mandado antes a cirugía. Tendría que haber hecho algo. Pero me sentía tan cansado cuando ingresó… No podía ni pensar.
—Has hecho todo lo que has podido —dije—. Se le ha roto un aneurisma, no se podía hacer nada. Los cirujanos se han negado a operarle.
—Sí, dicen que era demasiado tarde. Si me hubiera movido más deprisa, a lo mejor…
—Ya basta —dijo el Gordo—. Potts, escúchame. Hay una LEY que tienes que aprender, LA LEY NÚMERO CUATRO: ES EL PACIENTE EL QUE TIENE LA ENFERMEDAD. ¿Lo entiendes?
Pero antes de que tuviera ocasión de comprenderlo, fuimos interrumpidos por el Residente Jefe, el Pez. Parecía preocupado. Resultó que ni Needleman ni el Hombre Amarillo eran pacientes privados, sino pacientes de la Casa, de forma que el Pez era en parte responsable de ellos.
—Siento un interés especial por las enfermedades hepáticas —dijo el Pez—. Recientemente he tenido la oportunidad de estudiar la literatura mundial existente sobre la hepatitis necrótica fulminante. Bueno, el caso de Lazlow podría dar lugar a un proyecto de investigación muy interesante. ¿A alguien del Personal de la Casa le interesaría acometer ese proyecto?
Ninguno de nosotros dijo desear acometer ningún proyecto semejante.
—Sin embargo, tanto el doctor Leggo como yo pensamos, doctor Potts, que usted esperó demasiado tiempo para administrarle esteroides a su paciente. ¿Me comprende?
Tocado, Potts dijo:
—Sí, tiene razón. Lo comprendo.
—En este momento me dirijo a un coloquio improvisado sobre el tema de Lazlow. Hemos invitado al australiano, el mayor experto mundial en esta enfermedad. El asunto no tiene muy buena «cara». Esperó usted demasiado tiempo. Ah, y una cosa más —dijo el Pez, mirando la bata sucia y la camisa desabrochada y sin corbata de Chuck—: Su forma de vestir, Chuck. No es profesional. No cumple las exigencias de esta Casa. Aquí hay que llevar la bata limpia. Y corbata. ¿Lo entiende?
—Muy bien, muy bien —dijo Chuck.
—Y usted, Roy —dijo el Pez, señalando el cigarrillo que me acababa de encender—, disfrútelo, porque está robándole tres minutos de su vida.
Me puse furioso. El Pez se alejó por el pasillo hacia la sala del coloquio. Un silencio malsano cayó sobre nosotros. Pero el Gordo lo quebró diciendo:
—¡Gilipollas! Bueno, acuérdate de esto, Potts. Si quieres terminar como ese gilipollas, no tienes más que hacerle caso. Si no, hazme caso a mí: ES EL PACIENTE EL QUE TIENE LA ENFERMEDAD.
—¿Vas a vestir mejor? —le pregunté a Chuck.
—Por supuesto que no, tío. Pues claro que no. En Memphis ni siquiera llevamos corbata en los entierros. Y esos gomers, tío, son increíbles. Ninguno de mis cuatro ingresos hasta el momento se cree que soy médico. Creen que soy un auxiliar.
—¿Auxiliar?
—Auxiliar de clínica. Ya sabes, de la limpieza. Un negro de la limpieza. Bueno, os veo luego.
Mientras miraba por la ventana, Potts mascullaba para sus adentros algo en relación con que tendría que haberle dado esteroides al Hombre Amarillo, pero el Gordo le cortó en seco diciendo:
—Potts, vete a casa.
—¿A casa? ¿A Charleston? Verás, ahora mismo mi hermano…, el que se dedica a la construcción…, seguramente estará tumbado en una hamaca en Pawley’s Island, tomándose un gin fizz. O puede que tierra adentro, donde todo es verde y fresco. Nunca tendría que haberme marchado de allí. El Pez tiene razón en lo que ha dicho, pero si esto fuera el Sur, nunca lo habría dicho. No como lo ha dicho, al menos. Mi madre lo habría descrito con una sola palabra: «vulgar». Supongo que hice mi elección, ¿no es cierto? Bien, me iré a casa. En casa me espera Otis, gracias a Dios.
—¿Dónde está tu mujer?
—Esta noche está de guardia en el MBH. Vamos a estar solos Otis Y yo. Y me parece estupendo. Se tumbará al lado de mi cama panza arriba, con las bolas al aire, roncando. Me apetece mucho irme a casa a estar con él. Os veré mañana.
Vimos cómo Potts se alejaba dando traspiés por el pasillo. Llegó a la altura de donde tenía lugar el coloquio, junto a la puerta del cuarto del Hombre Amarillo. Sin mirar hacia el grupo, como avergonzado, Potts pasó sigilosamente de largo y salió por la puerta del fondo.
—Esto es de locos —le dije al Gordo—. No tiene nada que ver con lo que yo había pensado. ¿Qué diablos hacemos por los pacientes? O se mueren o los ACICALAMOS y los LARGAMOS a cualquier otra parte de la Casa.
—No, no es de locos. Es la medicina moderna.
—No lo creo. De momento no me lo creo.
—Por supuesto que no te lo crees. Serías imbécil si te lo creyeras. Sólo es tu segundo día. Espérate a mañana, a que estemos tú y yo de guardia juntos. Bien, me voy a casa. Reza para que el Dow Jones…, para que el jodido Dow Jones siga alto. ¿A quién le importaba eso?
Terminé mi horario y me fui por el pasillo hacia el ascensor. El grupo en torno al experto australiano se dispersaba ya y vi que de él emergía el Enano. Parecía estar peor que antes. Le pregunté qué le pasaba, y me dijo:
—El australiano dice que deberíamos hacer una transfusión de cambio: sacarle la sangre vieja y reemplazársela por sangre nueva.
—No funcionará. La sangre sigue teniendo que pasar a través del hígado, y en este caso ni siquiera hay hígado. Ese hombre va a morir.
—Sí, eso es lo que dicen todos, pero como es joven y ayer mismo estaba en pie, piensan que merece la pena intentarlo. Dicen que tengo que hacerla yo, esta misma noche, y estoy que me muero de miedo.
Nos llegaron unos gritos del cuarto. El Hombre Amarillo brincaba sobre la cama como un atún que ha mordido el anzuelo, y no paraba de gritar. Un empleado de Servicios Auxiliares se acercaba pausadamente empujando dos pesados carritos cargados de ropa blanca, batas, atuendo de sala de operaciones y grandes bolsas de polietileno en las que se leía «Peligro - Contaminado». La enfermera jefe le dijo al Enano que la sangre estaría preparada en media hora, y que solamente había una enfermera para ayudarle, ya que las otras tenían miedo de pincharse con una aguja y coger la fatal enfermedad. Se negaban a trabajar en aquel cuarto. El Enano y yo vimos cómo se alejaba la enfermera, y nos quedamos mirando al empleado de Servicios Auxiliares que, silbando, desaparecería instantes después en el ascensor de bajada. El Enano alzó la mirada hacia mí, aterrorizado, y luego recostó la cabeza sobre mi hombro y se puso a llorar. Yo no sabía qué hacer. Me habría prestado para ayudar, pero también tenía miedo de coger aquella enfermedad que te hacía estar en pie y charlando por los codos un día y agitarte convulsivamente como un atún que ha mordido el anzuelo el siguiente.
—Hazme un favor —dijo el Enano—. Si muero, coge el dinero de mi fondo fiduciario y dónalo a la BMS. Y crea un premio para el estudiante de Medicina que primero se dé cuenta de la demencia de esta profesión y se dedique a cualquier otra cosa.
Le ayudé a ponerse la vestimenta estéril, los guantes, la mascarilla, el gorro… Así, con aire de astronauta, se adentró con torpe arrastrar de pies en el cuarto, llegó hasta la cama y dio comienzo a la intervención. Empezaron a llegar las bolsas de sangre fresca. Con un nudo en la garganta, me aparté de aquel cuarto y me alejé por el pasillo. Los gritos, los olores, las visiones extrañas me acribillaban la cabeza como proyectiles en una guerra de pesadilla. Aunque no había tocado al Hombre Amarillo, entré en el cuarto de baño y me lavé con escrupulosidad «quirúrgica». Me sentía fatal. Me gustaba el Enano, y el hombre estaba a punto de pincharse con una aguja contaminada y de coger una hepatitis que destrozaba el hígado y de ponerse amarillo y de debatirse como un pez pescado y de morir. Y todo ¿por qué?
Como desde el interior de un tanque lleno de agua, escuchaba lo que decía Berry mientras leía la última carta de mi padre:
… ahora debes de estar en mitad de tu trabajo, y ello acabará convirtiéndose en algo rutinario. Sé lo mucho que hay que aprender en este campo, y pronto estarás inmerso en él. La Medicina es una gran profesión, y es maravilloso poder curar a los enfermos. El sábado jugué dieciocho hoyos con un calor tremendo, y sólo logré soportado con cuatro litros de té helado y un estupendo golpe en el hoyo número…
A diferencia de mi padre, a Berry no le interesaba tanto preservar una imagen ilusoria de la medicina como comprender mi experiencia personal. Me preguntó cómo había sido todo, y aunque traté de contárselo no pude, porque caí en la cuenta de que no había sido parecido a nada:
—Pero ¿por qué ha sido tan duro? ¿Por el cansancio?
—No. Creo que ha sido así de duro por los gomers y por el Gordo.
—Cuéntamelo, cariño.
Le expliqué que no lograba saber si lo que el Gordo enseñaba de medicina era descabellado o no. Cuanto más veía en la Casa, más sentido le encontraba a lo que decía el Gordo. Incluso había empezado a pensar que estaba loco por pensar que el Gordo estaba loco. A modo de ejemplo, le conté lo de los gomers y cómo nos habíamos reído de Ina, tocada con aquel casco de los Rams y atizándole a Potts con el bolso.
—Llamarles gomers a los viejos suena como a autodefensa.
—Los gomers no son sólo gente vieja. El Gordo dice que adora a los viejos, y yo le creo, porque se le llenan los ojos de lágrimas cuando habla de su abuela y de los pastelillos de masa ácima que les prepara y que tienen que comer sentados en escaleras de mano para poder despegarlos del techo.
—Reírse así de la tal Ina es enfermizo.
—Ahora a mí también me lo parece, pero entonces no.
—¿Por qué os reíais de ella?
—No lo sé. Nos pareció gracioso en aquel momento.
—Me gustaría entenderlo. Intenta explicármelo otra vez.
—No. No puedo.
—Intenta librarte de ello, Roy, por favor…
—¡No! No quiero pensar más en ello.
Me callé. Ella se puso furiosa. No podía entender que lo único que yo quería en aquel momento era que me cuidaran un poco. Las cosas habían ido muy deprisa. Apenas habían pasado dos días y ya me veía como nadando en medio de una fuerte corriente, mirando y viendo que mi vida se hallaba terriblemente lejos, río abajo, y que mi orilla había desaparecido hacía tiempo. Se había abierto una gran grieta. Hasta entonces Berry y yo habíamos vivido en el mismo mundo, fuera de la Casa de Dios. Ahora, para mí, el mundo estaba dentro de la Casa, con aquel Hombre Amarillo de mi misma edad y con el Enano —ambos a punto de reventar—, con aquel padre muerto —también de mi edad—al que se le había roto un aneurisma jugando al béisbol, con los Médicos Privados, con los Lamedores, con los gomers… y con Molly. Molly sabía lo que era un gomer, y por qué nos habíamos reído de ella. Con Molly, hasta el momento, no había habido charla alguna, sólo había habido las «inclinaciones directas», los escotes y las turgente s y llenas oquedades, las uñas rojas y los párpados azules y las bragas llenas de flores y arcos iris, todo ello en medio de los gomers y los muertos. Molly era la promesa de un pecho rozándote el brazo, Molly era como dejarlo todo en suspenso.
Pero Molly también era dejar en suspenso mucho de lo que yo amaba. Yo no quería reírme de los pacientes. Si todo estuviera tan perdido como decía el Gordo, tiraría la toalla de inmediato. Miré a Berry; no me gustaba aquella grieta que se había abierto ahora entre nosotros, así que, mascullando para mis adentros que en realidad el Gordo estaba chiflado y que, en cierto modo, acabaría perdiendo a Berry si le creía, dije:
—Tienes razón. Reírse de los viejos es de enfermos. Lo siento. Por espacio de un instante me vi como un auténtico médico, acudiendo con diligencia y salvando vidas, y Berry y yo suspiramos juntos y nos acurrucamos juntos y nos desnudamos juntos y nos unimos en el amor, estrecha y cálidamente húmedos, y la grieta de mal augurio volvió a cerrarse.
Berry se quedó dormida. Y yo seguí despierto en la cama, temeroso del mañana, de la primera noche de guardia que me esperaba al día siguiente.