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La Casa de Dios fue fundada en 1913 por el Pueblo Norteamericano de Israel cuando tal comunidad vio que sus Hijos e Hijas médicamente cualificados no obtenían buenos puestos de internos en buenos hospitales a causa de la discriminación. La institución, como en proporcionada retribución a la dedicación de los fundadores, pronto atrajo a una pléyade de médicos entusiastas, y fue bendecida mundialmente con la calificación BMS (Mejor Facultad Médica). De acuerdo con tal estatus, había llegado a atomizarse internamente en multitud de jerarquías, en cuya base ahora se hallaba la gente para quien había sido originalmente fundada: el Personal de la Casa. Y consecuentemente, a su vez, en el escalón más bajo de tal Personal se hallaba el interno.

Si bien al descender desde lo alto de la jerarquía médica acababa uno encontrándose con el peldaño más bajo del escalafón, el interno, éste se hallaba en la base de las demás jerarquías sólo indirectamente. En multitud de sutiles formas, el interno siempre se hallaba en situación de padecer los abusos de los Médicos Privados, la Administración de la Casa, el cuerpo de Enfermeras, los Pacientes, los Servicios Sociales, los Operadores Telefónicos y de Mensafonía y los empleados Auxiliares. Estos últimos hacían las camas y regulaban el calor y el frío, se ocupaban de los aseos y servicios, la ropa de cama y las reparaciones en general. Los internos se hallaban absolutamente a su merced.

La jerarquía médica de la Casa era una pirámide: muchos en la base y tan sólo uno en la cúspide. Dada la mentalidad requerida para escalarla, era algo muy parecido a un helado de cucurucho: tenías que ir subiendo a lametones. La constante aplicación de la lengua al culo del inmediatamente superior en la pirámide hacía que aquellos cercanos ya a la cúspide fueran todo lengua. Un eventual mapeo de la corteza sensorial de cada uno de estos individuos nos hubiera descubierto a un homúnculo con gran parte del cerebro tapado casi por completo por una lengua gigantesca. Lo bueno de un helado de cucurucho de este tipo era que desde abajo veías claramente el «lameteo» en curso. Ahí tenías a los Lamedores, optimistas y codiciosos chiquillos en una heladería en el mes de julio, lamiendo y lamiendo y lamiendo… Todo un espectáculo.

La Casa de Dios era conocida por su progresismo, especialmente en el modo de tratar al Personal. Fue uno de los primeros hospitales en ofrecer asesoramiento matrimonial gratis y, cuando tal asesoramiento fallaba, en recomendar encarecidamente el divorcio. Durante su estancia en la institución, aproximadamente un ochenta por ciento de los médicamente cualificados Hijos e Hijas del Pueblo Norteamericano de Israel casados optaban por esta última sugerencia: se separaban de sus esposas o esposos y se liaban con alguna pareja sexualmente apetecible de cualquiera de los diferentes colectivos: Médicos Privados, Administración, Enfermeras, Pacientes, Servicio Social, Operadores de Telefonía o Busca, Servicios Auxiliares. En un gesto progresista más, la Casa de Dios tenía a bien introducir a los recién llegados en los horrores del año de internado de un modo delicado: invitándoles a una jornada completa de charlas sólo partida por un almuerzo servido por la casa de platos preparados B-M Deli. En nuestro caso tal jornada tendría lugar el lunes 30 de junio —víspera de nuestra incorporación al servicio—, y en ella se nos expondría a la curiosidad de los miembros representativos de cada jerarquía.

La tarde del domingo previo al lunes del almuerzo de B-M Deli previo al terrorífico martes 1 de julio, yo estaba en la cama y, aunque julio expiraba con una última racha de sol, tenía echadas las persianas. Nixon se había embarcado en otra cumbre para masturbar a Kosiguin; a «Mariquita» Dean le faltaba el aliento en su angustia por no saber qué ponerse para las audiencias del Watergate, y yo lo estaba pasando francamente mal. Mi aflicción no era siquiera la aflicción moderna de la alienación o el aburrimiento, eso que sin duda sienten hoy día muchos norteamericanos al ver en la tele el documental «Los Hortera, una familia californiana», con su lujoso rancho, sus tres coches, su piscina arriñonada y su carencia total de libros. A mí me afligía el miedo. Pese a haber sido siempre un entusiasta, estaba muerto de miedo. Me aterrorizaba convertirme en un interno de la Casa de Dios.

No estaba solo en la cama. Estaba con Berry. Nuestra relación, después de haber sobrevivido al trauma de mis años en la Mejor Facultad de Medicina, florecía, rica en color, hecha de vivacidad, risa y amor. Y junto a mí, encima de la cama, había dos libros: el primero, un regalo de mi padre el dentista, un libro sobre «internos» titulado Cómo salvé al mundo sin ensuciarme las manos, que trata de un interno que siempre llega en el último momento y se hace cargo de la situación y se pone a escupir enérgicas órdenes que logran salvar vidas cuando todo parece ya perdido; el segundo, un manual titulado Cómo ha de arreglárselas el interno novato que te enseñaba todo lo que necesitabas saber en tu situación. Mientras yo hurgaba con fruición en tal manual, Berry, psicóloga clínica, estaba enfrascada en Freud. Al cabo de unos minutos de silencio, solté un gemido, dejé caer el manual y me tapé la cabeza con la sábana.

—Socorro, socorrooo… —dije.

—Roy, estás mal de verdad.

—¿Cómo de mal?

—Mal. La semana pasada hospitalicé a un paciente que encontramos acurrucado bajo las mantas, como tú, y eso que estaba menos angustiado.

—¿Puedes hospitalizarme a mí?

—¿Tienes seguro?

—No hasta que empiece el internado.

—Entonces tendrás que ir a un centro estatal.

—¿Qué crees que debo hacer? Lo he intentado todo, pero sigo muerto de miedo.

—Intenta la negación.

—¿La negación?

—Sí. Una defensa primitiva. Niega que tengas miedo.

Así que intenté negar que tenía miedo. Aunque no llegué muy lejos en tal dirección. Berry me ayudó a pasar aquella noche, y a la mañana siguiente, el lunes del almuerzo del B-M Deli, me ayudó a afeitarme y a vestirme, y me llevó al centro urbano, a la Casa de Dios. Algo me impedía bajarme del coche, y al percatarse de ello Berry abrió mi portezuela, me engatusó para que saliera y me metió en la mano una nota que decía: «Nos vemos aquí a las cinco. Buena suerte. Con amor, Berry». Me besó en la mejilla y se fue.

Me quedé allí de pie, en el calor húmedo de la calle, ante un enorme edificio color de orina con un letrero que decía que era LA CASA DE DIOS. Una gran bola que pendía de una cadena estaba demoliendo un ala del edificio para, según decía otro cartel, construir una nueva: el ALA DE ZOCK. Sintiendo como si bola y cadena se bambolearan de un lado a otro en el interior de mi cerebro, entré en la Casa de Dios y busqué el «salón de actos». Me senté mientras el Residente Jefe, un tal Fishberg, apodado el Pez, dirigía un discurso de bienvenida a los recién llegados. Bajo, rechoncho, lustroso, el Pez acababa de terminar su especialización en Gastroenterología, la rama reina de la Casa. El puesto de Residente Jefe se hallaba justo a mitad del cucurucho, y el Pez sabía que si hacía un buen trabajo aquel año sería recompensado por los Lamedores de más arriba del cono con un puesto de trabajo permanente y se convertiría en Lamedor fijo. Era el miembro de enlace entre los internos y el resto del personal de la Casa, y «espero que acudáis a mí cuando tengáis algún problema». Al decir esto dirigió la mirada hacia los Lamedores de más arriba que ocupaban la mesa de la presidencia. Taimado, rastrero, rebosante de untuosidad. Y contento. Absolutamente ajeno al espanto que sentíamos. Mi interés decayó, y me puse a mirar a los demás internos de la sala: un negro barbilampiño retrepado con dejadez en su asiento, que se tapaba cansinamente los ojos con una mano; más impresión me causaba, sin embargo, un gigante de tupida barba roja, con chaqueta de cuero negra y gafas de sol de oreja a oreja, que hacía girar con el dedo una gorra negra de «motero». Totalmente ausente.

—… así que, tanto de día como de noche, estoy a vuestra disposición. Y ahora me complace enormemente presentarles al Jefe Médico, el doctor Leggo.

Desde el rincón donde había esperado de pie echó a andar envaradamente hacia la mesa del orador un hombrecillo delgado y de aire consumido con una horrible mancha de nacimiento morada en la mejilla.

Llevaba una larga bata blanca y un largo y anticuado estetoscopio que le bajaba por el pecho y el abdomen y le desaparecía misteriosamente dentro de los pantalones. Una pregunta cruzó mi cerebro: ¿ADÓNDE IBA A PARAR AQUEL ESTETOSCOPIO? El Jefe Médico era nefrólogo: riñones, uréteres, vejigas, uretras…, y, cómo no, el mejor amigo de la retención de orina: el catéter de Foley.

—La Casa de Dios es especial —decía el Jefe Médico—. Parte de su carácter de especial le viene de su calificación BMS. Quiero contarles una anécdota en relación con las BMS que les mostrará lo especial que es tal calificación y lo especial que es nuestra Casa. Es una anécdota sobre un médico BMS y una enfermera BMS llamada Peg. Una anécdota que me enseñó lo que de verdad suponía tal calificación…

Mi mente vagaba. El tal Leggo era una versión del Pez menos rechoncha, como si, dado que Leggo había «publicado» en lugar de «perecido» para llegar a Jefe Médico, hubiera sido esquilmado de todo «jugo» humano y se hubiera quedado seco, deshidratado, incluso urémico. Así que ahí teníamos la cima del cucurucho, ocupada por quien al fin, siendo ya el jefe de todos, sería más lamido que lamedor hasta el retiro de su vida activa.

—… y entonces Peg se acercó a mí con una expresión de sorpresa en el semblante y dijo: «Pero, doctor Leggo, ¿cómo puede usted preguntarse si la orden ha sido o no cumplida? Cuando un médico BMS le dice a una enfermera BMS que haga algo, puede estar seguro de que lo hará, y de que lo hará bien».

Hizo una pausa, como esperando el aplauso general. La sala guardó silencio. Bostecé, y al oír lo que dijo después mi mente dio en pensar directamente en el folleteo.

—… y les alegrará saber que Peg va a venir…

—¡KJAAA! ¡KJAAA!

Una explosión de tos del interno de la chaqueta de cuero negro, que jadeaba y se encorvaba sobre sí mismo en su asiento, interrumpió al doctor Leggo.

—… va a venir del City Hospital a incorporarse a nuestra Casa en el curso de este año.

El doctor Leggo pasó luego a proclamar lo sagrado de la Vida. Como en las declaraciones del Papa, lo importante era hacer siempre lo posible y lo imposible por salvar la vida del paciente. Entonces aún no podíamos saber cuán destructivo podía llegar a ser un nuncio de este tipo. Al acabar su alocución el doctor Leggo volvió a su esquina, donde siguió de pie. Ni el Pez ni el doctor Leggo parecían poseer una noción sólida de lo que significaba ser un ser humano.

Los demás oradores eran más humanos. Un tipo de la Administración de la Casa, de chaqueta deportiva azul con botones dorados, nos asesoró sobre el hecho de que «los cuadros clínicos de los pacientes constituían auténticos documentos legales», y nos contó que la Casa había sido demandada recientemente porque un interno, bromeando, había escrito en uno de estos cuadros que en un asilo habían dejado a un paciente sentado en el orinal durante tanto tiempo que el pobre diablo había contraído unas ulceraciones estásicas que le habían causado la muerte camino de la Casa; un joven y demacrado cardiólogo llamado Pinkus hizo hincapié en la importancia de los hobbies en la prevención de las enfermedades coronarias, y confesó que sus dos hobbies eran «correr, para estar en forma, y pescar, para tranquilizarme», y continuó diciendo que durante el año que nos esperaba detectaríamos en todos nuestros pacientes un sonoro soplo sistólico que de hecho no resultaría ser sino el estruendo de las taladradoras de las obras del Ala de Zock, así que quizá nos convendría mandar a paseo el estetoscopio; el Psiquiatra de la Casa, un hombre de aspecto triste con barbita de chivo, nos dirigió una mirada suplicante y nos dijo que podíamos contar con su ayuda. Y luego nos dejó a todos aplanados al añadir:

—El internado de medicina no tiene nada que ver con una facultad de Derecho, donde te dicen que mires a derecha e izquierda porque cuando acabe el curso uno de vosotros no va a seguir en la carrera, sino que aquí estás continuamente en tensión y todo es muy duro para todo el mundo. Y si te dejas amilanar, pues… Año tras año, las promociones de licenciados de al menos una facultad de medicina (puede que de dos o tres), se ven obligadas a suplir las bajas de compañeros que se suicidan…

—¡KGRAAA…, KGRAAA!

El Pez se aclaraba la garganta. No le gustaba que hablaran del suicidio y protestaba aclarándose la garganta.

—… e incluso aquí, en la Casa de Dios, vemos todos los años algún suicidio…

—Gracias, doctor Frank —dijo el Pez, tomando las riendas y volviendo a engrasar las ruedas del acto para dar paso al último orador médico, un representante de los Médicos Privados que enseñaban en la Casa: el doctor Pearlstein.

Ya en la BMS había oído hablar de la Perla. En un tiempo Residente Jefe, pronto abandonó el mundo estrictamente académico para ganar dinero. Su primera clientela se la había birlado a un socio que estaba de vacaciones en Florida; luego, después de echar rápida mano de la informática para automatizar por completo su consulta, se había convertido en el más rico de los ricos Médicos Privados de la Casa. Gastroenterólogo con máquina de rayos X propia en la consulta, atendía a los mejores intestinos de la ciudad. Era el médico personal de la familia Zock, la misma que sufragaba el Ala de Zock cuyas taladradoras harían innecesarios nuestros estetoscopios. Bien acicalado —traje elegante y relucientes joyas—, era un maestro de las relaciones públicas, y a los pocos segundos nos tenía a todos en el bolsillo:

—Todos los internos cometen errores. Lo importante es no cometer los mismos dos veces ni montones de ellos al mismo tiempo. Cuando yo hice el internado aquí en la Casa, a un compañero ansioso por triunfar académicamente se le murió un paciente, y la familia no dio permiso para que le hicieran la autopsia. En mitad de la noche, nuestro interno bajó el cadáver en su camilla rodante hasta el depósito y le practicó la autopsia. Fue descubierto y castigado severamente: lo enviaron al Profundo Sur, donde ejerce la medicina en el más oscuro de los anonimatos. Así que recordad: no dejéis que el entusiasmo médico interfiera en vuestro compasivo deber para con la gente. Puede ser un gran año. A mí me inició en lo que hoy soy y en lo que hoy tengo. Espero con verdadero anhelo trabajar con todos y cada uno de vosotros. Muchísima suerte, chicos. Muchísima suerte.

Dada mi aversión por los cadáveres, bien podía haberse ahorrado su advertencia. Pero había gente a quien podía convenirle. A mi lado tenía a Hooper, un interno hiperactivo que había estudiado conmigo en la BMS, que en aquel mismo momento parecía estar desistiendo de la idea de hacer él mismo la autopsia a quienquiera que fuese. Sus ojos brillaron, y se meció en la silla, temblando casi. Muy bien, me dije para mis adentros, si eso te excita…

Una vez formulada la obligada declaración humanitaria, pasaron a los asuntos informáticos, y el Pez nos fue distribuyendo el programa anual con sus horarios diarios. Una adolescente de grandes tetas se puso en pie para orientarnos por aquel laberinto de papeleo. Nos habló del «mayor problema con que van a toparse en su año de internado: el aparcamiento». Tras repasar varios complejos diagramas de los lugares donde se podía aparcar de la Casa, nos repartió las pegatinas de aparcamiento, y al cabo dijo: «Recuérdenlo: nos llevamos los coches mal aparcados; nos encanta hacerlo. Con el Ala de Zock en construcción, será mejor que pongan la pegatina en la parte interior del parabrisas del coche, porque los obreros llevan ya unos meses arrancando todas las pegatinas que se les ponen a tiro. Y si están pensando en venir a la Casa en bicicleta, olvídenlo. Las bandas de quinceañeros se pasean por aquí todas las noches con cizallas para cortar las cadenas de seguridad. No hay bicicleta que se les resista. Ahora rellenen estos formularios informáticos para poder cobrar. Todos habrán traído los lápices del número dos, supongo…».

Maldita sea. Lo había olvidado. Llevaba toda la vida tratando de acordarme de llevar esos dos lápices del número dos. No podía recordar si me había acordado alguna vez. Y sin embargo había gente que se acordaba siempre. Rellené los círculos de los formularios.

El acto finalizó con la siguiente sugerencia del Pez:

—Puede que quieran visitar sus respectivas salas para ir familiarizándose con los pacientes que verán mañana.

Aunque me recorrió un escalofrío —quería seguir negando que todo aquello estuviera sucediendo—, salí con los demás de la sala. Me quedé rezagado, y al poco me encontré en la cuarta planta, recorriendo un pasillo de un extremo a otro. A unos diez metros vi a dos pacientes sentados en sendos sillones con respaldo ajustable y reposapiés. Uno de ellos, una mujer cuya brillante tez amarilla delataba una grave enfermedad hepática, tenía la boca abierta y la mirada fija en las luces fluorescentes, las piernas completamente abiertas, los tobillos hinchados y las mejillas consumidas. Llevaba un lazo en el pelo. A su lado había un viejo decrépito de alborotado pelo blanco —parecía brincarle de un cráneo lleno de venas—que aullaba una y otra vez:

—EH, DOCTOR, ESPERE. EH, DOCTOR, ESPERE. EH, DOCTOR, ESPERE…

Una botella de goteo iba inyectándole un líquido amarillo en el brazo, y un catéter de Foley le iba drenando una sustancia amarilla de un pene de punta color bermellón que descansaba sobre su regazo como una serpiente-mascota. La comitiva de nuevos internos tuvo que avanzar en fila india para sortear a aquellos dos casos perdidos, y cuando llegué hasta ellos se había formado un embotellamiento que me obligó a pararme y esperar. El negro y el «motero» de la chaqueta negra esperaron a mi lado. El anciano, cuya cédula de identificación rezaba: «Harry el Caballo», seguía vociferando:

—EH, DOCTOR, ESPERE. EH, DOCTOR, ESPERE. EH, DOCTOR, ESPERE…

Me volví a la mujer, cuyo identificador decía «Jane Doe».

Estaba cantando algo, una especie de escala cromática fonética de creciente intensidad:

—OOOH… AYYY… EEEH… IIIH… UUUH…

En respuesta a la atención que le prestábamos, Jane Doe hizo ademán de tocarnos, y yo pensé: «¡No, que no me toque!», y no me tocó; lo que hizo fue tirarse un pedo largo y líquido. Los olores siempre me han afectado mucho, y aquél me afectó hasta el punto de hacerme sentir ganas de vomitar. No, señor: no tenía la menor intención de empezar a ver ahora mismo a mis pacientes. Me di la vuelta. El negro, que se llamaba Chuck, me miró.

—¿Qué piensas de todo esto? —me preguntó.

—Tío, da grima.

Desde su enorme altura, el gigante vestido de «motero» nos miraba. Se puso la chaqueta negra y dijo:

—Tíos, en mi facultad de Medicina de California nunca vi a nadie tan viejo. Me vuelvo a casa, adonde mi mujer.

Se volvió, desanduvo el pasillo y se metió en el ascensor. En la espalda de su chaqueta negra de «motero» se leía una leyenda escrita con brillantes tachones de latón:

***

***Trágate-Mi-Polvo***

***Eddie***

***

Jane Doe se tiró otro pedo.

—¿Tú tienes mujer? —le pregunté a Chuck.

—No.

—Yo tampoco. Pero hoy no estoy dispuesto a soportar esto. Por nada del mundo.

—Bueno, tío, vamos a tomarnos una copa.

Chuck y yo habíamos apurado ya una buena cantidad de bourbon y cerveza, y estábamos riéndonos de Jane la pedorra y del insistente Harry el Caballo, que se pasaba la vida gritando EH, DOCTOR, ESPERE… Habíamos empezado compartiendo nuestro asco, y continuado compartiendo nuestro miedo, y ahora estábamos en la fase de compartir nuestro pasado. Chuck había crecido en la miseria en Memphis. Le pregunté cómo, partiendo de un medio tan humilde, había llegado a la Casa de Dios, esa cima de la Medicina con categoría de BMS.

—Bueno, tío, pues fue como te cuento. Un día, en el último año de secundaria, en Memphis, recibí una tarjeta de la facultad de Oberlin que decía: «¿LE GUSTARÍA ESTUDIAR EN LA UNIVERSIDAD DE OBERLIN? EN CASO AFIRMATIVO, RELLENE Y DEVUÉLVANOS ESTA TARJETA». Así fue la cosa, tío, eso fue todo. Ni exámenes de la Junta de Universidad, ni formularios, ni nada de nada. Así que la mandé. Y poco tiempo después recibí una carta diciéndome que me habían admitido. Beca completa para cuatro años. Y resulta que los blancos de mi clase se morían por entrar en esa universidad. Yo no había estado fuera de Tennessee en mi vida. No sabía nada de Oberlin, sólo lo que me dijo alguien cuando se lo pregunté: que en Oberlin había una escuela de música.

—¿Tocabas algún instrumento?

—¿Me tomas el pelo? Mi viejo, que era portero de noche, leía novelas de vaqueros en el trabajo, y mi vieja fregaba suelos. Lo único que yo «tocaba» era el balón de baloncesto. El día en que tengo que marcharme, va mi viejo y me dice: «Hijo, más te valdría alistarte en el ejército». Así que cojo el autobús a Cleveland, y cuando tengo que hacer transbordo para Oberlin no sé si estoy en la cola que debo, y entonces veo a un montón de tíos con instrumentos bajo el brazo y me digo; sí, éste debe de ser el autobús. Así que llegué a Oberlin. Elegí Preparatorio de Medicina porque no había que hacer casi nada, sólo leer un par de libros: la Ilíada, que ni siquiera entendí gran cosa, y un libro estupendo sobre unas hormigas rojas asesinas. Ya sabes, un pobre diablo al que atrapan y atan de pies a cabeza y demás, y ese ejército de hormigas asesinas que llegan hasta él desfilando y desfilando… Divino.

—¿Qué te decidió a seguir con la carrera médica?

—Lo mismo que la primera vez, tío. Lo mismo exactamente. El último año recibo una tarjeta de la Universidad de Chicago: ¿LE GUSTARÍA ESTUDIAR EN LA FACULTAD DE MEDICINA DE CHICAGO? EN CASO AFIRMATIVO, RELLENE Y DEVUÉLVANOS ESTA TARJETA. Eso fue todo. Ni exámenes de la Junta de Universidad, ni formularios, ni nada de nada. Beca completa para cuatro años. Así fue la cosa, y aquí me tienes.

—¿Y qué me dices de la Casa de Dios?

—Lo mismo, tío, lo mismo exactamente. El último año en Chicago recibo una tarjeta: ¿LE GUSTARÍA SER INTERNO EN LA CASA DE DIOS? EN CASO AFIRMATIVO, RELLENE Y DEVUÉLVANOS ESTA TARJETA. Y eso fue todo. ¿Algo más?

—Bueno, les engañaste bien engañados.

—Eso creía yo, pero al ver cómo están algunos pacientes y demás, creo que los tipos que me mandaban las tarjetas sabían desde el principio que estaba intentando engañarles al pedir lo que pedía, así que lo que han hecho es engañarme a mí concediéndomelo. Mi viejo tenía razón: la primera tarjeta fue mi perdición. Tenía que haberme metido en el ejército.

—Bueno, al menos leíste un buen libro sobre hormigas asesinas.

—Sí, eso no puedo negarlo. Y tú…, ¿qué me cuentas?

—¿Yo? Sobre el papel soy un tipo fantástico. Cuando terminé Preparatorio me pasé tres años en Inglaterra con una Beca Rhodes.

—¡Joder! Debes de ser todo un atleta. ¿Cuál es tu deporte?

—El golf.

—Bromeas. ¿Con esas pelotitas blancas?

—Exacto. Oxford estaba hasta el gorro de que Rhodes le mandara atletas memos, y ese año pidió un poco más de cerebro. Uno de los becados jugaba al bridge.

—Bien, tío, y ¿cuántos años tienes?

—Voy a cumplir treinta el cuatro de julio.

—Joder, eres mayor que todos los demás. Eres viejo de cojones.

—Tendría que haberme dado cuenta de que no debía meterme en esto. Me he pasado la vida con esos malditos lápices del número dos. Tendría que haber aprendido.

—Bueno, tío, a mí lo que de verdad me gustaría es ser cantante. Tengo una voz fabulosa. Escucha, escucha.

Con voz de falsete, y como si fuera dando forma a tonos y palabras con las manos, Chuck se puso a cantar:

—Hay… luuuna esta noooc e, iaaaaa…, y se que… si me abrazas con fuerza, iaaaaa…, iaaaaa…

Era una bonita canción, y Chuck tenía una bonita voz, y todo era estupendo, y se lo dije. Nos sentíamos felices de verdad. En el umbral de lo que nos esperaba, era casi como estar enamorados. Tras unas copas más decidimos que nos sentíamos lo suficientemente felices como para irnos. Me metí la mano en el bolsillo para pagar, y me topé con la nota de Berry.

—Oh, mierda —dije—. Llego tarde. Vámonos.

Pagamos y salimos del local. El calor había desaparecido bajo una pequeña bóveda de lluvia estival. Empapados, en medio del estruendo del trueno y el restallido del relámpago, Chuck y yo llamamos a gritos a Berry, que al cabo nos vio desde su coche. Chuck le mandó un beso de adiós, y estábamos a punto de irnos y él ya se alejaba hacia su coche cuando le grité:

—Eh, se me ha olvidado preguntarte…, ¿dónde empiezas mañana?

—Quién sabe, tío, quién sabe…

—Espera, voy a mirar… —Saqué las hojas informáticas del programa y vi que a Chuck y a mí nos había tocado el mismo primer turno de servicio.

—Eh, vamos a trabajar juntos.

—Fantástico, tío, fantástico. Hasta mañana.

Chuck me gustaba. Era negro y lo había soportado. Con él yo también aguantaría. El uno de julio se me antojaba menos terrorífico que antes.

Berry pareció preocuparse por cómo había yo enlazado la negación con el bourbon. Yo estaba tonto y ella estaba seria, y me dijo que aquel primer olvido de una cita con ella era una muestra de los problemas que podríamos tener a lo largo de aquel año. Intenté contarle algo del B-M Deli, pero no pude. Cuando, riéndome, le conté lo de Harry el Caballo y la pedorra de Jane Doe, no se rió en absoluto.

—¿Cómo puedes reírte de algo así? Suena patético.

—Lo es. Supongo que la negación no ha funcionado.

—Sí ha funcionado. Por eso te estás riendo.

En el buzón había una carta de mi padre. Mi padre era un optimista, y un maestro de la conjunción copulativa. Sus cartas siempre seguían el patrón gramatical siguiente: frase, conjunción copulativa, frase:

… Sé que hay mucho que aprender en Medicina y que todo es tan nuevo. Es fascinante siempre y no hay nada más asombroso que el cuerpo humano. Pronto te habituarás a la dura parte física de tu labor y habrás de cuidar mucho tu salud. El miércoles por la tarde conseguí ochenta y cada vez lo hago mejor…

Berry me metió en la cama temprano, y se fue a su casa. Me arropé enseguida con el manto de terciopelo del sueño, rumbo al caleidoscopio de los sueños. Contento, feliz, ya sin miedo, con una sonrisa en el semblante, susurré: «Hola, sueños», y al instante estaba en Oxford, Inglaterra, en la sala senior del Balliot College a la hora del almuerzo, con un miembro de la institución siete veces centenaria a cada lado, comiendo comida insípida en un plato de porcelana traslúcida blanca, hablando de cómo los chalados de los alemanes, después de pasarse cincuenta años compilando en su vasto Diccionario todas las palabras latinas utilizadas a lo largo de la historia, apenas habían llegado a la K, y luego era un chiquillo que corría en el crepúsculo estival, después de la cena, con un guante de béisbol en la mano, brincando y brincando en el cálido atardecer, y luego, en un torbellino de espanto, presenciaba cómo un circo ambulante caía al mar desde un acantilado, y cómo los tiburones atacaban a los suculentos marsupiales mientras el pintado rostro del payaso ahogado se disolvía en la fría e inhumana salmuera del piélago…