Supongo que tuvo que ser el Gordo el que me enseñó por primera vez lo que era un gomer. El Gordo fue mi primer residente, el encargado de facilitarme la transición de estudiante de BMS a interno en la Casa de Dios. Era un tipo fantástico, una maravilla. Nacido en Brooklyn, educado en Nueva York, expansivo, invulnerable, brillante, eficiente, el Gordo, empezando por el suave y lustroso pelo negro y los penetrantes ojos negros y el mentón protuberante, pasando por el enorme tronco que hacía que la hebilla del cinturón se diese la vuelta sobre su panza como un reluciente pez, y terminando por los anchos y negros zapatos, era un tipo genial. Sólo Nueva York podía haber tenido arrestos para amamantarlo tras el susto de verlo venir al mundo. El Gordo, a cambio, rezumaba escepticismo en relación con todo país salvaje que pudiera existir al oeste de la gran frontera de Riverside Drive. La única excepción a este provincianismo urbano era, naturalmente, Hollywood, el Hollywood de las grandes Estrellas.
A las seis y media de la mañana del 1 de julio fui tragado por la Casa de Dios, e instantes después me vi recorriendo un interminable pasillo color de bilis de la sexta planta. Era la sala 6-Sur, donde habría de dar comienzo mi internado. Una enfermera de formidables antebrazos velludos me indicó con el dedo la Sala del Personal Médico de Guardia, donde se atendía a las contingencias de tan temprana hora del día. Abrí la puerta y entré. Me invadió el terror. Como Freud —vía Berry—hubiera dicho, el terror me venía «directamente del ello».
Alrededor de la mesa había cinco personas: el Gordo, un interno llamado Wayne Potts —un sureño al que había conocido en la BMS, agradable pero deprimido, reprimido y como comprimido, vestido de blanco inmaculado, con los bolsillos atiborrados de instrumentos—y otros tres tipos ávidos de aprender, lo que me hizo identificarlos como estudiantes de BMS en prácticas. A los internos nos cargarían con un BMS todos y cada uno de los días de aquel año.
—Va a ser la hora —dijo el Gordo, mordiendo una especie de donut glaseado—. ¿Dónde está el otro pavo?
Suponiendo que se refería a Chuck, dije:
—No sé.
—Estos pavos… —dijo el Gordo—. Me van a hacer llegar tarde al desayuno.
Sonó un busca; Potts y yo nos quedamos quietos como estatuas. Era el del Gordo: GORDO, LLAMA AL OPERADOR PARA UNA LLAMADA EXTERIOR. LLAMA AL OPERADOR PARA UNA LLAMADA EXTERIOR. INMEDIATAMENTE.
—Hola, Murray, ¿qué pasa? —dijo Grasas, ya al teléfono—. ¿Sí? Estupendo. ¿Qué? ¿Un nombre? Sí, sí, sin problemas, no cuelgues. —Se volvió a nosotros, y preguntó—: Eh, pavos, ¿podéis decirme un nombre pegadizo de médico?
Pensando en Berry, dije:
—Freud.
—¿Freud? No. Dime otro. Rápido.
—Jung.
—¿Jung? Jung. ¿Murray? Lo tengo. Llámalo «del doctor Jung». Estupendo. Acuérdate, Murray, vamos a ser ricos. Millones. Adiós. —Se dio la vuelta hacia nosotros con una sonrisa de contento, y dijo—: Una fortuna. Bueno, pasaremos la consulta sin el otro interno.
—Muy bien —dijo uno de los estudiantes BMS, dando saltitos—. Yo cojo los cuadros médicos. ¿Por qué lado de la sala empezamos?
—¡Siéntate! —dijo el Gordo—. ¿De qué diablos hablas…, cuadros médicos?
—¿No vamos a pasar consulta? —preguntó el estudiante BMS.
—Sí, claro, aquí mismo.
Pero no vamos a ver a los pacientes.
—En medicina interna prácticamente no hay necesidad de ver a los pacientes. Casi todos están mucho mejor si no los vemos. ¿Ves estos dedos?
Todos miramos detenidamente los rechonchos dedos del Gordo.
—Estos dedos no tocan cuerpos a menos que sea absolutamente necesario. Si quieres ver cuerpos, vete a ver cuerpos. Yo ya he visto suficientes. Sobre todo de gomers. Tengo bastante para el resto de mi vida.
—¿Qué es un gomer? —pregunté.
—¿Qué es un gomer? —repitió el Gordo. Y, con una leve sonrisa, empezó a deletrear: G… o…
Se detuvo, con la O aún en los labios, y se quedó mirando fijamente hacia el umbral. Allí estaba Chuck, con un abrigo de cuero marrón que le llegaba hasta los pies y orlado de una piel de color tostado en los bordes, con gafas de sol y sombrero de cuero marrón de ala ancha y con una pluma roja. Caminaba con torpeza sobre los zapatos de plataforma, y tenía aspecto de haberse pasado la noche en una discoteca.
—Eh, tío, ¿qué pasa? —dijo Chuck, dejándose caer en la silla más cercana, repantigándose y tapándose los ojos con una mano cansina. A modo de gesto simbólico, se abrió el abrigo y lanzó el estetoscopio sobre la mesa. Estaba roto. Lo miró y dijo:
—Bueno, supongo que lo he roto, ¿no? Un día duro.
—Pareces un atracador —dijo uno de los estudiantes.
—Eso es, tío, porque, ¿sabes?, en Chicago, de donde vengo, sólo hay dos clases de tipos: los atracadores y los atracados. Así que si no te vistes como un atracador, automáticamente te atracan. ¿Lo pillas?
—Déjate de rollos —dijo el Gordo—. Atentos todos. Hoy yo no iba a ser vuestro residente. Iba a serlo una mujer llamada Jo, pero su padre se tiró ayer de un puente y se mató. La Casa nos ha cambiado los turnos, y voy a ser vuestro residente durante las primeras tres semanas. Después de mi actuación del año pasado, cuando era interno, no querían exponer a los internos recién llegados a los riesgos que acarrea mi persona, pero no han tenido otra opción. ¿Por qué no querían que estuvierais conmigo en vuestro primer día de médicos? Pues porque digo las cosas como son, no me ando con mierdas de ningún tipo, y ni el Pez ni Leggo quieren que os desaniméis demasiado pronto. Y tienen razón: si de entrada estáis tan deprimidos como vais a estado en febrero, en febrero os tiraríais de un puente como el padre de Jo. Leggo y el Pez quieren que os vayáis haciendo ilusiones, ya que así no cederéis ante el pánico. Porque sé lo asustados que estáis hoy vosotros tres, los tres internos que me habéis tocado en suerte.
Lo amé. Era la primera persona que nos decía que sabía el espanto que sentíamos.
—¿Qué es lo que nos puede producir esa depresión? —preguntó Potts.
—Los gomers —dijo el Gordo.
—¿Qué es un gomer?
Del exterior de la sala llegó un grito agudo e insistente:
—VETE, VETE, VETE…
—¿Quién está de guardia hoy? Los tres internos haréis turnos de guardia diarios y rotatorios, y sólo atenderéis ingresos del día en que estéis de guardia. ¿A quién le toca hoy?
—A mí —dijo Potts.
—Perfecto, porque ese horrible sonido que acabáis de oír viene de un gomer. Si no me equivoco, de una tal Ina Goober, que el año pasado fue ingreso mío seis veces. Un gomer, o, en este caso, una gomer. Gomer es el acrónimo de «¡Fuera de Mi Sala de Urgencias!», que es lo que te entran ganas de chillar cuando te mandan a uno desde el asilo a las tres de la madrugada.
—Creo que lo que dice es un poco burdo —dijo Potts—. Algunos no sentimos eso por los ancianos.
—¿Crees que yo no tengo abuela? —preguntó Grasas indignado—. La tengo, y es la más maja, la más encantadora, la más maravillosa de las ancianas. Sus bolitas de masa ácima flotan en el aire: tienes que pinchadas y bajadas para comértelas. La sopa, sometida a fuerza tal, levita, Comemos en escaleras de mano, arañando la comida del techo. La quiero… —El Gordo tuvo que dejar de hablar; se quitó las, lágrimas de los ojos, y luego siguió con voz muy suave—: La quiero, mucho.
Pensé en mi abuelo. Yo también lo quería mucho.
—Pero los gomers no son sólo gente anciana y querida —dijo Grasas—. Los gomers son seres humanos que han perdido lo que a los seres humanos los constituye como tales. Quieren morir, y no les dejamos. Somos crueles con los gomers al mantenerlos con vida, y ellos son crueles con nosotros al luchar a brazo partido contra nuestros intentos de mantenerlos con vida. Nos hacen daño, y les hacemos daño.
—No lo entiendo —dije.
—Después de ver a Ina lo entenderás, Pero escucha: aunque haya dicho que no veo pacientes, cuando me necesites aquí estaré para ayudarte. Si eres listo, podrás utilizarme. Como esos aviones todo acicalados que llevan a los gomers a Miami: «Soy Grasas, vuela conmigo». Ahora vamos a echar un vistazo a las fichas.
La eficiencia del universo del Gordo descansaba en las fichas de doce por siete. Adoraba las fichas de doce por siete centímetros. Proclamando que «no había ser humano cuyas características médicas no pudieran reseñarse en una ficha de doce por siete», dejó dos gruesos manojos de ellas encima de la mesa. El de la derecha era el suyo. El otro, el de la izquierda, lo dividió en tres partes, y nos tendió una a cada uno de los internos. En cada ficha había un paciente: nuestros pacientes, mis pacientes. El Gordo explicó que cuando estuviera de servicio sacaría una ficha, aguardaría unos segundos y pediría al interno a cuyo cargo estuviera el titular de dicha ficha que comentara los progresos del paciente. No es que esperara que se hubiera producido algún progreso, sino que necesitaba disponer de ciertos datos para que en el siguiente examen de las fichas, cuando se reuniera esa misma mañana con el Pez y con Leggo, pudiera contarles «cualquier gilipollez» al respecto. Las primeras fichas examinadas cada mañana eran las de los nuevos ingresos del interno que había estado de guardia la noche anterior. El Gordo dejó claro que no estaba interesado en alambicadas elaboraciones de teorías académicas sobre la enfermedad. Y no es que fuera antiacadémico. Muy al contrario, era el único residente con su propio fichero de consulta sobre cada enfermedad. En fichas de doce por siete. Le encantaba la información de las fichas de doce por siete. Le encantaba todo lo que pudieran contener las fichas de doce por siete. Pero el Gordo tenía prioridades estrictas, y a la cabeza de todas ellas se hallaba la comida. Hasta que el formidable tanque de su mente no hubiera repostado a través del inyector de su boca, Grasas presentaba una baja tolerancia a la Medicina, académica o no, y a cualquier otra cosa.
Terminadas las «visitas», Grasas se fue a desayunar, y nosotros nos fuimos a nuestra sala a conocer a los pacientes que teníamos en las fichas. Potts, todo verde, dijo:
—Roy, estoy más nervioso que una puta en una iglesia.
Mi estudiante BMS, Levy, quería acompañarme a ver a mis pacientes, pero lo mandé a la biblioteca, donde los estudiantes BMS adoran estar. Chuck, Potts y yo nos quedamos de pie en el cuarto de enfermeras, y la enfermera de los antebrazos velludos le dijo a Potts que la mujer de la camilla era su primer ingreso del día, y que se llamaba Ina Goober. Ina era una gran masa de carne sentada muy erguida en la camilla; a modo de uniforme, llevaba una bata con una leyenda en la pechera: «Residencia de ancianos Nueva Masada». Con mirada iracunda, Ina se aferraba con fuerza al bolso y gritaba con voz estridente: VETE, VETE, VETE…
Potts hizo lo que los libros de texto recomiendan hacer: se presentó diciendo:
—Hola, señora Goober, soy el doctor Potts, el médico que va a atenderla.
Ina, alzando aún más la voz, aulló:
—VETE, VETE, VETE…
Potts, a continuación, trató de hacerse con ella siguiendo el otro método de libro: cogiéndole la mano. Rápida como el rayo, Ina le soltó un guantazo zurdo con el bolso que le mandó contra el mostrador. La siniestra violencia del golpe nos dejó a todos anonadados. Potts, frotándose la cabeza, preguntó a Maxine, la enfermera, si Ina tenía un médico privado que pudiera proporcionarle información.
—Sí —dijo Maxine—. El doctor Kreinberg. Pequeño Otto Kreiberg. Allí está, escribiendo el tratamiento de Ina en su cuadro clínico.
—Los médicos privados no deben prescribir los tratamientos —dijo Potts—. Es la norma. Sólo los internos y los residentes prescriben los tratamientos.
—Pequeño Otto es diferente. No quiere que ustedes prescriban cosas a sus pacientes.
—Hablaré con él ahora mismo.
—No puede. Pequeño Otto no habla con los internos. Los odia.
—¿También a mí?
—Odia a todo el mundo. Mire, hace treinta años inventó algo relacionado con el corazón, y esperaba conseguir el premio Nobel, pero no se lo dieron y eso ha hecho de él un resentido. Odia a todo el mundo, y en particular a los internos.
—Bueno, tío —dijo Chuck—, seguro que es un caso de lo más interesante. Te veo luego.
Yo estaba tan asustado de tener que ver pacientes que me dio un ataque de diarrea, y me senté en la taza del retrete con mi manual Cómo ha de arreglárselas el interno novato abierto sobre las rodillas. Mi busca empezó a sonar: LLAMADA PARA EL DOCTOR BASCH, SALA 6-SUR, INMEDIATAMENTE, DOCTOR BASCH…
Fue todo un directo a mi esfínter anal. Ya no tenía elección. No podía seguir huyendo. Salí a la sala y traté de ir a ver a mis pacientes. Con mi atuendo de médico y mi maletín negro, entré en los cuartos. Y con mi maletín negro salí de ellos. Era caótico. Eran pacientes reales, y todo lo que yo sabía estaba en las bibliotecas, en letra impresa. Traté de leer sus cuadros clínicos. Las palabras se volvían borrosas, y mi mente se puso a brincar de las paradas cardiacas del manual Cómo ha de arreglárselas… a Berry y a aquel extraño Gordo y al avieso ataque de Ina contra el pobre Poots y a Pequeño Otto, cuyo nombre no abrió ninguna puerta en Estocolmo. Cruzaba mi mente, como si la estuviera oyendo una y otra vez en una especie de hilo musical, una frase nemotécnica para recordar las ramas de la arteria carótida externa: Mientras Ella Está Allí Tendida, la Cabeza de Olaf Asoma. Y, aun así, la única rama que logré recordar fue la correspondiente a Olaf, que era la Occipital. Y ¿de qué diablos me servía acordarme de eso?
Empezó a invadirme el pánico. Al final me salvaron los gritos que venían de los diferentes cuartos. De pronto pensé en un zoo: aquello era un zoo y los pacientes eran animales. Un anciano hombrecillo con una especie de penacho de pelo blanco, que se mantenía sobre una pierna con una muleta y emitía agudos y afligidos gorjeos, era una garceta; y una enorme mujer polaca —como de clase campesina, con manos como almádenas y dos molares inferiores que le sobresalían de una boca cavernosa—era un hipopótamo. Vi montones de especies de monos, y montones de cerdas, pero en aquel zoo, sin embargo, no había ni majestuosos leones ni ningún mimoso koala, ni conejitos, ni cisnes…
Destacaban dos ejemplares. El primero, una novilla llamada Sophie, que había sido ingresada por su médico privado por una queja de fuste: «Estoy deprimida, tengo jaqueca todo el tiempo». Su médico privado, el doctor Putzel, le había prescrito —quién sabe por qué—un reconocimiento gastrointestinal completo consistente en lo siguiente: enema de bario, serie superior estómago-intestino, seguimiento operativo del intestino delgado, sigmoidoscopia y exploración del hígado. No alcancé a entender qué tenía que ver todo aquello con la depresión y el dolor de cabeza. Entré en su cuarto y encontré a la vieja dama con un señor menudo y calvo que estaba sentado en su cama y le acariciaba cariñosamente la mano. Qué tierno, pensé: su hijo, que ha venido a visitarla. Pero no era su hijo, era el doctor Bob Putzel, a quien el Gordo había descrito como «el cogedor de manos de los barrios residenciales». Me presenté, y cuando le pregunté por qué un chequeo gastrointestinal en un caso de depresión, adoptó una expresión como vergonzosa, se enderezó la pajarita y susurró:
—Flatulencia.
Y, besando a Sophie, se escabulló deprisa del cuarto. Confuso, llamé al Gordo.
—¿A qué viene un chequeo gastrointestinal? —le pregunté—. La mujer dice que está deprimida y que le duele la cabeza.
—Es la especialidad de la Casa —dijo Grasas—. El chequeo de intestino. El TTB: Test Terapéutico del Bario.
—No hay nada terapéutico en el bario. Es una sustancia inerte.
—Pues claro. Pero el chequeo de intestino es el gran «igualador» entre pacientes.
—Está deprimida. No le pasa nada en los intestinos.
—Claro que no. Y a ella tampoco le pasa nada. Sólo que se ha cansado de ir al consultorio del doctor Putzel, y él se ha cansado de ir a verla a su casa, así que se montan en el Continental blanco de él y se vienen a esta Casa. Ella está bien, no es más que una LOL sin NAD una Ancianita sin Dolencias Aparentes. ¿Crees que Putzel no lo sabe? Cada vez que le coge la mano a Sophie, son cuarenta dólares de la Blue Cross. Millones. ¿Has visto ese edificio nuevo, el ala de Zock? ¿Sabes para qué es? Para el test intestinal de los ricos. Alfombras, vestuarios individuales en Radiología, con televisión en color y sonido cuadrafónico. Se han gastado montones de dinero en mierdas de ésas. Hasta yo querría especializarme en Gastroenterología.
—Pero lo de Sophie es un fraude.
—Pues claro que sí. Y no sólo eso; es trabajo para ti, y pasta para Putzel. Es asqueroso.
—Es de locos —dije yo.
—Es el ejercicio de la Medicina al estilo de la Casa de Dios.
—Y ¿qué puedo hacer yo en mi situación?
—De entrada no hablar con ella. Si hablas con ese tipo de pacientes, jamás lograrás librarte de ellos. Así que mándale a tu estudiante. Ya verás cómo se pone la buena señora.
—¿Es una gomer?
—¿Actúa como un ser humano?
—Pues claro que actúa como un ser humano. Es una anciana muy agradable.
—De acuerdo. Una LOL sin NAD. No es una gomer. Pero seguro que tienes algún gomer en tu turno. Veamos… Rokitansky. Ven.
Rokitansky, en mi zoo, era un viejo basset. Había sido profesor universitario antes de sufrir un grave ataque de apoplejía. Estaba tendido en la cama, atado con correas, con goteo, con un catéter. Inmóvil, paralizado, con los ojos cerrados, respirando mansamente, acaso soñando con un hueso, o con un niño, o con un niño que le echaba un hueso.
—Señor Rokitanski, ¿qué tal se encuentra? —le pregunté. Unos quince segundos después, sin abrir los ojos, como en un ronco y arrastrado gruñido que salía de lo hondo de su embotado cerebro, dijo:
—BATANTE BEN.
Complacido por su respuesta, le pregunté:
—Señor Rokitansky, ¿qué fecha es hoy?
—BATANTE BEN.
Fuera cual fuera la pregunta, respondía siempre lo mismo. Me entristecí. Todo un catedrático convertido en vegetal. Volví a pensar en mi abuelo, y se me hizo un nudo en la garganta. Me volví al Gordo, y dije:
—Es triste. Está a punto de morirse.
—No, no va a morirse —dijo Grasas—. Quiere morirse, pero no va a morirse.
—No puede seguir así.
—Claro que puede. Escucha, Basch: hay unas cuantas LEYES DE LA CASA DE DIOS. LEY NÚMERO UNO: LOS GOMERS NO MUEREN.
—Eso es ridículo. Por supuesto que mueren.
—Yo jamás lo he visto, en todo el año —dijo Grasas.
—Tienen que morirse.
—No, señor. Siguen y siguen. La gente joven, como tú y yo, se muere, pero los gomers no. Yo no les he visto morirse nunca. Jamás.
—¿Por qué?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Es asombroso. Puede que estén ya más allá de eso. Es penoso. Lo peor.
Entró Potts con aire perplejo y preocupado. Quería que el Gordo le ayudara con Ina Goober. Salieron y yo volví con Rokitansky. En la difusa penumbra del cuarto creí ver unas lágrimas en las mejillas del viejo. Me invadió la vergüenza. Se me revolvió el estómago. ¿Habría oído lo que había dicho?
—Señor Rokitansky, ¿está usted llorando? —le pregunté, y esperé. Los segundos discurrieron despacio mientras la culpa gemía en mi interior.
—BATANTE BEN.
—Pero ¿me ha oído lo que he dicho sobre los gomers?
—BATANTE BEN.
Dejé al viejo, y al pasar junto a Grasas me detuve un momento a escuchar sus comentarios sobre Ina Goober.
—Pero no hay razón alguna para esos análisis intestinales —estaba diciendo Potts en ese momento.
—Ninguna razón médica —dijo Grasas.
—¿Qué otra puede haber, si no?
—Para los Médicos Privados, una muy poderosa. Díselo, Basch. Díselo.
—Dinero —dije—. Hay muchísimo dinero invertido en mierdas.
—Y hagas lo que hagas, Potts —dijo el Gordo—, Ina seguirá aquí varias semanas. Os veré luego en las visitas de la quince.
—Esto es lo más deprimente que he hecho en toda mi vida —dijo Potts, levantándole un pecho fláccido a Ina mientras ésta seguía chillando y tratando de lanzarle golpes con la mano izquierda atada.
Ina, debajo del pecho tenía una especie de espuma sucia y verdosa, y mientras el fétido olor nos llegaba a la nariz pensé que Potts debía de estar pasándolo aun peor que yo en su primer día. Era un «expatriado». Oriundo de Charleston, Carolina del Sur, se había instalado en el Norte dejando atrás una vieja y rica familia que poseía una mansión de ensueño en Legare Street, en medio de los magnolios y los jazmines amarillos, y una casa de verano en Pawley’s Island, donde la sola competición posible era la entablada entre las olas y los vientos, y una plantación río arriba, donde en las noches frescas del verano él y sus hermanos solían sentarse en el porche a leer despaciosamente a Moliere. Potts había cometido el error fatal de irse al Norte, a Princeton, y luego había rematado tal error entrando en nuestra BMS. Allí, sobre los fiambres de las clases de Patología, había conocido a otra BMS, una chica bien de Boston, y como hasta entonces la experiencia sexual de Potts se había reducido a algún «ocasional encuentro recreativo con una maestra de North Charleston que profesaba gran afecto a mi acerada verga erecta», aquella hembra BMS lo había «asaltado» intelectual y sexualmente, y, al igual que en esas falsas primaveras de febrero en que las abejas se reproducen para ser rápidamente exterminadas por los siguientes hielos, había florecido en ellos algo que los dos dieron en llamar «amor». La boda había tenido lugar justo antes del año de internado de ambos, el de él en la Casa de Dios, y el de ella —de cirugía—en el Man’s Best Hospital, el prestigioso hospital WASP con calificación BMS del otro extremo de la ciudad. Sus guardias raramente coincidían, y su gozo del sexo acabó por anquilosarse y convertirse en el deber del sexo, porque ¿qué tejido eréctil era capaz de soportar dos internados? Pobre Potts. Un pez dorado en una pecera equivocada. Ya en la BMS parecía deprimido, y cada elección a partir de entonces no había hecho sino ahondar su depresión.
—A propósito —dijo el Gordo, asomando de nuevo la cabeza—. Le he prescrito esto.
Alargó la mano y nos mostró un casco de fútbol americano de Los Angeles Rams.
—¿Para qué es eso? —preguntó Potts.
—Para Ina —dijo Grasas, encajándosela en la cabeza y atándole la correa—. LEY NÚMERO DOS. LOS GOMERS SE VAN AL SUELO.
—¿A qué te refieres? —preguntó Potts.
—Se caen de la cama. Conozco a Ina del año pasado. Es una gomer totalmente demente y sin remedio, y por mucho que la sujetes bien a la cama siempre acaba por caerse al suelo. El año pasado se rompió el cráneo dos veces, y se pasó en la Casa varios meses. Hasta que pensamos en el casco. Oh, y a propósito otra vez: aunque la veáis deshidratada no se os ocurra hidratarla. Su deshidratación no tiene nada que ver con su demencia, aunque los libros de texto digan lo contrario. Si la hidratáis, sigue demente y encima se pone increíblemente agresiva.
Potts volvió la cabeza para ver cómo se iba el Gordo, e Ina —quién sabe cómo—se las arregló para soltarse la mano izquierda y lanzarle otro mamporro. Potts, instintivamente, alzó la mano para devolverle el golpe, pero en el último instante se detuvo. El Gordo se echó a reír a carcajadas.
—¡Ja, ja, ja…! ¿Has visto eso? Los adoro, adoro a estos gomers… De veras…
Y volvió a desaparecer entre risotadas.
La manipulación de su cabeza intensificó los gritos de Ina:
—VETE, VETE, VETE…
Así que la dejamos allí atada a la cama, con los cuernos de los Rams flanqueándole las orejas, hasta que Potts pasara de nuevo a verla, y nos fuimos a las Prácticas Profesorales.
En su carácter de institución académica con calificación BMS, la Casa de Dios asignaba al equipo de servicio de cada sala un Profesor Médico —del colectivo de los Médicos Privados o del de los Lamedores—que impartía diariamente una clase práctica. Nuestro profesor de aquel día era el doctor George Donowitz, un médico privado que había sido muy bueno en la era anterior a la penicilina. El paciente del día era un joven habitualmente sano que había ingresado para someterse a un reconocimiento rutinario de la función renal. Levy, mi BMS, presentó el caso, y cuando Donowitz le interrogó sobre el diagnóstico, Levy, acudiendo directamente a la biblioteca de los diagnósticos oscuros, dijo:
—Amiloidosis.
—Típico —susurró el Gordo, presente en el grupo congregado en torno a la cama—. Típico de los BMS. Los BMS oyen ruido de cascos fuera de su ventana y en lo primero que piensan es en una cebra. Este tipo tiene una uremia porque unas infecciones recurrentes de la infancia le dañaron los riñones. Además, no hay tratamiento para los depósitos amiloides.
—¿Amiloides? —preguntó Donowitz—. Buena idea. Déjenme mostrarles una prueba para detectar depósitos amiloides «a pie de cama». Como saben, a quienes padecen esta dolencia les salen moretones con facilidad, con mucha facilidad.
Donowitz alargó la mano y pellizcó la piel del antebrazo del paciente. No sucedió nada. Sorprendido, dijo algo sobre que «a veces hay que hacerla con un poco más de fuerza»; apretó entre los dedos unos centímetros de piel y la retorció con inusitada violencia. El paciente lanzó un aullido, brincó sobre el colchón y se echó a llorar de dolor. Donowitz bajó la mirada y vio que le había arrancado un buen trozo de carne del brazo. La sangre empezaba a salir profusamente por la herida. Donowitz palideció; no sabía qué hacer. Cohibido, cogió el trozo de carne y trató de ponerlo de nuevo en su sitio con ligeras palmaditas, como si pensara que iba a quedarse allí pegado, y al cabo, susurrando un «lo…, lo siento…», salió apresuradamente del cuarto. El Gordo, con consumada pericia, aplicó a la herida una venda compresiva de gasa. Y acto seguido nos marchamos.
—Así que ¿qué habéis aprendido? —preguntó el Gordo—. Habéis aprendido que la piel urémica es muy frágil, y que los Médicos Privados de la Casa son un asco. Y ¿qué más? ¿Qué es lo que ahora tendremos que vigilar muy atentamente en ese pobre diablo?
—Las infecciones —dijo Chuck—. En las uremias hay que vigilar las infecciones.
—Exacto —dijo Grasas—. La Ciudad de las Bacterias. Haremos todos los cultivos necesarios. Si no fuera por Donowitz ese tipo se iría a casa mañana. Ahora, si sobrevive, tendrá que quedarse semanas. Si el pobre diablo lo supiera, culparía a la Ciudad de la Negligencia Médica.
Aquí los BMS volvieron a animarse. Entre ellos había representantes de casi todos los grupos minoritarios, y el tema de la «Medicina Social» estaba actualmente en candelero. Los BMS querían explicarle al paciente los riesgos a que iba a verse expuesto para que pudiera poner una demanda.
—De nada serviría —dijo Grasas—, porque cuanto peor es el Médico Privado, mejores son sus modos junto a la cabecera del paciente, y más alta la consideración de éste respecto a aquél. Si los propios médicos se tragan toda esa falacia televisiva del «buen doctor», ¿cómo no iban a tragársela los pacientes? ¿Cómo van a saber los pobres quiénes son los médicos privados «doble cero»? No hay nada que hacer.
—¿Doble cero? —pregunté yo.
—Con licencia para matar —dijo Grasas—. Hora del almuerzo. Ya veremos por los cultivos dónde ha andado Donowitz metiendo el dedo últimamente antes de intentar asesinar a ese pobre diablo urémico.
El gordo tuvo razón. En la herida se detectaron pintorescas y esotéricas bacterias, incluida una especie que se daba exclusivamente en el recto del pato doméstico. Grasas se excitó mucho con esto, y quería publicarlo con el título «El caso de Donowitz Culo de Pato». El paciente flirteó un tiempo con la muerte, pero consiguió salir adelante. Fue dado de alta un mes más tarde, y salió con la idea de que el hecho de que su querido y glorioso médico le hubiera arrancado un trozo de carne del antebrazo había sido algo normal, incluso necesario en el eficaz curso de su tratamiento en la Casa.
Cuando el Gordo se fue a comer y nos quedamos solos, volvió a invadirnos el pánico. Maxine me pidió que hiciera una receta de aspirina para el dolor de cabeza de Sophie, y cuando me disponía a firmar con mi nombre caí en la cuenta de que era responsable de cualquier posible complicación, y me detuve en seco. ¿Le había preguntado a Maxine si Sophie era alérgica a la aspirina? No. Se lo pregunté, y no, no lo era. Empecé a firmar, pero volví a pararme. La aspirina produce úlceras. ¿Quería que aquella pobre LOL sin NAD muriera desangrada a causa de una úlcera? Esperaría a que el Gordo volviera y le preguntaría si había algún problema al respecto.
—Tengo una pregunta, Grasas —le dije cuando lo vi llegar.
—Y yo tengo una respuesta. Yo siempre tengo una respuesta.
—¿Hay algún problema si le doy dos aspirinas a Sophie para el dolor de cabeza?
El Gordo se quedó mirándome como si estuviera viendo a alguien de otro planeta, y dijo:
—¿Te das cuenta de lo que me acabas de preguntar?
—Sí.
—Escucha, Roy. Las mamás dan aspirinas a sus bebés. Tú te das aspirinas a ti mismo. ¿Cuál es el problema, entonces?
—Supongo que me da miedo firmar la receta.
—Esa mujer es indestructible. Relájate. Estoy aquí sentado. ¿De acuerdo?
Puso los pies sobre el mostrador y abrió The Wall Street Journal. Escribí la receta, y sintiéndome un completo estúpido me fui a ver a un gorila llamado Zeiss. Un tipo de cuarenta y dos años bastante ruin, con una dolencia cardiaca grave, al que había que poner una intravenosa. Me presenté, e intenté ponérsela. Mi mano temblaba, y hacía calor en el cuarto, así que me puse a sudar y empezaron a caerle gotas en la zona desinfectada. Pinché y no le encontré la vena, y Zeiss lanzó un grito. La segunda vez lo hice más despacio, y Zeiss se retorció, gimió y gritó:
—¡Socorro, enfermera! ¡Me duele el pecho! ¡Tráigame la nitroglicerina!
Fantástico, Basch: tu primer paciente cardiaco y estás a punto de hacer que le dé un ataque.
—¡Me está dando un ataque!
Maravilloso. Que llamen a un médico. Un momento…, yo soy médico.
—¿Es usted médico de verdad, o qué? ¡Mi trinitrina! ¡Rápido!
Le puse una pastilla debajo de la lengua. Me dijo que me fuera al diablo. Apabullado, pensé: «Ojalá pudiera».
El día, lleno de grandes momentos médicos, discurría hacia su fin. Potts y yo nos apiñamos en torno al Gordo como patitos alrededor de mamá pata. Grasas estaba sentado, con los pies en alto, leyendo. Parecía sumido en el mundo de las acciones y los bonos y las materias primas, y aun así, como un rey que conoce su reino tan bien como su propio cuerpo, que siente la violencia de una lejana riada en la palpitación de sus riñones, y la prodigalidad de una cosecha en sus colmadas tripas, parecía ser sensible también a cualquier problema que pudiera surgir en la sala, y nos instruía a Potts y a mí, y nos prevenía, y nos ayudaba. Y una vez, sólo una vez, se movió… con inusitada rapidez, actuando sin empacho como un auténtico héroe.
Llegó a la Casa cierto paciente llamado Leo —un ingreso previsto—y le tocó en suerte a Potts. Demacrado, canoso, simpático, un poco sin aliento, con la maleta a los pies, Leo esperó en el cuarto de enfermeras. Potts y yo nos presentamos, y los tres charlamos un rato. Potts sintió alivio al ver que al fin un paciente hablaba con él, un paciente que no estaba en las últimas y que no pretendía pegarle. Lo que ni Potts ni yo sabíamos era que instantes después Leo iba a intentar morirse. En mitad de las risas ante una de las bromas de Potts, Leo se puso azul y cayó redondo al suelo. Potts y yo nos quedamos allí mudos, quietos, petrificados, incapaces de movernos. Lo único que se me ocurrió pensar fue: «Qué embarazoso para el pobre Leo». Grasas nos echó una mirada, se puso en pie de un brinco, gritó: «¡Arreadle!» —cosa que ninguno de los dos llegó a hacer por culpa del pánico, y porque a mí se me antojaba algo más bien melodramático—, corrió hacia nosotros, golpeó a Leo, le hizo la respiración artificial a Leo, le aplicó un masaje cardiaco de urgencia a Leo, le puso una intravenosa a Leo y encauzó con sereno virtuosismo la parada cardiaca de Leo y su regreso del mundo de los muertos. Un puñado de profesionales se había apresurado a ayudar ante la extrema gravedad de la situación, y a Potts y a mí nos habían apartado sin miramientos del centro de operaciones. Me sentí avergonzado e inepto. Leo se había estado riendo con nuestras bromas instantes antes; el que hubiera estado al borde la muerte era algo surrealista, y me negaba a aceptar que hubiera sucedido. Grasas había estado maravilloso: su manejo de la parada cardiaca de Leo había sido una auténtica obra de arte.
Cuando Leo volvió a la vida, Grasas volvió con Potts y conmigo al cuarto de enfermeras, puso otra vez los pies en alto y abrió el periódico, y dijo:
—Vaya, vaya… Así que os ha invadido el pánico y ahora os sentís una mierda… Ya lo sé. Es horrible, pero tampoco va a ser la última vez. Lo que tenéis que hacer es no olvidar lo que habéis visto. LEY NÚMERO TRES: EN UN PARO CARDIACO, LO PRIMERO QUE HAY QUE HACER ES TOMARSE EL PROPIO PULSO.
—Supongo que no me he preocupado demasiado porque era un ingreso voluntario y no una urgencia —dijo Potts.
—El que sea voluntario no quiere decir que podamos andarnos con gilipolleces —dijo Grasas—. Leo podría haber muerto. Es lo bastante joven para morir, ¿sabéis?
—¿Joven? —pregunté—. Aparenta setenta y cinco años…
—Cincuenta y dos. La insuficiencia cardiaca congestiva es peor que la mayoría de los cánceres. Son los de su edad los que se mueren. No hay ninguna posibilidad de que llegue a ser un gomer, no con esa enfermedad cardiaca. Y ése es el reto de la medicina: no ves más que gomers y gomers y gomers por todas partes, gente por la que no puedes hacer nada de nada, y de pronto, zas, ahí tienes a Leo, un tipo encantador que se te puede morir delante de las narices, y tienes que moverte con rapidez para salvarle. Como lo que dijo anoche Joe Garagiola de Luis Tiant: «Primero te endilga todos esos movimientos raros de despiste y demás, y luego, cuando te lanza el heater, ves que es bastante más rápido de lo que parecía».
—¿El heater? —preguntó Potts.
—Santo Dios… —dijo Grasas—. La pelota rápida… ¡LA PELOTA RÁPIDA! Pero ¿de dónde diablos os han sacado a vosotros dos, tíos?
Para entonces yo me estaba preguntando lo mismo, al igual que Potts. Los dos nos sentíamos incompetentes. Chuck —quién sabe por qué—era diferente. Él no necesitaba ayuda. Siempre sabía qué hacer. Aquella misma tarde, horas después, le pregunté cómo se las arreglaba para ser tan competente desde el principio.
—Muy fácil, tío. Nunca he leído las cosas. Las he hecho.
—¿Nunca has leído nada?
—Sólo aquello de las hormigas rojas. Pero sé cómo poner un goteo y cómo dar golpecitos en el pecho… Di algo, lo que quieras, y sé hacerlo. ¿Y tú?
—Yo no. Nada en absoluto —dije, pensando en las tonterías que había estado haciendo con lo de las aspirinas de Sophie.
—Bueno, tío, y ¿qué es lo que hiciste en la MBS, entonces?
—Libros. Sé todo lo que se puede aprender de medicina en los libros.
—Bien, pues parece que ahí es donde está tu error, tío, ahí precisamente. Lo mismo que el mío en no entrar en el ejército. Aunque quizá aún podría…
De pie a la luminosa luz de julio había una enfermera, la enfermera del turno de tarde. Tenía las manos en las caderas y leía las fichas médicas con las piernas abiertas, meciéndose, desplazando el peso primero sobre un pie y luego sobre el otro. La viva luz del sol hacía su uniforme casi transparente, y las piernas le ascendían en dos líneas suaves desde los finos tobillos y esbeltas pantorrillas hasta ese lugar donde los miembros acaban y se juntan. No llevaba bragas, y a través del uniforme blanco almidonado entreví el claro dibujo de sus pantis. Ella sabía perfectamente que se transparentaban. También se le veía la cinta del sostén, abrochada por el tentador corchete. Estaba de espaldas. ¿Quién podía saber cómo era de frente? Casi deseé que no se diera la vuelta nunca, que jamás desbaratara los imaginados pechos, el imaginado rostro.
—Eh, tío, está buenísima…
—Adoro a las enfermeras —dije.
—¿Qué les encuentras de especial?
—Debe de ser todo ese blanco…
La enfermera se dio la vuelta. Se me cortó la respiración. Me puse colorado. Era…, de la pechera de encaje desabrochada, que le dejaba al descubierto el hueco clavicular y la hendidura del escote, a los llenos y ceñidos pechos; del rojo del esmalte de uñas y el lápiz de labios al azul de los párpados y el negro de las pestañas e incluso el brillo del oro de la pequeña cruz de la escuela católica de enfermeras…, era un arco iris en una cascada. Tras toda una jornada de encajar golpes de Médicos Privados y Lamedores y gomers, era un suculento gajo helado de naranja deshaciéndose en mi boca. Vino hacia nosotros.
—Soy Molly.
—Pues… yo me llamo Chuck.
Preguntándome para mis adentros si sería o no verdad todo eso que se cuenta de internos y enfermeras, dije:
—Yo soy Roy.
—¿Vuestro primer día, chicos?
—Sí. Yo pensaba alistarme en el ejército en lugar de esto…
—Yo también soy nueva —dijo Molly—. Empecé la semana pasada. Esto mete miedo, ¿eh?
—Lo decía en serio —dijo Chuck.
—No hay que rendirse, chicos. Lo conseguiremos. Os veré por ahí, por el campus, ¿vale?
Chuck me miró, y yo le miré, y dijo:
—Seguro que te encanta pasarte el día aquí con los gomers, ¿verdad que sí, Roy?
Nos quedamos mirando cómo Molly se alejaba por el pasillo. Se detuvo para saludar a Potts, que estaba hablando con un paciente checo, un tipo amarillento enfermo del hígado. El Hombre Amarillo flirteó un poco con Molly, y luego siguió comiéndosela con los ojos mientras ella, entre risitas, se alejaba contoneándose por el pasillo. Potts se acercó a nosotros y nos comentó los resultados de los análisis de la mañana.
—Las funciones hepáticas de Lazlow están empeorando… —dijo.
—Está amarillísimo —dijo Chuck—. Déjame ver. Demasiado altas. Si yo fuera tú, Potts, le daría unos roides.
—¿Roides?
—Esteroides, tío. ¿De quién es paciente?
—Mío. Es demasiado pobre para tener médico privado.
—Bueno, yo le daría unos roides. Nunca se sabe: puede que le esté dando una hepatitis necrótica fulminante. Y en tal caso, como no le des unos roides se te muere.
—Sí —dijo Potts—, pero la analítica no da tan alta, y los esteroides tienen montones de efectos secundarios. Prefiero esperar hasta mañana.
—Como quieras. Pero está amarillísimo, ¿no crees? Pensando en lo que había dicho el Gordo sobre los jóvenes que mueren, me fui a seguir con mi trabajo. Cuando llegué al cuarto de enfermeras vi a dos LOL sin NAD mirando a través de sus gruesas gafas para las cataratas la pizarra en la que se escribían los nombres de los internos nuevos de la sala. Mencionaron el mío, y les pregunté si me buscaban. Menudas, como unos treinta centímetros más bajas que yo, acurrucadas la una contra la otra, alzaron los ojos para mirarme.
—Oh, sí —dijo una de ellas.
—Oh, ¿no es usted el doctor alto?
—Guapo y alto —dijo la otra—. Sí, queremos saber algo de nuestro hermano Itzak.
—Itzak Rokitansky. El catedrático. Lo brillante que era…
—¿Qué tal está, doctor Basch?
Me sentí acorralado; no sabía qué decir. Sobreponiéndome a las ganas de responder «BATANTE BEN», dije:
—Bueno…, sólo llevo aquí un día. Es muy pronto para poder decirles algo. Veremos.
—Es su cerebro —dijo una de ellas—. Su maravilloso cerebro. Nos alegramos de que se haga usted cargo de él, doctor Basch. Muchísimas gracias.
Las dejé allí, y al volverme vi que me señalaban con el dedo y se decían cosas y se miraban, felices de que yo fuera el médico de su hermano. Me conmoví. Sí, yo era médico. Por primera vez aquel día me sentí estimulado, y orgulloso. Ellas creían en mí, en mi oficio. Cuidaría de su hermano, y de ellas. Cuidaría de todo el mundo, ¿por qué no? Eché a andar por el pasillo lleno de orgullo. Palpé el cromado de mi estetoscopio con cierta pericia. Como si supiera lo que estaba haciendo. Era fantástico.
Pero no duró. Me sentía más y más cansado, más y más atrapado por los multitudinarios análisis de intestino y los resultados del laboratorio. Los martillos neumáticos del Ala de Zock llevaban doce horas martirizándome los huesecillos del oído. No había tenido tiempo para desayunar, ni para comer, ni para cenar, y aún quedaba trabajo por hacer. Ni siquiera había tenido tiempo para ir al váter, porque cada vez que me metía en él el siniestro busca me sacaba enseguida de mi cubículo. Me sentía desilusionado, agotado. Antes de dar por concluida su jornada, el Gordo se acercó a mí y me preguntó si quería hablar con él de algún otro asunto.
—No me gusta —dije—. Esto no es la medicina. Yo no he venido aquí de interno para esto. Para prescribir lavados y análisis de tripas.
—Los análisis intestinales son importantes —dijo Grasas.
—¿Es que no hay pacientes normales?
—Éstos son pacientes normales.
—Imposible. Apenas hay jóvenes.
—Sophie es joven. Tiene sesenta y ocho años.
—Entre los viejos y los análisis de intestinos…, esto es de locos. No es lo que yo esperaba cuando entré aquí esta mañana.
—Te entiendo. Tampoco es lo que yo esperaba. Todos esperamos el Sueño Médico Americano: pacientes blancos, curaciones y todo lo demás… La medicina moderna es algo muy distinto: es los golpes que le da Ina a Potts; Ina, a la que tenían que haber dejado morirse hace ocho años, cuando lo pidió, por escrito incluso, en su residencia New Masada; es «guardar cama hasta que surjan complicaciones», es los pagos de Blue Cross por dar apretones de manos, es todo lo que has podido ver en el día de hoy, con el viejo Leo ahí tirado, desahuciado…
Pensando en las hermanas de Rokitansky, dije:
—Eres demasiado cínico.
—¿No le ha pegado Ina a Potts? ¿Sí o no?
—Sí, pero no toda la medicina es así.
—Muy bien. Pero pese a todos nuestros conocimientos, la gente de nuestra edad se muere.
—Cínico.
—Oh, claro —dijo Grasas, con un brillo en los ojos—. Nadie quiere que te enteres de todo esto todavía. Por eso quisieron que empezaras con Jo y no conmigo. Me gustaría poder mentirte. Pero no importa, porque aún no tengo poder para desanimarte. Es como el sexo, tienes que descubrirlo por ti mismo. Así que ¿por qué no te vas a casa?
—Tengo trabajo que hacer.
—Bien, tampoco me vas a creer esto: la mayor parte de lo que haces no tiene la menor importancia. Para el cuidado de estos gomers, lo que tú haces no tiene la menor importancia. Pero ¿sabes a quién están diciendo adiós?
No, no lo sabía.
—Al padre potencial del Gran Invento Médico Americano. El del doctor Jung. Más dinero que en los tests intestinales de las estrellas de Hollywood.
—¿A qué invento te refieres?
—Ya lo verás —dijo Grasas—. Ya lo verás.
Y se marchó. Sin él, me sentí acobardado. Y preocupado por lo que había dicho. ¿Tendría realmente que descubrirlo todo por mí mismo? En el colegio, cuando le pregunté a un chico italiano por qué le gustaba el sexo, me contestó: «Porque está bueno». No podía entender que alguien hiciera algo sólo porque estuviera bueno. ¿Había algún sentido en ello?
Antes de marcharme quise decide adiós a Molly. Me la encontré llevando una cuña a donde se vacían las deyecciones. Fui caminando a su lado, mientras la mierda iba chapoteando dentro de la cuña, y dije:
—No es una forma muy romántica de conocerse.
—El romanticismo no ha hecho más que meterme en todo tipo de problemas en el pasado —dijo Molly—. Ésta es mucho más realista.
Le deseé buenas noches y me fui a casa. El sol era algo ajeno y enfermo que enviaba una plaga roja y caliente sobre la ciudad. Estaba tan cansado que me costó un enorme esfuerzo conducir: las líneas blancas fluctuaban de un lado a otro en medio de la carretera como en el aura visual que precede a un ataque de epilepsia. La gente que veía se me antojaba extraña, como víctima de una enfermedad que yo debería saber diagnosticar. Nadie tenía derecho a estar sano, porque mi mundo era exclusivamente el de la enfermedad. E incluso las mujeres sin sostén, con el sudor colmándoles la hendidura entre los pechos, con los pezones erizados ante la expectativa de una noche estival llena de sensualidad y de lujuria, con el erotismo exacerbado por los aromas de las flores de julio y de sus propios cuerpos encendidos, no eran tanto objeto de deseo como especímenes anatómicos. Enfermedades de las mamas. Me puse a canturrear nada menos que una bossa-nova: «Échale la culpa al carcinoma…, hey, hey, hey…».
En el buzón había una nota: «He pensado en ti toda la noche, he pensado en ti con esa bata blanca. Tiene que ser duro ser interno, pero estoy segura de que volverás. Con amor, Berry». Mientras me desnudaba pensé en Berry. Pensé en Molly, pensé en Potts y en su verga palpitante y azul, pero la mía no estaba palpitante aquella noche, porque ya habían empezado a tomarla conmigo y no me quedaban ganas de sentir nada más aquel día. Ni siquiera el sexo, ni siquiera el amor. Me eché encima de las sábanas frescas, que estaban suaves como la planta del pie de un bebé, suaves como el interior de la boca de un bebé, y pensé en aquel desconcertante Gordo y en que aunque el verano fuera verde, la muerte era una cosa extraña, una cosa muy muy extraña.