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Si exceptuamos las gafas de sol, Berry está desnuda. Incluso ahora, de vacaciones en Francia y con mi año de interno recién enterrado en su fosa, sigo sin ser capaz de ver sus imperfecciones físicas. Adoro sus pechos, la forma en que cambian cuando se echa, boca abajo o boca arriba, y cuando se pone de pie, y cuando camina. Y cuando baila. Oh, cómo adoro sus pechos cuando baila. Los ligamentos de Cooper los mantienen erguidos. Los Caídos de Cooper, cuando se dan de sí. Y su pubis (sínfisis púbica), en el que el hueso bajo la piel es la verdadera fuerza que conforma el Monte de Venus. Tiene un vello negro y poco tupido. Suda al sol, y el brillo hace su bronceado más erótico. Pese a mis ojos médicos, pese a acabar de pasarme un año entre cuerpos enfermos, lo único que puedo hacer es quedarme allí quieto, en calma, y contemplarla. El día es suave, cálido, y está empedrado de la nostalgia de un suspiro. Es un día tan quieto que la llama de una cerilla se alza inmóvil hacia lo alto, invisible en el aire caliente y claro. El verde de la hierba, las paredes encaladas de nuestra granja alquilada, el tejado de estuco color naranja que se recorta en el azul cielo de agosto…, todo es demasiado perfecto para ser de este mundo. No hay necesidad de pensar. Hay tiempo para todo. No hay resultado; sólo hay transcurso, proceso. Berry está intentando enseñarme a amar como supe amar un día, antes del embotamiento de mi año de interno.

Me esfuerzo por descansar pero no puedo. Mi mente, como un misil, viaja a mi hospital, a la Casa de Dios, y pienso en cómo todos nosotros —los otros internos y yo—tratábamos el sexo. Sin amor, en medio de los gomers y de los viejos moribundos y de los jóvenes moribundos, asolábamos a las mujeres de la Casa. Desde las más tiernas novatas de la escuela de enfermería a las curtidas enfermeras jefe de la Sala 12 de Urgencias, e incluso —en un español macarrónico—a las hispanas cantarinas y cargadas de ajorcas de Mantenimiento y Servicios Auxiliares. Las utilizábamos a nuestro antojo. Pienso en el Enano, que había pasado de las bidimensionales revistas porno a una apasionada aventura sexual con una voraz enfermera llamada Angel, una mujer que nunca —que nosotros supiéramos—, nunca en todo el santo año, logró ensamblar una frase entera compuesta por auténticas palabras. Y ahora sé que el sexo, en la Casa de Dios, fue siempre triste y morboso, cínico y enfermo, ya que al igual que todas nuestras demás actividades en la Casa, se hizo sin amor, porque todos nos habíamos vuelto sordos a los susurros del amor.

—Vuelve, Roy. No te quedes vagando por allí otra vez…

Berry. Estamos terminando de comer, casi hemos llegado al corazón de las alcachofas. En esta parte de Francia alcanzan un tamaño enorme. Yo he limpiado y cortado y hervido las alcachofas, y Berry ha hecho la vinagreta. Aquí la comida es exquisita. Muchas veces comemos en el jardín moteado de sol del restaurante, bajo la celosía de las ramas. La mantelería almidonada y blanca, la delicada cristalería, la rosa roja recién cortada en el vaso de plata…, es casi demasiado perfecto para ser real. En la esquina, nuestro camarero espera con el paño sobre el antebrazo. La mano le tiembla. Padece un temblor senil, el temblor de un gomer, el temblor de todos los gomers de este año pasado. Al llegar a las últimas hojas de la alcachofa, viendo cómo el púrpura aún tiñe el verde comestible, y tiradas al montón de desechos que irán a parar a las gallinas y al perro de vidriosos ojos de gomer del granjero, pienso en un gomer comiendo una alcachofa. Algo imposible, a menos que la convirtiéramos en puré y se la administráramos por el tubo. Quito los espinosos pelos de color verde intenso que cubren el montículo de pelusa, y llego al corazón, y pienso en las comidas en la Casa de Dios, y en el absoluto rey en el asunto del comer, en mi residente, en el Gordo. El gordo metiéndose en la boca la cebolla y los perritos calientes judíos y los helados de frambuesa, todo a un tiempo, en la cena de las diez. El Gordo con sus LEYES DE LA CASA y su enfoque de la medicina, que al principio consideré malsano pero que gradualmente fui aprendiendo que era el acertado. Nos veo a los dos —acalorados, sudorosos, heroicos—inclinados sobre un gomer.

—Estos tíos nos hacen polvo —decía el Gordo.

—A mí me tienen de rodillas —decía yo.

—Me suicidaré antes de hacer felices a estos bastados.

Y nos echábamos uno en brazos del otro y llorábamos. Mi genio gordo, siempre conmigo cuando lo necesitaba… ¿Dónde estaba ahora, que volvía a necesitarlo? En Hollywood, en Gastroenterología, en medio de las diarreas —como decía siempre él—y «el colon de las estrellas…». Ahora sé que fue su risa de bufón y su cuidado, el suyo y el de los dos policías de la Sala de Urgencias —aquellos dos policías, mis Salvadores, que parecían saberlo todo, y casi con antelación—lo que me ayudó a pasar aquel año. Pero pese al Gordo y a los policías, lo que sucedió en la Casa de Dios fue terrible de verdad, y me hizo mucho, mucho daño. Porque antes de la Casa de Dios yo había sentido amor por los ancianos. Y ahora ya no eran ancianos, eran gomers, y ya no los amaba, ya no podía amarlos. Quiero descansar, pero no puedo, y quiero amar, pero no puedo porque estoy totalmente gastado, como una camisa que hubiera sido lavada demasiadas veces.

—Vuelves allí tantas veces que quizá sea mejor que vuelvas de verdad, físicamente —dice Berry con sarcasmo.

—Cariño, ha sido un mal año.

Bebo el vino a pequeños sorbos. Desde que estoy aquí paso bastante tiempo borracho. He estado borracho en los cafés en días de mercado, cuando el clamor amaina en los puestos y comienza a fluir en los bares. He estado borracho mientras nadaba en el río a mediodía, cuando la temperatura del agua, del aire y del cuerpo era la misma, de forma que no podía saber dónde acababa el cuerpo y empezaba el agua, y se daba una unificación del universo, con el río enroscándose en nuestros cuerpos en ráfagas frescas y cálidas que se entremezclaban en patrones ya olvidados, colmando todo tiempo y toda hondura. Nado contracorriente, mirando río arriba, donde el sinuoso curso del agua descansa en un remanso de sauces, juncos, álamos y sombras, bajo ese gran maestro de las sombras: el sol. Borracho, me tiendo al sol sobre la toalla y contemplo con incipiente excitación el erótico ballet de las inglesas cambiándose, quitándose o poniéndose el traje de baño, y entreveo un retazo de pecho, unos rizos de vello púbico, del mismo modo y tan a menudo como había entrevisto retazos de pechos y rizos púbicos en las enfermeras que se quitaban o ponían los uniformes en la Casa de Dios, ante mis ojos. A veces, borracho, rumio sobre el estado de mi hígado, y pienso en todos los cirróticos a los que he visto ponerse amarillos y morirse. O bien desangrándose, delirando, tosiendo y ahogándose en sangre al reventárseles las venas del esófago, o bien en coma, yéndose poco a poco, deslizándose apaciblemente por la senda empedrada de amarillo y con olor a amoníaco que los conducía hacia el olvido. Sudoroso, siento un hormigueo, y veo a Berry más bella que nunca. Este vino me hace sentirme como inmerso en un líquido amniótico: sin aliento, alimentado por la sangre materna a través de la vena umbilical; fetal, resbaladizo, dando vueltas y vueltas en la calidez del palpitante útero, en el cálido amnios. El alcohol ayudaba en la Casa de Dios, y pienso en mi mejor amigo, Chuck, el interno negro de Memphis al que nunca le faltaba una pinta de Jack Daniels en la bolsa negra para los momentos especialmente duros con los gomers o con los pretenciosos académicos de la Casa, como el Jefe de Residentes o el propio Jefe Médico, que consideraban a Chuck inculto y con poca clase cuando en realidad Chuck tenía cultura y clase y era mejor médico que cualquiera de sus colegas del hospital. Y en mi borrachera pienso que lo que le sucedió a Chuck en la Casa de Dios era algo demasiado triste, porque había sido un hombre feliz y divertido y ahora era un tipo entristecido y taciturno, un tipo destrozado, alguien con la misma mirada medio airada, medio hundida que vi en los ojos del presidente Nixon ayer en la televisión francesa, tras su dimisión, al pie de la escalerilla del helicóptero, en el jardín de la Casa Blanca, haciendo con los dedos una señal de la victoria patéticamente inapropiada, instantes antes de que las portezuelas se cerraran a su espalda, y los filipinos recogieran la alfombra roja, y Jerry Ford, más perplejo y atemorizado que nunca, rodeara a su mujer con el brazo y volviera despacio a su quehaceres presidenciales. Los gomers, esos gomers

—Maldita sea, todo te recuerda a esos gomers —dice Berry.

—No me daba cuenta de que pensaba en voz alta.

—No te das cuenta, pero lo haces continuamente. Nixon, los gomers… Olvídate de una vez de los gomers. Aquí no hay ningún gomer.

Sé que está equivocada. Un día delicioso e indolente, paseo solo desde el cementerio de la parte alta del pueblo, bajo por la carretera sinuosa y sesteante desde la que se domina el castillo, la iglesia, las cuevas prehistóricas, la plaza, y, más abajo, el valle, los álamos diminutos y el puente romano al que va a dar la carretera, y el creador de todo ello, ese vástago de glaciar: el río. Nunca había tomado este camino, esta senda asfaltada que bordea las colinas. Empiezo a relajarme, a volver a gustar lo que conocí un día: la paz, la perfección de perfecciones de no hacer nada. Es una naturaleza tan exuberante que los pájaros no logran comerse todas las zarzamoras maduras. Me paro y cojo algunas. Jugosos granos en la boca. Mis sandalias golpean el asfalto. Miro las flores, que compiten en color y forma, que incitan a las abejas al expolio. Por primera vez en más de un año estoy en paz, nada en el mundo exige esfuerzo alguno, y todo me resulta natural, integral, sano.

Doblo un recodo y veo un edificio grande, como un hospicio u hospital, con la leyenda «Asilo» sobre la puerta principal. Me empieza a picar la piel, se me erizan los vellos de la parte de atrás del cuello, siento dentera. Y —sí, no hay duda—los veo. Los han puesto al sol, en un pequeño huerto. El blanco del pelo, diseminado entre el verdor del huertecillo, hace que parezcan dientes de león en un campo, con el vil ano a la espera de una última brisa. Gomers. Me quedo mirándolos. Reconozco los síntomas. Hago diagnósticos. Al pasar junto a ellos, sus ojos parecen seguirme, como si en algún rincón de su demencia trataran de saludarme con la mano, de decirme bonjour, de mostrar cualquier otro vestigio de humanidad. Pero ninguno de ellos me hace adiós ni me dice bonjour, ni intenta ningún otro ademán humano. Sano, bronceado, sudoroso, borracho, ahíto de zarzamoras, riendo para mis adentros y temiendo la crueldad de esa risa, me siento de maravilla. Siempre me siento de maravilla cuando veo un gomer. Y ahora me encantan estos que veo.

—Bien, puede que haya gomers en Francia, pero no tengo que cuidarlos.

Berry vuelve a su alcachofa, y se llena la barbilla de vinagreta. No se la limpia. No es de ese tipo de personas. Le encanta la untuosidad del aceite, la acritud del vinagre. Le encanta estar desnuda, despreocupada, manchada de aceite, a sus anchas. Siento que se está excitando. Me vuelve a mirar. ¿Es que lo he dicho en voz alta? No. Mientras nos miramos, la vinagreta le resbala de la barbilla y va a caerle en un pecho. Seguimos mirándonos. La vinagreta explora, se desliza despacio por la piel rumbo al sur, hacia el pezón. Los dos hacemos cábalas, en silencio, sobre si llegará a él o cambiará de rumbo y acabará en el valle entre ambos pechos. Yo vuelvo a la medicina, y pienso en el carcinoma de los nódulos axilares. En la mastectomía. Las estadísticas se me agolpan en la cabeza. Berry me sonríe, ajena a mi regresión hacia la muerte. La vinagreta sigue su curso, se desliza hasta el pezón, y se queda. Sonreímos.

—Deja de obsesionarte con los gomers y ven a lamerla.

—Aún pueden hacerme daño.

—No, no pueden. Ven.

Al pegarle los labios al pezón, al sentir cómo se eriza y gustar el sabor acre de la salsa, tengo la fantasía de un paro cardiaco. La sala está abarrotada, soy de los últimos en llegar. En la cama hay un paciente joven, intubado. Tiene conectada la respiración asistida. El residente trata de ponerle una gran cánula intravenosa, Y el interno da vueltas y vueltas a la cama. Todo el mundo sabe que el paciente va a morir. Arrodillada junto al lecho, aplicándole un masaje cardiaco, hay una enfermera de Cuidados Intensivos, una pelirroja de Hawai de muslos soberbios y grandes tetas. Tetas de Hawai. Era su paciente, y ha llegado la primera al producirse el paro cardiaco. Yo estoy en el umbral, y observo: la falda blanca se le ha subido por los muslos, y al inclinarse sobre el paciente enseña el culo. Lleva bragas de flores. Casi puedo ver los pétalos a través del fino entramado de los pantis blancos. Pienso en Hawai. Su culo sube y baja, sube y baja en medio de la sangre y el vómito y la orina y la mierda y la gente. Suben y bajan olas que rompen en playas volcánicas. Una limusina fantástica, de lujo, su trasero. Me acerco a ella y pongo la mano encima de él. Se vuelve y ve quién es, y sonríe y dice: «Oh, hola, Roy», y sigue bombeando. Yo le magreo el culo mientras ella sube y baja; lo sobo por todas partes. Le susurro al oído una obscenidad. Le bajo con las dos manos los pantis, y luego las bragas hasta las rodillas. Ella sigue golpeando el cuerpo inerte. Le meto una mano en la entrepierna, le paso la otra por la cara interna de los muslos y la deslizo de arriba abajo, de abajo arriba, al compás del bombeo pectoral de la resucitación. Ella, con la mano libre, me desabrocha los pantalones blancos y me agarra el pene erecto. La tensión es increíble. Se oyen gritos de «¡Adrenalina!» y «¡Desfibrilador!».

Finalmente todo está listo para aplicar los dos extremos del desfibrilador al pecho del paciente, lo que producirá un shock en su moribundo corazón, y alguien grita:

—¡Todo el mundo fuera de la cama!

La hawaiana se «calza» con suavidad en mi pene.

—¡Corriente!

SSSZZZZZ…

Le aplican la corriente. El cuerpo salta convulso sobre la cama al contraérsele los músculos por efecto de los 300 voltios, pero la pantalla del monitor muestra una línea plana. El corazón está muerto. Un interno, el Enano, entra en la sala. El paciente era su paciente. Parece afectado. Parece a punto de echarse a llorar. Pero nos ve a la hawaiana y a mí en faena, y sus ojos muestran la lógica sorpresa. Me vuelvo y digo:

—Alégrate, Enano. Es imposible deprimirse con una erección.

La fantasía se acaba con el joven paciente muerto y todos nosotros consolándonos en el sexo sobre el suelo resbaladizo y pringado de sangre, cantando a medida que nos aproximamos como cohetes al orgasmo:

—Quiero volver a mi pequeña choza de paja de Koooalakahooo, Hawaaaiiiiii…